Italo Calvino, Las ciudades y los intercambios. 1

Las ciudades y los intercambios. 1.
A ochenta millas de proa al viento rnaestral el hombre llega a la ciudad de Eufamia. donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufamia sino también porque de noche junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufamia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.
Italo Calvino,  Las ciudades y los intercambios. 1. (Las ciudades invisibles). Traducido por Aurora Bernárdez.

Italo Calvino

Leonora Carrington, La debutante

La debutante.
En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo, por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. ¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.
La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.
-¡Qué asco! -le dije-. Esta noche me toca asistir a mi baile.
-Tienes suerte -dijo ella-; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación.
-Habrá muchas cosas de comer -dije-. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
-Y aún te quejas -replicó la hiena con desaliento-. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.
Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
-No tienes más que ir en mi lugar.
-No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría -dijo la hiena un poco triste.
–Escucha -dije-, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.
Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.
-De acuerdo -dijo de repente.
No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.
-Esta habitación huele mal -dijo mi madre, abriendo la ventana-; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales.
-Por supuesto -le dije.
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.
-No te retrases para el desayuno -dijo al irse.
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:
-Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?
-Sí -dije, perpleja.
-Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
-No lo veo muy práctico -dije yo-. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
-Tengo la suficiente hambre como para comérmela -replicó la hiena.
-¿Y los huesos?
-También -dijo-. ¿Te parece bien?
-Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
-Bueno, eso me da igual.
Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo.
-Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.
-En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
-Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.
Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.
-Es verdad -dije-; lo has hecho muy bien.
Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:
-Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.
Después de oír un rato la música de abajo, le dije:
-Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte -le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.
Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia.
-Acabábamos de sentarnos a la mesa -dijo-, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: “Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles.” A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana.

Leonora Carrington, La debutante (1978).

