Charles Bukowski, Clase

Clase
No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.
El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.
Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.
-¿Señor Hemingway?
-¿Sí, qué pasa?
-Me gustaría cruzar los guantes con usted.
-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?
-No.
-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.
-Mire, estoy aquí para romperle el culo.
Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:
-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.
El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.
-¿Estás loco, chico? -me preguntó.
-No sé. Creo que no.
-Toma. Pruébate estos calzones.
-Bueno.
-Oh, oh... Son demasiado grandes.
-A la mierda. Están bien.
-Bueno, deja que te vende las manos.
-Nada de vendas.
-¿Nada de vendas?
-Nada de vendas.
-¿Y qué tal un protector para la boca?
-Nada de protectores.
-¿Y vas a pelear en zapatos?
-Voy a pelear en zapatos.
Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.
No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.
-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo...
-No me voy a caer -le dije al árbitro.
Siguieron otras instrucciones.
-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.
Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó son un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.
Un tipo vino con una toalla.
-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.
-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.
El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.
Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.
¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.
Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.
Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.
Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.
-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?
-Henry Chinaski.
-Nunca he oído hablar de ti -dijo.
-Ya oirás.
Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.
-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.
-Follar y beber.
-No, no -quiero decir en qué trabajas.
-Soy friegaplatos.
-¿Friegaplatos?
-Sí.
-¿Tienes alguna afición?
-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.
-¿Escribes?
-Sí.
-¿El qué?
-Relatos cortos. Son bastante buenos.
-¿Has publicado algo?
-No.
-¿Por qué?
-No lo he intentado.
-¿Dónde están tus historias?
-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.
-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.
-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.
La estrella de clase y alta sociedad se acercó:
-Él estará conmigo.
Luego me dijo:
-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que... hablar.
Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.
-¿Qué coño pasó?
-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.
Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.
-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.
-Estreché su mano -no te vueles los sesos.
Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.
El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.
-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.
Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.
-Tommy -dijo ella- desaparece.
Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.
-¿Quién era ese grandulón?
-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.
Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.
Entonces dijo:
-Vamos.
La seguí hasta el dormitorio.
A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.
-¿Señor Chinaski?
-¿Sí?
-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!
-¿Sólo de la década?
-Bueno, tal vez del siglo.
-Eso está mejor.
-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.
-Me lo creo -dije.
El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.
Charles Bukowski, Clase 
Charles Bukowski

La enfermedad más deseada

A través del diario de Shigeru Igataki nos adentramos en una remota selva de Papúa-Nueva Guinea. En 1967, una expedición científica japonesa dirigida por el profesor Oshima va en busca de los hamulai para realizar un estudio antropológico de esta tribu melanésica casi desconocida, que ha permanecido prácticamente aislada desde hace cientos de años. Allí, Shigeru se enamora de Izumi Fukada, una atractiva estudiante de la Universidad de Osaka que va a ser el hilo conductor de toda la trama de la novela. Una simple espina clavada en la garganta de Shigeru al comer pescado motiva que unos días más tarde tome una decisión, en apariencia intrascendente, que cambiará para siempre su vida. Izumi enferma y tras varios días de padecimiento, una mujer nativa le dice que tome unas plantas con flores amarillas, conocida como eletu, con las que se recupera en pocas horas. Por una carta de un misionero católico que colabora en la expedición sabemos que Izumi, unos años más tarde, se ha casado con Shigeru, si bien sigue enferma y necesita periódicamente tomar eletu. Un informe de un detective, redactado veinte años después de la expedición, detalla los pormenores del abandono de Izumi ―que se mantiene insoportablemente hermosa― a su marido, al que desprecia por su falta de ambición, y su traslado de residencia con su médico y amante a Los Ángeles. Mediante el testimonio de una secretaria se nos revela el misterio que envuelve a la enfermedad de Izumi y de los hamulai, que poco tiene que ver con el puro interés antropológico que investigaba Oshima.
El Imperio de Yegorov, obra con la que Manuel Moyano ha logrado ser finalista del Premio Herralde de Novela 2014, sorprende por su original estructura. Se articula sobre una serie de documentos que va desmarañando toda la trama: diarios, cartas, informes policiales, interrogatorios, grabaciones, correos electrónicos, comentarios de blogs, testamentos, noticias e incluso el prospecto de un fármaco. Hay elementos característicos de la novela de aventura, policiaca y de ciencia ficción. En este juego literario audaz, que alcanza a la propia reseña biográfica del autor, hasta el índice onomástico y el título son reveladores. Casi medio centenar de personajes desfilan por esta novela en la que cada elemento es relevante, calibrado y medido, al igual que sucede en los mejores cuentos de Moyano, género que cultiva con enorme maestría. 
El relato termina en el año 2044 y se nos presenta un futuro no deseable cuando el secreto que durante tanto tiempo ha pertenecido en exclusiva a los hamulai ha logrado transformar para siempre el mundo. Se trata de una historia de ambición, de codicia, de amor y desamor, una búsqueda para detener el paso del tiempo en la belleza. Pueden encontrarse antecedentes en la Epopeya de Gilgamesh, en Oscar Wilde, en Virginia Woolf, en Borges, en Asimov o Saramago, entre otros, pero Moyano con nuevos recursos le da un giro posmoderno. En sus páginas, cargadas de ironía, hay una crítica mordaz y satírica de nuestra sociedad en la que la apariencia física está sobrevalorada y se elogia excesivamente la juventud. Una lectura deliciosa, cargada de sorpresas, que nos hace disfrutar como sólo lo consigue la buena literatura.







El imperio de Yegorov
Manuel Moyano

Editorial Anagrama, 2014

La literatura es cosa de melancólicos

El azar, ese elemento con el que Julio Cortázar jugaba en algunos de sus relatos, puede ser incluso más fantástico cuando interviene en los actos cotidianos y cambia nuestras vidas. Un escritor entra en una librería de París una mañana de invierno y el librero le ofrece una novela recién publicada cuyo título es similar a la que él, en ese momento, está escribiendo. Por la noche la lee y descubre fascinado algunas semejanzas y, entonces, escribe a la autora, una joven escritora que hacía poco había llegado a Barcelona huyendo de la persecución sufrida en Montevideo, aunque eso él aún no lo supiera. La carta tuvo que cruzar dos veces el océano para llegar a su destino y fue el inicio de una amistad sincera y duradera, llena de complicidad que se fue fraguando en largos paseos por las calles de París y Barcelona.
Julio Cortázar y Cris, es un conmovedor relato biográfico de Cristina Peri Rossi sobre la amistad que mantuvieron ambos escritores. En las primeras páginas la autora nos revela que Cortázar no murió por padecer cáncer, sino por haber contraído SIDA, al someterse a una transfusión de sangre, infectada por un virus en aquel momento desconocido, tras sufrir una hemorragia estomacal. Apenas dos años antes falleció su joven esposa Carol Dunlop, probablemente por la misma causa, lo que sumió al escritor en un estado de melancolía.
A lo largo de las páginas nos descubre el sentido del humor de Cortázar, su humildad, su forma de ver el mundo, pero también sus temores, sus deseos insatisfechos, su amor por la música y por la literatura. Cortázar entendía la literatura también como juego, la despojaba de solemnidad, se mostraba irreverente ante las normas de la Academia, se rebelaba e innovaba constantemente.
En su primer encuentro Peri Rossi viaja a París, allí conoce en persona al escritor que le parece altísimo, flaco y desgarbado, con unos ojos celestes y acuosos. Tras regresar de su estancia, que duró una semana, recibe una carta en la que Cortázar le hace una entrañable declaración de amor. El siguiente encuentro es en Barcelona y juntos visitan, entre otros lugares, el Parque Güell que podría ser el origen de la ciudad que soñaba Cortázar en su infancia. Poco a poco vamos conociendo detalles personales de ambos escritores, cómo su relación de amistad va creciendo. Sabemos, por ejemplo, que al igual que los vampiros de los cuentos, el escritor argentino era alérgico a los ajos; que su relación con Aurora Bernárdez, su primera esposa, se terminó cuando inició una historia de amor con Ugné Krvelis, su agente literario, una mujer de gran atractivo intelectual y físico; que en Mallorca a Cristina y a él les hacen unas fotos y les atribuyen una relación que no desmienten porque a él le hubiera gustado que existiese. Cortázar se casa, posteriormente, con Carol Dunlop, con la que comparte grandes momentos. Escuchar música junto a la persona que amamos, dice Cortázar, es uno de los actos más hermosos de nuestras vidas. Incluso estando ya casado, Cortázar sigue pasando muchas horas y compartiendo muchas vivencias con Peri Rossi, que vive de cerca el drama de la muerte de Carol. Por eso consigue acercarnos de forma afectiva a la manera íntima de ser de Cortázar, a su forma sencilla de enfrentarse a la vida. El escritor se confiesa cada vez más incómodo con los hombres y prefiere la compañía de las mujeres porque le comprenden mejor. 
Cortázar se sintió frustrado por la imposibilidad de ser correspondido en el amor y Peri Rossi fue la causa de su dolor. Esto se tradujo en una colección de poemas, quizás sus mejores poemas según la autora. El propio escritor admite la fantasía de su pasión: Creo que no te quiero, / que solamente quiero la imposibilidad / tan obvia de quererte / como la mano izquierda / enamorada de ese guante / que vive en la derecha.
Hay muchas anécdotas entrañables a lo largo de las páginas de este libro que son un regalo para los que admiramos la obra de Cortázar. En sus líneas hay música y Peri Rossi casi nos invita a bailar con ella un tango cuando describe, por ejemplo, cómo embarca para huir de su país y salvarse. Rulfo decía de Cortázar que fue necesario inventar un cuerpo tan grande para contener su gran corazón y Peri Rossi lo ratifica con humor añadiendo que tuvo que crecer muchísimo para estar a la altura de su obra. En cualquier rincón del libro encontramos un enorme cariño y queda palpable la complicidad y la fascinación mutua que sentían. De él la autora conserva su voz grabada leyendo los poemas que le escribió así como numerosas cartas que intercambiaron. Cristina Peri Rossi escribe este relato íntimo para recuperar a su amigo, para salvarlo de la muerte. Han pasado treinta años desde que falleció, aunque para ella, al igual que para muchos de sus lectores, Julio Cortázar está más vivo que la mayoría de las personas que nos rodean.









