Grace Paley, Deseos

Deseos
Vi a mi ex marido en la calle. Estaba sentada en las escaleras de la nueva biblioteca. Hola, mi vida, dije. Habíamos estado casados veintisiete años, así que me sentía justificada. Él dijo, ¿Qué? ¿Qué vida? La mía desde luego que no. Y yo, Bueno. No discuto cuando hay verdadera discrepancia. Me levanté y entré en la biblioteca a ver cuánto debía. La bibliotecaria dijo que treinta y dos dólares en total, y lleva usted debiéndolos dieciocho años. No negué nada. Porque no entiendo cómo pasa el tiempo. He tenido esos libros. He pensado con frecuencia en ellos. La biblioteca sólo queda a dos manzanas. Mi ex marido me siguió a la sección de devolución de libros. Interrumpió a la bibliotecaria, que tenía más que decir. En varios sentidos, dijo, cuando miro hacia atrás, atribuyo la disolución de nuestro matrimonio al hecho de que nunca invitaste a cenar a los Bertram. Es posible, dije. Pero, en realidad, si recuerdas: primero, mi padre estaba enfermo aquel viernes, luego nacieron los niños, luego tuve aquellas reuniones de los martes por la noche, luego empezó la guerra. Luego, era como si ya no les conociésemos. Pero tienes razón. Debería haberles invitado a cenar. Entregué a la bibliotecaria un cheque de treinta y dos dólares. Confió plenamente en mí, se echó a la espalda mi pasado, dejó limpio mi expediente, que es exactamente lo que jamás harán las otras burocracias municipales y/o estatales. Pedí prestados de nuevo los dos libros de Edith Wharton que acababa de devolver, porque hacía mucho tiempo que los había leído y ahora son más oportunos que nunca. Los libros eran The House of Mirth y The Children, que trata de cómo cambió la vida de Estados Unidos en Nueva York en veintisiete años, hace cincuenta. Una cosa agradable que recuerdo muy bien es el desayuno, dijo mi ex marido. Me sorprendió. Nunca tomábamos más que café. Luego recordé que había un agujero en la pared del armario de la cocina que daba al apartamento contiguo. Allí siempre tomaban tocino ahumado, curado con azúcar. Daba una sensación majestuosa a nuestro desayuno, aunque nosotros nunca llegáramos a quedar ahítos. Eso fue cuando éramos pobres, dije. ¿Es que alguna vez fuimos ricos?, preguntó. Bueno, con el paso del tiempo, a medida que nuestras responsabilidades aumentaron, ya no pasamos necesidades ni apuros. Tú lograste resolver los problemas económicos, le recordé. Los niños iban de colonias cuatro semanas al año y llevaban ponchos decentes, con sacos de dormir y botas, como todos los demás. Tenían un aspecto espléndido. Nuestra casa estaba caldeada en invierno, teníamos unos cojines rojos muy lindos, y otras muchas cosas. Yo quería un barco de vela, dijo. Pero tú no querías nada. No te mortifiques, dije. Nunca es demasiado tarde. ¡No!, dijo con gran amargura. Puedo conseguir un barco de vela. La verdad es que tengo el dinero suficiente para una goleta. Me van muy bien las cosas este año, y creo que me irán aún mejor. En cuanto a ti, es demasiado tarde. Tú nunca desearás nada. A lo largo de aquellos veintisiete años mi ex marido había tenido la costumbre de hacer comentarios hirientes que, como el desatrancador del fontanero, se abrieran paso oído abajo, bajaran por la garganta y llegaran hasta mi corazón. Y entonces desaparecía y me dejaba con aquella sensación de opresión que casi me ahogaba. Lo que quiero decir es que me senté en las escaleras e la biblioteca y él se fue. Eché un vistazo a The House of Mirth, pero perdí interés. Me sentía sumamente acusada. Qué le vamos a hacer, es verdad, ando escasa de deseos y de necesidades absolutas. Pero la verdad es que hay cosas que quiero. Quiero, por ejemplo, ser una persona distinta. Quiero ser la mujer que devuelve esos dos libros en dos semanas. Quiero ser la ciudadana eficaz que cambia el sistema escolar y comunica al Comité de Presupuestos los problemas de este querido centro urbano. Había prometido a mis hijos poner fin a las guerras antes de que fueran mayores. Hubiera querido estar casada para siempre con la misma persona, bien mi ex marido, bien mi marido actual. Cualquiera de los dos tiene suficiente personalidad para llenar una vida, lo cual, si bien se mira, tampoco es tanto tiempo. En una vida breve no puedes agotar las cualidades del hombre ni meterte debajo de la roca de sus argumentos. Esta mañana, precisamente, me asomé a la ventana para mirar un rato la calle y vi que los pequeños sicomoros que el ayuntamiento había plantado soñadoramente un par de años antes de que nacieran los niños habían llegado a su plenitud. ¡Bueno! Decidí devolver aquellos dos libros a la biblioteca. Lo cual demuestra que, cuando surge una persona o un acontecimiento que me conmueve o me hace darme cuenta de mi propia valía, soy capaz de obrar de manera adecuada, aunque sea más conocida por mis comentarios afables.
 Grace Paley, Deseos (Traducción de J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez). Cuentos completos (Anagrama).
Grace Paley

