El mito privado

El sueño siempre ha sido una buena excusa literaria para dejar escapar a los fantasmas. Lo onírico, probablemente, forma parte del repertorio de los cuentos más antiguos del hombre. Para Lucrecio nuestros sueños dependen de nuestras vivencias diarias: los temores, los deseos, los impulsos sexuales y, a través de los sueños, pudimos ver, por primera vez, a los dioses. «No puedo dormir. Sólo soñar, pero no dormir» decía Kafka, advirtiendo, con estas palabras, que el sueño y la vigilia son compatibles. Con el nexo común del sueño de día y el sueño de noche —distinción borgiana, tal y como se explica en la introducción—, José L. Falcó hace una selección de textos procedentes de la sugestiva obra de Francisco Ferrer Lerín en Mansa chatarra. Lo primero que llama la atención es la cuidada edición de Jekyll & Jill que predispone aún más, como es común en los libros que edita, a una agradable lectura. El sueño es para Ferrer Lerín «el segundo mundo que vamos habitando». Sueño, ficción y literatura van unidos y configuran una nueva realidad. El autor recoge sueños repetidos de la infancia, vivencias cruciales de la adolescencia, momentos sexuales insólitos. Hay encuentros con amigos y conocidos muertos, desdoblamientos de personajes, asesinatos, viajes a lugares extraños, ciudades y campos en los que suceden historias truculentas con quebrantahuesos, lisas o parásitas hormigas africanas. Reaparecen algunos de los seres fabulosos de su particular Bestiario, monstruos que se acercan a lo mitológico y que parecen dar la razón a Joseph Campbell cuando afirma que el sueño es un mito privado. Quizás, después de todo, a Ferrer Lerín, le ocurra como a Perec, que sueña para escribir sus sueños. Aquí, como sucede con los recuerdos que nos quedan de los sueños, las historias lineales, de gran sencillez, se combinan con otras más complejas y de un cierto hermetismo. En ocasiones nos sumergen en atmósferas de ensoñación kafkiana y la realidad se deforma —se sabe que el verano se acaba cuando del cielo cuelgan cientos de maletas— o se altera la percepción de los valores —el cadáver de un gorrión atropellado puede despertar mayor interés que el de un conductor de un descapotable que frena bruscamente y sale volando hasta estrellarse—. Sus textos nos muestran con claridad, y a veces con dureza, nuestra naturaleza, la materia con la que los humanos estamos hechos, indistinguible de la de cualquier animal, movida por las mismas pulsiones: un carroñero come, sin distinción, con la misma voracidad, la carne de una res que la de un hombre. En ocasiones surge lo absurdo y lo grotesco y nos puede recordar a Ionesco o, más aún, a Beckett por la descontextualización del tiempo y del espacio. Parece que, como le sucede a Robert Walser, los sueños invitan al narrador a plasmar sus obsesiones y a reflexionar sobre su mundo interior y exterior. 
Las fronteras de los géneros de poesía, cuento y microcuento se diluyen. Hay miedo, inquietud, humor, extrañamiento, sombras, historias simbólicas, imágenes intensas, recuerdos, alucinaciones, anécdotas y reflexiones. Y todo esto escrito de forma calculada, con la elección minuciosa de las palabras exactas. Ferrer Lerín es un escritor brillante, audaz, enormemente perspicaz y de una categoría literaria poco común, con un estilo preciso y detallista. Reivindica la mirada aguda, se detiene a observar lo que con frecuencia pasa desapercibido, encuentra lo extraordinario en la cotidianidad de la naturaleza. Lo que se vive en los sueños, al cabo del tiempo, puede ser tan real como la vigilia, pero su recuerdo, como dice Argullol, no evita la imaginación. Al fin y al cabo, sólo se ha vivido lo que se recuerda.












