Katherine Anne Porter, La cuerda

La cuerda
A los tres días de haberse instalado en el campo, él regresó del pueblo andando, con una cesta de provisiones y un rollo de cuerda de veintidós metros. Ella, secándose las manos en su delantal verde, salió a su encuentro. Tenía el pelo revuelto y la nariz escarlata por el sol; él le dijo que su aspecto ya era el de una campesina de toda la vida. A él se le pegaba al cuerpo la camisa de franela gris y tenía los pesados zapatos llenos de polvo. Ella le aseguró que parecía el personaje rural de una representación teatral.
¿Se había acordado del café? Ella había estado esperando durante todo el día el café. Habían olvidado comprarlo al hacer su encargo a la tienda el primer día.
¡Caramba, no, no lo había comprado! ¡Dios, tendría que volver!
Sí, si en ello le fuera la vida, sin duda regresaría, pero pensó que tenía todo lo demás. Ella le recordó que eso se debía únicamente a que él no bebía café. De lo contrario, lo hubiese recordado. Imaginaos que se quedase sin cigarrillos. Entonces ella vio la cuerda. ¿Para qué era? Pues bien, él pensaba que podía servir para tender ropa o algo. Y, naturalmente, ella le preguntó si creía que iban a poner una lavandería. Ya tenían una de quince metros colgada ante sus ojos. ¿De verdad que no se había dado cuenta? Para ella, afeaba el paisaje.
El comentó que una cuerda podía servir para un montón de cosas. Ella quiso saber para qué, que le diera un ejemplo. Él lo consideró unos segundos, pero no se le ocurrió nada. Podían esperar y ver, ¿no? Se necesita toda clase de chismes raros allí en el campo. Ella dijo que sí, que así era, pero que creía que justo en aquel momento, cuando cada centavo era valioso, parecía tonto comprar más cuerda. Eso era todo. No quería decir nada más. Al principio no había comprendido por qué él creía que era necesaria.
¡Ya está bien, diablos! La había comprado porque quería y basta. Ella pensó que esa era una razón suficiente y no podía entender por qué él no lo había dicho desde el principio. Indudablemente, serían útiles veintidós metros de cuerda. Aunque no le venía ninguna a la cabeza en ese momento, había cientos de utilidades. Desde luego. Como él había dicho, en el campo esas cosas siempre son necesarias.
Pero se sentía un tanto decepcionada con lo del café y, ¡oh, mira, mira, mira los huevos! ¡Oh, no, están todos rotos! ¿Qué les había puesto encima? ¿No sabía que no hay que poner peso alguno sobre los huevos? Chafar, quién los había chafado, quería saber él. ¡Qué tontería! Él, sencillamente, los había llevado en la cesta junto con las otras cosas. Si se habían roto, era culpa del hombre de la tienda. Aquel hombre debía saber mejor que nadie que no había que poner cosas pesadas encima de los huevos.
Ella creía que había sido la cuerda. Era lo más pesado del paquete. Lo había visto claramente cuando él llegaba de la tienda y la cuerda destacaba como un enorme envoltorio encima de todo. Él deseaba que el mundo entero diese fe de que eso no era cierto. Había cargado con la cuerda en una mano y con la cesta en la otra, ¿y de qué le servía a ella tener ojos si no era capaz de sacarles más provecho?
En cualquier caso, ella señaló que al menos una cosa estaba clara: no habría huevos para el desayuno. Y tendrían que hacer un revuelto para la cena. Era una verdadera desgracia. Había pensado hacer filetes para la cena. No había hielo, la carne no se podía guardar. Él quiso saber por qué ella no podía terminar de romper los huevos en un tazón y colocarlos en un lugar fresco.
¡Lugar fresco! Si era capaz de encontrarle uno, ella estaría encantada de ponerlos allí. Bien, entonces, a él le parecía perfectamente posible cocinar la carne al mismo tiempo que los huevos y luego calentarla al día siguiente. La idea sencillamente la escandalizó. Carne recalentada cuando podían muy bien comerla recién hecha. Sucedáneos, sobras e improvisaciones, ¡hasta con la carne! Él le frotó un poco la espalda. En realidad, no era tan importante, ¿no, querida? A veces, cuando estaban de buen humor, él le frotaba la espalda y ella se arqueaba y ronroneaba. Esa vez siseó y estuvo a punto de arañarlo. Él se disponía a decir que seguramente se podrían arreglar de alguna manera cuando ella se volvió y dijo que si le decía que se podrían arreglar de alguna manera, no dudaría en darle una bofetada.