Wants
I saw my ex-husband in the street. I was sitting on the steps of the new library.
Hello, my life, I said. We had once been married for twenty-seven years, so I felt justified.
He said, What? What life? No life of mine.
I said, O.K. I don’t argue when there’s real disagreement. I got up and went into the library to see how much I owed them.
The librarian said $32 even and you’ve owed it for eighteen years. I didn’t deny anything. Because I don’t understand how time passes. I have had those books. I have often thought of them. The library is only two blocks away.
My ex-husband followed me to the Books Returned desk. He interrupted the librarian, who had more to tell. In many ways, he said, as I look back, I attribute the dissolution of our marriage to the fact that you never invited the Bertrams to dinner.
That’s possible, I said. But really, if you remember: first, my father was sick that Friday, then the children were born, then I had those Tuesday-night meetings, then the war began.Then we didn’t seem to know them any more. But you’re right. I should have had them to dinner.
I gave the librarian a check for $32. Immediately she trusted me, put my past behind her, wiped the record clean, which is just what most other municipal and/or state bureaucracies will not do.
I checked out the two Edith Wharton books I had just returned because I’d read them so long ago and they are more apropos now than ever. They were The House of Mirth and The Children, which is about how life in the United States in New York changed in twenty-seven years fifty years ago.
A nice thing I do remember is breakfast, my ex-husband said. I was surprised. All we ever had was coffee. Then I remembered there was a hole in the back of the kitchen closet which opened into the apartment next door. There, they always ate sugar-cured smoked bacon. It gave us a very grand feeling about breakfast, but we never got stuffed and sluggish.
That was when we were poor, I said.
When were we ever rich? he asked.
Oh, as time went on, as our responsibilities increased, we didn’t go in need. You took adequate financial care, I reminded him. The children went to camp four weeks a year and in decent ponchos with sleeping bags and boots, just like everyone else. They looked very nice. Our place was warm in winter, and we had nice red pillows and things.
I wanted a sailboat, he said. But you didn’t want anything.
Don’t be bitter, I said. It’s never too late.
No, he said with a great deal of bitterness. I may get a sailboat. As a matter of fact I have money down on an eighteen-foot two-rigger. I’m doing well this year and can look forward to better. But as for you, it’s too late. You’ll always want nothing.
He had had a habit throughout the twenty-seven years of making a narrow remark which, like a plumber’s snake, could work its way through the ear down the throat, half-way to my heart. He would then disappear, leaving me choking with equipment. What I mean is, I sat down on the library steps and he went away.
I looked through The House of Mirth, but lost interest. I felt extremely accused. Now, it’s true, I’m short of requests and absolute requirements. But I do want something.
I want, for instance, to be a different person. I want to be the woman who brings these two books back in two weeks. I want to be the effective citizen who changes the school system and addresses the Board of Estimate on the troubles of this dear urban center.
I had promised my children to end the war before they grew up.
I wanted to have been married forever to one person, my ex-husband or my present one. Either has enough character for a whole life, which as it turns out is really not such a long time. You couldn’t exhaust either man’s qualities or get under the rock of his reasons in one short life.
Just this morning I looked out the window to watch the street for a while and saw that the little sycamores the city had dreamily planted a couple of years before the kids were born had come that day to the prime of their lives.Well! I decided to bring those two books back to the library. Which proves that when a person or an event comes along to jolt or appraise me I can take some appropriate action, although I am better known for my hospitable remarks.
Grace Paley, Wants (The collected stories, 1994).

