Mostrando entradas con la etiqueta Charles Bukowski. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Charles Bukowski. Mostrar todas las entradas

Charles Bukowski, Deje de mirarme las tetas, señor

Deje de mirarme las tetas, señor.

Big Bart era el tipo más salvaje del Oeste. Tenía la pistola más veloz del Oeste y se había acostado con mayor variedad de mujeres que cualquier otro tipo en el Oeste. No era aficionado a bañarse ni a hablar mierda ni a ser segundón. También era guía de una caravana de emigrantes, y no había otro hombre de su edad que hubiese matado más indios, o se hubiese acostado con más mujeres, o matado más hombres blancos.
Big Bart era grandioso y él lo sabía y todo el mundo lo sabía. Incluso sus pedos eran excepcionales, más sonoros que la campana de la cena; y estaba además muy bien dotado. Su deber consistía en llevar las carretas sanas y salvas a través de la sabana, tener sexo con las mujeres, matar a unos cuantos hombres y entonces volver al Este por otra caravana. Tenía una barba negra, el roto del culo sucio y radiantes dientes amarillentos.
Acababa de metérsela con fuerza a la joven esposa de Billy Joe mientras obligaba a Billy Joe a observarlos. Obligó a la chica a hablarle a su marido mientras lo hacían. La obligó a decir:
—¡Ah, Billy Joe, todo este palo, este cuello de pavo me atraviesa desde el chocho hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga! ¡Sálvame, Billy Joe! ¡No, Billy Joe, no me salves! ¡Aaah!
Luego de que Big Bart se corriera, hizo que Billy Joe le lavara las partes y entonces salieron todos juntos a disfrutar de una espléndida cena de jamón, frijoles y galletas.
Al día siguiente se encontraron con una carreta solitaria que atravesaba la pradera por sus propios medios. Un chico delgaducho, de unos dieciséis años, con un acné espantoso, llevaba las riendas. Big Bart se acercó cabalgando.
—¡Eh, chico! —dijo.
El chico no contestó.
—Te estoy hablando, muchacho…
—Vete a la mierda —dijo el chico.
—Soy Big Bart.
—Vete a la mierda, Big Bart —dijo el chico.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Me llaman «El Chico».
—Mira, Chico, no hay manera de que un hombre atraviese esta tierra de indios con una sola carreta.
—Yo pienso hacerlo.
—Bueno, son tus pelotas, Chico —dijo Big Bart, y se dispuso a dar la vuelta a su caballo, cuando se abrieron las cortinas de la carreta y apareció esta mujer con pechos enormes, caderas grandes y hermosas, y ojos como el cielo después de la lluvia. Dirigió su mirada hacia Big Bart y el cuello de pavo de este se puso duro y chocó contra la silla de montar.
—Por tu propio bien, Chico, vendrás con nosotros.
—Que te vayas a la mierda, viejo —dijo el Chico—. No escucho ningún estúpido consejo de un viejo con calzoncillos asquerosos.
—He matado a hombres solo porque pestañeaban —dijo Big Bart.
El Chico escupió al suelo. Luego se rascó los cojones.
—Mira, viejo, me aburres. Ahora desaparece de mi vista o te voy a convertir en una plasta de queso suizo.
—Chico —dijo la muchacha asomándose. Se le salió una teta del traje y a un rayo de sol se le puso la polla dura—. Chico, creo que este hombre tiene razón. Solos no tenemos posibilidades contra esos cabrones indios. No seas estúpido. Dile al hombre que nos uniremos al grupo.
—Nos uniremos —dijo el Chico.
—¿Cómo se llama tu chica? —preguntó Big Bart.
—Meloncito —dijo el Chico.
—Y deje de mirarme las tetas, señor —dijo Meloncito— o le voy a sacar la mierda a patadas.
Las cosas fueron bien por un tiempo. Hubo una escaramuza con los indios en Blueball Canyon. Treinta y siete indios muertos, uno prisionero. Sin bajas norteamericanas. Big Bart se folló por el culo al indio capturado y luego lo contrató como cocinero. Hubo otra escaramuza en Clap Canyon. Treinta y siete indios muertos, uno prisionero. Sin bajas norteamericanas. Big Bart se folló por el culo…
Era obvio que Big Bart estaba interesado en Meloncito. No podía apartar sus ojos de ella. Ese culo, más que nada le interesaba ese culo. Una vez se cayó de su caballo mientras la miraba y uno de los cocineros indios se echó a reír. Quedó un solo cocinero indio.
