Secretos como hechizos

Para un gran número de lectores la garantía de que la historia que se cuenta en una novela es cierta, que ocurrió realmente, le confiere una fuerza que ninguna narración ficticia puede igualar. Eso, al menos, es lo que dice David Lodge y esa es quizás una de las razones por las que Carmen Posadas, desde el principio, nos seduce con un relato intenso y emotivo basado en hechos que sucedieron durante los últimos años del régimen zarista y su posterior derrocamiento. 
Leonid Sednev vive sus últimos días en Montevideo. Allí llegó poco antes de la Segunda Guerra Mundial después de dar vueltas por la vieja Europa y tras salir de Rusia, para siempre, en 1919. Varios miles de kilómetros y casi ocho lustros le separan de su infancia cuando, sin buscarlo, fue testigo privilegiado de unos trágicos acontecimientos que cambiaron la historia de Europa. Son recuerdos que ha mantenido intactos en su memoria hasta que decide, sólo al final de su vida, confesarlos porque, los grandes secretos —dice el protagonista— son como los hechizos, se desvanecen cuando uno los cuenta. El relato arranca con la fría descripción que hace el comisario Yurovski de la ejecución de la familia imperial. Ninguno de los verdugos podía saber que Sednev estaba allí escondido viendo todo. Desde que unos años antes entrara a trabajar como deshollinador siempre le sedujo fisgar la vida austera, casi conventual y sin apenas privilegios de los hijos de los zares, descubrir sus anhelos e intimidades. En la invisibilidad que le daban las largas horas que pasaba limpiando el tiro y los conductos de las chimeneas, leía los diarios que descansaban entre libros de Chejov y Maupassant y se enamoraba de la enigmática Tatiana, una de las hijas del zar. Las intrigas de adolescentes se sucedían mientras estallaba la Gran Guerra. 
El deshollinador imperial, con mirada algo escéptica, nos va presentando los diferentes personajes como si fueran piezas de una partida de ajedrez donde el azar jugó un papel determinante. Algunos hechos que, aunque de forma aislada, pudieran parecer irrelevantes, con el tiempo adquieren una importancia expansiva como las ondas en un estanque de las que hablaba proféticamente Rasputín, un visionario seductor con mirada magnética, sucio y borracho, en una carta dirigida al propio zar. Sednev, que posee un sentido de la lealtad propio de Miguel Strogoff, nos muestra las diferencias sociales de la época, las penurias que padeció su propia familia, las relaciones de los aristócratas con la servidumbre. Con sucesivas ocupaciones conseguirá estar al lado de los Romanov, incluso cuando son deportados a Siberia, y nos irá descubriendo las contradicciones, frustraciones y equivocaciones humanas; las historias de amores cruzados e imposibles, de amistad y traición. La vida que evoca Sednev, marcada por aquellos pocos años de su adolescencia, da un giro inesperado; el círculo se cierra en su mirada cansada y no falta un final absolutamente emocionante. 
El testigo invisible es una novela histórica bien documentada, narrada desde el punto de vista del personaje que participó en los hechos, en la que se incorporan escenas y descripciones de ambientes y paisajes reales. Con todos estos elementos consigue sumergirnos en un apasionante periodo de la historia europea de principios del siglo XX y nos trae a la memoria lecturas de Tolstoi, Pushkin o Dostoievski.















El testigo invisible
Carmen Posadas 
Editorial Planeta. 2013
Publicado en Cuadernos del Sur el 20 de abril de 2013

Crecimiento exponencial del microrrelato en España

Tomando como referencia la Antología del microrrelato español (1906-2011). El cuarto género narrativo, de Irene Andrés-Suárez (Cátedra, 2012), he analizado la relación del número de obras publicadas en España dedicadas al microcuento con respecto al año de publicación y el resultado es que se ajusta a una curva exponencial. Se puede decir que en las últimas décadas el interés por el microrrelato, tanto de los autores, como de las editoriales y de los lectores, ha crecido exponencialmente.


Ana María Matute, El niño que no sabía jugar

El niño que no sabía jugar
Había un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos. «Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir». Pero el padre decía, con alegría: «No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa».
Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.
Ana María Matute. El niño que no sabía jugar. Los niños tontos, 1956.













Los niños tontos
Ana María Matute

Ilustraciones: Javier Olivares
Media Vaca, 2000