Hans Christian Andersen, El Abeto.

El Abeto.
Allá en el bosque crecía un joven abeto. Tenía un buen sitio y disponía de sol y aire más que suficientes. En torno suyo crecían muchos compañeros mayores, abetos y pinos. Pero el pequeño abeto tenía mucha prisa por crecer. No pensaba en el sol tibio ni en el aire fresco, ni atendía a los niños de la aldea cuando pasaban charlando en busca de fresas o frambuesas. A veces venían con un canasto lleno o con fresas ensartadas en un junco, y se sentaban junto al arbolito y decían:
―¡Ah, qué bonito es!
Pero el árbol no quería oír nada de aquello.
Al año siguiente había crecido un buen tramo y al siguiente uno mayor aún; ―y así siempre se puede saber los años que tiene un abeto si se cuentan sus tramos.
―¡Ah, si fuera grande como los otros árboles ―suspiraba el arbolito―, y pudiera extender las ramas en torno mío y divisar con la copa el ancho mundo! Los pájaros anidarían en mis ramas y, cuando soplase el viento, movería mi copa con tanta solemnidad como ellos.
No disfrutaba con los rayos del sol, ni con los pájaros ni con las nubes rojas, que al amanecer y en el ocaso del día circulaban sobre él.
Cuando llegó el invierno y la blanca nieve centelleaba a su alrededor, venía corriendo con frecuencia una liebre y daba saltos sobre el arbolito; ¡oh, era tan fastidioso! Pero pasaron dos inviernos y al tercero, el árbol era tan grande que la liebre tuvo que correr alrededor suyo. Oh, crecer, crecer, hacerse grande y viejo era el único placer de este mundo, pensaba el árbol.
En otoño venían siempre los leñadores y cortaban algunos de los árboles más grandes. Pasaba cada año, y el joven abeto, que ya había crecido mucho, se estremecía al verlo, porque los grandes, espléndidos árboles, caían a tierra con un estrepitoso crujido. Les cortaban las ramas y parecían desnudos, largos y delgados; apenas si se les reconocía, pero eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque. ¿Adónde iban? ¿Qué destino les esperaba?
En primavera, cuando llegan la golondrina y la cigüeña, les preguntó el árbol:
―¿Sabéis adónde los llevan? ¿Os los habéis encontrado?
Las golondrinas no sabían nada, pero la cigüeña se quedó pensativa, afirmó con la cabeza y dijo:
―Sí, creo que sí. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba a Egipto. Tenían magníficos mástiles; yo diría que eran ellos, olían a abeto. Puedo felicitarte efusivamente, pues... ¡con qué majestad se alzaban!
―¡Ah, si yo fuese lo suficientemente grande para volar sobre el mar! ¿Cómo es el mar? ¿A qué se parece?
―¡Bueno, es tan difícil de explicar! ―dijo la cigüeña, y se marchó.
―Goza de tu juventud ―dijeron los rayos del sol―. ¡Alégrate de tu nueva estatura, de la vida joven que hay en ti!
Y el viento besó el árbol y derramó lágrimas sobre él, pero el abeto no entendía.
Cuando se aproximaba la Navidad fueron cortados muchos árboles jóvenes, árboles que con frecuencia no eran mayores ni de más edad que este abeto, que no tenía paz ni sosiego sino que siempre quería marcharse. Estos jóvenes árboles, que eran precisamente los más hermosos, conservaban siempre sus ramas, eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque.
―¿Adónde irán? ―se preguntaba el abeto―. No son mayores que yo, incluso hay uno que es más pequeño. ¿Por qué conservan todas sus ramas? ¿Adónde los llevan?
―¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! ―piaron los gorriones―. Hemos estado mirando por las ventanas allá en la ciudad. ¡Nosotros sabemos dónde los llevan! ¡Oh!, les espera el esplendor y la gloria mayores que pueda imaginarse. Hemos mirado por las ventanas y hemos visto que los colocan en medio de confortables salones y los adornan con las cosas más preciosas, como manzanas doradas, bollos de miel, juguetes y cientos de luces.
―¿Y después? ―preguntó el abeto, temblando con todas sus ramas―. ¿Y después? ¿Qué ocurre después?
―En realidad no hemos visto más, pero era maravilloso.