Él se tragó esas palabras al rojo vivo y su cara ardió. Levantó la cuerda para colocarla en el estante más alto. Ella no quería tenerla en el estante más alto, donde colocaban frascos y latas; decididamente, no quería que estuviese ocupado por tantos metros de cuerda. Había soportado todo el desorden que era capaz de soportar en el piso de la ciudad; al menos, ahí había espacio y se proponía tener las cosas en orden.
Bien, en ese caso, él quería saber qué estaban haciendo el martillo y los clavos allí. Y por qué los había puesto allí cuando sabía muy bien que él necesitaba aquel martillo y aquellos clavos arriba para fijar los marcos de las ventanas. Ella no hacía más que retrasarlo todo y duplicar el trabajo con su insensata costumbre de cambiar las cosas de lugar y esconderlas.
Estaba segura de no haberle oído bien y, si hubiese tenido alguna razón para creer que él iba a fijar los marcos de las ventanas aquel verano, habría dejado el martillo y los clavos exactamente donde él los había puesto: en medio del suelo del dormitorio, para poder pisarlos bien en la oscuridad. Y ahora, si él no se llevaba aquello de allí, lo arrojaría todo al pozo.
¡Oh, de acuerdo, de acuerdo!… ¿Podría ponerlo en el armario? Desde luego que no, había escobas y fregonas y recogedores, ¿y por qué no podía encontrar un lugar para la cuerda fuera de su cocina? ¿No se había parado a pensar que había siete habitaciones dejadas de la mano de Dios en la casa y sólo una cocina?
Él quiso saber qué tenía que ver. ¿Y comprendía ella que estaba haciendo el ridículo? ¿Y por quién le tomaba? ¿Por un idiota de tres años? El problema era que ella necesitaba de alguien más débil para acosarlo y oprimirlo. Justo en aquel momento él deseaba desesperadamente tener un par de niños sobre los que ella pudiera descargarse. Quizá así conseguiría algún descanso.
Ante ese comentario, a ella se le mudó el rostro. Le recordó que había olvidado el café y comprado un inútil trozo de cuerda. Y cuando ella consideraba todas las cosas que en realidad necesitaban para que aquel sitio fuese siquiera decentemente adecuado para vivir bien, se echaba a llorar, eso era todo. Se la veía tan desamparada, tan perdida y desesperada, que él no podía creer que un simple trozo de cuerda fuera el causante de todo el jaleo. ¿Qué era lo que ocurría, por el amor de Dios?
Oh, ¿le haría él el favor de callarse y salir y quedarse fuera, si podía, durante cinco minutos? Claro, así lo haría. Si ella lo deseaba se quedaría fuera indefinidamente. Dios, sí, no había nada que él desease más que marcharse y no volver nunca. Ella no entendería en su vida qué le retenía entonces. Era una oportunidad estupenda. Ahí estaba ella, clavada, lejos de cualquier ferrocarril, con una casa medio vacía entre las manos, ni un centavo en el bolsillo y todo por hacer en el mundo; parecía el momento elegido por Dios para que él escapara de allí. Estaba sorprendida de que no se hubiera quedado en la ciudad, como de costumbre, hasta que ella hubiese salido y, después de que ella hubiera terminado con todo el trabajo, llegara él para hacer como que ponía las cosas en orden. Era su truco habitual.
Él tenía la impresión de que las cosas estaban yendo demasiado lejos. Saliéndose un tanto de madre, si a ella no le importaba que lo dijera así. ¿Por qué demonios se había quedado en la ciudad el verano anterior? Para hacer media docena de trabajos extras y conseguir el dinero que le había enviado. De eso se trataba. Ella sabía perfectamente que no podían haberlo hecho de otra manera. Aquella vez había estado de acuerdo con él. Y esa había sido la única ocasión en que le había dejado hacer las cosas por sí misma.
