A contratiempo, Antonio Tabucchi

A contratiempo
Ocurrió así:
El hombre había embarcado en un aeropuerto italiano, porque todo empezaba en Italia, y que fuera Milán o Roma era secundario, lo importante es que fuese un aeropuerto italiano que permitiera tomar un vuelo directo para Atenas, y desde allí, tras una breve espera, un enlace para Creta con la Aegean Airlines, porque de eso estaba seguro, de que el hombre había viajado con la Aegean Airlines, de modo que había cogido en Italia un avión que le permitía enlazar desde Atenas con Creta alrededor de las dos de la tarde, lo había visto en el horario de la compañía griega, lo que significaba que éste había llegado a Creta alrededor de las tres, tres y media de la tarde. El aeropuerto de salida tiene, en todo caso, una importancia relativa en la historia de quien había vivido aquella historia, es una mañana de un día cualquiera de finales de abril de dos mil ocho, un día espléndido, casi veraniego. Lo que no es un detalle insignificante, porque el hombre que estaba a punto de coger el avión, meticuloso como era, le daba mucha importancia al tiempo y consultaba un canal vía satélite dedicado a la meteorología de todo el globo, y el tiempo, según había visto, era realmente espléndido en Creta: veintinueve grados durante el día, cielo despejado, humedad dentro de los límites consentidos, un tiempo de playa, el ideal para tumbarse en esas arenas blancas de las que hablaba su guía, sumergirse en el mar azul y gozar de unas merecidas vacaciones. Porque ése era también el motivo del viaje de aquel hombre que estaba a punto de vivir esa historia: unas vacaciones. Y en efecto eso fue lo que pensó, sentado en la sala de espera de los vuelos internacionales de Roma-Fiumicino, mientras esperaba que el altavoz lo llamara para embarcar hacia Atenas.
Y por fin está en el avión, cómodamente instalado en clase preferencial —es un viaje pagado, como se verá después—, agasajado por las atenciones de los asistentes de vuelo. Su edad es difícil de establecer, incluso para quien conocía la historia que el hombre estaba viviendo: digamos que entre los cincuenta y los sesenta, delgado, robusto, de aspecto sano, pelo entrecano, bigotitos finos y rubios, anteojos de plástico para la presbicia colgados del cuello. La profesión. También acerca de este punto para quien conocía su historia había cierta incertidumbre. Podía tratarse de un manager de una multinacional, uno de esos anónimos hombres de negocios que se pasan la vida en una oficina y cuyos méritos son reconocidos un día por la sede central. Pero también de un biólogo marino, uno de esos estudiosos que, observando al microscopio las algas y los microorganismos sin moverse de su laboratorio, son capaces de afirmar que el Mediterráneo se convertirá en un mar tropical como tal vez lo fuera hace millones de años. Pero también esa hipótesis le parecía poco satisfactoria, los biólogos que estudian los mares no siempre están encerrados en sus laboratorios, recorren playas y acantilados, hasta se sumergen, realizan hallazgos científicos personales, y aquel pasajero adormecido en su asiento de preferente en un vuelo para Atenas no tenía realmente aspecto de biólogo marino, tal vez los fines de semana iba al gimnasio y mantenía en buena forma su propio cuerpo, nada más. Pero, en realidad, si realmente iba al gimnasio, ¿para qué iba? ¿Con qué objeto mantener su cuerpo con aquel aspecto tan juvenil? Realmente no había motivo: con la mujer a la que había considerado la compañera de su vida ya hacía tiempo que había terminado, no tenía nueva compañera ni amante, vivía solo, se guardaba mucho de cualquier compromiso serio, aparte de alguna rara aventura de esas que pueden ocurrir a todos. Tal vez la hipótesis más creíble es que fuera un naturalista, un moderno seguidor de Linneo, y que se dirigiera a un congreso a Creta junto con otros expertos en hierbas y en esas plantas medicinales que abundan en Creta. Porque una cosa era cierta, estaba de camino hacia un simposio de estudiosos como él, el suyo era un viaje que premiaba una vida entera de trabajo y de abnegación, el simposio tenía lugar en la ciudad de Retimno, iba a alojarse en un hotel formado por bungalós, a pocos kilómetros de Retimno, adonde un coche a su servicio lo llevaría cada tarde, y tenía todas las mañanas a su disposición.
