Relaciones fugaces

Marcel Proust pensaba ―según afirma Jacques Bouveresse― que la literatura es un modo de conocimiento de la realidad de las cosas que más nos importan, tan profundo como la metafísica, y que está al alcance de todo el mundo. Este pensamiento se puede evidenciar al leer a Cristina Peri Rossi, una escritora que, en gran parte de su obra, indaga en aspectos íntimos de la condición humana y en las relaciones de pareja con sus fantasías y sus prejuicios, sus ambiciones y frustraciones. Menoscuarto publica una colección de once relatos de la autora uruguaya bajo el título Los amores equivocados que toma de uno de sus cuentos.
Son historias de amor y sexo que no suelen durar mucho tiempo y en las que determinados sucesos inesperados actúan como puntos de inflexión en la vida de los protagonistas obligándoles a replantear sus sentimientos y hasta sus deseos. Un camionero recoge a una adolescente que podría tener la edad de una de sus hijas y se crea en él un conflicto interior entre los dictados morales y los de su instinto. La protagonista de otro de los cuentos realiza un largo viaje —igual que hiciera la Maga de Cortázar— para buscar a su amado por el que sería capaz de hacer cualquier cosa; un acto de amor que él no se siente capaz de igualar ni compensar. En estos relatos, la mujer soñada durante toda la vida se encuentra a la vuelta de la esquina, una alumna consigue manipular a su profesora y amante y un simple pelo del pubis de una mujer es capaz de poner en un apuro a un hombre cuando se le queda pegado a la garganta. La vida da un giro imprevisible una noche lluviosa en la que una mujer, que atraviesa la ciudad al encuentro de su amante, se detiene para que suba una joven que hace autostop; o para una mujer que siente el engaño en el que ha hecho vivir a su pareja cuando, en la madurez, descubre su verdadera sexualidad y es capaz de hacer realidad sus fantasías eróticas. Un diálogo puede ser revelador, como el que mantiene un psiquiatra que autoanaliza su precaria relación de pareja mientras escucha a su paciente que, a través de innumerables fotografías, trata de evitar el olvido del rostro de la mujer que abandonó; o el que mantiene una periodista con un escritor que huye de la realidad y con el que desea acostarse.
Los personajes de Peri Rossi suelen ser algo oscuros, con un lastre que arrastran de su pasado: hijos abandonados, infancias y adolescencias robadas por la crisis, frustraciones, deseos insatisfechos, obsesiones reprimidas. Los ambientes urbanos en los que suceden estas historias remarcan la soledad de los personajes que viven en muchos casos la desazón de haber malgastado su vida y sintiendo la incomprensión de deseos que pocos están dispuestos a confesar. Muchos de estos relatos rebosan sensualidad, erotismo y hablan del sexo de una forma explícita, sin ambages, pero con lirismo. Cristina Peri Rossi, utiliza la literatura ―esa forma de conocimiento― para indagar en las pulsiones, en los mecanismos del deseo que mueven al ser humano.









Los amores equivocados
Cristina Peri Rossi
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Editorial Menoscuarto, 2015.

Curanderos y videntes

Guardo algunos libros de mi abuelo, publicados a principios del siglo XX, en los que el profesor H. Durville trataba de explicar de forma científica las técnicas de curación de dolencias físicas y morales mediante la aplicación de lo que llamaba física dinámica, basada en el magnetismo personal y el hipnotismo. Leyendo las historias que recoge Manuel Moyano en su Dietario Mágico descubro que muchas de esas técnicas siguen vigentes y las practican algunos curanderos que dicen estar poseídos de un don o una gracia especial. Moyano recorrió durante dos meses la Región de Murcia y se entrevistó con curanderos, zahoríes, videntes e iluminados. La forma que tienen de conocer sus capacidades bienhechoras es muy diversa. Un curandero no descubrió que lo era hasta pasados los setenta años y un zahorí se percató de su condición al notar un extraño malestar durante una siesta campestre. Otro, en cambio, desde los seis años tiene visiones de la Inmaculada Concepción. En la mayoría de los casos, parece que hay una predisposición genética, heredándose la gracia con el salto de una generación, por lo que son los abuelos los encargados de aleccionar a los nietos dotados de este don.
Moyano, nos presenta unas historias entrañables de personajes reales con un lenguaje directo, desenfadado, manteniendo cierta distancia en un equilibrio entre el respeto y la ironía.










Dietario Mágico
Manuel Moyano

La Fea Burguesía Ediciones, 2015.
Publicado en Cuadernos del Sur el 5 de diciembre de 2015

Tambor de arranque, de Francisco Bitar.

Esta novela breve, publicada por la editorial Candaya, trata de las ilusiones y esperanzas rotas ante una realidad de fracaso y frustración contenida. Leo ―un perseguidor de sueños, idealista e inseguro― e Isa ―una mujer con un sentido práctico de la vida y algo recelosa― viven los últimos momentos de una relación minada por la decepción de los acontecimientos del día a día y los propósitos que les son negados. Quieren plantar un árbol para dar sombra delante de su casa, pero una vecina se lo impide; quieren comprarse un auto de segunda mano con los ahorros destinados a una nueva cama y la operación no les sale bien. Eso es lo último que intentarán hacer juntos. Y en medio de esa desilusión está su hija Sofía, una víctima silenciosa de los problemas de comunicación y el alejamiento que sufren sus padres.
De forma paralela a las dificultades de los protagonistas, que atraviesan momentos de profunda soledad, se advierten otros problemas de calado social, como la ausencia de un futuro alentador, el abandono de los barrios periféricos, la dependencia de las efímeras cosas materiales o la persistente crisis. La falta de solvencia económica, a pesar de ser ambos profesores, les obliga a vivir en condiciones muy austeras. La inconsciencia de Leo, sus decisiones equivocadas, acaban con la paciencia de Isa. Ella se encierra con su hija en el mundo que le ha costado construir y al que no quiere renunciar. Él va perdiendo lo poco que le queda por el camino; su pasado repleto de anhelos se va desmoronando pieza a pieza, casi sin darse cuenta, hasta que comprende que la reconstrucción resulta imposible, que su vida, irremediablemente, ha naufragado sin quedarle ya ningún asidero al que agarrarse. 
Francisco Bitar es un autor argentino que escribe con el estilo limpio, directo y aparentemente sencillo que nos mostró Hemingway en sus cuentos y que luego desarrollaron con maestría Salinger y Carver entre otros. Esta influencia del cuento estadounidense se aprecia también en la desolación que transmiten los paisajes de suburbios urbanos en los que se mueven los personajes, con parajes desolados y casas que dejan de ser hogar. Nos muestra los hechos, las acciones y, a través de los gestos, de las situaciones, nos descubre los mecanismos que llevan a los personajes a actuar de una forma determinada. En esa simplicidad intensa hay un permanente trasfondo melancólico que se percibe en la falta de comunicación entre los personajes, en el amor mermado por los desengaños, en el deseo roto, en los reproches, la incomprensión y las falsas expectativas. Bitar es un gran observador de la condición humana, dibuja con trazos sutiles la angustia y la inseguridad de los protagonistas, pero no entra a valorar su conducta, solo la muestra para que sea el lector quien saque sus propias conclusiones.










Tambor de arranque
Francisco Bitar
Editorial Candaya, 2015

Decisiones inocentes

Hay decisiones, en apariencia inocentes, que pueden traer consecuencias capaces de transformar la vida de quienes las toman, de convertir el éxito en derrota, la seguridad en sospecha, lo familiar en desconocido o el amor en resentimiento. «Si alguien sale de casa con una pistola, más vale que esté dispuesto a usarla. De lo contrario, lo más probable es que acaben matándolo». Ese comentario, dicho despreocupadamente por un amigo de la familia de César O´Malley, va a ser clave en un angustioso episodio de la vida del protagonista. César procede de una familia de origen irlandés que emigra a Estados Unidos y, una generación después, llega a España cuando él es un niño. En ese momento conoce a Beltrán Gao, de carácter introvertido, con quien compartirá una intensa amistad hasta la adolescencia y que, después de muchos años, comprobará que su lealtad resiste al tiempo, al distanciamiento y a los cambios que ambos experimentan en la vida. Rubén Abella, en California ―una novela editada por Menoscuarto— explora minuciosamente el pasado y el presente de los personajes, saltando de uno a otro, e indaga en los cambios que experimentan con los años, las reacciones ante situaciones límite, el distanciamiento que se produce, a veces, entre las personas más cercanas y queridas.









California
Rubén Abella
Menoscuarto, 2015.

Lydia Davis, Ni puedo ni quiero

Vila-Matas destacaba de Lydia Davis su forma de lograr profundidad con un lenguaje muy conciso. Esa peculiaridad en su manera de narrar está presente en el volumen Ni puedo ni quiero, un título que toma de uno de los textos que contiene y que nos da idea de la actitud algo irreverente de muchas de las historias que relata.
Lydia Davis escribe sobre aquello con lo que, sin buscarlo, se encuentra como si se obligase a dejar testimonio casi notarial de lo que acontece a su alrededor. Escribe mucho, sin excusas, en cualquier circunstancia, pero utiliza solo las palabras justas. Tiene necesidad de tomar partido sobre cualquier asunto, aunque pocas veces lo hace con seguridad porque, con frecuencia, surge la duda de si podría ser justamente lo contrario de lo que pensaba inicialmente. En no pocas ocasiones incorpora nuevos puntos de vista que alteran su percepción primera e incluso termina por mostrar condescendencia y conformarse con las cosas tal y como llegan.
Entre los textos abundan los sueños que le ayudan a indagar en aquello que le preocupa y que teme. También hay trece relatos que construye a partir de la correspondencia que Flaubert mantenía con su amiga y amante Louise Colet, así como cartas que dirige, por ejemplo, a los fabricantes de arvejas congeladas o de caramelos a los que da consejos para mejorar sus ventas. Algunas narraciones son variaciones de una misma idea con diferentes enfoques. Constata hechos incuestionables ―«Debajo de esta suciedad / el piso está realmente muy limpio»―, juega con las letras de una palabra creando al azar otras nuevas durante una conversación telefónica o, a partir de un catálogo de libros, destaca lo que le interesa y desdeña lo que no.
A la narradora, a veces, la vida le parece anodina, pero no deja de preocuparle y, en ocasiones, es motivo de enfado. Con su particular mirada, con su estilo preciso, en algunos textos se aleja para tomar perspectiva de algo externo que le inquieta y otras se acerca de forma empática hasta hacerlo suyo. Reflexiona sobre la existencia, el envejecimiento, el oficio de escribir y sus lecturas y lo hace tanto desde la ironía como desde la tragedia.
En este volumen hay relatos formados por unas pocas palabras y otros que se desarrollan en más de treinta páginas; algunos se acercan en lo formal a la poesía y otros al ensayo, como en No me interesa, donde nos desvela su parecer sobre el aburrimiento que le producen ciertas lecturas para terminar diciendo:
En realidad, no quiero decir que me aburren las novelas viejas y los libros de cuentos si son buenos. Solo los nuevos: buenos o malos. Me dan ganas de decir: por favor, ahórreme su imaginación, estoy tan cansada de su vívida imaginación, dejen que otro la disfrute. Así es como me siento en estos días, qué se yo, a lo mejor se me pasa.
Lydia Davis, en su manera de recrear el mundo mediante la escritura, parece participar de la opinión de Ezra Pound cuando afirma que la palabra justa es la palabra necesaria en un escrito y promulga la máxima precisión en la escritura. La propia Davis afirma que no hay que escribir mucho para escribir bien. En Ni puedo ni quiero, Lydia Davis nos invita a observar a nuestro alrededor con otra mirada, ―una forma atenta de mirar― y a transformar lo vulgar en prodigio, como cuando cae el agua por el desagüe y le parece escuchar “Dvorak”.









Ni puedo ni quiero
Lydia Davis
Traducción: Inés Garland
Editorial: Eterna cadencia, 2014.
Publicado en La Toore de Montaigne en octubre de 2015.

La prisión de la libertad

No resultaba sencillo saber con exactitud quiénes y cuántos eran los Pissimboni. Para esta familia, que vivía en una casa cubierta de hiedra y aislada en lo alto de una colina, ni los objetos ni las personas tenían importancia. Todos los días eran iguales, sin ni siquiera indicios que hicieran presagiar algún cambio. Lucía, recluida en la biblioteca, enloquecía con sus lecturas; Samuel elaboraba en un cuartucho inconsistentes teorías; Basora anhelaba, débil y melancólica, el amor de un hombre; Carlota intentaba controlar los delirios de su hermana; Barnaúl, como el resto de sus hermanos, con frecuencia desaparecía; Yago vivía dos vidas paralelas: la de la reclusión y la de un forastero en su propio pueblo, la del sueño y la de la realidad. El cercano pueblo de Sandofar no quiere saber nada de esta familia a la que a veces ve como una amenaza o, simplemente, la olvidan. Allí las leyes que aseguran que todo siga igual son dictadas por El Superior y en la Casa del Pueblo los aburridos funcionarios son los encargados de que se cumplan de forma escrupulosa. Hace ya mucho tiempo que Ignacio y Martina decidieron alejarse de aquel pueblo que no aceptaba la responsabilidad y el reto de su propia libertad. La gente de allí prefiere que todo siga igual —en una estabilidad perdurable— y para ello acepta unas leyes estrictas que ni siquiera quiere conocer. Lo importante es no hacer nada para evitar que se altere el orden establecido y se desmorone su mundo controlado.
En Los Pissimboni —una novela muy recomendable publicada por Acantilado—, Sònia Hernández vuelve a indagar en los secretos que guardan las familias, como haría en algunos de los relatos contenidos en Los enfermos erróneos, un libro que Vila-Matas en su Dietario voluble describió como bello y turbador.
Pocas historias de las que se califican de kafkianas lo son tanto como ésta. Todos los Pissimboni viven angustiados dentro de su tremenda soledad, enclaustrados bajo una pesada atmósfera. Ellos, que buscaban la libertad por encima de todo, desean ahora, de algún modo, perderla en parte para reencontrar acaso un poco de felicidad. El mundo crece para Yago al escuchar, por las noches, palabras nuevas en la taberna. Igual que Cernuda hablaba del deseo de estar preso en alguien que le haga olvidar su mezquina existencia, Yago sueña en lo agradable y sosegador que sería tener siempre cerca a la mujer de la que anhela sus abrazos y la tibieza de sus pechos. Los Pissimboni en su radical búsqueda de la libertad han perdido el bienestar que tuvieron en el pueblo, mientras que sus vecinos —como el conejo de Indias que, en el cuento de Galeano, no quería salir de su jaula conocida— sienten miedo de encontrarse cara a cara con su propia liberación y autonomía. Yago en esta búsqueda de la felicidad cree descubrir el equilibrio si consigue ceder parte de la libertad, que no deja de ser abstracta e inmovilista, y no se somete a las absurdas y estrictas leyes que impone la Casa del Pueblo. Pero la felicidad absoluta —escribía Galeano en otro de sus cuentos—, solo es posible con la pérdida o la renuncia a la memoria.








Los Pissimboni
Sònia Hernández

Acantilado, 2015.

Frase, Julia Otxoa

Frase
Recordaba la frase, la había visto sobre el desconchado muro que cercaba un solar vacío en las afueras de la ciudad. Ocurrió hace ya mucho tiempo, cuando apenas contaba diez años.
A lo largo de toda su vida la rememoró muchas veces, pero nunca pudo entender su significado. Sólo ahora, ya muy anciano, postrado en el lecho y extremadamente débil y enfermo, había logrado por fin descifrarla. Pero casi al mismo tiempo asaltó su fatigada mente una terrible pregunta: «¿Qué había detrás de la última palabra? ¿Una coma, un punto, puntos suspensivos?».
El sentido de la frase dependía de aquello, pero el anciano por más que lo intentaba no alcanzaba a recordarlo. Además, ahora apenas podía pensar con claridad, todo se le mezclaba en un confuso torrente de fragmentos. En medio de la fiebre, cual mudo espectador, asistía a la película de su vida.
Sólo poseía clara la certeza de que ya no tenía tiempo para averiguar con qué clase de signo ortográfico concluía la frase. Exhausto por el esfuerzo, cayó sumido en un profundo letargo. Soñó ser un desconchado muro cercando un solar vacío, inscrita en él una frase que un niño con atención leía...
Julia Otxoa, Frase.

