Jorge Luis Borges, Utopía de un hombre que está cansado

Utopía de un hombre que está cansado.
«Llamola utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar».
Quevedo.
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta. Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.
No dije nada y agregó:
—Si no te desagrada ver comer a otro, ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi anfitrión eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
—¿No te asombra mi súbita aparición?
—No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.
—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
—¿Y cómo se llamaba tu padre?
—No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, solo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no solo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.
Este me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro rió.
—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.
—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Solo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.
—¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.
—Como los rabinos —le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
—¿Un hijo? —pregunté.
—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y la gran aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
—¿Todavía hay museos y bibliotecas?
—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
—¿Qué sucedió con los gobiernos?
—Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
—He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.
—Esta es mi obra —declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.
—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.
—Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi anfitrión habló primero con la mujer.
—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.
—La nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.

Jorge Luis Borges, Utopía de un hombre que está cansado.

Jorge Luis Borges

Silvina Ocampo, El retrato mal hecho

El retrato mal hecho
A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.
Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.
La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.
La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.
Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: “Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro” o bien: “Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto”, o bien: “punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado”. Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: “Las hojas se hacen con seda color de aceituna” o bien: “los enrejados son de color de rosa y azules”, o bien: “la flor grande es de color encarnado”, o bien: “las venas y los tallos color albaricoque”.
Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: “Las venas y los tallos color albaricoque”. Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: “Lo he matado”.
Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.
La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.
Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: “Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín”.
Silvina Ocampo, El retrato mal hecho.


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Silvina Ocampo


Italo Calvino, Las ciudades continuas, 1

Las ciudades continuas, 1.
La ciudad de Leonia se rehace a si misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas aún sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener que pensar mas en ellas.
Dónde llevan cada día su carga los basureros nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se expande, y los basurales deben retroceder mis lejos; la importancia de los desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados como un reborde montañoso.
El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede quitar; renovándose cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos sus días y años y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta, basurales de otras ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de desechos. Tal vez el mundo entero, traspasados los con fines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada uno, en el centro, con una metrópoli en erupción ininterrumpida. Los límites entre las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los detritos de una y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de paja ruede del lado de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores, flores secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar, mezclado con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli siempre vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales. 

Italo Calvino, Las ciudades continuas, 1 (Las ciudades invisibles).