Un día Big Bart mandó al Chico con una partida de caza a matar algunos búfalos. Esperó hasta que desaparecieron de la vista y entonces se fue hacia la carreta del Chico. Subió por el sillín, apartó la cortina y entró. Meloncito estaba agachada en el centro de la carreta, masturbándose.
—Joder, nena —dijo Big Bart—. ¡No lo malgastes!
—Lárgate de aquí —dijo Meloncito sacando el dedo de su chocho y apuntando a Big Bart—. ¡Lárgate de aquí y déjame hacer mis cosas!
—¡Tu hombre no te cuida lo suficiente, Meloncito!
—Claro que me cuida, estúpido, solo que no tengo bastante. Y ocurre que después del período me pongo muy caliente.
—Escucha, nena…
—¡Vete a la mierda!
—Escucha, nena, observa…
Entonces sacó el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal, y basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen lubricante cayeron al suelo.
Meloncito no pudo apartar los ojos de tal instrumento. Después de un rato dijo:
—¡No me vas a meter ese condenado aparato dentro!
—Dilo como si de verdad lo sintieras, Meloncito.
—¡NO ME VAS METER ESE CONDENADO APARATO DENTRO!
—¿Pero por qué? ¿Por qué? ¡Míralo!
—¡Lo estoy mirando!
—¿Pero por qué no lo deseas?
—Porque estoy enamorada del Chico.
—¿Amor? —dijo Big Bart riéndose—. ¿Amor? ¡Eso es un cuento de hadas para idiotas! ¡Mira esta condenada estaca! ¡Puede matar de amor a cualquier hora!
—Amo al Chico, Big Bart —dijo Meloncito.
—Y también está mi lengua —dijo Big Bart—. ¡La mejor lengua del Oeste!
La sacó e hizo ejercicios gimnásticos con ella.
—Amo al Chico —dijo Meloncito.
—Bueno, pues jódete —dijo Big Bart y de un salto se echó encima de ella. Era trabajo de perros meter toda esa cosa; cuando lo consiguió, Meloncito gritó. Había dado unos siete caderazos entre los muslos de la chica, cuando se vio arrastrado rudamente hacia atrás.
ERA EL CHICO, DE VUELTA DE LA PARTIDA DE CAZA.
—Te trajimos tus búfalos, hijo de puta. Ahora, si te subes los pantalones y sales afuera, arreglaremos el resto…
—Soy la pistola más rápida del Oeste —dijo Big Bart.
—Te haré un agujero tan grande, que el ojo de tu culo parecerá solo un poro de la piel —dijo el Chico—. Vamos, acabemos de una vez. Estoy hambriento y quiero cenar. Cazar búfalos abre el apetito…
Los hombres se sentaron alrededor de la fogata, observando. Había una tensa vibración en el aire. Las mujeres se quedaron en las carretas, rezando, masturbándose y bebiendo ginebra. Big Bart tenía 34 muescas en su pistola, y una fama infernal. El Chico no tenía ninguna muesca en su arma, pero tenía una confianza en sí mismo que Big Bart no había visto nunca en sus otros oponentes. Big Bart parecía el más nervioso de los dos. Se tomó un trago de whisky, vació la mitad de la botella, y entonces caminó hacia el Chico.
—Mira, Chico…
—¿Sí, hijo de puta…?
Mira, quiero decir, ¿por qué te encojonas?
—¡Te voy a volar las pelotas, viejo cabrón!
—¿Pero por qué?
—¡Estabas violando a mi mujer, viejo cabrón!
—Escucha, Chico, ¿es que no lo ves? Las mujeres juegan con un hombre detrás de otro. Solo somos víctimas del mismo juego.
—No quiero escuchar tu mierda, papá. ¡Ahora aléjate y prepárate a desenfundar! Te llegó el momento.
—Chico…
—¡Aléjate y listo para disparar!
Los hombres en el campamento se tensaron. Una ligera brisa vino del Oeste y olía a mierda de caballo. Alguien tosió. Las mujeres se agazaparon en las carretas, bebiendo ginebra, rezando y masturbándose. El crepúsculo se acercaba.
Big Bart y el Chico estaban separados 30 pasos.
—Desenfunda tú, pedazo de mierda —dijo el Chico—, desenfunda, viejo violador de mujeres.
Despacio, a través de las cortinas de una carreta, apareció una mujer con un rifle. Era Meloncito. Se puso el rifle al hombro y apuntó por la mirilla.
—Vamos, violador de mierda —dijo el Chico—. ¡DESENFUNDA!
La mano de Big Bart bajó hacia su revolver. Sonó un disparo que cortó el crepúsculo. Meloncito bajó su rifle humeante y volvió a meterse en la carreta. El Chico estaba muerto en el suelo, con un agujero en la frente. Big Bart enfundó su pistola sin usar y caminó hacia la carreta. La luna estaba ya alta.

