Parece una tontería
A Small, Good Thing
El sábado por la tarde fue a la pastelería del centro comercial. Después de mirar las fotografías de pasteles pegadas en las páginas de una especie de álbum, encargó uno de chocolate, el preferido de su hijo. El que escogió estaba adornado con una nave espacial y su plataforma de lanzamiento bajo una rociada de blancas estrellas, y con un planeta escarchado de color rojo en el otro extremo. El nombre del niño, SCOTTY, iría escrito en letras verdes bajo el planeta. El pastelero, que era un hombre mayor con cuello de toro, escuchó sin rechistar mientras ella le decía que el niño cumpliría ocho años el lunes siguiente. El pastelero llevaba un delantal blanco que parecía un guardapolvo. Los cordones le pasaban por debajo de los brazos, se cruzaban en la espalda y luego volvían otra vez delante, donde los había atado bajo su amplio vientre. Se secaba las manos en el delantal mientras la escuchaba. Seguía con la vista fija en las fotografías y la dejaba hablar. No la interrumpió. Acababa de llegar al trabajo y se iba a pasar toda la noche junto al horno, de modo que no tenía una gran prisa.
Ella le dio su nombre, Ann Weiss, y su número de teléfono. El pastel estaría hecho para el lunes por la mañana, recién sacado del horno, y con tiempo suficiente para la fiesta del niño, que era por la tarde. El pastelero no parecía animado. No hubo cortesía entre ellos, sólo las palabras justas, los datos indispensables. La hizo sentirse incómoda, y eso no le gustó. Mientras estaba inclinado sobre el mostrador con el lapicero en la mano, ella observó sus rasgos vulgares y se preguntó si habría hecho algo en la vida aparte de ser pastelero. Ella era madre, tenía treinta y tres años y le parecía que todo el mundo, sobre todo un hombre de la edad del pastelero, lo bastante mayor para ser su padre, debería haber tenido niños y conocer ese momento tan especial de las tartas y las fiestas de cumpleaños. Deberían de tener eso en común, pensó ella. Pero la trataba de una manera brusca; no grosera, simplemente brusca. Renunció a hacerse amiga suya. Miró hacia el fondo de la pastelería y vio una mesa de madera, grande y sólida, con moldes pasteleros de aluminio amontonados en un extremo; y, junto a la mesa, un recipiente de metal lleno de rejillas vacías. Había un horno enorme. Una radio tocaba música country-western.
El pastelero terminó de anotar los datos en la libreta de encargos y cerró el álbum de fotografías. La miró y dijo: —El lunes por la mañana.
Ella le dio las gracias y se volvió a su casa.
El lunes por la mañana, el niño del cumpleaños se dirigía andando a la escuela con un compañero. Se iban pasando una bolsa de patatas fritas, y el niño intentaba adivinar lo que su amigo le regalaría por la tarde. El niño bajó de la acera en un cruce, sin mirar, y fue inmediatamente atropellado por un coche. Cayó de lado, con la cabeza junto al bordillo y las piernas sobre la calzada. Tenía los ojos cerrados, pero movía las piernas como si tratara de subir por algún sitio. Su amigo soltó las patatas fritas y se puso a llorar. El coche recorrió unos treinta metros y se detuvo en medio de la calle. El conductor miró por encima del hombro. Esperó hasta que el muchacho se levantó tambaleante. Oscilaba un poco. Parecía atontado, pero ileso. El conductor puso el coche en marcha y se alejó.
El niño del cumpleaños no lloró, pero tampoco tenía nada que decir. No contestó cuando su amigo le preguntó qué pasaba cuando a uno le atropellaba un coche. Se fue andando a casa y su amigo continuó hacia el colegio. Pero, después de entrar y contárselo a su madre —que estaba sentada a su lado en el sofá diciendo: «Scotty, cariño, ¿estás seguro de que te encuentras bien?», y pensando en llamar al médico de todos modos—, se tumbó de pronto en el sofá, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ella, al ver que no podía despertarle, corrió al teléfono y llamó a su marido al trabajo. Howard le dijo que conservara la calma, que se mantuviera tranquila, y después pidió una ambulancia para su hijo y él, por su parte, se dirigió al hospital.
Desde luego, la fiesta de cumpleaños fue cancelada. El niño estaba en el hospital, conmocionado. Había vomitado y sus pulmones habían absorbido un líquido que sería necesario extraerle por la tarde. En aquellos momentos parecía sumido en un sueño muy profundo, pero no estaba en coma, según recalcó el doctor Francis cuando vio la expresión inquieta de los padres. A las once de la noche, cuando el niño parecía descansar bastante tranquilo después de muchos análisis y radiografías y no había nada más que hacer que esperar a que se despertara y volviera en sí, Howard salió del hospital. Ann y él no se habían movido del lado del niño desde la tarde, y se dirigía a casa a darse un baño y cambiarse de ropa.
—Volveré dentro de una hora —dijo.
Ella asintió con la cabeza.
—Muy bien —repuso—. Aquí estaré.
Howard la besó en la frente y se cogieron las manos. Ella se sentó en la silla, junto a la cama, y miró al niño. Esperaría a que se despertara, recuperado. Luego podría descansar.
Howard volvió a casa. Condujo muy deprisa por las calles mojadas; luego se dominó y aminoró la velocidad. Hasta entonces la vida le había ido bien y a su entera satisfacción: universidad, matrimonio, otro año de facultad para lograr una titulación superior en administración de empresas, miembro de una sociedad inversora. Padre. Era feliz y, hasta el momento, afortunado; era consciente de ello. Sus padres aún vivían, sus hermanos y su hermana estaban establecidos, sus amigos de universidad se habían dispersado para ocupar su puesto en la sociedad. Hasta el momento se había librado de la desgracia, de aquellas fuerzas cuya existencia conocía y que podían incapacitar o destruir a un hombre si la mala suerte se presentaba o si las cosas se ponían mal de repente. Se metió por el camino de entrada y paró. Le empezó a temblar la pierna izquierda. Se quedó en el coche un momento y trató de encarar la situación de manera racional. Un coche había atropellado a Scotty. El niño estaba en el hospital, pero él tenía la seguridad de que se pondría bien. Howard cerró los ojos y se pasó la mano por la cara. Bajó del coche y se dirigió a la puerta principal. El perro ladraba dentro de la casa. El teléfono sonaba con insistencia mientras él abría y buscaba a tientas el interruptor de la luz. No tenía que haber salido del hospital. No debía haberse marchado.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Descolgó el teléfono.
—¡Acabo de entrar por la puerta!
—Tenemos un pastel que no han recogido —dijo la voz al otro lado de la línea.
—¿Cómo dice? —preguntó Howard.
—Un pastel —repitió la voz—. Un pastel de dieciséis dólares.
Howard apretó el aparato contra la oreja, tratando de entender.
—No sé nada de un pastel —dijo—. ¿De qué me habla, por Dios?
—No me venga con ésas —dijo la voz.
Howard colgó. Fue a la cocina y se sirvió un whisky. Llamó al hospital. Pero el niño seguía en el mismo estado; dormía y no había habido cambio alguno. Mientras la bañera se llenaba, Howard se enjabonó la cara y se afeitó. Acababa de meterse en la bañera y de cerrar los ojos cuando volvió a sonar el teléfono. Salió de la bañera con dificultad, cogió una toalla y fue corriendo al teléfono diciéndose: «Idiota, idiota», por haberse marchado del hospital.
—¡Diga! —gritó al descolgar.
No se oyó nada al otro extremo de la línea. Entonces colgaron.
Llegó al hospital poco después de media noche. Ann seguía sentada en la silla, junto a la cama. Levantó la cabeza hacia Howard y luego miró de nuevo al niño. Scotty tenía los ojos cerrados y la cabeza vendada. La respiración era tranquila y regular. De un aparato que se alzaba cerca de la cama pendía una botella de glucosa con un tubo que iba de la botella al brazo del niño.
—¿Qué tal está? ¿Qué es todo eso? —preguntó Howard, señalando la glucosa y el tubo.
—Prescripción del doctor Francis —contestó ella—. Necesita alimento. Tiene que conservar las fuerzas. ¿Por qué no se despierta, Howard? Si está bien, no entiendo por qué.
Howard apoyó la mano en la nuca de Ann. Le acarició el pelo con los dedos.
—Se pondrá bien. Se despertará dentro de poco. El doctor Francis sabe lo que hace.
Al cabo del rato, añadió:
—Quizá deberías ir a casa y descansar un poco. Yo me quedaré aquí. Pero no hagas caso del chalado ese que no deja de llamar. Cuelga inmediatamente.
—¿Quién llama?
—No lo sé. Alguien que no tiene otra cosa que hacer que llamar a la gente. Vete ahora.
Ella meneó la cabeza.
—No —dijo—, estoy bien.
—Sí, pero ve a casa un rato y vienes a despertarme por la mañana. Todo irá bien. ¿Qué ha dicho el doctor Francis? Que Scotty se pondrá bien. No tenemos que preocuparnos. Está durmiendo, eso es todo.
Una enfermera abrió la puerta. Les saludó con la cabeza y se acercó a la cama. Sacó el brazo del niño de debajo de las sábanas, le cogió con los dedos la muñeca, le encontró el pulso y consultó el reloj. Al cabo de un momento volvió a meter el brazo bajo las sábanas y se acercó a los pies de la cama donde anotó algo en una tablilla.
—¿Qué tal está? —preguntó Ann.
La mano de Howard le pesaba en el hombro. Sentía la presión de sus dedos.
—Estado estacionario —dijo la enfermera—. El doctor volverá a pasar pronto. Acaba de llegar. Ahora está haciendo la ronda.
—Estaba diciéndole a mi mujer que podría ir a casa a descansar un poco —dijo Howard—. Después de que venga el doctor.
—Claro que sí —repuso la enfermera—. Creo que los dos podrían hacerlo perfectamente, si lo desean.
La enfermera era una escandinava alta y rubia. Hablaba con un poco de acento.
—Ya veremos lo que dice el doctor —dijo Ann—. Quiero hablar con él. No creo que deba seguir durmiendo así. Me parece que no es buena señal.
Se llevó la mano a los ojos e inclinó un poco la cabeza. La mano de Howard le apretó el hombro, luego se desplazó hacia su nuca y le dio un masaje en los músculos tensos.
—El doctor Francis vendrá dentro de unos minutos —dijo la enfermera, saliendo de la habitación.
Howard miró a su hijo durante unos momentos, el breve pecho que subía y bajaba con movimientos regulares bajo las sábanas. Por primera vez desde los terribles momentos que sucedieron a la llamada de Ann a su oficina, sintió que el miedo se apoderaba verdaderamente de él. Empezó a menear la cabeza. Scotty estaba bien, pero en vez de dormir en casa, en su cama, estaba en un hospital con la cabeza vendada y un tubo en el brazo. Y eso era lo que necesitaba en aquel momento.
Entró el doctor Francis y le estrechó la mano a Howard, aunque se habían visto unas horas antes. Ann se levantó de la silla.
—¿Doctor? —dijo.
—Ann —contestó él, saludándola con un movimiento de cabeza—. Veamos primero cómo va.
Se acercó a la cama y le tomó el pulso al niño. Le alzó un párpado y luego el otro. Howard y Ann, al lado del doctor, miraban. Luego el médico retiró las sábanas y escuchó el corazón y los pulmones del niño con el estetoscopio. Palpó el abdomen con los dedos, aquí y allá. Cuando terminó, se acercó a los pies de la cama y estudió el cuadro. Anotó la hora, escribió algo en la tablilla y luego miró a Ann y a Howard.
—¿Qué tal está, doctor? —preguntó Howard—. ¿Qué tiene exactamente?
—¿Por qué no se despierta? —dijo Ann.
El médico era un hombre guapo, de hombros anchos y rostro tostado por el sol. Llevaba un traje azul con chaleco, corbata a rayas y gemelos de marfil. Con los cabellos grises bien peinados por las sienes, parecía recién llegado de un concierto.