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Italo Calvino


W. Somerset Maugham, Louise

Louise
Jamás pude explicarme por qué le era tan antipático a Louise. Me tenía aversión, y yo sabía perfectamente que no perdía ocasión de criticarme con su gentileza característica.
Era demasiado delicada para hacer abiertamente una manifestación contra mí, pero con una leve insinuación, un suspiro o un gesto se hacía comprender perfectamente. Era una maestra en el arte de adular fríamente.
Es cierto que nos habíamos conocido casi íntimamente durante unos veinticinco años, pero a pesar de todo no pude llegar a convencerme de que nuestra vieja amistad lograra influir sobre ella en ningún sentido.
Tenía la impresión de que yo era una persona grosera, cínica y vulgar, y me resultaba un misterio la razón por la cual no tomaba el único camino que le quedaba, es decir, alejarse de mí.
Pero no se decidió a hacer nada por el estilo. No se separaba de mi lado; continuamente me invitaba a almorzar o a cenar con ella, y una o dos veces al año a pasar un fin de semana en su casa de campo. Por fin me pareció descubrir el motivo de estas atenciones. Suponía infundadamente que yo no creía lo que ella me contaba. Si era este el motivo por el cual no me apreciaba, también era la razón por la que deseaba granjearse mi amistad.
Le irritaba pensar que pudiera considerarla ridícula, y no desechaba la idea que se le había ocurrido, hasta que me viera obligado a reconocer mi error y, por lo tanto, quedara vencido.
Por otro lado, es posible que adivinase que el rostro que me presentaba a través de la máscara no era el verdadero, y solo porque yo no daba mi brazo a torcer creyó que tarde o temprano terminaría por comprenderla.
Nunca me convencí del todo de que no fuese una embustera, y me preguntaba si efectivamente se engañaba ella de la misma forma que lograba engañar a los demás, o si en realidad había cierto humorismo en el fondo de su corazón. De ser así, hubiera parecido que consideraba mi amistad como lo harían un par de fulleros que estuviesen convencidos de que compartían un secreto vedado a todo el mundo.
Era amigo de Louise mucho antes de que se casara. En aquella época era una frágil y delicada niña de ojos grandes y melancólicos. Sus padres la adoraban y sentían por ella una preocupación constante a causa de una escarlatina que le había dejado débil el corazón; debía, por lo tanto, cuidarse mucho. Así, cuando un joven llamado Thomas Maitland se le declaró, se quedaron consternados, pues estaban convencidos de que era demasiado delicada para afrontar la pesada carga del matrimonio. Pero no eran gente muy acomodada y sabían que Thomas Maitland era rico. Él se comprometió a hacer por Louise cuanto fuera humanamente posible. Finalmente cedieron, confiándole su hija como un sagrado tesoro.
Thomas Maitland era un hombre corpulento, fuerte, buen mozo y gran deportista. Estaba locamente enamorado de Louise. Teniendo en cuenta la debilidad de su corazón, Thomas Maitland no podía hacerse la idea de compartir una larga vida con ella, y, por lo tanto, decidió procurarle el mayor bienestar posible durante su corto paso por este mundo. Abandonó los deportes en que sobresalía, no porque ella se lo hubiese sugerido, ya que le agradaba saber que jugaba al golf y salía de caza, sino porque daba la coincidencia de que sufría un ataque al corazón cada vez que él se proponía dejarla sola un día. Cuando se producía algún altercado, ella acostumbraba a ceder en el acto, porque era la esposa más sumisa que se pudiera desear, y cuando le flaqueaba el corazón se quedaba tranquilamente en cama durante una semana.
Él nunca la contrariaba, y cuando había alguna discusión terminaba por darle la razón aunque no la tuviera.
En cierta ocasión, Louise se empeñó en dar un paseo de ocho millas. Con este motivo le dije a Thomas Maitland que su esposa demostraba estar más fuerte de lo que parecía. Maitland movió la cabeza y suspiró.
—No, no es eso —me dijo—. Está muy delicada. Ha consultado a los más famosos especialistas del corazón del mundo entero, y todos están de acuerdo en que su vida pende de un hilo. Lo que sí puedo asegurarle a usted es que tiene un espíritu inquebrantable.
Maitland le contó lo que yo le había dicho acerca de su resistencia, y ella expuso:
—Mañana lo pagaré, pues me hallaré a las puertas de la muerte.
—A veces pienso que se halla usted bastante fuerte cuando quiere llevar a cabo sus propósitos —le murmuré, pues había notado que cuando asistía a una reunión alegre bailaba tranquilamente hasta después de las cinco de la madrugada, pero si por casualidad la reunión resultaba aburrida se ponía triste y Thomas se veía obligado a marcharse temprano.
Estoy seguro de que no le agradó lo más mínimo lo que le dije, porque aunque me sonrió de una forma algo patética noté que en sus grandes ojos azules no brillaba la menor alegría.
—No puede usted pretender que me muera solo por complacerle —me replicó.