Julia Otxoa

Juan Ramón Jiménez, La caja torcida

La caja torcida
Tenía la manía bella de lo derecho, lo recto, lo cuadrado. Se pasaba el día poniendo bien, en exacta correspondencia de líneas, cuadros, muebles, alfombras, puertas, biombos.
Su día era un sufrimiento terrible y una espantosa pérdida de tiempo. Iba detrás de familiares y criados, ordenando lo desordenado. Comprendía bien el cuento del que se sacó una muela sana de la derecha porque tuvo que sacarse una dañada de la izquierda.
Cuando se estaba muriendo, suplicaba a todos que le pusieran exacta la cama en relación con la cómoda, el armario, los cuadros.
Y cuando murió, el enterrador le dejó la caja torcida en la tumba para siempre.
Juan Ramón Jiménez, La caja torcida (1930).

Juan Ramón Jiménez

Sueño o realidad

Sueño o realidad
El maestro Chuang Tzu contó:
-Esta noche he soñado que era una mariposa.
Me sentía libre revoloteando de flor en flor, dejándome llevar por la brisa cálida del mediodía y deleitándome con el espectáculo de la naturaleza en su esplendor primaveral pero he despertado y he visto que era Chuang Tzu, y me pregunto: ¿Ha soñado Chuang Tzu que era una mariposa o la mariposa está soñando ahora que es Chuang Tzu?
Los 120 mejores cuentos de las tradiciones espirituales de Oriente (recopilación de Ramiro Calle y Sebastián Vázquez).









Los 120 mejores cuentos de las tradiciones espirituales de Oriente..
Recopilación de Ramiro Calle y Sebastián Vázquez.
Edaf, 1999.

Coctelería Milanos, Francisco Ferrer Lerín

Coctelería Milanos
Amo a esa mujer cubista durante dos tardes y una madrugada. Consume combinados de variada calidad y acomete con movimientos basculantes la racionalidad de mis posturas de monja. Ella es bella en lo que permite: pelota de cabellos bien lavados, cuello algo instalado en la frontera del esternón y nariz típica del estornino canoso sastre. También, involuntario, anoto una tibieza casi sofocante de su seno turgente izquierdo enfundado en riqueza adamascada de las galerías lafayete de la exclusiva calle inspector de adelantos nuez moncaya.
Francisco Ferrer Lerín,  Coctelería Milanos (Gingival).
Francisco Ferrer Lerín

Dime quién fui, de Elisa Rodríguez Court

«La muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir». Esa frase de César González Ruano podría resumir el argumento principal de Dime quién fui ―la última novela de Elisa Rodríguez Court―. Sin embargo, en sus páginas encontramos otras historias que se cruzan y que invitan a reflexionar sobre la familia, las relaciones humanas, la fidelidad, la muerte y hasta la propia literatura.
Isa, la narradora, cuenta la historia de los últimos años de vida de su padre; en realidad, un desconocido que abandonó a su mujer y a sus hijos cuando ella, la hermana mayor, era una niña. Desapareció robándole parte de la infancia para reaparecer de nuevo en su vida ―cuando, ya anciano, ha empezado a perder sus facultades mentales―, quitándole ahora el tiempo que dedica a la literatura: su forma de entender la vida. A pesar de esto, Isa se siente responsable y descuida incluso algunas necesidades de su hija Carlota por ir a visitarlo y atender sus manías. Así, es testigo del progresivo deterioro físico y mental del anciano: desde su mal humor y su conducta paranoica, pasando por sus cada vez más frecuentes despistes y olvidos, hasta que deja de comer y de moverse, consumiendo sus días lentamente. Tres décadas sin dar señales de vida convierten a su padre en una persona ajena a ella y a sus hermanos ―que aun tuvieron menos tiempo de convivir con él y del que no guardan ningún recuerdo― y de la que no sabe nada de su pasado ni del porqué de su regreso. 
Es una novela sobre un camino que se termina, sobre el olvido, sobre cómo asumir la muerte y las consecuencias de huir de la verdad mediante el autoengaño. Hay una sombra pesimista del proceso de extinción de una vida. Sin embargo, ante la falta de vínculo, de amor hacia un padre casi desconocido, la mirada de la narradora se vuelve algo excéntrica o alejada de un escenario deprimente, y lo que podría ser rencor se transforma en indiferencia. Isa se habla a sí misma, se cuenta sus impresiones, sus pensamientos ante una situación que no le gusta, pero en la que se ha propuesto seguir hasta el final, sin esperar otra cosa que recuperar el ritmo de su vida interrumpido, sin buscar certezas ni explicaciones.
De forma paralela, la autora nos habla también de la necesidad de la literatura como ayuda para entendernos mejor. Como planteaba Robert Musil, la literatura y, en particular la novela, ofrece unas posibilidades para las que no existe equivalente en aquello que nos permite acceder al conocimiento y observar la vida real. Sin duda, una de las características más sugerentes de Dime quién fui es la abundancia de citas que se intercalan en el texto para matizarlo o enriquecerlo. Nos presenta autores y nos invita a indagar en sus obras. Isa no concibe su existencia sin libros y tiende a interpretar la vida cotidiana en términos literarios. Sus lecturas le permiten vislumbrar lo que no se ve en lo que siempre miramos; literatura y vida se confunden entonces sin frontera entre ambas. Leyendo esta novela y las numerosas citas que acompañan a la trama se hace más revelador Marcel Proust cuando afirmaba que la literatura nos ayuda a dilucidar la vida que permanece en tinieblas para mostrarnos de nuevo su verdad.











Dime quién fui.
Elisa Rodríguez Court

Editorial Verbum, 2015.
Publicado en Culturamas el 22 de agosto de 2015

Invención del Carnaval, Ramón Gómez de la Serna

Invención del Carnaval
En aquel primer Carnaval del mundo, cuando aún no existían más seres humanos que los que componían la primera pareja, Adán sintió ganas de disfrazarse para dar broma a Eva, y tomando un pámpano, le abrió los dos agujeros de los ojos y lo convirtió en careta. Después envolvió su cuerpo en grandes hojas de tabaco y de esa guisa se dirigió a Eva.
Eva, un poco sorprendida ante aquella voz de falsete que le preguntaba con insistencia: "¿Quién soy?, ¿quién soy?", respondió:
—¡Pedro!
 Ramón Gómez de la SernaInvención del Carnaval.


Ramón Gómez de la Serna

La casa y el cuadro, Sònia Hernández

La casa y el cuadro
Ya has llegado a una edad en la que coyunturas como esta no deberían suponerte ningún enigma ni conflicto alguno. La experiencia y los conocimientos que has acumulado en todos estos años te han de servir, con creces, para poder descifrar ese mensaje. No ha de ser tan complicado. ¿Se trata acaso del código, de los términos que se manejan? Intenta reducir la situación a su significado más básico: tú ante una composición de elementos que, una vez identificados, pueden hacerte más sabia y más fuerte porque tendrás más recursos para controlar los fenómenos que constituyen la realidad.
La búsqueda de un concepto como el de espíritu –por no decir el alma, que sería tal vez un término que todavía te conduciría por vericuetos mucho más confusos– dificulta la tarea. Aunque intuyes que ocupa un lugar destacado en el mensaje que pretendes descifrar. No ignoras las trampas, los atajos, los rodeos y las perífrasis que se han utilizado a lo largo de la historia para explicarlo. Puedes enfrentarte a esa lectura porque tus ojos están sobradamente capacitados para recoger las imágenes y las construcciones, y conducirlas después hasta tu cerebro, para, una vez allí, dotar de significado a cada una de las piezas hasta construir el mensaje completo que ha de darte la información que tanto buscas.
¿Cuántos libros has leído a lo largo de tu vida? De cada uno de ellos has obtenido alguna información –el vínculo entre unas palabras y unas emociones o unos recuerdos que las traducen al código más básico y esencial: el de los sentimientos– que te ha ayudado a descifrar el mundo que te rodea. Todas esas asociaciones están dentro de ti. Recuerda cómo aprenden a leer los niños: cuatro trazos, una c, una a, una s y otra a; a ellos les evoca el dibujo infantil de una choza blanca con una ventana, un techo rojo y una chimenea siempre humeante. Ese es el proceso: a cada símbolo corresponde una imagen; y al revés también: cada imagen representa un símbolo que encierra muchos significados (recuerdos del pasado, aspiraciones del futuro, ensoñaciones, frustraciones...), por lo que se imagina que dentro de la casa se encuentra una madre amorosa que ha procurado que el interior esté bien caldeado.
Es así como se aprende a leer de verdad, llenando de un significado íntimo cada una de las palabras y de los símbolos. Por eso, a pesar de que el lenguaje sea una convención universal, para cada uno de nosotros significa cosas diferentes. Y por eso también a veces cuesta encontrar un interlocutor a quien transmitirle el mensaje que tanto necesitamos compartir. No todo el mundo puede escuchar lo que queremos decir; eso ya lo sabes. ¿Serías capaz de hablarle a alguien sinceramente de todas las ideas que te está sugiriendo esa estampa que observas sin ser capaz de descifrar del todo? ¿Podrías hablar de la sensación de angustia que te invade durante este ejercicio estéril de observación? También sucede que las palabras a veces no son suficientes para que la otra persona comprenda en su totalidad la necesidad de quien está hablando, el grito de socorro que puede estar lanzando. Sí, podría ocurrir que incluso el lenguaje sea un obstáculo, y por eso con frecuencia se inventan otros lenguajes paralelos o complementarios.
Quizá es eso o algo parecido cuanto estás experimentando ahora: que no te llega en su representación correcta el mensaje que el autor de la obra pretendía comunicar. Hemos llegado a otro concepto interesante: la presencia del creador. El mensaje, ya sea a través de palabras, de imágenes, de objetos o de música (todos estos lenguajes se conforman, al fin y al cabo, de símbolos y códigos), ha sido compuesto por un creador, aunque a veces eso se olvide porque lo único que pervive es la obra. ¿Hasta cuándo pervive la obra?
El problema del tiempo. ¿Cuánto llevas observando esa obra y sintiendo que hay algo importante en su significado que se te escapa? Si piensas en el autor, en el ser humano que hay o hubo detrás de toda obra, son otros muchos conceptos los que se deben incluir en el análisis. La metáfora de las cerezas, de las que muy raramente puedes agarrar una sin que otras muchas se hayan entrelazado. Así, toda una serie de ideas y de conceptos arrolla al pensamiento inicial. Tú todavía no has aprendido a detener la tromba de sentimientos, recuerdos, reproches y resentimientos que siempre se acaban liando con las cerezas. Son un fruto de verano y es esa una estación especialmente propicia para estas situaciones, es engañosa porque suspende al mundo en una situación que no es la real. Hoy es 20 de agosto. La palabra verano, como casa, te hacen pensar en la infancia (la cereza reina de todos los frutos dulces), a pesar de que durante muchísimos años has aprendido miles de palabras más que deberían haber reducido las primeras a apenas nada. De hecho, a veces te parece que es así, que las únicas palabras importantes son las que has adquirido a través del esfuerzo y de la perseverancia de la voluntad.
Son muchos los años en que has estado trabajando duro para que ahora este mensaje se te resista. Tal vez porque el calor de este verano enturbia tus reflejos, quizás porque te has dejado arrastrar por la cascada de evocaciones extrañas que han surgido de los sueños de esta noche. Los recuerdas casi todos, como siempre. También en el descifre de esos mensajes has sido una especialista. Jamás has dejado que hubiese ni una sola representación onírica, ni la más absurda de las pesadillas, que haya quedado sin diseccionar y sin anular. Todo bajo control. Así ha sido desde que te propusiste que nadie más excepto tú iba a influir en el desarrollo de tu vida. Sigues pensando que se trataba de una cuestión de vida o muerte. Todavía te ves como una niña prácticamente abandonada, en una casa que poco tiene que ver con el dibujo de la cartilla de leer que representaba una construcción blanca con tejado rojo, puerta abierta y chimenea humeante. Apenas si quedan recuerdos o conceptos vinculados a aquellos años, eso era lo que buscabas con tantas lecturas, con tantos libros que, por otro lado, tampoco han servido para llegar a ningún futuro satisfactorio que hubieses imaginado. Tú no habías imaginado ningún futuro. Nadie te había hablado de la posibilidad de poder hacerlo y sólo confiabas en lo que estaba escrito en los libros.
In media res. Así se te presenta ahora ese mensaje que quieres decodificar. En medio de la nada. Es decir: nada atrás y nada por delante. La explicación te parece demasiado obvia. No lo es si reparas en cada una de las palabras y de los conceptos que tratan de dibujar: un gran abismo antes de este momento, del instante de la obra, y un gran abismo después. Así siempre ha sido tu presente: acumulando palabras que llenen el ahora para que lo que ha habido antes quede bien cubierto, innumerables capas de abstracciones, invenciones, ensoñaciones, reproches y lamentos que cubran la escoria –la materia sobrante y carente de valor– de lo que ha habido con anterioridad. De tales ímprobos esfuerzos, por tanto, sólo puede darse una absoluta incapacidad para mirar hacia adelante, para pensar que realmente el futuro existe, que habrá días que vendrán. In media res. Así es también esa imagen que tratas de comprender, sin poder saber de dónde viene, cómo era antes, por qué la idea del cansancio está tan presente; y, a la vez, sin la posibilidad de atribuirle un futuro. Sin predicciones ni presagios. Sólo presente. Como un camino circular que empieza y acaba en el mismo sitio, pero que a cada vuelta se va degradando y difuminando hasta desaparecer.
Por supuesto que hay una lección útil detrás de todos esos conceptos que ahora te parecen imposibles de comprender. Y cuando des con la clave, con la palabra o con la idea que, como llave prodigiosa, abra la puerta, será como presenciar el momento de la irrupción de la luz en una estancia oscura que, como si se tratase de un alumbramiento, revela la existencia de miles de objetos, todos útiles y dispuestos en su lugar correcto. La luz va a mostrar una habitación ordenada igual que un universo en el que cada elemento tiene su función y ocupa un lugar determinado, como en un engranaje que se dirige a algún lugar.
Y esa palabra va a aparecer, como cuando das con la idea que sirve para comprender todo un cuadro y toda la obra de un creador que, pintase lo que pintase, un bodegón o una Virgen, no estaba sino reflejando su mundo. Cuando sabes las palabras mágicas (y tú has aprendido muchas), puedes entender a quién pertenecían los ojos melancólicos de las madres de los dioses, o por qué había una manzana en el suelo que quebrantaba el orden minucioso en la disposición de las frutas del bodegón.
Hace falta una palabra, la clave, Camila, para entender esa creación ante la que estás a punto de sucumbir a pesar de haberle dedicado tanto tiempo y tanta energía. De todas maneras, cabe otra posibilidad que hasta ahora no has contemplado. Si no consigues dar con el código que te permita comprender esa imagen, siempre puedes inventar otros muchos significados. Para eso también sirve el silencio, que es, a la vez, la negación y la posibilidad eterna del lenguaje. Todo puede acabar en el silencio, pero a la vez también todo puede surgir de él. Puedes inventar el mundo que quieras. Puedes hacer cuanto quieras porque estás viva y porque sólo tú eres el creador. Así que vuelve al espejo, vuelve a enfrentarte a esa imagen que no consigues comprender y encárate a ella, otra vez, pero con una voluntad diferente y con palabras nuevas.
Sònia Hernández, La casa y el cuadro.(Fuente:  http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escrhernandezs1.html)

Sònia Hernández


El triste, Arturo del Hoyo

El triste
Comí de las ciruelas, porque no dijeran. Reían, y yo también me puse a reír, aunque mi corazón de niño estaba triste. Salté, ellos saltaban, y tiré cosas por el balcón, ya que a ellos les gustaba hacerlo. Luego jugamos en el pasillo, si bien yo hubiera preferido ver cómo jugaban los otros. Más tarde dijeron: «Vamos a jugar a la oca». Y cuando estuve sentado, la silla, que estaba rota, me hizo rodar por el suelo.
Reían la broma con grandes risas y me miraban con los ojos congestionados por aquel triunfo. Yo, en el suelo, reí con ellos, aunque mi corazón de niño estaba triste».
 Arturo del Hoyo, El triste.