—Está bien —afirmó el médico—. No es para echar las campanas al vuelo, podría ir mejor, según creo. Pero no es grave. Sin embargo, me gustaría que se despertase. Tendría que volver en sí muy pronto.
El médico miró al niño una vez más.
—Sabremos algo más dentro de un par de horas, cuando conozcamos los resultados de otros cuantos análisis. Pero no tiene nada, créanme, excepto una leve fractura de cráneo. Eso sí.
—¡Oh, no! —exclamó Ann.
—Y un ligero traumatismo, como ya les he dicho. Desde luego, ya ven que está conmocionado. Con la conmoción, a veces ocurre esto. Este sueño profundo.
—Pero, ¿está fuera de peligro? —preguntó Howard—. Antes dijo usted que no estaba en coma. Así que a esto no lo llama usted estar en coma, ¿verdad, doctor?
Howard esperó. Miró al médico.
—No, yo no diría que esté en coma —dijo el médico, mirando de nuevo al niño—. Está sumido en un sueño profundo, nada más. Es una reacción instintiva del organismo. Está fuera de peligro, de eso estoy completamente seguro, sí. Pero sabremos más cuando se despierte y conozcamos el resultado de los demás análisis.
—Está en coma —afirmó Ann—. Bueno, en una especie de coma.
—No es coma; todavía no. No exactamente. Yo no diría que es coma. Todavía no, en todo caso. Ha sufrido una conmoción. En estos casos, esta clase de reacción es bastante corriente; es una respuesta momentánea al traumatismo corporal. Coma. Bueno, el coma es un estado prolongado de inconsciencia, algo que puede durar días o incluso semanas. No es el caso de Scotty, por lo que sabemos hasta el momento. Estoy convencido de que su situación mejorará por la mañana. Ya lo creo. Sabremos más cuando se despierte, cosa que ya no tardará mucho. Claro que ustedes pueden hacer lo que quieran, quedarse aquí o irse a casa un rato. Pero, por favor, márchense del hospital con toda tranquilidad, si así lo desean. Ya sé que no es fácil.
El doctor miró de nuevo al niño, le observó, se volvió a Ann y dijo: —Trate de no preocuparse, mamá. Créame, estamos haciendo todo lo posible. Ya sólo es cuestión de un poco más de tiempo.
La saludó con la cabeza, estrechó la mano de Howard y salió de la habitación.
Ann puso la mano sobre la frente del niño.
—Al menos no tiene fiebre —dijo—. Pero, ¡qué frío está, Dios mío! ¿Howard? ¿Crees que esa temperatura es normal? Tócale la cabeza.
Howard tocó las sienes del niño. Contuvo el aliento.
—Creo que es normal que se encuentre así en estas circunstancias —dijo—. Está conmocionado, ¿recuerdas? Eso es lo que ha dicho el médico. El doctor acaba de estar aquí. Si Scotty no estuviese bien, habría dicho algo.
Ann permaneció en pie un momento, mordisqueándose el labio. Luego fue hacia la silla y se sentó.
Howard se acomodó en la silla de al lado. Se miraron. El quería decir algo más para tranquilizarla, pero también tenía miedo. Le cogió la mano y se la puso en el regazo, y el tener allí su mano le hizo sentirse mejor. Luego se la apretó y la guardó entre las suyas. Así permanecieron durante un rato, mirando al niño, sin hablar. De vez en cuando, él le apretaba la mano. Finalmente, Ann la retiró.
—He rezado —dijo.
El asintió.
—Creía que casi se me había olvidado, pero se me ha venido a la cabeza. Lo único que he tenido que hacer ha sido cerrar los ojos y decir: «Por favor, Dios, ayúdanos, ayuda a Scotty», y lo demás ha sido fácil. Las palabras me salían solas. Quizá, si tú también rezaras...
—Ya lo he hecho —repuso él—. He rezado esta tarde; ayer por la tarde, quiero decir, después de que llamaras, mientras iba al hospital. He rezado.
—Eso está bien.
Por primera vez sintió Ann que estaban juntos en aquella desgracia. Comprendió sobresaltada que, hasta entonces, aquello sólo le había ocurrido a ella y a Scotty. Había dejado a Howard al margen, aunque estuviera en ello desde el principio. Se alegraba de ser su mujer.
Entró la misma enfermera, le volvió a tomar el pulso al niño y comprobó el flujo de la botella que colgaba encima de la cama.
Al cabo de una hora entró otro médico. Dijo que se llamaba Parsons, de Radiología. Tenía un tupido bigote. Llevaba mocasines, vaqueros y camisa del Oeste.
—Vamos a bajarle para hacerle otras radiografías —les dijo—. Necesitamos más, y queremos hacerle una exploración.
—¿Qué es eso? —preguntó Ann—. ¿Una exploración?
Estaba de pie, entre el médico nuevo y la cama.
—Creí que ya le habían hecho todas las radiografías.
—Me temo que nos hacen falta más. No es para alarmarse. Necesitamos simplemente otras radiografías, y queremos hacerle una exploración en el cerebro.
—¡Dios mío! —exclamó Ann.
—Es un procedimiento enteramente normal en estos casos —dijo el médico nuevo—. Necesitamos saber exactamente por qué no se ha despertado todavía. Es un procedimiento médico normal y no hay que inquietarse por eso. Lo bajaremos dentro de un momento.
Al cabo de un rato, dos celadores entraron en la habitación con una camilla con ruedas. Eran de tez y cabellos morenos, llevaban uniformes blancos y se dijeron unas palabras en una lengua extranjera mientras le quitaban el tubo al niño y lo pasaban de la cama a la camilla. Luego lo sacaron de la habitación. Howard y Ann subieron al mismo ascensor. Ann miraba al niño. Cerró los ojos cuando el ascensor empezó a bajar. Los celadores iban a cada extremo de la camilla sin decir nada, aunque uno de ellos dijo en cierto momento algo en su lengua, y el otro asintió despacio con la cabeza. Más tarde, cuando el sol empezaba a iluminar las ventanas de la sala de espera de la sección de radiología, sacaron al niño y volvieron a subirlo a la habitación. Howard y Ann volvieron a subir con él en el ascensor, y de nuevo ocuparon su sitio junto a la cama.
Esperaron todo el día, pero el niño no se despertó. De cuando en cuando, uno de ellos salía de la habitación para bajar a la cafetería a tomar un café y luego, como si recordaran de repente y se sintieran culpables, se levantaban de la mesa y volvían apresuradamente a la habitación. El doctor Francis volvió por la tarde, examinó al niño otra vez y se marchó después de comunicarles que estaba volviendo en sí y se despertaría en cualquier momento. Las enfermeras, diferentes de las de la noche, entraban de vez en cuando. Entonces una joven del laboratorio llamó y entró. Vestía pantalones y blusa blanca, y llevaba una bandejita con cosas que puso sobre la mesilla de noche. Sin decir palabra, sacó sangre del brazo del niño. Howard cerró los ojos cuando la enfermera encontró el punto adecuado para clavar la aguja.
—No lo entiendo —le dijo Ann.
—Instrucciones del doctor —dijo la joven—. Yo hago lo que me dicen. Me dicen que haga una toma y yo la hago. De todos modos, ¿qué es lo que le pasa? Es encantador.
—Le ha atropellado un coche —contestó Howard—. El conductor se dio a la fuga.
La joven meneó la cabeza y volvió a mirar al niño. Luego cogió la bandeja y salió de la habitación.
—¿Por qué no se despierta? —dijo Ann—. ¿Howard? Quiero que esta gente me responda.
Howard no contestó. Volvió a sentarse en la silla y cruzó las piernas. Se pasó las manos por la cara. Miró a su hijo y luego se recostó en la silla; cerró los ojos y se quedó dormido. Ann fue a la ventana y miró al aparcamiento. Era de noche, y los coches entraban y salían con los faros encendidos. De pie frente a la ventana, con las manos apoyadas en el alféizar, en lo más profundo de su ser sentía que algo pasaba, algo grave. Tuvo miedo, y los dientes le empezaron a castañetear hasta que apretó la mandíbula. Vio un coche grande que se detenía frente al hospital y alguien, una mujer con un abrigo largo, se metió en él. Deseaba ser aquella mujer y que alguien, cualquiera, la llevase a otro sitio, a un lugar donde la esperase Scotty cuando ella saliera del coche, pronto a decir: ¡Mamá!, y a dejar que le rodeara con sus brazos.
Poco después se despertó Howard. Miró al niño. Luego se levantó, se desperezó y se dirigió a la ventana, a su lado. Los dos miraron al aparcamiento. No dijeron nada. Pero parecían comprenderse hasta lo más profundo, como si la inquietud les hubiese vuelto transparentes del modo más natural del mundo.
Se abrió la puerta y entró el doctor Francis. Esta vez llevaba un traje y una corbata diferentes. Tenía los cabellos grises bien peinados sobre las sienes y parecía recién afeitado. Fue derecho a la cama y examinó al niño.
—Tendría que haber despertado ya. No hay razón para que continúe así —dijo—. Pero les aseguro que todos estamos convencidos de que está fuera de peligro. No hay razón en absoluto para que no vuelva en sí. Muy pronto. Bueno, cuando se despierte tendrá una jaqueca espantosa, desde luego. Pero sus constantes son buenas. Son lo más normales posible.
—Entonces, ¿está en coma? —preguntó Ann.
El médico se frotó la lisa mejilla.
—Llamémoslo así de momento, hasta que despierte. Pero ustedes deben estar muy cansados. Esto es duro. Mucho. Váyanse tranquilamente a tomar un bocado. Les vendrá bien. Dejaré una enfermera aquí con él mientras ustedes están fuera, si es que con eso se van más tranquilos. Vamos, vayan a comer algo.
—Yo no podría tomar nada —dijo Ann.
—Hagan lo que quieran, claro —dijo el médico—. De todos modos quiero decirles que las constantes son buenas, que los análisis son negativos, que no hemos encontrado nada y que, cuando despierte, saldrá del paso.
—Gracias, doctor —dijo Howard.
Volvieron a darse la mano. El médico le dio una palmadita en el hombro y salió.
—Creo que uno de nosotros debería ir a casa a echar un vistazo —dijo Howard—. Hay que dar de comer a Slug, en primer lugar.
—Llama a un vecino —sugirió Ann—. A los Morgan. Cualquiera dará de comer al perro, si se le pide.
—Muy bien —dijo Howard.
Al cabo de un momento, añadió:
—¿Por qué no lo haces tú, cariño? ¿Por qué no vas a casa a echar un vistazo y vuelves luego? Te vendría bien. Yo me quedaría aquí con él. En serio. Necesitamos conservar las fuerzas. Tendremos que quedarnos aquí un tiempo incluso después de que despierte.
—¿Por qué no vas tú? —dijo ella—. Da de comer a Slug. Come tú.
—Yo ya he ido. He estado fuera una hora y quince minutos, exactamente. Vete a casa una hora y refréscate. Y luego vuelves.
Ann trató de pensarlo, pero estaba demasiado cansada. Cerró los ojos e intentó considerarlo de nuevo. Al cabo de un momento dijo: —Quizá vaya a casa unos minutos. A lo mejor, si no estoy aquí sentada mirándole todo el tiempo, despertará y se pondrá bien. ¿Sabes? Tal vez se despierte si no estoy aquí. Iré a casa, tomaré un baño y me pondré ropa limpia. Daré de comer a Slug y luego volveré.
—Yo me quedaré. Tú ve a casa, cariño. Yo veré cómo van las cosas por aquí.
Tenía los ojos empequeñecidos e inyectados en sangre, como si hubiera estado bebiendo durante mucho tiempo. Sus ropas estaban arrugadas. Le había crecido la barba. Ella le tocó la cara y retiró la mano en seguida. Comprendió que quería estar solo un rato, no tener que hablar ni compartir la inquietud. Cogió el bolso de la mesilla de noche y él la ayudó a ponerse el abrigo.
—No tardaré mucho —dijo.
