Sabor americano

Doce mil kilómetros recorridos durante treinta y dos días al volante de un Chevrolet plateado, desde el océano Pacífico hasta el Atlántico, a través del corazón del imperio americano. Ese es el viaje inolvidable que realizó Manuel Moyano junto a su familia pasando por veintidós estados y poniendo en evidencia las diferencias culturales que persisten entre la Europa mediterránea y Norteamérica. Parten de San Francisco y atraviesan paisajes de costa, el caluroso desierto de Mojave, praderas interminables, desfiladeros rojizos, bosques de coníferas, ríos caudalosos y grandes saltos de agua. Transitan por poblados, como Cody, que mantienen la esencia del Lejano Oeste, por parques temáticos o por inmensas ciudades surcadas por anchas avenidas y elevados edificios. Se detienen a contemplar el anochecer en el puente de Golden Gate, el amanecer en el Cañón del Colorado, los géiseres de Yellowstone, la elevación ígnea de Devils Tower, los prados inmensos que habitaban los indios Sioux, los bosques verdes de Massachusetts, los montes Apalaches o el espectáculo natural de las cataratas del Niágara. 
Moyano busca los horizontes que contemplaron grandes escritores y llega al bungaló en el que escribía Charles Bukowski, al rancho de Edgar Rice Burroughs, a las casas de Hemingway y de Mark Twain, a College Hill donde vivió Lovecraft, a los pueblos balleneros que inspiraron a Melville o al barrio de Brooklyn donde reside Paul Auster. Son numerosas las referencias a los grandes actores de Hollywood, a las películas que forman parte de nuestras vidas. Elvis Presley y Bob Dylan, entre otros, ponen música a este viaje de descubrimientos y tópicos destapados. El recorrido termina, cuando después de visitar Washington, atraviesan el río Hudson por el túnel Lincoln y se sumergen en el caos de Manhattan para rememorar un anterior viaje a Nueva York. Numerosas indicaciones con nombres de moteles, calles, librerías, tiendas y personas hacen que el relato resulte más cercano; un mapa, nos sirve de guía y varios dibujos así como una serie de fotografías nos ayudan a seguir este entrañable y familiar itinerario que nos recuerda a los inolvidables viajes de Gerald Durrell o de Jordi Esteva. Manuel Moyano nos hace revivir recuerdos de la infancia a través de las imágenes que nos llegaban del gran oeste americano, de la juventud, a través de la música y la lectura de grandes autores y nos deja una cierta nostalgia al constatar que el tiempo no respeta casi nada y que los intereses comerciales acaban por derrumbar los grandes mitos.















Travesía americana. De San Francisco a Nueva York por carretera.
Manuel Moyano 
Ilustraciones: Manuel Moyano
Editorial Nausícaá, 2012
Publicado en Cuadernos del Sur el 23 de febrero de 2013

Rafi, de Medardo Fraile

Rafi 
Tenía un libro.
Se lo había dado el padre Bonifacio hacía más de tres años.
El libro pesaba y era gordo.
En la numeración de las hojas, el número último era el 1108. Ahora se le habían aflojado las pastas y algunas hojas estaban dobladas y tenían tiesuras y manchones de Coca-Cola y mocos.
Cuando iba a ver a la señora tuerta, lo llevaba consigo.
—Mira qué aplicado es el Rafi —decía—. Mira cómo lee.
Y él sonreía con su cara matalona y pícara de niño de la calle.
Lo iba leyendo por segunda vez, poco a poco, desde hacía dos años. A veces, le buscaba un escondrijo en un solar o unas obras y, al cabo de varios días, volvía a buscarlo.
Le hablaba algunas veces.
—A ver si te acabas, gordo. Un día me harto de ti y ya no vengo a buscarte.
Lo acabó por segunda vez en un coche abollado de un garaje desierto. Sentía frío.
Apretó los ojos y, cuando los abrió, le dijo al libro:
—Gordo, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Empezamos de nuevo?
Miró a la tapia grasienta de enfrente, se abrazó al libro con fuerza y comenzó a llorar.
Medardo Fraile, Rafi. 















Escritura y verdad. Cuentos completos
Medardo Fraile

Edición y prólogo: Ángel Zapata
Páginas de Espuma, 2004

Micromundi, de Francisco Javier Guerrero Cano

La huella
Despertó en la orilla, con el sol ya en todo lo alto. A su alrededor sólo el mar, el cielo y la arena; y a su lado una huella. Una sola huella de una mano, la izquierda precisamente, la misma que a él le faltaba desde hacía años. La miró confuso y luego observó su mano, la derecha, que clavó en la arena junto a la huella. Las impresiones parecían iguales, pero sólo conocía el origen de una. ¿Cómo llegó la otra hasta allí fuese o no la de su mano amputada? ¿Quién podría haber dejado únicamente esa marca sin dejar ningún otro rastro? La marea empezó a subir, y una ola a punto estuvo de alcanzar las huellas. Para evitarlo, construyó como pudo una muralla de arena frente al mar, detrás de las huellas, y como el agua iba mermando su resistencia, cavó también un foso justo delante. Sin embargo, el mar inundaba continuamente el foso y derribaba poco a poco la muralla con sus embestidas, que sin ser demasiado fuertes, le obligaban a reconstruir sin cesar ambos baluartes. Así estuvo luchando contra el mar hasta que se hizo de noche. Entonces sus músculos dejaron de responderle y desfalleció. El foso se cubrió pronto de arena mojada y la muralla quedó rasa al nivel de la orilla. Una ola suave rozó primero las huellas, luego otra inexplicablemente fiera las cubrió por completo. Pero sólo una desapareció. Cuando despertó, el sol estaba ya en todo lo alto. A su alrededor, el mar, el cielo, la arena y la huella indeleble de su mano izquierda.
Francisco Javier Guerrero Cano, La huella