Arturo del Hoyo

La muñeca hinchable, Javier Tomeo

La muñeca hinchable
Cuando le abandonó su muñeca hinchable, mi amigo pensó que su soledad ya no tenía remedio y se sintió el hombre más infeliz del mundo.
—Fue hermoso mientras duró —me confiesa esta mañana, con los ojos llorosos—. Ni una sola recriminación, ni una sola palabra más alta que otra. Lo nuestro fue, sobre todo, un dulce monólogo.
—Dime —le pregunto—, ¿quién fue, en ese monólogo, el único que hablaba?
—Ella —reconoce.
—Pues no me extraña que al final se fuese con otro —le digo—. El silencio acaba aburriendo a cualquiera.
Continuamos paseando por el parque de Z. y al cabo de un rato nos sentamos en un banco recién pintado de verde limón. De un tiempo a esta parte no resulta fácil encontrar un banco en esas condiciones.
—Lo que más me fastidia —sigue confesándome— es que cuando me vaya al otro barrio, no dejaré en este mundo una esposa que me llore. No habrá nadie que se tome la molestia de incinerarme para conservar mis cenizas en un jarrón de porcelana checoslovaco.
Y después de decirme esas tonterías no añade nada más. Le conozco bastante bien, puede que no vuelva a despegar los labios en todo el día. A partir de este instante tendré que adivinar sus pensamientos por su forma de resoplar por la nariz.
Javier Tomeo,  La muñeca hinchable.

Javier Tomeo

Luna pálida, Manuel Moyano

Luna pálida
Tras contemplar el delicado paisaje que se extiende más allá de su ventana, el emperador remoja el cálamo de su pluma en el tintero y escribe: "Bella flor de loto bajo la luna pálida". Mientras relee su propia composición, una sutil lágrima se desliza por su mejilla y cae sobre el fino papel de arroz. Lo seca cuidadosamente con la manga de su túnica. Poco después, comprueba que queda suficiente tinta en el cálamo y firma con elegante trazo la sentencia a muerte de quince campesinos que esta mañana osaron pedir una reducción de tributos a las puertas de palacio.
Manuel Moyano, Luna pálida (Teatro de ceniza).

Manuel Moyano

Las ciudades y los muertos. 3, Italo Calvino

Las ciudades y los muertos. 3. 
No hay ciudad más propensa que Eusapia a gozar de la vida y a huir de los afanes. Y para que el salto de la vida a la muerte sea menos brusco, los habitantes han construido una copia idéntica de su ciudad bajo tierra. Los cadáveres, desecados de manera que no quede más que el esqueleto revestido de piel amarilla, son llevados allá abajo para que sigan con las tareas de antes. De éstas, los momentos de despreocupación son los que gozan de preferencia: los más de ellos se instalan en torno a mesas puestas, o en actitudes de danza, o con el gesto de tocar la trompeta. Sin embargo, todos los comercios y oficios de la Eusapia de los vivos funcionan bajo tierra, o por lo menos aquellos que los vivos han desempeñado con más satisfacción que fastidio: el relojero, en medio de todos los relojes detenidos de su tienda, arrima una oreja apergaminada a un péndulo desajustado; un barbero enjabona con la brocha seca el hueso del pómulo de un actor mientras este repasa su papel clavando en el texto las órbitas vacías; una muchacha de calavera risueña ordeña una osamenta de becerra.
Claro está, son muchos los vivos que piden para después de muertos un destino diferente del que ya les tocó: la necrópolis está atestada de cazadores de leones, mezzosopranos, banqueros, violinistas, duquesas, mantenidas, generales, más de cuantos haya contado nunca ciudad viviente. La obligación de acompañar abajo a los muertos y de acomodarlos en el lugar deseado ha sido confiada a una cofradía de encapuchados. Nadie más tiene acceso a Eusapia de los muertos y todo lo que se sabe de abajo se sabe por ellos.
Dicen que la misma cofradía existe entre los muertos y que no deja de echarles una mano; los encapuchados, después de muertos, seguirán en el mismo oficio aun en la otra Eusapia; se da a entender que algunos de ellos, ya muertos, siguen circulando arriba y abajo. Desde luego, la autoridad de esta congregación en la Eusapia de los vivos está muy extendida.
Dicen que cada vez que descienden encuentran algo cambiado en la Eusapia de abajo; los muertos introducen innovaciones en su ciudad; no muchas, pero sí fruto de ponderada reflexión, no de caprichos pasajeros. De un año a otro, dicen, la Eusapia de los muertos es irreconocible. Y los vivos, para no ser menos, todo lo que los encapuchados cuentan de las novedades de los muertos también quieren hacerlo. Así la Eusapia de los vivos se ha puesto a copiar su copia subterránea.
Dicen que esto no ocurre sólo ahora: en realidad habrían sido los muertos quienes construyeron la Eusapia de arriba a semejanza de su ciudad. Dicen que en las dos ciudades gemelas no hay ya modo de saber cuáles son los vivos y cuáles los muertos.
 Italo Calvino, Las ciudades y los muertos. 3. (Las ciudades invisibles).

Italo Calvino

Ven, siéntate aquí, de Guadalupe Royán

Cortázar decía que un cuento realista es siempre más que su tema. Incluso admitiendo la importancia fundamental del tema, los buenos cuentos —aquellos que guardamos después en la memoria— esconden un sistema de fuerzas laterales o subterráneas más o menos explícitas que consiguen dar un significado completo a la narración. En los cuentos que recoge Guadalupe Royán en su libro Ven, siéntate aquí, publicado por Adeshoras, el tema principal es la soledad con la que se viven los afectos. Podemos intentar transmitir las emociones que sentimos hacia una persona que nos atrae, hacia nuestra pareja o hacia un hijo, pero en el fondo lo que sentimos sólo nos pertenece a nosotros. La autora profundiza en la psicología de los personajes a través de su conducta y de la forma de relacionarse con los demás. Hay un monólogo de algunos de los protagonistas que a veces contrasta con los diálogos que mantienen con los otros personajes: lo que dicen y hacen ver no siempre coincide con lo que realmente piensan. Así se presentan sentimientos escondidos que surgen ante el descubrimiento de la soledad —y la necesidad de llenar los espacios y los vacíos que van quedando— o el antagonismo entre lo que el cuerpo pide y lo que la razón elige. «Que lo resuelva mi cuerpo cuando nos veamos», dice un personaje al no saber cómo reaccionará cuando se reencuentre con un amigo al que no ve desde hace años. La infidelidad aparece en varios relatos bajo diferentes perspectivas que condicionan la elaboración de la mentira y las tramas que la ocultan, con personajes que muestran apego hacia la persona engañada: la de alguien que vive una relación de amor ante un matrimonio roto que se mantiene de forma ficticia con un sentido práctico por conveniencia de ambos; y la de alguien que protege su infidelidad a la vez que cree seguir amando también a su pareja. Se habla también de la trasformación que el tiempo causa en las relaciones, el paso de la felicidad al abandono, del tedio, de la ausencia de la pasión, del deseo que se escurre entre los años, de los abismos que el tiempo abre entre personas. Hay cuentos con personajes llenos de dudas, sospechas, obsesiones, desesperación, desilusiones ante el fracaso; relatos de antiguos amores que quedan en amistad aunque conservan la llama, de amores clandestinos, de amantes condenados a la expulsión. Algunos de los textos pueden ser leídos como fábulas y hay también espacio para historias implacables y conmovedoras como la de una madre ante una pérdida irrecuperable. En todos los cuentos Guadalupe Royán mantiene un pulso narrativo —sutil, lírico y melancólico— que nos arrastra hasta el desenlace. Nos invita a la reflexión sobre nuestras relaciones y se adentra en perfiles psicológicos llenos de contradicciones. Esta cuidada edición incluye ilustraciones de Raquel Catalina que acompañan de un modo sugerente a los cuentos.











Guadalupe Royán
Ven, siéntate aquí
Ilustrado por: Raquel Catalina
Adeshoras, 2015

Lydia Davis. Un hombre de su pasado

Un hombre de su pasado
Creo que mi madre flirtea con un hombre de su pasado que no es mi padre. Y me digo: ¡Mamá no debería mantener relaciones indecorosas con ese «Franz»! «Franz» es europeo. Me digo que no debería verse de manera indecorosa con ese hombre cuando mi padre no está. Pero confundo la realidad pasada con la realidad nueva: mi padre no volverá a casa. Se quedará en Vernon Hall. Y, en cuanto a mi madre, tiene noventa y cuatro años. ¿Qué relaciones indecorosas se pueden mantener con una mujer de noventa y cuatro años? Pero mi confusión debe de obedecer a lo siguiente: aunque su cuerpo sea viejo, su capacidad de traición sigue siendo joven y fuerte.
Lydia Davis. Un hombre de su pasado (Cuentos completos de Lydia Davis. Seix Barral).

Lydia Davis

A Man from Her Past
I think Mother is flirting with a man from her past who is not Father. I say to myself: Mother ought not to have improper relations with this man "Franz"! "Franz" is a European. I say she should not see this man improperly while Father is away! But I am confusing an old reality with a new reality: Father will not be returning home. He will be staying on at Vernon Hall. As for Mother, she is ninety-four years old. How can there be improper relations with a woman of ninety-four? Yet my confusion must be this: though her body is old, her capacity for betrayal is still young and fresh.
Lydia Davis. A Man from Her Past (Varieties of disturbance, 2007).

Franz Kafka, Un artista del trapecio

Un artista del trapecio
Un artista del trapecio —como todos sabemos, este arte que se practica en lo más alto de las cúpulas de los grandes circos, es uno de los más difíciles entre los accesibles al hombre— había organizado su vida de manera tal —primero por un afán de perfección profesional y luego por costumbre, una costumbre que se había vuelto tiránica— que mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en su trapecio. Todas sus necesidades, por cierto muy moderadas, eran satisfechas por criados que se turnaban y aguardaban abajo. En cestos especiales para ese fin, subían y bajaban cuanto se necesitaba allí arriba.
Esta manera de vivir del trapecista no creaba demasiado problema a quienes lo rodeaban. Su permanencia arriba sólo resultaba un poco molesta mientras se desarrollaban los demás números del programa, porque como no se la podía disimular, aunque estuviera sin moverse, nunca faltaba alguien en el público que desviara la mirada hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Por otra parte, se sabía que él no vivía así por simple capricho y que sólo viviendo así podía mantenerse siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba el ambiente era saludable y cuando en la época de calor se abrían las ventanas laterales que rodeaban la cúpula y el sol y el aire inundaban el salón en penumbras, la vista era hermosa.
Por supuesto, el trato humano de aquel trapecista estaba muy limitado. De tanto en tanto trepaba por la escalerilla de cuerdas algún colega y se sentaba a su lado en el trapecio. Uno se apoyaba en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y así conversaban durante un buen rato. Otras veces eran los obreros que reparaban el techo, los que cambiaban algunas palabras con él, por una de las claraboyas o el electricista que revisaba las conexiones de luz en la galería más alta, que le gritaba alguna palabra respetuosa aunque no demasiado inteligible.
Fuera de eso, siempre estaba solo. Alguna vez un empleado que vagaba por la sala vacía en las primeras horas de la tarde, levantaba los ojos hacia aquella altura casi aislada del mundo, en la cual el trapecista descansaba o practicaba su arte sin saber que lo observaban.
El artista del trapecio podría haber seguido viviendo así con toda la tranquilidad a no ser por los inevitables viajes de pueblo en pueblo que le resultaban en extremo molestos. Es cierto que el empresario se encargaba de que esa mortificación no se prolongara innecesariamente. Para ir a la estación el trapecista utilizaba un automóvil de carreras que recorría a toda velocidad, en la madrugada, las calles desiertas. Pero aquella velocidad era siempre demasiado lenta para su nostalgia del trapecio. En el tren se reservaba siempre un compartimiento para él solo, en el que encontraba, arriba en la red de los equipajes, una sustitución aunque pobre, de su habitual manera de vivir.
En el lugar de destino se había izado el trapecio mucho antes de su llegada, y se mantenían las puertas abiertas de par en par y los corredores despejados. Pero el instante más feliz en la vida del empresario era aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la escalerilla de cuerdas y trepaba a su trapecio, en un abrir y cerrar de ojos.
Por muchas ventajas económicas que le brindaran, el empresario sufría con cada nuevo viaje, porque —a pesar de todas las precauciones tomadas— el traslado siempre irritaba seriamente los nervios del trapecista.
En una oportunidad en que viajaban, el artista tendido en la red, sumido en sus ensueños, y el empresario sentado junto a la ventanilla, leyendo un libro, el trapecista comenzó a hablarle en voz apenas audible. Mordiéndose los labios, dijo que en adelante necesitaría para vivir dos trapecios, en lugar de uno como hasta entonces. Dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió sin vacilaciones. Pero como si quisiera demostrar que la aceptación del empresario era tan intrascendente como su oposición, el trapecista añadió que nunca más, bajo ninguna circunstancia, volverla a trabajar con un solo trapecio. Parecía estremecerse ante la idea de tener que hacerlo en alguna ocasión. El empresario vaciló, observó al artista y una vez más le aseguró que estaba dispuesto a satisfacerlo. Sin duda, dos trapecios serían mejor que uno solo. Por otra parte la nueva instalación ofrecía grandes ventajas, el número resultaría más variado y vistoso.
Pero, de pronto, el trapecista rompió a llorar. Profundamente conmovido, el empresario se levantó de un salto y quiso conocer el motivo de aquel llanto. Como no recibiera respuesta, trepó al asiento, lo acarició y apoyó el rostro contra la mejilla del atribulado artista, cuyas lágrimas humedecieron su piel.
—¡Cómo es posible vivir con una sola barra en las manos! —sollozó el trapecista, después de escuchar las preguntas y las palabras afectuosas del empresario.
Al empresario le resultó ahora más fácil consolarlo. Le prometió que en la primera estación de parada telegrafiaría al lugar de destino para que instalaran inmediatamente el segundo trapecio y se reprochó duramente su desconsideración por haberlo dejado trabajar durante tanto tiempo en un solo trapecio. Luego le agradeció el haberle hecho advertir aquella imperdonable omisión. Así pudo el empresario tranquilizar al artista e instalarse nuevamente en su rincón.
Pero él no había conseguido tranquilizarse. Muy preocupado estaba, a hurtadillas y por encima del libro, miraba al trapecista. Si por causas tan pequeñas se deprimía tanto, ¿desaparecerían sus tormentos? ¿No existía la posibilidad de que fueran aumentando día a día? ¿No acabarían por poner en peligro su vida? Y el empresario creyó distinguir —en aquel sueño aparentemente tranquilo en el que había desembocado el llanto— las primeras arrugas que comenzaban a insinuarse en la frente infantil y tersa del artista del trapecio.
Franz Kafka, Un artista del trapecio (1924).
Franz Kafka