—Siéntate y descansa un poco cuando llegues a casa —dijo él—. Come algo. Date un baño. Y después, siéntate y descansa. Te sentará muy bien, ya verás. Luego vuelve. Tratemos de no preocuparnos. Ya has oído lo que ha dicho el doctor Francis.
Permaneció de pie con el abrigo puesto durante unos momentos, intentando recordar las palabras exactas del médico, buscando matices, indicios que pudieran dar un sentido distinto a lo que había dicho. Intentó recordar si sus rasgos habían cambiado cuando se inclinó a examinar al niño. Recordó cómo había dormido, la expresión de su rostro cuando le levantaba los párpados y escuchaba su respiración.
Fue hasta la puerta y se volvió. Miró al niño y luego al padre. Howard asintió con la cabeza. Salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.
Pasó delante del cuarto de las enfermeras y llegó al fondo del pasillo, buscando el ascensor. Al final del corredor, torció a la derecha y entró en una pequeña sala de espera donde vio a una familia negra sentada en sillones de mimbre. Había un hombre maduro con camisa y pantalón caqui, y una gorra de béisbol echada hacia atrás. Una mujer gruesa, en bata y zapatillas, estaba desplomada en una butaca. Una adolescente en vaqueros, con docenas de trenzas diminutas, estaba tumbada cuan larga era en un sofá, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. Al entrar Anna, la familia la miró. La mesita estaba cubierta de envoltorios de hamburguesas y de vasos de plástico.
—Franklin —dijo la mujer gorda, incorporándose—. ¿Se trata de Franklin?
Tenía los ojos dilatados.
—Dígame, señora —insistió—. ¿Se trata de Franklin?
Intentaba levantarse de la butaca, pero el hombre la sujetó del brazo.
—Vamos, vamos —dijo—, Evelyn.
—Lo siento —dijo Ann—. Estoy buscando el ascensor. Mi hijo está en el hospital y ahora no puedo encontrar el ascensor.
—El ascensor está por ahí, a la izquierda —dijo el hombre, señalando con el dedo.
La muchacha dio una calada al cigarrillo y miró a Ann. Sus ojos parecían rendijas, y sus labios anchos se separaron despacio al soltar el humo. La mujer negra dejó caer la cabeza sobre los hombros y dejó de mirar a Ann, que ya no le interesaba.
—A mi hijo lo ha atropellado un coche —le dijo Ann al hombre. Era como si necesitara explicarse—. Tiene un traumatismo y una ligera fractura de cráneo, pero se pondrá bien. Ahora está conmocionado, pero también podría ser una especie de coma. Eso es lo que de verdad nos preocupa, lo del coma. Yo voy a salir un poco, pero mi marido se queda con él. A lo mejor se despierta mientras estoy fuera.
—Es una lástima —contestó el hombre, removiéndose en el sillón.
Bajó la cabeza hacia la mesa y luego volvió a mirar a Ann. Aún seguía allí de pie.
—Nuestro Franklin está en la mesa de operaciones. Le han dado un navajazo. Han intentado matarle. Hubo una pelea donde él estaba. En una fiesta. Dicen que sólo estaba mirando. Sin meterse con nadie. Pero eso no significa nada en estos días. Esperamos y rezamos, eso es todo lo que se puede hacer.
No dejaba de mirarla.
Ann miró de nuevo a la muchacha, que seguía con la vista fija en ella, y a la mujer mayor, que continuaba con la cabeza gacha, aunque ahora con los ojos cerrados. Ann la vio mover los labios, formando palabras. Sintió deseos de preguntarle cuáles eran. Quería hablar más con aquellas personas que estaban en la misma situación de espera que ella. Tenía miedo, y aquella gente también. Tenían eso en común. Le hubiera gustado tener algo más que decir respecto al accidente, contarles más cosas de Scotty, que había ocurrido el día de su cumpleaños, el lunes, y que seguía inconsciente. Pero no sabía cómo empezar. Se quedó allí de pie, mirándolos, sin decir nada más.
Fue por el pasillo que le había indicado aquel hombre y encontró el ascensor. Esperó un momento frente a las puertas cerradas, preguntándose aún si estaba haciendo lo más conveniente. Luego extendió la mano y pulsó el botón.
Se metió en el camino de entrada y paró el coche. Cerró los ojos y apoyó un momento la cabeza sobre el volante. Escuchó los ruiditos que hacía el motor al empezar a enfriarse. Luego salió del coche. Oyó ladrar al perro dentro de la casa. Fue a la puerta de entrada, que no estaba cerrada con llave. Entró, encendió las luces y puso una tetera al fuego. Abrió una lata de comida para perros y se la dio a Slug en el porche de atrás. El perro comió con avidez, a pequeños lametazos. No dejaba de entrar corriendo a la cocina para ver si ella se iba a quedar. Al sentarse en el sofá con el té, sonó el teléfono.
—¡Sí! —dijo al descolgar—. ¿Dígame?
—Señora Weiss —dijo una voz de hombre.
Eran las cinco de la mañana, y creyó oír máquinas o aparatos de alguna clase al fondo.
—¡Sí, sí! ¿Qué pasa? —dijo—. Soy la señora Weiss. Soy yo. ¿Qué ocurre, por favor?
Escuchó los ruidos de fondo.
—¿Se trata de Scotty? ¡Por amor de Dios!
—Scotty —dijo la voz de hombre—. Se trata de Scotty, sí. Este problema tiene que ver con Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty?
Colgó.
Ann marcó el número del hospital y pidió que la pusieran con la tercera planta. Requirió noticias de su hijo a la enfermera que contestó el teléfono. Luego dijo que quería hablar con su marido. Se trataba, según explicó, de algo urgente.
Esperó, enredando el hilo del teléfono entre los dedos. Cerró los ojos y sintió náuseas. Tenía que comer algo, forzosamente. Slug entró desde el porche y se tumbó a sus pies. Movió el rabo. Ann le tiró de la oreja mientras el animal le lamía los dedos. Se puso Howard.
—Acaba de llamar alguien —dijo con voz entrecortada, retorciendo el cordón del teléfono—. Dijo que era acerca de Scotty.
—Scotty va bien —le aseguró Howard—. Bueno, sigue durmiendo. No hay cambios. La enfermera ha venido dos veces desde que te marchaste. Una enfermera o una doctora. Está bien.
—Ha llamado un hombre. Dijo que era acerca de Scotty —insistió.
—Descansa un poco, cariño, necesitas reposo. Debe ser el mismo que me llamó a mí. No hagas caso. Vuelve después de que hayas descansado. Después desayunaremos o algo así.
—¿Desayunar? —dijo Ann—. No me apetece.
—Ya sabes lo que quiero decir. Zumo, o algo parecido. No sé. No sé nada, Ann. ¡Por Dios, yo tampoco tengo hambre! Es difícil hablar aquí, Ann. Estoy en el mostrador de recepción. El doctor Francis va a volver a las ocho de la mañana. Entonces tendrá algo que decirnos, algo más concreto. Eso es lo que ha dicho una de las enfermeras. No sabía nada más. ¿Ann? Tal vez sepamos algo más para entonces, cariño. A las ocho. Vuelve antes de las ocho. Entretanto, yo estoy aquí con Scotty, que está bien. Sigue igual.
—Yo estaba tomando una taza de té cuando sonó el teléfono. Dijeron que era acerca de Scotty. Había un ruido de fondo. ¿Había ruido de fondo en la llamada que atendiste tú, Howard?
—No me acuerdo —contestó él—. Quizá fuese el conductor del coche, que a lo mejor es un psicópata y se ha enterado de lo que le ha pasado a Scotty. Pero yo me quedo aquí con él. Descansa un poco, como pensabas. Date un baño y vuelve a las siete o cosa así, y cuando venga el médico hablaremos los dos con él. Todo saldrá bien, cariño. Yo estoy aquí, y hay médicos y enfermeras cerca. Dicen que su estado es estacionario.
—Tengo un susto de muerte —dijo Ann.
Dejó correr el agua, se desnudó y se metió en la bañera. Se enjabonó y se secó rápidamente, sin perder tiempo en lavarse el pelo. Se puso ropa interior limpia, pantalones de lana y un jersey. Fue al cuarto de estar, donde el perro la miró y golpeó una vez el suelo con el rabo. Estaba empezando a amanecer cuando salió y subió al coche.
Entró en el aparcamiento del hospital y encontró un sitio cerca de la puerta principal. Se sintió vagamente responsable de lo que le había ocurrido al niño. Dejó que sus pensamientos derivaran hacia la familia negra. Recordó el nombre de Franklin y la mesa cubierta de envoltorios de hamburguesas, y a la adolescente mirándola mientras fumaba el cigarrillo.
—No tengas hijos —le dijo a la imagen de la muchacha mientras entraba por la puerta del hospital—. Por amor de Dios, no los tengas.
Subió hasta el tercer piso en el ascensor con dos enfermeras que acababan de salir de servicio. Era miércoles por la mañana, poco antes de las siete. Había un empleado que buscaba a un tal doctor Madison cuando las puertas del ascensor se abrieron en la tercera planta. Salió detrás de las enfermeras, que se fueron en la otra dirección, reanudando la conversación que habían interrumpido cuando ella entró en el ascensor. Siguió por el corredor hasta la pequeña sala de espera donde estaba la familia negra. Se habían ido, pero los sillones estaban desordenados de tal modo que sus ocupantes parecían haberse levantado de ellos un momento antes. La mesa seguía cubierta con los mismos vasos y papeles, y el cenicero lleno de colillas.
Se detuvo ante el cuarto de enfermeras. Una enfermera estaba detrás del mostrador, peinándose y bostezando.
—Anoche había un muchacho negro en el quirófano —dijo Ann—. Se llamaba Franklin. Su familia estaba en la sala de espera. Me gustaría saber cómo está.
Otra enfermera, sentada a un escritorio detrás del mostrador, alzó la vista del gráfico que tenía delante. Sonó el teléfono y lo cogió, pero siguió mirando a Ann.
—Ha muerto —dijo la enfermera del mostrador; seguía con el cepillo del pelo en la mano, pero tenía la vista fija en Ann—. ¿Es usted amiga de la familia, o qué?
—Conocí a su familia anoche. Mi hijo también está en el hospital. Creo que está conmocionado. No sabemos con exactitud qué es lo que tiene. Me preguntaba cómo estaría Franklin, eso es todo.
Siguió por el pasillo. Las puertas de un ascensor, del mismo color que las paredes, se abrieron en silencio y un hombre calvo y escuálido con zapatos de lona y pantalones blancos sacó un pesado carrito. La noche anterior no se había fijado en aquellas puertas. El hombre empujó el carrito por el pasillo, se detuvo frente a la puerta más cercana al ascensor y consultó una tablilla. Luego se inclinó y sacó una bandeja del carrito. Llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación. Ann olió el desagradable aroma de la comida caliente al pasar junto al carrito. Apretó el paso, sin mirar a ninguna enfermera, y abrió la puerta de la habitación del niño.
Howard estaba de pie junto a la ventana con las manos a la espalda. Se volvió al entrar ella.
—¿Cómo está? —preguntó Ann.
Se acercó a la cama. Dejó caer el bolso al suelo cerca de la mesilla de noche. Le parecía haber estado mucho tiempo fuera. Tocó el rostro del niño.
—¿Howard?
—El doctor Francis ha venido hace poco —dijo Howard.
Ann le observó con atención y pensó que tenía los hombros abatidos.
—Creía que no iba a venir hasta las ocho —se apresuró a decir.
—Vino otro médico con él. Un neurólogo.
—Un neurólogo —repitió ella.
Howard asintió con la cabeza. Ella vio claramente que tenía los hombros hundidos.
—¿Qué han dicho, Howard? ¡Por amor de Dios! ¿Qué han dicho? ¿Qué ocurre?
—Han dicho que van a bajarle para hacerle más pruebas, Ann. Creen que tendrán que operarle, cariño. Van a operarle, cielo. No comprenden por qué no despierta. Es algo más que una conmoción o un simple traumatismo, eso ya lo saben. Es en el cráneo, la fractura, creen que tiene algo..., algo que ver con eso. Así que van a operarle. Intenté llamarte, pero ya debías haber salido.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Oh, Howard, por favor! —exclamó, agarrándole de los brazos.