―¿Me tocará ir por este deslumbrante camino? ―se regocijaba el árbol―. ¡Es mejor aún que cruzar el mar! Me muero de ganas de que llegue la Navidad. Ahora soy alto y ancho como los otros que se llevaron el año pasado. ¡Oh, si estuviera en el carro! ¡Si me encontrara ya en el confortable salón con toda brillantez y honor! ¿Y después? Sí, debe haber algo mejor, algo más hermoso, porque si no... ¿para qué habrían de adornarme de esta manera? Tiene que ocurrir algo más grande, más espléndoroso. ¿Pero qué? ¡Oh, cómo lo deseo! ¡Cómo lo ansío! Ni yo mismo sé lo que me ocurre.
―Disfrútame ―dijeron el aire y el sol―. ¡Alégrate con tu fresca juventud al aire libre!
Pero no gozaba de nada; crecía y crecía, invierno y verano se mantenía verde, verde oscuro. Al verlo, la gente decía:
―¡Qué árbol más hermoso!
Y en Navidad fue el primero que cortaron. El hacha se hincó hondo en la madera. El árbol cayó a tierra con un gemido. Sintió un pesar, un desmayo, y dejó de tener pensamientos felices. Sintió pena de ser arrancado de su hogar, del lugar donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus queridos compañeros, ni a los pequeños arbustos y flores que crecían en derredor suyo, y quizás ni siquiera a los pájaros. La marcha no tenía nada de agradable.
El árbol no volvió en sí hasta que, en el patio, descargado con los otros árboles, oyó decir a un hombre:
―¡Es espléndido! Elegimos éste. Después vinieron unos criados totalmente uniformados y llevaron el abeto a un hermoso salón. En torno a sus paredes colgaban retratos, y junto a la gran estufa de porcelana había grandes jarrones chinos con leones en las tapas. Había mecedoras, sofás forrados de seda, grandes mesas llenas de libros con láminas y con juguetes por valor de cientos de coronas ―por lo menos, así lo decían los niños―. Y el abeto fue plantado en una gran cuba llena de arena; pero nadie podía ver que era una cuba, porque la forraron con una tela verde y estaba colocada sobre una gran alfombra persa. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué iría a ocurrir? Tanto los criados como las señoritas de la casa vinieron a adornarlo. De las ramas colgaron pequeñas redes, recortadas de papel de colores; cada red estaba llena de caramelos; manzanas y nueces doradas colgaban como si hubiesen crecido allí y más de cien velitas rojas, azules y blancas fueron fijadas en las ramas. Muñecas que parecían vivas como si fueran personas ―el árbol no había visto nunca nada igual― pendían de las ramas, y justo en la cima fue colocada una gran estrella de papel dorado. Todo aquello era esplendoroso.
―¡Esta noche! ―decían todos―. ¡Esta noche estará deslumbrante!
«¡Oh ―pensó el árbol―, ojalá fuese ya de noche y las luces estuvieran encendidas! ¿Y qué ocurrirá? ¿Vendrán los árboles del bosque a verme? ¿Vendrán volando los gorriones a la ventana? ¿Echaré raíces aquí y seguiré estando adornado durante el invierno y el verano?»
Ignoraba bastantes cosas, ¿no os parece? Y tenía verdadero dolor de corteza de pura ansiedad, y el dolor de corteza es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros.
Por fin encendieron las velas. Qué brillo, qué resplandor. El árbol temblaba con todas sus ramas, tanto que una de las velas prendió fuego a una de ellas. ¡Uf, lo que dolía!
―¡Dios mío! ―gritaron las señoritas, y lo apagaron con rapidez.
Entonces el árbol ya no se atrevió a mover una hoja. ¡Oh, era horrible! Tenía tanto miedo de perder algo de su esplendor; estaba aturdido de tanto brillo y... de pronto, la puerta del salón se abrió de par en par y una multitud de niños se precipitó sobre él como si fuesen a derribarlo. Las personas mayores venían muy serias detrás; los pequeños estuvieron callados, pero sólo un instante, porque en seguida comenzaron a armar ruido de nuevo. Bailaron en torno al árbol y arrancaron un regalo tras otro.
«¿Qué es lo que están haciendo? ―pensó el árbol―. ¿Qué va a ocurrir?» Y las velas se gastaron hasta llegar a las ramas y fueron apagadas cuando se consumieron, y entonces los niños obtuvieron permiso para despojar al árbol. ¡Ah!, se precipitaron sobre él, de modo que crujieron todas sus ramas; de no haber estado sujeto por la cima y la estrella de oro al techo, lo hubieran derribado.
