Literatura y amistad

Stefan Zweig contempla el mar desde el mirador que ha elegido para escribir y asomarse. Mientras preparaba todo para irse a pasar el verano en el balneario belga de Ostende, escribió una nota a su secretaria Lottie Altmann en la que decía: «allí no haremos más que vivir». En ese momento, ella, silenciosa e inteligente, era también su amante secreta. En Ostende Zweig se relaja y escribe de forma tan eficiente como no lo había hecho en mucho tiempo. Hacía años que no se sentía tan feliz. En las veladas se reúnen un grupo de intelectuales y organizan tertulias. Es el año 1936 y todos viven con preocupación el inicio de la guerra en España, que ven como el preámbulo de lo que está por llegar al resto de Europa. Entre sus amigos, Joseph Roth ―el único que no luce un bronceado porque dice ser enemigo del sol― es el más íntimo. Ambos hablan de literatura y se ayudan a crecer en ella. Ambos ven un futuro oscuro para los escritores europeos. Las mujeres de este peculiar grupo veraniego son fuertes y muy perspicaces. Una de ellas, Irmgard Keun, nunca quiso tanto a nadie como a Roth, pero él se le esfumaba entre las manos. Esta novela de Volker Weidermann narra de modo ameno un fragmento de la vida de dos grandes escritores en un periodo histórico de enorme trascendencia para el mundo.











Ostende. 1936, el verano de la amistad.
Volker Weidermann

Alianza Literaria, 2015.

Redes, Juan Gracia Armendáriz

Redes
Una noche soñé que papá me escribía un SMS. Decía: «Luis, toy solo… xq no venes a vrme?». Esto no tendría nada de particular si no fuera porque papá murió hace más de cuatro años. Además, papá odiaba la tecnología, jamás pulsó un teclado que no fuera el de su piano; despreciaba los teléfonos de bolsillo. Por otro lado, sólo fue un sueño, pero el hecho es que al día siguiente me levanté con una rara impresión de urgencia. Al llegar a la oficina, encendí el ordenador y busqué en internet una florería. Llamé por teléfono y encargué un ramo de flores. Di la dirección del camposanto y el número del panteón familiar. Imaginé un camino de grava, al fondo un muro cubierto de hiedra, la figura de un ángel custodio, mientras dictaba los dígitos de mi cuenta bancaria a una chica de acento extranjero. Me aseguró que ese mismo día se lo harían llegar. Desde entonces, sueño que en mi teléfono móvil recibo multitud de mensajes, pero no son de papá, sino de desconocidos, y todos comienzan del mismo modo: «Luis, toy solo…».
Juan Gracia Armendáriz, Redes.


Juan Gracia Armendáriz