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Julio Cortázar, Historia con migalas

Historia con migalas

Llegamos a las dos de la tarde al bungalow y media hora después, fiel a la cita telefónica, el joven gerente se presenta con las llaves, pone en marcha la heladera y nos muestra el funcionamiento del calefón y del aire acondicionado. Está entendido que nos quedaremos diez días, que pagamos por adelantado. Abrimos las valijas y sacamos lo necesario para la playa; ya nos instalaremos al caer la tarde, la vista del Caribe cabrilleando al pie de la colina es demasiado tentadora. Bajamos el sendero escarpado, incluso descubrimos un atajo entre matorrales que nos hace ganar camino; hay apenas cien metros entre los bungalows de la colina y el mar.
Anoche, mientras guardábamos la ropa y ordenábamos las provisiones compradas en Saint-Pierre, oímos las voces de quienes ocupan la otra ala del bungalow. Hablan muy bajo, no son las voces martiniquesas llenas de color y de risas. De cuando en cuando algunas palabras más distintas: inglés estadounidense, turistas sin duda. La primera impresión es de desagrado, no sabemos por qué esperábamos una soledad total aunque habíamos visto que cada bungalow (hay cuatro entre macizos de flores, bananos y cocoteros) es doble. Tal vez porque cuando los vimos por primera vez, después de complicadas pesquisas telefónicas desde el hotel de Diamant, nos pareció que todo estaba vacío y a la vez extrañamente habitado. La cabaña del restaurante, por ejemplo, treinta metros más abajo: abandonada pero con algunas botellas en el bar, vasos y cubiertos. Y en uno o dos de los bungalows a través de las persianas se entreveían toallas, frascos de lociones o de champú en los cuartos de baño. El joven gerente nos abrió uno enteramente vacío, y a una pregunta vaga contestó no menos vagamente que el administrador se había ido y que él se ocupaba de los bungalows por amistad hacia el propietario. Mejor así, por supuesto, ya que buscábamos soledad y playa; pero desde luego otros han pensado de la misma manera y dos voces femeninas y norteamericanas murmuran en el ala contigua del bungalow. Tabiques como de papel pero todo tan cómodo, tan bien instalado. Dormimos interminablemente, cosa rara. Y si algo nos hacía falta ahora era eso.
Amistades: una gata mansa y pedigüeña, otra negra más salvaje pero igualmente hambrienta. Los pájaros aquí vienen casi a las manos y las lagartijas verdes se suben a las mesas a la caza de moscas. De lejos nos rodea una guirnalda de balidos de cabra, cinco vacas y un ternero pastan en lo más alto de la colina y mugen adecuadamente. Oímos también a los perros de las cabañas en el fondo del valle; las dos gatas se sumarán esta noche al concierto, es seguro.
La playa, un desierto para criterios europeos. Unos pocos muchachos nadan y juegan, cuerpos negros o canela danzan en la arena. A lo lejos una familia —metropolitanos o alemanes, tristemente blancos y rubios— organiza toallas, aceites bronceadores y bolsones. Dejamos irse las horas en el agua o la arena, incapaces de otra cosa, prolongando los rituales de las cremas y los cigarrillos. Todavía no sentimos montar los recuerdos, esa necesidad de inventariar el pasado que crece con la soledad y el hastío. Es precisamente lo contrario: bloquear toda referencia a las semanas precedentes, los encuentros en Delft, la noche en la granja de Erik. Si eso vuelve lo ahuyentamos como a una bocanada de humo, el leve movimiento de la mano que aclara nuevamente el aire.
Dos muchachas bajan por el sendero de la colina y eligen un sector distante, sombra de cocoteros. Deducimos que son nuestras vecinas de bungalow, les imaginamos secretariados o escuelas de párvulos en Detroit, en Nebraska. Las vemos entrar juntas al mar, alejarse deportivamente, volver despacio, saboreando el agua cálida y transparente, belleza que se vuelve puro tópico cuando se la describe, eterna cuestión de las tarjetas postales. Hay dos veleros en el horizonte, de Saint-Pierre sale una lancha con una esquiadora náutica que meritoriamente se repone de cada caída, que son muchas.
Al anochecer —hemos vuelto a la playa después de la siesta, el día declina entre grandes nubes blancas— nos decimos que esta Navidad responderá perfectamente a nuestro deseo: soledad, seguridad de que nadie conoce nuestro paradero, estar a salvo de posibles dificultades y a la vez de las estúpidas reuniones de fin de año y de los recuerdos condicionados, agradable libertad de abrir un par de latas de conserva y preparar un punch de ron blanco, jarabe de azúcar de caña y limones verdes. Cenamos en la veranda, separada por un tabique de bambúes de la terraza simétrica donde, ya tarde, escuchamos de nuevo las voces apenas murmurantes. Somos una maravilla recíproca como vecinos, nos respetamos de una manera casi exagerada. Si las muchachas de la playa son realmente las ocupantes del bungalow, acaso están preguntándose si las dos personas que han visto en la arena son las que viven en la otra ala. La civilización tiene sus ventajas, lo reconocemos entre dos tragos: ni gritos, ni transistores, ni tarareos baratos. Ah, que se queden ahí los diez días en vez de ser reemplazadas por matrimonio con niños. Cristo acaba de nacer de nuevo; por nuestra parte podemos dormir.
Levantarse con el sol, jugo de guayaba y café en tazones. La noche ha sido larga, con ráfagas de lluvia confesadamente tropical, bruscos diluvios que se cortan bruscamente arrepentidos. Los perros ladraron desde todos los cuadrantes, aunque no había luna; ranas y pájaros, ruidos que el oído ciudadano no alcanza a definir pero que acaso explican los sueños que ahora recordamos con los primeros cigarrillos. Aegri somnia. ¿De dónde viene la referencia? Charles Nodier, o Nerval, a veces no podemos resistir a ese pasado de bibliotecas que otras vocaciones borraron casi. Nos contamos los sueños donde larvas, amenazas inciertas, y no bienvenidas pero previsibles exhumaciones tejen sus telarañas o nos las hacen tejer. Nada sorprendente después de Delft (pero hemos decidido no evocar los recuerdos inmediatos, ya habrá tiempo como siempre. Curiosamente no nos afecta pensar en Michael, en el pozo de la granja de Erik, cosas ya clausuradas; casi nunca hablamos de ellas o de las precedentes aunque sabemos que pueden volver a la palabra sin hacernos daño, al fin y al cabo el placer y la delicia vinieron de ellas, y la noche de la granja valió el precio que estamos pagando, pero a la vez sentimos que todo eso está demasiado próximo todavía, los detalles, Michael desnudo bajo la luna, cosas que quisiéramos evitar fuera de los inevitables sueños; mejor este bloqueo, entonces, other voices, other rooms: la literatura y los aviones, qué espléndidas drogas).
El mar de las nueve de la mañana se lleva las últimas babas de la noche, el sol y la sal y la arena bañan la piel con un caliente tacto. Cuando vemos a las muchachas bajando por el sendero nos acordamos al mismo tiempo, nos miramos. Sólo habíamos hecho un comentario casi al borde del sueño en la alta noche: en algún momento las voces del otro lado del bungalow habían pasado del susurro a algunas frases claramente audibles aunque su sentido se nos escapara. Pero no era el sentido el que nos atrajo en ese cambio de palabras que cesó casi de inmediato para retornar al monótono, discreto murmullo, sino que una de las voces era una voz de hombre.
A la hora de la siesta nos llega otra vez el apagado rumor del diálogo en la otra veranda. Sin saber por qué nos obstinamos en hacer coincidir las dos muchachas de la playa con las voces del bungalow, y ahora que nada hace pensar en un hombre cerca de ellas, el recuerdo de la noche pasada se desdibuja para sumarse a los otros rumores que nos han desasosegado, los perros, las bruscas ráfagas de viento y de lluvia, los crujidos en el techo. Gente de ciudad, gente fácilmente impresionable fuera de los ruidos propios, las lluvias bien educadas.
Además, ¿qué nos importa lo que pasa en el bungalow de al lado? Si estamos aquí es porque necesitábamos distanciarnos de lo otro, de los otros. Desde luego no es fácil renunciar a costumbres, a reflejos condicionados; sin decírnoslo, prestamos atención a lo que apagadamente se filtra por el tabique, al diálogo que imaginamos plácido y anodino, ronroneo de pura rutina. Imposible reconocer palabras, incluso voces, tan semejantes en su registro que por momentos se pensaría en un monólogo apenas entrecortado. También así han de escucharnos ellas, pero desde luego no nos escuchan; para eso deberían callarse, para eso deberían estar aquí por razones parecidas a las nuestras, agazapadamente vigilantes como la gata negra que acecha a un lagarto en la veranda. Pero no les interesamos para nada: mejor para ellas. Las dos voces se alternan, cesan, recomienzan. Y no hay ninguna voz de hombre, aun hablando tan bajo la reconoceríamos.
Como siempre en el trópico la noche cae bruscamente, el bungalow está mal iluminado pero no nos importa; casi no cocinamos, lo único caliente es el café. No tenemos nada que decirnos y tal vez por eso nos distrae escuchar el murmullo de las muchachas, sin admitirlo abiertamente estamos al acecho de la voz del hombre aunque sabemos que ningún auto ha subido a la colina y que los otros bungalows siguen vacíos. Nos mecemos en las mecedoras y fumamos en la oscuridad; no hay mosquitos, los murmullos vienen desde agujeros de silencio, callan, regresan. Si ellas pudieran imaginarnos no les gustaría; no es que las espiemos pero ellas seguramente nos verían como dos migalas en la oscuridad. Al fin y al cabo no nos desagrada que la otra ala del bungalow esté ocupada. Buscábamos la soledad pero ahora pensamos en lo que sería la noche aquí si realmente no hubiera nadie en el otro lado; imposible negarnos que la granja, que Michael, están todavía tan cerca. Tener que mirarse, hablar, sacar una vez más la baraja o los dados. Mejor así, en las sillas de hamaca, escuchando los murmullos un poco gatunos hasta la hora de dormir.