Oh, él podría contárselo a su bisabuela. Ella tenía cierta idea de lo que le había retenido en la ciudad. Mucho más que una idea, si él quería saberlo. ¿De modo que ella iba a remover otra vez todo aquello? Pues bien, podía pensar lo que quisiera. Estaba cansado de dar explicaciones. Quizá hubiese parecido ridículo, pero sencillamente había mordido el anzuelo y ¿qué más podía hacer? Era imposible creer que ella fuese a tomárselo en serio. Sí, sí, sabía qué pasaba con un hombre: si se le dejaba libre un minuto, con toda seguridad alguna mujer lo raptaría. ¡Y, naturalmente, él no podía herir sus sentimientos negándose!
Pues bien, ¿qué la enojaba? ¿Olvidaba que le había dicho que aquellas dos semanas sola en el campo habían sido las más felices en cuatro años? ¿Y cuánto tiempo llevaban casados cuando lo dijo? ¡De acuerdo, calla! Si creía que aquello no había sido un golpe bajo…
Ella no había querido decir que estuviese contenta porque él se encontrara lejos. Había querido decir que se había sentido feliz poniendo la maldita casa bonita y en condiciones para él. Eso era lo que había querido decir ¡y ahora, mira! Sacando a relucir algo que ella había dicho hacía un año, únicamente para justificarse por haber olvidado el café y roto los huevos y comprado un condenado trozo de cuerda que no podían permitirse comprar. En realidad pensó que ya era hora de abandonar el tema y que sólo quería dos cosas en el mundo. Quería que él sacara esa cuerda de debajo de sus pies y volviera al pueblo y consiguiera café y, si era capaz de recordarlo, trajera un estropajo de aluminio para las sartenes y dos barras más para cortinas y, si hubiese en el pueblo, guantes de goma, pues tenía las manos en carne viva, y una botella de leche de magnesia de la farmacia.
Él contempló el atardecer azul oscuro abrasador sobre las laderas de las colinas, se enjugó la frente, suspiró profundamente y dijo que, si ella fuese capaz de esperar tan sólo un minuto por alguna cosa, él volvería. Había dicho eso, ¿no?, justo en el momento en que se dieron cuenta de que lo había olvidado.
Oh, sí, de acuerdo… vete. Ella iba a limpiar las ventanas. ¡El campo era tan hermoso! Dudaba de que tuvieran un momento para disfrutarlo. Él se refería a marcharse, pero ni siquiera se atrevía a insinuarlo pues ella, una melancólica incurable, no creería que volvería al cabo de unos días. ¿No recordaba nada agradable de los otros veranos? ¿No se habían divertido siempre de alguna manera? Ella no tenía tiempo para hablar de eso, y ¿le haría el favor de no dejar esa cuerda por ahí para que tropezara? Él la cogió, pues se había deslizado de la mesa, y salió con ella bajo el brazo.
¿Se marchaba justo entonces? Seguramente. Eso pensó ella. A veces tenía la impresión de que él intuía cuál era el momento perfecto para dejarla en la estacada. Quería que sacaran los colchones al sol, pero si se disponían a hacerlo, al menos tendrían para tres horas. Él debía de haberle oído decir por la mañana que tenía la intención de airearlos. De modo que, por supuesto, se marchaba y le dejaba todo el trabajo. Dedujo que él creía que el ejercicio le haría bien.
Bueno, él tan sólo iba a buscar su café. Una caminata de seis kilómetros por un kilo de café era algo ridículo, pero él estaba perfectamente dispuesto a hacerlo. La adicción la estaba destrozando, pero si ella quería destruir su vida, no había nada que él pudiera hacer al respecto. Si creía que era el café lo que la estaba destrozando, ella le felicitaba; debía de tener una conciencia condenadamente tranquila.
Con la conciencia tranquila o no, él no veía por qué los colchones no podían esperar hasta el día siguiente. Y de todos modos, por el amor de Dios, ¿vivían en la casa o iban a permitir que la casa los llevara a la muerte? Ella palideció al oír eso y su rostro se puso lívido en torno a la boca. Su actitud parecía intimidatoria, y le recordó que el cuidado de la casa no era más obligación de uno que de otro; ella tenía otras cosas que hacer y a ese ritmo, ¿cuándo creía que iba a encontrar tiempo para hacerlas?
¿Iba a empezar de nuevo? Sabía tan bien como él que su trabajo proporcionaba ingresos regulares mientras que el de ella era sólo ocasional. Si dependieran de lo que ella hacía… ¡y ya era hora de que lo comprendiera con toda claridad de una vez por todas!