Isaac Asimov, Robbie

Robbie
—Noventa y ocho... noventa y nueve... cien.
Gloria apartó el pequeño antebrazo que tenía delante de los ojos y permaneció quieta un momento, arrugando la nariz y parpadeando ante la luz del sol. A continuación, intentando mirar en todas las direcciones a la vez, se apartó unos pasos cautelosos del árbol contra el cual había estado apoyada.
Estiró el cuello para investigar las posibilidades de un grupo de arbustos a la derecha y seguidamente se alejó más a fin de obtener un ángulo mejor para observar su oscuro interior. El silencio era profundo salvo por el incesante zumbido de los insectos y el poco frecuente gorjeo de algún pájaro grande, que desafiaba al sol de mediodía.
Gloria hizo un mohín.
—Apuesto a que se ha metido dentro de la casa y le he dicho un millón de veces que esto no es justo.
Con los finos labios apretados fuertemente y un severo ceño arrugando su frente, se encaminó decidida hacia el edificio de dos plantas situado después de la avenida.
Demasiado tarde oyó el sonido de un crujido detrás de ella, seguido por las claras y rítmicas pisadas fuertes de los pies metálicos de Robbie. Se dio la vuelta para ver cómo su triunfante compañero surgía de su escondite y se dirigía al árbol cabaña a toda velocidad.
Gloria gritó consternada:
—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es justo, Robbie! Me habías prometido que no correrías hasta que te encontrase.
Sus pequeños pies no podían en absoluto tomar la delantera a las zancadas gigantes de Robbie. Luego, a tres metros de la meta, el paso de Robbie aminoró de repente hasta simplemente arrastrarse, y Gloria, con un impulso final a gran velocidad, lo adelantó sin aliento para tocar primero la bienvenida corteza del árbol.
Se volvió con júbilo hacia el fiel Robbie y, con la más baja de las ingratitudes, recompensó su sacrificio echándole cruelmente en cara su falta de habilidad corriendo.
—¡Robbie no sabe correr! —Gritó con el tono más alto de su voz de ocho años—. Le puedo ganar cuando quiera. Le puedo ganar cuando quiera. —Y cantaba las palabras con un ritmo estridente.
Robbie no contestó, por supuesto..., no con palabras. Por el contrario, se puso a hacer ver que corría avanzando palmo a palmo hasta que Gloria empezó a correr detrás de él; éste la esquivaba por poco, obligándola a girar en inútiles círculos, con los bracitos extendidos y abanicando el aire.
—¡Robbie, estate quieto! —Chilló, mientras se reía con sacudidas jadeantes.
Hasta que él se volvió de pronto y la cogió en volandas, haciéndola girar de forma que durante un momento ella vio cómo el mundo descendía debajo de un vacío azul y los árboles verdes se estiraban ávidamente boca abajo hacia el infinito. Luego, otra vez sobre la hierba, apoyada contra la pierna de Robbie y todavía agarrando un duro y metálico dedo.
Al cabo de poco rato, recobró el aliento. Se retocó en vano el pelo despeinado en una vaga imitación de uno de los gestos de su madre y se volvió para ver si el vestido se había roto.
Golpeó con la mano el torso de Robbie.
—¡Eres un chico malo! ¡Te voy a pegar!
Y Robbie se encogió y se cubrió el rostro con las manos, así que ella tuvo que añadir:
—No. No lo haré, Robbie. No quiero pegarte. Pero en cualquier caso, ahora me toca a mí esconderme porque tú tienes las piernas más largas y habías prometido no correr hasta que te encontrase.
Robbie hizo un gesto de asentimiento con la cabeza —un pequeño paralelepípedo con los ángulos redondos y los extremos inferiores sujetos por medio de un tubo flexible y corto a un paralelepípedo similar pero mucho mayor que servía de torso— y se puso obedientemente de cara al árbol. Sobre sus ojos brillantes descendió una película fina y metálica y desde el interior del cuerpo salió un constante y resonante tic-tac.
—Ahora no mires de reojo... y no te saltes ningún número —advirtió Gloria, que corrió a esconderse.
Los segundos fueron marcados con una regularidad invariable y, al centésimo, se levantaron los párpados y el rojo brillante de los ojos de Robbie rastrearon el entorno. Descansaron por un momento en un trozo de tela colorida que sobresalía detrás de una roca. Avanzó unos pasos y se convenció de que Gloria estaba escondida detrás.
Lentamente, permaneciendo siempre entre Gloria y el árbol, avanzó hacia el escondite y, cuando Gloria estuvo completamente a la vista no pudiendo ya siquiera decirse que no había sido vista, él extendió un brazo hacia ella, dando con la otra una palmada a su pierna de forma que sonase. Gloria salió mohína.
—¡Has mirado! —Exclamó, con gran injusticia—. Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero cabalgar.
Pero Robbie estaba dolido por la injusta acusación, se sentó con cuidado y movió pesadamente la cabeza de un lado al otro.
Gloria cambió inmediatamente de tono, por uno más amable y mimoso.
—Vamos, Robbie. No quería decir eso de que habías mirado. Dame un paseo.
Sin embargo, Robbie no era tan fácil de conquistar. Se puso a mirar fijamente el cielo y obstinado siguió negando con la cabeza.
—Por favor, Robbie, por favor, dame una vuelta —dijo ella, mientras rodeaba su cuello con rosados brazos y lo abrazaba fuertemente. Luego, cambiando de pronto de humor, se apartó—. Si no quieres, me pondré a llorar. —Y su rostro se preparó distorsionándose terriblemente.
Insensible, Robbie prestó escasa atención a esta terrible eventualidad, y sacudió la cabeza por tercera vez. Gloria consideró necesario jugar su triunfo.
—Si no quieres —exclamó calurosamente—, no volveré a contarte cuentos, así de simple. Ni uno solo...
Ante este ultimátum, Robbie cedió inmediata e incondicionalmente, asintiendo de forma vigorosa con la cabeza hasta que el metal de su cuello zumbó. Con sumo cuidado, levantó a la niña y la colocó sobre sus anchos y planos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Gloria cesaron de inmediato y canturreó feliz. La piel metálica de Robbie, mantenida a la constante temperatura de veintiún grados por medio de unas bobinas interiores de alta resistencia, era agradable y acogedora, y el sonido maravillosamente fuerte que producían los talones de ella al chocar contra su pecho mientras saltaban de forma rítmica era encantador.
—Eres una aeronave patrullera, Robbie, eres una grande y plateada aeronave patrullera. Extiende los brazos rectos... Si vas a ser una aeronave patrullera, debes hacerlo, Robbie.
La lógica era irrefutable. Los brazos de Robbie eran alas que cazaban las corrientes aéreas y él era una plateada aeronave patrullera.
Gloria giró la cabeza del robot y la dirigió hacia la derecha. Él se inclinó de lado bruscamente. Gloria equipó la aeronave con un motor que hacia «B-r-r-r» y a continuación con unas armas que decían «Pow-pow» y «Sh-sh-sh-sh-sh». Daban caza a los piratas y entraron en juego los estallidos de la nave. Los piratas caían como moscas.
—Dale a otro... Otros dos —gritó ella. Luego:
—Más de prisa, chicos —dijo Gloria pomposamente—, nos estamos quedando sin municiones.
Apuntó sobre su propio hombro con valor indomable y Robbie era una nave espacial de nariz contundente que se empinaba en el vacío a la máxima aceleración.
Corrió a gran velocidad a través del campo despejado hasta el sendero de hierba alta del otro lado, donde se detuvo con una brusquedad que provocó un chillido de su sofocado jinete, y seguidamente la dejó caer sobre la suave y verde alfombra.
Gloria respiraba con dificultad, jadeaba y emitía intermitentes susurros exclamativos de:
—¡Oh, qué bonito ha sido!
Robbie esperó hasta que ella hubiese recobrado el aliento y entonces le tiró suavemente de un rizo.
—¿Quieres algo? —dijo Gloria, con los ojos abiertos de par en par con una complejidad aparentemente ingenua que no engañó a su «niñera» en absoluto. Le tiró más fuerte del mechón.
—Ah, ya lo sé, quieres un cuento. —Robbie asintió rápidamente—. ¿Cuál? Robbie hizo un semicírculo en el aire con un dedo.
La pequeña protestó.
—¿Otra vez? Te he contado «Cenicienta» un millón de veces. ¿No estás cansado de oírla...? Es para niños.
Otro semicírculo.
—Oh, bien —Gloria se preparó, repasó el cuento en su mente (junto con sus propias elaboraciones que eran varias) y empezó—: ¿Estás preparado? Bien... Érase una vez una hermosa niña que se llamaba Ella. Y tenía una madrastra terriblemente cruel y dos hermanastras muy feas y muy crueles y...
Gloria estaba llegando al punto álgido del cuento —estaba sonando la medianoche y todo estaba volviendo al original y pobre escenario, mientras Robbie escuchaba tensamente con ojos ardientes— cuando llegó la interrupción.
—¡Gloria!
Era el tono alto de la voz de una mujer que había estado llamando no una, sino varias veces, y tenía el tono nervioso de alguien cuya ansiedad estaba empezando a transformarse en impaciencia.
—Mamá me está llamando —dijo Gloria, no del todo feliz—. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.
Robbie obedeció con presteza, pues "en cierto modo" había algo dentro de él que consideraba que lo mejor era obedecer a la señora Weston, sin siquiera una pizca de vacilación. El padre de Gloria rara vez estaba en casa durante el día salvo los domingos —hoy, por ejemplo— y, cuando estaba, la madre de Gloria era una fuente de desasosiegos para Robbie y siempre estaba presente el impulso de escabullirse de su vista.
La señora Weston los vio cuando aparecieron por encima de la mata de hierba alta que los tapaba y entró en la casa a esperarlos.
—Me he quedado ronca de gritar, Gloria —dijo, severamente—. ¿Dónde estabas?
—Estaba con Robbie —dijo Gloria, con voz temblorosa—. Le estaba contando Cenicienta y me he olvidado de que era la hora de comer.
—Bien, es una lástima que Robbie también lo haya olvidado. —Luego, como si esto le hubiera recordado la presencia del robot, se volvió hacia él—. Puedes marcharte, Robbie. Ahora no te necesita. —Y, brutalmente—: Y no vuelvas hasta que te llame.
Robbie dio media vuelta para marcharse, pero titubeó cuando Gloria gritó en su defensa:
—Espera, mamá, deja que se quede. No he terminado de contarle Cenicienta. Le he dicho que se lo contaría y no he terminado.
—¡Gloria!
—De verdad, mamá, se quedará tranquilo, ni siquiera te darás cuenta de que está. Puede sentarse en la silla del rincón y no dirá ni una palabra, "quiero decir no hará nada". ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió una vez en señal afirmativa su maciza cabeza arriba y abajo.
—Gloria, si no paras con esto inmediatamente, no verás a Robbie durante una semana entera.
La niña bajó los ojos.
—¡Está bien! Pero Cenicienta es su cuento favorito y no lo he terminado... Y le gusta mucho. El robot se alejó con paso desconsolado y Gloria contuvo un sollozo.
George Weston estaba a gusto. Solía estar a gusto los domingos por la tarde. Una buena y abundante comida a la sombra; un bonito y blando sofá en estado ruinoso para tumbarse; un ejemplar del Times; zapatillas en los pies y el pecho desnudo... ¿cómo podría alguien evitar estar a gusto?
Por consiguiente, no apreció nada que entrase su mujer. Después de diez años de vida matrimonial, era todavía tan indeciblemente estúpido como para quererla y no había duda de que siempre estaba contento de verla; sin embargo, las tardes de los domingos eran sagradas para él y su idea de la sólida relajación era que lo dejasen en completa soledad por espacio de dos o tres horas. Por lo tanto, posó firmemente su mirada en los últimos informes sobre la expedición Lefebre-Yoshida a Marte (ésta iba a salir de la Base Lunar y podía finalmente ser un éxito) e hizo como si ella no estuviese.
La señora Weston esperó con paciencia dos minutos, luego con impaciencia otros dos, y finalmente rompió el silencio.
—¡George!
—¿Mmmmm?
—¡He dicho George! ¿Quieres dejar ese periódico y mirarme?
El periódico crujió al caer al suelo y Weston volvió hacia su mujer una cara hastiada.
—¿Qué pasa, querida?
—Ya sabes lo que pasa, George. Se trata de Gloria y esa horrible máquina.
—¿Qué horrible máquina?
—Ahora no pretendas que no sabes de lo que estoy hablando. Es ese robot que Gloria llama Robbie. No la deja ni un momento.
—Bien, ¿por qué debería hacerlo? Se supone que está para eso. Y de cierto no es una máquina horrible. Es el mejor condenado robot que pueda comprar el dinero y sin duda me ha costado los ingresos de medio año. Sin embargo, lo vale... El condenado es más listo que la mitad del equipo de mi oficina.
Hizo un movimiento para volver a coger el periódico, pero su mujer fue más rápida y lo agarró ella.
—Escúchame, George. No quiero que mi hija esté confiada a una máquina... y no me importa lo lista que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que puede estar pensando. Sencillamente un niño no está hecho para que lo cuide una cosa de metal.
Weston frunció el ceño.
—¿Cuándo has decidido esto? Hace dos años que está con Gloria y no te había visto preocupada hasta ahora.
—Al principio era diferente. Era una novedad; me sacó una carga de encima... y estaba de moda hacerlo. Pero ahora no sé. Los vecinos...
—Bien, ¿qué pintan los vecinos en esto? Ahora, escucha. Se puede confiar infinitamente más en un robot que en una niñera humana. En realidad, Robbie fue construido con un único objetivo: ser el compañero de un niño pequeño. Toda su «mentalidad» ha sido creada para este propósito. Sencillamente no puede evitar ser leal, encantador y amable. Es una máquina... hecha así. Es más de lo que se puede decir con respecto a los humanos.
—Pero algo puede ir mal. Algún... algún... —la señora Weston estaba un poco confusa en lo tocante al interior de un robot—, algún chismecito se soltará, la cosa horrible perderá los estribos y... y... —no pudo cobrar el valor para completar el bastante obvio pensamiento.
—No tiene sentido —negó Weston, con un involuntario escalofrío nervioso—. Esto es completamente ridículo. Cuando compramos a Robbie hablamos mucho sobre la Primera Ley de la Robótica. Tú sabes que es imposible que un robot haga daño a un ser humano; que mucho antes de que pueda funcionar mal hasta el punto de alterar la Primera Ley, un robot se volvería completamente inoperante. Es matemáticamente imposible. Además, dos veces al año acude un ingeniero de U.S. Robots para hacerle al pobre aparato una revisión completa. Es más fácil que tú y yo nos volvamos locos de repente a que algo vaya mal con Robbie, de hecho mucho más. Por otra parte, ¿cómo vas a separarlo de Gloria?
Hizo otra tentativa inútil hacia el periódico y su mujer lo arrojó con furia a la otra habitación.