Hasta la hora de dormir, pero aquí las noches no nos traen lo que esperábamos, tierra de nadie en la que por fin —o por un tiempo, no hay que pretender más de lo posible— estaríamos a cubierto de todo lo que empieza más allá de las ventanas. Tampoco en nuestro caso la tontería es el punto fuerte; nunca hemos llegado a un destino sin prever el próximo o los próximos. A veces parecería que jugamos a acorralarnos como ahora en una isla insignificante donde cualquiera es fácilmente ubicable; pero eso forma parte de un ajedrez infinitamente más complejo en el que el modesto movimiento de un peón oculta jugadas mayores. La célebre historia de la carta robada es objetivamente absurda. Objetivamente; por debajo corre la verdad, y los portorriqueños que durante años cultivaron marihuana en sus balcones neoyorquinos o en pleno Central Park sabían más de eso que muchos policías. En todo caso controlamos las posibilidades inmediatas, barcos y aviones: Venezuela y Trinidad están a un paso, dos opciones entre seis o siete; nuestros pasaportes son los de los que resbalan sin problemas en los aeropuertos. Esta colina inocente, este bungalow para turistas pequeñoburgueses: hermosos dados cargados que siempre hemos sabido utilizar en su momento. Delft está muy lejos, la granja de Erik empieza a retroceder en la memoria, a borrarse como también se irán borrando el pozo y Michael huyendo bajo la luna. Michael tan blanco y desnudo bajo la luna.
Los perros aullaron de nuevo intermitentemente, desde alguna de las cabañas de la hondonada llegaron los gritos de una mujer bruscamente acallados en su punto más alto, el silencio contiguo dejó pasar un murmullo de confusa alarma en un semisueño de turistas demasiado fatigadas y ajenas para interesarse de veras por lo que las rodeaba. Nos quedamos escuchando, lejos del sueño. Al fin y al cabo para qué dormir si después sería el estruendo de un chaparrón en el techo o el amor lancinante de los gatos, los preludios a las pesadillas, el alba en que por fin las cabezas se aplastan en las almohadas y ya nada las invade hasta que el sol trepa a las palmeras y hay que volver a vivir.
En la playa, después de nadar largamente mar afuera, nos preguntamos otra vez por el abandono de los bungalows. La cabaña del restaurante con sus vasos y botellas obliga al recuerdo del misterio de la Mary Celeste (tan sabido y leído, pero esa obsesionante recurrencia de lo inexplicado, los marinos abordando el barco a la deriva con todas las velas desplegadas y nadie a bordo, las cenizas aún tibias en los fogones de la cocina, las cabinas sin huellas de motín o de peste. ¿Un suicidio colectivo? Nos miramos irónicamente, no es una idea que pueda abrirse paso en nuestra manera de ver las cosas. No estaríamos aquí si alguna vez la hubiéramos aceptado).
Las muchachas bajan tarde a la playa, se doran largamente antes de nadar. También allí, lo notamos sin comentarios, se hablan en voz baja, y si estuviéramos más cerca nos llegaría el mismo murmullo confidencial, el temor bien educado de interferir en la vida de los demás. Si en algún momento se acercaran para pedir fuego, para saber la hora… Pero el tabique de bambúes parece prolongarse hasta la playa; sabemos que no nos molestarán.
La siesta es larga, no tenemos ganas de volver al mar ni ellas tampoco, las oímos hablar en la habitación y después en la veranda. Solas, desde luego. ¿Pero por qué desde luego? La noche puede ser diferente y la esperamos sin decirlo, ocupándonos de nada, demorándonos en mecedoras y cigarrillos y tragos, dejando apenas una luz en la veranda; las persianas del salón la filtran en finas láminas que no alejan la sombra del aire, el silencio de la espera. No esperamos nada, desde luego. ¿Por qué desde luego, por qué mentirnos si lo único que hacemos es esperar, como en Delft, como en tantas otras partes? Se puede esperar la nada o un murmullo desde el otro lado del tabique, un cambio en las voces. Más tarde se oirá un crujido de cama, empezará el silencio lleno de perros, de follajes movidos por las ráfagas. No va a llover esta noche.
Se van, a las ocho de la mañana llega un taxi a buscarlas, el chófer negro ríe y bromea bajándoles las valijas, los sacos de playa, grandes sombreros de paja, raquetas de tenis. Desde la veranda se ve el sendero, el taxi blanco; ellas no pueden distinguirnos entre las plantas, ni siquiera miran en nuestra dirección.
La playa está poblada de chicos de pescadores que juegan a la pelota antes de bañarse, pero hoy nos parece aún más vacía ahora que ellas no volverán a bajar. De regreso damos un rodeo sin pensarlo, en todo caso sin decidirlo expresamente, y pasamos frente a la otra ala del bungalow que siempre habíamos evitado. Ahora todo está realmente abandonado salvo nuestra ala. Probamos la puerta, se abre sin ruido, las muchachas han dejado la llave puesta por dentro, sin duda de acuerdo con el gerente que vendrá o no vendrá más tarde a limpiar el bungalow. Ya no nos sorprende que las cosas queden expuestas al capricho de cualquiera, como los vasos y los cubiertos del restaurante; vemos sábanas arrugadas, toallas húmedas, frascos vacíos, insecticidas, botellas de coca-cola y vasos, revistas en inglés, pastillas de jabón. Todo está tan solo, tan dejado. Huele a colonia, un olor joven. Dormían ahí, en la gran cama de sábanas con flores amarillas. Las dos. Y se hablaban, se hablaban antes de dormir. Se hablaban tanto antes de dormir.
La siesta es pesada, interminable porque no tenemos ganas de ir a la playa hasta que el sol esté bajo. Haciendo café o lavando los platos nos sorprendemos en el mismo gesto de atender, el oído tenso hacia el tabique. Deberíamos reírnos pero no. Ahora no, ahora que por fin y realmente es la soledad tan buscada y necesaria, ahora no nos reímos.
Preparar la cena lleva tiempo, complicamos a propósito las cosas más simples para que todo dure y la noche se cierre sobre la colina antes de que hayamos terminado de cenar. De cuando en cuando volvemos a descubrirnos mirando hacia el tabique, esperando lo que ya está tan lejos, un murmullo que ahora continuará en un avión o una cabina de barco. El gerente no ha venido, sabemos que el bungalow está abierto y vacío, que huele todavía a colonia y a piel joven. Bruscamente hace más calor, el silencio lo acentúa o la digestión o el hastío porque seguimos sin movernos de las mecedoras, apenas hamacándonos en la oscuridad, fumando y esperando. No lo confesaremos, por supuesto, pero sabemos que estamos esperando. Los sonidos de la noche crecen poco a poco, fieles al ritmo de las cosas y los astros; como si los mismos pájaros y las mismas ranas de anoche hubieran tomado posición y comenzado su canto en el mismo momento. También el coro de perros (un horizonte de perros, imposible no recordar el poema) y en la maleza el amor de las gatas lacera el aire. Sólo falta el murmullo de las dos voces en el bungalow de al lado, y eso sí es silencio, el silencio. Todo lo demás resbala en los oídos que absurdamente se concentran en el tabique como esperando. Ni siquiera hablamos, temiendo aplastar con nuestras voces el imposible murmullo. Ya es muy tarde pero no tenemos sueño, el calor sigue subiendo en el salón sin que se nos ocurra abrir las dos puertas. No hacemos más que fumar y esperar lo inesperable; ni siquiera nos es dado jugar como al principio con la idea de que las muchachas podrían imaginarnos como migalas al acecho; ya no están ahí para atribuirles nuestra propia imaginación, volverlas espejos de esto que ocurre en la oscuridad, de esto que insoportablemente no ocurre.
Porque no podemos mentirnos, cada crujido de las mecedoras reemplaza un diálogo pero a la vez lo mantiene vivo. Ahora sabemos que todo era inútil, la fuga, el viaje, la esperanza de encontrar todavía un hueco oscuro sin testigos, un refugio propicio al recomienzo (porque el arrepentimiento no entra en nuestra naturaleza, lo que hicimos está hecho y lo recomenzaremos tan pronto nos sepamos a salvo de las represalias). Es como si de golpe toda la veteranía del pasado cesara de operar, nos abandonara como los dioses abandonan a Antonio en el poema de Cavafis. Si todavía pensamos en la estrategia que garantizó nuestro arribo a la isla, si imaginamos un momento los horarios posibles, los teléfonos eficaces en otros puertos y ciudades, lo hacemos con la misma indiferencia abstracta con que tan frecuentemente citamos poemas jugando las infinitas carambolas de la asociación mental. Lo peor es que no sabemos por qué, el cambio se ha operado desde la llegada, desde los primeros murmullos al otro lado del tabique que presumíamos una mera valla también abstracta para la soledad y el reposo. Que otra voz inesperada se sumara un momento a los susurros no tenía por qué ir más allá de un banal enigma de verano, el misterio de la pieza de al lado como el de la Mary Celeste, alimento frívolo de siestas y caminatas. Ni siquiera le damos importancia especial, no lo hemos mencionado jamás; solamente sabemos que ya es imposible dejar de prestar atención, de orientar hacia el tabique cualquier actividad, cualquier reposo.
Tal vez por eso, en la alta noche en que fingimos dormir, no nos desconcierta demasiado la breve, seca tos que viene del otro bungalow, su tono inconfundiblemente masculino. Casi no es una tos, más bien una señal involuntaria, a la vez discreta y penetrante como lo eran los murmullos de las muchachas pero ahora sí señal, ahora sí emplazamiento después de tanta charla ajena. Nos levantamos sin hablar, el silencio ha caído de nuevo en el salón, solamente uno de los perros aúlla y aúlla a lo lejos. Esperamos un tiempo sin medida posible; el visitante del bungalow calla también, también acaso espera o se ha echado a dormir entre las flores amarillas de las sábanas. No importa, ahora hay un acuerdo que nada tiene que ver con la voluntad, hay un término que prescinde de forma y de fórmulas; en algún momento nos acercaremos sin consultarnos, sin tratar siquiera de mirarnos, sabemos que estamos pensando en Michael, en cómo también Michael volvió a la granja de Erik, sin ninguna razón aparente volvió aunque para él la granja ya estaba vacía como el bungalow de al lado, volvió como ha vuelto el visitante de las muchachas, igual que Michael y los otros volviendo como las moscas, volviendo sin saber que se los espera, que esta vez vienen a una cita diferente.
A la hora de dormir nos habíamos puesto como siempre los camisones; ahora los dejamos caer como manchas blancas y gelatinosas en el piso, desnudas vamos hacia la puerta y salimos al jardín. No hay más que bordear el seto que prolonga la división de las dos alas del bungalow; la puerta sigue cerrada pero sabemos que no lo está, que basta tocar el picaporte. No hay luz adentro cuando entramos juntas; es la primera vez en mucho tiempo que nos apoyamos la una en la otra para andar.