Charles Bukowski, Deje de mirarme las tetas, señor.


https://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Bukowski
Charles Bukowski


Charles Bukowski, Clase

Clase
No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.
El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.
Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.
-¿Señor Hemingway?
-¿Sí, qué pasa?
-Me gustaría cruzar los guantes con usted.
-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?
-No.
-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.
-Mire, estoy aquí para romperle el culo.
Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:
-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.
El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.
-¿Estás loco, chico? -me preguntó.
-No sé. Creo que no.
-Toma. Pruébate estos calzones.
-Bueno.
-Oh, oh... Son demasiado grandes.
-A la mierda. Están bien.
-Bueno, deja que te vende las manos.
-Nada de vendas.
-¿Nada de vendas?
-Nada de vendas.
-¿Y qué tal un protector para la boca?
-Nada de protectores.
-¿Y vas a pelear en zapatos?
-Voy a pelear en zapatos.
Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.
No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.
-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo...
-No me voy a caer -le dije al árbitro.
Siguieron otras instrucciones.
-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.
Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó son un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.
Un tipo vino con una toalla.
-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.
-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.
El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.
Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.
¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.
Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.
Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.
Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.
-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?
-Henry Chinaski.
-Nunca he oído hablar de ti -dijo.
-Ya oirás.
Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.
-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.
-Follar y beber.
-No, no -quiero decir en qué trabajas.
-Soy friegaplatos.
-¿Friegaplatos?
-Sí.
-¿Tienes alguna afición?
-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.
-¿Escribes?
-Sí.
-¿El qué?
-Relatos cortos. Son bastante buenos.
-¿Has publicado algo?
-No.
-¿Por qué?
-No lo he intentado.
-¿Dónde están tus historias?
-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.
-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.
-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.
La estrella de clase y alta sociedad se acercó:
-Él estará conmigo.
Luego me dijo:
-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que... hablar.
Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.
-¿Qué coño pasó?
-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.
Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.
-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.
-Estreché su mano -no te vueles los sesos.
Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.
El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.
-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.
Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.
-Tommy -dijo ella- desaparece.
Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.
-¿Quién era ese grandulón?
-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.
Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.
Entonces dijo:
-Vamos.
La seguí hasta el dormitorio.
A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.
-¿Señor Chinaski?
-¿Sí?
-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!
-¿Sólo de la década?
-Bueno, tal vez del siglo.
-Eso está mejor.
-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.
-Me lo creo -dije.
El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.
Charles Bukowski, Clase 
Charles Bukowski