Julio Cortázar y Cris
Cristina Peri Rossi

Cálamo, 2014

Relevo generacional

Distintas historias que suceden a lo largo de unos 150 años, y que abarcan varias generaciones de una misma familia, tienen conexiones a través de las vivencias personales de mujeres que afrontaron diferentes realidades sociales y se enfrentaron con coraje a las limitaciones que les venían impuestas. Son muy variados los escenarios geográficos en los que se vertebra Transatlántico, la última novela de Colum Mc Cann, en la que reivindica la memoria histórica para reflejar el progreso de la sociedad y el papel fundamental que desempeñaron algunas mujeres.
Además de las consecuencias económicas y de las transformaciones sociales que se produjeron tras la Gran Guerra, Europa estaba sumida en un pesimismo sobre la naturaleza del hombre y fue consciente, por primera vez, de su tremenda capacidad de destrucción. En 1919 Alcock y Brown, modifican un bombardero biplano, eliminando la carga de armas, para hacer el primer vuelo transatlántico, desde Terranova hasta Irlanda. Fue un vuelo épico, lleno de contratiempos, una lucha feroz contra los elementos que asombró al mundo y demostró que la tecnología militar se puede transformar en beneficios para la sociedad. Desde aquel momento, el mundo comienza a hacerse más pequeño. Y en medio de aquella proeza sin precedentes, Brown lleva una carta firmada por la reportera Emily Ehrlich, una carta que tardará casi un siglo en ser abierta y cuyas palabras explican parte de la vida de cuatro generaciones de mujeres. En una segunda historia, a mitad del siglo XIX, Frederick Douglass que había nacido como esclavo, escribe un libro y difunde sus ideas de democracia y libertad dando charlas en una época de hambrunas, encontrándose con las miserias que sufren los irlandeses. Por último, a finales del siglo XX, George Mitchell, un poderoso senador que vive bajo la amenaza terrorista, deja en Nueva York a su joven mujer y a su hijo recién nacido para viajar a Irlanda y sentar las bases de un acuerdo de paz en Belfast. 
El hilo que une las tres historias comienza a desenredarlo Lily Duggan, una inmigrante dublinesa que, a pesar de su terrible biografía, no perdió la esperanza y zarpó en 1846 rumbo a Nueva York, estableciéndose después en el norte de Misuri, donde se casó con Jon Ehrlich un hombre que almacenaba hielo. Lily luchó para sacar adelante a sus hijos. La más pequeña, Emily, llegará a ser periodista y escribirá la carta que pasará de generación en generación hasta llegar, en la actualidad, a las manos de Hannah que no tiene a quién legar esa carta que ha permanecido sin abrir durante tantos años. 
Colum Mc Cann nos presenta una conmovedora obra caleidoscópica, hilvanada con sutileza para invitarnos a reflexionar sobre la historia más reciente, un árbol que se diversifica en numerosas historias entrañables, con el sufrimiento de mujeres que luchan por un futuro mejor para sus hijos en distintas geografías y épocas. Si para hacer aquel épico viaje a Brown le empujaron el instinto, el miedo y la belleza, esos mismos impulsos son los que guiaron a muchas mujeres hasta conseguir hacer un mundo más habitable para sus hijos; una proeza silenciosa, llena de riesgos y de temores, aunque el resultado nunca haya sido tan reconocido ni celebrado como la hazaña que vivieron Alcock y Brown.