A pesar de todo, Louise sobrevivió a su esposo. Este contrajo una bronconeumonía durante un paseo en yate en un día frío; Louise no había podido cederle sus mantas porque las necesitaba para abrigarse ella. Maitland le dejó una buena renta y una hija; sin embargo, Louise estaba desconsolada.
Sus amigas se decían que la pobre Louise no tardaría mucho en seguir a su esposo, y desde entonces se mostraron muy apenadas por la suerte que pudiera correr su hijita Iris, que quedaría huérfana, y redoblaron sus atenciones para con Louise. No le permitían mover un dedo, insistiendo en hacer cuanto fuera posible para evitarle la menor molestia. Se veían obligadas a hacer esto porque temían que cualquier trabajo fatigoso o inconveniente pudiera dañarle el corazón y volviese a encontrarse en peligro de muerte. Se sentía completamente desamparada sin la protección de su esposo, y no sabía cómo educar a su hija, teniendo que preocuparse tanto por su corazón.
Sus amistades le preguntaban por qué no volvía a casarse. No podía concebir tal cosa en el estado en que se encontraba su corazón, a pesar de que sabía que su esposo hubiese deseado que lo hiciera; con seguridad sería la mejor forma de solucionar el problema de Iris, pero se preguntaba quién querría cargar con una miserable inválida como ella. Por extraña coincidencia, más de un joven hubo dispuesto a cargar con ella y con su hija. Así, pues, cuando apenas había transcurrido un año de la muerte de Thomas Maitland, contrajo matrimonio con George Hobhouse.
Este era un joven rico y de aspecto atrayente. Jamás vi a un ser que mostrara tanto agradecimiento por el privilegio de sentirse con derecho a cuidar de aquella frágil criatura.
—Espero que no tendrás la molestia de cuidarme por mucho tiempo —le dijo ella.
George Hobhouse era militar, y muy ambicioso por cierto, pero a causa de la enfermedad de Louise se vio obligado a pedir la excedencia, porque la salud de su mujer hacía necesario que pasaran el invierno en Montecarlo y el verano en Deauville.
George sintió cierto pesar al tener que abandonar su carrera. Al principio Louise no quiso ni hablar de ello, pero finalmente accedió, y él se dispuso a rodear de atenciones a su mujer para que su corto paso por la vida fuera más grato.
—No he de causar muchas molestias, porque sé que no he de vivir mucho —decía ella—. Trataré de ser lo menos fastidiosa que pueda.
Durante los dos o tres primeros años de su segundo matrimonio Louise logró, a pesar de su débil corazón, asistir lujosamente vestida a las más alegres reuniones, jugar fuerte, bailar y hasta coquetear con jóvenes gallardos.
Pero George Hobhouse no tenía el carácter del primer esposo de Louise, y experimentaba la necesidad de beber de vez en cuando para sentirse tonificado y poder sobrellevar la tarea que representaba ser el segundo marido de Louise. Es muy probable que esto hubiese degenerado en costumbre —aunque Louise lo habría impedido a toda costa— de no haberse declarado la guerra, lo cual fue una suerte para mi amiga.
George se reincorporó a su antiguo regimiento, y tres meses después murió en acción de guerra.
Esto fue un duro golpe para Louise. Sabía que ante una catástrofe semejante tenía que mostrarse fuerte, y cuando le daba algún ataque al corazón se cuidaba de que se supiera.
A fin de distraer su mente transformó su villa de Montecarlo en hospital para los oficiales convalecientes, aunque los amigos le decían que no podría sobrevivir a tal esfuerzo.
—Sí, ya sé que el trabajo me matará —decía—, pero ¿qué importa? No puedo escatimar mi ayuda.
Sin embargo, el trabajo no la mató. Pasó entonces la mejor temporada de su vida. No había en toda Francia un hospital para convalecientes más popular. Me encontré con ella por casualidad en París. Estaba almorzando en el restaurante del Ritz en compañía de un apuesto francés. Me explicó que se encontraba allí por casualidad, pues debía resolver unos asuntos relacionados con su casa de reposo, y añadió que los oficiales eran muy amables con ella. Todos sabían cuán delicada estaba, y no le permitían de ningún modo que hiciera el menor esfuerzo.
«Disputan por cuidarme —solía decir suspirando— como si todos fuesen esposos míos.»
—¡Pobre George! ¿Quién hubiera dicho que iba yo a sobrevivir teniendo el corazón tan mal?
—¡Pobre Thomas! —dije yo.
No sé por qué pareció no agradarle esto, y con su acostumbrada cara risueña y los ojos llenos de lágrimas me contestó:
—Siempre que se dirige usted a mí lo hace como echándome en cara los pocos años que me quedan de vida.
—Me parece que está usted ahora algo mejor del corazón, ¿no es así? —le pregunté
—Nunca estaré bien del todo. Esta mañana consulté a un especialista, y me dijo que debía estar preparada para lo peor.
—Bien —repuse—pero creo que está usted preparada para eso desde hace más de veinte años, ¿no es cierto?
Cuando terminó la guerra, Louise se fue a vivir a Londres.
Era ya una mujer de unos cuarenta años, muy delgada, de frágil apariencia, pálidas mejillas y grandes ojos, pero no aparentaba tener más de veinticinco años.