El hombre se despertó, sacó de la bolsa de mano la guía de Creta y buscó el hotel donde iba a alojarse. El resultado lo tranquilizó: dos restaurantes, una piscina, servicio de habitaciones, el hotel, cerrado durante el invierno, no abría hasta mediados de abril, lo que significaba que debían ser poquísimos los turistas, los clientes habituales, los nórdicos sedientos de sol, como los definía la guía, estaban aún en sus casitas boreales. Una amable voz ante el micrófono rogó que se abrocharan los cinturones, había empezado el descenso hacia Atenas, donde aterrizarían al cabo de unos veinte minutos aproximadamente. El hombre cerró la mesita y puso derecho el respaldo del asiento, metió la guía en la bolsa de mano y sacó de la redecilla del asiento de delante el periódico que había distribuido la azafata y al que no había prestado atención. Era un periódico con muchos suplementos en color, como ya es costumbre en los fines de semana, el de economía y finanzas, el de deportes, el de decoración y el magazine. Descartó todos los suplementos y abrió el magazine. En la portada, en blanco y negro, había una fotografía del hongo de la bomba atómica, con este titular: «Las grandes imágenes de nuestro tiempo». Empezó a hojearlo con cierta reluctancia. Después de un anuncio de dos estilistas junto a un jovencito con el torso desnudo, que por un momento tomó por una de esas grandes imágenes de nuestro tiempo, la primera verdadera imagen de nuestro tiempo: la losa de piedra de una casa de Hiroshima en la que, a causa del calor de la explosión atómica el cuerpo de un hombre se había licuado dejando impresa su propia sombra. No la había visto nunca y se sorprendió, sintiendo una especie de remordimiento contra sí mismo: aquello había ocurrido más de sesenta años antes, ¿cómo era posible que no la hubiera visto nunca? La sombra sobre la piedra estaba de perfil, y en ese perfil le pareció reconocer a su amigo Ferruccio, que en la víspera del Año Nuevo de mil novecientos noventa y nueve, poco antes de medianoche, sin motivos comprensibles se tiró del décimo piso de un edificio de Vía Cavour. ¿Cómo era posible que la silueta de Ferruccio, aplastada contra el suelo el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve, se pareciera a la silueta absorbida por una piedra de una ciudad japonesa en mil novecientos cuarenta y cinco? La idea era absurda, y sin embargo se le cruzó por la mente con toda su absurdidad. Siguió hojeando la revista, y entretanto su corazón empezó a latir con un ritmo desordenado, uno-dos-pausa, tres-uno-pausa, dos-tres-uno, pausa-pausa-dos-tres, las llamadas extrasístoles, no era nada patológico, se lo había asegurado el cardiólogo tras un día entero de pruebas, sólo una cuestión de ansia. Pero, entonces, ¿por qué? No podían ser aquellas imágenes las que le provocaban tanta emoción, eran cosas lejanas. Aquella niña desnuda con los brazos levantados que corría al encuentro de la cámara fotográfica con el trasfondo de un paisaje apocalíptico ya la había visto más de una vez sin experimentar una impresión tan violenta, y ahora en cambio le provocó una intensa turbación. Pasó la página. Al borde de una fosa había un hombre arrodillado con las manos unidas, mientras un muchachito de aspecto sádico le apuntaba con una pistola a la sien. Jemeres Rojos, decía el pie de foto. Para confortarse se obligó a pensar que eran asuntos de lugares lejanos y definitivamente alejados en el tiempo, pero pensarlo no fue suficiente, una extraña forma de emoción, que era casi un pensamiento, le estaba diciendo lo contrario, aquella