Julio Cortázar, Historia con migalas.


Julio Cortázar

Julio Cortázar, La puerta condenada

La puerta condenada.

A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerencia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poníéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
«Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
—¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
—Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
—¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
—De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
—No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenando sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.

Julio Cortázar, La puerta condenada (1956)

Julio Cortázar



Julio Cortázar, Instrucciones para subir una escalera

Instrucciones para subir una escalera.

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
 Julio Cortázar, Instrucciones para subir una escalera.

https://es.wikipedia.org/wiki/Julio_Cort%C3%A1zar
Julio Cortázar


Julio Cortázar, Diario para un cuento

Diario para un cuento

2 de febrero, 1982
A veces, cuando me va ganando como una cosquilla de cuento, ese sigiloso y creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando a esta Olympia Traveller de Luxe (de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha traveleado por los siete profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o indirecto puede recibir una portátil metida en una valija entre pantalones, botellas de ron y libros), así a veces, cuando cae la noche y pongo una hoja en blanco en el rodillo y enciendo un Gitanes y me trato de estúpido, (¿para qué un cuento, al fin y al cabo, por qué no abrir un libro de otro cuentista, o escuchar uno de mis discos?), pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser Adolfo Bioy Casares.
Quisiera ser Bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona, aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos, aparte de otras razones de peso, entre ellas un océano temprana y literalmente tendido entre los dos. Sacando la cuenta lo mejor posible creo que Bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en esta vida. La primera en un banquete de la Cámara Argentina del Libro, al que tuve que asistir porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente de ravioles, nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que en algún momento él me pidió que le pasara el salero. La segunda vez Bioy vino a mi casa en París y me sacó unas fotos cuya razón de ser se me escapa aunque no así el buen rato que pasamos hablando de Conrad, creo. La última vez fue simétrica y en Buenos Aires, yo fui a cenar a su casa y esa noche hablamos sobre todo de vampiros. Desde luego en ninguna de las tres ocasiones hablamos de Anabel, pero no es por eso que ahora quisiera ser Bioy sino porque me gustaría tanto poder escribir sobre Anabel como lo hubiera hecho él si la hubiera conocido y si hubiera escrito un cuento sobre ella. En ese caso Bioy hubiera hablado de Anabel como yo seré incapaz de hacerlo, mostrándola desde cerca y hondo y a la vez guardando esa distancia, ese desasimiento que decide poner (no puedo pensar que no sea una decisión) entre algunos de sus personajes y el narrador. A mí me va a ser imposible, y no porque haya conocido a Anabel puesto que cuando invento personajes tampoco consigo distanciarme de ellos aunque a veces me parezca tan necesario como al pintor que se aleja del caballete para abrazar mejor la totalidad de su imagen y saber dónde debe dar las pinceladas definitorias. Me será imposible porque siento que Anabel me va a invadir de entrada como cuando la conocí en Buenos Aires al final de los años cuarenta, y aunque ella sería incapaz de imaginar este cuento –si vive, si todavía anda por ahí, vieja como yo–, lo mismo va a hacer todo lo necesario para impedirme que lo escriba como me hubiera gustado, quiero decir un poco como hubiera sabido escribirlo Bioy si hubiera conocido a Anabel.

3 de febrero
¿Por eso estas notas evasivas, estas vueltas del perro alrededor del tronco? Si Bioy pudiera leerlas se divertiría bastante, y nomás que para hacerme rabiar uniría en una cita literaria las referencias de tiempo, lugar y nombre que según él la justificarían. Y así, en su perfecto inglés,
It was many and many years ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom
you may know
By the name of Annabel Lee
–Bueno –hubiera dicho yo–, empecemos porque era una república y no un reino en ese tiempo, pero además Anabel escribía su nombre con una sola ene, sin contar que many and many years ago había dejado de ser una maiden, ni por culpa de Edgar Allan Poe sino de un viajante de comercio de Trenque Lauquen que la desfloró a los trece años. Sin hablar de que además se llamaba Flores y no Lee, y que hubiera dicho desvirgar en vez de la otra palabra de la que desde luego no tenía idea.

4 de febrero
Curioso que ayer no pude seguir escribiendo (me refiero a la historia del viajante de comercio), quizá precisamente porque sentí la tentación de hacerlo y ahí nomás Anabel, su manera de contármelo. ¿Cómo hablar de Anabel sin imitarla, es decir sin falsearla? Sé que es inútil, que si entro en esto tendré que someterme a su ley, y que me falta el juego de piernas y la noción de distancia de Bioy para mantenerme lejos y marcar puntos sin dar demasiado la cara. Por eso juego estúpidamente con la idea de escribir todo lo que no es de veras el cuento (de escribir todo lo que no sería Anabel, claro), y por eso el lujo de Poe y las vueltas en redondo, como ahora las ganas de traducir ese fragmento de Jacques Derrida que encontré anoche en La vérité en peinture y que no tiene absolutamente nada que ver con todo esto pero que se le aplica lo mismo en una inexplicable relación analógica, como esas piedras semipreciosas cuyas facetas revelan paisajes identificables, castillos o ciudades o montañas reconocibles. El fragmento es de difícil comprensión, como se acostumbra chez Derrida, y lo traduzco un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que parece que lo criaron mejor):
“no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Y sin embargo amo: no, es todavía demasiado, es todavía interesarse sin duda en la existencia. No amo pero me complazco en eso que no me interesa, por lo menos en eso que es igual que ame o no. Ese placer que tomo, no lo tomo, antes bien lo devolvería, yo devuelvo lo que tomo, recibo lo que devuelvo, no tomo lo que recibo. Y sin embargo me lo doy. ¿Puedo decir que me lo doy? Es tan universalmente subjetivo –en la pretensión de mi juicio y del sentido común– que sólo puede venir de un puro afuera. Inasimilable. En último término, este placer que me doy o al cual más bien me doy, por el cual me doy, ni siquiera lo experimento, si experimentar quiere decir sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el espacio y en el tiempo de mi existencia interesada o interesante. Placer cuya experiencia es imposible. No lo tomo, no lo recibo, no lo devuelvo, no lo doy, no me lo doy jamás porque yo (yo, sujeto existente) no tengo jamás acceso a lo bello en tanto que tal. En tanto que existo no tengo jamás placer puro.”
Derrida está hablando de alguien que enfrenta algo que le parece bello, y de ahí sale todo eso; yo enfrento una nada, que es este cuento no escrito, un hueco de cuento, un embudo de cuento, y de una manera que me sería imposible comprender siento que eso es Anabel, quiero decir que hay Anabel aunque no haya cuento. Y el placer reside en eso, aunque no sea un placer y se parezca a algo como una sed de sal, como un deseo de renunciar a toda escritura mientras escribo (entre tantas otras cosas porque no soy Bioy y no conseguiré nunca hablar de Anabel como creo que debería hacerlo).

Por la noche
Releo el pasaje de Derrida, verifico que no tiene nada que ver con mi estado de ánimo e incluso mis intenciones; la analogía existe de otra manera, parecería estar entre la noción de belleza que propone ese pasaje y mi sentimiento de Anabel; en los dos casos hay un rechazo a todo acceso, a todo puente, y si el que habla en el pasaje de Derrida no tiene jamás ingreso en lo bello en tanto que tal, yo que hablo en mi nombre (error que no hubiera cometido nunca Bioy), sé penosamente que jamás tuve y jamás tendré acceso a Anabel como Anabel, y que escribir ahora un cuento sobre ella, un cuento de alguna manera de ella, es imposible. Y así al final de la analogía vuelvo a sentir su principio, la iniciación del pasaje de Derrida que leí anoche y me cayó como una prolongación exasperante de lo que estaba sintiendo aquí frente a la Olympia, frente a la ausencia del cuento, frente a la nostalgia de la eficacia de Bioy. Justo el principio: “no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada”. El mismo enfrentamiento desesperado contra una nada desplegándose en una serie de subnadas, de negativas del discurso: porque hoy, después de tantos años, no me queda ni Anabel, ni la existencia de Anabel, ni mi existencia con relación a la suya, ni el puro objeto de Anabel, ni mi puro sujeto de entonces frente a Anabel en la pieza de la calle Reconquista, ni ningún interés de ninguna naturaleza por nada, puesto que todo eso se fue consumando many and many years ago, en un país que es hoy mi fantasma o yo el suyo, en un tiempo que hoy es como la ceniza de estos Gitanes acumulándose día a día hasta que madame Perrin venga a limpiarme el departamento.