—¡Mira! —dijo Howard—. ¡Scotty! ¡Mira, Ann!
La volvió hacia la cama.
El niño había abierto los ojos, cerrándolos de nuevo. Volvió a abrirlos. Durante un momento sus ojos miraron al frente, luego se movieron despacio sobre las órbitas hasta fijarse en Howard y Ann para luego desviarse otra vez.
—Scotty —dijo su madre, acercándose a la cama.
—Hola, Scott —dijo su padre—. Hola, hijo.
Se inclinaron sobre la cama. Howard tomó entre las suyas la mano del niño, dándole palmadas y apretándosela. Ann le besó la frente una y otra vez. Le puso las manos en las mejillas.
—Scotty, cariño, somos mamá y papá —dijo ella—. ¿Scotty?
El niño los miró, pero sin dar muestras de reconocerlos. Luego se le abrió la boca, se le cerraron los ojos y gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones. Entonces su rostro pareció relajarse y suavizarse. Se abrieron sus labios cuando el último aliento ascendió a su garganta y le salió suavemente entre los dientes apretados.
Los médicos lo denominaron una oclusión oculta, y dijeron que era un caso entre un millón. Tal vez, si hubiesen descubierto algo y operado inmediatamente, podrían haberle salvado. Pero lo más probable era que no. Al fin y al cabo, ¿qué habrían podido buscar? No había aparecido nada, ni en los análisis ni en las radiografías.
El doctor Francis estaba abatido.
—No puedo expresarles cómo me siento. Lo lamento tanto que no tengo palabras —les dijo mientras les conducía a la sala de médicos.
Había un médico sentado en una butaca con las piernas apoyadas en el respaldo de una silla, viendo un programa matinal de televisión. Llevaba el uniforme de la sala de partos, pantalones anchos, blusa y una gorra que le cubría el pelo, todo de color verde. Miró a Howard y Ann y luego al doctor Francis. Se levantó, apagó el aparato y salió de la habitación. El doctor Francis condujo a Ann al sofá, se sentó a su lado y empezó a hablar en tono bajo y consolador. En un momento dado, se inclinó y la abrazó. Ann sintió el pecho del médico inhalar y exhalar de manera regular contra su hombro. Mantuvo los ojos abiertos y le dejó abrazarla. Howard fue al baño, pero dejó la puerta abierta. Tras un violento acceso de llanto, abrió el grifo y se lavó la cara. Luego salió y se sentó en la mesita del teléfono. Miró al teléfono como si pensara en qué hacer primero. Hizo unas llamadas. Al cabo del rato, el doctor Francis utilizó el teléfono.
—¿Hay algo más que pueda hacer por el momento? —les preguntó.
Howard meneó la cabeza. Ann miró con fijeza al doctor Francis como si fuese incapaz de comprender sus palabras.
El médico los acompañó a la puerta del hospital. Eran las once de la mañana. Ann se dio cuenta de que movía los pies muy despacio, casi con desgana. Le parecía que el doctor Francis les obligaba a marcharse cuando ella tenía la impresión de que deberían quedarse, cuando quedarse era lo más adecuado. Miró al aparcamiento, se volvió y miró a la entrada del hospital. Meneó la cabeza.
—No, no —dijo—. No puedo dejarle aquí.
Oyó sus propias palabras y pensó que no era justo que utilizase el mismo lenguaje de la televisión, cuando la gente se siente agobiada por muertes repentinas o violentas. Quería encontrar palabras originales.
—No —repitió.
Sin saber por qué, le vino a la memoria la mujer negra con la cabeza caída sobre el hombro.
—No.
—Más tarde hablaré con usted —dijo el doctor Francis a Howard—. Aún tenemos tarea por delante, aspectos que debemos aclarar a nuestra entera satisfacción. Hay cosas que necesitan explicación.
—La autopsia —dijo Howard.
El doctor Francis asintió con la cabeza.
—Entiendo —dijo Howard, que añadió—: ¡Oh, Dios mío! No, no lo entiendo, doctor. No puedo, es imposible. Sencillamente, no puedo.
El doctor Francis le rodeó los hombros con el brazo.
—Lo siento. Bien sabe Dios que lo siento.
Le quitó el brazo de los hombros y le tendió la mano. Howard se quedó mirándola y luego la estrechó. El doctor Francis abrazó otra vez a Ann. Parecía lleno de cierta bondad que ella no llegaba a comprender. Apoyó la cabeza en su hombro pero mantuvo los ojos abiertos. No dejaba de mirar al hospital. Cuando se fueron, volvió la cabeza.
En casa, se sentó en el sofá con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard cerró la puerta de la habitación del niño. Puso la cafetera y buscó una caja vacía. Había pensado recoger algunas cosas del niño que estaban esparcidas por el cuarto de estar. Pero en cambio se sentó junto a ella en el sofá, dejó la caja a un lado y se inclinó hacia adelante, con los brazos entre las rodillas. Se echó a llorar. Ella le puso la cabeza sobre sus rodillas y le dio palmaditas en la espalda.
—Se ha muerto —dijo.
Por encima de los sollozos de su marido oyó silbar la cafetera en la cocina.
—Vamos, vamos —dijo tiernamente—. Se ha muerto, Howard. Ya no está con nosotros y tenemos que acostumbrarnos. A estar solos.
Al cabo de un rato, Howard se levantó y empezó a deambular por la habitación con la caja en la mano. No metía nada en ella, sino que recogía algunas cosas del suelo y las ponía al lado del sofá. Ella siguió sentada con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard dejó la caja y llevó el café al cuarto de estar. Más tarde, Ann llamó a algunos parientes. Después de cada llamada, cuando le contestaban, Ann decía unas palabras sin tino y lloraba durante unos momentos. Luego explicaba tranquilamente, con voz reposada, lo que había ocurrido y les informaba de los preparativos. Howard sacó la caja al garaje, donde vio la bicicleta de Scotty. Soltó la caja y se sentó en el suelo, junto a la bicicleta. Luego cogió la bicicleta y la abrazó torpemente. La estrechó contra sí, y el pedal de goma se le clavó en el pecho. Hizo girar una rueda.
Ann colgó después de hablar con su hermana. Buscaba otro número cuando el teléfono sonó. Lo cogió a la primera llamada.
—¿Diga?
Oyó un ruido de fondo, como un zumbido.
—¿Diga? —repitió—. ¡Por el amor de Dios! ¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere?
—Su Scotty, lo tengo listo para usted —dijo la voz de hombre—. ¿Lo había olvidado?
—¡Será hijoputa! —gritó por el teléfono—. ¡Cómo puede hacer algo así, grandísimo cabrón!
—Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty? —dijo el hombre, y colgó.
Howard oyó los gritos, acudió y la encontró llorando con la cabeza apoyada en la mesa, entre los brazos. Cogió el aparato y escuchó la señal de marcar.
Mucho más tarde, justo antes de media noche, tras haberse ocupado de muchas cosas, el teléfono volvió a sonar.
—Contesta tú —dijo ella—. Es él, Howard, lo sé.
Estaban sentados a la mesa de la cocina, bebiendo café. Howard tenía un vaso pequeño de whisky junto a la taza. Contestó a la tercera llamada.
—¿Diga? ¿Quién es? ¡Diga! ¡Diga!
Colgaron.
—Ha colgado —dijo Howard—. Quienquiera que fuese.
—Era él —afirmó Ann—. El hijoputa ése. Me gustaría matarle. Me gustaría pegarle un tiro y ver cómo se retuerce.
—¡Por Dios, Ann!
—¿Has oído algo? ¿Un rumor de fondo? ¿Un ruido de máquinas, como un zumbido?
—Nada, de veras. Nada parecido —contestó Howard—. No ha habido bastante tiempo. Creo que había música. Sí, sonaba una radio, eso es todo lo que puedo decirte. No sé qué demonios pasa.
Ella meneó la cabeza.
—¡Si pudiera ponerle la mano encima! —dijo.
Entonces cayó en la cuenta. Sabía quién era. Scotty, la tarta, el número de teléfono. Retiró la silla de la mesa y se levantó.
—Llévame a la galería comercial, Howard.
—Pero, ¿qué dices?
—La galería comercial. Sé quién es el que llama. Sé quién es. El pastelero, el hijo de puta del pastelero, Howard. Le encargué una tarta para el cumpleaños de Scotty. Es él. Es él, que tiene el número y no deja de llamarnos. Para atormentarnos con el pastel. El pastelero, ese cabrón.
Fueron a la galería comercial. El cielo estaba claro y brillaban las estrellas. Hacía frío, y pusieron la calefacción del coche. Aparcaron delante de la pastelería. Todas las tiendas y almacenes estaban cerrados, pero había coches al otro extremo del aparcamiento, frente al cine. Las ventanas de la pastelería estaban oscuras, pero cuando miraron por el cristal vieron luz en la habitación del fondo y, de cuando en cuando, a un hombre corpulento con delantal que entraba y salía de la claridad, uniforme y mortecina. A través del cristal, Ann distinguió las vitrinas y unas mesitas con sillas. Intentó abrir la puerta. Llamó a la ventana. Pero si el pastelero los oyó, no dio señales de ello. No miró en su dirección.
Dieron la vuelta a la pastelería y aparcaron. Salieron del coche. Había una ventana iluminada, pero a demasiada altura como para que pudiera verse el interior. Cerca de la puerta trasera había un cartel que decía: REPOSTERIA, ENCARGOS. Ann oyó débilmente una radio y algo que crujía: ¿la puerta de un horno al bajarse? Llamó a la puerta y esperó. Luego volvió a llamar, más fuerte. Apagaron la radio y se oyó un ruido como de algo, un cajón, que se abriera y luego se cerrara.
Quitaron el cerrojo a la puerta y abrieron. El pastelero apareció en el umbral, atisbándolos.
—Está cerrado —dijo—. ¿Qué quieren a estas horas? Es media noche. ¿Están borrachos o algo por el estilo?
Ann dio un paso hacia la luz que salía de la puerta abierta. Al reconocerla, los pesados párpados del pastelero se abrieron y cerraron.
—Es usted —dijo.
—Soy yo. La madre de Scotty. Este es el padre de Scotty. Nos gustaría entrar.
—Ahora estoy ocupado —dijo el pastelero—. Tengo trabajo que hacer.
Ella había entrado de todos modos. Howard la siguió. El pastelero se apartó.
—Aquí huele a pastelería. ¿Verdad que huele a repostería, Howard?
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó el pastelero—. A lo mejor quieren su tarta. Eso es, han decidido venir por ella. Usted encargó un pastel, ¿verdad?
—Es usted muy listo para ser pastelero —repuso ella—. Howard, éste es el hombre que no deja de llamarnos por teléfono.
Ann apretó los puños, mirándole con furia. Sentía que algo le consumía las entrañas, una cólera que le daba la impresión de ser más de lo que era, más que cualquiera de los dos hombres.
—Oiga, un momento —dijo el pastelero—. ¿Quiere recoger su pastel de tres días? ¿Es eso? No quiero discutir con usted, señora. Ahí está, poniéndose rancio. Se lo doy a la mitad del precio convenido. No. ¿Lo quiere? Pues es suyo. A mí ya no me vale de nada, ni a nadie. Ese pastel me ha costado tiempo y dinero. Si lo quiere, muy bien; si no lo quiere, pues bien también. Tengo que volver al trabajo.
Les miró y se pasó la lengua por los dientes.
—Más pasteles —dijo Ann.
Sabía que era dueña de sí, que dominaba lo que le consumía las entrañas. Estaba tranquila.
—Señora, trabajo dieciséis horas diarias en este local para ganarme la vida —dijo el pastelero, limpiándose las manos en el delantal—. Trabajo aquí día y noche para ir tirando.
Al rostro de Ann afloró una expresión que hizo retroceder al pastelero.
—Vamos, nada de líos —sugirió.