atrocidad había ocurrido ayer, mejor dicho, había ocurrido justo esa mañana, mientras él estaba cogiendo el avión, y como por arte de magia había sido impresa en aquella página que estaba mirando. La voz por megafonía comunicó que a causa del tráfico aéreo el aterrizaje se retrasaría un cuarto de hora, y mientras tanto los pasajeros podían disfrutar del panorama. El avión dibujó una amplia curva, inclinándose a la derecha; por la ventanilla del lado contrario consiguió divisar el azul del mar mientras la suya encuadraba la blanca ciudad de Atenas, con una mancha de verde en el medio, un parque indudablemente, y la Acrópolis después, se veía perfectamente la Acrópolis, y el Partenón, notó que las palmas de sus manos estaban húmedas de sudor, se preguntó si no sería una especie de pánico provocado por el avión que daba vueltas sin sentido, y mientras tanto miraba la fotografía de un estadio donde unos policías de cascos con viseras apuntaban con sus fusiles ametralladores a un grupo de hombres descalzos, y debajo estaba escrito: Santiago de Chile, 1973. Y en la página de al lado una fotografía que le pareció un montaje, un truco indudablemente, no podía ser verdad, no la había visto nunca: en el balcón de un palacio decimonónico se veía al papa Juan Pablo II, junto a un general de uniforme. El Papa era sin duda el Papa, y el general era sin duda Pinochet, con ese pelo untado de brillantina, el rostro regordete, los bigotitos y los anteojos Ray-Ban. El pie de foto rezaba: Su Santidad el Pontífice en su visita oficial a Chile, abril de 1987. Se puso a hojear a toda prisa la revista, como ansioso por llegar hasta el final, casi sin mirar las fotografías, pero ante una tuvo que detenerse, se veía a un chico de espaldas vuelto hacia una furgoneta de la policía, el muchacho tenía los brazos levantados como si el equipo de sus amores hubiera marcado un gol, pero, mirándola mejor, se entendía perfectamente que estaba cayendo hacia atrás, que algo más fuerte que él lo había abatido. Debajo estaba escrito: Génova, julio de 2001, reunión de los ocho países más ricos del mundo. Los ocho países más ricos del mundo: la frase le provocó una extraña sensación, como algo al mismo tiempo comprensible y absurdo, porque era comprensible y sin embargo absurdo. Cada fotografía tenía una página plateada como si fuera Navidad, con la fecha en caracteres grandes. Había llegado al dos mil cuatro, pero vaciló, no estaba seguro de querer ver la fotografía siguiente, ¿cómo era posible que mientras tanto el avión siguiera dando vueltas sin sentido?, pasó la página, se veía un cuerpo desnudo arrojado al suelo, evidentemente era un hombre, pero en la foto su zona púbica estaba desenfocada, un soldado con un uniforme de camuflaje extendía una pierna hacia el cuerpo como si alejara con el pie un saco de basura, el perro que sujetaba de una correa intentaba morderle una pierna, los músculos del animal estaban tan tensos como la cuerda que lo sujetaba, en la otra mano el soldado sostenía un cigarrillo. Debajo estaba escrito: cárcel de Abu Ghraib, Irak, 2004. Después de ésa, llegó al año en el que él se hallaba, el año de gracia de dos mil ocho después de Cristo, es decir se halló en sincronía, eso fue lo que pensó por más que no supiera con qué, pero sincrónico. Ignoraba cuál sería la imagen con la que estaba en sincronía, pero no pasó la página, y mientras tanto el avión estaba aterrizando por fin, vio la pista que corría por debajo de él con las rayas blancas intermitentes que a causa de la velocidad se convertían en una raya única. Había llegado.