Transatlántico
Colum McCann

Traducción: Marta Alcaraz
Seix Barrall, 2014

Dorothy Parker, Una llamada telefónica

Una llamada telefónica
Por favor, Dios, que llame ahora. Querido Dios, que me llame ahora. No voy a pedir nada más de ti, realmente no lo haré. No es mucho pedir. Sería tan poco para ti, Dios, una cosa tan, tan pequeña. Solo deja que llame ahora. Por favor, Dios. Por favor, por favor, por favor.
Si no pienso en eso, tal vez el teléfono suene. A veces lo hace. Si pudiera pensar en otra cosa. Si pudiera pensar en otra cosa. Quizá si cuento hasta quinientos de cinco en cinco, suene antes de que termine. Voy a contar lentamente. Sin trampas. Y si suena cuando llegue a trescientos, no voy a parar, no voy a contestar hasta que llegue a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta... Oh, por favor, llama. Por favor.
Esta es la última vez que voy a mirar el reloj. No voy a mirar de nuevo. Son las siete y diez. Dijo que llamaría a las cinco. "Te llamaré a las cinco, cariño." Creo que fue en ese momento que dijo: "cariño". Estoy casi segura de que fue en ese momento. Sé que me llamó "cariño" dos veces, y la otra fue cuando me dijo adiós. "Adiós, cariño." Estaba ocupado, y no puede hablar mucho en la oficina, pero me llamó "cariño" dos veces. Mi llamada no puede haberlo molestado. Sé que no debemos llamarlos muchas veces; sé que no les gusta. Cuando lo haces ellos saben que estás pensando en ellos y que los quieres, y hace que te odien. Pero yo no había hablado con él en tres días, tres días. Y todo lo que hice fue preguntarle cómo estaba, justo como cualquiera puede llamar y preguntarle. No puede haberle molestado eso. No podía haber pensado que lo estaba molestando. "No, por supuesto que no", dijo. Y dijo que me llamaría. Él no tenía que decir eso. No se lo pedí, en verdad no lo hice. Estoy segura de que no lo hice. No creo que él prometa llamarme y luego nunca lo haga. Por favor, no le permitas hacer eso, Dios. Por favor, no.
"Te llamaré a las cinco, cariño." "Adiós, cariño." Estaba ocupado, y tenía prisa, y había gente a su alrededor, pero me llamó "cariño" dos veces. Eso es mío, mío. Tengo eso, aunque nunca lo vea de nuevo. Oh, pero es tan poco. No es suficiente. Nada es suficiente si no lo vuelvo a ver. Por favor, déjame volver a verlo, Dios. Por favor, lo quiero tanto. Lo quiero mucho. Voy a ser buena, Dios. Voy a tratar de ser mejor persona, lo haré, si me dejas verlo de nuevo. Si lo dejas que me llame. Oh, deja que me llame ahora.
Ah, no desprecies mi oración, Dios. Tú te sientas ahí, tan blanco y anciano, con todos los ángeles alrededor y las estrellas deslizándose en tu entorno. Y yo te vengo implorando por una llamada telefónica. Ah, no te rías, Dios. Verás, tú no sabes cómo se siente. Estás tan seguro, allí en tu trono, con el gran azul remoloneando debajo de ti. Nada puede tocarte, nadie puede torcer tu corazón en su mano. Esto es sufrimiento, Dios, esto es sufrimiento malo, malo. ¿No me ayudarás? Por el amor de tu Hijo, ayúdame. Dijiste que harías lo que se te pidiera en su nombre. Oh, Dios, en el nombre de tu único y amado Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, que me llame ahora.
Tengo que parar esto. No debo ser así. Veamos. Supón que un hombre joven dice que va a llamar a una chica, y luego pasa algo y no lo hace. No es tan terrible, ¿verdad? ¿Por qué? Está pasando en todo el mundo en este mismo momento. Oh, ¿qué me importa lo que esté pasando en todo el mundo? ¿Por qué no puede sonar el teléfono? ¿Por qué no puede? ¿Por qué no? ¿No podrías sonar? Vamos, por favor, ¿no? Maldita cosa fea y brillante. ¿Es que te haría daño sonar? Oh, eso te haría daño. ¡Maldita sea! Voy a arrancar tus raíces sucias de la pared y te romperé esa cara negra y engreída en pequeños trozos. Vete al infierno.
No, no, no. Tengo que parar. Tengo que pensar en otra cosa. Esto es lo que voy a hacer. Voy a poner el reloj en la otra habitación. Entonces no podré verlo. Si quisiera mirarlo, tendría que entrar al dormitorio, y eso sería algo que hacer. Tal vez, antes de que yo lo vea de nuevo, él me llame. Voy a ser tan dulce con él, si me llama. Si dice que no puede verme esta noche, le diré: "No te preocupes, está bien, cariño. En serio, por supuesto que está bien." Voy a ser exactamente como era cuando lo conocí. Entonces tal vez le guste de nuevo. Yo era siempre dulce, entonces. Oh, es tan fácil ser dulce con la gente antes de amarla.
Creo que todavía debo gustarle un poco. No me habría llamado "cariño" dos veces hoy si ya no le gustara. No todo se ha perdido si todavía le gusto un poco, aunque sea solo un poquito. Verás, Dios, si dejaras que me llamara, no tendría que pedirte nada más. Sería dulce con él, sería alegre, justo del modo en que solía ser, y entonces él me amará otra vez. Y entonces yo nunca tendría que pedirte nada más. ¿No ves, Dios? Así que, ¿dejarías que me llame ahora? ¿Podrías, por favor, por favor?
¿Me estás castigando, Dios, por haber sido mala? ¿Estás enojado conmigo? Oh, pero, Dios, hay personas tan malas; no puedes castigarme solo a mí. Y no hice tanto mal, no podía haber sido tanto. No le hice daño a nadie, Dios. Las cosas solo son malas cuando se lastiman personas. No herí una sola alma, tú lo sabes. Tú sabes que no hice mal, ¿no, Dios? Así que, ¿dejarás que me llame ahora?
Si no me llama, voy a saber que Dios está enojado conmigo. Voy a contar a quinientos de cinco en cinco, y si no me ha llamado entonces, sabré que Dios no va a ayudarme nunca más. Esa será la señal. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco... Hice mal. Yo sabía que hacía mal. Muy bien, Dios, mándame al infierno. Crees que me asustas con tu infierno, ¿no? Eso piensas. Que tu infierno es peor que el mío.
No debo. No debo hacer esto. Supón que se le hizo tarde para llamarme; no hay que ponerse histérica. Tal vez no va a llamar; tal vez ya viene para acá sin llamar por teléfono. Se desconcertará si ve que he estado llorando. No les gusta que llores. No llores. Pido a Dios que pudiera hacerlo llorar. Me gustaría poder hacerlo llorar y rodar por el suelo y sentir su corazón pesado, grande y supurante dentro de él. Me gustaría poder hacerle pasar un infierno.
Él no me desea un infierno a mí. Ni siquiera sé si sabe lo que siento por él. Me gustaría que lo supiera, pero sin yo decirle. No les gusta que les digas que te han hecho llorar. No les gusta que les digas que eres infeliz por culpa de ellos. Si lo haces, piensan que eres posesiva y exigente. Y luego te odian. Te odian cada vez que dices algo que realmente piensas. Siempre tienes que seguir con los jueguitos. Oh, pensé que no era necesario, yo pensaba que esto era tan grande que podía decir lo que quería. Supongo que no se puede, nunca. Supongo que no hay nada lo suficientemente grande como para eso, jamás. ¡Oh, si él me llamara, no le diría que había estado triste por su culpa. Odian a la gente triste. Sería tan dulce y alegre que no podría evitar encariñarse conmigo. Si tan solo me llamara. Si tan solo me llamara.
Tal vez eso está haciendo. Tal vez viene para acá sin llamarme. Tal vez está en camino. Quizá le ocurrió algo. No, nada puede pasarle a él. No puedo siquiera imaginar tal cosa. Nunca me lo imagino atropellado. Nunca lo he visto tirado, quieto y largo y muerto. Me gustaría que estuviera muerto. Es un deseo terrible. Es un deseo encantador. Si estuviera muerto sería mío. Si estuviera muerto nunca pensaría en hoy y estas últimas semanas. Solo recordaría los tiempos espléndidos. Todo sería hermoso. Me gustaría que estuviera muerto. Me gustaría que estuviera muerto, muerto, muerto.
Qué tontería. Es una tontería ir por ahí deseando que personas mueran, tan solo porque no te llamaron a la hora que dijeron. Tal vez el reloj se adelantó, no sé si tiene la hora correcta. Quizá su tardanza no es real. Cualquier cosa podría haberlo retrasado un poco. Tal vez tuvo que quedarse en la oficina. Tal vez fue a su casa, para llamarme desde ahí, y alguien lo visitó. No le gusta llamarme delante de la gente. Tal vez está preocupado, aunque sea un poco, de tenerme esperando. Puede que incluso espere que yo lo llame. Yo podría hacer eso. Podría llamarlo.
No debo. No debo, no debo. Oh, Dios, por favor, no me dejes hacerlo. Por favor, prevén que me atreva. Yo sé, Dios, tan bien como tú, que si se preocupara por mí habría llamado sin importar dónde esté ni cuánta gente tiene alrededor. Por favor hazme saberlo, Dios. No te pido que me lo hagas fácil ni me ayudes; no puedes hacerlo, aunque pudiste crear un mundo entero. Solo hazme saberlo, Dios. No me dejes seguir con esperanzas. No quiero seguir reconfortándome. Por favor, no dejes que me llene de esperanzas, querido Dios. No, por favor.
No voy a llamarlo. Nunca lo llamaré de nuevo mientras viva. Puede pudrirse en el infierno antes de que lo llame. No hace falta que me des fuerza, Dios, ya la tengo. Si él me quiere, puede tenerme. Él sabe dónde estoy. Él sabe que estoy esperando aquí. Él está tan seguro de mí, tan seguro. Me pregunto por qué nos odian tan pronto están seguros de una. Pienso que sería tan dulce estar seguro.
Sería tan fácil llamarlo. Entonces sabría todo. Tal vez no sería tan tonto. Tal vez no le molestaría. Tal vez hasta le gustaría. Tal vez ha estado tratando de llamarme. A veces la gente trata y trata de llamar a alguien, pero el número no responde. No estoy diciendo eso para confortarme, eso pasa de verdad. Tú sabes que ocurre de verdad, Dios. Oh, Dios, mantenme lejos de ese teléfono. Mantenme lejos. Permíteme quedarme con un poco de orgullo. Creo que voy a necesitarlo, Dios. Creo que será lo único que tendré.
Oh, ¿qué importa el orgullo cuando no puedo soportar estar sin hablarle? Este orgullo es tan tonto y miserable. El verdadero orgullo, el grande, consiste en no tener orgullo. No estoy diciendo eso solo porque quiera llamarlo. No. Eso es verdad, yo sé que es verdad. Voy a ser grande. Voy a librarme de los orgullos pequeños.
Por favor, Dios, impídeme llamarlo. Por favor, Dios.
No veo qué tiene que ver el orgullo aquí. Esto es una cosa demasiado pequeña para meter el orgullo, para armar tal alboroto. Puede que lo haya malinterpretado. Tal vez él me dijo que lo llamara a las cinco. "Llámame a las cinco, cariño." Él pudo haber dicho eso, perfectamente. Es muy posible que no haya escuchado bien. "Llámame a las cinco, cariño." Estoy casi segura de que eso dijo. Dios, no me dejes decirme estas cosas. Hazme saber, por favor, hazme saber.
Voy a pensar en otra cosa. Voy a sentarme en silencio. Si pudiera quedarme quieta. Si pudiera quedarme quieta. Tal vez pueda leer. Oh, todos los libros son acerca de personas que se aman verdadera y dulcemente. ¿Qué ganan escribiendo eso? ¿No saben que no es verdad? ¿Acaso no saben que es una mentira, una maldita mentira? ¿Por qué deben escribir esas cosas, si saben cómo duele? Malditos sean, malditos, malditos.
No lo haré. Voy a estar tranquila. Esto no es nada para alterarse. Mira. Supón que fuera alguien que no conozco muy bien. Supón que fuera otra chica. Entonces marcaría el teléfono y diría: "Bueno, por amor de Dios, ¿qué te ha pasado?" Eso haría, sin pensarlo apenas. ¿No puedo ser casual y natural solo porque lo amo? Puedo serlo. Honestamente, puedo serlo. Lo llamaré, y seré tan ligera y agradable. A ver si no lo haré, Dios. Oh, no dejes que lo llame. No, no, no.
Dios, ¿realmente no vas a dejar que llame? ¿Seguro, Dios? ¿No podrías, por favor, ceder? ¿No? Ni siquiera te pido que dejes que llame ahora, Dios, solo que lo haga dentro de un rato. Voy a contar quinientos de cinco en cinco. Voy a hacerlo despacio y con parsimonia. Si no ha telefoneado entonces, lo llamaré. Lo haré. Oh, por favor, querido Dios, querido Dios misericordioso, mi Padre bienaventurado en el cielo, ¡que llame antes de entonces! Por favor, Dios. Por favor.
Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco...
Dorothy Parker (1893-1967). Una llamada telefónica (A Telephone Call, The Bookman, 1928).
Dorothy Parker