Micromundi
Francisco Javier Guerrero Cano
Ediciones Cardeñoso, 2012

Horses y la ciudad en llamas

La imagen en la comunicación humana fue anterior a la escritura por eso quizás los libros ilustrados logran trasmitirnos un mensaje previo que nos predispone, de un modo u otro, a enfrentarnos a ellos con sólo hojear sus páginas justo antes de sumergirnos en su narración. Cuando el placer de lo visual se une al de la lectura conseguimos, como apuntaba P. Nodelman, una mayor conciencia. La editorial Sexto Piso está publicando magníficos libros ilustrados entre los que se encuentran dos editados a gran formato que coinciden en una fecha: 1975. Mientras Patti Smith debutaba con su album Horses, la ciudad de Beirut se consumía en llamas. 
En el primero de los libros Michael Stipe, líder de R.E.M., rinde un admirado y cercano homenaje a la cantante, poeta y activista Patti Smith a quien acompaña, escucha y fotografía en una gira, junto a Bob Dylan, que supuso su reencuentro con los escenarios después de su retiro voluntario de algo más de quince años. Dos veces Intro. En la carretera con Patti Smith pretende ser un íntimo cuaderno de viaje cargado de fotografías, recuerdos, estrofas y versos que ponen de relieve la irresistible personalidad de la madrina del punk. 
El segundo libro Bye bye, Babilonia está escrito e ilustrado por Lamia Ziadé y plasma su visión personal y terrible de la guerra que sufrió su país entre 1975 y 1979, el vuelco de una ciudad como Beirut cargada de color y alegría hasta convertirse en una ciudad ruinosa, apagada y gris. Esta negra metamorfosis fue sufrida por la autora en su infancia y ahora, con el paso de los años, recrea su conmovedora vivencia, con la inocencia e incomprensión de una niña, a través de imágenes cercanas al Pop art adornadas con breves comentarios aclaratorios, personales y biográficos que nos invitan a reflexionar sobre la crueldad de la violencia humana.



Bye Bye babilonia. Beirut 1975-1979
Lamia Ziadé
Traducción: Elena Martínez Bavière
Sexto Piso, 2012.

2 veces Intro: En la carretera con Patti Smith
Michael Stipe
Traducción: Raquel Sevilla Guillén
Sexto Piso, 2012.



Julio Cortázar, Axolotl

Axolotl
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No erananimales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
Julio Cortázar, Axolotl



Cuentos de amaneceres, de Antonio Serrano García

A veces ocurre, un mensaje llega quizás por error a tu ordenador, el azar juega así sus bazas, y te cambia para siempre tu existencia. Este es uno de los desafíos a los que se enfrentan los personajes que cobran vida en el libro de relatos, Cuentos de amaneceres, de Antonio Serrano García. Nueve historias que se recogen en una cuidadísima edición de Lonja de Letras llena de sorpresas gráficas que bailan con el texto para aumentar aún más la estética y su carga lírica. De este autor de Guadalcázar, Caballero Bonald destacó el desenfado de su prosa, su ingenio y un estilo suelto y fluido en el uso de un lenguaje actual. Estas características tan personales que estaban presentes en su novela La libélula sin alas siguen vigentes en esta colección de cuentos. En palabras del escritor J. Diego López García, que prologa el libro, hay un compromiso inquebrantable con la belleza, una estética personal que fluye desde su pasión por contar y admirar. Y es que estamos, desde mi punto de vista, ante uno de los escritores cordobeses con mayor talento narrativo. 
Estos relatos, que podrían calificarse de cinematográficos, impresionan desde el principio. Arrancan con una frase sugerente, impactante, que seduce, que te empuja inexorablemente a seguir leyendo. Al autor le gusta jugar con las palabras, le divierte unir vocablos por su sonoridad, enredar frases hasta conseguir efectos originales, construir párrafos de lirismo condensado. La escritura en él es algo lúdico y creativo pero no renuncia por eso a plantear problemas y dramas sociales o personales. De hecho, sus personajes se enfrentan a dificultades y desigualdades que genera nuestra sociedad: un joven descubre que la huida, el abandono de todo lo que se ama, es más doloroso que las propias secuelas de la droga; un ciclista cruza una ciudad sumergida en la niebla como si traspasara su propia vida anclada en la desidia; en su último día de trabajo un conductor de autobuses se siente más poeta que nunca; la elegancia de un paraguas puede ser un traidor para quien lo porta; el hallazgo de una moneda logra unir el pasado y el presente y evidenciar diferencias de clases; un niño, desposeído de todo por la guerra, toma una decisión irrevocable… Aquí, el laberinto borgiano, sin salida e inasible, se transforma en algo tan simple como un punto negro que no es otra cosa que la evidencia de la incapacidad del hombre para conocer y dirigir su designio. Decía Umberto Eco que la naturaleza irresistible de las grandes tragedias deriva del hecho de que sus héroes, en lugar de escapar de su destino cruel, sucumben a él de forma ciega porque no saben lo que les espera. El cuento Ferrocarril es un nombre demasiado largo tiene estos elementos literarios de una tragedia clásica y condensa todo el saber literario del autor. En definitiva, Antonio Serrano García nos presenta una magnífica colección de cuentos que se suceden en amaneceres similares, bajo el mismo sol que contempla indiferente el destino de los hombres.

















Cuentos de amaneceres
Antonio Serrano García
Lonja de Letras, 2012
Publicado en Cuadernos del Sur el 2 de febrero de 2013