Leonora Carrington

José Cardoso Pires, La república de los cuervos

La república de los cuervos

Para ser San Vicente y entrar en la Historia como entró, San Vicente necesitó de dos cuervos para hacerse acompañar, quienes, por más señas, le fueron fieles hasta hoy. Ahora bien, de un ave como ésta, tan conveniente y enigmática, se cuentan muchas cosas. La propia Enciclopedia Portuguesa y Brasileña, tras muchos rodeos, afirma que el cuervo es taimado y ladrón y esto, bien entendido, con la debida consideración por la agudeza y por la independencia en el trato que tanta gente le reconoce. 
“Me cago en la Enciclopedia”, dice el cuervo. Y para corroborarlo, alza la cola y, zas, despide un churretazo de mierda blanquecina. Mierda blanquecina en una criatura tan negra nadie lo esperaría.
El cuervo en cuestión se llama Vicente. Le pusieron un nombre de santo, como para quejarse, pero ni aun así se siente muy reconocido por ello. Pertenece a una de las últimas tascas lisboetas, una de las que antiguamente, aparte de vino, vendían carbón, petróleo y ramitos de calquesa, pero de eso hace ya muchos años, en la edad de los fogones y del quinqué, y para ese entonces él ni siquiera había nacido. O tal vez sí, que con los cuervos nunca se sabe. Hay quien afirma que pueden durar eternidades.
En la puerta de al lado de la taberna se estableció hacía mucho una mujer que vende huevos y tripicallos, sentada en una mecedora. El Cuervo la conoce y hasta la visita. De ella se dice que mató al marido a base de yemadas envenenadas, si es que alguna vez tuvo marido, pero en concreto lo que de ella se sabe y está a la vista, es que se pasa los días atada al sillón haciendo punto con un cierto mirar airado. Parece una gata gorda de bigotes ensañados, una gata doméstica que se pasa el tiempo dándole a la aguja y contando un, dos, tres, nudo, un, dos, tres, vuelta, para así olvidarse de tiempos pasados. Pero eso no pasa de las apariencias porque, pobrecilla, lo que la consume es aquel corazón que Dios le dio, un corazón tan grande y universal que no le cabe en el pecho. Por eso se pasa el rato meciéndose y meciéndose, en el sillón, como si quisiera dar más aire al pecho o como si tomara impulso para proyectarse por los aires, rumbo a Dios Nuestro Señor.
En sus vueltas diarias el Cuervo nunca se olvida de saludar a la recovera, que siempre lo trata con gran estima, ofreciéndole pedazos de tripa y otros despojos de las aves que cuelga del techo. “Hola, compadre”, lo saluda ella en cuanto lo ve avanzar a saltitos por el umbral de la puerta.
Se llevan muy bien, siempre se llevaron muy bien el uno con el otro. De manera general la recovera lo recibe con una sonrisa para enseguida cambiar hacia lo trágico, llevándose las manos al pecho y volviendo sus ojos al cielo: “Sabes, vecino, mi corazón...”. Con esto ella quiere decir muchas cosas y el Cuervo lo sabe. Anginas de pecho, mareos, medicaciones... Y el Cuervo lo sabe, el Cuervo lo sabe. Falta de aire también. Uno, dos, tres, vuelta, uno, dos, tres, nudo, últimamente las faltas de aire han sido constantes y la pobrecilla se balancea en su mecedora con verdadera angustia. El Cuervo, oyéndola con la mayor atención, remata todas las veces de la misma suerte: “No se preocupe, vecina, no se preocupe, que un día u otro todos los males tienen su fin” y ella entonces deja caer sus bigotes y se pierde, resignada, mirando a través de la puerta la plaza de las Hermanas Descalzas que le cae justo en frente.
La plaza de las Hermanas Descalzas, con la capilla y el hospital del mismo nombre, está siempre arrullando de palomas blancas. El Cuervo cuando no tiene otra cosa que hacer o comienzan a hacerlo rabiar con necedades, se da una vuelta hasta allí. Va para pasar el rato, por importunar. Sólo para crear alboroto en las palomitas de pluma virgen que se pasean por el empedrado dando cabezadas. Es evidente que las palomitas en cuento lo ven acercarse abren sus alas a paso corrido y pecho alzado pues no se fían mucho del personaje libertino que están viendo, pero él avanza derecho, empingorotado y en plan señor. De pasada deja caer algún que otro piropo a ésta o a aquélla. “Muñequita”, “Celosa mía”, pero nunca vuelve su cabeza, como se ve. A ellas se las oye rolar suspiros y temblar de alas, encandiladas ciertamente con su negro perfil espejeado de reflejos azules; se las oye palpitantes y azotadas y cuando llega hasta el otro lado de la plaza, se vuelve para mirarlas de frente: ¡A ver qué es lo que pasa, muñecas!
En la taberna algunos de los bebedores más animados tratan de darle conversación. Comienzan por preguntarle el nombre y, según es costumbre, acaban por llamarle Vicente, otra tontería.
