Ana María Matute. El niño al que se le murió el amigo

El niño al que se le murió el amigo
Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:
-El amigo se murió. 
-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.
El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión, la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.
-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.
Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
Ana María Matute. El niño al que se le murió el amigo, Los niños tontos, 1956.












Los niños tontos
Ana María Matute

Ilustraciones: Javier Olivares
Media Vaca, 2000

Julio Cortázar, Continuidad de los parques

Continuidad de los parques 
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Julio Cortázar. Continuidad de los parques, Final del Juego, 1964.



Baricco, Emaús

Hace poco tiempo, gracias a las redes sociales me reencontré con un amigo de la adolescencia, un amigo del colegio con el que compartí momentos que seguro forjaron, en parte, mi forma de ser y de ver el mundo. Ese grato reencuentro a través de mensajes de correo y las ganas de seguir compartiendo nuestras afinidades, me hizo retrotraerme a un pasado que tenía algo olvidado. Baricco hace ese mismo ejercicio pero de modo magistral en Emaús, donde cuenta la vida de un grupo de amigos adolescentes, inseparables que, en realidad, apenas se conocen, que creen saberlo todo pero el mundo les resulta extraño y desconocido, donde lo que imaginan poco tiene que ver con la realidad. Es un retrato de ese periodo por el que todos hemos pasado, alejado de la felicidad pero que supone el inicio de la búsqueda de la sabiduría. 
He puesto sobre la mesa todos los libros que tengo de Baricco, en total doce, incluidos tres ensayos. Es un autor cuya forma de narrar me sedujo desde que leí Seda y Novecento. Pero Emaús no es el Baricco de Seda, ni tiene la magia de Océano mar; tampoco es el Baricco de los sueños entusiastas e imposibles de Tierras de Cristal y Esta historia. Aquí de nuevo arriesga como lo hizo al reescribir La Iliada en Homero, Iliada o en la fábula de venganzas de Sin sangre o en el mosaico de historias que componen City y, en ocasiones, por su carácter social y ético se acerca a los ensayos de Next o Los Bárbaros
Incluso aunque el tema de Emaús no me apasione, donde todo gira alrededor del deseo de unos jóvenes frenado por el deber moral que les impone la férrea educación católica de los años setenta italianos, el estilo inconfundible de Baricco, su potencia expresiva y la madurez de su prosa hacen que éste sea un libro muy recomendable que nos hará reflexionar sobre la influencia de nuestros amigos en nuestro pasado adolescente.











Emaús 
Alessandro Baricco 
Traducción: Xavier González Rovira
Editorial: Anagrama (2011).
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Cuarto oscuro

Llevado por la frustración entré en aquel antro que estaba cargado de humos rancios y olores sin ataviar; mis ojos tardaron en acostumbrarse a su penumbra. Fueron varios sucesos, en escenarios consecutivos, los que me llevaron a mi situación actual: el primero, tomarme en la barra un whisky doble cuando no acostumbro a beber; el segundo, seguir por aquel angosto y miasmático pasillo a una joven de ojos verdes y curvas esperanzadoras que me conducía a un futuro incierto; el tercero, la presencia inquietante de un gigante con rostro reñido que levantaba su puño amenazante frente a mi cara, junto a una puerta entreabierta, y el cuarto, todo oscuro…

Ricardo Reques, Cuarto Oscuro. El Cuarto Oscuro. Microrrelatos nº 6. Asociación Cultural Mucho Cuento. 2010.

Alejandra Pizarnik, Diálogos

Diálogos
-Esa de negro que sonríe desde la pequeña ventana del tranvía se asemeja a Mme. Lamort -dijo.
-No es posible, pues en París no hay tranvías. Además, esa de negro del tranvía en nada se asemeja a Mme. Lamort. Todo lo contrario: es Mme. Lamort quien se asemeja a esa de negro. Resumiendo: no solo no hay tranvías en París sino que nunca en mi vida he visto a Mme. Lamort, ni siquiera en retrato.
-Usted coincide conmigo -dijo-, porque tampoco yo conozco a Mme. Lamort.
-Quién es usted? Deberíamos presentarnos.
-Mme. Lamort -dijo-. ¨Y usted?
-Mme. Lamort.-Su nombre no deja de recordarme algo -dijo.
-Trate de recordar antes de que llegue el tranvía.
-Pero si acaba de decir que no hay tranvías en París -dijo.
-No los había cuando lo dije, pero nunca se sabe qué va a pasar.
-Entonces esperémoslo puesto que lo estamos esperando -dijo.
Alejandra Pizarnik. Diálogos (Prosa completa).














Prosa completa
Alejandra Pizarnik
Prólogo: Ana NUño
Editorial Lumen (2009)

El silencio del agua, de José Saramago

Igual que Juan Sin Miedo descubre la sensación de temor al ser salpicado por unos inofensivos peces mientras duerme, Saramago recuerda el despertar de la lucidez de un niño cuando un pez rompe el hilo de su caña de pescar y, con él, sus expectativas de capturarlo, llevándose al fondo del río los aparejos de pesca y su inocencia. 
Este entrañable fragmento de Las pequeñas memorias (2006) de José Saramago, está magníficamente ilustrado por Manuel Estrada.












El silencio del agua
José Saramago
Ilustraciones: Manuel Estrada
Traducción: Pilar del Río
Libros del Zorro Rojo (2011)

La mirada atenta en lo infraordinario de Perec

Cualquiera que quiera pasear por las calles de París o de Londres sin salir de su casa puede leer "Lo Infraordinario". Allí encontrará una descripción minuciosamente detallada de las casas, de las tiendas, de las gentes que las habitan. Cualquiera que quiera entrar en la casa de George Perec, rebuscar entre las postales de su correspondencia, averiguar su dieta de un año o indagar en su escritorio a las 10:18 AM o a las 12:50 PM, puede hacerlo leyendo las páginas de este libro. 
Aquí no se buscan hechos insólitos, ni rarezas, no se buscan los titulares de los periódicos ni lo extraordinario; aquí se busca lo cotidiano, los matices de lo trivial, aquello que puede pasar desapercibido sin la mirada atenta de Perec. Sus detallistas narraciones están cerca del texto científico; metódicamente describe un mismo lugar a distintas horas, en distintas fechas para ver las trasformaciones que ocurren en el tiempo igual que un ecólogo muestrea sistemáticamente un paisaje para ver en él los cambios y las alteraciones que se producen en el sistema. 
Las historias de George Perec, cargadas de frescura y realismo, nos demuestran que se puede hacer otro tipo de literatura sin clichés, sin encorsetamientos, sin ningún tipo de restricción. 







Lo infraordinario.
Georges Perec.
Traducción: Mercedes Cebrián.
Prólogo: Guadalupe Nettel.
Impedimenta (2008).