Definitivamente, ese no era el problema. La cuestión era si, cuando ambos estuvieran trabajando a la vez, habría o no división del trabajo doméstico. Ella simplemente quería saberlo, pues tenía que hacer sus planes. Pues bien, él creía que todo estaba arreglado. Era un hecho que él iba a ayudar. ¿No lo había hecho siempre, durante los veranos?
¿Lo había hecho? Oh, ¡lo había hecho! ¿Y cuándo y dónde y haciendo qué? ¡Dios, qué broma tan divertida!
Hasta tal punto era divertida la broma que el rostro de ella se tornó ligeramente púrpura y estalló en una carcajada. Rio tanto que tuvo que sentarse y al final un torrente de lágrimas brotó de sus ojos y rodó hacia las alzadas comisuras de sus labios. Él se precipitó hacia ella, la obligó a ponerse en pie y trató de echarle agua en la cabeza. El cucharón colgaba de un clavo por una cuerda y al tirar él la rompió. Entonces trató de sacar agua con una mano mientras luchaba con la otra. Así que dejó de intentarlo y, en su lugar, la sacudió.
Ella, haciendo un gran esfuerzo, se soltó de sus manos, gritándole que cogiera su cuerda y se fuera al infierno. Sencillamente lo había abandonado; y corrió. Él oyó sus zapatillas de tacón haciendo ruido y tropezando en las escaleras.
Salió, rodeó la casa y se internó en el sendero; de pronto se dio cuenta de que tenía una ampolla en el talón y de que sentía arder la camisa. Las cosas estallan tan repentinamente que no se sabe cuándo han comenzado. Se ponía hecha una furia por nada. Era terrible, maldición, ni una pizca de sensatez. Cuando estaba así daba lo mismo hablar con un colador que con esa mujer. ¡Que le condenasen si tenía que pasar toda su vida dándole la razón! Y bien, ¿qué iba a hacer? Devolvería la cuerda y la cambiaría por otra cosa. Las cosas se acumulaban, las cosas eran gigantescas y no se podían mover, ni seleccionar, ni eliminar. Están por ahí y se pudren. La devolvería. Diablos, ¿por qué? Él la quería. Al fin y al cabo, ¿qué era? Un trozo de cuerda. Imaginad a alguien que se preocupe más por un trozo de cuerda que por los sentimientos de un hombre. ¿Qué derecho tenía ella a protestar por eso? Recordó todas las cosas inútiles, sin sentido, que compraba para sí misma. ¿Por qué? Porque quería, ¡por eso! Se detuvo y eligió una piedra grande junto al camino. Cuando regresara, pondría la cuerda detrás de ella en la caja de herramientas. Ya había oído hablar de la cuerdecita bastante para el resto de su vida.
Cuando regresó, ella estaba apoyada en el buzón, a un lado del camino, esperando. Era bastante tarde; el olor a filete asado le llegó, flotando en el aire fresco. La cara de la mujer era joven, tersa y de buen color. Su rebelde y gracioso cabello negro estaba revuelto. Le saludó con un gesto desde lejos y él se apresuró. Ella gritó que la cena estaba lista y esperando, ¿tenía hambre?
Ya lo creo que tenía hambre. Ahí estaba el café. Lo alzó para que lo viese. Ella miró su otra mano. ¿Qué era lo que tenía allí? Bueno, era otra vez la cuerda. Él se detuvo de golpe. Tenía el propósito de cambiarla, pero había olvidado hacerlo. Ella quiso saber por qué había de cambiarla, si tanto deseaba tenerla. ¿No era ahora agradable el aire y bueno el estar allí?
Ella caminó junto a él sujetándose con una mano en su cinturón de cuero. Tironeaba y le empujaba un poco al andar y se apoyaba en su cuerpo. Él la rodeó con su brazo libre y le dio una palmadita en el estómago. Intercambiaron cautelosas sonrisas. ¡Café, café para los tortolitos! Él se sintió como si le trajera un hermoso regalo.
Era un amor, creía la mujer con toda firmeza, y de haber tenido su café por la mañana no se hubiese comportado de modo tan sorprendente… Había un chotacabras, imagínate, totalmente fuera de estación, que se posaba en el manzano silvestre y llamaba solo a los demás. Tal vez su hembra lo hubiese abrumado. Tal vez. Tenía la esperanza de oírlo una vez más, amaba los chotacabras… Él sabía cómo era ella, ¿no?
Claro, él sabía cómo era ella.