“¿Vicente?, pregunta un día un fulano haciéndose el sorprendido. “¿No serás de la familia de quienes andaban detrás del santo, o es que me equivoco? 
Equivocado, y un carajo. El Cuervo que es tabernero por convivencia con el dueño, conoce todas las gilipolleces del vino y como encima, es ateo practicante, la charla de San Vicente y los cuervos de Lisboa, le hace darse el piro, enojado. Desde que se conoce, nunca le han faltado doctores provocándole con miradas o con estupideces sobre la existencia de históricos cuervos en el escudo de Lisboa y en otras fábulas semejantes.
Al fin y al cabo estos parlanchines siempre dicen lo mismo. Describen invariablemente el esqueleto del mártir San Vicente al llegar a Lisboa, entero y muy compuesto, en una barca escoltada por dos cuervos, como se puede ver en el escudo de la ciudad de Lisboa. Dos cuervos, el uno a proa y el otro a popa, siendo así que arribaron al Tajo, dicen ellos, y eso después de haber navegado un puñado de siglos por los mares de la eternidad.
¿Mares de la eternidad? ¿Pero dónde cae eso de la eternidad? Para el Cuervo Tabernario ya la historia del cadáver bullía de gusanos podridos y hedía bastante mal. Créase o no, sólo a costa de mucho vino y de mucha paciencia es posible tragarse una trola de tamaña enormidad.
Pero aún los hay peores y el Cuervo los conoce. Hay un sacristán en la capilla del Hospital de las Hermanas Descalzas que afirma que dichos pájaros de San Vicente aún siguen vivitos y coleando y quien los quiera ver que se acerque a los rincones románticos de la catedral, que los verá anidados a la altura del milagro, continuamente mecidos por un coro de sochantres y de monaguillos. Esto lo oyó el Cuervo en la taberna con los mismos ojos que se ha de comer la tierra y ni se admiró ni se contradijo. El sacristán siempre que se pone a tono con el vino, le da por ponerse franciscano, hermano de los pájaros, de los ángeles y de los peces voladores, sólo para conmover a su audiencia y al Cuervo en particular. El pobre no sabe que Vicente siente escalofrío con ciertos pájaros y hasta las alas se le encrespan cuando los oye nombrar.
“Si pudiera, este capullo me comería con plumas y todo”, suelta él a medio pico, leyendo el brillo piadoso que baila en los morros del sacristán.
Hasta el gorro está de cuervos históricos, hasta el gorro de la barca de San Vicente que anda navegando de boca en boca en cuanto se habla de Lisboa, hasta el gorro de verla por toda la ciudad con aquellas dos aves desvergonzadas, dibujada en estandartes, tallada en la piedra de las fuentes públicas, reproducida en llaveros y en guías turísticas, recortada en la chapa en los faroles de las avenidas engalanadas. Harto de esa fantochada, cómo no, hartísimo. Por otro lado, como cuervo legítimo que es, entiende como una realísima estupidez haberle puesto ese nombre, que si Vicente por aquí, que si Vicente por allá, pues Vicente se llaman todos los cuervos de Lisboa, ¿no te fastidia?
Se sube en el tonel más alto de la casa para mantenerse apartado de la descarada ignorancia que ha tomado la voz del mostrador de la taberna, pero el sacristán de vinazo franciscano sube permanentemente de tono y no para de fabular. Anda con una tal diarrea de lengua que no hay milagro que la apague y lo por eso se repite, igualito, igualito, día por día. Hoy cuenta la Parábola del Santo y de los Peces que entiende él, es una de sus franciscanadas.
El Cuervo Tabernario se sabe de pé a pá que era una vez San Antonio, que andaba descalzo por esos mundos de Dios predicando a los animales y la historia comenzaba así. De ahí en adelante el santo viajaba por montes, por valles y por desiertos, incansable, y cuando quería hacer un milagro alzaba los ojos a Dios Padre y Misericordioso hasta hacer brotar una flor de sangre en el cuerpo que lo convertía en un iluminado y ya no se necesitaba de más para arreglar lo que le viniera en gana. La sangre, aclara el sacristán, no se declaraba siempre en el mismo sitio, sino que era una especie de llaga repentina que igual podía aparecer en la palma de la mano, si lo que había que detener era una tempestad, como al lado del corazón, si había que ordenar un arrepentimiento, o en la planta del pie si había que abrir un sendero a través de las aguas o del fuego. Y de esta manera, el sacristán enumera siempre los mismos casos posibles, pero el Cuervo ni siquiera lo oye. Oye, sí, la manera asaz cruel y ejemplar de cómo el Predicador se hizo mártir al hablar un día a los peces del Amazonas. Ahí, bueno, el caso se puso jodido. Dios le habría ordenado, “Ve y Continúa” y él, por confusión o por cualquier otro desliz, en vez de continuar su discurso, creyó que había recibido órdenes de atravesar el río y enseguida le despuntó en la planta del pie tanta sangre que las aguas se iban apartando a su paso. Feliz y radiante, se metió en la corriente y le dio un aire, porque le cayeron encima bancos de pirañas atraídas por la sangre.
