Jorge Luis Borges, La muerte y la brújula

La muerte y la brújula

A Mandie Molina Vedia

De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetraca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
—No tan desconocido —corrigió Lönnrot —. Aquí están sus obras completas—. Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —murmuró Lönnrot.
—Como el cristanismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa

La primera letra del Nombre ha sido articulada.

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia), su noveno atributo, la eternidad, es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre. El Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pintorería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simó Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras en tiza eran las siguientes:

La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado desde el Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida al Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz baja, gutural, ellos con las voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:

La última de las letras del Nombre ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius—Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en un armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus(1739), de Leusden— con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
—¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir —agregó—, El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una ironía.
—¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
—No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Erns Palast, en El Mártir, reprobó “las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos”; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, “aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio”; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran “los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico”; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
—Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
—Entonces, ¿no planean un cuarto crimen?
—Precisamente, porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
—Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por conocer su clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía del agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el porton infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sotano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivino que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ante comedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
—Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.
—Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
—No —dijo Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daban horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan mostruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas —entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho.Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo “sacrificio” elegí la del tres de enero. Muró en el Norte; para el segundo “sacrificio” nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer “crimen” se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenua barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton —el nombre de Dios, JHVH— consta de cuatroletras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.
—En su laberinto sobran tres líneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, en 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach—, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

Jorge Luis Borges, La muerte y la brújula.

Jorge Luis Borges

La oveja negra, Augusto Monterroso

La oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
 Augusto Monterroso, La oveja negra.


Augusto Monterroso

Frigyes Karinthy, Chains (Cadenas)