6 de febrero
Esa foto de Anabel, puesta como señalador en nada menos que una novela de Onetti y que reapareció por mera acción de la gravedad en una mudanza de hace dos años, sacar una brazada de libros viejos de la estantería y ver asomarse la foto, tardar en reconocer a Anabel.
Creo que se le parece bastante aunque le extraño el peinado, cuando vino por primera vez a mi oficina llevaba el pelo recogido, me acuerdo por puro coágulo de sensaciones que yo estaba metido hasta las orejas en la traducción de una patente industrial. De todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos mientras fueran traducciones, los peores eran las patentes, había que pasarse horas trasvasando la explicación detallada de un perfeccionamiento en una máquina eléctrica de coser o en las turbinas de los barcos, y desde luego yo no entendía absolutamente nada de la explicación y casi nada del vocabulario técnico, de modo que avanzaba palabra a palabra cuidando de no saltarme un renglón pero sin la menor idea de lo que podía ser un árbol helicoidal hidro-vibrante que respondía magnéticamente a los tensores, 1, 1’ y 1” (dibujo 14). Seguro que Anabel había golpeado en la puerta y que no la oí, cuando levanté los ojos estaba al lado de mi escritorio y lo que más se veía de ella era la cartera de hule brillante y unos zapatos que no tenían nada que ver con las once de la mañana de un día hábil en Buenos Aires.

Por la tarde
¿Estoy escribiendo el cuento o siguen los aprontes para probablemente nada? Viejísima, nebulosa madeja con tantas puntas, puedo tirar de cualquiera sin saber lo que va a dar; la de esta mañana tenía un aire cronológico, la primera visita de Anabel. Seguir o no seguir esas hebras: me aburre lo consecutivo pero tampoco me gustan los flashbacks gratuitos que complican tanto cuento y tanta película. Si vienen por su cuenta, de acuerdo; al fin y al cabo quién sabe lo que es realmente el tiempo; pero nunca decidirlos como plan de trabajo. De la foto de Anabel tendría que haber hablado después de otras cosas que le dieran más sentido, aunque tal vez por algo asomó así, como ahora el recuerdo del papel que una tarde encontré clavado con un alfiler en la puerta de la oficina, ya nos conocíamos bien y aunque profesionalmente el mensaje podía perjudicarme ante los clientes respetables, me hizo una gracia infinita leer NO ESTAS, DESGRACIADO, VUELVO A LA TARDE (las comas las agrego yo, y no debería hacerlo pero ésa es la educación). Al final ni siquiera vino, porque a la tarde empezaba su trabajo del que nunca tuve una idea detallada pero que en conjunto era lo que los diarios llamaban el ejercicio de la prostitución. Ese ejercicio cambiaba bastante rápidamente para Anabel en la época en que alcancé a hacerme una idea de su vida, casi no pasaba una semana sin que por ahí me soltara un mañana no nos vemos porque en el Fénix necesitan una copera por una semana y pagan bien, o me dijera entre dos suspiros y una mala palabra que el yiro andaba flojo y que iba a tener que meterse unos días en lo de la Chempe para poder pagar la pieza a fin de mes.
La verdad es que nada parecía durarle a Anabel (y a las otras chicas), ni siquiera la correspondencia con los marineros, me había bastado un poco de práctica en el oficio para calcular que el promedio en casi todos los casos era de dos o tres cartas, cuatro con suerte, y verificar que el marinero se cansaba o se olvidaba pronto de ellas o viceversa, aparte de que mis traducciones debían de carecer de suficiente libido o arrastre sentimental y los marineros por su lado no eran lo que se llama hombres de pluma, de modo que todo se acababa rápido. Qué mal estoy explicando todo esto, también a mí me cansa escribir, echar palabras como perros buscando a Anabel, creyendo por momento que van a traérmela tal como era, tal como éramos many and many years ago.

8 de febrero
Lo que es peor, me cansa releer para encontrar una ilación, y además esto no es el cuento, de manera que entonces Anabel entró aquella mañana en mi oficina de San Martín casi esquina Corrientes, y me acuerdo más de la cartera de hule y los zapatos con plataforma de corcho que de su cara ese día (es cierto que las caras de la primera vez no tienen nada que ver con la que está esperando en el tiempo y la costumbre). Yo trabajaba en el viejo escritorio que había heredado un año antes junto con toda la vejez de la oficina y que todavía no me sentía con ánimo de renovar, y estaba llegando a una parte especialmente abstrusa de la patente, avanzando frase a frase rodeado de diccionarios técnicos y una sensación de estarlos estafando a Marval y O’Donnell que me pagaban las traducciones. Anabel fue como la entrada trastornante de una gata siamesa en una sala de computadoras, y se hubiera dicho que lo sabía porque me miró casi con lástima antes de decirme que su amiga Marucha le había dado mi dirección. Le pedí que se sentara, y por puro chiqué seguí traduciendo una frase en la que una calandria de calibre intermedio establecía una misteriosa confraternidad con un cárter antimagnético blindado X2. Entonces ella sacó un cigarrillo rubio y yo uno negro, y aunque me bastaba el nombre de Marucha para que todo estuviera claro, lo mismo la dejé hablar.

9 de febrero
Resistencia a construir un diálogo que tendría más de invención que de otra cosa. Me acuerdo sobre todo de los clisés de Anabel, su manera de decirme “joven” o “señor” alternadamente, de decir “una suposición”, o dejar caer un “ah, si le cuento”. De fumar también por clisé, soltando el humo de un solo golpe casi antes de haberlo absorbido. Me traía una carta de un tal William, fechada en Tampico un mes antes, que le traduje en voz alta antes de ponérsela por escrito como me lo pidió en seguida. “Por si se me olvida algo”, dijo Anabel, sacando cinco pesos para pagarme. Le dije que no valía la pena, mi ex socio había fijado esa tarifa absurda en los tiempos en que trabajaba solo y había empezado a traducirles a las minas del bajo las cartas de sus marineros y lo que ellas les contestaban. Yo le había dicho: “¿Por qué les cobra tan poco? O más o nada sería mejor, total no es su trabajo, usted lo hace por bondad”. Me explicó que ya estaba demasiado viejo como para resistir al deseo de acostarse de cuando en cuando con alguna de ellas, y que por eso aceptaba traducirles las cartas para tenerlas más a tiro, pero que si no les hubiera cobrado ese precio simbólico se habrían convertido todas en unas madame de Sevigné y eso ni hablar. Después mi socio se fue del país y yo heredé la mercadería, manteniéndola dentro de las mismas líneas por inercia. Todo iba muy bien, Marucha y las otras (había cuatro entonces) me juraron que no le pasarían el santo a ninguna más, y el promedio era de dos por mes, con carta a leerles en español y carta a escribirles en inglés (más raramente en francés). Entonces por lo visto a Marucha se le olvidó el juramento, y balanceando su absurda cartera de hule reluciente entró Anabel.

10 de febrero
Esos tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante en el centro, el gallego portero llegando a mi oficina con una foto de Evita y pidiéndome de manera nada amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las cuatro chinches para que no hubiera pretextos). Walter Gieseking daba una serie de admirables recitales en el Colón, y José María Gatica caía como una bolsa de papas en un ring de Estados Unidos. En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton; en los todavía más libres pasaba buenos ratos en La Fragata, casi enfrente de mi oficina, con amigos abogados a quienes también les gustaba el Demaría bien batido. A veces Susana -
Es que no es fácil seguir, me voy hundiendo en recuerdos y a la vez queriendo huirles, exorcizarlos escribiéndolos (pero entonces hay que asumirlos de lleno y ésa es la cosa). Pretender contar desde la niebla, desde cosas deshilachadas por el tiempo (y qué irrisión ver con tanta claridad la cartera negra de Anabel, oír nítidamente su “gracias, joven”, cuando le terminé la carta para William y le di el vuelto de diez pesos). Sólo ahora sé de veras lo que pasa, y es que nunca supe gran cosa de lo que había pasado, quiero decir las razones profundas de ese tango barato que empezó con Anabel, desde Anabel. Cómo entender de veras esa anécdota de milonga en la que había una muerte de por medio y nada menos que un frasco de veneno, no era a un traductor público con oficina y chapa de bronce en la puerta a quien Anabel le iba a decir toda la verdad, suponiendo que la supiera. Como con tantas otras cosas en ese tiempo, me manejé entre abstracciones, y ahora al final del camino me pregunto cómo pude vivir en esa superficie bajo la cual resbalaban y se mordían las criaturas de la noche porteña, los grandes peces de ese río turbio que yo y tantos otros ignorábamos. Absurdo que ahora quiera contar algo que no fui capaz de conocer bien mientras estaba sucediendo, como en una parodia de Proust pretendo entrar en el recuerdo como no entré en la vida para al fin vivirla de veras. Pienso que lo hago por Anabel, finalmente quisiera escribir un cuento capaz de mostrármela de nuevo, algo en que ella misma se viera como no creo que se haya visto en ese entonces, porque también Anabel se movía en el aire espeso y sucio de un Buenos Aires que la contenía y a la vez la rechazaba como a una sobra marginal, lumpen de puerto y pieza de mala muerte dando a un corredor al que daban tantas otras piezas de tantos otros lumpens, donde se oían tantos tangos al mismo tiempo mezclándose con broncas, quejidos, a veces risas, claro que a veces risas cuando Anabel y Marucha se contaban chistes o porquerías entre dos mates o una cerveza nunca lo bastante fría. Poder arrancar a Anabel de esa imagen confusa y manchada que me queda de ella, como a veces las cartas de William le llegaban confusas y manchadas y ella me las ponía en la mano como si me alcanzara un pañuelo sucio