Los niños bailaron alrededor con sus bonitos juguetes. Nadie se fijó más en el árbol excepto la vieja niñera, que fue a mirar entre las ramas, pero sólo para ver si no se había quedado olvidado algún higo o alguna manzana.
―¡Un cuento, un cuento! ―gritaron los niños, empujando a un hombrecillo obeso hacia el árbol. Se sentó bajo él.
―Como si estuviésemos en el bosque ―dijo―; al árbol le gustará también mucho oírlo. Pero contaré sólo un cuento. ¿Queréis oír el de Ivede―Avede, o el de Terrón Coscorrón, que se cayó por la escalera pero subió al trono y se casó con la princesa?
―¡Ivede―Avede! ―gritaron unos―. ¡Terrón Coscorrón! ―gritaron otros. Todo era un puro clamor y griterío; sólo el abeto se mantenía callado y pensaba:
«¿Tendré que intervenir en esto? ¿Tendré que hacer algo?»
Y claro está que había intervenido y había hecho cuanto tenía que hacer.
Y el hombre gordo contó el cuento de Terrón Coscorrón, que cayó por la escalera y, sin embargo, se sentó en el trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y gritaron:
―¡Cuenta, cuenta! ―porque querían también el de Ivede―Avede, pero tuvieron que conformarse con el de Terrón Coscorrón.
El abeto permanecía muy quieto y pensativo: nunca los pájaros del bosque habían contado cosas parecidas.
«Terrón Coscorrón cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. ¡Sí, sí, así pasa en el mundo! ―pensó el abeto, convencido de que era verdad lo que aquel caballero tan fino había contado―. ¡Vaya, quién sabe, quizá me caiga yo también por la escalera y me case con una princesa!», y se regocijó al pensar que al día siguiente sería cubierto con velas y juguetes y frutas doradas.
«¡Mañana no temblaré! ―pensó―. ¡Voy a disfrutar plenamente de todo mi esplendor! Mañana oiré de nuevo el cuento de Terrón Coscorrón y quizá el de Ivede―Avede», y el árbol permaneció en silencio y pensativo toda la noche.
Por la mañana entraron el criado y la criada.
«Ahora ―pensó el árbol― comenzarán a adornarme de nuevo»; pero lo arrastraron por la sala y, escaleras arriba, lo metieron en el desván y allí lo dejaron, en un rincón oscuro, donde no llegaba luz alguna.
«¿Qué significará esto? ―pensó el árbol―. ¿Qué tendré que hacer aquí? ¿Qué tendré que oír?»
Y se mantuvo contra la pared y pensó y pensó. Y tuvo mucho tiempo, porque pasaron días y noches. No subía nadie y cuando por fin vino alguien, fue para poner unas grandes cajas en un rincón. El árbol estaba muy escondido, se diría que había sido olvidado por completo.
«¡Ahora es invierno! ―pensó el árbol―. La tierra está dura y cubierta de nieve, los hombres no pueden plantarme; por lo tanto tengo que estar aquí esperando hasta la primavera. ¡Qué bien pensado! ¡Qué inteligentes son los hombres! Si no estuviera esto tan oscuro y tan espantosamente solitario. Ni una pequeña liebre acierta a pasar. Era tan agradable allá en el bosque cuando había nieve y la liebre pasaba saltando. Sí, incluso cuando brincaba sobre mí, aunque no me gustara entonces. ¡Esta soledad es insoportable!»
―¡Pi, pi! ―dijo justo entonces un ratoncito asomándose, y otro le siguió. Olisquearon el abeto y corretearon por entre sus ramas.
―¡Hace un frío horrible! ―exclamó el ratoncito―. De no ser por eso se estaría muy bien aquí. ¿No es verdad, viejo abeto?
―¡Yo no soy viejo! ―dijo el abeto―. ¡Hay muchos que son más viejos que yo!
―¿De dónde vienes? ―preguntaron los ratones―. ¿Y qué sabes? (eran terriblemente curiosos). Háblanos del sitio más bonito de la tierra. ¿Has estado allí? ¿Has estado en la despensa, donde hay quesos en los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se baila sobre velas de sebo y se entra muy delgado y se sale gordo, gordo?
―No lo conozco ―dijo el árbol―, pero conozco el bosque, donde brilla el sol y donde cantan los pájaros. Y entonces les contó detalles de su juventud. Los ratoncitos no habían oído nunca nada semejante. Escucharon con la boca abierta y dijeron:
―¡Oh, cuánto has visto! ¡Qué suerte has tenido!
―¿Yo? ―dijo el abeto, y reflexionó sobre lo que había contado―. Sí, después de todo, fueron tiempos muy divertidos. Y les explicó lo de la Nochebuena, cuando había sido adornado con velas y dulces.
―¡Oh! ―dijeron los ratones―. ¡Qué suerte has tenido, viejo abeto!
―¡Yo no soy viejo! ―exclamó el árbol―. Os diré que, en este invierno en que he venido del bosque, me encontraba en plena juventud, apenas si había terminado de crecer.
―iQué bien lo cuentas! ―dijeron los ratoncitos.
Y la noche siguiente vinieron con cuatro más, para oír al árbol contar su historia y cuanto más contaba, con mayor frecuencia se acordaba de todo y pensaba:
«A pesar de todo, fueron tiempos muy divertidos, que volverán. Terrón Coscorrón se cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. Quizá también yo me case con una».
Y entonces recordó a un gracioso abedul que crecía en el bosque y que, para el abeto, era una verdadera princesa.
―¿Quién es Terrón Coscorrón? ―preguntaron los ratoncitos.
Y entonces el abeto les contó todo el cuento. Podía recordarlo palabra por palabra, y los ratoncitos estuvieron a punto de saltar hasta la cima del árbol de tanto como les divirtió.
La noche siguiente vinieron muchos ratones más y el domingo incluso dos ratas. Pero dijeron que el cuento no era nada divertido y esto puso muy tristes a los ratoncitos, porque entonces también ellos pensaron que no era una gran cosa.
―¿Y ése es el único cuento que sabes? ―preguntaron las ratas.
―Sólo ése ―respondió el árbol―. Lo oí contar durante mi noche más feliz, pero entonces no sabía lo feliz que era.
―¡Es un cuento malísimo! ¿No sabes ninguno sobre tocino y velas de sebo? ¿Ningún cuento de despensa?
―¡No! ―dijo el árbol.
― Pues muchas gracias ―contestaron las ratas y se volvieron a casa.
Al fin hasta los ratoncitos dejaron también de venir, y entonces el árbol suspiró:
―Pues era muy agradable ver sentados a mi alrededor a los traviesos ratoncitos, escuchando mis historias. ¡Ahora también se han ido! Aunque procuraré divertirme cuando vuelva a salir.
¿Pero cuándo iba a ocurrir aquello de volver a salir?
Pues sí, ocurrió una mañana en que vino gente y revolvió en el desván. Quitaron las cajas y sacaron el árbol; lo tiraron con pocos miramientos al suelo, pero en seguida un criado lo arrojó por la escalera donde había luz.
¡La vida empieza de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contacto del aire fresco y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores; las rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja; estaban en flor los tilos, y las golondrinas chillaban, volando: «¡Quirrevirrevit, ha vuelto mi hombrecito!». Pero no se referían al abeto.
«¡Ahora a vivir!», pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de oropel seguía aún en su cúspide, y relucía a la luz del sol.
En el patio jugaban algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Nochebuena estuvieron bailando en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada.
―¡Miren lo que hay todavía en este abeto, tan feo y viejo! ―exclamó, subiéndose por las ramas y haciéndolas crujir bajo sus botas.
El árbol, al contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klumpe―Dumpe.
«¡Todo pasó, todo pasó! ―dijo el pobre abeto―. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora todo ha terminado».
Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso los chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y, sentándose y contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido, que no era sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que había aprendido a contar.
Y así hasta que estuvo del todo consumido.
Los niños jugaban en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el cuento: ¡adiós, adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos.
Hans Christian Andersen, El Abeto.

