Julio Ramón Ribeyro, El banquete

El banquete
Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.
Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.
Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.
Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombres de negocios, hombres inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombres ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupo en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.
-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.

Julio Ramón Ribeyro, El banquete (Cuentos de circunstancias).

Julio Ramón Ribeyro

Saki, El cuentista

El cuentista
Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. La tía de los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta. 
―No, Cyril, no ―exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe―. Ven a mirar por la ventanilla ―añadió. 
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana. 
―¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? ―preguntó. 
―Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba ―respondió la tía débilmente. 
―Pero en ese campo hay montones de hierba ―protestó el niño―; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba. 
―Quizá la hierba de otro campo es mejor ―sugirió la tía neciamente. 
―¿Por qué es mejor? ―fue la inevitable y rápida pregunta. 
―¡Oh, mira esas vacas! ―exclamó la tía. 
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad. 
―¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? ―persistió Cyril. 
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo. 
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería. 
―Acérquense aquí y escuchen mi historia ―dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma. 
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños. 
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral. 
―¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? ―preguntó la mayor de las niñas. 
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero. 
―Bueno, sí ―admitió la tía sin convicción―. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho. 
―Es la historia más tonta que he oído nunca ―dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción. 
―Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta ―dijo Cyril. 
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito. 
―No parece que tenga éxito como contadora de historias ―dijo de repente el soltero desde su esquina. 
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado. 
―Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar ―dijo fríamente. 
―No estoy de acuerdo con usted ―dijo el soltero. 
―Quizá le gustaría a usted explicarles una historia ―contestó la tía. 
―Cuéntenos un cuento ―pidió la mayor de las niñas. 
―Érase una vez ―comenzó el soltero― una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena. 
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara. 
―Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales. 
―¿Era bonita? ―preguntó la mayor de las niñas. 
―No tanto como cualquiera de vosotras ―respondió el soltero―, pero era terriblemente buena. 
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía. 
―Era tan buena ―continuó el soltero― que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena. 
―Terriblemente buena ―citó Cyril. 
―Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar. 
―¿Había alguna oveja en el parque? ―preguntó Cyril. 
―No ―dijo el soltero―, no había ovejas. 
―¿Por qué no había ovejas? ―llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior. 
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca. 
―En el parque no había ovejas ―dijo el soltero― porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio. 
La tía contuvo un grito de admiración. 
―¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? ―preguntó Cyril. 
―Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad ―dijo el soltero despreocupadamente―. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes. 
―¿De qué color eran? 
―Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos. 
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió: 
―Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger. 
―¿Por qué no había flores? 
―Porque los cerdos se las habían comido todas ―contestó el soltero rápidamente―. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores. 
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario. 
―En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena. 
―¿De qué color era? ―preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés. 
―Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad. 
―¿Mató a alguno de los cerditos? 
―No, todos escaparon. 
―La historia empezó mal ―dijo la más pequeña de las niñas―, pero ha tenido un final bonito. 
―Es la historia más bonita que he escuchado nunca ―dijo la mayor de las niñas, muy decidida. 
―Es la única historia bonita que he oído nunca ―dijo Cyril. 
La tía expresó su desacuerdo. 
―¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza. 
―De todos modos ―dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren―, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo. 
«¡Infeliz! ―se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe―. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!».

Saki (Héctor Hugh Munro), El cuentista.

Saki (Hector Hugh Munro)