11 de febrero
Entonces esa mañana me enteré de que el carguero de William había estado una semana en Buenos Aires y que ahora llegaba la primera carta de William desde Tampico acompañando el clásico paquete con los regalos prometidos, slips de nilón, una pulsera fosforescente y un frasquito de perfume. Nunca había muchas diferencias en las cartas de los amigos de las chicas y sus regalos, ellas pedían sobre todo ropas de nilón que en esa época era difícil conseguir en Buenos Aires, y ellos mandaban los regalos con mensajes casi siempre románticos en los que por ahí irrumpían referencias tan concretas que se me hacía difícil traducírselas en voz alta a las chicas que, por supuesto, me dictaban cartas o me daban borradores llenos de nostalgias, noches de baile y pedidos de medias cristal y blusas color tango. Con Anabel era lo mismo, apenas acabé de traducirle la carta de William se puso a dictarme la respuesta, pero yo conocía esa clientela y le pedí que me indicara solamente los temas, de la redacción me ocuparía más tarde. Anabel se me quedó mirando, sorprendida.
—Es el sentimiento —dijo—. Tiene que poner mucho sentimiento.
—Por supuesto, quédese tranquila y dígame lo que tengo que contestar.
Fue el nimio catálogo de siempre, acuse de recibo, ella estaba bien pero cansada, cuándo volvía William, que le escribiera por lo menos una postal desde cada puerto, que le dijera a un tal Perry que no se olvidara de mandar la foto que les había sacado juntos en la costanera. Ah, y que le dijera que lo de la Dolly seguía igual.
—Si no me explica un poco esto... —empecé.
—Dígale nomás así, que lo de la Dolly sigue lo mismo. Y al final dígale, bueno, ya sabe, que sea con sentimiento, si me entiende.
—Claro, no se preocupe.
Quedó en pasar al otro día y cuando vino firmó la carta después de mirarla un momento, se la veía capaz de entender bastantes palabras, se detenía algo en uno que otro párrafo, después firmó y me mostró un papelito donde William había puesto fechas y puertos. Decidimos que lo mejor era mandarle la carta a Oakland, y ya para entonces se había roto el hielo y Anabel me aceptaba el primer cigarrillo y me miraba escribir el sobre, apoyada en el borde del escritorio y canturreando alguna cosa. Una semana después me trajo un borrador para que yo le escribiera urgente a William, parecía ansiosa y me pidió que le hiciera enseguida la carta, pero yo estaba tapado de partidas de nacimiento italianas y le prometí escribirla esa tarde, firmarla por ella y despacharla al salir de la oficina. Me miró como dudando, pero después dijo bueno y se fue. A la mañana siguiente se apareció a las once y media para estar segura de que yo había mandado la carta. Fue entonces cuando la besé por primera vez y quedamos en que iría a su casa al salir del trabajo.

12 de febrero
No era que me gustaran particularmente las chicas del bajo en ese entonces, me movía en el cómodo pequeño mundo de una relación estable con alguien a quien llamaré Susana y calificaré de kinesióloga, solamente que a veces ese mundo me resultaba demasiado pequeño y demasiado confortable, entonces había como una urgencia de sumersión, una vuelta a tiempos adolescentes con caminatas solitarias por los barrios del sur, copas y elecciones caprichosas, breves interludios quizá más estéticos que eróticos, un poco como la escritura de este párrafo que releo y que debería tachar pero que guardaré porque así ocurrían las cosas, eso que he llamado sumersión, ese encanallamiento objetivamente innecesario puesto que Susana, puesto que T. S. Eliot, puesto que Wilhelm Backhaus, y sin embargo, sin embargo.

13 de febrero
Ayer me encabroné contra mí mismo, es divertido pensarlo ahora. De todas maneras lo sabía desde el comienzo, Anabel no me dejará escribir el cuento porque en primer lugar no será un cuento y luego porque Anabel hará (como lo hizo entonces sin saberlo, pobrecita), todo lo que pueda por dejarme solo delante de un espejo. Me basta releer este diario para sentir que ella no es más que una catalizadora que busca arrastrarme al fondo mismo de cada página que por eso no escribo, al centro del espejo donde hubiera querido verla a ella y en cambio aparece un traductor público nacional debidamente diplomado, con su Susana previsible y hasta cacofónica, sususana, por qué no la habré llamado Amalia o Berta. Problemas de escritura, no cualquier nombre se presta a... (¿Vas a seguir?).

Por la noche
De la pieza de Anabel en Reconquista al quinientos preferiría no acordarme, sobre todo quizá porque sin que ella pudiese saberlo esa pieza quedaba muy cerca de mi departamento en un piso doce y con ventanas dando a una espléndida vista del río color de león. Me acuerdo (increíble que me acuerde de cosas así) que al citarme con ella estuve tentado de decirle que mejor viniera a mi bulín donde tendríamos whisky bien helado y una cama como a mí me gustan, y que me contuvo la idea de que Fermín el portero con más ojos que Argos la viera entrar o salir del ascensor y mi crédito con él se viniese abajo, él que saludaba casi conmovido a Susana cuando nos veía salir o llegar juntos, él que sabía distinguir en materia de maquillajes, tacos de zapatos y carteras. Me arrepentí apenas empecé a subir la escalera, y estuve a punto de dar media vuelta cuando salí al corredor al que daban no sé cuántas piezas, victrolas y perfumes. Pero ya Anabel me estaba sonriendo desde la puerta de su cuarto, y además había whisky aunque no estuviera helado, había las obligatorias muñecas pero también una reproducción de un cuadro de Quinquela Martín. La ceremonia se cumplió sin apuro, bebimos sentados en el sofá y Anabel quiso saber cuándo había conocido a Marucha y se interesó por mi antiguo socio del que las otras minas le habían hablado. Cuando le puse una mano en el muslo y la besé en la oreja, me sonrió con naturalidad y se levantó para retirar el cobertor rosa de la cama. Su sonrisa al despedirnos, cuando dejé unos billetes debajo de un cenicero, siguió siendo la misma, una aceptación desapegada que me conmovió por lo sincera, otros hubieran dicho que por lo profesional. Sé que me fui sin hablarle como había pensado hacerlo de su última carta a William, qué me importaban los líos al fin y al cabo, también yo podía sonreírle como ella me había sonreído, también yo era un profesional.

16 de febrero
Inocencia de Anabel, como ese dibujo que hizo un día en mi oficina mientras yo la tenía esperando por culpa de una traducción urgente, y que debe andar perdido dentro de algún libro hasta que tal vez asome como su foto en una mudanza o una relectura. Dibujo con casitas suburbanas y dos o tres gallinas picoteando en la vereda. ¿Pero quién habla de inocencia? Fácil tildar a Anabel por esa ignorancia que la llevaba como resbalando de una cosa a otra; de golpe, debajo, tangible tantas veces en la mirada o en las decisiones, la entrevisión de algo que se me escapaba, de eso que la misma Anabel llamaba un poco dramáticamente «la vida», y que para mí era un territorio vedado que sólo la imaginación o Roberto Arlt podían darme vicariamente. (Me estoy acordando de Hardoy, un abogado amigo, que a veces se metía en turbios episodios suburbanos por mera nostalgia de algo que en el fondo sabía imposible, y de donde volvía sin haber participado de veras, mero testigo como yo testigo de Anabel. Sí, los verdaderos inocentes éramos los de corbata y tres idiomas; en todo caso Hardoy como buen abogado apreciaba su función de testigo presencial, la veía casi como una misión. Pero no es él sino yo quien quisiera escribir este cuento sobre Anabel).