Alargó la mano derecha hacia el mostrador y cogió un rodillo que empezó a golpear contra la palma de la mano izquierda.
—¿Quiere el pastel, o no? Tengo que volver al trabajo. Los pasteleros trabajan de noche.
Tenía ojos pequeños y malévolos, pensó Ann, casi perdidos entre las gruesas mejillas erizadas de barba. Su cuello era voluminoso y grasiento.
—Ya sé que los pasteleros trabajan de noche —dijo Ann—. Y también llaman por teléfono de noche. ¡Hijoputa!
El pastelero siguió golpeando el rodillo contra la palma de la mano. Lanzó una mirada a Howard.
—Tranquilo, tranquilo —le dijo.
—Mi hijo ha muerto —dijo Ann con un tono frío y cortante—. El lunes por la mañana lo atropello un coche. Hemos estado con él hasta que murió. Pero naturalmente usted no tenía por qué saberlo, ¿verdad? Los pasteleros no lo saben todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero Scotty ha muerto. ¡Ha muerto, hijoputa!
De la misma manera súbita en que brotó, la cólera se apagó dando paso a otra cosa, a una sensación de náusea y de vértigo. Se apoyó en la mesa de madera salpicada de harina, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar, sacudiendo los hombros de atrás adelante.
—No es justo —dijo—. No es justo, no lo es.
Howard la abrazó por la cintura y miró al pastelero.
—Debería darle vergüenza —dijo al pastelero—. ¡Qué vergüenza!
El pastelero dejó el rodillo de amasar en el mostrador. Se desató el delantal y lo arrojó al mismo sitio. Los miró y meneó la cabeza, despacio. Sacó una silla de debajo de la mesa de juego, sobre la que había papeles y recetas, una calculadora y una guía telefónica.
—Siéntense, por favor —dijo a Howard—. Permítanme que les ofrezca una silla. Tomen asiento, por favor.
Fue hacia la parte delantera de la tienda y volvió con dos sillitas de hierro forjado.
—Siéntense ustedes, por favor.
Ann se secó las lágrimas y miró al pastelero.
—Quisiera matarle —dijo—. Verle muerto.
El pastelero hizo sitio en la mesa. Puso a un lado la calculadora, junto con los montones de papeles y recetas. Tiró la guía de teléfonos al suelo, donde aterrizó con un golpe seco. Howard y Ann se sentaron y acercaron las sillas a la mesa. El pastelero hizo lo mismo.
—Permítanme decirles cuánto lo siento —dijo el pastelero, apoyando los codos en la mesa—. Sólo Dios sabe cómo lo lamento. Escuchen. Sólo soy un pastelero. No pretendo ser otra cosa. Quizá antes, hace años, fuese un ser humano diferente. Lo he olvidado, no lo sé seguro. Pero si alguna vez lo fui, ya no lo soy. Ahora soy un simple pastelero. Eso no justifica lo que he hecho, lo sé. Pero lo siento mucho. Lo siento por su hijo, y por la actitud que he adoptado.
Puso las manos sobre la mesa y las volvió hacia arriba para mostrar las palmas.
—Yo no tengo hijos, de modo que sólo puedo imaginarme lo que sienten. Lo único que puedo decirles es que lo siento. Perdónenme, si pueden. No creo ser mala persona. Ni un cabrón, como dijo usted por teléfono. Tienen que comprender que todo esto viene de que ya no sé cómo comportarme, por decirlo así. Por favor, permítanme preguntarles si pueden perdonarme de corazón.
Hacía calor en la pastelería. Howard se levantó, se quitó el abrigo y ayudó a Ann a quitarse el suyo. El pastelero les miró un momento, asintió con la cabeza y se levantó a su vez. Fue al horno y pulsó unos interruptores. Cogió tazas y sirvió café de una cafetera eléctrica. Sobre la mesa puso un cartón de leche y un tazón de azúcar.
—Quizá necesiten comer algo —dijo el pastelero—. Espero que prueben mis bollos calientes. Tienen que comer para conservar las fuerzas. En momentos como éste, comer parece una tontería, pero sienta bien.
Les sirvió bollos de canela recién sacados del horno, con la capa de azúcar aún sin endurecer. Sobre la mesa puso mantequilla y cuchillos para extenderla. Luego se sentó con ellos a la mesa. Esperó. Aguardó hasta que cogieron un bollo y empezaron a comer.
—Sienta bien comer algo —dijo, mirándolos—. Hay más. Coman. Coman todo lo que quieran. Hay bollos para dar y tomar.
Comieron bollos de canela y bebieron café. Ann sintió hambre de pronto y los bollos eran dulces y estaban calientes. Comió tres, cosa que agradó al pastelero. Luego él empezó a hablar. Le escucharon con atención. Aunque estaban cansados y angustiados, escucharon todo lo que el pastelero tenía que decirles. Asintieron cuando el pastelero les habló de la soledad, de la sensación de duda y de limitación que le había sobrevenido en sus años maduros. Les contó lo que había sido vivir sin hijos durante todos aquellos años. Un día tras otro, con los hornos llenos y vacíos sin cesar. La preparación de banquetes y fiestas. Los glaseados espesos. Las diminutas parejas de novios colocadas en las tartas de boda. Centenares de ellos, no, miles, hasta la fecha. Cumpleaños. Imagínense cuántas velas encendidas. Su trabajo era indispensable. Él era pastelero. Se alegraba de no ser florista. Era preferible alimentar a la gente. El olor era mucho mejor que el de las flores.
—Huelan esto —dijo el pastelero, partiendo una hogaza de pan negro—. Es un pan pesado, pero sabroso.
Lo olieron y luego él se lo dio a probar. Tenía sabor a miel y a grano grueso. Le escucharon. Comieron lo que pudieron. Se comieron todo el pan negro. Parecía de día a la luz de los tubos fluorescentes. Hablaron hasta que el amanecer arrojó una luz pálida por las altas ventanas, y ni se les ocurría marcharse.
Raymond Carver, Parece una tontería (Catedral). 1983.
Raymond Carver
Saturday afternoon she drove to the bakery in the shopping center. After looking through a loose-leaf binder with photographs of cakes taped onto the pages, she ordered chocolate, the child's favorite. The cake she chose was decorated with a spaceship and launching pad under a sprinkling of white stars, and a planet made of red frosting at the other end. His name, SCOTTY, would be in green letters beneath the planet. The baker, who was an older man with a thick neck, listened without saying anything when she told him the child would be eight years old next Monday. The baker wore a white apron that looked like a smock. Straps cut under his arms, went around in back and then to the front again, where they were secured under his heavy waist. He wiped his hands on his apron as he listened to her. He kept his eyes down on the photographs and let her talk. He let her take her time. He'd just come to work and he'd be there all night, baking, and he was in no real hurry.
She gave the baker her name, Ann Weiss, and her telephone number. The cake would be ready on Monday morning, just out of the oven, in plenty of time for the child's party that afternoon. The baker was not jolly. There were no pleasantries between them, just the minimum exchange of words, the necessary information. He made her feel uncomfortable, and she didn't like that. While he was bent over the counter with the pencil in his hand, she studied his coarse features and wondered if he'd ever done anything else with his life besides be a baker. She was a mother and thirty-three years old, and it seemed to her that everyone, especially someone the baker's age-a man old enough to be her father-must have children who'd gone through this special time of cakes and birthday parties. There must be that between them, she thought. But he was abrupt with her-not rude, just abrupt. She gave up trying to make friends with him. She looked into the back of the bakery and could see a long, heavy wooden table with aluminum pie pans stacked at one end; and beside the table a metal container filled with empty racks. There was an enormous oven. A radio was playing country-western music.
The baker finished printing the information on the special order card and closed up the binder. He looked at her and said, "Monday morning." She thanked him and drove home.
On Monday morning, the birthday boy was walking to school with another boy. They were passing a bag of potato chips back and forth and the birthday boy was trying to find out what his friend intended to give him for his birthday that afternoon. Without looking, the birthday boy stepped off the curb at an intersection and was immediately knocked down by a car. He fell on his side with his head in the gutter and his legs out in the road. His eyes were closed, but his legs moved back and forth as if he were trying to climb over something. His friend dropped the potato chips and started to cry. The car had gone a hundred feet or so and stopped in the middle of the road. The man in the driver's seat looked back over his shoulder. He waited until the boy got unsteadily to his feet. The boy wobbled a little. He looked dazed, but okay. The driver put the car into gear and drove away.
The birthday boy didn't cry, but he didn't have anything to say about anything either. He wouldn't answer when his friend asked him what it felt like to be hit by a car. He walked home, and his friend went on to school. But after the birthday boy was inside his house and was telling his mother about itshe sitting beside him on the sofa, holding his hands in her lap, saying, "Scotty, honey, are you sure you feel all right, baby?" thinking she would call the doctor anyway-he suddenly lay back on the sofa, closed his eyes, and went limp When she couldn't wake him up, she hurried to the telephone and called her husband at work. Howard told her to remain calm, remain calm, and then he called an ambulance for the child and left for the hospital himself.
Of course, the birthday party was canceled. The child was in the hospital with a mild concussion and suffering from shock. There'd been vomiting, and his lungs had taken in fluid which needed pumping out that afternoon. Now he simply seemed to be in a very deep sleep-but no coma, Dr. Francis had emphasized, no coma, when he saw the alarm in the parents' eyes. At eleven o'clock that night, when the boy seemed to be resting comfortably enough after the many X-rays and the lab work, and it was just a matter of his waking up and coming around, Howard left the hospital. He and Ann had been at the hospital with the child since that afternoon, and he was going home for a short while to bathe and change clothes. "I'll be back in an hour," he said. She nodded. "It's fine," she said. "I'll be right here." He kissed her on the forehead, and they touched hands. She sat in the chair beside the bed and looked at the child. She was waiting for him to wake up and be all right. Then she could begin to relax.
Howard drove home from the hospital. He took the wet, dark streets very fast, then caught himself and slowed down. Until now, his life had gone smoothly and to his satisfaction-college, marriage, another year of college for the advanced degree in business, a junior partnership in an investment firm. Fatherhood. He was happy and, so far, lucky-he knew that. His parents were still living, his brothers and his sister were established, his friends from college had gone out to take their places in the world. So far, he had kept away from any real harm, from those forces he knew existed and that could cripple or bring down a man if the luck went bad, if things suddenly turned. He pulled into the driveway and parked. His left leg began to tremble. He sat in the car for a minute and tried to deal with the present situation in a rational manner. Scotty had been hit by a car and was in the hospital, but he was going to be all right. Howard closed his eyes and ran his hand over his face. He got out of the car and went up to the front door. The dog was barking inside the house. The telephone rang and rang while he unlocked the door and fumbled for the light switch. He shouldn't have left the hospital, he shouldn't have. "Goddamn it!" he said. He picked up the receiver and said, "I just walked in the door!"
"There's a cake here that wasn't picked up," the voice on the other end of the line said.
"What are you saying?" Howard asked.
"A cake," the voice said. "A sixteen-dollar cake."
Howard held the receiver against his ear, trying to understand. "I don't know anything about a cake," he said. "Jesus, what are you talking about?"
"Don't hand me that," the voice said.
Howard hung up the telephone. He went into the kitchen and poured himself some whiskey. He called the hospital. But the child's condition remained the same; he was still sleeping and nothing had changed there. While water poured into the tub, Howard lathered his face and shaved. He'd just stretched out in the tub and closed his eyes when the telephone rang again. He hauled himself out, grabbed a towel, and hurried through the house, saying, "Stupid, stupid," for having left the hospital. But when he picked up the receiver and shouted, "Hello!" there was no sound at the other end of the line. Then the caller hung up.
He arrived back at the hospital a little after midnight. Ann still sat in the chair beside the bed. She looked up at Howard, and then she looked back at the child. The child's eyes stayed closed, the head was still wrapped in bandages. His breathing was quiet and regular. From an apparatus over the bed hung a bottle of glucose with a tube running from the bottle to the boy's arm.