A Telephone Call
Please, God, let him telephone me now. Dear God, let him call me now. I won't ask anything else of You, truly I won't. It isn't very much to ask. It would be so little to You, God, such a little, little thing. Only let him telephone now. Please, God. Please, please, please.
If I didn't think about it, maybe the telephone might ring. Sometimes it does that. If I could think of something else. If I could think of something else. Knobby if I counted five hundred by fives, it might ring by that time. I'll count slowly. I won't cheat. And if it rings when I get to three hundred, I won't stop; I won't answer it until I get to five hundred. Five, ten, fifteen, twenty, twenty-five, thirty, thirty-five, forty, forty-five, fifty.... Oh, please ring. Please.
This is the last time I'll look at the clock. I will not look at it again. It's ten minutes past seven. He said he would telephone at five o'clock. "I'll call you at five, darling." I think that's where he said "darling." I'm almost sure he said it there. I know he called me "darling" twice, and the other time was when he said good-by. "Good-by, darling." He was busy, and he can't say much in the office, but he called me "darling" twice. He couldn't have minded my calling him up. I know you shouldn't keep telephoning them--I know they don't like that. When you do that they know you are thinking about them and wanting them, and that makes them hate you. But I hadn't talked to him in three days-not in three days. And all I did was ask him how he was; it was just the way anybody might have called him up. He couldn't have minded that. He couldn't have thought I was bothering him. "No, of course you're not," he said. And he said he'd telephone me. He didn't have to say that. I didn't ask him to, truly I didn't. I'm sure I didn't. I don't think he would say he'd telephone me, and then just never do it. Please don't let him do that, God. Please don't.
"I'll call you at five, darling." "Good-by, darling.,' He was busy, and he was in a hurry, and there were people around him, but he called me "darling" twice. That's mine, that's mine. I have that, even if I never see him again. Oh, but that's so little. That isn't enough. Nothing's enough, if I never see him again. Please let me see him again, God. Please, I want him so much. I want him so much. I'll be good, God. I will try to be better, I will, If you will let me see him again. If You will let him telephone me. Oh, let him telephone me now.
Ah, don't let my prayer seem too little to You, God. You sit up there, so white and old, with all the angels about You and the stars slipping by. And I come to You with a prayer about a telephone call. Ah, don't laugh, God. You see, You don't know how it feels. You're so safe, there on Your throne, with the blue swirling under You. Nothing can touch You; no one can twist Your heart in his hands. This is suffering, God, this is bad, bad suffering. Won't You help me? For Your Son's sake, help me. You said You would do whatever was asked of You in His name. Oh, God, in the name of Thine only beloved Son, Jesus Christ, our Lord, let him telephone me now.
I must stop this. I mustn't be this way. Look. Suppose a young man says he'll call a girl up, and then something happens, and he doesn't. That isn't so terrible, is it? Why, it's gong on all over the world, right this minute. Oh, what do I care what's going on all over the world? Why can't that telephone ring? Why can't it, why can't it? Couldn't you ring? Ah, please, couldn't you? You damned, ugly, shiny thing. It would hurt you to ring, wouldn't it? Oh, that would hurt you. Damn you, I'll pull your filthy roots out of the wall, I'll smash your smug black face in little bits. Damn you to hell.
No, no, no. I must stop. I must think about something else. This is what I'll do. I'll put the clock in the other room. Then I can't look at it. If I do have to look at it, then I'll have to walk into the bedroom, and that will be something to do. Maybe, before I look at it again, he will call me. I'll be so sweet to him, if he calls me. If he says he can't see me tonight, I'll say, "Why, that's all right, dear. Why, of course it's all right." I'll be the way I was when I first met him. Then maybe he'll like me again. I was always sweet, at first. Oh, it's so easy to be sweet to people before you love them.
I think he must still like me a little. He couldn't have called me "darling" twice today, if he didn't still like me a little. It isn't all gone, if he still likes me a little; even if it's only a little, little bit. You see, God, if You would just let him telephone me, I wouldn't have to ask You anything more. I would be sweet to him, I would be gay, I would be just the way I used to be, and then he would love me again. And then I would never have to ask You for anything more. Don't You see, God? So won't You please let him telephone me? Won't You please, please, please?
Are You punishing me, God, because I've been bad? Are You angry with me because I did that? Oh, but, God, there are so many bad people --You could not be hard only to me. And it wasn't very bad; it couldn't have been bad. We didn't hurt anybody, God. Things are only bad when they hurt people. We didn't hurt one single soul; You know that. You know it wasn't bad, don't You, God? So won't You let him telephone me now?
If he doesn't telephone me, I'll know God is angry with me. I'll count five hundred by fives, and if he hasn't called me then, I will know God isn't going to help me, ever again. That will be the sign. Five, ten, fifteen, twenty, twenty-five, thirty, thirty-five, forty, forty-five, fifty, fifty-five. . . It was bad. I knew it was bad. All right, God, send me to hell. You think You're frightening me with Your hell, don't You? You think. Your hell is worse than mine.
I mustn't. I mustn't do this. Suppose he's a little late calling me up --that's nothing to get hysterical about. Maybe he isn't going to call--maybe he's coming straight up here without telephoning. He'll be cross if he sees I have been crying. They don't like you to cry. He doesn't cry. I wish to God I could make him cry. I wish I could make him cry and tread the floor and feel his heart heavy and big and festering in him. I wish I could hurt him like hell.
He doesn't wish that about me. I don't think he even knows how he makes me feel. I wish he could know, without my telling him. They don't like you to tell them they've made you cry. They don't like you to tell them you're unhappy because of them. If you do, they think you're possessive and exacting. And then they hate you. They hate you whenever you say anything you really think. You always have to keep playing little games. Oh, I thought we didn't have to; I thought this was so big I could say whatever I meant. I guess you can't, ever. I guess there isn't ever anything big enough for that. Oh, if he would just telephone, I wouldn't tell him I had been sad about him. They hate sad people. I would be so sweet and so gay, he couldn't help but like me. If he would only telephone. If he would only telephone.
Maybe that's what he is doing. Maybe he is coming on here without calling me up. Maybe he's on his way now. Something might have happened to him. No, nothing could ever happen to him. I can't picture anything happening to him. I never picture him run over. I never see him lying still and long and dead. I wish he were dead. That's a terrible wish. That's a lovely wish. If he were dead, he would be mine. If he were dead, I would never think of now and the last few weeks. I would remember only the lovely times. It would be all beautiful. I wish he were dead. I wish he were dead, dead, dead.
This is silly. It's silly to go wishing people were dead just because they don't call you up the very minute they said they would. Maybe the clock's fast; I don't know whether it's right. Maybe he's hardly late at all. Anything could have made him a little late. Maybe he had to stay at his office. Maybe he went home, to call me up from there, and somebody came in. He doesn't like to telephone me in front of people. Maybe he's worried, just alittle, little bit, about keeping me waiting. He might even hope that I would call him up. I could do that. I could telephone him.
I mustn't. I mustn't, I mustn't. Oh, God, please don't let me telephone him. Please keep me from doing that. I know, God, just as well as You do, that if he were worried about me, he'd telephone no matter where he was or how many people there were around him. Please make me know that, God. I don't ask YOU to make it easy for me--You can't do that, for all that You could make a world. Only let me know it, God. Don't let me go on hoping. Don't let me say comforting things to myself. Please don't let me hope, dear God. Please don't.
I won't telephone him. I'll never telephone him again as long as I live. He'll rot in hell, before I'll call him up. You don't have to give me strength, God; I have it myself. If he wanted me, he could get me. He knows where I ram. He knows I'm waiting here. He's so sure of me, so sure. I wonder why they hate you, as soon as they are sure of you. I should think it would be so sweet to be sure.
It would be so easy to telephone him. Then I'd know. Maybe it wouldn't be a foolish thing to do. Maybe he wouldn't mind. Maybe he'd like it. Maybe he has been trying to get me. Sometimes people try and try to get you on the telephone, and they say the number doesn't answer. I'm not just saying that to help myself; that really happens. You know that really happens, God. Oh, God, keep me away from that telephone. Kcep me away. Let me still have just a little bit of pride. I think I'm going to need it, God. I think it will be all I'll have.
Oh, what does pride matter, when I can't stand it if I don't talk to him? Pride like that is such a silly, shabby little thing. The real pride, the big pride, is in having no pride. I'm not saying that just because I want to call him. I am not. That's true, I know that's true. I will be big. I will be beyond little prides.
Please, God, keep me from, telephoning him. Please, God.
I don't see what pride has to do with it. This is such a little thing, for me to be bringing in pride, for me to be making such a fuss about. I may have misunderstood him. Maybe he said for me to call him up, at five. "Call me at five, darling." He could have said that, perfectly well. It's so possible that I didn't hear him right. "Call me at five, darling." I'm almost sure that's what he said. God, don't let me talk this way to myself. Make me know, please make me know.
I'll think about something else. I'll just sit quietly. If I could sit still. If I could sit still. Maybe I could read. Oh, all the books are about people who love each other, truly and sweetly. What do they want to write about that for? Don't they know it isn't tree? Don't they know it's a lie, it's a God damned lie? What do they have to tell about that for, when they know how it hurts? Damn them, damn them, damn them.
I won't. I'll be quiet. This is nothing to get excited about. Look. Suppose he were someone I didn't know very well. Suppose he were another girl. Then I d just telephone and say, "Well, for goodness' sake, what happened to you?" That's what I'd do, and I'd never even think about it. Why can't I be casual and natural, just because I love him? I can be. Honestly, I can be. I'll call him up, and be so easy and pleasant. You see if I won't, God. Oh, don't let me call him. Don't, don't, don't.
God, aren't You really going to let him call me? Are You sure, God? Couldn't You please relent? Couldn't You? I don't even ask You to let him telephone me this minute, God; only let him do it in a little while. I'll count five hundred by fives. I'll do it so slowly and so fairly. If he hasn't telephoned then, I'll call him. I will. Oh, please, dear God, dear kind God, my blessed Father in Heaven, let him call before then. Please, God. Please.
Five, ten, fifteen, twenty, twentyfive, thirty, thirty-five.
Dorothy Parker (1893-1967). A Telephone Call, The Bookman, 1928.