Chains (Cadenas).
Nos encontrábamos discutiendo animadamente acerca de si el mundo actual evoluciona en una particular dirección, o si, por el contrario, el universo perduraría en una constante renovación por toda la eternidad. «Hay algo de crucial importancia, pero no sé cómo expresarlo de la mejor manera» dije en medio de la conversación; y repentinamente, me odie por decirlo. 
Déjenme decirlo de esta forma: el planeta Tierra nunca ha sido tan pequeño como en la actualidad, el acelerado desarrollo de las comunicaciones lo ha reducido; por supuesto hablando en términos relativos. Este tema había estado presente con anterioridad en nuestras conversaciones, pero nunca con tanto detalle como en esta oportunidad. Hablamos de lo rápido que cualquiera en la Tierra, puede saber en pocos minutos lo que yo o cualquier persona piensa, lo que hace, lo que quiere o lo que le gustaría hacer. Si hace años alguien me hubiera dicho que esto sería una realidad, habría pensado que solo sería posible con magia.
Hoy vivimos en un mundo de hadas. Lo único que me decepciona un poco es que esta tierra sea más pequeña de lo que pudiera ser el mundo real. 
Chesterton quien retrató el mundo como un pequeño e íntimo universo, siempre estuvo negado a considerar al Cosmos como algo realmente grande. Creo que esta idea es muy particular a la luz de los acontecimientos que vivimos en esta nueva era de las comunicaciones. Mientras Chesterton renegaba de la evolución y de la tecnología, tuvo, finalmente, que verse en la obligación de admitir que el país de hadas que soñaba podría llegar a través de la revolución científica a la que tan vehementemente se opuso. 
Todo se renueva, va y viene. La diferencia está en cómo se ha acelerado inusitadamente el tiempo y el espacio. Ahora mis pensamientos pueden darle la vuelta al mundo en solo unos minutos. Grandes acontecimientos de la historia pueden suceder en tan solo un par de años. 
Algo debemos sacar de esta cadena de pensamientos. ¡Si sólo lo supiéramos! (Sentí que tenía todas las respuestas sobre el tema, pero creo que las he olvidado, al final parece que mis certezas fueron superadas por la duda. Quizás estuve demasiado cerca de la verdad. Cerca del Polo Norte la aguja de la brújula gira en círculos descontroladamente dando vueltas en círculo. Parece que lo mismo ocurre cuando nuestras creencias están demasiado cerca de Dios).
Un juego fascinante surgió esta discusión. Uno de nosotros propuso realizar el siguiente experimento para demostrar que la población de la tierra está ahora más cercana que nunca lo ha estado antes. Hay que seleccionar a una persona de los 1,5 billones de habitantes de la tierra, cualquiera, en cualquier lugar. La apuesta realizada consistió en tratar de contactar a esta persona a partir de no más de cinco individuos de los cuales solo uno de ellos puede ser un conocido personal. Por ejemplo: «usted conoce al Señor X.Y., pídale por favor que se ponga en contacto con el Señor Q.Z.». y así sucesivamente de persona en persona. Cada persona debe preguntar a un amigo de su círculo si conoce al Señor X.Y. y trasmitir el mensaje. 
«¡Una idea interesante!» —dijo alguien— «Vamos a intentarlo ¿Podríamos contactar a Selma Lagerlöf(1)?».
«Bien, que sea Selma Lagerlöf». Quien propuso el juego respondió: «Nada sería más sencillo». Y en tan solo dos segundos dio al traste con la propuesta: «Selma Lagerlöf acaba de ganar el Premio Nobel de literatura, el cual fue anunciado por el rey Gustavo de Suecia, quien por regla general es quien le habría entregado el premio. Es bien sabido que al rey Gustavo le encanta jugar tenis y es un asiduo participante en los torneos internacionales, donde seguramente ha Jugado con el Sr. Kehrling, por lo que debemos suponer que ambos se conocen. Y resulta que yo también conozco bastante bien al Sr. Kehrling. (Quien habla es un buen tenista). Fíjense que en este caso solo necesitamos dos de los cinco enlaces, lo que no es sorprendente ya que siempre es más fácil encontrar a alguien que conoce a una figura famosa o popular que a alguna persona corriente, insignificante. ¡Venga, denme uno más difícil de resolver!». 
Propuse un problema más difícil: encontrar utilizando uno de mis contactos la vinculación con un anónimo trabajador en la Compañía Ford Motor; y lo logré en tan solo en cuatro pasos. El trabajador conoce a su capataz, quien conoce al Señor Ford, quien es buen amigo del Director General del Imperio Publicitario Hearst. Yo tengo un amigo cercano el Señor Árpád Pásztor, quien recientemente habría entablado amistad con el Director de la Publicidad Hearst. Yo podría pedirle como favor a mi amigo que enviara un telegrama al Director de Hearst pidiéndole contactar al señor Ford, quien entraría en contacto con el capataz, quien le solicitaría al trabajador ensamblar un nuevo automóvil, el cual estoy necesitando. 
Y así prosiguió el juego. Nuestro amigo estaba en lo correcto: nadie del grupo necesitó más de cinco eslabones de la cadena para llegar a relacionarse con una persona del Planeta sólo utilizando como método el conocimiento. 