El aeropuerto Venizelos parecía nuevo y reluciente, sin duda lo habían construido con ocasión de las Olimpíadas. Se congratuló consigo mismo por ser capaz de llegar hasta la sala de embarque para Creta evitando leer los letreros en inglés, el griego que había aprendido en el instituto seguía siéndole útil, qué curioso. Cuando bajó en el aeropuerto de Hania en un primer momento no se dio cuenta de que ya había llegado a su destino: en el breve vuelo desde Atenas a Creta, poco menos de una hora, se había quedado profundamente dormido, olvidándose de todo, según le pareció, incluso de sí mismo. Hasta tal extremo que cuando por la escalerilla del avión salió a aquella luz africana se preguntó dónde estaba, y por qué estaba allí, y hasta quién era, y en aquel estupor de nada se sintió incluso feliz. Su maleta no tardó en aparecer en la cinta, justo al salir de las salas de embarque estaban las oficinas de alquiler de coches, ya no se acordaba de las instrucciones, ¿Hertz o Avis? Si no era una sería la otra, por suerte adivinó a la primera, con las llaves del coche le entregaron un mapa de carreteras de Creta, una copia del programa del simposio, la reserva hotelera y el trazado del recorrido que había de seguir para llegar hasta el complejo turístico donde estaban alojados los congresistas. Que a esas alturas se sabía de memoria, porque se lo había estudiado una y otra vez en su guía, muy rica en mapas de carreteras: desde el aeropuerto hay que bajar directamente a la carretera costera, no queda otro remedio, a menos que se quiera ir hacia las playas de Marathi, se gira a la izquierda, porque en caso contrario acaba uno al oeste, y él iba al este, hacia Heraklion, se pasa por delante del Hotel Doma, se recorre la Venizelos y se siguen los letreros en verde que señalan una autopista, pero que es en realidad una autovía costera, que se abandona poco después de Georgopolis, una localidad de vacaciones que es recomendable evitar, como especificaba la guía, y se siguen los letreros del hotel, Beach Resort, era muy fácil.
El automóvil, un Volkswagen negro aparcado al sol, estaba al rojo vivo, pero apenas dejó que se enfriara con las ventanillas abiertas, entró como si llegara tarde a una cita, aunque no llegara tarde ni hubiera cita alguna, eran las cuatro de la tarde, tardaría poco más de una hora en llegar al hotel, el simposio no empezaba hasta la noche del día siguiente, con un banquete oficial, tenía más de veinticuatro horas de libertad, ¿qué prisa tenía? Ninguna prisa. Al cabo de unos cuantos kilómetros de carretera un cartel turístico señalaba la tumba de Venizelos, a pocos centenares de metros de la carretera principal. Decidió hacer una breve parada para refrescarse antes del viaje. Cerca de la entrada del monumento había una heladería, con una gran terraza al aire libre desde la que se dominaba la pequeña ciudad. Se sentó en una mesita, pidió un café a la turca y un sorbete de limón. La ciudad que contemplaba había pertenecido a los venecianos y después a los turcos, era hermosa, y de un candor tal que casi hería los ojos. Ahora se sentía realmente bien, con una energía insólita, el malestar que había experimentado en el avión se había desvanecido completamente. Estudió el mapa de carreteras: para llegar hasta la autovía de Heraklion podía atravesar la ciudad o rodear el golfo de Souda, unos cuantos kilómetros más. Escogió el segundo itinerario, el golfo desde lo alto era muy hermoso y el mar, de un azul intenso. La bajada desde la colina hasta Souda fue muy agradable, por detrás de la vegetación baja y el tejado de algunas casas se veían pequeñas ensenadas de arena blanca, le entraron muchas ganas de darse un baño, apagó el aire acondicionado y bajó la ventanilla para recibir en el rostro aquel aire caliente que olía a mar. Superó el pequeño puerto industrial, el centro habitado y llegó al cruce en el que, tras girar a la izquierda, la carretera se adentraba en el recorrido costero que llevaba a Iraklion. Puso el intermitente a la izquierda y se detuvo. Un coche por detrás de él tocó el claxon invitándolo a proseguir: por el otro carril no venía nadie. Él no avanzó, dejó que el coche lo adelantara, después puso el intermitente a la derecha y tomó la dirección opuesta, donde un letrero rezaba Mourniès.