17 de febrero
No le llamaré intimidad, para eso hubiera tenido que ser capaz de darle a Anabel lo que ella me daba tan naturalmente, hacerla subir a mi casa por ejemplo, crear una paridad aceptable aunque siguiera teniendo con ella una relación tarifada entre cliente regular y mujer de la vida. En ese entonces no pensé como lo estoy pensando ahora que Anabel no me reprochó nunca que la mantuviera estrictamente al borde; debía parecerle la ley del juego, algo que no excluía una amistad suficiente como para llenar con risas y bromas los huecos fuera de la cama, que son siempre los peores. Mi vida la tenía perfectamente sin cuidado a Anabel, sus raras preguntas eran del género de: «¿Vos tuviste un perrito de chico?», o: «¿Siempre te cortaste el pelo tan corto?» Yo ya estaba bastante al tanto de lo de la Dolly y de Marucha, de cualquier cosa en la vida de Anabel, mientras ella seguía sin saber y sin importársele que yo tuviera una hermana o un primo, barítono este último. A Marucha la conocía de antes por lo de las cartas, y a veces en el café de Cochabamba me encontraba con ella y con Anabel para tomar cerveza (importada). Por una de las cartas a William me había enterado de las broncas entre Marucha y la Dolly, pero lo que llamaré el asunto del frasquito no se puso serio hasta bastante después, al principio era para reírse de tanta inocencia (¿he hablado de la inocencia de Anabel? Me aburre releer este diario que me está ayudando cada vez menos a escribir el cuento), porque Anabel que era carne y uña con Marucha le había contado a William que la Dolly le seguía sacando los mejores puntos a Marucha, tipos de guita y hasta uno que era hijo de un comisario como en el tango, le hacía la vida imposible en lo de la Chempe y visiblemente aprovechaba que a Marucha se le estaba cayendo un poco el pelo, que tenía problemas de incisivos y que en la cama, etcétera. Todo eso Marucha se lo lloraba a Anabel, a mí menos porque tal vez no me tenía tanta confianza, yo era el traductor y gracias, dice que sos fenómeno, me confiaba Anabel, vos le interpretas todo tan bien, el cocinero de ese buque francés hasta le manda más regalitos que antes, Marucha piensa que debe ser por el sentimiento que ponés.
—¿Y a vos no te mandan más?
—No, che. Seguro que de puro celos escribís angosto.
Decía cosas así, y nos reíamos tanto. Incluso riéndose me contó lo del frasquito que ya una o dos veces había aparecido en el temario para las cartas a William sin que yo hiciera preguntas porque dejarla venir sola era uno de mis placeres. Me acuerdo que me lo contó en su pieza mientras abríamos una botella de whisky después de habernos ganado el derecho al trago.
—Te juro, me quedé dura. Siempre me pareció un poco plantado, a lo mejor porque no le entiendo mucho la parla y eso que al final él siempre se hace entender. Claro, no lo conoces, si le vieras esos ojos que tiene, como un gato amarillo, le queda bien porque es un tipo de pinta, cuando sale se pone unos trajes que si te cuento, aquí nunca se ven géneros así, sintéticos me entendés.
—¿Pero qué te dijo?
—Que cuando vuelva me va a traer un frasquito. Me lo dibujó en la servilleta y arriba puso una calavera y dos huesos cruzados. ¿Me seguís ahora?
—Te sigo, pero no entiendo por qué. ¿Vos le hablaste de la Dolly?
—Claro, la noche que él me vino a buscar cuando llegó el barco, Marucha estaba conmigo, lloraba y devolvía la comida, yo tuve que agarrarla para que no saliera ahí nomás a cortarle la cara a la Dolly. Fue justo cuando supo que la Dolly le había sacado al viejo de los jueves, andá a saber lo que esa hija de puta le dijo de Marucha, a lo mejor lo del pelo que en una de ésas era algo contagioso. Con William le dimos femé y la acostamos en esta misma cama, se quedó dormida y así pudimos salir a bailar. Yo le conté todo lo de la Dolly, seguro que entendió porque eso sí, me entiende todo, me clava los ojos amarillos y solamente le tengo que repetir algunas cosas.
—Espera un poco, mejor nos tomamos otro scotch esta tarde todo ha sido doble —le dije dándole un chirlo, y nos reímos porque ya el primero había estado bien cargadito—. ¿Y vos qué hiciste?
—¿Te crees que soy tan paparula? Que no, claro, le rompí la servilleta a pedacitos para que comprendiera. Pero él dale con el frasquito, que me lo iba a mandar para que Marucha se lo pusiera en un copetín. In a drink, dijo. Me dibujó a un cana en otra servilleta y después lo tachó con una cruz, eso quería decir que no sospecharían de nada.
—Perfecto —dije yo—, ese yanqui se cree que aquí los médicos forenses son unos felipones. Hiciste bien, nena, cuantimás que el frasquito ese iba a pasar por tus manos.
—Eso.
(No me acuerdo, cómo podría acordarme de ese diálogo. Pero fue así, lo escribo escuchándolo, o lo invento copiándolo, o lo copio inventándolo. Preguntarse de paso si no será eso la literatura).

19 de febrero
Pero a veces no es así sino algo mucho más sutil. A veces se entra en un sistema de paralelas, de simetrías, y a lo mejor por eso hay momentos y frases y sucesos que se fijan para siempre en una memoria que no tiene demasiados méritos (la mía en todo caso) puesto que olvida tanta cosa más importante.
No, no siempre hay invención o copia. Anoche pensé que tenía que seguir escribiendo todo esto sobre Anabel, que a lo mejor me llevaría al cuento como verdad última, y de golpe fue otra vez la pieza de Reconquista, el calor de febrero o marzo, el riojano con los discos de Alberto Castillo al otro lado del corredor, ese tipo no acababa nunca de despedirse de su famosa pampa, hasta Anabel empezaba a hincharse y eso que ella para la música, adióóós pááámpa mííía, y Anabel sentada desnuda en la cama y acordándose de su pampa allá por Trenque Lauquen. Tanto lío que arma ése por la pampa, Anabel despectiva encendiendo un cigarrillo, tanto joder por una mierda llena de vacas. Pero Anabel, yo te creía más patriótica, hijita. Una pura mierda aburrida, che, yo creo que si no vengo a Buenos Aires me tiro a un zanjón. Poco a poco los recuerdos confirmatorios y de golpe, como si le hiciese falta contármelo, la historia del viajante de comercio, casi no había empezado cuando sentí que eso yo ya lo sabía, que eso ya me lo habían contado. La fui dejando hablar como a ella le hacía falta hablarme (a veces el frasquito, ahora el viajante), pero dé alguna manera yo no estaba ahí con ella, lo que me estaba contando me venía de otras voces y otros ámbitos con perdón de Capote, me venía de un comedor en el hotel del polvoriento Bolívar, ese pueblo pampeano donde había vivido dos años ya tan lejanos, de esa tertulia de amigos y gente de paso donde se hablaba de todo pero sobre todo de mujeres, de eso que entonces los muchachos llamábamos los elementos y que tanto escaseaban en la vida de los solteros pueblerinos.
Qué claro me acuerdo de aquella noche de verano, con la sobremesa y el café con grapa al pelado Rosatti le volvían cosas de otros tiempos, era un hombre que apreciábamos por el humor y la generosidad, el mismo hombre que después de un cuento más bien subido de Flores Díez o del pesado Salas, se largaba a contarnos de una china ya no muy joven que él visitaba en su rancho por el lado de Casbas donde ella vivía de unas gallinas y una pensión de viuda, criando en la miseria a una hija de trece años.
Rosatti vendía autos nuevos y usados, se llegaba hasta el rancho de la viuda cuando le caía bien en algunas de sus giras, llevaba algunos regalos y se acostaba con la viuda hasta el otro día. Ella estaba encariñada, le cebaba buenos mates, le freía empanadas y según Rosatti no estaba nada mal en la cama. A la Chola la mandaban a dormir al galponcito donde en otros tiempos el finado guardaba un sulky ya vendido; era una chica callada, de ojos escapadizos, que se perdía de vista apenas llegaba Rosatti y a la hora de cenar se sentaba con la cabeza gacha y casi no hablaba. A veces él le llevaba un juguete o caramelos, que ella recibía con un «gracias, don» casi a la fuerza. La tarde en que Rosatti se apareció con más regalos que de costumbre porque esa mañana había vendido un Plymouth y estaba contento, la viuda agarró por el hombro a la Chola y le dijo que aprendiera a darle bien las gracias a don Carlos, que no fuera tan chucara. Rosatti, riéndose, la disculpó porque le conocía el carácter, pero en ese segundo de confusión de la chica la vio por primera vez, le vio los ojos renegridos y los catorce años que empezaban a levantarle la blusita de algodón. Esa noche en la cama sintió las diferencias y la viuda debió sentirlas también porque lloró y le dijo que él ya no la quería como antes, que seguro iba a olvidarse de ella que ya no le rendía como al principio. Los detalles del arreglo no los supimos nunca, en algún momento la viuda fue a buscar a la Chola y la trajo al rancho a los tirones. Ella misma le arrancó la ropa mientras Rosatti la esperaba en la cama, y como la chica gritaba y se debatía desesperada, la madre le sujetó las piernas y la mantuvo así hasta el final. Me acuerdo que Rosatti bajó un poco la cabeza y dijo, entre avergonzado y desafiante: «Cómo lloraba...». Ninguno de nosotros hizo el menor comentario, el silencio espeso duró hasta que el pesado Salas soltó una de las suyas y todos, y sobre todo Rosatti, empezamos a hablar de otras cosas.
Tampoco yo le hice el menor comentario a Anabel. ¿Qué le podía decir? ¿Que ya conocía cada detalle, salvo que había por lo menos veinte años entre las dos historias, y que el viajante de comercio de Trenque Lauquen no había sido el mismo hombre, ni Anabel la misma mujer? ¿Que todo era siempre más o menos así con las Anabel de este mundo, salvo que a veces se llamaban Chola?