The Storyteller
It was a hot afternoon, and the railway carriage was correspondingly sultry, and the next stop was at Templecombe, nearly an hour ahead. The occupants of the carriage were a small girl, and a smaller girl, and a small boy. An aunt belonging to the children occupied one corner seat, and the further corner seat on the opposite side was occupied by a bachelor who was a stranger to their party, but the small girls and the small boy emphatically occupied the compartment. Both the aunt and the children were conversational in a limited, persistent way, reminding one of the attentions of a housefly that refuses to be discouraged. Most of the aunt's remarks seemed to begin with "Don't," and nearly all of the children's remarks began with "Why?" The bachelor said nothing out loud. "Don't, Cyril, don't," exclaimed the aunt, as the small boy began smacking the cushions of the seat, producing a cloud of dust at each blow.
"Come and look out of the window," she added.
The child moved reluctantly to the window. "Why are those sheep being driven out of that field?" he asked.
"I expect they are being driven to another field where there is more grass," said the aunt weakly.
"But there is lots of grass in that field," protested the boy; "there's nothing else but grass there. Aunt, there's lots of grass in that field."
"Perhaps the grass in the other field is better," suggested the aunt fatuously.
"Why is it better?" came the swift, inevitable question.
"Oh, look at those cows!" exclaimed the aunt. Nearly every field along the line had contained cows or bullocks, but she spoke as though she were drawing attention to a rarity.
"Why is the grass in the other field better?" persisted Cyril.
The frown on the bachelor's face was deepening to a scowl. He was a hard, unsympathetic man, the aunt decided in her mind. She was utterly unable to come to any satisfactory decision about the grass in the other field.
The smaller girl created a diversion by beginning to recite "On the Road to Mandalay." She only knew the first line, but she put her limited knowledge to the fullest possible use. She repeated the line over and over again in a dreamy but resolute and very audible voice; it seemed to the bachelor as though some one had had a bet with her that she could not repeat the line aloud two thousand times without stopping. Whoever it was who had made the wager was likely to lose his bet.
"Come over here and listen to a story," said the aunt, when the bachelor had looked twice at her and once at the communication cord.
The children moved listlessly towards the aunt's end of the carriage. Evidently her reputation as a story- teller did not rank high in their estimation.
In a low, confidential voice, interrupted at frequent intervals by loud, petulant questionings from her listeners, she began an unenterprising and deplorably uninteresting story about a little girl who was good, and made friends with every one on account of her goodness, and was finally saved from a mad bull by a number of rescuers who admired her moral character.
"Wouldn't they have saved her if she hadn't been good?" demanded the bigger of the small girls. It was exactly the question that the bachelor had wanted to ask.
"Well, yes," admitted the aunt lamely, "but I don't think they would have run quite so fast to her help if they had not liked her so much."
"It's the stupidest story I've ever heard," said the bigger of the small girls, with immense conviction.
"I didn't listen after the first bit, it was so stupid," said Cyril.
The smaller girl made no actual comment on the story, but she had long ago recommenced a murmured repetition of her favourite line.
"You don't seem to be a success as a story-teller," said the bachelor suddenly from his corner.
The aunt bristled in instant defence at this unexpected attack.
"It's a very difficult thing to tell stories that children can both understand and appreciate," she said stiffly.
"I don't agree with you," said the bachelor.
"Perhaps you would like to tell them a story," was the aunt's retort.
"Tell us a story," demanded the bigger of the small girls.
"Once upon a time," began the bachelor, "there was a little girl called Bertha, who was extra-ordinarily good."
The children's momentarily-aroused interest began at once to flicker; all stories seemed dreadfully alike, no matter who told them.
"She did all that she was told, she was always truthful, she kept her clothes clean, ate milk puddings as though they were jam tarts, learned her lessons perfectly, and was polite in her manners."
"Was she pretty?" asked the bigger of the small girls.
"Not as pretty as any of you," said the bachelor, "but she was horribly good."
There was a wave of reaction in favour of the story; the word horrible in connection with goodness was a novelty that commended itself. It seemed to introduce a ring of truth that was absent from the aunt's tales of infant life.
"She was so good," continued the bachelor, "that she won several medals for goodness, which she always wore, pinned on to her dress. There was a medal for obedience, another medal for punctuality, and a third for good behaviour. They were large metal medals and they clicked against one another as she walked. No other child in the town where she lived had as many as three medals, so everybody knew that she must be an extra good child."
"Horribly good," quoted Cyril.