Y ahora estamos siguiendo a ese ignoto personaje que ha llegado a Creta para dirigirse a una amena localidad marina y que en determinado momento, bruscamente, por un motivo ignoto también, ha tomado una carretera que lleva a las montañas. El hombre prosiguió hasta Mourniès, cruzó la aldea sin saber hacia dónde iba, como si supiese adónde ir. En realidad no pensaba, conducía y nada más, sabía que estaba yendo hacia el sur, el sol, aún en lo alto, estaba ya a sus espaldas. Desde que había cambiado de dirección volvía a notar aquella sensación de ligereza que durante unos pocos instantes había experimentado en la mesita de la heladería mirando desde lo alto el amplio horizonte: una ligereza insólita, y al mismo tiempo una energía de la que no conservaba memoria, como si hubiera vuelto a ser joven, una suerte de leve ebriedad, casi una pequeña felicidad. Llegó hasta una aldea que se llamaba Fournès, atravesó el centro con seguridad, como si ya conociera la carretera, se detuvo en un cruce, la carretera principal proseguía hacia la derecha, él tomó por otra secundaria que indicaba Lefka Ori, los montes blancos. Prosiguió tranquilo, la sensación de bienestar se estaba transformando en una especie de alegría, se le vino a la cabeza un aria de Mozart y sintió que podía reproducir sus notas, empezó a silbarlas con una facilidad que lo sorprendió, desentonando de manera lastimosa en un par de pasajes, lo que le provocó risa. La carretera se estaba enfilando entre las ásperas gargantas de una montaña. Era un lugar hermoso y agreste, el automóvil corría por una estrecha franja de asfalto que seguía el lecho de un torrente seco, en determinado momento el lecho del torrente desapareció entre las piedras y el asfalto acabó en un sendero de tierra, en una llanura baldía entre montañas inhospitalarias; entretanto la luz iba menguando, pero él seguía adelante como si ya conociese la carretera, como alguien que obedece a una memoria antigua o a una orden recibida en sueños, y de repente sobre un palo torcido vio un letrero de hojalata con unos orificios, como si hubiera sido agujereado por disparos o por el tiempo, que rezaba: Monastiri.
Lo siguió como si fuera lo que estaba esperando hasta que vio un pequeño monasterio con un tejado semiderruido. Comprendió que había llegado. Bajó del coche. La puerta desvencijada de aquellas ruinas colgaba hacia el interior. Pensó que en aquel lugar ya no quedaba nadie, una colmena de abejas debajo del pequeño pórtico parecía ser su único guardián. Bajó y aguardó como si tuviera una cita. Se había hecho casi de noche. Por la puerta apareció un fraile, era muy viejo y se movía con dificultad, tenía aspecto de anacoreta, con el pelo descuidado sobre los hombros y una barba amarillenta, qué quieres, le preguntó en griego. ¿Entiendes italiano?, contestó el viajero. El viejo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Un poco, murmuró. He venido a darte el relevo, dijo el hombre.

De modo que así había sido, y no había otra conclusión posible, porque aquella historia no preveía otras conclusiones posibles, pero quien conocía esta historia sabía que no podía permitir que concluyera de esa manera, y aquí daba un salto temporal. Y gracias a uno de esos saltos temporales que sólo en la imaginación son posibles, se hallaba en el futuro, en relación con ese mes de abril de dos mil ocho. Cuántos años más no se sabe, y quien conocía la historia mantenía cierta ambigüedad al respecto, veinte años, por ejemplo, que para la vida de un hombre son muchos, porque si en el dos mil ocho un hombre de sesenta años está aún en la plenitud de sus fuerzas, en el dos mil veintiocho será un viejo, con el cuerpo desgastado por el tiempo.
Así imaginaba la continuación de la historia quien conocía esta historia, de modo que aceptemos encontrarnos en el año dos mil veintiocho, como pretendía quien conocía esta historia y había imaginado su continuación.