Mansa chatarra

Francisco Ferrer Lerín

Edición de José Luis Falcó
Jekyll & Jill, 2014

El padre muerto, de Donald Barthelme

Con un cóctel posmoderno y provocador de surrealismo, mitología y filosofía, la novela El padre muerto, de Donald Barthelme, no puede dejar a nadie indiferente. El Padre Muerto es un ser de enormes dimensiones que es arrastrado por varios hombres contratados que tiran de un cable de acero a través de un amplio territorio. El Padre Muerto tiene una pierna artificial y está muerto, pero, de algún modo, todavía vivo; y, en la meta de su delirante viaje, pretende recuperar la juventud perdida, aunque en realidad, como él mismo intuye, lo trasladan hacia su tumba. El Padre Muerto es de un carácter voluble y arremete matando humanos y animales cuando se altera. El texto se estructura en capítulos cortos, en los que las conversaciones ocupan un lugar destacado. Hay una novela dentro de la novela titulada Un manual para hijos, supuestamente “traducido del inglés al inglés” donde se describen veintidós clases de padres y en la que algunas de las historias funcionan como perfectos microcuentos.
Uno de los mayores logros de la novela es la alternancia de pasajes y conversaciones absurdas con reflexiones profundas donde no falta el humor, la maldad y una provocadora tensión sexual. Se trata de un texto experimental satírico y enormemente lúcido.

Fragmento de Un manual para hijos en El padre muerto.
Conocí a un padre que se llamaba Ys y tenía muchos muchos hijos y los vendía a todos a las fábricas de huesos. Las fábricas de huesos no aceptan niños enfadados o malhumorados, de ahí que Ys fuera, para sus hijos, el padre más bueno y cariñoso que quepa imaginar. Los alimentaba con enormes cantidades de caramelos de calcio y con leche de visón, les contaba historias muy interesantes y divertidas y les hacía practicar a diario ejercicios para fortalecer los huesos. «Los hijos altos» decía, «son mejores». Una vez al año las fábricas de huesos enviaban una pequeña furgoneta azul a la casa de Ys.
Donald Barthelme. Un manual para hijos, El padre muerto (1975)
I knew a father named Ys who had many many children and sold every one of them to the bone factories. The bone factories will not accept angry or sulking children, therefore Ys was, to his children, the kindest and most amiable father imaginable. He fed them huge amounts of calcium candy and the milk of minks, told them interesting and funny stories, and led them each day in their bone-building exercises. "Tall sons," he said, "are best." Once a year the bone factories sent a little blue van to Ys's house.

Donald Barthelme. Manual for sons. The Dead Father (1975)









El Padre muerto
Donald Barthelme
Traducción: Catalina Martínez Muñoz
Sexto Piso, 2009

Catherine Crowe, El crimen invisible

El crimen invisible
En 1842 en el barrio de Marylebone, se derribó una casa a la que ya no acudía ningún huésped desde hacía ya muchos años, y cuyos propietarios no estaban dispuestos a gastar más dinero en reparaciones.
Sus últimos habitantes fueron el mayor W..., su esposa, sus tres hijos y su sirviente.
El mayor W..., que desempeñaba un digno cargo en la Intendencia, había insistido innumerables veces a sus superiores para que le permitieran cambiar de vivienda (el alquiler del inmueble estaba a cargo de la Intendencia). Como esta autorización demoraba, alegó para justificar su repetida insistencia que la casa estaba embrujada "del modo más desagradable".
Todas las noches, la puerta del salón se abría violentamente, se oía un ruido de pasos precipitados, una respiración ronca y luego dos o tres gritos horribles y la pesada caída de un cuerpo contra el piso.
A menudo encontraban los muebles volcados, sobre todo cuando estaban situados en el ángulo norte de la sala.
Luego se restablecía el silencio, pero alrededor de un cuarto de hora más tarde, se oía algo semejante a un pataleo, un sollozo y al fin un espantoso estertor.
El mayor W... acabó por prohibir a sus familiares la entrada a este salón. Incluso clausuró la puerta. Pero antes hizo constatar estos hechos por varios de sus compañeros del ejército. En efecto, el informe que presentó estaba firmado por el lugarteniente de Intendencia E..., el capitán S... y el comisario de víveres E...
Se procedió a una búsqueda de datos y muy pronto descubrieron una trágica historia.
En el año 1825, la casa estaba habitada por el corredor de joyas C... y su esposa. Esta última, mucho más joven que su marido, llevaba una vida desordenada y malgastaba enormes sumas de dinero.
Aunque el desgraciado C... le perdonó muchas veces sus caprichos, no parecía querer enmendarse; al contrario, su vida era progresivamente escandalosa.
C..., empujado por la amargura y los celos, se dio a la bebida.
Una noche volvió ebrio, decidido a acabar con sus desgracias.
Armado de un trinchete de zapatero, se abalanzó sobre su mujer, que huyó hacia el salón, pero C... la alcanzó y con un solo golpe de su arma, la decapitó. Permaneció largo rato mudo de horror ante su crimen, luego se colgó de la araña del techo.
Desde entonces ese horrible asesinato se reproducía cada noche, de una forma audible, pero jamás los espantados testigos vieron la más mínima aparición; sólo los ruidos fantasmales que se repetían con una perfecta exactitud.
La petición del mayor W... tuvo resultados favorables y, desde entonces, la casa permaneció desocupada hasta el día en que cayó bajo el pico de los demoledores.
 Catherine Crowe. El crimen invisible (1848). 
Catherine Crowe