"Everybody talked about her goodness, and the Prince of the country got to hear about it, and he said that as she was so very good she might be allowed once a week to walk in his park, which was just outside the town. It was a beautiful park, and no children were ever allowed in it, so it was a great honour for Bertha to be allowed to go there."
"Were there any sheep in the park?" demanded Cyril.
"No;" said the bachelor, "there were no sheep."
"Why weren't there any sheep?" came the inevitable question arising out of that answer.
The aunt permitted herself a smile, which might almost have been described as a grin.
"There were no sheep in the park," said the bachelor, "because the Prince's mother had once had a dream that her son would either be killed by a sheep or else by a clock falling on him. For that reason the Prince never kept a sheep in his park or a clock in his palace."
The aunt suppressed a gasp of admiration.
"Was the Prince killed by a sheep or by a clock?" asked Cyril.
"He is still alive, so we can't tell whether the dream will come true," said the bachelor unconcernedly; "anyway, there were no sheep in the park, but there were lots of little pigs running all over the place."
"What colour were they?"
"Black with white faces, white with black spots, black all over, grey with white patches, and some were white all over."
The storyteller paused to let a full idea of the park's treasures sink into the children's imaginations; then he resumed:
"Bertha was rather sorry to find that there were no flowers in the park. She had promised her aunts, with tears in her eyes, that she would not pick any of the kind Prince's flowers, and she had meant to keep her promise, so of course it made her feel silly to find that there were no flowers to pick."
"Why weren't there any flowers?"
"Because the pigs had eaten them all," said the bachelor promptly. "The gardeners had told the Prince that you couldn't have pigs and flowers, so he decided to have pigs and no flowers."
There was a murmur of approval at the excellence of the Prince's decision; so many people would have decided the other way.
"There were lots of other delightful things in the park. There were ponds with gold and blue and green fish in them, and trees with beautiful parrots that said clever things at a moment's notice, and humming birds that hummed all the popular tunes of the day. Bertha walked up and down and enjoyed herself immensely, and thought to herself: 'If I were not so extraordinarily good I should not have been allowed to come into this beautiful park and enjoy all that there is to be seen in it,' and her three medals clinked against one another as she walked and helped to remind her how very good she really was. Just then an enormous wolf came prowling into the park to see if it could catch a fat little pig for its supper."
"What colour was it?" asked the children, amid an immediate quickening of interest.
"Mud-colour all over, with a black tongue and pale grey eyes that gleamed with unspeakable ferocity. The first thing that it saw in the park was Bertha; her pinafore was so spotlessly white and clean that it could be seen from a great distance. Bertha saw the wolf and saw that it was stealing towards her, and she began to wish that she had never been allowed to come into the park. She ran as hard as she could, and the wolf came after her with huge leaps and bounds. She managed to reach a shrubbery of myrtle bushes and she hid herself in one of the thickest of the bushes. The wolf came sniffing among the branches, its black tongue lolling out of its mouth and its pale grey eyes glaring with rage. Bertha was terribly frightened, and thought to herself: 'If I had not been so extraordinarily good I should have been safe in the town at this moment.' However, the scent of the myrtle was so strong that the wolf could not sniff out where Bertha was hiding, and the bushes were so thick that he might have hunted about in them for a long time without catching sight of her, so he thought he might as well go off and catch a little pig instead. Bertha was trembling very much at having the wolf prowling and sniffing so near her, and as she trembled the medal for obedience clinked against the medals for good conduct and punctuality. The wolf was just moving away when he heard the sound of the medals clinking and stopped to listen; they clinked again in a bush quite near him. He dashed into the bush, his pale grey eyes gleaming with ferocity and triumph, and dragged Bertha out and devoured her to the last morsel. All that was left of her were her shoes, bits of clothing, and the three medals for goodness."
"Were any of the little pigs killed?"
"No, they all escaped."
"The story began badly," said the smaller of the small girls, "but it had a beautiful ending."
"It is the most beautiful story that I ever heard," said the bigger of the small girls, with immense decision.
"It is the only beautiful story I have ever heard," said Cyril.
A dissentient opinion came from the aunt.
"A most improper story to tell to young children! You have undermined the effect of years of careful teaching."
"At any rate," said the bachelor, collecting his belongings preparatory to leaving the carriage, "I kept them quiet for ten minutes, which was more than you were able to do."
"Unhappy woman!" he observed to himself as he walked down the platform of Templecombe station; "for the next six months or so those children will assail her in public with demands for an improper story!".