Y, llegados a este punto, quien imaginaba la continuación de esta historia veía a dos jóvenes, un chico y una chica, con sendos pantalones cortos de cuero y botas de senderismo, que estaban haciendo un viaje por las montañas de Creta. La chica le decía a su compañero: a mí me parece que esa vieja guía que encontraste en la biblioteca de tu padre es completamente descabellada, el monasterio a estas alturas sólo será un montón de piedras repleto de lagartijas, ¿por qué no volvemos hacia el mar? Y el chico contestaba: creo que tienes razón. Pero justo cuando decía eso ella replicaba: bueno, no, sigamos adelante un poco más, nunca se sabe. Y, efectivamente, bastaba dar la vuelta a la áspera colina de piedras rojas que cortaba una parte del paisaje y el monasterio estaba allí, mejor dicho, sus ruinas, y los chicos seguían avanzando, entre las gargantas soplaba el viento y levantaba el polvo, la puerta del monasterio se había derrumbado, nidos de avispas defendían aquel tugurio vacío, y los chicos ya habían vuelto la espalda a tanta melancolía cuando oyeron una voz. En el vano ciego de la puerta había un hombre, era viejísimo y tenía un aspecto horrible, con una larga barba blanca sobre el pecho y el pelo alborotado sobre los hombros. Oooh, llamó la voz, nada más. Los chicos se detuvieron. El hombre preguntó: ¿entendéis italiano? Los chicos no contestaron. ¿Qué ha ocurrido desde dos mil ocho?, preguntó el viejo. Los chicos se miraron, no tenían valor para intercambiarse ni una sola palabra. ¿Tenéis alguna fotografía?, preguntó otra vez el viejo, ¿qué ha ocurrido desde dos mil ocho? Después hizo un gesto con la mano, como para alejarles, aunque quizá estuviera espantando las avispas que revoloteaban bajo el pórtico, y volvió a entrar en la oscuridad de su tugurio.

El hombre que conocía esta historia sabía que no podía acabar de ninguna otra manera. Antes de escribirlas, a él le gustaba contarse sus historias. Y se las contaba de manera tan perfecta, con todos sus detalles, palabra por palabra, que puede decirse que estaban escritas en su memoria. Se las contaba preferentemente a última hora de la tarde, en la soledad de aquella gran casa vacía, o ciertas noches en las que no conseguía conciliar el sueño, ciertas noches en las que el insomnio no le concedía más remedio que la imaginación, poca cosa, pero la imaginación le daba una realidad tan viva como para parecer más real que la realidad que estaba viviendo. Con todo, lo más difícil no era contarse sus historias, eso era fácil, era como si las palabras con las que se las contaba las viera escritas en la pantalla oscura de su habitación, cuando la fantasía le dejaba con los ojos de par en par. Y aquella historia precisamente, que se había contado ya tantas veces que le parecía un libro ya impreso y que en las palabras mentales con las que se la contaba era facilísima de decir, era en cambio dificilísima de escribir con los caracteres del alfabeto a los que debía recurrir cuando el pensamiento ha de hacerse concreto y visible. Era como si le faltara el principio de realidad para escribir su relato, y era por esto, para vivir la realidad efectual de lo que era real en él pero que no conseguía volverse real en verdad, por lo que había escogido aquel lugar.
Su viaje había sido preparado al detalle. Llegó al aeropuerto de Hania, recogió la maleta, entró en las oficinas de Hertz, recogió las llaves del coche. ¿Tres días?, le preguntó con asombro el empleado. ¿Qué tiene de raro?, dijo él. Nadie viene de vacaciones a Creta sólo tres días, contestó sonriendo el empleado. Tengo un largo fin de semana, dijo él, para lo que tengo que hacer me basta.
Era hermosa la luz de Creta, no era mediterránea, era africana; para llegar hasta el Beach Resort emplearía una hora y media, dos como mucho, incluso yendo despacio llegaría hacia las seis, una ducha y se pondría a escribir de inmediato, el restaurante del hotel estaba abierto hasta las once, era un jueves por la tarde, contó: viernes, sábado y domingo enteros, tres días enteros. Bastarían, en su cabeza estaba ya todo escrito.