Katya Adaui, La calle es ahora más corta

La calle es ahora más corta
Había que sacar a los chicos. Los cuentos se agotan, las historias se repiten. Son como los perros los niños, ¿sabe? Cánsalos de día, dormirán de corrido toda la noche.
Mariana de ratona, Gabo de elefante. Los disfraces de las actuaciones del colegio, maleables por el uso, durarían años. ¿A quién no emocionan los niños imitando? Es tan difícil perder a la madre. Esto del Halloween lo hacían con Ana. Yo no sirvo para andar por ahí jodiendo con el timbre, molestando ancianos, vecinos en bata. Soy también un vecino en bata, un anciano. Me sentía el chofer, entrenado para llevarlos de ida y vuelta, solo ida, solo vuelta, al silencio. Yo tampoco hablaba evitando mentir: “Algún día comprenderán todo”.
Mis hijos perdían amigos (a su edad todavía es fácil hacerlos), regresaban con moretones, les enseñé a defenderse: “Si te empujan, tú empujas”. Los familiares de sus compañeros me ofrecen ayuda en caso necesite cualquier cosa. Nunca tengo claro a qué se refieren. Mariana y Gabo dejaron de ser “la mayor” y “el menor”. ¿Con quién podría llamarlos así? Ana me dejó solo tratando de hacer cualquier cosa lo mejor posible. Con lo del seguro fue previsora, mucho más que yo. Tengo el dinero de un par de años. Mi prioridad, Mariana y Gabo. Complacer. Distraer. Llevo la cuenta, un mes sin “¿qué hacemos para que vuelva mamá?”.
Ana no resucitará, aprendí. Maldito Halloween. Por estas fechas aumentan los secuestros de niños, dicen. Te volteas y ya no están. Te volteas y tienen otra familia. Uno se refugia en la enorme habitación vacía sosteniendo una foto, un recuerdo sin testigos: “Este era...”. ¿Cómo privarme de ver a mis hijos transformados en seres sin preguntas? Nos queda el presente.
Mariana muestra un trozo de queso en la mano orgullosa. Gabo hunde un dedo en la hinchada barriga de espuma, el ruido gris de una burbuja reventando (este recuerdo: los elefantes huérfanos sobreviven si se les amarra una colcha alrededor del lomo, es el ondulante peso de la trompa materna amparando… la misma colcha elegida una y otra vez). ¿Debo pintarme bigotes, rugir alto? Mudar la bata por camisa y pantalón. Verme azorado, respetable, dudoso. Un padre. Que los vecinos admitan: conseguirán mirar lo que está vivo. Ana lo hacía tan bien. Antes de salir advierto: “Solo tocaremos los timbres de las casas, olvídense de los edificios”.
–¿Por qué, papá?
–Si se perdieran por los pasillos, ¿qué sería de ustedes sin mí? Lo que callo: ¿Qué sería de mí sin ellos?
Despliegan las bolsas. Delante de las puertas ensayan ejercicios de paciencia enumerando sin equivocarse: Escucho algo, dice Mariana. ¡Ya vienen!, dice Gabo. Ojos febriles. Animales enjaulados creyendo que todo es comestible. Todo alimenta.
Siento un pavor hondo: ¿y qué puedo hacer? Soy alguien que espera. Un amado muere, uno llora la propia muerte. Observo agazapado. A las puertas, a los niños.
Mis hijos ríen y la noche, ríen y la vida.
Su alegría es una opción. Tocamos todos los timbres. Despertamos resistencias, nuestras bolsas insisten: “seremos escuchados”. Con agilidad de tortuga recojo del suelo caramelos esquivantes, uno por uno caen granizando, me digo: la tranquilidad, autorizándome un tiempo de piñatas, las manos infinitas abarcando todo. Debajo de las ventanas gritamos a la sombra de luces brillantes adivinando miradas altísimas, canciones escapándose de un circo. Irresistibles, deseantes. Son mis hijos.
Después sabrán que soy, por ahora, uno de ellos.
Katya Adaui, La calle es ahora más corta (Algo se nos ha escapado, Criatura Editora, 2013; Perú, Borrador Editores, 2011).
Katya Adaui








Algo se nos ha escapado
Katya Adaui

Borrador Editores, 2011
Katya Adaui
Katya Adaui (Lima, 1977). Es autora de la novela Nunca sabré lo que entiendo (Perú, Editorial Planeta 2014) y de los libros de cuentos Algo se nos ha escapado (Argentina y Uruguay, Criatura Editora, 2013; Perú, Borrador Editores, 2011) y Un accidente llamado familia (Perú, Editorial Matalamanga, 2007).

Voluntad de cambio

Brillantemente prologado por Rebeca Martín, el volumen Volver a las andadas nos ofrece una selección de cuentos representativos de la obra de Ricardo Doménech, algunos de ellos premiados en importantes certámenes.
Un matrimonio y su bebé de seis meses salen del pueblo, hambrientos y sin futuro, en busca de un trabajo en algún lugar cercano, pero un año de malas cosechas y la tiranía de los dueños de las tierras despiertan su rebeldía y los arrastran al delirio. Un pastor, cuya hija necesita una costosa operación en la ciudad, celebra con sus amigos su cambio de suerte y despierta las envidias. El narrador describe minuciosamente las escenas y diálogos que se suceden en una taberna madrileña. La mujer del collar de esmeraldas y ojos negros bellísimos, está en el interior de un restaurante de Nueva York, con música de fondo, atenta a todo lo que sucede a su alrededor; mientras, algo va cambiando con sutileza y la tensión crece. Una pareja que estrena un piso tiene problemas con los vecinos que golpean la pared cada vez que ellos hacen el mínimo ruido. En el ejército, en medio de un desfile, ocurre algo inverosímil. El Ministerio de Justicia puede ser un complejo e incomprensible laberinto, repleto de muebles y otros objetos, diseñado para humillar y dificultar el acceso de las personas. Muhammad al-Banna es un lingüista de El Cairo que, a causa de un accidente, vive recluido en su casa y tiene una peculiar forma de enseñar a sus discípulos. Un catedrático regresa ilusionado al pueblo de su infancia después de treinta años, pero los recuerdos no siempre coinciden con la realidad y sus expectativas quedan truncadas al verse rodeado por un ambiente extraño y hostil. Una rendija de luz en una puerta puede ser causa de desvelos y traer recuerdos de la niñez. Un actor descubre durante un rodaje que un colega suyo, que comienza a ser reconocido, guarda un gran parecido con él y, además, lo imita a la perfección. Cuando se emprende la tarea de ordenar un despacho que ha acumulado libros, revistas y montones de papeles durante años, uno nunca sabe a qué se puede enfrentar. 
En esta escogida selección de cuentos, ordenados cronológicamente, se puede apreciar una voluntad de cambio del autor, el deseo de no quedarse estancado o encasillado y de explorar nuevos territorios del relato. En los ambientes rurales, desde el realismo, sus relatos hacen crítica a situaciones de injusticia moral de la posguerra. Posteriormente, utiliza escenarios urbanos para plasmar, como una fotografía, las costumbres y lo cotidiano. Sin embargo, poco a poco, en los cuentos se van abriendo fisuras por las que se cuela lo desconocido y lo fantástico. En un momento, de la realidad conocida, surge un elemento sorprendente que la distorsiona y entra en conflicto con la razón, rematando el relato con un final redondo.










Volver a las andadas
Ricardo Doménech

Editorial Menoscuarto, 2014

Raymond Queneau, Obras completas de Sally Mara

XLVI
El primer obús se hundió en el césped del jardín de la Academia. Después estalló, salpicando de hierba y humus las copias de estatuas antiguas, estatuas de escayola adornadas con gigantescos pámpanos de zinc.
El segundo siguió el mismo camino. Se desprendieron algunos pámpanos.
El tercero desembocó en Lower Abbey Street, sobre un grupo de soldados británicos, a los que hizo migas.
El cuarto se le llevó la cabeza a Caffrey.
Raymond Queneau. Fragmento de Siempre somos demasiado buenos con las mujeres. Traducción: José Escué. En Obras completas de Sally Mara. Blackie Books, 2014

Raymond Queneau








Obras completas de Sally Mara
Raymond Queneau
Obertura: Enrique Vila-Matas
Traducción: Mauricio Wacquez, José Escué y Manuel Serrat Crespo
Blackie Books, 2014


Ramón Gómez de la Serna, La mujer de las manchas preciosas

La mujer de las manchas preciosas
El doctor de las enfermedades secretas se quedó maravillado cuando aquella enferma en su último grado entreabrió sus ropas. “Desnúdese más”, la dijo pálido de emoción, y vio que toda ella estaba llena de las más preciosas manchas, unas manchas de un verde oro como el verdín de las peñas que quedan en los rincones del mar, combinado con otros matices de un verdín de estatua oxidada o de serpiente maravillosamente verde, con reflejos metálicos. Sobre la carne blanca aquel verde resultaba vivo, humano, adorable, lleno de una simpatía extraordinaria, como con suavidades y tersuras de un leve terciopelo verde. Carne de Dafne era aquella carne, y el doctor perdió la cabeza ante aquella carne manchada y corrompida de un modo precioso y adorable, y, sabiendo cómo se corroería su vida por el contacto, pecó y unió su existencia y su muerte a la de aquella mujer de las manchas de un verde inefable.
Ramón Gómez de la Serna, La mujer de las manchas preciosas (Disparates y otros caprichos, Menoscuarto, 2005).