Y esto nos llevó a otra pregunta: ¿Existió alguna vez en la historia humana algún momento en el que esto hubiera sido imposible? Julio Cesar, por ejemplo, era un hombre popular, pero si a él se le hubiera ocurrido la idea de contactar con un sacerdote de una de las tribus mayas o aztecas que vivían en las Américas, en ese momento, no podría él haberlo logrado —ni en cinco pasos, y ni siquiera en trescientos—. Los europeos en esos días sabían menos sobre América y sus habitantes que ahora nosotros sabemos acerca de Marte y sus habitantes.
Así es que aquí algo importante está pasando, hay un proceso de contracción y expansión que va más allá de los cambios o las transformaciones. Algo se comprime, se reduce en tamaño, mientras que algo más fluye hacia afuera y crece. ¿Cómo es posible que toda esta expansión y crecimiento material pueda haber comenzado con una pequeña y brillante chispa que estalló en el entramado de nervios del cerebro de un ser humano primitivo hace millones de años? Y ¿cómo es posible que por ahora, este crecimiento continuo tenga la capacidad de inundarnos y reducir a cenizas el mundo físico que conocemos? ¿Es posible que la energía pueda conquistar la materia, que el alma sea una verdad más poderosa que el cuerpo, que la vida tenga un significado que sobrevive a la vida misma, que perdure más allá de la muerte, que Dios, después de todo, sea más poderoso que el diablo? 
Me da vergüenza admitirlo —puede parecer absurdo— pero me he descubierto jugando este juego, conectando seres humanos como si fueran simples entidades. Me he vuelto muy bueno en eso. Es un juego inútil, por supuesto, pero creo que me he convertido en un adicto, soy como el jugador que apuesta todas sus ganancias, sabiendo que las perderá, solo por el gusto de ver las cartas de su oponente. Este extraño juego sacude constantemente mi de mente: ¿cómo puedo encadenar, con tres, cuatro, o un máximo de cinco eslabones lo trivial, lo cotidiano de la vida? ¿Cómo puedo vincular un fenómeno con otro? ¿Cómo puedo unir lo conocido y lo efímero con cosas constantes, permanentes? ¿Cómo puedo enlazar la pieza con el todo? 
Sería agradable vivir, divertirse y tomar nota de la utilidad de las cosas sólo por el placer o el dolor que me causen. Por desgracia, no es posible. Espero que este juego me ayude a buscar otra cosa en los ojos que me sonríen o en lo primero que me llame la atención, algo más allá de la necesidad de acercarme a su realidad. Una persona me ama, otra me odia. ¿Por qué? ¿Por qué el amor y el odio? 
Hay personas que no se entienden, pero supongo que yo si las entiendo. ¿Cómo? Alguien está vendiendo uvas en la calle mientras mi hijo está llorando en la otra sala. La esposa de un conocido lo ha engañado, como a una multitud de cientos, mientras cincuenta mil relojes Dempsey se sincronizan. La última novela de Romain Roland es criticada, mientras mi amigo Q cambia de opinión sobre el señor Y. “Ring-a-ring o' roses, a pocketful of posies….”(3). ¿Cómo puede uno construir cualquier cadena de conexiones entre estas cosas al azar, sin llenar treinta volúmenes de filosofía haciéndolo sólo con suposiciones razonables. La cadena comienza con el asunto y su último vínculo conduce a mí como la fuente de todo. 
Bien, al igual que este señor, que se acercó a mi mesa en la cafetería donde ahora estoy escribiendo, quien interrumpe mis pensamientos con algún problema insignificante haciéndome olvidar lo que iba a decir. ¿Por qué tiene que venir aquí y molestarte? Mi primer enlace: a él realmente no le importa lo que pueda estar pensando la gente que se encuentra escribiendo. Mi segundo enlace: en este mundo no se aprecia el conocimiento escrito como solía hacerse hace un cuarto de siglo. La nueva cosmovisión no valora las importantes ideas que marcaron el final del siglo XIX. Pensar es en vano, hoy se desdeña el intelecto. El tercer enlace: este desprecio es la fuente de la histeria, del miedo y del terror que hoy arrasa a Europa. Y el cuarto enlace: el orden del mundo está destruido.
Bien, entonces ¡dejemos que un Nuevo Orden Mundial aparezca! ¡Dejemos que el nuevo Mesías venga al mundo! ¡Que el Dios del universo se nos muestre una vez más a través de la zarza ardiente! Dejemos que haya paz, guerra, revoluciones. Y, finalmente, aquí está el quinto enlace: ¡Que nunca más se le ocurra a alguien atreverse a molestarme mientras juego, cuando configuro los fantasmas de mi imaginación……. cuando creo!
NOTAS
(1) Novelista sueca Selma Lagerlöf (1858-1940). Recibió el Premio Nobel de literatura en 1909, fue la responsable del retorno del contemplativo romanticismo sueco. También escribió novelas para niños.(2) Béla Kehrling, (1891-1937) fue un destacado deportista húngaro. Jugador de fútbol, tenis de mesa y tenis. Reclutado por Suecia, salió victorioso en los campeonatos de tenis en 1923, tanto en interiores como al aire libre y ocupó el tercer puesto en la modalidad de dobles de Wimbledon. También jugó fútbol y hockey sobre hielo.
(3) Ring-a-ring o' roses, a pocketful of posies. Canción infantil inglesa de principios de siglo XIX (Al corro corrito. Ramos en el bolsillo. Cenizas, cenizas, nos caemos toditos!)

