La belleza de lo efímero

Las palabras que describen lo efímero han de ser livianas como las plumas de un pájaro que se desprenden cuando es perseguido por un gato, como los pétalos de una flor que descansa sobre un jarrón o como las gotas que quedan prendidas en la ventana mientras llueve. De un texto muy breve de Julio Cortázar, que forma parte de Historias de Cronopios y de Famas, Nórdica ha publicado un libro bellísimo con ilustraciones de Elena Odriozola (Premio Nacional de Ilustración, 2015) titulado Aplastamiento de las gotas. Entre la lluvia hay gotas singulares que, como dotadas de vida, se aferran al marco de la ventana para retrasar la necesaria caída, mientras que otras sucumben rápidamente a lo inevitable y se desploman para al instante desaparecer.
En este libro Cortázar nos habla de una forma poética de la levedad y de la singularidad acompañado de las ilustraciones de Odriozola cuyos personajes parecen dispuestos a contemplar lo cotidiano y a asumir lo ineludible.
La editorial Nórdica destaca por el extremo cuidado que pone en la edición de todos sus libros y hace que la lectura siempre tenga un placer añadido.










Aplastamiento de las gotas
Julio Cortázar y Elena Odriozola
Nórdica, 2016.

Paisajes de soledad

«Abre bien los ojos, mira». Con esta cita de Julio Verne arranca el volumen de José María Martín construido con diecinueve textos que descubren la inmensidad de algunos paisajes y la soledad de quienes los habitan.
Los coches que se acumulan en un desguace esconden las historias de los hombres y mujeres que los han ocupado, con sus deseos y sus frustraciones, con sus logros y sus fracasos: ecos de conversaciones que se han extinguido. Algunos indicios como un golpe en el frontal de la carrocería, el hallazgo de un mapa o unos souvenirs pueden darnos pistas para reconstruir parte de las vidas en las que el azar es un condicionante. 
Los protagonistas de las narraciones atraviesan largas y desérticas carreteras de Estados Unidos, deambulan en paralelo por las calles de Tokio, recorren las dehesas de Extremadura acompañados de recuerdos, viajan a Corea, a la base militar en la que Marilyn cantó a las tropas americanas, o navegan por última vez entre Crimea y un puerto de Rusia. El viaje, el trayecto, es el primer lazo que une estos relatos. Cada personaje que se cruza en la carretera tiene una historia de amor, de desengaño, de nostalgias y de deseos por cumplir. Los paisajes no son un simple telón de fondo, sino una parte tan trascendental como los propios actores que deambulan a través de ellos. 
Lo casual es más que un recurso argumental en estos cuentos porque contribuye a enlazarlos y a dar solidez a una red tejida con historias incompletas, fragmentarias. Como sucede en la vida real, las decisiones de algunos personajes, a veces tomadas con pasión, pueden alterar la vida de otros ajenos. Aquí, por tanto, lo casual no mitiga ni amenaza la verosimilitud de las narraciones, al contrario, les otorga una vitalidad e incita a seguir leyendo. A veces la relación entre relatos es tan simple como una frase, un pensamiento que coincide entre personajes desilusionados para los que «la vida es un telefilme de bajo presupuesto».
José María Martín invita al lector a convertirse en un observador de mirada atenta para entender lo que subyace en sus cuentos. Son historias realistas que abrazan la influencia americana ―con todos los mitos y los tópicos de nuestra generación― con argumentos que se desarrollan a lo largo de un entramado de viajes. Sus recorridos, llenos de emociones, sin renunciar a ciertos elementos cómicos, muestran la desolación en la que vivimos, dentro de un mundo globalizado, rodeados de una tecnología que no es capaz de romper las barreras de la soledad. Se intercalan textos breves cercanos a lo periodístico que aportan información para complementar a otros cuentos. 
Bandaàparte Editores, dentro de su colección dedicada a autores llegados de disciplinas diferentes a las que consideramos propias de un escritor, nos presenta una edición muy cuidada, llena de detalles que hace que la experiencia de la lectura vaya más allá de las historias que se narran.










Suroeste You
José María Martín
Bandaàparte Ediciones

El guardagujas, Juan José Arreola

El guardagujas
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
―Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
―¿Lleva usted poco tiempo en este país?
―Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
―Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros ―y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
―Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
―Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
―¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
―Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
―Por favor...
―Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
―Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
―Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
―¿Me llevará ese tren a T.?
―¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
―Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
―Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
―Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
―El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
―Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
―Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
―¿Cómo es eso?
―En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero ―lujosamente embalsamado― en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera ―es otra de las previsiones de la empresa― se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles; allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
―¡Santo Dios!
―Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo juntos, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
―¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
―Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
―¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
―¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
―¿Y la policía no interviene?
―Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
―Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
―Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
―Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
―Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
―¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
―Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
―¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación, perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
―Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
―En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
―¿Y eso qué objeto tiene?
―Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
―Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
―Yo, señor, solo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: «Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual», dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
―¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
―¿Es el tren? ―preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
―¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
―¡X! ―contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudentemente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

Juan José Arreola, El guardagujas (Confabulario).

Juan José Arreola

La aventura, Manuel Moya

La aventura
Una vez alcanzado su objetivo, se verá usted en una especie de catedral oscura en la que, sin embargo, todo le parecerá iluminado por una sensación extraña que a falta de otra palabra más precisa denominaremos amor, de manera que a usted le parecerá flotar sobre sí mismo, pero no nos engañemos, pronto advertirá que la reluctante catedral se irá cerrando a su alrededor como una concha marina, hasta casi asfixiarlo, de forma que usted se pasará las horas y los días buscando una salida y esa salida dará directamente a unos bellos jardines a los que yo prefiero llamar del laberinto y otros del Edén, y de cuyos árboles cuelga, generosa, la fruta de la inmortalidad, y puedo asegurarle que allí caminará libre, espontáneo, como un príncipe, hasta que acuciado por hermosos, casi insufribles cantos, usted irá dejando atrás ese jardín, y, pronto, casi sin advertirlo, atisbará en el horizonte un coro de hermosísimas y sibilantes sirenas (otros le hablarán de manzanas y serpientes enroscadas en los árboles) que entretendrán y darán fulgor a sus horas, pero advirtiendo que las sirenas son tediosas y absorbentes, usted querrá alejarse unos metros para descansar junto a un tronco de bellísimo y acolchado musgo, si bien su descanso pronto se verá interrumpido por algo así como mugidos lejanos, a los que su curiosidad y su hastío irán acercando, aunque ya se lo advierto, cuando por fin usted sepa de dónde provienen, daría mil vidas por regresar a las sirenas, puesto que si algo queda claro en este laberinto es el hecho de que en él no se contempla la posibilidad de un regreso, pues en el fondo, todo en él está concebido para que por fin, entre el polvo que levantan sus pezuñas, se encuentre usted ante el rugiente y grande Minotauro, al que todos hasta hoy se han rendido, pero yo sé que, aun sabiéndolo de mis labios, no querrá rendirse, en la esperanza de que usted sí logrará liberarse, de modo que es esta la razón por la que me he dirigido expresamente a usted, con el propósito de que corra más que nadie y sea un canalla si es preciso, pero al final sea aquel que dé alcance a ese óvulo.
Manuel Moya, La aventura (La Deuda Griega).

Manuel Moya