23 de febrero
Los clientes de Anabel, vagas referencias con algún nombre o alguna anécdota. Encuentros casuales en los cafés del bajo, fijación de una cara, una voz. Por supuesto nada de eso me importaba, supongo que en ese tipo de relaciones compartidas nadie se siente un cliente como los otros, pero además yo podía saberme seguro de mis privilegios, primero por lo de las cartas y también por mí mismo, algo que le gustaba a Anabel y me daba, creo, más espacio que a los otros, tardes enteras en la pieza, el cine, la milonga y algo que a lo mejor era cariño, en todo caso ganas de reírse por cualquier cosa, generosidad nada mentida en la manera que tenía Anabel de buscar y dar el goce. Imposible que fuera así con los otros, los clientes, y por eso no me importaban (la idea era que no me importaba Anabel, pero por qué me acuerdo hoy de todo esto), aunque en el fondo hubiera preferido ser el único, vivir así con Anabel y del otro lado con Susana, claro. Pero Anabel tenía que ganarse la vida y de cuando en cuando me llegaba algún indicio concreto, como cruzarme en la esquina con el gordo — nunca supe ni pregunté su nombre, ella le llamaba el gordo a secas—, y quedarme viéndolo entrar en la casa, imaginarlo rehaciendo mi propio itinerario de esa tarde, peldaño a peldaño hasta la galería y la pieza de Anabel y todo el resto. Me acuerdo que me fui a beber un whisky a La Fragata y que me leí todas las noticias del extranjero de La Razón, pero por debajo lo sentía al gordo con Anabel, era idiota pero lo sentía como si estuviera en mi propia cama, usándola sin derecho.
A lo mejor por eso no fui muy amable con Anabel cuando se me apareció en la oficina unos días después. A todas mis dientas epistolares (vuelve a salir la palabra de una manera bastante curiosa, eh Sigmund?) les conocía los caprichos y los humores a la hora de darme o dictarme una carta, y me quedé impasible cuando Anabel casi me gritó escribile ahora mismo a William que me traiga el frasquito, esa perra hija de puta no merece vivir. Du calme, le dije (entendía bastante bien el francés), qué es eso de ponerse así antes del vermú. Pero Anabel estaba enfurecida y el prólogo a la carta fue que la Dolly le había vuelto a sacar un punto con auto a Marucha y andaba diciendo en lo de la Chempe que lo había hecho para salvarlo de la sífilis. Encendí un cigarrillo como bandera de capitulación y escribí la carta donde absurdamente había que hablar a la vez del frasquito y de unas sandalias plateadas treinta y seis y medio (máximo treinta y siete). Tuve que calcular la conversión a cinco o cinco y medio para no crearle problemas a William, y la carta resultó muy corta y práctica, sin nada del sentimiento que habitualmente reclamaba Anabel aunque ahora lo hiciera cada vez menos por razones obvias. (¿Cómo imaginaba lo que yo podía decirle a William en las despedidas? Ya no me exigía que le leyera las cartas, se iba enseguida pidiéndome que la despachara, no podía saber que yo seguía fiel a su estilo y que le hablaba de nostalgia y cariño a William, no por exceso de bondad sino porque había que prever las respuestas y los regalos, y eso en el fondo debía ser el barómetro más seguro para Anabel).
Esa tarde lo pensé despacio y antes de despachar la carta agregué una hoja separada en la que me presentaba sucintamente a William como el traductor de Anabel, y le pedía que viniera a verme apenas desembarcara y sobre todo antes de verse con Anabel. Cuando lo vi entrar dos semanas después, lo de los ojos amarillos me impresionó más que el aire entre agresivo y cortado del marinero en tierra. No hablamos mucho en el aire, le dije que estaba al tanto de la cuestión del frasquito pero que las cosas no eran tan tremendas como Anabel las pensaba. Virtuosamente me mostré preocupado por la seguridad de Anabel que, en caso de que las papas quemaran, no podría mandarse mudar en un barco como él iba a hacerlo tres días más tarde.
—Bueno, ella me lo pidió —dijo William sin alterarse—. A mí me da pena Marucha, y es la mejor manera de que todo se arregle.
De creerle, el contenido del frasquito no dejaba la menor huella, y eso curiosamente parecía suprimir toda noción de culpabilidad en William. Sentí el peligro y empecé mi trabajo sin forzar la mano. En el fondo los líos con la Dolly no estaban ni mejor ni peor que en su último viaje, claro que Marucha se sentía cada vez más harta y eso caía sobre la pobre Anabel. Yo me interesaba por el asunto porque era el traductor de todas esas chicas y las conocía bien, etcétera. Saqué el whisky después de colgar un cartel de ausente y cerrar con llave la oficina, y empecé a beber y a fumar con William. Lo medí desde la primera vuelta, primario y sensiblero y peligroso. Que yo fuera el traductor de las frases sentimentales de Anabel parecía darme un prestigio casi confesional, en el segundo whisky supe que estaba enamorado de veras de Anabel y que quería sacarla de la vida, llevársela a los States en un par de años cuando arreglara, dijo, unos asuntos pendientes. Imposible no ponerme de su lado, aprobar caballerescamente sus intenciones y apoyarme en ellas para insistir en que lo del frasquito era la peor cosa que podía hacerle a Anabel. Empezó a verlo por ese lado pero no me ocultó que Anabel no le perdonaría que le fallara, que lo trataría de flojo y de hijo de puta, y ésas eran cosas que él no le podía aceptar ni siquiera a Anabel.
Usando como ejemplo el acto de echarle más whisky en el vaso, sugerí el plan en el que me tendría por aliado. El frasquito por supuesto se lo daría a Anabel, pero lleno de té o de coca-cola; por mi parte yo lo tendría al tanto de las novedades con el sistema de las hojitas separadas, para que las cartas de Anabel guardaran todo lo que era de ellos dos solamente, y seguro que entretanto lo de la Dolly y Marucha se arreglaba por cansancio. Si no era así —en algo había que ceder frente a esos ojos amarillos que se iban poniendo cada vez más fijos—, yo le escribiría para que mandara o trajera el frasquito de veras, y en cuanto a Anabel estaba seguro de que comprendería llegado el caso si yo me declaraba responsable del engaño para bien de todos, etcétera.
—O.K. —dijo William. Era la primera vez que lo decía, y me pareció menos idiota que cuando se lo escuchaba a mis amigos. Nos dimos la mano en la puerta, me miró amarillo y largo, y dijo: «Gracias por las cartas». Lo dijo en plural, o sea que pensaba en las cartas de Anabel y no en la sola hoja separada. ¿Por qué esa gratitud tenía que hacerme sentir tan mal, por qué una vez a solas me tomé otro whisky antes de cerrar la oficina y salir a almorzar?

26 de febrero
Escritores que aprecio han sabido ironizar amablemente sobre el lenguaje de alguien como Anabel. Me divierten mucho, claro, pero en el fondo esas facilidades de la cultura me parecen un poco canallas, yo también podría repetir tantas frases de Anabel o del gallego portero, y hasta por ahí me pasará hacerlo si al final escribo el cuento, no hay nada más fácil. Pero en esos tiempos me dedicaba más bien a comparar mentalmente el habla de Anabel y de Susana, que las desnudaba tanto más profundamente que mis manos, revelaba lo abierto y lo cerrado en ellas, lo estrecho y lo ancho, el tamaño de sus sombras en la vida. Nunca le oí la palabra «democracia» a Anabel, que sin embargo la escuchaba o leía veinte veces por día, y en cambio Susana la usaba con cualquier motivo y siempre con la misma cómoda buena conciencia de propietaria. En materias íntimas Susana podía aludir a su sexo, mientras que Anabel decía la concha o la parpaiola, palabra esta última que siempre me ha fascinado por lo que tiene de ola y de párpado. Y así estoy desde hace diez minutos porque no me decido a seguir con lo que falta (y que no es mucho y no responde demasiado a lo que vagamente esperaba escribir), o sea que en toda esa semana no supe nada de Anabel como era previsible, puesto que estaría todo el tiempo con William, pero un fin de mañana se me apareció con evidentemente parte de los regalos de nilón que le había traído William, y una cartera nueva de piel de no sé qué de Alaska, que en esa temporada hacía subir el calor con sólo mirarla. Vino para contarme que William acababa de irse, lo que no era noticia para mí, y que le había traído la cosa (curiosamente evitaba llamarla frasquito) que ya estaba en manos de Marucha.
No tenía ninguna razón para inquietarme ahora, pero era bueno hacerse el preocupado, saber si Marucha tenía clara conciencia de la barbaridad que eso significaba, etcétera, y Anabel me explicó que le había hecho jurar por su santa madre y la virgen de Lujan que solamente si la Dolly volvía a, etcétera. De paso le interesó saber lo que yo opinaba de la cartera y las medias cristal, y nos citamos en su casa para la otra semana, porque ella andaba bastante ocupada después de tanto full-time con William. Ya se iba, cuando se acordó:
—Él es tan bueno, sabes. ¿Te das cuenta esta cartera lo que le habrá costado? Yo no le quería decir nada de vos, pero él me hablaba todo el tiempo de las cartas, dice que vos le transmitís propiamente el sentimiento.
—Ah —comenté, sin saber demasiado por qué la cosa me caía un poco atravesada.
—Mirála, tiene doble cierre de seguridad y todo. Al final le dije que vos me conocías bien y que por eso me interpretabas las cartas, total a él qué le importa si ni siquiera te ha visto.
—Claro, qué le puede importar —alcancé a decir.
—Me prometió que en el otro viaje me trae un tocadiscos de esos con radio y todo, ahora sí que le ponemos la tapa al riojano de adiós pampa mía si vos me compras discos de Canaro y D'Arienzo.
No había terminado de irse cuando me telefoneó Susana, que por lo visto acababa de entrar en uno de sus ataques de nomadismo y me invitaba a irme con ella en su auto a Necochea. Acepté para el fin de semana, y me quedaron tres días en que no hice más que pensar, sintiendo poco a poco cómo me subía algo raro hasta la boca del estómago (¿tiene boca el estómago?). Lo primero: William no le había hablado a Anabel de sus planes de casamiento, era casi obvio que la patinada involuntaria de Anabel le había caído como una patada en la cabeza (y que lo hubiera disimulado era lo más inquietante). O sea que.
Inútil decirme que a esa altura me estaba dejando llevar por deducciones tipo Dickson Carr o Ellery Queen, y que al fin y al cabo a un tipo como William no tenía por qué quitarle el sueño que yo fuera uno más entre los clientes de Anabel. Pero a la vez sentía que no era así, que precisamente un tipo como William podía haber reaccionado de otra manera, con esa mezcla de sensiblería y zarpazo que yo le había calado desde el vamos. Porque además ahora venía lo segundo: Enterado de que yo hacía algo más que traducirle las cartas a Anabel, ¿por qué no había subido a decírmelo, de buenas o de malas? No me podía olvidar que me había tenido confianza y hasta admiración, que de alguna manera se había confesado con alguien que entretanto se meaba de risa de tanta ingenuidad, y eso William tenía que haberlo sentido y cómo en ese momento en que Anabel se había deschavado. Era tan fácil imaginarlo a William acostándola de una trompada y viniendo directamente a mi oficina para hacer lo mismo conmigo. Pero ni lo uno ni lo otro, y eso...
Y eso qué. Me lo dije como quien se toma un Ecuanil, al fin y al cabo su barco ya andaba lejos y todo quedaba en hipótesis; el tiempo y las olas de Necochea las borrarían de a poco, y además Susana estaba leyendo a Aldous Huxley, lo que daría materia para temas más bien diferentes, enhorabuena. Yo también me compré nuevos libros en el camino a casa, me acuerdo que algo de Borges y/o de Bioy.