Frigyes KarinthyChains (Cadenas)(Everything is Different, 1929).

Frigyes Karinthy


Chain-Links
We were arguing energetically about whether the world is actually evolving, headed in a particular direction, or whether the entire universe is just a returning rhythm's game, a renewal of eternity. "There has to be something of crucial importance," I said in the middle of debate. "I just don't quite know how to express it in a new way; I hate repeating myself:'
Let me put it this way: Planet Earth has never been as tiny as it is now. It shrunk - relatively speaking of course - due to the quickening pulse of both physical and verbal communication. This topic has come up before, but we had never framed it quite this way. We never talked about the fact that anyone on Earth, at my or anyone's will, can now learn in just a few minutes what I think or do, and what I want or what I would like to do. If I wanted to convince myself of the above fact: in couple of days I could be - Hocus pocus! - where I want to be.
Now we live in fairyland. The only slightly disappointing thing about this land is that it is smaller than the real world has ever been.
Chesterton praised a tiny and intimate, small universe and found it obtuse to portray the Cosmos as something very big. I think this idea is peculiar to our age of transportation. While Chesterton rejected technology and evolution, he was finally forced to admit that the fairyland he dreamed of could only come about through the scientific revolution he so vehemently opposed.
Everything returns and renews itself. The difference now is that the rate of these returns has increased, in both space and time, in an unheard-of fashion. Now my thoughts can circle the globe in minutes. Entire passages of world history are played out in a couple of years.
Something must result from this chain of thoughts. If only I knew what! (I feel as if I knew the answer to all this, but I've forgotten what it was or was overcome with doubt. Maybe I was too close to the truth. Near the North Pole, they say, the needle of a compass goes haywire, turning around in circles. It seems as if the same thing happens 10 our beliefs when we get too close 10 God.)
A fascinating game grew out of this discussion. One of us suggested performing the following experiment to prove that the population of the Earth is closer together now than they have ever been before. We should select any person from the 1.5 billion inhabitants of the Earth - anyone, anywhere at all. He bet us that, using no more than five individuals, one of whom is a personal acquaintance, he could contact the selected individual using nothing except the network of personal acquaintances. For example, "Look, you know Mr. X.Y., please ask him to contact his friend Mr. Q.Z., whom he knows, and so forth."
"An interesting idea!" – someone said – "Let's give it a try. How would you contact Selma Lagerlöf?"(1)
"Well now, Selma Lagerlöf," the proponent of the game replied, "Nothing could be easier." And he reeled off a solution in two seconds: "Selma Lagerlöf just won the Nobel Prize for Literature, so she's bound to know King Gustav of Sweden, since, by rule, he's the one who would have handed her the Prize. And it's well known that King Gustav loves to play tennis and participates in international tennis tournaments. He has played Mr. Kehrling,(2) so they must be acquainted. And as it happens I myself also know Mr. Kehrling quite well." (The proponent was himself a good tennis player.) ~AII we needed this time was two out of five links. That's not surprising since it's always easier to find someone who knows a famous or popular figure than some run-of-the-mill, insignificant person. Come on, give me a harder one to solve!"
I proposed a more difficult problem: to find a chain of contacts linking myself with an anonymous riveter at the Ford Motor Company - and I accomplished it in four steps. The worker knows his foreman, who knows Mr. Ford himself, who, in tum, is on good tennis with the director general of the Hearst publishing empire. I had a close friend, Mr. Árpád Pásztor, who had recently struck up an acquaintance with the director of Hearst publishing. It would take but one word to my friend to send a cable to the general director of Hearst asking him to contact Ford who could in tum contact the foreman, who could then contact the riveter, who could then assemble a new automobile for me, should I need one.
And so the game went on. Our friend was absolutely correct: nobody from the group needed more than five links in the chain to reach, just by using the method of acquaintance, any inhabitant of our Planet.