Antes la parábola acababa justo aquí, pues las voraces pirañas se encargaban de dar martirio al Predicador y, amén, el resto Dios lo sabría. Pero esta vez el sacristán tiene algo que añadir, algo de mucho enseñamiento que cambia el rumbo de la historia. Cuenta que el cuerpo del mártir, aunque entregado a las pirañas, quedó intacto por fuera como si se hubiera reducido a una figura hueca. De esta manera durante años y años se vio cómo se deslizaba por el río en imagen serena y generosa, llevando dentro de sí a los peces asesinos.
Un cadáver más flotando, piensa el Cuervo como resumen. Después del San Vicente de Lisboa había tocado el turno al Predicador del Amazonas. Dos mártires más completamente desnortados. Con ello quedaba más que demostrado que el sacristán en cuanto se entonaba vacilaba como un buitre cruzado con un albatros, pues veía cadáveres nadando por todas partes.
Ahora bien, si para el Cuervo Tabernario existe algo para lo que no tenga vocación, es para soportar borrachos y mucho menos borrachos franciscanos, que esos se ponen a solfear de tal modo que dejan a los oyentes sin alas. Por la parte que le toca, el Cuervo cree que ya ha oído lo suficiente y se pone a estirar las patas, encima del barril. Después se dirige hacia la puerta para ver cómo andan las nubes.
Frente a él, en la plaza del hospital, pasa una monja en bicicleta levantando un revuelo de palomas. Como una bruja inmaculada montada sobre una escoba, piensa el Cuervo. Y abre el pico hacia el aire, empalagado. ¿Empalagado o bostezante?
Tan-tan, está tocando la campana de la capilla. Allá que va la monja en bicicleta, como paloma del Espíritu Santo. Y el sacristán ya debiera estar en el altar para recibirla, sólo que esta tarde le dio por catequizar borrachos y de momento no va a abandonar la taberna ni a Dios Padre. Ay, ay, muchas plumas tiene el Cuervo en su triste laborar. Las de éste son cada vez más oscuras y pesadas, a medida que el sol va bajando. Pesadísimas.
Cuando anda así, desilusionado con el mundo, lo primero que se le ocurre es pasarse por donde la vecina recovera. Sabe que va a encontrarla haciendo punto y balanceándose en la mecedora matriarcal a la sombra de las gallinas y de los patos degollados. Hacer punto para las niñas desvalidas es el pasatiempo de la pobre mujer. Sobrevolada por cadáveres desplumados, hace gorros, jerseys y mantitas de cuna en una lana de angora tan suave que hace recordar el plumón de los jilgueros, un, dos, tres, nudo, un, dos, tres, vuelta, ¿cómo tú por aquí, vecino?
El Cuervo salta el escalón y ella, sin dejar de balancearse, extiende el largo gancho con que descuelga a los gallináceos del techo y lo mete en el balde de los desperdicios, de donde lo saca con su pedacito de enjundia, su sobra de tripas, su cresta de gallo, los primores que el Cuervo Tabernero tanto aprecia.
Mientras él come la pobrecilla suspira y cuenta trivialidades- “ay”, dice ella, y el ay de la recovera sirve para todo: si le sale del corazón es un lamento, pero también puede ser un rechazo de enojo, dicho con un giro de cabeza, o un vislumbre de espanto divertido, si sus bigotes indican que sonríe. Ay, niño, dice a veces al Cuervo, en momentos de mayor intimidad.
A pesar de los pesares, da gusto oírla conversar con muchas madejas por medio porque es señora de un corazón universal que abraza a todas las criaturitas desamparadas y a todos los animales de la naturaleza, a excepción de las aves de corral que, palabras de ella, no reconocen a quien las trata ni dan nunca lucro al comercio. A tales bichos une el cerdo que tampoco es de su devoción, pero por otras razones.
El realidad el cerdo, el guarro, como ella prefiere llamarle, un, dos, tres, nudo, un, dos, tres, vuelta, ay, el guarro es un animal campesino que no mira la luz del sol. No tiene ideología el guarro. Tiene el llamado ojo porcino y si aún guarda algún respeto por Dios es porque nunca se ha encontrado con él. Por lo demás, sigue a lo suyo, come todo lo que se le pone a la boca, hasta cadáveres y dice que cada cual se busque la vida como pueda. El cerdo sabe que es cerdo y no le importa, de modo que si alguna vez mandase en el mundo, un, dos, tres, nudo, un, dos, tres, vuelta, éste sería gobernado a trompadas. “Ahí te mueras, jodido cerdo”, remata la recovera.
“Yo conozco a un cerdo llamado Señor Juan”, dice el Cuervo Tabernario, sin parar de picotear.