27 de febrero
Aunque ya casi nadie se acuerda, a mí me sigue conmoviendo la forma en que Spandrell espera y recibe la muerte en Contrapunto. En los años cuarenta ese episodio no podía tocar tan de lleno a los lectores argentinos; hoy sí, pero justamente cuando ya no lo recuerdan. Yo le sigo siendo fiel a Spandrell (nunca releí la novela ni la tengo aquí a mano), y aunque se me hayan borrado los detalles me parece ver de nuevo la escena en que escucha la grabación de su cuarteto preferido de Beethoven, sabiendo que el comando fascista se acerca a su casa para asesinarlo, y dando a esa elección final un peso que vuelve aún más despreciables a sus asesinos. También a Susana le había conmovido ese episodio, aunque sus razones no me parecieron exactamente las mías y acaso las de Huxley; todavía estábamos discutiendo en la terraza del hotel cuando pasó un diariero y le compré La Razón y en la página ocho vi policía investiga muerte misteriosa, vi una foto irreconocible de la Dolly, pero su nombre completo y sus actividades notoriamente públicas, transportada de urgencia al hospital Ramos Mejía sucumbió dos horas más tarde a la acción de un poderoso tóxico. Nos volvemos esta noche, le dije a Susana, total aquí no hace más que lloviznar. Se puso frenética, la oí tratarme de déspota. Se vengó, pensaba dejándola hablar, sintiendo el calambre que me subía de las ingles hasta el estómago, se vengó el muy hijo de puta, lo que estará gozando en su barco, otra que té o coca-cola, y esa imbécil de Marucha que va a cantar todo en diez minutos. Como ráfagas de miedo entre cada frase enfurecida de Susana, el whisky doble, el calambre, la valija, puta si va a cantar, se va a venir con todo apenas le aplaudan la cara.
Pero Marucha no cantó, a la tarde siguiente había un papelito de Anabel debajo de la puerta de la oficina, nos vemos a las siete en el café del Negro, estaba muy tranquila y con la cartera de piel, ni se le había ocurrido pensar que Marucha podía meterla en un lío. Lo jurado jurado, ponele la firma, me lo decía con una calma que me hubiera parecido admirable si no hubiese tenido tantas ganas de agarrarla a bife limpio. La confesión de Marucha llenaba media página del diario, y eso precisamente era lo que estaba leyendo Anabel cuando llegué al café. El periodista no iba más allá de las generalidades propias del oficio, la mujer declaró haberse procurado un veneno de efecto fulminante que vertió en una copa de licor, o sea en el cinzano que la Dolly bebía de a litros. La rivalidad entre ambas mujeres había alcanzado su punto culminante, agregaba el concienzudo notero, y su trágico desenlace, etcétera.
No me parece raro haber olvidado casi todos los detalles de ese encuentro con Anabel. La veo sonreírme, eso sí, la oigo decirme que los abogados probarían que Marucha era una víctima y que saldría en menos de un año; lo que me queda de esa tarde es sobre todo un sentimiento de absurdo total, algo imposible de decir aquí, haberme dado cuenta de que en ese momento Anabel era como un ángel flotando por encima de la realidad, segura de que Marucha había tenido razón (y era cierto, pero no en esa forma) y que a nadie le iba a pasar nada grave. Me hablaba de todo eso y era como si me estuviera contando una radionovela, ajena a ella misma y sobre todo a mí, a las cartas, sobre todo a las cartas que me embarcaban derecho viejo con William y con ella. Me lo decía desde la radionovela, desde esa distancia incalculable entre ella y yo, entre su mundo y mi terror que buscaba cigarrillos y otro whisky, y claro, claro que sí, Marucha es de ley, claro que no va a cantar.
Porque si de algo estaba seguro en ese momento era de que no podía decirle nada al ángel. Cómo mierda hacerle entender que William no se iba a conformar con eso ahora, que seguramente escribiría para perfeccionar su venganza, para denunciarla a Anabel y de paso meterme en el ajo por encubridor. Se me hubiera quedado mirando como perdida, a lo mejor me hubiera mostrado la cartera como una prueba de buena fe, él me la regaló, cómo te vas a imaginar que haga una cosa así, todo el catálogo.
No sé de qué hablamos después, me volví a mi departamento a pensar, y al otro día arreglé con un colega para que se hiciera cargo de la oficina por un par de meses; aunque Anabel no conocía mi departamento me mudé por las dudas a uno que justamente alquilaba Susana en Belgrano y no me moví de ese salubre barrio para evitar un encuentro casual con Anabel en el centro. Hardoy, que tenía toda mi confianza, se dedicó con deleite a espiarla, bañándose en la atmósfera de eso que él llamaba los bajos fondos. Tantas precauciones resultaron inútiles, pero entretanto me sirvieron para dormir un poco mejor, leer un montón de libros y descubrir nuevas facetas y hasta encantos inesperados en Susana, convencida la pobre de que yo estaba haciendo una cura de reposo y paseándome por todas partes en su auto. Un mes y medio después llegó el barco de William, y esa misma noche supe por Hardoy que Anabel se había encontrado con él y que se habían pasado hasta las tres de la mañana bailando en una milonga de Palermo. Lo único lógico hubiera debido ser el alivio, pero no creo haberlo sentido, fue más bien como que Dickson Carr y Ellery Queen eran una pura mierda y la inteligencia todavía peor que la mierda comparada con esa milonga en la que el ángel se había encontrado con el otro ángel (per modo di dire, claro), para de paso entre tango y tango escupirme en plena cara, ellos de su lado escupiéndome sin verme, sin saber de mí y sobre todo importándoseles un carajo de mí, como el que escupe en una baldosa sin siquiera mirarla. Su ley y su mundo de ángeles, con Marucha y de algún modo también con la Dolly, y yo de este otro lado con el calambre y el valium y Susana, con Hardoy que me seguía hablando de la milonga sin darse cuenta de que yo había sacado el pañuelo, de que mientras lo escuchaba y le agradecía su amistosa vigilancia me estaba pasando el pañuelo para secarme de alguna manera la escupida en plena cara.

28 de febrero
Quedan algunos detalles menores: cuando volví a la oficina tenía todo pensado para explicarle convincentemente mi ausencia a Anabel; conocía de sobra su falta de curiosidad, me aceptaría cualquier cosa y ya andaría con alguna nueva carta para traducir, a menos que entretanto hubiera conseguido otro traductor. Pero Anabel no vino nunca más a mi oficina, por ahí era una promesa que le había hecho a William con juramento y virgen de Lujan, o nomás que se había ofendido de veras por mi ausencia, o que la Chempe la tenía demasiado ocupada. Al principio creo que la esperé vagamente, no sé si me hubiera gustado verla entrar, pero en el fondo me ofendía que me estuviera borrando tan fácilmente, quién le iba a traducir las cartas como yo, quién podía conocer a William o a ella mejor que yo. Dos o tres veces, en la mitad de una patente o una partida de nacimiento me quedé con las manos en el aire, esperando que la puerta se abriera y entrara Anabel con zapatos nuevos, pero después llamaban educadamente y era una factura consular o un testamento. Por mi parte seguí evitando los lugares donde hubiera podido encontrármela por la tarde o la noche. Hardoy tampoco la vio más, y en esos meses se me dio el juego de venirme a Europa por un tiempo, y al final me fui quedando, me fui aquerenciando hasta ahora, hasta el pelo canoso, esta diabetes que me acorrala en el departamento, estos recuerdos. La verdad me hubiera gustado escribirlos, hacer un cuento sobre Anabel y esos tiempos, a lo mejor me hubieran ayudado a sentirme mejor después de escribirlo, a dejar todo en orden, pero ya no creo que vaya a hacerlo, hay este cuaderno lleno de jirones sueltos, estas ganas de ponerme a completarlos, de llenar los huecos y contar otras cosas de Anabel, pero lo que apenas alcanzo a decirme es que me gustaría tanto escribir ese cuento sobre Anabel y al final es una página más en el cuaderno, un día más sin empezar el cuento. Lo malo es que no termino de convencerme de que nunca podré hacerlo porque entre otras cosas no soy capaz de escribir sobre Anabel, no me vale de nada ir juntando pedazos, que en definitiva no son de Anabel sino de mí, casi como si Anabel estuviera queriendo escribir un cuento y se acordara de mí, de cómo no la llevé nunca a mi casa, de los dos meses en que el pánico me sacó de su vida, de todo eso que ahora vuelve, aunque seguramente a Anabel le importó muy poco y solamente yo me acuerdo de algo que es tan poco pero que vuelve y vuelve desde allá, desde lo que acaso hubiera tenido que ser de otra manera, como yo y como casi todo allá y aquí. Ahora que lo pienso, cuánta razón tiene Derrida cuando dice, cuando me dice: No (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Ningún interés, de veras, porque buscar a Anabel en el fondo del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre mí mismo aunque quiera seguir imaginándome que escribo sobre Anabel.

Julio Cortázar, Diario para un cuento.
 
Julio Cortázar