—¡Se trata precisamente de esto, George! No quiere jugar con nadie más. Hay docenas de niños y niñas con los que debería hacer amistad, pero no quiere. No se acerca a ellos si yo no la obligo. Una niña pequeña no debe crecer así. Tú quieres que sea normal, ¿verdad? Tú quieres que sea capaz de formar parte de la sociedad.
—Estás sacando las cosas de quicio, Grace. Imagínate que Robbie es un perro. He visto cientos de niños que antes se quedarían con su perro que con su padre.
—Un perro es diferente, George. Debemos deshacernos de esta horrible cosa. Puedes volver a venderlo a la compañía. Lo he preguntado y puedes hacerlo.
—¿Lo has preguntado? Ahora escucha, Grace, no te subas por las paredes. Nos quedaremos con el robot hasta que Gloria sea mayor y no quiero volver a hablar de esta cuestión. —Y con esto salió ofendido de la habitación.
Dos días después, la señora Weston esperaba por la tarde a su marido en la puerta.
—Tienes que escuchar esto, George. En el pueblo hay mal ambiente.
—¿Por qué? —preguntó Weston. Se metió en el cuarto de baño y ahogó toda posible contestación con el chapoteo del agua.
La señora Weston esperó. Dijo:
—Por Robbie.
Weston salió, con la toalla en la mano y el rostro rojo y airado.
—¿De qué estás hablando?
—Oh, ha ido creciendo y creciendo. Había intentado ignorarlo, pero no voy a seguir haciéndolo. La mayoría de la gente del pueblo considera que Robbie es peligroso. No permiten que los niños se acerquen por aquí al atardecer.
—Nosotros confiamos nuestra hija a este aparato.
—Bien, la gente no es tolerante con estas cosas.
—Entonces al demonio con ellos.
—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que hacer las compras allí. Yo tengo que verlos cada día. Y con respecto a los robots actualmente es peor en la ciudad. Nueva York acaba de ordenar que ningún robot debe permanecer en la calle entre la puesta y la salida del sol.
—De acuerdo, pero no pueden evitar que nosotros tengamos un robot en nuestra casa. Grace, ésta es una de tus campanas. Lo sé. Pero es inútil. ¡La respuesta sigue siendo no! ¡Nos quedamos con Robbie!
Pero él quería a su mujer -y lo que era peor, su mujer lo sabía. George Weston, al fin de cuentas, no era más que un hombre, pobrecito, y su esposa hizo pleno uso de todos los mecanismos que el sexo más torpe y más escrupuloso ha aprendido a tener, con razón e inútilmente.
Diez veces durante la misma semana, él gritó:
—Robbie se queda.. ¡Y no hay más que hablar! —Y cada vez la frase resultaba más débil e iba acompañada de un gemido más alto y agonizante.
Llegó por fin el día en que Weston se acercó a su hija con sentimiento de culpa y le sugirió un espectáculo «maravilloso de visivox» en el pueblo.
Gloria aplaudió feliz.
—¿Robbie puede ir?
—No, querida —dijo, y se estremeció ante el sonido de su voz—, no dejan entrar robots en el visivox; pero se lo puedes contar todo cuando vuelvas a casa —pronunció torpemente las últimas palabras y desvió la vista.
Gloria regresó del pueblo rebosante de entusiasmo, pues el visivox había sido en efecto un espectáculo maravilloso.
Esperó a que su padre aparcase el coche a reacción en el garaje subterráneo.
—Ya verás cuando se lo cuente a Robbie, papá. Le habría gustado más que cualquier cosa... Especialmente cuando Francis Fran estaba retrocediendo mu-y-y despacito, fue a dar con el Hombre Leopardo y tuvo que echar a correr —Se rió de nuevo—. Papá, ¿realmente hay Hombres Leopardo en la Luna?
—Probablemente no —dijo Weston, ausente—. Simplemente es divertido hacerlo creer. Ya no podía entretenerse más con el coche. Tenía que afrontarlo.
Gloria cruzó el césped corriendo.
—Robbie... ¡Robbie!
Entonces se detuvo de repente al ver un precioso pastor escocés que la miraba con unos ojos marrones y serios mientras movía la cola en el porche.
—¡Oh, qué perro tan bonito! —Gloria subió los escalones a saltos, se acercó cautelosamente a él y le pasó la mano por encima—. ¿Es para mí, papá?
Su madre se había reunido con ellos.
—Así es, Gloria. Es precioso... suave y peludo. Es muy simpático. Le gustan las niñas pequeñas.
—¿Conoce juegos?
—Claro. Puede hacer cualquier tipo de trucos. ¿Quieres ver alguno?
—Un momento. Quiero que Robbie también lo vea... ¡Robbie! —Se detuvo, insegura, y frunció el ceño—. Apuesto a que se ha quedado en su habitación porque está enfadado conmigo por no habérmelo llevado al visivox. Papá, tendrás que explicárselo. Es posible que a mí no me crea, pero lo creerá si se lo dices tú, es así.
Los labios de Weston se apretaron. Miró hacia su mujer, pero no pudo encontrar su mirada. Gloria se volvió precipitadamente y bajó corriendo la escalera del sótano, gritando mientras se alejaba:
—Robbie... Ven a ver lo que me han traído papá y mamá. Me han traído un perro, Robbie. Al cabo de un minuto estaba de vuelta, pequeña niña asustada.
—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está? —No hubo respuesta, George Weston tosió y de repente le interesó en extremo una nube deslizándose sin rumbo. La voz de Gloria temblaba y estaba al borde de las lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá?
La señora Weston se sentó y acercó cariñosamente a su hija hacia ella.
—No llores, Gloria. Creo que Robbie se ha ido.
—¿Se ha ido? ¿A dónde? ¿Dónde se ha ido, mamá?
—Lo hemos buscado, buscado y buscado, pero no lo hemos encontrado. Nadie lo sabe, querida. Simplemente se ha ido.
—¿Quieres decir que no volverá nunca más? —Sus ojos se habían vuelto redondos por el horror.
—Quizá lo encontremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y mientras tanto puedes jugar con tu bonito perro nuevo. ¡Míralo! Se llama Lightning y puede...
Pero los párpados de Gloria estaban empapados.
—Yo no quiero a este perro repugnante..., quiero a Robbie. Quiero que me encuentres a Robbie.
Su sentimiento se volvió demasiado profundo para hablar y balbuceaba en un lamento estridente.
La señora Weston miró a su marido en busca de ayuda, pero él se limitó a arrastrar los pies malhumorado y no dejó de mirar fijamente el cielo, así que ella se inclinó para la tarea de consolar a la niña.
—¿Por qué lloras, Gloria? Robbie era solo una máquina, únicamente una asquerosa máquina vieja. No tenía vida alguna.
—¡No, no era una máquina! —gritó Gloria, fiera e incorrectamente—. Era una persona como tú y como yo y era mi amigo. Quiero que vuelva. Oh, mamá, quiero que vuelva.
Su madre gimió derrotada y dejó a Gloria con su pena.
—Deja que llore —le dijo a su marido—. Las penas infantiles nunca duran mucho. Dentro de pocos días, habrá olvidado que ese horrible robot ha existido alguna vez.
Pero el tiempo mostró que la señora Weston había sido un poco demasiado optimista. Es más, Gloria dejó de llorar, pero dejó también de reír y los días que transcurrían la hallaron cada vez más silenciosa y sombría. Gradualmente, su actitud de infelicidad pasiva hizo que la señora Weston se rindiese y todo lo que le impedía ceder era la imposibilidad de admitir su derrota al marido.
Luego, una noche, se precipitó a la sala de estar, se sentó y cruzó los brazos, parecía enloquecida.
Su marido alargó el cuello para verla sobre el periódico.
—¿Qué pasa ahora, Grace?
—Es la niña, George. Hoy he tenido que devolver el perro. Gloria decía de forma contundente que no podía soportar verlo. Me está llevando a una crisis nerviosa.
Weston dejó el periódico y un esperanzador resplandor tomó posesión de su mirada.
—Tal vez... Tal vez deberíamos traer de nuevo a Robbie. Se puede hacer, ¿sabes? Puedo ponerme en contacto con...
—¡No! —contestó ella, inexorablemente—. No quiero oír hablar de ello. No vamos a ceder tan fácilmente. Mi hija no será cuidada por un robot si hacen falta años para consolarse de su pérdida.
Weston volvió a coger el periódico con un aire de disgusto.
—Un año así me volvería el cabello prematuramente blanco.
—Eres de una gran ayuda, George —fue la gélida respuesta—. Lo que Gloria necesita es un cambio de aires. Es natural que no pueda olvidar a Robbie aquí. Cómo podría si cada árbol y cada piedra le recuerda a él. Realmente es la situación más tonta que jamás he conocido. Una niña languideciendo a causa de un robot.
—Bien, basta con esto. ¿Cuál es el cambio que tienes en mente?
—Vamos a llevarla a Nueva York.
—¡A la ciudad! ¡En agosto! Dime, ¿tú sabes lo que es Nueva York en agosto? Insoportable.
—Millones de personas no piensan así.
—No tienen un lugar como éste donde ir. Si no tuviesen que quedarse en Nueva York, no lo harían.
—Bien, no importa. He dicho que nos marchamos ahora, o tan pronto como podamos disponerlo todo. En la ciudad, Gloria encontrará suficientes cosas interesantes y suficientes amigos para reanimarse y olvidar a aquella máquina.
—Oh, Señor —se quejó la mitad más débil—, esas calzadas ardientes.
—Tenemos que hacerlo —fue la impertérrita respuesta—. Gloria ha adelgazado dos kilos en el último mes y la salud de mi niñita es más importante que tu comodidad.
—Es una lástima que no pensases en la salud de tu niñita antes de privarla de su robot de compañía —murmuró él... para sus adentros.
Gloria dio inmediatos signos de mejora cuando se enteró del inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de ello, pero cuando lo hacía era siempre con viva ilusión. Empezó a sonreír de nuevo y a comer casi con su apetito anterior.
La señora Weston se felicitó por esta alegría y no perdió oportunidad de mostrarse triunfal con su todavía escéptico marido.
—Ya lo ves, George, ayuda a hacer el equipaje como un angelito y parlotea como si no tuviese una sola inquietud en el mundo. Es exactamente lo que yo te había dicho... todo lo que necesitamos es sustituir el interés.
—Mmmm —fue la escéptica respuesta—. Eso espero.
Los preliminares tuvieron lugar rápidamente. Se hicieron los arreglos oportunos para la preparación del piso de la ciudad y fue contratada una pareja para ocuparse de la casa de campo. Cuando por fin llegó el día del viaje, Gloria era completamente la de antes y por sus labios no pasó mención alguna sobre Robbie.
La familia, de muy buen humor, cogió un girotaxi para dirigirse al aeropuerto (Weston habría preferido utilizar su giro privado, pero era de dos plazas sin sitio para el equipaje) y se subieron al avión que estaba esperando.
—Ven, Gloria —llamó la señora Weston—. Te he guardado un asiento junto a la ventanilla para que puedas contemplar el paisaje.
Gloria recorrió el pasillo alegremente, aplastó la nariz contra un óvalo blanco junto al grueso cristal transparente y se puso a observar con una atención creciente mientras la repentina tos del motor empezaba a zumbar detrás en el interior. Era demasiado pequeña para asustarse cuando el suelo desapareció como si hubiese pasado por una escotilla y ella de repente dobló su peso habitual, pero no demasiado pequeña para estar muy interesada. No fue hasta que la tierra se convirtió en un diminuto mosaico acolchado que apartó la nariz y se volvió de nuevo hacia su madre.
—¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? —preguntó, mientras se frotaba la helada nariz y miraba con interés cómo la mancha de humedad que había dejado su respiración en el vidrio se reducía lentamente y desaparecía.
—Dentro de aproximadamente media hora, querida —y añadió sin el mínimo rastro de ansiedad—: ¿Estás contenta de que vayamos? ¿Verdad que estarás encantada en la ciudad con todos los edificios, la gente y cosas para ver? Iremos al visivox cada día, a espectáculos, al circo, a la playa y...
—Sí, mamá —fue la contestación poco entusiasta de Gloria.
El avión pasaba por un banco de nubes en aquel momento y la atención de Gloria fue absorbida por el espectáculo insólito de las nubes por debajo de ella. Luego volvieron al cielo claro y ella se dirigió a su madre con un repentino aire misterioso de secreto conocimiento.
—Yo sé por qué vamos a la ciudad, mamá.
—¿Lo sabes? —La señora Weston estaba perpleja—. ¿Por qué, querida?
—No me lo habéis dicho porque queríais darme una sorpresa, pero yo lo sé. —Por un momento, se perdió en la admiración de su aguda penetración y luego se rió alegremente—. Vamos a Nueva York para poder encontrar a Robbie, ¿verdad? Con detectives.
Esta declaración cogió a George mientras estaba bebiendo un vaso de agua, con resultados desastrosos. Se produjo una especie de grito ahogado, un géiser de agua y a continuación un exceso de tos asfixiante. Cuando todo hubo pasado, era una persona empapada de agua, con la cara roja y muy, muy contrariada.
La señora Weston guardó la compostura, pero cuando Gloria repitió la pregunta con un tono de voz más ansioso, su estado de ánimo se deterioró bastante.
—Tal vez —contestó, secamente—. Y ahora siéntate y estate tranquila, por amor de Dios. Nueva York City del 1988 d. de C., era un paraíso para el visitante, más que nunca en su historia. Los padres de Gloria se percataron de ello y le sacaron el mejor partido.
Por órdenes directas de su mujer, George Weston se había organizado para que su negocio prescindiese de él por espacio de aproximadamente un mes, a fin de estar libre para dedicar el tiempo a lo que él llamó «alejar a Gloria del borde de la ruina». Como todo lo que hacía Weston, esto se desarrolló de forma eficiente, concienzuda y práctica. Antes de que hubiese transcurrido el mes, nada de lo que se podía hacer había sido omitido.
La llevaron a la cima del Roosevelt Building, de media milla de altura, para observar con temor reverencial el panorama mellado de los tejados que se mezclaban a lo lejos en los campos de Long Island y la tierra plana de Nueva Jersey. Visitaron los zoos donde Gloria contempló con regocijado temor el «león vivo» (bastante decepcionada por el hecho de que los guardianes los alimentasen con carne cruda, en lugar de con seres humanos, como ella había esperado), y pidió de forma insistente y perentoria ver a «la ballena».
Los distintos museos fueron blanco de la atención por todos compartida, junto con los parques, las playas y el acuario.
La llevaron a una excursión que ascendía medio curso del Hudson con un vapor equipado en la forma arcaica de los locos años veinte. Viajó a la estratosfera en un viaje de exhibición, donde el cielo se volvía de un púrpura intenso, surgían las estrellas y la nebulosa tierra bajo ella parecía un enorme recipiente cóncavo. La llevaron en un barco submarino de paredes de cristal bajo las aguas del canal de Long Island, donde en un mundo verde y oscilante, unas cosas acuáticas pintorescas y curiosas se la comían con los ojos y se alejaban contoneándose.