Katherine Anne Porter, La cuerda.

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Katherine Anne Porter



María Luisa Bombal, El árbol

El árbol.

El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
“Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”.
Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.
¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.
Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.
—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.
Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. “Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros”.
Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto…
Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.
De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.
—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?
—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .
—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.
Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis”.
Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.
—Estoy ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.
—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?
A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?
Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.
Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.
—Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
—Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
—Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!
A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis…
—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
—Nada.
—¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?
—Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.
Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.
—Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?
—¿Sola?
—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.
Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.
—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?
Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.
—Tengo sueño… —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.
Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.
Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.
—¿Todavía está enojada, Brígida?
Pero ella no quebró el silencio.
—Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
. . .
—¿Quieres que salgamos esta noche?…
. . .
—¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
. . .
—¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
. . .
—¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame…
Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.
Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. “Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año… cuando por primera vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.
Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.
Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.
Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.
—Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no; te quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:
—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.
En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”…
Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
A1 recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.
¡Siempre! ¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero.
Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.
Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.
Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.
Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.
Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.
Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían… La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.
¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana.
“Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos…”
Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?
¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?
No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.
Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor…
—Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.
Ahora habría sabido contestarle:
—¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.

María Luisa Bombal, El árbol.

https://es.wikipedia.org/wiki/Mar%C3%ADa_Luisa_Bombal
María Luisa Bombal




Bertolt Brecht, Exámenes de arte

Exámenes de arte.

Ante la proliferación indiscriminada de gente que escribía, un gobierno filopopulista había instituido unos exámenes muy rigurosos para el ejercicio de ese arte. Se llevaba primero a los candidatos a través del mercado hasta un salón donde eran invitados a anotar, en una gran hoja, todo lo que hubieran observado. Unos funcionarios recogían luego esas hojas y distribuían otras en las que había que anotar más observaciones. Esto se repetía varias veces y al final solo se autorizaba a ejercer públicamente el arte de escribir a quienes hubieran logrado llenar cierto número de hojas con sus observaciones. La situación mejoró algo a raíz de esto, pero aún distaba mucho de ser satisfactoria. Entonces, el gobierno organizó nuevos exámenes solo para quienes hubieran aprobado ya los primeros. Se les devolvió sus trabajos junto con una sola gran hoja y se les pidió que esta vez resumieran sus observaciones en dicha hoja. Luego recogieron todas las hojas y repartieron otras, la mitad de grandes, para que hicieran lo mismo. Esta operación se repitió varias veces, con hojas cada vez más pequeñas, y al final solo se autorizó el ejercicio público del arte de escribir a quienes lograron resumir el máximo de observaciones en el mínimo de líneas.
Bertolt Brecht, Exámenes de arte. 

https://es.wikipedia.org/wiki/Bertolt_Brecht
Bertolt Brecht

Marguerite Duras, El último cliente de la noche

El último cliente de la noche.

La carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había ido sola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí, durante este viaje, cuando el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo. Pero, estoy menos segura. Pero por él, sin duda, sí, desde el momento que se unía a mí en este deseo. Pero él, como otro, como el último cliente de la noche. Apenas dormimos, y reemprendimos el viaje muy pronto. Era una carretera muy bonita y terrible, interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue durante este viaje. Esto nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar ya estaba allí. Sobre el cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas arenosas del río. El lugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad de las cacerías. De los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de las alamedas. De los estanques. Del cielo. Tomamos una habitación al borde del río. Volvimos a hacer el amor. No podíamos hablarnos más. Bebíamos. En la sangre fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo. No podíamos acercarnos ya el uno al otro sin tener miedo, sin temblar. Me llevó hasta lo alto del parque, a la entrada del castillo. Estaban los de Pompas Fúnebres, los guardianes del castillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía en el ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se habían quedado en el castillo. Yo pensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni la mujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he tenido. Después vino la cita con el notario. Consentí a las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé.
Él me esperaba en el parque. Dormimos en este hotel al borde del Loira. Después, nos quedamos varios días junto al río, dando vueltas por allí. Permanecimos en la habitación hasta entrada la tarde. Bebíamos. Salíamos para beber. Volvíamos a la habitación. Luego, volvíamos a salir por la noche. Buscábamos cafés abiertos. Era la locura. No podíamos marcharnos del bar, de este lugar. De lo que buscábamos, no se hablaba. A veces, teníamos miedo. Sentíamos una profunda pena. Llorábamos. La palabra no se pronunciaba. Lamentábamos no amarnos. Ya no sabíamos nada. Existía sólo lo que se decía. Sabíamos que esto no volvería a ocurrir en nuestra vida, pero de esto no se decía nada, ni que éramos los mismos frente a esta disposición de nuestro deseo. Esto siguió siendo la locura durante todo el invierno. Después, fue menos grave, una historia de amor. Posteriormente aún escribí Moderato Cantabile.

Marguerite Duras, El último cliente de la noche.

https://es.wikipedia.org/wiki/Marguerite_Duras
Marguerite Duras


María Zaragoza, Esto es lo que sé

Esto es lo que sé.