Hans Christian Andersen

Juan Rulfo, Luvina

Luvina
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas.
Y afuera seguía avanzando la noche.
-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:
-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto…
Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
“… Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
“… Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.
“Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso… Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina… ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagaran la cabeza con aceite alcanforado… Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“-Yo me vuelvo -nos dijo.
“-Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento…
“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le pregunté a mi mujer:
“-¿En qué país estamos, Agripina?
“Y ella se alzó de hombros.
“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos -le dije.
“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
“-¿Qué haces aquí, Agripina?
“-Entré a rezar -nos dijo.
“-¿Para qué? -le pregunté yo.
“Y ella se alzó de hombros.
“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.
“-¿Dónde está la fonda?
“-No hay ninguna fonda.
“-¿Y el mesón?
“-No hay ningún mesón
“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
“-Sí, allí enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos… Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer… Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
“-¿Qué país es éste, Agripina?
“ Y ella volvió a alzarse de hombros.
“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.
“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso… Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
“-¿Qué es? -me dijo.
“-¿Qué es qué? -le pregunté.
“-Eso, el ruido ese.
“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntillas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.
“-¿Qué quieren? -les pregunté-. ¿Qué buscan a estas horas?
“ Una de ellas respondió:
“-Vamos por agua.
“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.
“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“…¿No cree usted que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”
-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.
“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y uno como gruñido cuando se van… Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca… Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley…
“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El gobierno nos ayudará.’
“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
“-¿Dices que el gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al gobierno?
“Les dije que sí.
“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de gobierno.
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron sus dientes molenques y me dijeron que no, que el gobierno no tenía madre.
“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.
“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva para engañar el hambre. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.
“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya no les volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’ En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plasta encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo…
“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..
“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye, Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
“Pues sí, como le estaba yo diciendo…”
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

Juan Rulfo, Luvina (El llano en llamas).