Saki (Hector Hugh Munro), The Storyteller.

Raymond Carver, Vecinos.

Vecinos
Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.
—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré — respondió Arlene.
—¡Divertíos! dijo Bill.
—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinticinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
—Vámonos a la cama — dijo él.
—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad — dijo ella.
—Tuve que ir al baño — dijo él.
—Tienes tu propio baño — dijo ella.
—No me pude aguantar — dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuándo regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir así a la casa de alguien. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?
—En un cajón — dijo ella.
—No bromeas — dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave — dijo él — Dámela.
—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.
—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.
—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

Raymond Carver, Vecinos.

Raymond Carver

La rebeldía de lo absurdo

Rescato una frase de los diarios de Ionesco que dice: «Lejos de nosotros las constelaciones, el azul infinito, la alegría sin límites, la fiesta». Así son las vidas de los protagonistas de los cuentos que forman parte del libro El bombardero azul, de Julio Jurado, publicado por Adeshoras e ilustrado por Norberto Fuentes. Son diez historias ―más una presentación que es también un cuento― en las que personajes desamparados avanzan hacia la demencia en medio de la oscuridad, por barrios periféricos, en la clandestinidad. Se sienten repudiados por una sociedad de la que no se les permite formar parte y, a pesar de todo eso, no están ajenos a la esperanza ni renuncian a la vida.
La primera parte de las tres en las que se estructura el libro está formada por siete relatos que son fragmentos de vidas cotidianas con personajes llenos de dudas y deseos en los que irrumpen elementos insólitos, extraños o surreales. El enamoramiento de una camarera, la búsqueda de un empleo para sobrevivir, la asunción de ser rechazado, la inseguridad de una relación, la envidia entre hermanos, la soledad y decrepitud en la vejez son algunos ejemplos que muestran un cierto cuestionamiento y rebeldía sobre las normas que rigen nuestra sociedad y ponen de manifiesto la incomunicación, la decadencia y hasta la perversidad de quienes la habitan. En uno de los cuentos, el disfraz del personaje principal sirve para mostrar la animalidad irrenunciable que forma parte de nuestra naturaleza y que alumbra la cara más terrible del ser humano y de la sociedad que ha creado. 
La segunda parte del libro está formada por un solo cuento largo que da título al volumen. Aquí el autor despliega un enorme talento narrativo en un relato distópico de ciencia ficción, surreal, extraño como un sueño o una pesadilla con la sugestiva atmósfera opresiva e intemporal de algunas obras de Kafka. El protagonista abandona una granja, atraviesa un puente e inicia un viaje hacia M. portando gambas perladas que cultiva sin agua y que tienen la propiedad de calmar el hambre a una persona con un solo ejemplar. Su viaje es un intento de huir de una realidad que le intentan imponer porque no entiende las normas ni la justicia de un mundo que se le escapa de las manos. Pero, en medio del caos, de esa realidad oculta e insólita, hay también un lugar para el amor.
La tercera parte cierra el libro con dos relatos muy diferentes en cuanto a su estructura, En Falsa moneda, un personaje incita al narrador a crear una historia larga, a avanzar en el número de páginas escritas y abandonar así el relato breve. Encuentro cultural es una pequeña pieza de teatro ―drama cómica― con la que el autor quiere rendir homenaje a Ionesco.
Decía Auden que leer es traducir puesto que no existen dos personas con idénticas experiencias. Julio Jurado demanda de un lector colaborador y abierto que interprete y rellene los huecos que va dejando y que, más allá del argumento de la propia historia o de la imagen visual que describe, encuentre el mensaje y la denuncia. Su lectura a veces nos recuerda el esperpento de Valle-Inclán, la lógica llevada al absurdo de Lewis Carroll o las figuras alegóricas y esa aparente y surreal ingenuidad de los personajes de algunas obras de César Aira. Aquí la realidad se deforma a través de la mirada casi siempre solipsista y becketiana de los personajes, capaces de enredarse en asuntos aparentemente banales mientras el mundo ―envuelto permanentemente en una atmósfera onírica― se derrumba a sus pies. Algunos son textos de gran dureza, incómodos, pero perspicaces, con una estética grotesca que combina el humor y la ironía con lo macabro y el horror. 
Julio Jurado es uno de esos autores aún no suficientemente reconocidos cuya escritura lúcida está al nivel de los grandes cuentistas de nuestro país, con una estética personal y un estilo repleto de recursos imaginativos. Sus textos están acompañados de forma brillante por ilustraciones de Norberto Fuentes que aluden directamente a la narración.









El bombardero azul
Julio Jurado

Ilustraciones: Norberto Fuentes
Adeshoras, 2016.