And this leads us to another question: Was there ever a time in human history when this would have been impossible? Julius Caesar, for instance, was a popular man, but if he had got it into his head to try and contact a priest from one of the Mayan or Aztec tribes that lived in the Americas at that time, he could not have succeeded - not in five steps, not even in three hundred. Europeans in those days knew less about America and its inhabitants than we now know about Mars and its inhabitants.
So something is going on here, a process of contraction and expansion which is beyond rhythms and waves. Something coalesces, shrinks in size, while something else flows outward and grows. How is it possible that all this expansion and material growth can have started with a tiny, glittering speck that flared up millions of years ago in the mass of nerves in a primitive human's head? And how is it possible that by now, this continuous growth has the inundating ability to reduce the entire physical world to ashes? Is it possible that power can conquer matter, that the soul makes a mightier truth than the body, that life has a meaning that survives life itself, that good survives evil as life survives death, that God, after all, is more powerful than the Devil?
I am embarrassed to admit - since it would look foolish - that I often catch myself playing our well-connected game not only with human beings, but with objects as well. I have become very good al il. It's a useless game, of course, but I think I'm addicted to it, tike a gambler who, having los1 all of his money, plays for dried beans without any hope of real gain - just to see the four colors of the cards. The strange mind-game that clatters in me all the time goes like this: how can I link, with three, four, or at most five links of the chain, trivial, everyday things of life. How can I link one phenomenon to another? How can I join the relative and the ephemeral with steady, permanent things - how can I tie up the part with the whole?
It would be nice to just live, have fun, and take notice only of the utility of things: how much pleasure or pain they cause me. Alas, it's not possible. I hope that this game will help me find something else in the eyes that smile at me or the first that strikes me, something beyond the urge to draw near to the former and to shy away from the latter. One person loves me, another hates me. Why? Why the love and the hatred?
There are two people who do not understand one another, but I'm supposed to understand both. How? Someone is selling grapes in the street while my young son is crying in the other room. An acquaintance's wife has cheated on him while a crowd of hundred and fifty thousand watches the Dempsey match, Romain Roland's (3) last novel bombed while my friend Q changes his mind about Mr. Y. Ring-a-ring o' roses, a pocketful of posies. How can one possibly construct any chain of connections between these random things, without filling thirty volumes of philosophy, making only reasonable suppositions. The chain starts with the matter, and its last link leads to me, as the source of everything.
Well, just like this gentleman, who stepped up to my table in the café where I am now writing. He walked up to me and interrupted my thoughts with some trifling, insignificant problem and made me forget what I was going to say. Why did he come here and disturb me? The first link: he doesn't think much of people he finds scribbling. The second link: this world doesn't value scribbling nearly as much as it used to just a quarter of a century ago. The famous worldviews and thoughts that marked the end of the 19th century are to no avail today. Now we disdain the intellect. The third link: this disdain is the source of the hysteria and fear and terror that grips Europe today. And so to the fourth link: the order of the world has been destroyed.
Well, then let a New World Order appear! Let the new Messiah of the world come! Let the God of the universe show himself once more through the burningbush! Let there be peace, let there be war, let there be revolutions, so that – and here is the fifth link - it cannot happen again that someone should dare disturb me when I am at play, when I set free the phantoms of my imagination, when I think! 
(1) Swedish novelist Selma Lagerlöf (1858- 1940). who received the Nobel Prize for literature in 1909, was I champion of the return of Swedish rornant;c;5m with I mystical overtone. She also wrote novels for children
(2) Béla Kehrling, ( 1891-1937) was a noted. Hungarian sportsman, soccer, ping-pong and tennis player. In tennis, he emerged. victorious in 1923 in Gothenberg, Sweden., both indoors and in the open; he placed third in the Wimbledon doubles. He also played soccer and ice hockey.
(3) Romain Roland, the noted French novelist, lived from 1866 until 1944. He was awarded the Nobel Prize for literature in 1915. Nearly all of his works were translated into Hungarian, just as in the case of Selma Lagerlöf.