En un nivel más prosaico, la señora Weston la llevó a los grandes almacenes donde pudo deleitarse en otro estilo de país de ensueño.
De hecho, cuando el mes había casi transcurrido, los Weston estaban convencidos de que se había hecho todo lo concebible para apartar al ausente Robbie de una vez por todas de la mente de Gloria, pero no estaban completamente seguros de haberlo conseguido.
Quedaba el hecho de que allí donde fuese Gloría, mostraba el más absorto y concentrado interés por los robots que pudiesen estar presentes. Por muy excitante que fuese el espectáculo que se desarrollaba delante de ella, o por muy nuevo que fuese para sus ojos infantiles, se volvía instantáneamente si por el rabillo del ojo vislumbraba un movimiento metálico.
La señora Weston se desviaba de su camino para mantener a Gloria alejada de todos los robots.
Y el asunto alcanzó su cima de intensidad con el episodio del Museo de Ciencia e Industria. El museo había anunciado un «programa especial para niños» donde tenía lugar una exhibición de magia científica a escala de la mentalidad infantil. Los Weston, por supuesto, lo clasificaron en su lista como «rotundamente sí».
Estaban los Weston completamente absortos en las hazañas de un potente electroimán cuando la señora Weston de pronto se dio cuenta de que Gloria ya no estaba con ella. El pánico inicial se transformó en decisión tranquila y, después de haberse procurado la ayuda de tres empleados, se inició una búsqueda concienzuda.
Sin embargo, no era propio de Gloria vagar a la buena de Dios. Para su edad, era una niña insólitamente resuelta y decidida, en esto tenía todos los genes maternos. Había visto un enorme rótulo en la tercera planta, que decía: «Por aquí al Robot Hablador». Después de haberlo leído para sus adentros y haber advertido que sus padres no parecían tomar la dirección adecuada, hizo lo obvio. Esperó un momento oportuno de distracción de los padres, se apartó sin ruido y siguió el rótulo.
El Robot Hablador era un tour de force, un aparato carente de todo sentido práctico, que tenía solo un valor publicitario. Una vez cada hora, un grupo escoltado se colocaba delante y, con prudentes susurros, hacia preguntas al ingeniero al cargo del robot. Aquellas que el ingeniero decidía eran adecuadas para los circuitos del robot, eran transmitidas al Robot Hablador.
Era bastante aburrido. Podía ser bonito saber que el cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este momento es de 72 grados Fahrenheit y la presión atmosférica de 30,02 pulgadas de mercurio, que el peso atómico del sodio es 23, pero realmente uno no necesita un robot para esto. En particular, uno no necesita una masa pesada y totalmente inmóvil de alambres y bobinas que ocupan más de veinte metros cuadrados.
Poca gente tenía interés en volver para una segunda sesión, pero había una niña de unos dieciséis años sentada muy tranquila en un banco esperando una tercera. Era la única persona en la estancia cuando entró Gloria.
Gloria no la miró. En aquel momento, para ella, otro ser humano no era más que una cosa insignificante. Reservó su atención para aquella enorme cosa con ruedas. Titubeó un instante consternada. No se parecía a ningún robot que hubiese visto jamás.
Cautelosa e insegura, alzó su trémula voz.
—Por favor, señor Robot, señor, ¿es usted el Robot Hablador, señor?
No estaba segura, pero le parecía que un robot que efectivamente hablase merecía mucha cortesía. (Una mirada de intensa concentración cruzó el fino y sencillo rostro de la adolescente. Sacó un bloc de notas y empezó a escribir con rápidas manos). Se produjo un bien engrasado zumbido de mecanismos, y una voz con timbre metálico resonó en unas palabras carentes de acento y entonación.
—Yo... soy... el... robot... que... habla... —Gloría se lo quedó mirando tristemente. Podía hablar, pero el sonido parecía provenir del interior de cualquier parte. No existía un rostro al que hablarle.
Ella dijo:
—Necesito ayuda.
El Robot parlante estaba diseñado para responder preguntas, pero solo para aquellas preguntas que pudiera responder. Estaba muy confiado de su habilidad, y por lo tanto dijo:
—Puedo... ayudarle...
—Gracias, señor Robot, señor. ¿Ha visto a Robbie?
—¿Quién... es... Robbie?
—Es un robot, señor Robot, señor. Se puso de puntillas.
—Es muy alto, señor Robot, señor, muy alto, y muy agradable. Verá, tiene una cabeza. Me refiero a que usted no la tiene, pero él sí, señor Robot, señor.
El Robot parlante había quedado desconcertado.
—¿Un... robot?
—Sí, señor Robot, señor. Un robot como usted, excepto que no puede hablar, "naturalmente" y... se parece a una persona auténtica.
—¿Un... robot... como... yo?
—Sí, señor Robot, señor.
La única respuesta a esto, por parte del Robot parlante, fue un errático balbuceo y algún sonido incoherente ocasional. La generalización radical ofrecida, respecto de su existencia, no como un objeto particular, sino como miembro de un grupo general, resultó demasiado para él. Lealmente, trató de abarcar el concepto y se quemaron media docena de bobinas. Empezaron a sonar pequeñas señales de alarma. (En aquel momento, la chica, que aún no había pasado la adolescencia, se marchó. Tenía ya bastante para su primer artículo de Física-1, sobre el tema de «Aspectos prácticos de la Robótica». Este artículo era uno de los primeros que escribiría Susan Calvin referentes a aquel tema). Gloria había aguardado, con una impaciencia cuidadosamente reprimida, la respuesta de la máquina, cuando escuchó el grito detrás de ella de «Allí está», y reconoció aquel grito como perteneciente a su madre.
—¿Qué estás haciendo aquí, niña mala? —Le gritó la señora Weston, cuya ansiedad se estaba disolviendo al instante en cólera—. ¿No sabes que has asustado casi a muerte a tu mamá y a tu papá? ¿Por qué te escapaste?
El ingeniero en robótica también había entrado allí atropelladamente, mesándose los cabellos y preguntando quién de todas aquellas personas congregadas había estado estropeando la máquina.
—¿No han visto los letreros? —aulló—. No se les permite estar aquí sin ir acompañados. Gloria alzó la voz por encima del jaleo:
—Yo solo he venido a ver al Robot parlante, mamá. Creía que podría saber dónde estaba Robbie, porque los dos son Robots.
Y luego, ante el pensamiento de que, de repente, Robbie estuviese junto a ella, estalló en un repentino acceso de llanto.
—Y tengo que encontrar a Robbie, mamá. Tengo que encontrarle. La señora Weston reprimió un grito y dijo:
—Oh, Dios mío. Vamos a casa, George. Esto es más de lo que puedo soportar.
Aquella tarde, George Weston estuvo fuera durante varias horas y, a la mañana siguiente, se acercó a su mujer con algo que se parecía mucho a una pagada complacencia.
—He tenido una idea, Grace.
—¿Acerca de qué? —fue la lúgubre pregunta carente de todo interés.
—Acerca de Gloria.
—¿No estarás sugiriendo devolverle el robot?
—No, naturalmente que no.
—Entonces, adelante. Estoy dispuesta a escucharte. Nada de lo que he hecho parece haber servido para nada.
—Muy bien. Esto es lo que he pensado. Debí haberte escuchado. Todo el problema con Gloria es que cree que Robbie es una persona y no una máquina. Naturalmente, no puede olvidarlo. Pero si conseguimos convencerla de que Robbie no era más que un amasijo de acero y de cobre en forma de láminas y cables provistos de electricidad como su jugo vital, ¿cuánto tiempo crees que aún lo añorará? Se trata de una especie de ataque psicológico, si comprendes mi punto de vista.
—¿Y cómo planeas hacerlo?
—Muy fácilmente. ¿Dónde crees que estuve anoche? Persuadí a Robertson, de «U.S. Robots and Mechanical Men Corporation», para que prepare una visita completa a sus instalaciones para mañana por la mañana. Iremos los tres, y cuando hayamos acabado, Gloria estará por completo convencida de que un robot no es una cosa viva.
Los ojos de la señora Weston se fueron abriendo de par en par y algo que se parecía mucho a una repentina admiración, brilló en sus ojos.
—Sí, George, es una buena idea.
Y los botones del chaleco de George Weston se tensaron.
—No tiene importancia —dijo.
El señor Struthers era un concienzudo director general y tenía una inclinación natural a la locuacidad. De esta combinación, resultó por consiguiente todo ampliamente explicado, quizás incluso explicado en sobremanera, en cada uno de los diferentes pasos. Sin embargo, la señora Weston no se aburría. De hecho, lo interrumpió varias veces y le rogó que repitiese sus explicaciones en un lenguaje más simple a fin de que Gloria pudiese comprenderlas. Bajo la influencia de esta apreciación de sus poderes narrativos, el señor Struthers se extendió de forma genial y, si ello era posible, se volvió todavía más comunicativo.
George Weston, por su parte, tuvo un rapto de impaciencia.
—Discúlpame, Struthers —dijo, interrumpiendo en medio de un discurso sobre la célula fotoeléctrica—. ¿No tenéis en la fábrica una sección donde solo se utilizan robots como mano de obra?
—¿Eh? ¡Oh, sí! ¡Sí, claro! —Dijo el director general, y sonrió a la señora Weston—. En cierto sentido un círculo vicioso, robots que crean otros robots. Por supuesto, no hacemos de ello una práctica general. Por un motivo, los sindicatos nunca nos lo permitirían. Pero podemos fabricar unos pocos robots utilizando exclusivamente robots como mano de obra, solo como una especie de experimento científico. ¿Sabéis? —Y golpeó contra una palma de la mano sus quevedos como para dar más énfasis a su discurso—. Lo que los sindicatos obreros no comprenden, y debo decir que yo soy un hombre que siempre ha simpatizado mucho con el movimiento obrero en general, es que la implantación de los robots, aunque implique cierta confusión al inicio, será inevitable...
—Sí, Struthers —interrumpió Weston—, pero con respecto a esta sección de la fábrica de la que hablas, ¿podemos verla? Estoy seguro de que sería muy interesante.
—¡Sí! ¡Sí, por supuesto! —El señor Struthers volvió a ponerse los quevedos con un movimiento convulsivo y dejó escapar una ligera tos de desconcierto—. Seguidme, por favor.
Estuvo relativamente callado mientras los precedía a través de un largo pasillo y un tramo de escalera. A continuación, cuando hubieron entrado en una gran sala bien iluminada que zumbaba de actividad metálica, se abrieron las compuertas y el flujo de explicación brotó de nuevo.
—¡Ya estáis aquí! —Dijo con orgullo en la voz—. ¡Solo robots! Hay cinco supervisores que ni siquiera están en esta habitación. En cinco años, esto es desde que empezó este proyecto, no se ha producido ni un solo accidente. Claro que los robots aquí reunidos son relativamente simples, pero...
En los oídos de Gloria la voz del director general se había desvanecido hacía rato para convertirse en un murmullo adormecedor. Toda la excursión le parecía bastante aburrida y sin sentido, aunque había muchos robots a la vista. Pero ninguno era remotamente como Robbie, y los examinaba con abierto desprecio.
Se percató de que en aquella habitación no había ninguna persona. Luego su mirada se fijó en seis o siete robots que trabajaban acoplados a una mesa redonda situada en el centro de la sala. Era una habitación grande. No podía estar segura, pero uno de los robots se parecía... se parecía... ¡Lo era!
—¡Robbie!
Su grito atravesó el aire y uno de los robots de la mesa titubeó y dejó caer la herramienta que tenía sujeta. Gloria casi enloqueció por la alegría. Abriéndose paso a lo largo de la barandilla antes de que ninguno de los padres pudiese detenerla, saltó ágilmente al suelo unos metros más abajo, y corrió hacia su Robbie, con los brazos al aire y el pelo ondeando.
Y los tres horrorizados adultos, mientras permanecían petrificados en el pasillo, vieron lo que la excitada niña no vio: un enorme y pesado tractor avanzando ciega y majestuosamente en su marcada trayectoria.
Weston necesitó un segundo para reaccionar y el paso de los segundos lo significaba todo porque Gloria no podía ser alcanzada a tiempo. Si bien Weston saltó sobre la barandilla en un salvaje intento, era obviamente inútil. El señor Struthers indicó violentamente a los supervisores que parasen el tractor, pero estos eran solo humanos e hizo falta tiempo para actuar.
Solo Robbie actuó inmediatamente y con precisión.
Con las piernas de metal se tragó el espacio entre él y su pequeña ama sobre la que se precipitó desde la dirección contraria. A partir de ahí todo sucedió de golpe. De una brazada Robbie asió a Gloria, sin aflojar su velocidad ni un ápice y, por consiguiente, dejándola sin respiración. Weston, sin comprender todo aquello que estaba pasando, presintió, más que vio, cómo Robbie lo pasaba rozando y se paraba de forma súbita. El tractor cruzó la trayectoria de Gloria medio segundo después de haberlo hecho Robbie, rodó todavía tres metros y llevó a cabo una parada rechinante y larga.
Gloria recobró el aliento, soportó una serie de apasionados abrazos por parte de sus padres y se volvió ilusionada hacia Robbie. Por lo que a ella respectaba, no había ocurrido nada, salvo que había encontrado a su amigo.
Pero la expresión de alivio de la señora Weston se había transformado en oscura sospecha. Se volvió a su marido, y a pesar de su despeinado e indecoroso aspecto, consiguió una actitud bastante imponente.
—Tú has tramado esto, ¿lo has hecho, verdad?
George Weston se enjugó la acalorada frente con el pañuelo. Su mano era poco firme y sus labios apenas podían curvarse en una sonrisa trémula y sumamente débil.
La señora Weston siguió con sus elucubraciones:
—Robbie no fue proyectado para ingeniería o trabajo de construcción. A ellos no les servía. Lo has puesto aquí deliberadamente para que Gloria pudiese encontrarlo. Sabes que lo has hecho.
—Bien, lo he hecho —dijo Weston—. Pero, Grace, ¿cómo iba yo a saber que el encuentro sería tan violento? Y Robbie le ha salvado la vida; tendrás que admitirlo. No puedes alejarlo de nuevo.
Grace Weston lo consideró. Se volvió hacia Gloria y Robbie y por un momento los vio de forma abstracta. Gloria se había aferrado al cuello del robot de un modo que habría asfixiado a cualquier criatura que no fuese de metal, y lo palmeaba desatinadamente con un frenesí medio histérico. Los brazos de acero-cromo de Robbie (capaces de doblar una barra de acero de dos pulgadas de diámetro hasta convertirla en una galleta) rodeaban a la niña cariñosa y amorosamente, y sus ojos brillaban con un rojo intenso, intenso.
—Bien —dijo la señora Weston, por último—. Supongo que puede quedarse con nosotros hasta que se oxide.
Isaac Asimov, Robbie (Yo, robot, -I, Robot-, 1950)