Por qué giró a la izquierda en aquel semáforo no hubiera sabido explicarlo. Los postes de la autovía se distinguían nítidamente, cuatrocientos o quinientos metros más y embocaría la carretera costera para Heraklion. Y en cambio giró a la izquierda, donde un pequeño letrero azul le indicaba una localidad ignota. Pensó que había estado ya allí, porque en un instante lo vio todo: una carretera arbolada con casas diseminadas, una plaza austera con un feo monumento, una cornisa de rocas, una montaña. Fue como un relámpago. Es esa cosa extraña que la medicina no sabe explicar, se dijo, lo llaman déjà vu, un ya visto, no me había ocurrido nunca. Pero la explicación que se dio no lo consoló, porque el ya visto perduraba, era más fuerte que lo que veía, envolvía como una membrana la realidad circunstante, los árboles, los montes, las sombras de la tarde, incluso el aire que estaba respirando. Se sintió preso del vértigo y temió ser absorbido por él, pero fue un instante, porque al dilatarse aquella sensación experimentaba una extraña metamorfosis como un guante que al darse la vuelta arrastra consigo la mano que cubría. Todo cambió de perspectiva, en un santiamén sintió la ebriedad del descubrimiento, una sutil náusea y una mortal melancolía, pero también una sensación de liberación infinita, como cuando por fin entendemos algo que sabíamos desde siempre y no queríamos saber: no era el ya visto lo que lo engullía en un pasado jamás vivido, era él quien lo estaba capturando en un futuro aún por vivir. Mientras conducía por aquella carreterilla entre olivares que lo llevaba hacia las montañas, era consciente de que en determinado momento habría de encontrar un viejo cartel oxidado repleto de agujeros en el que estaba escrito: Monastiri. Y que lo seguiría. Ahora todo estaba claro.

Antonio Tabucchi, A contratiempo (El tiempo envejece deprisa).
Traducción de Carlos Gumpert.

Antonio Tabucchi

Carrera inconclusa, Ambrose Bierce

Carrera inconclusa
James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire, Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque algo dado ―como tantos de su clase en los pueblos ingleses― a la bebida. Cuando se emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones, harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta -no se recuerda su nombre-, acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió en su carro o carreta ligera.
Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente, porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia, y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía el ánimo. Súbitamente ―en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y mientras todos lo estaban observando― el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra: desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.
Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa de la irresolución y la incertidumbre, los tres hombres regresaron a Leamington, narraron su increíble historia, y fueron, al fin, puestos a buen recaudo. Pero gozaban de buena reputación, siempre se los había juzgado sinceros, estaban sobrios en el momento del hecho, y nada conspiró jamás para desmentir el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no obstante, provocó divisiones de la opinión pública en todo el Reino Unido. Si tenían algo que ocultar eligieron, por cierto, uno de los medios más asombrosos que haya escogido jamás un ser humano en su sano juicio.
Ambrose Bierce, Carrera inconclusa.


Ambrose Bierce

Mi jockey, Lucia Berlin

Mi jockey
Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián.
Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe encantado.
Empezó a llamar a su madre incluso antes de despertarse. No solo me agarró de la mano, como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mi cuello, sollozando «¡Mamacita, mamacita!». La única forma de que consintiera que el doctor Johnson lo examinara fue acunándolo en mis brazos como a un bebé. Era pequeño como un niño, pero fuerte, musculoso. Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?
El doctor Johnson me pasaba una toalla húmeda por la frente mientras yo traducía. La clavícula estaba fracturada, había al menos tres costillas rotas, probablemente una conmoción cerebral. No, dijo Muñoz. Debía correr en las carreras del día siguiente. Llévelo a Rayos X, dijo el doctor Johnson. Puesto que no quiso tumbarse en la camilla, lo llevé en brazos por el pasillo, estilo King Kong. Muñoz sollozaba, aterrorizado; sus lágrimas me mojaron el pecho.
Esperamos en la sala oscura al técnico de Rayos X. Lo tranquilicé igual que habría hecho con un caballo. «Cálmate, lindo, cálmate. Despacio... despacio». Se aquietó en mis brazos, resoplaba y roncaba suavemente. Acaricié su espalda tersa. Se estremeció, lustrosa como el lomo de un potro soberbio. Fue maravilloso.
Lucia Berlin, Mi jockey (Manual para mujeres de la limpieza).
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino.

Lucia Berlin