¿De Lisboa o de la provincia?, pregunta la recovera y luego se lleva la mano a la boca, arrepentida: “Ay, vecino Cuervo, la gente hoy está en todo, Dios nos perdone”.
Se deja en suspenso unos momentos, muy seria, mirando a lo lejos con las manos olvidadas sobre la madeja. ¿Pensando en qué? ¿En Dios? Probablemente en recuerdos sombríos que sólo ella conoce. “En fin”, suspira, y toma de nuevo las agujas.
Tranquilidad en la tienda, sosiego ahí afuera. Un cabeceo incansable, un balancearse como si estuviera sobre las olas. La sombra de ella en el suelo. Agrandándose y empequeñeciéndose a compás, un, dos. La radio de la taberna exhalando sonidos deshilachados por la calle.
“Ayer te vi en el Palacio de Sintra”, dice la recovera sin alzar los ojos de la madeja.
“¿A mí?”, pregunta el Cuervo.
“A ti, a ti, no tienes que esconderte. Andabas paseándote por el techo de una sala, o ¿es que te crees que yo no lo sé?
El Cuervo queda con el pico abierto, pasmado. “¿Por el techo de una sala?, ¿en el Palacio de Sintra?”.
Sí, en el Palacio, mismamente en el Palacio, fue una manera de decir, ya que, por desgracia, la recovera casi no puede salir de aquella mecedora. Lo ha visto, es verdad, pero en una foto.
“Imposible”, contesta el Cuervo. “Te puedo asegurar que andas confundida”.
La recovera soltó una risotada divertida:
“Uy, nada de confusión. Te he visto, amigo mío. Estabas pintado en diversas posiciones sobre un techo muy bonito y debo decirte que salías parecidísimo. Si no eras propiamente tú, sería un hijo tuyo, lo digo por la pinta. ¿Tienes hijos, vecino?
Sólo entonces el prevenido Cuervo entiende que la recovera improvisa, picoteando en la conversación de buena fe. Ningún motivo, por tanto, para preocuparse, podría decirse. Y sin embargo, así quedó la cosa. Quedó y continuará a quedar durante muchísimo tiempo porque sabe perfectamente que el palacio al que la señora se ha referido no tiene cuervos, sino urracas y confundir dos personalidades tan distintas revela, con las debidas disculpas, una lamentable ignorancia. Ignorancia aún más lamentable por haber salido de la boca de una comerciante de aves. Que el pintor de los pájaros hubiera confundido una cosa con otra, bah, tiene un pase, se puede comprender. Hay muchos pintamonas que pintan lo primero que se les pasa por la cabeza y luego les ponen el nombre que les da la real gana. ¿Pero, por Dios, una recovera? Vamos, vamos.
El Cuervo Tabernario está de veras disgustado. Sinceramente. Siempre oyó hablar de la Sala de las Urracas y no de la Sala de los Cuervos al hablar de Sintra. Así es en todas las postales, en todos los álbumes y en todas las fotos, incluyendo, claro, la que fue a parar a manos de la vecina.
El Cuervo a pesar de andar tan hecho a las leyendas y mentirijillas que se cuentan a su respecto y al de su tribu, quedó realmente muy dolido con esta falta de atención de la recovera. A nadie le gusta ser despreciado, ese es el caso, y ya de puestos, adiós vecina, que le vaya bien, que este amigo va a ver si echa una campavía para otro lado.
Sigue al azar, por el atardecer, sin norte ni tiempo fijo. Vagabundear, es como se llama a eso. Airear la cola. El desplante que la recovera le hizo, lo dejó desangelado, como se suele decir. Y ahora, pocas calles más adelante, es un perro el que se mete con él, que era lo que le faltaba.
“Vete al carajo, chucho de mierda”, le suelta sin siquiera mirarlo, y prosigue su marcha.
El otro, perro viejo y menesteroso, hizo como que no lo oía por una cuestión de orgullo. Es un montón de huesos cubierto de moscas, pero incluso en aquel estado, todavía se acuerda de que es un perro. No piensa el estúpido, que si un cuervo es capaz de plantar cara a un azor o a un halcón, con mayor facilidad caería sobre un chucho flaco como él, clavándole las garras en el lomo hasta dejarlo hecho tiras.
El cuervo es un bicho de coraje, dicen los libros y éste, aún con las alas cortadas por la maldad del tabernero con el que vive, defiende su libertad por ser muy desconfiado y saltador. En menos de nada atraviesa una calle, en menos de nada ya está en lo alto, mirando; tan rápido corre como salta y en este preciso momento apunta a los barracones de la orilla del Tajo, que al caer la tarde están necesariamente desiertos. Tranquilidad, es lo que necesita y para eso está en el buen camino. El comercio está casi todo cerrado, la gente camino de sus casas sin tiempo para echar el rato con quien pasa, los autobuses cumplen sus horarios, la marea baja de la ciudad, una ciudad que se escabulle hacia los dormitorios. Se oye un barco roncando en alguna parte del río.