Isaac Asimov


Robbie
“Ninety-eight,  ninety-nine, one hundred ” Gloria withdrew her chubby little forearm from before her eyes and stood for a moment, wrinkling her nose and blinking in the sunlight. Then, trying to watch in all directions at once, she withdrew a few cautious steps from the tree against which she had been leaning.
She craned her neck to investigate the possibilities of a clump of bushes to the right and then withdrew farther to obtain a better angle for viewing its dark recesses. The quiet was profound except for the incessant buzzing of insects and the occasional chirrup of some hardy bird, braving the midday sun.
Gloria pouted, “I bet he went inside the house, and I’ve told him a million times that that’s not fair.”
With tiny lips pressed together tightly and a severe frown crinkling her forehead, she moved determinedly toward the two-story building up past the driveway.
Too late she heard the rustling sound behind her, followed by the distinctive and rhythmic clump- clump of Robbie’s metal feet. She whirled about to see her triumphing companion emerge from hiding and make for the home-tree at full speed.
Gloria shrieked in dismay. “Wait, Robbie! That wasn’t fair, Robbie! You promised you wouldn’t run until I found you.” Her little feet could make no headway at all against Robbie’s giant strides. Then, within ten feet of the goal, Robbie’s pace slowed suddenly to the merest of crawls, and Gloria, with one final burst of wild speed, dashed pantingly past him to touch the welcome bark of home-tree first.
Gleefully, she turned on the faithful Robbie, and with the basest of ingratitude, rewarded him for his sacrifice by taunting him cruelly for a lack of running ability.
“Robbie can’t run,” she shouted at the top of her eight-year-old voice. “I can beat him any day. I
can beat him any day.” She chanted the words in a shrill rhythm.
Robbie didn’t answer, of course — not in words. He pantomimed running instead, inching away until Gloria found herself running after him as he dodged her narrowly, forcing her to veer in helpless circles, little arms outstretched and fanning at the air.
“Robbie,” she squealed, “stand still!” — And the laughter was forced out of her in breathless jerks. Until he turned suddenly and caught her up, whirling her round, so that for her the world fell away for a moment with a blue emptiness beneath, and green trees stretching hungrily downward toward the void. Then she was down in the grass again, leaning against Robbie’s leg and still holding a hard, metal finger.
After a while, her breath returned. She pushed uselessly at her disheveled hair in vague imitation of one of her mother’s gestures and twisted to see if her dress were torn.
She slapped her hand against Robbie’s torso, “Bad boy! I’ll spank you!”
And Robbie cowered, holding his hands over his face so that she had to add, “No, I won’t, Robbie. I won’t spank you. But anyway, it’s my turn to hide now because you’ve got longer legs and you promised not to run till I found you.”
Robbie nodded his head — a small parallelepiped with rounded edges and corners attached to a similar but much larger parallelepiped that served as torso by means of a short, flexible stalk — and obediently faced the tree. A thin, metal film descended over his glowing eyes and from within his body came a steady, resonant ticking.
“Don’t peek now — and don’t skip any numbers,” warned Gloria, and scurried for cover.
With unvarying regularity, seconds were ticked off, and at the hundredth, up went the eyelids, and the glowing red of Robbie’s eyes swept the prospect. They rested for a moment on a bit of colorful gingham that protruded from behind a boulder. He advanced a few steps and convinced himself that it was Gloria who squatted behind it.
Slowly, remaining always between Gloria and home-tree, he advanced on the hiding place, and when Gloria was plainly in sight and could no longer even theorize to herself that she was not seen, he extended one arm toward her, slapping the other against his leg so that it rang again. Gloria emerged sulkily.
“You peeked!” she exclaimed, with gross unfairness. “Besides I’m tired of playing hide-and-seek. I want a ride.”
But Robbie was hurt at the unjust accusation, so he seated himself carefully and shook his head ponderously from side to side.
Gloria changed her tone to one of gentle coaxing immediately, “Come on, Robbie. I didn’t mean it about the peeking. Give me a ride.”
Robbie was not to be won over so easily, though. He gazed stubbornly at the sky, and shook his head even more emphatically.
“Please, Robbie, please give me a ride.” She encircled his neck with rosy arms and hugged tightly. Then, changing moods in a moment, she moved away. “If you don’t, I’m going to cry,” and her face twisted appallingly in preparation.
Hard-hearted Robbie paid scant attention to this dreadful possibility, and shook his head a third time. Gloria found it necessary to play her trump card.
“If you don’t,” she exclaimed warmly, “I won’t tell you any more stories, that’s all. Not one–” Robbie gave in immediately and unconditionally before this ultimatum, nodding his head vigorously until the metal of his neck hummed. Carefully, he raised the little girl and placed her on his broad, flat shoulders.
Gloria’s threatened tears vanished immediately and she crowed with delight. Robbie’s metal skin, kept at a constant temperature of seventy by the high resistance coils within, felt nice and comfortable, while the beautifully loud sound her heels made as they bumped rhythmically against his chest was enchanting.
“You’re an air-coaster, Robbie, you’re a big, silver aircoaster. Hold out your arms straight. — You got to, Robbie, if you’re going to be an aircoaster.”
The logic was irrefutable. Robbie’s arms were wings catching the air currents and he was a silver‘coaster.
Gloria twisted the robot’s head and leaned to the right. He banked sharply. Gloria equipped the ‘coaster with a motor that went “Br-r-r” and then with weapons that went “Powie” and “Sh-sh-shshsh.” Pirates were giving chase and the ship’s blasters were coming into play. The pirates dropped in a steady rain.
“Got another one. Two more,” she cried.
Then “Faster, men,” Gloria said pompously, “we’re running out of ammunition.” She aimed over her shoulder with undaunted courage and Robbie was a blunt-nosed spaceship zooming through the void at maximum acceleration.
Clear across the field he sped, to the patch of tall grass on the other side, where he stopped with a suddenness that evoked a shriek from his flushed rider, and then tumbled her onto the soft, green carpet.
Gloria gasped and panted, and gave voice to intermittent whispered exclamations of “That was nice!”
Robbie waited until she had caught her breath and then pulled gently at a lock of hair.
“You want something?” said Gloria, eyes wide in an apparently artless complexity that fooled her huge “nursemaid” not at all. He pulled the curl harder.
“Oh, I know. You want a story.” Robbie nodded rapidly.
“Which one?”
Robbie made a semi-circle in the air with one finger.
The little girl protested, “Again? I’ve told you Cinderella a million times. Aren’t you tired of it? – It’s for babies.”
Another semi-circle.
“Oh, well,” Gloria composed herself, ran over the details of the tale in her mind (together with her own elaborations, of which she had several) and began:
“Are you ready? Well — once upon a time there was a beautiful little girl whose name was Ella. And she had a terribly cruel step-mother and two very ugly and very cruel step-sisters and–”
Gloria was reaching the very climax of the tale — midnight was striking and everything was changing back to the shabby originals lickety-split, while Robbie listened tensely with burning eyes— when the interruption came. “Gloria!”
It was the high-pitched sound of a woman who has been calling not once, but several times; and had the nervous tone of one in whom anxiety was beginning to overcome impatience.
“Mamma’s calling me,” said Gloria, not quite happily. “You’d better carry me back to the house, Robbie.”
Robbie obeyed with alacrity for somehow there was that in him which judged it best to obey Mrs. Weston, without as much as a scrap of hesitation. Gloria’s father was rarely home in the daytime except on Sunday — today, for instance — and when he was, he proved a genial and understanding person. Gloria’s mother, however, was a source of uneasiness to Robbie and there was always the impulse to sneak away from her sight.
Mrs. Weston caught sight of them the minute they rose above the masking tufts of long grass and retired inside the house to wait.
“I’ve shouted myself hoarse, Gloria,” she said, severely. “Where were you?”
“I was with Robbie,” quavered Gloria. “I was telling him Cinderella, and I forgot it was dinner- time.”
“Well, it’s a pity Robbie forgot, too.” Then, as if that reminded her of the robot’s presence, she whirled upon him. “You may go, Robbie. She doesn’t need you now.” Then, brutally, “And don’t come back till I call you.”
Robbie turned to go, but hesitated as Gloria cried out in his defense, “Wait, Mamma, you got to let him stay. I didn’t finish Cinderella for him. I said I would tell him Cinderella and I’m not finished.”
“Gloria!”
“Honest and truly, Mamma, he’ll stay so quiet, you won’t even know he’s here. He can sit on the chair in the corner, and he won’t say a word, I mean he won’t do anything. Will you, Robbie?”
Robbie, appealed to, nodded his massive head up and down once.
“Gloria, if you don’t stop this at once, you shan’t see Robbie for a whole week.”
The girl’s eyes fell, “All right! But Cinderella is his favorite story and I didn’t finish it. —And he likes it so much.”
The robot left with a disconsolate step and Gloria choked back a sob.
George Weston was comfortable. It was a habit of his to be comfortable on Sunday afternoons. A good, hearty dinner below the hatches; a nice, soft, dilapidated couch on which to sprawl; a copy of the Times; slippered feet and shirtless chest; how could anyone help but be comfortable?
He wasn’t pleased, therefore, when his wife walked in. After ten years of married life, be still was so unutterably foolish as to love her, and there was no question that he was always glad to see her — still Sunday afternoons just after dinner were sacred to him and his idea of solid comfort was to be left in utter solitude for two or three hours. Consequently, he fixed his eye firmly upon the latest reports of the Lefebre-Yoshida expedition to Mars (this one was to take off from Lunar Base and might actually succeed) and pretended she wasn’t there.
Mrs. Weston waited patiently for two minutes, then impatiently for two more, and finally broke the silence.
“George!” “Hmpph?”
George, I say! Will you put down that paper and look at me?”
The paper rustled to the floor and Weston turned a weary face toward his wife, “What is it, dear?” “You know what it is, George. It’s Gloria and that terrible machine.”
“What terrible machine?”
“Now don’t pretend you don’t know what I’m talking about. It’s that robot Gloria calls Robbie. He doesn’t leave her for a moment.”
“Well, why should he? He’s not supposed to. And he certainly isn’t a terrible machine. He’s the best darn robot money can buy and I’m damned sure he set me back half a year’s income. He’s worth it, though — darn sight cleverer than half my office staff.”
He made a move to pick up the paper again, but his wife was quicker and snatched it away. “You listen to me, George. I won’t have my daughter entrusted to a machine — and I don’t care how clever it is. It has no soul, and no one knows what it may be thinking. A child just isn’t made to be guarded by a thing of metal.”
Weston frowned, “When did you decide this? He’s been with Gloria two years now and I haven’t seen you worry till now.”
“It was different at first. It was a novelty; it took a load off me, and — and it was a fashionable thing to do. But now I don’t know. The neighbors–”
“Well, what have the neighbors to do with it? Now, look. A robot is infinitely more to be trusted than a human nursemaid. Robbie was constructed for only one purpose really — to be the companion of a little child. His entire ‘mentality’ has been created for the purpose. He just can’t help being faithful and loving and kind. He’s a machine-made so. That’s more than you can say for humans.”
“But something might go wrong. Some- some-” Mrs. Weston was a bit hazy about the insides of a robot, “some little jigger will come loose and the awful thing will go berserk and- and-” She couldn’t bring herself to complete the quite obvious thought.
“Nonsense,” Weston denied, with an involuntary nervous shiver. “That’s completely ridiculous.
We had a long discussion at the time we bought Robbie about the First Law of Robotics. You know that it is impossible for a robot to harm a human being; that long before enough can go wrong to alter that First Law, a robot would be completely inoperable. It’s a mathematical impossibility. Besides I have an engineer from U. S. Robots here twice a year to give the poor gadget a complete overhaul. Why, there’s no more chance of any thing at all going wrong with Robbie than there is of you or I suddenly going loony — considerably less, in fact. Besides, how are you going to take him away from Gloria?”
He made another futile stab at the paper and his wife tossed it angrily into the next room.
“That’s just it, George! She won’t play with anyone else. There are dozens of little boys and girls that she should make friends with, but she won’t. She won’t go near them unless I make her. That’s no way for a little girl to grow up. You want her to be normal, don’t you? You want her to be able to take her part in society.”
“You’re jumping at shadows, Grace. Pretend Robbie’s a dog. I’ve seen hundreds of children who would rather have their dog than their father.”
“A dog is different, George. We must get rid of that horrible thing. You can sell it back to the company. I’ve asked, and you can.”
“You’ve asked? Now look here, Grace, let’s not go off the deep end. We’re keeping the robot until Gloria is older and I don’t want the subject brought up again.” And with that he walked out of the room in a huff.
Mrs. Weston met her husband at the door two evenings later. “You’ll have to listen to this, George. There’s bad feeling in the village.”
“About what?” asked Weston? He stepped into the washroom and drowned out any possible answer by the splash of water.
Mrs. Weston waited. She said, “About Robbie.”
Weston stepped out, towel in hand, face red and angry, “What are you talking about?”
“Oh, it’s been building up and building up. I’ve tried to close my eyes to it, but I’m not going to any more. Most of the villagers consider Robbie dangerous. Children aren’t allowed to go near our place in the evenings.”
“We trust our child with the thing.”
“Well, people aren’t reasonable about these things.” “Then to hell with them.”
“Saying that doesn’t solve the problem. I’ve got to do my shopping down there. I’ve got to meet them every day. And it’s even worse in the city these days when it comes to robots. New York has just passed an ordinance keeping all robots off the streets between sunset and sunrise.”
“All right, but they can’t stop us from keeping a robot in our home. Grace, this is one of your campaigns. I recognize it. But it’s no use. The answer is still, no! We’re keeping Robbie!”
And yet he loved his wife — and what was worse, his wife knew it. George Weston, after all, was only a man — poor thing — and his wife made full use of every device which a clumsier and more scrupulous sex has learned, with reason and futility, to fear.
Ten times in the ensuing week, he cried, “Robbie stays, and that’s final!” and each time it was weaker and accompanied by a louder and more agonized groan.
Came the day at last, when Weston approached his daughter guiltily and suggested a “beautiful”visivox show in the village.
Gloria clapped her hands happily, “Can Robbie go?”
“No, dear,” he said, and winced at the sound of his voice, “they won’t allow robots at the visivox — but you can tell him all about it when you get home.” He stumbled all over the last few words and looked away.
Gloria came back from town bubbling over with enthusiasm, for the visivox had been a gorgeous spectacle indeed.
She waited for her father to maneuver the jet-car into the sunken garage, “Wait till I tell Robbie, Daddy. He would have liked it like anything. Especially when Francis Fran was backing away so- o-o quietly, and backed right into one of the Leopard-Men and had to run.” She laughed again, “Daddy, are there really Leopard-Men on the Moon?”
“Probably not,” said Weston absently. “It’s just funny make-believe.” He couldn’t take much longer with the car. He’d have to face it.
Gloria ran across the lawn. “Robbie. —Robbie!”
Then she stopped suddenly at the sight of a beautiful collie which regarded her out of serious brown eyes as it wagged its tail on the porch.
“Oh, what a nice dog!” Gloria climbed the steps, approached cautiously and patted it. “Is it for me, Daddy?”
Her mother had joined them. “Yes, it is, Gloria. Isn’t it nice — soft and furry? It’s very gentle. It likes little girls.”
“Can he play games?”
“Surely. He can do any number of tricks. Would you like to see some?”
“Right away. I want Robbie to see him, too. Robbie!” She stopped, uncertainly, and frowned, “I’ll bet he’s just staying in his room because he’s mad at me for not taking him to the visivox. You’ll have to explain to him, Daddy. He might not believe me, but he knows if you say it, it’s so.”
Weston’s lip grew tighter. He looked toward his wife but could not catch her eye.
Gloria turned precipitously and ran down the basement steps, shouting as she went, “Robbie— Come and see what Daddy and Mamma brought me. They brought me a dog, Robbie.”
In a minute she had returned, a frightened little girl. “Mamma, Robbie isn’t in his room. Where is he?” There was no answer and George Weston coughed and was suddenly extremely interested in an aimlessly drifting cloud. Gloria’s voice quavered on the verge of tears, “Where’s Robbie, Mamma?”
Mrs. Weston sat down and drew her daughter gently to her, “Don’t feel bad, Gloria. Robbie has gone away, I think.”
“Gone away? Where? Where’s he gone away, Mamma?”
“No one knows, darling. He just walked away. We’ve looked and we’ve looked and we’ve looked for him, but we can’t find him.”
“You mean he’ll never come back again?” Her eyes were round with horror.
“We may find him soon. We’ll keep looking for him. And meanwhile you can play with your nice new doggie. Look at him! His name is Lightning and he can–”
But Gloria’s eyelids had overflown, “I don’t want the nasty dog — I want Robbie. I want you to find me Robbie.” Her feelings became too deep for words, and she spluttered into a shrill wail.
Mrs. Weston glanced at her husband for help, but he merely shuffled his feet morosely and did not withdraw his ardent stare from the heavens, so she bent to the task of consolation, “Why do you cry, Gloria? Robbie was only a machine, just a nasty old machine. He wasn’t alive at all.”
“He was not no machine!” screamed Gloria, fiercely and ungrammatically. “He was a person just like you and me and he was my friend. I want him back. Oh, Mamma, I want him back.”
Her mother groaned in defeat and left Gloria to her sorrow.
“Let her have her cry out,” she told her husband. “Childish griefs are never lasting. In a few days, she’ll forget that awful robot ever existed.”
But time proved Mrs. Weston a bit too optimistic. To be sure, Gloria ceased crying, but she ceased smiling, too, and the passing days found her ever more silent and shadowy. Gradually, her attitude of passive unhappiness wore Mrs. Weston down and all that kept her from yielding was the impossibility of admitting defeat to her husband.
Then, one evening, she flounced into the living room, sat down, folded her arms and looked boiling mad.
Her husband stretched his neck in order to see her over his newspaper, “What now, Grace?”