Ramón Gómez de la Serna










Disparates y otros caprichos
Ramón Gómez de la Serna

Menoscuarto, 2005

Desolación urbana

La muerte a veces sucede en medio del bullicio de la vida y entonces, la gran ciudad se muestra como un ser vivo amenazante. Thomas Wolfe escribe un relato extraño y lúcido, en el que nos plantea el problema de la desolación del hombre en las grandes ciudades a través de cuatro muertes fortuitas que el narrador observa.
Es un día soleado de abril, un hombre está detrás de un carrito vendiendo cigarrillos, comidas y bebidas y entonces ocurre: un camión hace una mala maniobra, se sale de la acera y lo aplasta; rápidamente policías, enfermeros y comerciantes hacen que todo vuelva a la normalidad como si allí no hubiera pasado nada. En el frío mes de febrero, a medianoche, un vagabundo de gran porte deambula borracho junto a un edificio en construcción, se golpea con unas vigas y cae como una losa; cerca de allí unos jóvenes se ríen al contemplar la escena. El mes de mayo regala a Nueva York días resplandecientes, la gente va de un lado para otro en oleadas como un reptil que avanza por las avenidas; cada persona, cada individuo, con su vida particular, con sus anhelos y sus problemas y, de forma inesperada, un accidente laboral hace caer al vacío a un hombre como una antorcha ardiendo. En el túnel del metro un hombre de aspecto harapiento que podría ser cualquier hombre, sin nada que lo distinga de millones de hombres, acurrucado en un banco, deja de moverse para siempre; es una muerte sencilla, sin la violencia de las anteriores, aunque igual de dramática y desasosegante. Estas son las cuatro historias sobre personajes anónimos que describe Wolfe con un estilo casi periodístico, pero, a la vez, cargado de poesía. Una lúcida reflexión sobre el sinsentido del ritmo de la vida moderna, de las prisas, de los empujones en el metro para entrar antes que los demás, con el asombro por la mirada distante con la que somos testigos del drama que sufren otros, sin pensar que, en cualquier momento, el azar puede convertirnos en inesperados protagonistas.
En este texto breve, el autor describe imágenes en ocasiones truculentas, poniendo en evidencia la fugacidad de la vida, sin renunciar al lirismo. Hay también una crítica a la frivolidad con la que la gente contempla la muerte, y hasta se ríe de ella, como si fuera algo ajeno a quienes lo hacen. Otras miradas se apartan para no ver, para evitar pensar en esa muerte que constantemente acecha, por eso hay siempre una premura por eliminar cualquier rastro que nos la recuerde. El azar, la fragilidad de lo humano, el anonimato de las grandes ciudades hace más palpable nuestra soledad. Pero como contrapunto, el humo, el olor a gasolina, la negrura del asfalto y el gris de los edificios se enfrentan en ocasiones al azul del cielo, al verdor de los árboles y al aroma de las flores. Esta novela es un acierto más de la editorial Periférica que nos acerca a las obras de algunos grandes autores que no deberían de pasar desapercibidas. De Thomas Wolfe dijo William Faulkner que era el mejor escritor de su generación y Hermana muerte uno de sus escritos más enigmáticos.