En esto el Cuervo salta hacia una pequeña zona de césped a los pies de un monumento y allí descubre ¿qué?, una moneda. Plata reluciente, con lo que a él le gusta eso. Rápidamente le echa el pico en lo alto y busca un sitio para enterrarla. Un cuervo como cualquier otro ciudadano, tiene todo el derecho a jugar con el dinero, ¿no es así?
“Creo que andas perdido”, dice una voz avinada que parece llegarle desde el Más Allá.
El Cuervo no necesita oír más. Joder, otro borracho. Lisboa está llena de borrachos. Aquel tiene una pinta que no engaña a nadie, y ya lo ven, todo garboso, sobre el pájaro.
Que le huye el pájaro. Que no es estúpido.
“Borroncillo, ven aquí, borroncillo”, le indica el borracho con su mano mientras intenta atraparlo.
Borroncillo lo será tu padre. El Cuervo sin abandonar la moneda lo esquiva con una finta y se aleja, muy digno. Nueva arrancada del borracho, pero otra vez sin resultado. El hijo de su madre viene con los brazos abiertos fingiendo que quiere jugar, pero el Cuervo, con su moneda en el pico como si acabara de salir de una fábula, salta media docena de pasos y vuelve a escabullirse. Corrida por aquí, corrida por allá el despajarado violador de pájaros tropieza en una piedra y queda espatarrado en el césped mientras lo llama con mano amistosa: “Gorrioncillo, gorrioncillo...”.
Gorrioncillo. Aquel, incluso sin estar bebido, es capaz de desplumar un cuervo a bocados y llamarlo perdiz de campo.
Anochece. Ya es hora de tirar para casa. A los pies del monumento quedó el borracho frustrado y un poco más adelante, en una grieta del terreno, va a quedar una moneda de plata depositada por un Cuervo Tabernario. Así es la vida, la curiosidad tiene su momento y el vagabundear también. En las callejuelas del regreso reina un olor a fritanga y hay un desfilar de televisores por las ventanas abiertas, la ciudad en familia. Entre un farol de esquina y un escaparate iluminado a todo color, pasa una vieja conduciendo un gato de pelo azul con su cadena y todo.
¿De pelo azul? De pelo azul el Cuervo jamás había visto a un gato, aunque eso pudiera deberse al reflejo del escaparate. Y un gato con cadena, menos aún. Sólo faltaría que tampoco hubiera visto a la vieja y que en vez de llevarlo, fuese llevada por un gato de ciego.
Decididamente en esta ciudad medida por las leyendas, todo es fábula de museo. Perros desdentados, gatos azules, como acababa de ver, palomas corruptas, de todo. Cuervos, principalmente. Lisboa es una república de cuervos, tiene historias de cuervos para dar y tomar. Mientras, si nos ponemos en ello, lo que encontramos por todos lados son animales de fábula, monstruos domésticos disfrazados de canarios, de cachorros, de micos y de otros miles de animales, y cuervos, propiamente, ni uno. ¿Dónde están? ¿En el escudo de la ciudad? Di. Gente como el sacristán de las Hermanas Descalzas, que pueden creer en esa trola de los dos cuervos desnaturalizados que andan paseándose con un esqueleto por los mares de la eternidad.
El Cuervo Tabernario conoce todo eso, pero no se cree nada.
Él, que es incluso lisboeta de nacimiento con graznar y todo, escucha al experto de ocasión lanzando floreados de este género y prosigue su camino. Como quien dice, el Cuervo Vicente, su criado, y házme el favor de irte a la mierda, que a mí no me toreas tú, so capullo.
Nítido en el negro declarado que le diera la Naturaleza, regresa a la tasca donde tiene su guarida. Pasa por callejuelas y puertas conocidas, pasa junto al hospital, pasa la tienda de la recovera pero..., ¡alto ahí!, en la tienda de la recovera ¿qué es lo que está pasando? Aún hay luz allá dentro y la puerta está entreabierta, ¿trabajando tan tarde la recovera?
Por el sí o por el no, se acerca. Y entra. Y con esa mirada repentina que le es tan familiar da con la mujer muerta en la mecedora. Muerta, no hay la menor duda. Su corazón universal se detuvo. Blanca y matriarcal, está reclinada hacia detrás con los ojos abiertos como si siguiera viva, como si continuara balanceándose al compás de sus agujas.
El Cuervo Tabernario sacude las alas, sin dar crédito. Su amiga, su confidente, su vecina, yace muerta en la mecedora. Tiene los bigotes largos cayéndole por la comisura de la boca y así se parece a una morsa corpulenta sentada en un trono. “Muerta”, se desata él a graznar, saltando contra las paredes, contra el techo, contra las aves degolladas que se alinean en el fondo de la sala. De golpe prende sus garras en el espaldar de la mecedora y se pone a gritar socorro, socorro.
Viene gente, viene la policía, el barrio entero, pero él, el Cuervo, no se aparta de allí. De pico afilado y golpeando las alas se mantiene a la cabecera de la difunta, no consintiendo que nadie le toque un pelo y lanzando, en un cra-crá afligido, la más íntima y personal de todas sus voces.
Aseguran que aún sigue allí.