“It’s that child, George. I’ve had to send back the dog today. Gloria positively couldn’t stand the sight of him, she said. She’s driving me into a nervous breakdown.”
Weston laid down the paper and a hopeful gleam entered his eye, “Maybe— Maybe we ought to get Robbie back. It might be done, you know. I can get in touch with–”
“No!” she replied, grimly. “I won’t hear of it. We’re not giving up that easily. My child shall not be brought up by a robot if it takes years to break her of it.”
Weston picked up his paper again with a disappointed air. “A year of this will have me prematurely gray.”
“You’re a big help, George,” was the frigid answer. “What Gloria needs is a change of environment? Of course she can’t forget Robbie here. How can she when every tree and rock reminds her of him? It is really the silliest situation I have ever heard of. Imagine a child pining away for the loss of a robot.”
“Well, stick to the point. What’s the change in environment you’re planning?” “We’re going to take her to New York.”
“The city! In August! Say, do you know what New York is like in August? It’s unbearable.” “Millions do bear it.”
“They don’t have a place like this to go to. If they didn’t have to stay in New York, they wouldn’t.”
“Well, we have to. I say we’re leaving now — or as soon as we can make the arrangements. In the city, Gloria will find sufficient interests and sufficient friends to perk her up and make her forget that machine.”
“Oh, Lord,” groaned the lesser half, “those frying pavements!”
“We have to,” was the unshaken response. “Gloria has lost five pounds in the last month and my little girl’s health is more important to me than your comfort.”
“It’s a pity you didn’t think of your little girl’s health before you deprived her of her pet robot,” he muttered — but to himself.
Gloria displayed immediate signs of improvement when told of the impending trip to the city. She spoke little of it, but when she did, it was always with lively anticipation. Again, she began to smile and to eat with something of her former appetite.
Mrs. Weston hugged herself for joy and lost no opportunity to triumph over her still skeptical husband.
“You see, George, she helps with the packing like a little angel, and chatters away as if she hadn’t a care in the world. It’s just as I told you — all we need do is substitute other interests.”
“Hmpph,” was the skeptical response, “I hope so.”
Preliminaries were gone through quickly. Arrangements were made for the preparation of their city home and a couple were engaged as housekeepers for the country home. When the day of the trip finally did come, Gloria was all but her old self again, and no mention of Robbie passed her lips at all.
In high good-humor the family took a taxi-gyro to the airport (Weston would have preferred using his own private ‘gyro, but it was only a two-seater with no room for baggage) and entered the waiting liner.
“Come, Gloria,” called Mrs. Weston. “I’ve saved you a seat near the window so you can watch the scenery.”
Gloria trotted down the aisle cheerily, flattened her nose into a white oval against the thick clear glass, and watched with an intentness that increased as the sudden coughing of the motor drifted backward into the interior. She was too young to be frightened when the ground dropped away as if let through a trap door and she herself suddenly became twice her usual weight, but not too young to be mightily interested. It wasn’t until the ground had changed into a tiny patchwork quilt that she withdrew her nose, and faced her mother again.
“Will we soon be in the city, Mamma?” she asked, rubbing her chilled nose, and watching with interest as the patch of moisture which her breath had formed on the pane shrank slowly and vanished.
“In about half an hour, dear.” Then, with just the faintest trace of anxiety, “Aren’t you glad we’re going? Don’t you think you’ll be very happy in the city with all the buildings and people and things to see? We’ll go to the visivox every day and see shows and go to the circus and the beach and–”
“Yes, Mamma,” was Gloria’s unenthusiastic rejoinder. The liner passed over a bank of clouds at the moment, and Gloria was instantly absorbed in the usual spectacle of clouds underneath one. Then they were over clear sky again, and she turned to her mother with a sudden mysterious air of secret knowledge.
“I know why we’re going to the city, Mamma.”
“Do you?” Mrs. Weston was puzzled. “Why, dear?”
“You didn’t tell me because you wanted it to be a surprise, but I know.” For a moment, she was lost in admiration at her own acute penetration, and then she laughed gaily. “We’re going to New York so we can find Robbie, aren’t we? —With detectives.”
The statement caught George Weston in the middle of a drink of water, with disastrous results. There was a sort of strangled gasp, a geyser of water, and then a bout of choking coughs. When all was over, he stood there, a red-faced, water-drenched and very, very annoyed person.
Mrs. Weston maintained her composure, but when Gloria repeated her question in a more anxious tone of voice, she found her temper rather bent.
“Maybe,” she retorted, tartly. “Now sit and be still, for Heaven’s sake.”
New York City, 1998 A.D., was a paradise for the sightseer more than ever in its history. Gloria’s parents realized this and made the most of it.
On direct orders from his wife, George Weston arranged to have his business take care of itself for a month or so, in order to be free to spend the time in what he termed, “dissipating Gloria to the verge of ruin.” Like everything else Weston did, this was gone about in an efficient, thorough, and business-like way. Before the month had passed, nothing that could be done had not been done.
She was taken to the top of the half-mile tall Roosevelt Building, to gaze down in awe upon the jagged panorama of rooftops that blended far off in the fields of Long Island and the flatlands of New Jersey. They visited the zoos where Gloria stared in delicious fright at the “real live lion” (rather disappointed that the keepers fed him raw steaks, instead of human beings, as she had expected), and asked insistently and peremptorily to see “the whale.”
The various museums came in for their share of attention, together with the parks and the beaches and the aquarium.
She was taken halfway up the Hudson in an excursion steamer fitted out in the archaism of the mad Twenties. She traveled into the stratosphere on an exhibition trip, where the sky turned deep purple and the stars came out and the misty earth below looked like a huge concave bowl. Down under the waters of the Long Island Sound she was taken in a glass-walled sub-sea vessel, where in a green and wavering world, quaint and curious sea-things ogled her and wiggled suddenly away.
On a more prosaic level, Mrs. Weston took her to the department stores where she could revel in another type of fairyland.
In fact, when the month had nearly sped, the Westons were convinced that everything conceivable had been done to take Gloria’s mind once and for all off the departed Robbie — but they were not quite sure they had succeeded.
The fact remained that wherever Gloria went, she displayed the most absorbed and concentrated interest in such robots as happened to be present. No matter how exciting the spectacle before her, nor how novel to her girlish eyes, she turned away instantly if the corner of her eye caught a glimpse of metallic movement.
Mrs. Weston went out of her way to keep Gloria away from all robots.
And the matter was finally climaxed in the episode at the Museum of Science and Industry. The Museum had announced a special “children’s program” in which exhibits of scientific witchery scaled down to the child mind were to be shown. The Westons, of course, placed it upon their list of “absolutely.”
It was while the Westons were standing totally absorbed in the exploits of a powerful electro- magnet that Mrs. Weston suddenly became aware of the fact that Gloria was no longer with her. Initial panic gave way to calm decision and, enlisting the aid of three attendants, a careful search was begun.
Gloria, of course, was not one to wander aimlessly, however. For her age, she was an unusually determined and purposeful girl, quite full of the maternal genes in that respect. She had seen a huge sign on the third floor, which had said, “This Way to the Talking Robot” Having spelled it out to herself and having noticed that her parents did not seem to wish to move in the proper direction,she did the obvious thing. Waiting for an opportune moment of parental distraction, she calmly disengaged herself and followed the sign.
The Talking Robot was a tour de force, a thoroughly impractical device, possessing publicity value only. Once an hour, an escorted group stood before it and asked questions of the robot engineer in charge in careful whispers. Those the engineer decided were suitable for the robot’s circuits were transmitted to the Talking Robot.
It was rather dull. It may be nice to know that the square of fourteen is one hundred ninety-six, that the temperature at the moment is 72 degrees Fahrenheit, and the air-pressure 30.02 inches of mercury, that the atomic weight of sodium is 23, but one doesn’t really need a robot for that. One especially does not need an unwieldy, totally immobile mass of wires and coils spreading over twenty-five square yards.
Few people bothered to return for a second helping, but one girl in her middle teens sat quietly on a bench waiting for a third. She was the only one in the room when Gloria entered.
Gloria did not look at her. To her at the moment, another human being was but an inconsiderable item. She saved her attention for this large thing with the wheels. For a moment, she hesitated in dismay. It didn’t look like any robot she had ever seen.
Cautiously and doubtfully she raised her treble voice; “Please, Mr. Robot, sir, are you the Talking Robot, sir?” She wasn’t sure, but it seemed to her that a robot that actually talked was worth a great deal of politeness.
(The girl in her mid-teens allowed a look of intense concentration to cross her thin, plain face. She whipped out a small notebook and began writing in rapid pothooks.)
There was an oily whir of gears and a mechanically timbered voice boomed out in words that lacked accent and intonation, “I- am- the- robot- that- talks.”
Gloria stared at it ruefully. It did talk, but the sound came from inside somewheres. There was no face to talk to. She said, “Can you help me, Mr. Robot, sir?”
The Talking Robot was designed to answer questions, and only such questions as it could answer had ever been put to it. It was quite confident of its ability, therefore, “I– can– help– you.”
“Thank you, Mr. Robot, sir. Have you seen Robbie?” “Who –is Robbie?”
“He’s a robot, Mr. Robot, sir.” She stretched to tiptoes. “He’s about so high, Mr. Robot, sir, only higher, and he’s very nice. He’s got a head, you know. I mean you haven’t, but he has, Mr. Robot, sir.”
The Talking Robot had been left behind, “A– robot?”
“Yes, Mr. Robot, sir. A robot just like you, except he can’t talk, of course, and — looks like a real person.”
“A– robot– like– me?” “Yes, Mr. Robot, sir.”
To which the Talking Robot’s only response was an erratic splutter and an occasional incoherent sound. The radical generalization offered it, i.e., its existence, not as a particular object, but as a member of a general group, was too much for it. Loyally, it tried to encompass the concept and half a dozen coils burnt out. Little warning signals were buzzing.
(The girl in her mid-teens left at that point. She had enough for her Physics-1 paper on “Practical Aspects of Robotics.” This paper was Susan Calvin’s first of many on the subject.)
Gloria stood waiting, with carefully concealed impatience, for the machine’s answer when she heard the cry behind her of “There she is,” and recognized that cry as her mother’s.
“What are you doing here, you bad girl?” cried Mrs. Weston, anxiety dissolving at once into anger. “Do you know you frightened your mamma and daddy almost to death? Why did you run away?”
The robot engineer had also dashed in, tearing his hair, and demanding who of the gathering crowd had tampered with the machine. “Can’t anybody read signs?” he yelled. “You’re not allowed in here without an attendant.”
Gloria raised her grieved voice over the din, “I only came to see the Talking Robot, Mamma. I thought he might know where Robbie was because they’re both robots.” And then, as the thought of Robbie was suddenly brought forcefully home to her, she burst into a sudden storm of tears, “And I got to find Robbie, Mamma. I got to.”
Mrs. Weston strangled a cry, and said, “Oh, good Heavens. Come home, George. This is more than I can stand.”
That evening, George Weston left for several hours, and the next morning, he approached his wife with something that looked suspiciously like smug complacence.
“I’ve got an idea, Grace.”
“About what?” was the gloomy, uninterested query? “About Gloria.”
“You’re not going to suggest buying back that robot?” “No, of course not.”
“Then go ahead. I might as well listen to you. Nothing I’ve done seems to have done any good.”
“All right. Here’s what I’ve been thinking. The whole trouble with Gloria is that she thinks of Robbie as a person and not as a machine. Naturally, she can’t forget him. Now if we managed to convince her that Robbie was nothing more than a mess of steel and copper in the form of sheets and wires with electricity its juice of life, how long would her longings last? It’s the psychological attack, if you see my point.”
“How do you plan to do it?”
“Simple. Where do you suppose I went last night? I persuaded Robertson of U. S. Robots and Mechanical Men, Inc. to arrange for a complete tour of his premises tomorrow. The three of us will go, and by the time we’re through, Gloria will have it drilled into her that a robot is not alive.”
Mrs. Weston’s eyes widened gradually and something glinted in her eyes that was quite like sudden admiration, “Why, George, that’s a good idea.”
And George Weston’s vest buttons strained. “Only kind I have,” he said.
Mr. Struthers was a conscientious General Manager and naturally inclined to be a bit talkative. The combination, therefore, resulted in a tour that was fully explained, perhaps even over-abundantly explained, at every step. However, Mrs. Weston was not bored. Indeed, she stopped him several times and begged him to repeat his statements in simpler language so that Gloria might understand. Under the influence of this appreciation of his narrative powers, Mr. Struthers expanded genially and became ever more communicative, if possible.
George Weston, himself, showed a gathering impatience.
“Pardon me, Struthers,” he said, breaking into the middle of a lecture on the photoelectric cell, “haven’t you a section of the factory where only robot labor is employed?”
“Eh? Oh, yes! Yes, indeed!” He smiled at Mrs. Weston. “A vicious circle in a way, robots creating more robots. Of course, we are not making a general practice out of it. For one thing, the unions would never let us. But we can turn out a very few robots using robot labor exclusively, merely as a sort of scientific experiment. You see,” he tapped his pince-nez into one palm argumentatively, “what the labor unions don’t realize — and I say this as a man who has always been very sympathetic with the labor movement in general — is that the advent of the robot, while involving some dislocation to begin with, will inevitably–”
“Yes, Struthers,” said Weston, “but about that section of the factory you speak of — may we see it? It would be very interesting, I’m sure.”
“Yes! Yes, of course!” Mr. Struthers replaced his pince-nez in one convulsive movement and gave vent to a soft cough of discomfiture. “Follow me, please.”
He was comparatively quiet while leading the three through a long corridor and down a flight of stairs. Then, when they had entered a large well-lit room that buzzed with metallic activity, the sluices opened and the flood of explanation poured forth again.
“There you are!” he said with pride in his voice. “Robots only! Five men act as overseers and they don’t even stay in this room. In five years, that is, since we began this project, not a single accident has occurred. Of course, the robots here assembled are comparatively simple, but...”
The General Manager’s voice had long died to a rather soothing murmur in Gloria’s ears. The whole trip seemed rather dull and pointless to her, though there were many robots in sight. None were even remotely like Robbie, though, and she surveyed them with open contempt.
In this room, there weren’t any people at all, she noticed. Then her eyes fell upon six or seven robots busily engaged at a round table halfway across the room. They widened in incredulous surprise. It was a big room. She couldn’t see for sure, but one of the robots looked like — looked like — it was!
“Robbie!” Her shriek pierced the air, and one of the robots about the table faltered and dropped the tool he was holding. Gloria went almost mad with joy. Squeezing through the railing before either parent could stop her, she dropped lightly to the floor a few feet below, and ran toward her Robbie, arms waving and hair flying.
And the three horrified adults, as they stood frozen in their tracks, saw what the excited little girl did not see, — a huge, lumbering tractor bearing blindly down upon its appointed track.
It took split-seconds for Weston to come to his senses, and those split-seconds meant everything, for Gloria could not be overtaken. Although Weston vaulted the railing in a wild attempt, it was obviously hopeless. Mr. Struthers signaled wildly to the overseers to stop the tractor, but the overseers were only human and it took time to act.
It was only Robbie that acted immediately and with precision.
With metal legs eating up the space between himself and his little mistress he charged down from the opposite direction. Everything then happened at once. With one sweep of an arm, Robbie snatched up Gloria, slackening his speed not one iota, and, consequently, knocking every breath of air out of her. Weston, not quite comprehending all that was happening, felt, rather than saw, Robbie brush past him, and came to a sudden bewildered halt. The tractor intersected Gloria’s path half a second after Robbie had, rolled on ten feet further and came to a grinding, long drawn-out stop.
Gloria regained her breath, submitted to a series of passionate hugs on the part of both her parents and turned eagerly toward Robbie. As far as she was concerned, nothing had happened except that she had found her friend.
But Mrs. Weston’s expression had changed from one of relief to one of dark suspicion. She turned to her husband, and, despite her disheveled and undignified appearance, managed to look quite formidable, “You engineered this, didn’t you?
George Weston swabbed at a hot forehead with his handkerchief. His hand was unsteady, and his lips could curve only into a tremulous and exceedingly weak smile.
Mrs. Weston pursued the thought, “Robbie wasn’t designed for engineering or construction work. He couldn’t be of any use to them. You had him placed there deliberately so that Gloria would find him. You know you did.”
“Well, I did,” said Weston. “But, Grace, how was I to know the reunion would be so violent? And
Robbie has saved her life; you’ll have to admit that. You can’t send him away again.”
Grace Weston considered. She turned toward Gloria and Robbie and watched them abstractedly for a moment. Gloria had a grip about the robot’s neck that would have asphyxiated any creature but one of metal, and was prattling nonsense in half-hysterical frenzy. Robbie’s chrome-steel arms (capable of bending a bar of steel two inches in diameter into a pretzel) wound about the little girl gently and lovingly, and his eyes glowed a deep, deep red.
“Well,” said Mrs. Weston, at last, “I guess he can stay with us until he rusts.”
Isaac Asimov, Robbie (I, Robot.1950)