"How is he?" Howard said. "What's all this?" waving at the glucose and the tube.
"Dr. Francis's orders," she said. "He needs nourishment. He needs to keep up his strength. Why doesn't he wake up, Howard? I don't understand, if he's all right."
Howard put his hand against the back of her head. He ran his fingers through her hair. "He's going to be all right. He'll wake up in a little while. Dr. Francis knows what's what."
After a time, he said, "Maybe you should go home and get some rest. I'll stay here. Just don't put up with this creep who keeps calling. Hang up right away."
"Who's calling?" she asked.
"I don't know who, just somebody with nothing better to do than call up people. You go on now. She shook her head . "No," she said, "I'm fine."
"Really," he said. "Go home for a while, and then come back and spell me in the morning. It'll be all right. What did Dr. Francis say? He said Scotty's going to be all right. We don't have to worry. He's just sleeping now, that's all."
A nurse pushed the door open. She nodded at them as she went to the bedside. She took the left arm out from under the covers and put her fingers on the wrist, found the pulse, then consulted her watch. In a little while, she put the arm back under the covers and moved to the foot of the bed, where she wrote something on a clipboard attached to the bed.
"How is he?" Ann said. Howard's hand was a weight on her shoulder. She was aware of the pressure from his fingers.
"He's stable," the nurse said. Then she said, "Doctor will be in again shortly. Doctor's back in the hospital. He's making rounds right now."
"I was saying maybe she'd want to go home and get a little rest," Howard said. "After the doctor comes," he said.
"She could do that," the nurse said. "I think you should both feel free to do that, if you wish." The nurse was a big Scandinavian woman with blond hair. There was the trace of an accent in her speech.
"We'll see what the doctor says," Ann said. "I want to talk to the doctor. I don't think he should keep sleeping like this. I don't think that's a good sign." She brought her hand up to her eyes and let her head come forward a little. Howard's grip tightened on her shoulder, and then his hand moved up to her neck, where his fingers began to knead the muscles there.
"Dr. Francis will be here in a few minutes," the nurse said. Then she left the room. Howard gazed at his son for a time, the small chest quietly rising and falling under the covers. For the first time since the terrible minutes after Ann's telephone call to him at his office, he felt a genuine fear starting in his limbs. He began shaking his head. Scotty was fine, but instead of sleeping at home in his own bed, he was in a hospital bed with bandages around his head and a tube in his arm. But this help was what he needed right now.
Dr. Francis came in and shook hands with Howard, though they'd just seen each other a few hours before. Ann got up from the chair. "Doctor?"
"Ann," he said and nodded. "Let's just first see how he's doing," the doctor said. He moved to the side of the bed and took the boy's pulse. He peeled back one eyelid and then the other. Howard and Ann stood beside the doctor and watched. Then the doctor turned back the covers and listened to the boy's heart and lungs with his stethoscope. He pressed his fingers here and there on the abdomen. When he was finished, he went to the end of the bed and studied the chart. He noted the time, scribbled something on the chart, and then looked at Howard and Ann.
"Doctor, how is he?" Howard said. "What's the matter with him exactly?"
"Why doesn't he wake up?" Ann said.
The doctor was a handsome, big-shouldered man with a tanned face. He wore a three-piece blue suit, a striped tie, and ivory cuff links. His gray hair was combed along the sides of his head, and he looked as if he had just come from a concert. "He's all right," the doctor said. "Nothing to shout about, he could be better, I think. But he's all right. Still, I wish he'd wake up. He should wake up pretty soon." The doctor looked at the boy again. "We'll know some more in a couple of hours, after the results of a few more tests are in. But he's all right, believe me, except for the hairline fracture of the skull. He does have that."
"Oh, no," Ann said.
"And a bit of a concussion, as I said before. Of course, you know he's in shock," the doctor said. "Sometimes you see this in shock cases. This sleeping."
"But he's out of any real danger?" Howard said. "You said before he's not in a coma. You wouldn't call this a coma, then-would you, doctor?" Howard waited. He looked at the doctor.
"No, I don't want to call it a coma," the doctor said and glanced over at the boy once more. 'He's just in a very deep sleep. It's a restorative measure the body is taking on its own. He's out of any real danger, I'd say that for certain, yes. But we'll know more when he wakes up and the other tests are in," the doctor said.
"It's a coma," Ann said. "Of sorts."
"It's not a coma yet, not exactly," the doctor said. "I wouldn't want to call it coma. Not yet, anyway. He's suffered shock. In shock cases, this kind of reaction is common enough; it's a temporary reaction to bodily trauma. Coma. Well, coma is a deep, prolonged unconsciousness, something that could go on for days, or weeks even. Scotty's not in that area, not as far as we can tell. I'm certain his condition will show improvement by morning. I'm betting that it will. We'll know more when he wakes up, which shouldn't be long now. Of course, you may do as you like, stay here or go home for a time. But by all means feel free to leave the hospital for a while if you want. This is not easy, I know." The doctor gazed at the boy again, watching him, and then he turned to Ann and said, "You try not to worry, little mother. Believe me, we re doing all that can be done. It's just a question of a little more time now." He nodded at her, shook hands with Howard again, and then he left the room.
Ann put her hand over the child's forehead. "At least he doesn't have a fever," she said. Then she said, "My God, he feels so cold, though. Howard? Is he supposed to feel like this? Feel his head."
Howard touched the child's temples. His own breathing had slowed. "I think he's supposed to feel this way right now," he said. "He's in shock, remember? That's what the doctor said. The doctor was just in here. He would have said something if Scotty wasn't okay."
Ann stood there a while longer, working her lip with her teeth. Then she moved over to her chair and sat down.
Howard sat in the chair next to her chair. They looked at each other. He wanted to say something else and reassure her, but he was afraid, too. He took her hand and put it in his lap, and this made him feel better, her hand being there. He picked up her hand and squeezed it. Then he just held her hand. They sat like that for a while, watching the boy and not talking. From time to time, he squeezed her hand. Finally, she took her hand away.
"I've been praying," she said.
He nodded.
She said, "I almost thought I'd forgotten how, but it came back to me. All I had to do was close my eyes and say, 'Please God, help us-help Scotty,' and then the rest was easy. The words were right there. Maybe if you prayed, too," she said to him.
"I've already prayed," he said. "I prayed this afternoon-yesterday afternoon, I mean-after you called, while I was driving to the hospital. I've been praying," he said.
"That's good," she said. For the first time, she felt they were together in it, this trouble. She realized with a start that, until now, it had only been happening to her and to Scotty. She hadn't let Howard into it, though he was there and needed all along. She felt glad to be his wife.
The same nurse came in and took the boy's pulse again and checked the flow from the bottle hanging above the bed.
In an hour, another doctor came in. He said his name was Parsons, from Radiology. He had a bushy moustache. He was wearing loafers, a western shirt, and a pair of jeans.
"We're going to take him downstairs for more pictures," he told them. "We need to do some more pictures, and we want to do a scan."
"What's that?" Ann said. "A scan?" She stood between this new doctor and the bed. "I thought you'd already taken all your X-rays.'"
"I'm afraid we need some more, he said. "Nothing to be alarmed about. We just need some more pictures, and we want to do a brain scan on him."
"My God," Ann said.
"It's perfectly normal procedure in cases like this," this new doctor said. "We just need to find out for sure why he isn't back awake yet. It's normal medical procedure, and nothing to be alarmed about. We'll be taking him down in a few minutes," this doctor said.
In a little while, two orderlies came into the room with a gurney. They were black-haired, darkcomplexioned men in white uniforms, and they said a few words to each other in a foreign tongue as they unhooked the boy from the tube and moved him from his bed to the gurney. Then they wheeled him from the room. Howard and Ann got on the same elevator. Ann gazed at the child. She closed her eyes as the elevator began its descent. The orderlies stood at either end of the gurney without saying anything, though once one of the men made a comment to the other in their own language, and the other man nodded slowly in response.
Later that morning, just as the sun was beginning to lighten the windows in the waiting room outside the X-ray department, they brought the boy out and moved him back up to his room. Howard and Ann rode up on the elevator with him once more, and once more they took up their places beside the bed.
They waited all day, but still the boy did not wake up. Occasionally, one of them would leave the room to go downstairs to the cafeteria to drink coffee and then, as if suddenly remembering and feeling guilty, get up from the table and hurry back to the room. Dr. Francis came again that afternoon and examined the boy once more and then left after telling them he was coming along and could wake up at any minute now. Nurses, different nurses from the night before, came in from time to time. Then a young woman from the lab knocked and entered the room. She wore white slacks and a white blouse and carried a little tray of things which she put on the stand beside the bed. Without a word to them, she took blood from the boy's arm. Howard closed his eyes as the woman found the right place on the boy's arm and pushed the needle in.
"I don't understand this," Ann said to the woman.
"Doctor's orders," the young woman said. "I do what I'm told. They say draw that one, I draw. What's wrong with him, anyway?" she said. "He's a sweetie."
"He was hit by a car," Howard said. "A hit-and-run."
The young woman shook her head and looked again at the boy. Then she took her tray and left the room.
"Why won't he wake up?" Ann said. "Howard? I want some answers from these people." Howard didn't say anything. He sat down again in the chair and crossed one leg over the other. He rubbed his face. He looked at his son and then he settled back in the chair, closed his eyes, and went to sleep.
Ann walked to the window and looked out at the parking lot. It was night, and cars were driving into and out of the parking lot with their lights on. She stood at the window with her hands gripping the sill, and knew in her heart that they were into something now, something hard. She was afraid, and her teeth began to chatter until she tightened her jaws. She saw a big car stop in front of the hospital and someone, a woman in a long coat, get into the car. She wished she were that woman and somebody, anybody, was driving her away from here to somewhere else, a place where she would find Scotty waiting for her when she stepped out of the car, ready to say Mom and let her gather him in her arms.
In a little while, Howard woke up. He looked at the boy again. Then he got up from the chair, stretched, and went over to stand beside her at the window. They both stared out at the parking lot. They didn't say anything. But they seemed to feel each other's insides now, as though the worry had made them transparent in a perfectly natural way.
The door opened and Dr. Francis came in. He was wearing a different suit and tie this time. His gray hair was combed along the sides of his head, and he looked as if he had just shaved. He went straight to the bed and examined the boy. "He ought to have come around by now. There's just no good reason for this," he said. "But I can tell you we're all convinced he's out of any danger. We'll just feel better when he wakes up. There's no reason, absolutely none, why he shouldn't come around. Very soon. Oh, he'll have himself a dilly of a headache when he does, you can count on that. But all of his signs are fine. They're as normal as can be."
"It is a coma, then?" Ann said.
The doctor rubbed his smooth cheek. "We'll call it that for the time being, until he wakes up. But you must be worn out. This is hard. I know this is hard. Feel free to go out for a bite," he said. "It would do you good. I'll put a nurse in here while you're gone if you'll feel better about going. Go and have yourselves something to eat."
"I couldn't eat anything," Ann said.
"Do what you need to do, of course," the doctor said. "Anyway, I wanted to tell you that all the signs are good, the tests are negative, nothing showed up at all, and just as soon as he wakes up he'll be over the hill."
"Thank you, doctor," Howard said. He shook hands with the doctor again. The doctor patted Howard's shoulder and went out.
"I suppose one of us should go home and check on things," Howard said. "Slug needs to be fed, for one thing."
"Call one of the neighbors," Ann said. "Call the Morgans. Anyone will feed a dog if you ask them to."
"All right," Howard said. After a while, he said, "Honey, why don't you do it? Why don't you go home and check on things, and then come back? It'll do you good. I'll be right here with him. Seriously," he said. "We need to keep up our strength on this. We'll want to be here for a while even after he wakes up.
"Why don't you go?" she said. "Feed Slug. Feed your-self."
"I already went," he said. "I was gone for exactly an hour and fifteen minutes. You go home for an hour and freshen up. Then come back."