José Cardoso Pires, La república de los cuervos.
Traducido por Manuel Moya.

José Cardoso Pires

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Silvina Ocampo, La casa de azúcar

La casa de azúcar
Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, esta supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues, según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro la amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos. Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:
–¡Qué diferente de los departamentos que hemos vivido! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con sus pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio y mis padres los del comedor. El resto de la casa la amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez al teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Si Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez, a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete. Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
–Acaban de traerme este vestido –me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
–¿Cuándo te lo mandaste a hacer?
–Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
–¿Con qué dinero lo pagaste?
–Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir a teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo. Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color de pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín. Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
–¿Qué quiere? –repitió dos veces.
–Vengo a buscar a mi perro –decía la de voz de una muchacha–. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
–Los barriletes son juegos de varones.
–Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros: me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
–Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.
–Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
–No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
–Bruto.
–Lléveselo, por favor, antes de que me encariñe con él.
–Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se moriría. No lo puedo cuidar.
–Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
–No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
–¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.
–A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
–No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la Plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el Parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
–Bueno. Me quedaré con él.
–Gracias, Violeta.
–No me llamo Violeta.
–¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme. Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en este barrio. Yo pasaba todas las tardes por la Plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:
–¿Te gustaría que me llamara Violeta?
–No me gusta el nombre de las flores.
–Pero Violeta es lindo. Es un color.
–Prefiero tu nombre.
–Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro. Me acerqué y no se inmutó.
–¿Qué haces aquí?
–Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
–Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
–No me parece lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
–¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
–Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y con quedar partirse.”
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? de todo), durante el trayecto apenas le hablé.
Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio –le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
–No creas. Tenemos muy cerca de aquí el Parque Lezama.
–Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
–No me fijo en esas cosas.
–Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
–He cambiado mucho.
–Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo de leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.
–No te comprendo –me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:
–Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?
–Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza. ¿Será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
–Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
–No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta –respondió mi mujer.
–Usted está mintiendo.
–No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
–Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
–No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces, advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles.
En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. ¡Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
–Sospecho que estoy heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada –fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me apreció la más indicada: era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. No me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:
–¿No vivía una tal Violeta?
–Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
–Canto con una voz que no es mía –me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tomar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos.
Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
–¿Usted es el marido?
–No, soy un pariente – le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
–Usted será uno de sus innumerables admiradores –me dijo entornando los ojos y tomándome la mano–. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta, forzosamente haya sido pura fiel, buena.
–Quiere consolarme –le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
–Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar: “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que trasmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse”.
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
–No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa, ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López, que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

Silvina Ocampo, La casa de azúcar.

Silvina Ocampo