Juan Rulfo




Kurt Vonnegut, Harrison Bergeron

Harrison Bergeron 
En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.
Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.
Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros.
George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas terminaban su número.
Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma.
― Era bonita esa danza, la que acaba de terminar ― dijo Hazel.
― ¿Eh? ― dijo George.
― Esa danza, era bonita ― dijo Hazel.
― Ajá.
Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas, y cualquiera hubiese podido hacer lo mismo. Todas llevaban contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras además, para que nadie se sintiese triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió otro ruido anonadador.
George torció la cara, junto con dos de las ocho bailarinas.
Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.
― Como si golpearan con un martillo en una botella de leche ― dijo George.
― Debe ser interesante oír todos esos ruidos ―dijo Hazel, con un poco de envidia―. Las cosas que inventan.
― Hum― dijo George.
― Pero si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría? ― preguntó Hazel. Hazel en realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana Moon Glampers―.
Si yo fuese Diana Moon Glampers ―dijo Hazel― usaría campanas los domingos. Sólo campanas. Una especie de homenaje a la religión.
― Yo podría pensar, si fuesen sólo campanas ― dijo George.
― Bueno, quizá habría que hacerlas sonar realmente fuerte ― dijo Hazel ― . Creo que yo sería una buena Directora de Impedidos.
― Tan buena como cualquiera ― dijo George.
― ¿Quién mejor que yo puede saber lo que es ser normal? ― dijo Hazel.
― Nadie ― dijo George.
Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal, que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió la cabeza.
― ¡Caramba! ― dijo Hazel ― . Eso fue realmente ensordecedor, ¿no es cierto?
Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al suelo del estudio y se apretaban las sienes.
― De pronto pareces tan cansado ― dijo Hazel ― . ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi querido? ―Hazel hablaba de los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un saco de tela―. Sí, apoya ese peso. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.
George sopesó el saco con las manos.
― No tiene ninguna importancia ―dijo―. Ya no lo noto. Es parte de mí mismo.
― Estás tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yo ―continuó Hazel―. Si hubiese algún modo de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo... Sólo unas pocas.
― Dos años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menos ― dijo George ― . No me parece un buen negocio.
― Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo ― dijo Hazel ― . Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada.
― Si tratara de librarme de este peso ― dijo George ― otra gente tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría, no es verdad?
― Me sentiría horrorizada.
― Precisamente ― dijo George ― . Si la gente no cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?
Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el cerebro.
― Se haría pedazos.
― ¿Qué cosa? ― dijo George desconcertado.
― La sociedad ― dijo Hazel, insegura ― . ¿No hablabas de eso?
― ¿Quién puede saberlo? ― dijo George.
Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. No se pudo saber muy bien en un principio qué noticia era, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:
― Señoras y señores...
Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.
― Muy bien ― dijo Hazel ― . Hizo lo que pudo. Hizo lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse esforzado tanto.
― Señoras y señores ― dijo la bailarina leyendo el boletín.
Debía ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible.
Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos.
Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz. Era verdaderamente injusto que una mujer usara una voz así: cálida, luminosa, una melodía que no era de este mundo.
― Perdón ― dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente―. Harrison Bergeron ―graznó―, de catorce años, acaba de escaparse de la cárcel. Se le acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso.
Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.
Por lo demás, Harrison parecía un montón de hierros. Nadie había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja, como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unas gafas de vidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles dolores de cabeza.
Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo. Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.
Y para afearlo, los hombres de los impedimentos le obligaban a usar continuamente una pelota roja en la nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra.
―Si ven a este muchacho ―dijo la bailarina― no intenten, repito, no intenten discutir con él.
Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.
Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla como sacudido por un terremoto.
George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo, muchas veces.
―¡Dios mío! ―dijo―. ¡Tiene que ser Harrison!
En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le barrió la idea de la cabeza.
Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.
Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de payaso, y los hierros que le colgaban del enorme cuerpo se sacudían y tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto serían masacrados.
―¡Soy el emperador! ―gritó Harrison―. ¿Me oyen todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida!
Golpeó el suelo con el pie y el estudio tembló.
―Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí ―rugió―, ¡soy el más grande de todos los gobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren en lo que puedo convertirme.
Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.
Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de Harrison se aplastaron contra el suelo.
Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja. Aplastó las gafas y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.
―¡Ahora elegiré a mi emperatriz! ―dijo Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies―. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.
Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.
Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida le quitó la máscara.
La bailarina era de una cegadora belleza.
―Bien ―dijo Harrison tomándole la mano―. Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música!
Los músicos treparon a sus sillas, y Harrison les quitó también los impedimentos.
―Toquen como mejor puedan ―les dijo― y les haré barones y duques y condes.
La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.
La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.
Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones concordaran con la música.
Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto sería la ligereza de ella.
Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron al aire.
No sólo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.
Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.
Saltaron como ciervos en la Luna.
Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al falso techo, que estaba a diez metros de altura.
Pronto fue evidente que pretendían tocar el falso techo.
Lo tocaron.
Y luego neutralizando la gravedad con el amor y el deseo se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del falso techo y allí se besaron mucho tiempo.
En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.
Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los impedimentos.
En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los Bergeron osciló y se apagó.
Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto, pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.
George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.
―¿Has estado llorando? ―le preguntó a Hazel mirando cómo ella se enjugaba las lágrimas.
―Sí ―dijo Hazel.
―¿Por qué? ―dijo George.
―Me olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.
―¿Qué era? ―preguntó George.
―No lo sé, tengo la cabeza confundida ―dijo Hazel.
―Hay que olvidar las cosas tristes.
― Es lo que hago siempre ― dijo Hazel.
― Magnífico ― dijo George.
Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.
― Caramba. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor ― dijo Hazel.
― Así es realmente, puedes repetir esa verdad.
― Caramba ― dijo Hazel ― . Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor.
Kurt Vonnegut, Harrison Bergeron.

Kurt Vonnegut

Stig Dagerman, Matar a un niño

Matar a un niño
Es un día suave y el sol esta oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los cristales de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque en este día a un niño lo matará, en el tercer pueblo, un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy darán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado del surtidor de gasolina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el objetivo ve un pequeño coche azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de gasolina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el coche, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los cristales bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a ella en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el coche se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de gasolina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el coche, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.
Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del coche y tira del botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días. No está lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño coche azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al coche venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre en el coche ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El coche se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del coche, sueña en lo terso que estará.
¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?
Después, todo es demasiado tarde. Después, está un coche azul torcido en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán.
―Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas―. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató.
Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para "hacer este solo minuto diferente".
Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.
Stig Dagerman, Matar a un niño.

Stig Dagerman