Iris, que era ya una señorita y había terminado sus estudios, se fue a vivir con su madre.
—Ella me cuidará bien —decía Louise—, es indudable que le será molesto vivir con una inválida como yo, pero como será por tan poco tiempo seguramente no le pesará este sacrificio.
Iris era una bella joven. Había sido educada en el convencimiento de que la salud de su madre era muy precaria. De niña no le habían permitido hacer el menor ruido en su casa; de esto había sacado la convicción de que su madre no debía recibir ningún disgusto, y a pesar de que Louise le aseguró que no quería que se sacrificara por ella, la joven no le hizo el menor caso. No era un sacrificio, sino un placer, atender en todo momento a su querida madre; y esta no se negaba a que hiciera muchas cosas sabiendo que ponía en ellas tanta voluntad.
—A la muchacha le agrada saber que es de utilidad lo que hace —decía la madre.
— ¿No cree usted —le pregunté una vez— que Iris debe salir de paseo con más frecuencia?
—Eso es exactamente lo que yo le digo a cada momento, pero no hace caso. Bien sabe Dios que nunca quiero que nadie se moleste por mí.
Y cuando yo reconvenía a Iris sobre este punto, la joven contestaba:
—¡Pobre mamá! Su único deseo es que vaya a visitar a mis amigas, pero en cuanto me dispongo a ello la amenaza un ataque al corazón. Por lo tanto, prefiero quedarme en casa.
Como todas, un día se enamoró. Un excelente muchacho amigo mío se le declaró y fue aceptado. Yo sentía una gran simpatía por la joven, y me alegré al ver que al fin tendría la oportunidad de vivir su propia vida, lo que ella jamás sospechó que fuera posible.
Un día se me presentó el muchacho diciéndome que había aplazado indefinidamente el matrimonio, pues Iris consideraba que no le era posible abandonar a su madre. Naturalmente, este asunto no me incumbía en absoluto, pero aproveché la oportunidad y fui a ver a Louise.
Siempre le resultaban muy gratas las visitas de sus amigos a la hora del té, y al tener más edad cultivaba la amistad de autores y artistas.
—Parece que Iris no se casa, ¿no es cierto? —le dije de pronto.
—No estoy muy segura —me contestó—. No se casará tan pronto como yo hubiera deseado. Le he rogado de rodillas que no tuviese en cuenta mi situación, pero se niega obstinadamente a separarse de mi lado.
—¿No cree que esto es muy duro para ella?
—Sin duda. No concibo que nadie se sacrifique por mí, sabiendo que esta situación no podrá durar más de unos meses a lo sumo.
—Mi estimada Louise —le contesté—, usted ha enterrado ya a dos maridos, y no veo la razón para que no entierre por lo menos a dos más.
—¿Cree usted que es gracioso lo que acaba de manifestar? —me contestó en un tono que evidenciaba cuán ofendida se sentía.
—Supongo que nunca ha pasado por su mente, como algo extraño y curioso, que es usted capaz de hacer cuanto se propone, y que su débil corazón solo le impide hacer aquello que no le resulta grato…
—¡Oh!… Ya sé, ya sé lo que siempre ha pensado usted de mí. Nunca creyó usted que padeciera lo más mínimo del corazón, ¿no es así?
La miré fijamente.
—Estoy plenamente convencido de que durante veinte años ha representado usted a la perfección una estupenda comedia, y la opinión que he formado de usted es que es la mujer más egoísta que he conocido jamás.
No me habría sorprendido nada que al oír mis palabras hubiese sufrido allí mismo uno de sus acostumbrados ataques al corazón. Tenía la seguridad de que, cuando menos, iba a estallar en apasionadas protestas, pero, por el contrario, en sus labios se dibujó una débil sonrisa.
—Mi pobre amigo —me contestó—, cualquier día de estos se arrepentirá usted profundamente de lo que me ha dicho.
—¿Está usted decidida a que Iris no se case con ese joven? —le pregunté.
—Le he rogado que se case con él —me contestó—. Ya sé que esto será la causa de mi muerte, pero da lo mismo. Ya sé que no le importo a nadie y que soy una carga para todos.
—¿Le dijo usted eso a ella?
—Me obligó a decirlo.
—Eso es ridículo. No creo que haya nadie que la obligue a usted a hacer lo que no quiere.
—Por mi parte, puede casarse mañana mismo si así lo desea. Si muero a consecuencia de ello, habré terminado de una vez.
—Perfectamente. Corramos el riesgo, ¿quiere?
—¿No siente usted compasión por mí?
—No puedo compadecer a una persona que me divierte tanto —le respondí.
Un ligero rubor tiñó las mejillas de Louise, y aunque parecía sonreír, sus ojos miraban con dureza y odio.
—Iris se casará dentro de un mes —me dijo—, y si algo me pasa espero que tanto usted como ella sabrán perdonarse mutuamente.
La palabra de Louise era como un documento. Se fijó la fecha, mandó que le hicieran un soberbio ajuar y se repartieron las invitaciones.
Iris y su joven prometido no cabían en sí de gozo. Pero el día de la boda, a las diez de la mañana, Louise, aquella endiablada mujer, tuvo uno de sus acostumbrados ataques al corazón y falleció tranquilamente, perdonando a Iris por ser la causa de su muerte…

W. Somerset Maugham, Louise.

https://es.wikipedia.org/wiki/W._Somerset_Maugham
W. Somerset Maugham