La huida más radical

A veces, Pessoa sentía un cansancio de la vida tan terrible que ni siquiera podía pensar con qué dominarlo; tanto que el suicidio le parecía inseguro y la muerte todavía poco, como escribe en el Libro del desasosiego. Pessoa forma parte de la lista de literatos que, como Kafka o Rilke, hablaron de esa última posibilidad, pero, por distintas razones, la pospusieron y no llegaron a ejecutarla. Parece que los escritores tienen cierta predisposición a las enfermedades depresivas que incluso puede llevarles al suicidio. Toni Montesinos, en su libro Melancolía y suicidios literarios, hace un exhaustivo recorrido histórico del suicidio y su relación con el mundo de la escritura. Aristóteles atribuye cualidades positivas a los melancólicos y, por primera vez, relaciona este estado con el suicidio. En cambio, Hipócrates advierte del peligro que corren aquellos que se esfuerzan demasiado en la lectura de libros filosóficos por ser propensos a caer en la melancolía. Si en el cristianismo medieval se condena a melancólicos y a suicidas, en el Renacimiento les conceden un espacio destacado en la vida cultural. Don Quijote y Hamlet pueden considerarse paradigmas de dos tipos de melancolía, y el siglo que se inaugura con su aparición, puede definirse como la edad dorada de la melancolía. Pero es necesario esperar a que Goethe narre las desventuras de Werther para que el suicidio aparezca como tema de ficción y, además, le sirva al autor para alejar de sí mismo la tentación de quitarse la vida, como después les ocurriera a otros autores, incluido Vila-Matas con sus Suicidios ejemplares. El amor es lo único que salva del suicidio a los románticos: la muerte, con su sombra que no juzga ni interroga, es la compañera del melancólico que prepara con calma su original forma de huir del desamor. El suicida, durante el Romanticismo, no muere en privado sino que desea mostrar a la sociedad el testimonio de la tristeza que le produce la desunión. El escenario de paisajes solitarios de naturaleza arrolladora en los que posan sus ojos los melancólicos, cambia por los laberintos decadentes de las grandes ciudades al finalizar el siglo XIX. La ciencia explica ahora la realidad y los melancólicos vuelven a ser tratados como locos. Autores como Stevenson introducen el humor y el suspense al hablar del suicidio y Thomas Hardy habla de la muerte voluntaria infantil para evitar el sufrimiento que llegará. En el siglo XX el suicidio está muy presente en la literatura y es común entre los escritores que incluso lo trasladan al ámbito de lo lúdico y del humor. El estado enajenado por el consumo de alcohol y drogas, a los que muchos autores del momento se entregan, se relaciona con los estados depresivos previos a la muerte. El obsesivo deseo de morir de Pizarnik o el pesimismo de Zweig al ver una Europa rota y sin futuro, confirman la certeza de Coetzee, al hablar del suicidio como una aventura literaria. Al fin y al cabo, se pregunta Max Aub, ¿quién no se ha suicidado?












Melancolía y suicidios literarios
Toni Montesinos

Fórcola Ediciones, 2014