She tried to think about it, but she was too tired. She closed her eyes and tried to think about it again. After a time, she said, "Maybe I will go home for a few minutes. Maybe if I'm not just sitting right here watching him every second, he'll wake up and be all right. You know? Maybe he'll wake up if I'm not here. I'll go home and take a bath and put on clean clothes. I'll feed Slug. Then I'll come back."
"I'll be right here," he said. "You go on home, honey. I'll keep an eye on things here." His eyes were bloodshot and small, as if he'd been drinking for a long time. His clothes were rumpled. His beard had come out again. She touched his face, and then she took her hand back. She understood he wanted to be by himself for a while, not have to talk or share his worry for a time. She picked her purse up from the nightstand, and he helped her into her coat.
"I won't be gone long," she said.
"Just sit and rest for a little while when you get home," he said. "Eat something. Take a bath. After you get out of the bath, just sit for a while and rest. It'll do you a world of good, you'll see. Then come back," he said. "Let's try not to worry. You heard what Dr. Francis said."
She stood in her coat for a minute trying to recall the doctor's exact words, looking for any nuances, any hint of something behind his words other than what he had said. She tried to remember if his expression had changed any when he bent over to examine the child. She remembered the way his features had composed themselves as he rolled back the child's eyelids and then listened to his breathing.
She went to the door, where she turned and looked back. She looked at the child, and then she looked at the father. Howard nodded. She stepped out of the room and pulled the door closed behind her.
She went past the nurses' station and down to the end of the corridor, looking for the elevator. At the end of the corridor, she turned to her right and entered a little waiting room where a Negro family sat in wicker chairs. There was a middle-aged man in a khaki shirt and pants, a baseball cap pushed back on his head. A large woman wearing a housedress and slippers was slumped in one of the chairs. A teenaged girl in jeans, hair done in dozens of little braids, lay stretched out in one of the chairs smoking a cigarette, her legs crossed at the ankles. The family swung their eyes to Ann as she entered the room. The little table was littered with hamburger wrappers and Styrofoam cups.
"Franklin," the large woman said as she roused herself. "Is it about Franklin?" Her eyes widened. "Tell me now, lady," the woman said. "Is it about Franklin?" She was trying to rise from her chair, but the man had closed his hand over her arm.
"Here, here," he said. "Evelyn."
"I'm sorry," Ann said. "I'm looking for the elevator. My son is in the hospital, and now I can't find the elevator."
"Elevator is down that way, turn left," the man said as he aimed a finger.
The girl drew on her cigarette and stared at Ann. Her eyes were narrowed to slits, and her broad lips parted slowly as she let the smoke escape. The Negro woman let her head fall on her shoulder and looked away from Ann, no longer interested.
"My son was hit by a car," Ann said to the man. She seemed to need to explain herself. "He has a concussion and a little skull fracture, but he's going to be all right. He's in shock now, but it might be some kind of coma, too. That's what really worries us, the coma part. I'm going out for a little while, but my husband is with him. Maybe he'll wake up while I'm gone.
"That's too bad," the man said and shifted in the chair. He shook his head. He looked down at the table, and then he looked back at Ann. She was still standing there. He said, "Our Franklin, he's on the operating table. Somebody cut him. Tried to kill him. There was a fight where he was at. At this party. They say he was just standing and watching. Not bothering nobody. But that don't mean nothing these days. Now he's on the operating table. We're just hoping and praying, that's all we can do now." He gazed at her steadily.
Ann looked at the girl again, who was still watching her, and at the older woman, who kept her head down, but whose eyes were now closed. Ann saw the lips moving silently, making words. She had an urge to ask what those words were. She wanted to talk more with these people who were in the same kind of waiting she was in. She was afraid, and they were afraid. They had that in common. She would have liked to have said something else about the accident, told them more about Scotty, that it had happened on the day of his birthday, Monday, and that he was still unconscious. Yet she didn't know how to begin. She stood looking at them without saying anything more.
She went down the corridor the man had indicated and found the elevator. She waited a minute in front of the closed doors, still wondering if she was doing the right thing. Then she put out her finger and touched the button.
She pulled into the driveway and cut the engine. She closed her eyes and leaned her head against the wheel for a minute. She listened to the ticking sounds the engine made as it began to cool. Then she got out of the car. She could hear the dog barking inside the house. She went to the front door, which was unlocked. She went inside and turned on lights and put on a kettle of water for tea. She opened some dog food and fed Slug on the back porch. The dog ate in hungry little smacks. It kept running into the kitchen to see that she was going to stay. As she sat down on the sofa with her tea, the telephone rang.
Yes!" she said as she answered. "Hello!"
"Mrs. Weiss," a man's voice said. It was five o'clock in the morning, and she thought she could hear machinery or equipment of some kind in the background.
"Yes, yes! What is it?" she said. "This is Mrs. Weiss. This is she. What is it, please?" She listened to whatever it was in the background. "Is it Scotty, for Christ's sake?"
"Scotty," the man's voice said. "It's about Scotty, yes. It has to do with Scotty, that problem. Have you forgotten about Scotty?" the man said. Then he hung up.
She dialed the hospital's number and asked for the third floor. She demanded information about her son from the nurse who answered the telephone. Then she asked to speak to her husband. It was, she said, an emergency.
She waited, turning the telephone cord in her fingers. She closed her eyes and felt sick at her stomach. She would have to make herself eat. Slug came in from the back porch and lay down near her feet. He wagged his tail. She pulled at his ear while he licked her fingers. Howard was on the line.
"Somebody just called here," she said. She twisted the telephone cord. "He said it was about Scotty," she cried.
"Scotty's fine," Howard told her. "I mean, he's still sleeping. There's been no change. The nurse has been in twice since you've been gone. A nurse or else a doctor. He's all right."
"This man called. He said it was about Scotty," she told him.
"Honey, you rest for a little while, you need the rest. It must be that same caller I had. Just forget it. Come back down here after you've rested. Then we'll have breakfast or something."
"Breakfast," she said. "I don't want any breakfast."
"You know what I mean," he said. "Juice, something. I don't know. I don't know anything, Ann. Jesus, I'm not hungry, either. Ann, it's hard to talk now. I'm standing here at the desk. Dr. Francis is coming again at eight o'clock this morning. He's going to have something to tell us then, something more definite. That's what one of the nurses said. She didn't know any more than that. Ann? Honey, maybe we'll know something more then. At eight o'clock. Come back here before eight. Meanwhile, I'm right here and Scotty's all right. He's still the same," he added.
"I was drinking a cup of tea," she said, "when the telephone rang. They said it was about Scotty. There was a noise in the background. Was there a noise in the background on that call you had, Howard?"
"I don't remember," he said. "Maybe the driver of the car, maybe he's a psychopath and found out about Scotty somehow. But I'm here with him. Just rest like you were going to do. Take a bath and come back by seven or so, and we'll talk to the doctor together when he gets here. It's going to be all right, honey. I'm here, and there are doctors and nurses around. They say his condition is stable."
"I'm scared to death," she said.
She ran water, undressed, and got into the tub. She washed and dried quickly, not taking the time to wash her hair. She put on clean underwear, wool slacks, and a sweater. She went into the living room, where the dog looked up at her and let its tail thump once against the floor. It was just starting to get light outside when she went out to the car.
She drove into the parking lot of the hospital and found a space close to the front door. She felt she was in some obscure way responsible for what had happened to the child. She let her thoughts move to the Negro family. She remembered the name Franklin and the table that was covered with hamburger papers, and the teenaged girl staring at her as she drew on her cigarette. "Don't have children," she told the girl's image as she entered the front door of the hospital. "For God's sake, don't."
She took the elevator up to the third floor with two nurses who were just going on duty. It was Wednesday morning, a few minutes before seven. There was a page for a Dr. Madison as the elevator doors slid open on the third floor. She got off behind the nurses, who turned in the other direction and continued the conversation she had interrupted when she'd gotten into the elevator. She walked down the corridor to the little alcove where the Negro family had been waiting. They were gone now, but the chairs were scattered in such a way that it looked as if people had just jumped up from them the minute before. The tabletop was cluttered with the same cups and papers, the ashtray was filled with cigarette butts.
She stopped at the nurses' station. A nurse was standing behind the counter, brushing her hair and yawning.
"There was a Negro boy in surgery last night," Ann said. "Franklin was his name. His family was in the waiting room. I'd like to inquire about his condition."
A nurse who was sitting at a desk behind the counter looked up from a chart in front of her. The telephone buzzed and she picked up the receiver, but she kept her eyes on Ann.
"He passed away," said the nurse at the counter. The nurse held the hairbrush and kept looking at her. "Are you a friend of the family or what?"
"I met the family last night," Ann said. "My own son is in the hospital. I guess he's in shock. We don't know for sure what's wrong. I lust wondered about Franklin, that's all. Thank you." She moved down the corridor. Elevator doors the same color as the walls slid open and a gaunt, bald man in white pants and white canvas shoes pulled a heavy cart off the elevator. She hadn't noticed these doors last night. The man wheeled the cart out into the corridor and stopped in front of the room nearest the elevator and consulted a clipboard. Then he reached down and slid a tray out of the cart. He rapped lightly on the door and entered the room. She could smell the unpleasant odors of warm food as she passed the cart. She hurried on without looking at any of the nurses and pushed open the door to the child's room.
Howard was standing at the window with his hands behind his back. He turned around as she came in.
"How is he?" she said. She went over to the bed. She dropped her purse on the floor beside the nightstand. It seemed to her she had been gone a long time. She touched the child's face. "Howard?"
"Dr. Francis was here a little while ago," Howard said. She looked at him closely and thought his shoulders were bunched a little.
"I thought he wasn't coming until eight o'clock this morning," she said quickly.
"There was another doctor with him. A neurologist."
"A neurologist," she said.
Howard nodded. His shoulders were bunching, she could see that. "What'd they say, Howard? For Christ's sake, what'd they say? What is it?"
"They said they're going to take him down and run more tests on him, Ann. They think they're going to operate, honey. Honey, they are going to operate. They can't figure out why he won't wake up. It's more than just shock or concussion, they know that much now. It's in his skull, the fracture, it has something, something to do with that, they think. So they're going to operate. I tried to call you, but I guess you'd already left the house."
"Oh, God," she said. 'Oh, please, Howard, please," she said, taking his arms.
"Look!"' Howard said. "Scotty! Look, Ann!" He turned her toward the bed.
The boy had opened his eyes, then closed them. He opened them again now. The eyes stared straight ahead for a minute, then moved slowly in his head until they rested on Howard and Ann, then traveled away again.
"Scotty," his mother said, moving to the bed.
"Hey, Scott," his father said. "Hey, son."
They leaned over the bed. Howard took the child's hand in his hands and began to pat and squeeze the hand. Ann bent over the boy and kissed his forehead again and again. She put her hands on either side of his face. "Scotty, honey, it's Mommy and Daddy," she said. "Scotty?"
The boy looked at them, but without any sign of recognition. Then his mouth opened, his eyes scrunched closed, and he howled until he had no more air in his lungs. His face seemed to relax and soften then. His lips parted as his last breath was puffed through his throat and exhaled gently through the clenched teeth.
The doctors called it a hidden Occlusion and said it was a one-in-a-million circumstance. Maybe if it could have been detected somehow and surgery undertaken immediately, they could have saved him. But more than likely not. In any case, what would they have been looking for? Nothing had shown up in the tests or in the X-rays.
Dr. Francis was shaken. "I can't tell you how badly I feel. I'm so very sorry, I can't tell you," he said as he led them into the doctors' lounge. There was a doctor sitting in a chair with his legs hooked over the back of another chair, watching an early-morning TV show. He was wearing a green delivery room outfit, loose green pants and green blouse, and a green cap that covered his hair. He looked at Howard and Ann and then looked at Dr. Francis. He got to his feet and turned off the set and went out of the room. Dr. Francis guided Ann to the sofa, sat down beside her, and began to talk in a low, consoling voice. At one point, he leaned over and embraced her. She could feel his chest rising and falling evenly against her shoulder. She kept her eyes open and let him hold her. Howard went into the bathroom, but he left the door open. After a violent fit of weeping, he ran water and washed his face. Then he came out and sat down at the little table that held a telephone. He looked at the telephone as though deciding what to do first. He made some calls. After a time, Dr. Francis used the telephone.