Mamá se levantaba los sábados como quien viene de un desfile. El resto de los niños ignoraban la cama por la que había pasado una tormenta, la ventana abierta por la que siempre escapaba alguien, los dedos largos y fríos que cada vez tenían más anillos.
Canturreaba por la casa con el pelo revuelto esa mamá nuestra, los dientes brillantes que se me antojaban alargados como los de los demonios de las leyendas. Nos preparaba un cacao especial los sábados, con mucha canela que disimulaba el sabor y el olor de las gotas de matarratas que nos iba regalando para que palideciéramos y poder atendernos, la madre entregada con tanto niño enfermo siempre en el hospital, la madre abnegada, la madre que —todos lo ignoraban— abría las ventanas las noches de invierno para que cogiéramos frío. Se levantaba mucho antes que nosotros para volver a cerrar y que nos sorprendiesen las sábanas heladas pegadas en el cuerpo y la escarcha en el pelo.
Admiraba a esa madre terrible que enjabonaba el suelo del baño para vernos resbalar y luego lloraba en urgencias, mire usté qué torpeza la de mis niños, siempre con algo roto, ¿no tendrán huesos de cristal? Admiraba su afición por las batas blancas y por las pruebas médicas en cuerpos pequeños y dependientes. Admiraba que hubiese logrado hacerme sentir curiosidad por cómo sería mi muerte, si me tiraría a la piscina sin manguitos, si cubriría el radiador ahí donde decía «no cubrir», si aumentaría la dosis mortal en el cacao de los sábados, si un día me caería dentro de la bañera blanca donde el agua siempre estaba demasiado caliente y nos quemaba la piel.
A pesar de los esfuerzos de mi madre y de mis imaginaciones, no terminábamos de morirnos. Los ojos de mis hermanos eran uvas verdes muy fijas, sus labios azuleaban, pero seguían ahí presentes, cubiertos de vendas o escayolas pero sin acabarse de meter en una cajita blanca con un crucifijo encima. Cómo deseaba llorarlos, pasear hasta el cementerio y montar un número de dolor fraterno. Cómo me imaginaba a mí misma con mi mejor vestido de terciopelo azul oscuro y mi cuello de encaje, el pelo muy peinado en una trenza que me decoraría ella misma con los dedos largos y finos como patas de araña. Cómo me imaginaba en el espejo viendo llorar su imagen bonita y de duelo mientras me peinaba, y qué guapa la veía con sus ojos del color de la menta y su pelo negro y rizado tan corto y tan salvaje. Qué piedad sentía al figurarla trenzando mi pelo con cintas blancas mientras repetía que el color de mis cabellos ya era suficiente luto, y me traía la chaqueta esa de lana que me picaba sobre el cuerpo y las medias de hilo que no calentaban los muslos y los zapatos de charol que apretaban lo justo como para levantarme la piel de los meñiques. Imaginaba la sentida ceremonia y a los amantes de mi madre besando su mano y dándole el pésame y regalándole más anillos dorados con piedras de colores para que superase su angustia y llevase de nuevo cinturones de piel de serpiente tan verdes como sus ojos. Incluso llegaba a imaginar que de nuevo mamá se ponía en manos de todos aquellos hombres para conseguir el estado en el que era más feliz: el embarazo. Para traer más niños al mundo a los que matar de a poquito, con cuidado, con una dulzura majestuosa. Supongo que por eso tiré a mamá por las escaleras: no quería defenderlos; no lo sentía como una responsabilidad por ser la mayor de todos ellos; no era una cuestión de supervivencia. En realidad no me importaba ser la primera y que fuesen los demás los que me llorasen: lo que me ponía de veras de los nervios era que todo aquello no tuviera un final dramático, un momento en el que todo culminase de una buena vez. Con la de veces que había planeado mi propio funeral, incluso había dejado por escrito que sólo quería gerberas y velloritas sobre mi caja, me angustiaba que mamá no tuviera la menor intención de que acaeciese en algún momento cercano en el tiempo.
Tiré a mamá por las escaleras el día en que comprendí que había perfeccionado con mucho estilo el arte de casi matar.
Las tormentas que pasaban por su cama no eran tampoco un fin, sino un medio. Los que huían por la ventana la proveían de métodos, libros, venenos sofisticados, cálculos matemáticos para determinar la parábola que dibujaríamos al caer en el baño y que nos fracturásemos una mano o una pierna pero no el cráneo. Todos amaban la forma suave en la que depositaba el mal en nuestros cuerpos y después se lamentaba, sus lágrimas redondas y gruesas de virgen procesionaria, los pañuelos de hilo con los que se secaba ese sudor inexistente de mujer sobrepasada por las circunstancias pero siempre perfecta, siempre a la última, siempre bonita. De madre con seis hijos moribundos pero vivos. Tan eternamente joven que pareciese que se alimentara de nuestra desgracia. Mamá era como la bruja de los cuentos que encerraba a la princesa encadenada tras un espejo para sorber su juventud cada noche. Mamá era esa bruja que no envejecía gracias a semejante método y se levantaba los sábados como si regresase de un festival, tarareando canciones, maquillada y perfecta. Tan bonita que le hubiese perdonado que nos matara, pero no que no lo hiciera. La tiré por las escaleras porque sabía que ningún príncipe lo haría por mí. Todos la amaban a ella y sabían de sus aficiones. La consentían sin más preguntas. Mamá experimentaba con nuestra debilidad porque creía que le pertenecíamos como las brujas creen que les pertenece la belleza de las princesas. La tiré por las escaleras porque no podía soportar la idea de vivir del otro lado del espejo por toda la eternidad. Porque quería demostrarle que yo sí que sé terminar las cosas.

María Zaragoza, Esto es lo que sé. (Fuente original: El Confidencial). 

https://es.wikipedia.org/wiki/Mar%C3%ADa_Zaragoza
María Zaragoza