Hermana muerte
Thomas Wolfe

Editorial Periférica, 2014

Vladimir Nabokov, El puerto

El puerto
La peluquería, con su techo bajo, olía a rosas ajadas. Unos tábanos zumbaban pesados, insistentes. Los rayos de sol formaban charcos relucientes de miel fundida en el suelo, pellizcaban el cristal de las lociones con sus destellos, y se traslucían a través de la gran cortina de la entrada: una cortina de cuentas de arcilla enhebradas en cuerdas de bambú que se alternaban con cáñamo más grueso, y que se desintegraba en un estrépito iridiscente cada vez que alguien la apartaba a un lado para entrar. Ante él, en el espejo lóbrego, Nikitin vio su propio rostro atezado, los rizos brillantes y como esculpidos de su pelo, el destello de las tijeras que chirriaban sobre sus orejas, y sus ojos se concentraron, severos, como ocurre siempre cuando te miras en el espejo. Había llegado a este antiguo puerto del sur de Francia el día anterior, desde Constantinopla, donde la vida se le había empezado a volver insoportable. Aquella mañana había estado en el consulado de Rusia, y en la oficina de empleo, y había paseado sin rumbo por la ciudad, una ciudad que reptaba en pendiente hasta el mar por tortuosas callejuelas, y ahora, exhausto, postrado a causa del calor, había entrado allí a cortarse el pelo y a refrescarse la mente. El suelo en torno a su sillón estaba ya cubierto por pequeños ratones brillantes desparramados por todas partes: sus mechones cortados. El barbero tomó la espuma y la extendió en su mano. Un escalofrío delicioso le recorrió la coronilla al sentir los dedos del barbero que con firmeza le aplicaban la espesa espuma. A continuación, un corte helado lo sobresaltó, y una toalla esponjosa le cubrió el rostro y el pelo mojado.
Abriéndose paso con los hombros por la ondulante lluvia de la cortina, Nikitin salió a una avenida de considerable pendiente. El lado de la derecha estaba a la sombra; a la izquierda, un arroyo estrecho parpadeaba junto a la acera en un tórrido resplandor; una joven de pelo negro, desdentada y con pecas oscuras, recogía agua del arroyo hirviente en un cubo metálico que guachapeaba; y el arroyo, el sol, la sombra violeta, todo fluía y se derramaba hacia el mar: un paso más y, en la distancia, entre unos muros, se perfilaba su brillo compacto de zafiro. Eran pocos los peatones que caminaban por la zona de sombra. Nikitin se encontró con un negro que subía vestido con un uniforme colonial, cuyo rostro parecía un chanclo mojado. En la acera, una silla de paja acogía en su asiento a un gato que saltó en una especie de bote amortiguado. Una estridente voz provenzal empezó a charlotear atropelladamente en alguna ventana. Una persiana verde restallaba contra el marco de su ventana. En un puesto callejero, entre los moluscos púrpura que olían a algas marinas, los limones disparaban oro granulado.
Al llegar al mar, Nikitin se detuvo para mirar entusiasmado al denso azul que, en la distancia, se mudaba en plata cegadora, y también al juego de luces que delicadamente moteaba la gavia de un yate. Luego, incómodo con el calor, fue en busca de un pequeño restaurante ruso cuya dirección había anotado antes en un tablón de anuncios del consulado.
El restaurante, como la peluquería, no estaba demasiado limpio y hacía también mucho calor. Al fondo, en un amplio mostrador, se veían las frutas y los entremeses a través de olas de un percal grisáceo. Nikitin se sentó y estiró la espalda; la camisa se le pegaba a la piel. En la mesa vecina había dos rusos, evidentemente marineros de un barco francés, y, un poco más allá, un tipo solitario con gafas de montura metálica dorada que no paraba de hacer ruidos y de sorber la sopa con cada cucharada. La dueña, limpiándose las manos hinchadas con una toalla, miró al recién llegado con aire maternal. Dos cachorros lanudos jugaban en el suelo en un revoltijo de cuerpos y patas. Nikitin silbó y una vieja perra en estado lastimoso llegó hasta él y apoyó el hocico en su regazo.
Uno de los marineros se dirigió a él en tono pausado y sereno.
-Mándala a paseo. Te llenará de pulgas.
Nikitin acarició la cabeza de la perra y alzó sus ojos radiantes.
-No les tengo miedo... Constantinopla... Los cuarteles... Ya se pueden imaginar...
-¿Cuándo has llegado? -preguntó un marinero. Voz serena. Camiseta de malla. Tranquilo y competente. Pelo negro bien recortado en la nuca. Frente despejada. Aspecto general decente y plácido.
-Ayer por la noche -contestó Nikitin.
El borscht y el vino tinto peleón le hicieron sudar aún más. Le agradaba tener la oportunidad de relajarse y mantener una conversación tranquila. Los rayos de sol, ardientes, penetraban por el vano de la puerta junto con el brillo del arroyuelo del callejón; desde su esquina debajo del contador del gas, las gafas del viejo ruso centelleaban.
-¿Busca trabajo? -preguntó el otro marinero, que era de mediana edad, ojos azules, con un bigote color morsa pálida, y que también tenía un aspecto limpio y arreglado, al que sin duda contribuían el sol y el salitre marino.
Nikitin dijo con una sonrisa.
-Naturalmente que estoy buscando trabajo... Hoy fui a la oficina de empleo... Hay trabajo, necesitan gente para colocar postes telegráficos, para tejer guindalezas... Pero no acabo de decidirme...
-Ven a trabajar con nosotros -dijo el hombre moreno-. De fogonero o algo así. Ése sí que es un trabajo de hombres, te doy mi palabra... ¡Ah, ahora llegas, Lyalya, nuestros más profundos respetos!
Entró una joven con un sombrero blanco y un rostro dulce, pero sin ningún atractivo especial. Se abrió camino entre las mesas, sonriendo, primero a los cachorros, y luego a los marineros. Nikitin les había preguntado algo pero olvidó su pregunta al mirar a la chica y ver ese movimiento de sus caderas, en el que reconoció inequívocamente las cadencias de la mujer rusa. La dueña miró a su hija con ternura, como si estuviera diciendo: «¡Pobrecilla mía, qué cansada estás!», porque probablemente había pasado toda la mañana en una oficina, o en unos almacenes. Había en ella algo conmovedoramente doméstico que te llevaba a pensar en jabón de violetas o en un campamento de verano en medio de un bosque de abedules. Ni que decir tiene que Francia ya no estaba al otro lado de la puerta. Aquellos movimientos cimbreantes... Espejismos solares.
-No, no es nada complicado -seguía el marinero-. Funciona de la siguiente manera, coges un cubo de hierro y un pozo de carbón. Empiezas a raspar. Al principio suavemente, de manera que el carbón se deslice en el cubo por sí mismo, y luego rascas más fuerte. Cuando has llenado el cubo lo pones en una carretilla. Y lo haces rodar hasta el fogonero mayor. Un golpe de su pala y zas, la puerta del horno ha quedado abierta, un golpe de la misma pala y zas, ya está dentro el carbón, ya sabes, dispuesto de tal forma en abanico sobre el fuego que caiga proporcionadamente por todas partes. Trabajo de precisión. No le quites el ojo a la válvula, y ya sabes, si baja la presión...
En el marco de una de las ventanas que daba a la calle apareció la cabeza de un hombre vestido de blanco y con un panamá.
-¿Cómo estás, mi querida Lyalya?
Apoyó los codos en el alféizar de la ventana.
-Claro que hace mucho calor, en ese lugar es un horno de verdad, vas a trabajar sin ropa, sólo con unos pantalones y una camiseta de malla. La camiseta está negra cuando acabas de trabajar. Como te estaba diciendo, hablando de la presión, se forma una especie de «pelo» en el horno, una especie de incrustación dura como la piedra, que tienes que romper con un atizador así de largo. Es un trabajo duro. Pero después, cuando saltas a cubierta, el sol parece fresco incluso cuando estás en los trópicos. Entonces te duchas, y luego bajas a tu cuarto, directo a tu hamaca, y eso es el cielo, déjame que te diga...
Y mientras tanto, en la ventana:
-E insiste en que me vio en un coche, ¿entiendes? (Lyalya con una voz aguda y toda excitada.)
Su interlocutor, el caballero de blanco, seguía apoyado en el alféizar, en el exterior, el cuadrado de la ventana enmarcaba sus hombros redondeados y su rostro afeitado y suave, iluminado parcialmente por el sol; un ruso que había tenido suerte.
-Y me sigue diciendo que yo llevaba un vestido color lila, cuando ni siquiera tengo un vestido lila -gritaba Lyalya-, e insiste: «Zhay voo zasyur».
El marinero que había estado hablando con Nikitin se volvió y preguntó:
-¿No sabes hablar ruso?
El hombre de la ventana dijo:
-Conseguí traerte esta música, Lyalya. ¿Te acuerdas?
Y entonces se produjo un aura momentánea, y parecía que fuera casi deliberada, como si alguien se estuviera divirtiendo inventándose a esta chica, esta conversación, este pequeño restaurante ruso en un puerto extranjero, un aura de la cotidiana y querida Rusia provinciana, y en ese preciso momento, y debido a una milagrosa y secreta asociación mental, el mundo le pareció más grande a Nikitin, anheló atravesar los océanos, abordar bahías legendarias, escuchar indiscreto las almas de todas las gentes.
-¿Nos preguntaste cuál era nuestra ruta? Indochina -dijo espontáneamente el marinero.
Nikitin pensativo sacó un cigarrillo de la pitillera; en la tapa de madera tenía grabada un águila de oro.
-Debe ser maravilloso.
-¿Pues qué pensabas? Claro que lo es.
-Está bien. Cuéntamelo. Cuéntame algo de Shanghai o Colombo.
-¿Shanghai? La he visto. Cálidas lloviznas, arenas rojas. Tan húmeda como un invernadero. De Ceilán, sin embargo, apenas puedo hablar, no bajé a tierra a visitarla. Me tocaba guardia, sabes.
Con los hombros encogidos, el hombre de la chaqueta blanca le estaba diciendo algo a Lyalya a través de la ventana, suavemente, algo que parecía muy importante. Ella escuchaba, con la cabeza inclinada, acariciándole la oreja a la perra con una mano. La perra, sacando su lengua rosa como el fuego, jadeando alegre y rápida, miraba por el resquicio soleado de la puerta, debatiendo probablemente si merecía la pena salir a tumbarse al sol en el quicio caliente. Y tal parecía que la perra pensara en ruso.
-¿Y dónde tengo que ir a solicitar ese trabajo? -preguntó Nikitin.
El marinero le guiñó un ojo a su compañero como diciendo «Ya te lo decía yo, lo he convencido». A continuación dijo:
-Es muy sencillo. Mañana por la mañana a primera hora, con la fresca, vas al puerto viejo y al muelle dos, donde encontrarás al Jean-Bart. Habla con el piloto. Creo que te contratarán.
Nikitin se quedó observando con mirada cándida y también intensa la frente despejada e inteligente de aquel hombre.
-¿Y antes, en Rusia, en qué trabajabas? -preguntó.
El hombre se encogió de hombros y torció la boca en una sonrisa.
-¿Que qué es lo que era? Un estúpido -respondió por él el del bigote caído con su voz de barítono.
Más tarde, ambos se levantaron. El joven sacó la cartera que llevaba metida en los pantalones, detrás de la hebilla del cinturón, como los marineros franceses. Lyalya se acercó hasta ellos y les dio la mano (con la palma probablemente un punto húmeda) y algo ocurrió que la llevó a reírse en tonos agudos. Los cachorros seguían retozando en el suelo. El hombre de la ventana se dio la vuelta, silbando distraído y tierno. Nikitin pagó y salió despreocupado al aire libre.
Eran más o menos las cinco de la tarde. El azul del mar, entrevisto al final de las largas callejuelas, le hacía daño en los ojos. Las puertas circulares de los baños públicos ardían con el sol.
Volvió a su sórdido hotel y se dejó caer en la cama estirando despacio tras su nuca sus manos entrelazadas, en un estado de beatitud provocado por la borrachera solar. Soñó que volvía a ser un oficial, que caminaba por las colinas de Crimea cubiertas de arbustos de roble y de algodoncillo, segando a su paso las aterciopeladas cabezas de los cardos. Le despertó su propia risa; se despertó y la ventana ya se había tornado azul con el ocaso.
Se asomó al abismo de frescura, meditando: mujeres que pasean. Algunas de ellas rusas. Qué estrella tan grande.
Se alisó el cabello, se quitó el polvo de la punta de los zapatos con una esquina de la manta, comprobó que su cartera seguía en su sitio -sólo le quedaban cinco francos- y salió a vagar por las calles y a gozar de su solitaria ociosidad.
Con la caída de la noche todo había cobrado vida. A lo largo de las callejuelas que descendían hasta el mar, había gente sentada al aire libre, tomando el fresco. Una chica con un pañuelo de lentejuelas... Unas pestañas que no paraban de bailar... Un tendero con su buena barriga, sobre la que lucía un chaleco abierto que dejaba escapar el faldón de la camisa, fumaba sentado a horcajadas en una silla de paja, con los codos apoyados en el respaldo vuelto contra sí. Unos niños saltaban en cuclillas mientras intentaban que navegaran sus barquitos de papel a la luz de una farola, en el arroyuelo negro que corría junto a la estrecha acera. Olía a pescado y a vino. De las tabernas de los pescadores, que brillaban con un rayo amarillo, llegaba la música de unos organillos, el ruido de las palmas golpeando las mesas, gritos metálicos. Y, en la parte alta de la ciudad, a lo largo de la avenida principal, las masas nocturnas paseaban y se reían, y los finos tobillos de las mujeres junto con los zapatos blancos de los oficiales de marina brillaban en relámpagos bajo las nubes de acacias. Aquí y allí, como si fuera un despliegue de llamas de colores de fuegos artificiales que hubieran quedado petrificados, los cafés resplandecían en el atardecer púrpura. Las mesas circulares desplegadas allí mismo en la acera, las sombras de los arces reflejándose en los toldos de rayas, todo ello iluminado desde el interior. Nikitin se detuvo, fantaseando con una jarra de cerveza, fría como el hielo y consistente. Dentro, junto a las mesas, un violín desgranaba sus notas como si fueran manos humanas, acompañado del hondo resonar de las olas de un arpa. Cuanto más banal es la música, más cerca se encuentra del corazón.
En una de las mesas del exterior se encontraba una buscona, toda vestida de verde, balanceando la pierna y jugando con la puntera de su zapato.
Me tomaré esa cerveza, decidió Nikitin. No, será mejor que no... Y luego, otra vez...
La mujer tenía ojos de muñeca. Había algo que le resultaba muy familiar en esos ojos, en esas piernas largas y bien torneadas. Se levantó de repente agarrándose al bolso, como si tuviera prisa por ir a algún sitio. Llevaba una especie de chaqueta larga de un tejido de seda esmeralda que se le pegaba a las caderas. Y se fue, entrecerrando los ojos al compás de la música.
Sería una coincidencia extraña, pensó Nikitin. Algo semejante a una estrella fugaz se precipitó en lo hondo de su memoria, y, olvidándose de su cerveza, la siguió en su camino a través de una callejuela oscura y brillante. Una farola alargaba su sombra. La sombra relampagueó al pasar por un muro y se perdió. Ella caminaba despacio y Nikitin tenía que contener su paso, temiendo, por alguna razón, alcanzarla.
Sí, no cabe duda... Dios, esto es maravilloso.
La mujer se detuvo en el bordillo de la acera. Una bombilla carmesí ardía sobre una puerta negra. Nikitin pasó por delante, volvió, rodeó a la mujer y se detuvo. Con una risa arrullante ella pronunció un término francés para seducirlo.
En aquella luz macilenta, Nikitin vio su rostro hermoso y fatigado y el brillo húmedo de sus dientes diminutos.
-Escucha -le dijo en ruso, sencilla y suavemente-. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, así que ¿por qué no hablar en nuestra lengua?
Ella arqueó las cejas.
-¿Inglés? ¿Hablas inglés?
Nikitin la miró atentamente y luego repitió con una nota de desesperación.
-Vamos, tú sabes que yo lo sé.
-¿Entonces, eres polaco? -preguntó la mujer, arrastrando la última sílaba como hacen en el sur.
Nikitin la dejó estar con una sonrisa sardónica, le embutió en la mano un billete de cinco francos, y desapareció rápidamente cruzando la plaza. Un instante después oyó unas pisadas rápidas tras de sí, y una respiración entrecortada, y también el roce de un vestido. Se volvió a mirar. No había nadie. La plaza estaba oscura y desierta. Una hoja de periódico volaba por las baldosas de la plaza impulsada por el viento de la noche.
Suspiró, volvió a sonreír una vez más, se embutió las manos en los bolsillos, y mirando a las estrellas, que lucían y desaparecían como impulsadas por unos fuelles gigantes, empezó a bajar caminando hacia el mar. Se sentó en el viejo muelle con los pies colgando sobre el agua, contemplando el movimiento rítmico de las olas iluminadas por la luna, y se quedó así sentado durante mucho rato, con la cabeza hacia atrás, apoyada en las palmas de las manos.
Una estrella fugaz cayó despedida, repentina como un latido perdido del corazón. Una fuerte ráfaga de viento, limpia, le atravesó el cabello, pálido en el resplandor nocturno.
Vladimir Nabokov, El puerto (1924).