Frigyes Karinthy, Chain-Links. Translated from Hungarian and annotated by Adam Makkai Edited by Enikö Jankó.

El horror en la justicia

«Un juez puede ser más vil que el hombre al que ahorca». Esta sentencia de Chesterton es la reflexión sobre la que gira La agenda negra, la última novela de Manuel Moyano que publica Pez de Plata en una edición muy cuidada e ilustrada por Enrique Oria. En sus páginas, cargadas de ironía, nos sumerge en un entramado trepidante en el que, con gran maestría, vuelve a mostrarnos ―como en otras de sus anteriores obras― la falta de valores y algunos de los desajustes de nuestra sociedad actual.
En una cultura relativamente tolerante como la nuestra, hay métodos para conseguir que algunas propuestas excéntricas, poco sensatas y hasta radicales puedan ganar el afecto de sus miembros y entrar en lo que se conoce como la Ventana Overton, un espacio abstracto ocupado por las ideas que va aceptando la sociedad. Amparados por la aparente injusticia que se advierte en algunos sucesos, en los que tras el juicio los acusados son condenados a penas que se perciben como insuficientes o poco severas, se barajan nuevas posibilidades de justicia que, cambiando la perspectiva, al principio parecen inaceptables, luego son algo asumibles y acaban por ser vistas como necesarias.
La constatación de la muerte del Doctor Gilabert es el desencadenante de la historia narrada por el protagonista que se hace llamar Ulises y que, como el de Joyce, inicia un viaje con hazañas más psicológicas que heroicas. Tras la pérdida de su esposa, se siente huérfano, solo desea desaparecer, aislarse del mundo. Igual que hicieran Kerovac o Bukowski, se deja arrastrar por el alcohol. Bebe hasta olvidar, hasta perder la conciencia del tiempo. Pero la embriaguez y los laberintos del azar le empujan a iniciar un periplo por las aguas turbulentas de la sinrazón, el horror y el esperpento hasta hacerle cuestionar sus propias convicciones. A pesar del estado de depresión en el que se encuentra no pierde la curiosidad y es testigo de un accidente que será un nuevo punto de inflexión en su vida. «Ni siquiera un hombre en estado de profunda apatía puede resistirse al espectáculo de una catástrofe». El hallazgo de una agenda le conduce hasta una organización que trata de hacer justicia ─utilizando métodos propios, al margen de la ley, para llevar a cabo su particular venganza─ ante la impunidad de algunos crímenes o la absolución demasiado temprana de los condenados. Buscan una sociedad regida por estrictas normas de castigo, sin atenuantes ni perdón para los errores, una distopía con el código de una antigua ley babilónica 
Al igual que algunos de los personajes de Kafka, Ulises se ve envuelto en una trama de la que no puede salir y se pregunta si eso está ocurriendo de verdad. Se enfrenta a un dilema, a una angustia existencial, que podría recordar la desazón de algún personaje de Dostoievski, cuando los que le rodean tratan de convencerle de algo que choca frontalmente no solo contra su razón, sino también contra sus sentimientos. De alguna forma parece saber que solo si se pierde en el abismo podrá volver a encontrarse.
A lo largo de la novela son frecuentes las referencias a otros autores como algunos ya citados y otros como Voltaire, Alain o Dante. Con un ritmo ágil, con una prosa austera, eficaz y envolvente, con un suspense que persuade al lector hasta el final, el relato de Moyano es capaz de crear una atmósfera opresiva que angustia al lector y alternarlo con pasajes de humor e ironía que hacen de contrapunto y dan a la escena un matiz desconcertante, siniestro y macabro. 
La literatura ―según Vila-Matas― nos sirve para buscar la verdad a través de la fusión entre la vida y la ficción. Moyano invita, además, a la reflexión, nos muestra lo absurdo de la sociedad y lo hace, desde el escepticismo, de un modo inteligente.








La agenda negra
Manuel Moyano
Ilustraciones: Enrique Oria
Editorial: Pez de plata, 2015.