"Is there anything else I can do for the moment?" he asked them.
Howard shook his head. Ann stared at Dr. Francis as if unable to comprehend his words.
The doctor walked them to the hospital's front door. People were entering and leaving the hospital. It was eleven o'clock in the morning. Ann was aware of how slowly, almost reluctantly, she moved her feet. It seemed to her that Dr. Francis was making them leave when she felt they should stay, when it would be more the right thing to do to stay. She gazed out into the parking lot and then turned around and looked back at the front of the hospital. She began shaking her head. "No, no," she said. "I can't leave him here, no." She heard herself say that and thought how unfair it was that the only words that came out were the sort of words used on TV shows where people were stunned by violent or sudden deaths. She wanted her words to be her own. "No," she said, and for some reason the memory of the Negro woman's head lolling on the woman's shoulder came to her . "No," she said again.
"I'll be talking to you later in the day," the doctor was saying to Howard. "There are still some things that have to be done, things that have to be cleared up to our satisfaction. Some things that need explaining."
"An autopsy," Howard said.
Dr. Francis nodded.
"I understand," Howard said. Then he said, "Oh, Jesus. No, I don't understand, doctor. I can't, I can't. I just can't.
" Dr. Francis put his arm around Howard's shoulders. "I'm sorry. God, how I'm sorry." He let go of Howard's shoulders and held out his hand. Howard looked at the hand, and then he took it. Dr. Francis put his arms around Ann once more. He seemed full of some goodness she didn't understand. She let her head rest on his shoulder, but her eyes stayed open. She kept looking at the hospital. As they drove out of the parking lot, she looked back at the hospital.
At home, she sat on the sofa with her hands in her coat pockets. Howard closed the door to the child's room. He got the coffee-maker going and then he found an empty box. He had thought to pick up some of the child's things that were scattered around the living room. But instead he sat down beside her on the sofa, pushed the box to one side, and leaned forward, arms between his knees. He began to weep. She pulled his head over into her lap and patted his shoulder. "He's gone," she said. She kept patting his shoulder. Over his sobs, she could hear the coffee-maker hissing in the kitchen. "There, there," she said tenderly. "Howard, he's gone. He's gone and now we'll have to get used to that. To being alone."
In a little while, Howard got up and began moving aimlessly around the room with the box, not putting anything into it, but collecting some things together on the floor at one end of the sofa. She continued to sit with her hands in her coat pockets. Howard put the box down and brought coffee into the living room. Later, Ann made calls to relatives. After each call had been placed and the party had answered, Ann would blurt out a few words and cry for a minute. Then she would quietly explain, in a measured voice, what had happened and tell them about arrangements. Howard took the box out to the garage, where he saw the child's bicycle. He dropped the box and sat down on the pavement beside the bicycle. He took hold of the bicycle awkwardly so that it leaned against his chest. He held it, the rubber pedal sticking into his chest. He gave the wheel a turn.
Ann hung up the telephone after talking to her sister. She was looking up another number when the telephone rang. She picked it up on the first ring.
"Hello," she said, and she heard something in the background, a humming noise. "Hello!" she said. "For God's sake," she said. "Who is this? What is it you want?"
"Your Scotty, I got him ready for you," the man's voice said. "Did you forget him?"
"You evil bastard!" she shouted into the receiver. "How can you do this, you evil son of a bitch?"
"Scotty," the man said. "Have you forgotten about Scotty?" Then the man hung up on her.
Howard heard the shouting and came in to find her with her head on her arms over the table, weeping. He picked up the receiver and listened to the dial tone.
Much later, just before midnight, after they had dealt with many things, the telephone rang again.
"You answer it," she said. "Howard, it's him, I know." They were sitting at the kitchen table with coffee in front of them. Howard had a small glass of whiskey beside his cup. He answered on the third ring.
"Hello," he said. "Who is this? Hello! Hello!" The line went dead. "He hung up," Howard said. "Whoever it was."
"It was him," she said. "That bastard. I'd like to kill him," she said. "I'd like to shoot him and watch him kick," she said.
"Ann, my God," he said.
"Could you hear anything?" she said. "In the background? A noise, machinery, something humming?"
"Nothing, really. Nothing like that," he said. "There wasn't much time. I think there was some radio music. Yes, there was a radio going, that's all I could tell. I don't know what in God's name is going on," he said.
She shook her head. "If I could, could get my hands on him." It came to her then. She knew who it was. Scotty, the cake, the telephone number. She pushed the chair away from the table and got up. "Drive me down to the shopping center," she said. "Howard."
"What are you saying?"
"The shopping center. I know who it is who's calling. I know who it is. It's the baker, the son-of-abitching baker, Howard. I had him bake a cake for Scotty's birthday. That's who's calling. That's who has the number and keeps calling us. To harass us about that cake. The baker, that bastard."
They drove down to the shopping center. The sky was clear and stars were out. It was cold, and they ran the heater in the car. They parked in front of the bakery. All of the shops and stores were closed, but there were cars at the far end of the lot in front of the movie theater. The bakery windows were dark, but when they looked through the glass they could see a light in the back room and, now and then, a big man in an apron moving in and out of the white, even light. Through the glass, she could see the display cases and some little tables with chairs. She tried the door. She rapped on the glass. But if the baker heard them, he gave no sign. He didn't look in their direction.
They drove around behind the bakery and parked. They got out of the car. There was a lighted window too high up for them to see inside. A sign near the back door said THE PANTRY BAKERY, SPECIAL ORDERS. She could hear faintly a radio playing inside and something creak-an oven door as it was pulled down? She knocked on the door and waited. Then she knocked again, louder. The radio was turned down and there was a scraping sound now, the distinct sound of something, a drawer, being pulled open and then closed.
Someone unlocked the door and opened it. The baker stood in the light and peered out at them. "I'm closed for business," he said. "What do you want at this hour? It's midnight. Are you drunk or something?"
She stepped into the light that fell through the open door. He blinked his heavy eyelids as he recognized her. "It's you, he said.
"It's me," she said. "Scotty's mother. This is Scotty's father. We'd like to come in."
The baker said, "I'm busy now. I have work to do."
She had stepped inside the doorway anyway. Howard came in behind her. The baker moved back. "It smells like a bakery in here. Doesn't it smell like a bakery in here, Howard?"
"What do you want?" the baker said. "Maybe you want your cake? That's it, you decided you want your cake. You ordered a cake, didn't you?"
"You're pretty smart for a baker," she said. "Howard, this is the man who's been calling us." She clenched her fists. She stared at him fiercely. There was a deep burning inside her, an anger that made her feel larger than herself, larger than either of these men.
"Just a minute here," the baker said. "You want to pick up your three-day-old cake? That it? I don't want to argue with you, lady. There it sits over there, getting stale. I'll give it to you for half of what I quoted you. No. You want it? You can have it. It's no good to me, no good to anyone now. It cost me time and money to make that cake. If you want it, okay, if you don't, that's okay, too. I have to get back to work." He looked at them and rolled his tongue behind his teeth.
"More cakes," she said. She knew she was in control of it, of what was increasing in her. She was calm.
"Lady, I work sixteen hours a day in this place to earn a living," the baker said. He wiped his hands on his apron. "I work night and day in here, trying to make ends meet." A look crossed Ann's face that made the baker move back and say, "No trouble, now." He reached to the counter and picked up a rolling pin with his right hand and began to tap it against the palm of his other hand. "You want the cake or not? I have to get back to work. Bakers work at night," he said again. His eyes were small, meanlooking, she thought, nearly lost in the bristly flesh around his cheeks. His neck was thick with fat.
"I know bakers work at night," Ann said. "They make phone calls at night, too. You bastard," she said.
The baker continued to tap the rolling pin against his hand. He glanced at Howard. "Careful, careful," he said to Howard.
"My son's dead," she said with a cold, even finality. "He was hit by a car Monday morning. We've been waiting with him until he died. But, of course, you couldn't be expected to know that, could you? Bakers can't know everything-can they, Mr. Baker? But he's dead. He's dead, you bastard!" Just as suddenly as it had welled in her, the anger dwindled, gave way to something else, a dizzy feeling of nausea. She leaned against the wooden table that was sprinkled with flour, put her hands over her face, and began to cry, her shoulders rocking back and forth. "It isn't fair," she said. "It isn't, isn't fair."
Howard put his hand at the small of her back and looked at the baker. "Shame on you," Howard said to him. "Shame."
The baker put the rolling pin back on the counter. He undid his apron and threw it on the counter. He looked at them, and then he shook his head slowly. He pulled a chair out from under the card table that held papers and receipts, an adding machine, and a telephone directory. "Please sit down," he said. "Let me get you a chair," he said to Howard. "Sit down now, please." The baker went into the front of the shop and returned with two little wrought-iron chairs. "Please sit down, you people."
Ann wiped her eyes and looked at the baker. "I wanted to kill you," she said. "I wanted you dead."
The baker had cleared a space for them at the table. He shoved the adding machine to one side, along with the stacks of notepaper and receipts. He pushed the telephone directory onto the floor, where it landed with a thud. Howard and Ann sat down and pulled their chairs up to the table. The baker sat down, too.
"Let me say how sorry I am," the baker said, putting his elbows on the table. "God alone knows how sorry. Listen to me. I'm just a baker. I don't claim to be anything else. Maybe once, maybe years ago, I was a different kind of human being. I've forgotten, I don't know for sure. But I'm not any longer, if I ever was. Now I'm just a baker. That don't excuse my doing what I did, I know. But I'm deeply sorry. I'm sorry for your son, and sorry for my part in this," the baker said. He spread his hands out on the table and turned them over to reveal his palms. "I don't have any children myself, so I can only imagine what you must be feeling. All I can say to you now is that I'm sorry. Forgive me, if you can," the baker said. "I'm not an evil man, I don't think. Not evil, like you said on the phone. You got to understand what it comes down to is I don't know how to act anymore, it would seem. Please," the man said, "let me ask you if you can find it in your hearts to forgive me?"
It was warm inside the bakery. Howard stood up from the table and took off his coat. He helped Ann from her coat. The baker looked at them for a minute and then nodded and got up from the table. He went to the oven and turned off some switches. He found cups and poured coffee from an electric coffee-maker. He put a carton of cream on the table, and a bowl of sugar.
"You probably need to eat something," the baker said. "I hope you'll eat some of my hot rolls. You have to eat and keep going. Eating is a small, good thing in a time like this," he said.
He served them warm cinnamon rolls just out of the oven, the icing still runny. He put butter on the table and knives to spread the butter. Then the baker sat down at the table with them. He waited. He waited until they each took a roll from the platter and began to eat. "It's good to eat something," he said, watching them. "There's more. Eat up. Eat all you want. There's all the rolls in the world in here."
They ate rolls and drank coffee. Ann was suddenly hungry, and the rolls were warm and sweet. She ate three of them, which pleased the baker. Then he began to talk. They listened carefully. Although they were tired and in anguish, they listened to what the baker had to say. They nodded when the baker began to speak of loneliness, and of the sense of doubt and limitation that had come to him in his middle years. He told them what it was like to be childless all these years. To repeat the days with the ovens endlessly full and endlessly empty. The party food, the celebrations he'd worked over. Icing knuckle-deep. The tiny wedding couples stuck into cakes. Hundreds of them, no, thousands by now. Birthdays. Just imagine all those candles burning. He had a necessary trade. He was a baker. He was glad he wasn't a florist. It was better to be feeding people. This was a better smell anytime than flowers.
"Smell this," the baker said, breaking open a dark loaf. "It's a heavy bread, but rich." They smelled it, then he had them taste it. It had the taste of molasses and coarse grains. They listened to him. They ate what they could. They swallowed the dark bread. It was like daylight under the fluorescent trays of light. They talked on into the early morning, the high, pale cast of light in the windows, and they did not think of leaving.
Raymond Carver, A Small, Good Thing. 1983.
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