Vladimir Nabokov

Espejos de la sociedad

No descubro nada cuando afirmo que Manuel Moya es un escritor comprometido con este tiempo, tan tumultuoso como cualquier otro, al que, por encima de todo, le interesa la gente y cómo ésta se desenvuelve en el día a día. De su inconformismo crítico surge la necesidad de contar para mostrar situaciones a las que, a veces, no queremos o no nos gusta mirar. La ficción es también una buena forma de invitarnos a reflexionar sobre nuestra manera particular de encarar determinadas situaciones sociales. No importa que lo exprese en forma de poemas, de novelas o de cuentos porque, al final, lo que logra es mostrarnos vidas y escenarios que pueden estar o no ocultos a nuestros ojos, pero que, en cualquier caso, resultan significativos al revelarlos con el ángulo inusual y a veces sorprendente desde el que contempla el mundo.
Coincide en estos meses que ven la luz dos de sus últimas obras: el libro de relatos Ningún espejo, publicado en El Rodeo Ediciones y la colección de microcuentos titulado Caza mayor, que ha editado Baile del Sol. En ambos casos se trata de una literatura reivindicativa, dentro de una corriente neorrealista, que nos obliga a abrir los ojos para enfrentarnos a la mirada de los perdedores, de los desfavorecidos, de los excluidos de la sociedad feliz, de los que no encuentran consuelo en un universo que se ha construido sin contar con ellos. Sus propuestas ingeniosas unas veces nos despiertan la sonrisa, otras nos incomodan cuando se adivinan situaciones perturbadoras a las que sería más fácil no mirar y nos empuja a plantear la responsabilidad ética que tenemos hacia ellas.
Ningún espejo es una colección de quince relatos vertebrados por problemas comunes en nuestra sociedad. En la superficie, son historias cotidianas que tienen protagonistas humildes, pero en todas ellas subyace otra historia más profunda que demanda la atención del lector. La fatalidad que ronda su vida, la necesidad de tener que lidiar constantemente contra las adversidades y la tremenda soledad, son características comunes en los personajes de Moya que, a pesar de su impotencia y desconsuelo, llegan a conformarse con su suerte. En sus historias se pone de manifiesto la ceguera de la sociedad ante las cosas sencillas que ofrece la naturaleza, donde los anhelos y la esperanza por conseguir un futuro algo mejor son el motor de la vida de estos personajes que no siempre pueden evitar caer en la desesperación, de extrañarse ante una sociedad que no les resulta amable. La crisis económica y de valores, el problema de la emigración, la fidelidad de las parejas, las relaciones sentimentales, la forma de asumir la muerte, el desempleo o la drogadicción forman parte del elenco de temas que preocupan al autor. Su escritura se basa en una atenta observación no sólo de lo que le rodea sino de cómo se cuenta. Así, utiliza monólogos —a veces sin un solo punto en el texto—, con jergas y formas marginales de expresión en personajes a los que siempre trata con ternura. En alguna ocasión los relatos se cruzan o se continúan, Hay cuentos entrañables como “Cerezas”, donde un anciano, que vive en una chabola y cuida un cerezo con la ilusión de que sus nietos puedan verlo, observa cómo la ciudad, en su crecimiento, va engullendo los suburbios de forma amenazante y las nuevas tecnologías ciegan la belleza natural y apagan sus sueños. Otros son originales por la forma con la que son narrados como “Bailar, bailar”, cuya joven protagonista, a la que le atraen los hombres con olor a árbol recién cortado, solo quiere bailar, bailar y huir. La mayor parte de los relatos invitan a considerar nuestra manera de vivir o de morir y esto es muy palpable en "Girasoles" que narra la coincidencia de dos enfermos terminales en una sala de hospital; el lamento de uno de ellos, cuyas creencias religiosas no logran consolar, pone en evidencia dos visiones muy distintas de la vida. Destacan también con fuerza "Los planes de Álvaro", en el que dos hombres, con una amistad forjada en su juventud, vuelven a encontrarse después de muchos años, en los que los deseos de cambiar el mundo se han ido extinguiendo. O los que se desarrollan en un ambiente de drogadicción como “Ratas”, donde se vive un drama romántico actualizado de Romeo y Julieta y “El ahogado”. Pero son especialmente memorables “Sacrificio”, un cuento muy carveriano y el emocionante y desgarrador “Corina”. Son relatos, en definitiva, de gran contenido humano. 
Ricardo Piglia mantiene la tesis de que todo cuento cuenta dos historias, una evidente y otra sumergida, insinuada, que otorga sentido profundo a la superficie del relato. Los cuentos de Manuel Moya son un claro ejemplo de ello porque narran una historia dentro de otra y, casi siempre, lo subterráneo, es lo que más nos conmueve, aquello que nos provoca un movimiento involuntario de desasosiego e inquietud. 
Esta doble lectura aparece también con frecuencia en los microcuentos de Caza mayor, donde el mensaje principal en ocasiones se sostiene con los silencios. Este libro reúne piezas más experimentales, más lúdicas, pero en las que siguen estando presentes las denuncias ante las desigualdades sociales, los ambientes marginales y los abismos a los que se asoman personajes laterales, desubicados y desnortados, los actuales Homo sacer, que no encuentran su lugar dentro de una sociedad cada vez más ciega y más sorda. Aquí Moya nos demuestra su destreza como ilusionista, con microcuentos brillantes, inteligentes, audaces, surreales, provocadores y cargados de estímulos. Al igual que decía Cortázar, entiende la literatura como un juego, irreverente a las normas que se pretenden establecer y eximiéndola de toda solemnidad. Caza mayor es el primer libro de Manuel Moya dedicado íntegramente al microcuento aunque las fronteras que definen el género no están claras en muchos de los textos. En la "Nota final" el autor nos advierte que algunos de estos escritos plantean razonables objeciones al género y que con ello pretende explorar sus fronteras, por otro lado, nunca bien perfiladas. Este juego literario cargado de creatividad verbal e ingenio —donde no faltan variaciones, los giros y la reescritura de algunos relatos—, permite aflorar el asombro ante la vida y ante el comportamiento de los hombres, un desconcierto que se evidencia desde la realidad deformada y se resuelve con humor, con fina ironía y con sorpresa. Aquí, nuevamente, nos muestra su mirada atenta, su gran capacidad para observar y para mostrar con dura claridad lo que sucede a nuestro alrededor. No son textos amables, ni razonables, sus palabras buscan la provocación, zarandear nuestra conciencia, incitarnos a evitar la imparcialidad.
Si en Ningún espejo se puede intuir la presencia de Faulkner, Carver, Benet, Sánchez Ferlosio o Aldecoa, en Caza mayor se rinde un homenaje explícito a autores como Kafka o Monterroso, entre otros. En ambos libros, los cuentos y microcuentos de Moya, nos invitan a reflexionar sobre el mundo que hemos hecho y hasta consigue hacer revolución con las palabras. Aquí se hace tangible la reflexión de Emile Zola cuando afirmaba que algunas obras literarias dicen más sobre el hombre y sobre la naturaleza que los grandes estudios de filosofía o de historia.












Ningún espejo
Manuel Moya
El Rodeo Ediciones, 2014















Caza mayor
Manuel Moya
Baile del Sol, 2014