Ana María Matute, Pecado de omisión

Pecado de omisión.
A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
—¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
—Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
—Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
—Sí, señor.
—No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
—Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.
—Andando —dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
—¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.
—He visto a Lope —dijo—. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
—Sí —dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano—. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
—Lo malo —dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta— es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela…
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
—¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
—¡Vaya roble! —dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
—Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
—¡Eh! —dijo solamente. O algo parecido.
Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
—¡Lope! ¡Hombre, Lope…!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenía una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
—¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
—Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora…
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge…», Lope solo lloraba y decía:
—Sí, sí, sí…

Ana María Matute, Pecado de omisión (Todos mis cuentos).

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Ana María Matute

Alejandra Pizarnik, La verdad del bosque

La verdad del bosque.

Como un golfo de soles este espacio hermético y transparente: una esfera de cristal con el sol adentro; con un cuerpo dorado (un ausente, querido tú) con una cabeza donde brillan los ojos más azules delante de sol en la esfera transparente.
La acción transcurre en el desierto y qué sola atravesé mi infancia como caperucita el bosque antes del encuentro feroz. Qué sola llevando una cesta, qué inocente, qué decorosa y bien dispuesta, pero nos devoraron a todos porque ¿para qué sirven las palabras si no pueden constatar que nos devoraron? —dijo la abuela.
Pero de la mía no se vistió el lobo. El bosque no es verde sino en el cerebro. La abuela dio a luz a mi madre quien a su vez me dio a tierra, y todo gracias a mi imaginación. Pero allí, en mi pequeño teatro, el lobo las devoró. En cuanto al lobo, lo recorté y lo pegué en mi cuaderno escolar. En suma, en esta vida me deben el festín.
—¿Y a esto llamas vida? —dijo la abuela.

Alejandra Pizarnik, La verdad del bosque (1966). Prosa completa.

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Alejandra Pizarnik

Alice Munro, Las lunas de Júpiter

Las lunas de Júpiter.

Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semi-privada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por que pudieran cobrarle un suplemento.
–Yo no he pedido una semi-privada –dijo.
Le dije que probablemente las salas estuvieran llenas.
–No. He visto algunas camas vacías cuando me llevaban con la silla de ruedas.
–Entonces será porque te tenían que conectar con esa cosa –le dije–. No te preocupes. Si te van a cobrar un suplemento, te lo dicen.
–Eso será probablemente –dijo–. No querrían esos trastos en las salas. Supongo que eso estará cubierto.
Le dije que estaba segura de que sí.
Tenía cables pegados al pecho. Una pequeña pantalla colgaba por encima de su cabeza. En ella, una línea brillante y dentada parpadeaba continuamente. El parpadeo iba acompañado de un nervioso zumbido electrónico. El comportamiento de su corazón estaba a la vista. Intenté ignorarlo. Me parecía que prestarle tanta atención –exagerar, de hecho, lo que debería ser una actividad totalmente secreta– era buscar problemas. Cualquier cosa exhibida de aquel modo era propensa a estallar y volverse loca.
A mi padre no parecía importarle. Decían que le tenían con tranquilizantes. “Ya sabes –decía–, las pastillas de la felicidad”. Parecía tranquilo y optimista.
Había sido distinto la noche anterior. Cuando le llevé al hospital, a la sala de urgencias, estaba pálido y con la boca cerrada. Abrió la puerta del coche, se quedó de pie y dijo despacio:
–Quizá sea mejor que me traigas una de esas sillas de ruedas.
Utilizaba la voz que siempre ponía en una crisis. Una vez, nuestra chimenea se incendió; era domingo por la tarde y yo estaba en el comedor poniendo alfileres en un vestido que estaba haciendo. Entró y dijo con aquella mismo voz flemática y admonitoria:
–Janet, ¿sabes dónde hay polvos de levadura?
Los quería para echarlos al fuego. Luego dijo:
–Supongo que ha sido culpa tuya… Coser en domingo. Tuve que esperar durante más de una hora en la sala de espera en urgencias. Llamaron a un especialista de corazón que estaba en el hospital, un hombre joven. Me hizo pasar a una sala y me explicó que una de las válvulas del corazón de mi padre se había deteriorado tanto que debía ser operado inmediatamente.
Le pregunté qué sucedería si no.
–Tendría que estar en la cama –dijo el médico.
–¿Cuánto tiempo?
–Quizá tres meses.
–He querido decir, ¿cuánto tiempo vivirá?
–Eso es lo que yo también he querido decir –dijo el doctor.
Fui a ver a mi padre. Estaba sentado en la cama que había en el rincón, con la cortina descorrida.
–Es malo, ¿verdad? –me preguntó–. ¿Te ha dicho lo de la válvula?
–No es tan malo como podía ser –le dije. Luego repetí, incluso exageré, cualquier cosa esperanzadora que el médico me hubiese dicho– No estás en peligro inmediato. Tu condición física es buena, por lo de demás.
–Por lo demás –dijo mi padre con pesimismo.
Yo estaba cansada de haber conducido todo el camino hasta Dalgleish, preocupada por devolver el coche de alquiler a tiempo, e irritada por un artículo que había estado leyendo en una revista en la sala de espera. Era sobre otra escritora, una mujer más joven, más guapa y probablemente con más talento que yo. Yo había estado en Inglaterra durante dos meses, de modo que no había visto antes aquel artículo, pero me pasó por la cabeza mientras lo estaba leyendo que mi padre lo habría leído. Podía oírle decir: “Bueno, no he visto nada sobre t en Maclean´s”. Y si hubiese leído algo sobre mí diría: “Bueno, no tengo una gran opinión de ese reportaje”. Su tono sería festivo e indulgente, pero produciría en mí una familiar tristeza de espíritu. El mensaje que recibí de él era sencillo: Hay que luchar por conseguir la fama y luego pedir perdón por ella. Tanto si la consigues como si no, tú tendrás la culpa.
No me sorprendieron las noticias del médico. Estaba preparada para oír algo parecido y estaba contenta conmigo misma por contármelo con calma, del mismo modo que estaría contenta conmigo misma por vendar una herida o por mirar desde el endeble balcón de un edificio alto. Pensé: Sí, es la hora; tiene que haber algo, aquí está. No sentí la protesta que habría sentido veinte, incluso diez años antes. Cuando vi por la cara de mi padre que él la sentía, que el rechazo le subía de un salto tan prontamente como si hubiese tenido treinta o cuarenta años más joven, mi corazón se endureció, y hablé con una especie de atormentadora alegría.
–Por lo demás, estás pletórico –dije.

Al día siguiente era de nuevo él mismo.
Así es como yo lo habría expresado. Dijo que ahora le parecía que el joven, el médico, pudiera haber estado demasiado impaciente por operar.
–Un bisturí un poco fácil –dijo. Estaba burlón y alardeando de jerga hospitalaria. Dijo que otro doctor le había examinado, un hombre mayor, y le había expresado su opinión de que descanso y medicación podrían surtir efecto.
Yo no pregunté qué efecto.
–Dice que tengo una válvula defectuosa. Está ciertamente dañada. Querían saber si tuve fiebres reumáticas cuando era niño. Yo le dije que no lo creía, pero entonces la mitad de las veces n te diagnosticaban lo que tenías. Mi padre no era ciertamente alguien que fuese a buscar al médico.
El recuerdo de la infancia de mi padre, que yo siempre me había imaginado como sombría y peligrosa –la modesta granja, las hermanas atemorizadas, el padre severo–, me hicieron menos resignada ante su muerte. Pensé en él huyendo para irse a trabajar en los barcos del lago, corriendo por las vías del ferrocarril hasta Gorderich, a la luz del anochecer. Acostumbraba a contar aquel viaje. En algún lugar de la vía encontró un membrillo. Los membrillos son raros en nuestra zona del país; de hecho, no he visto nunca ninguno. Ni siquiera el que encontró mi padre, aunque una vez nos llevó de excursión para ir a buscarlo. Pensó que conocía el cruce cerca del que estaba, pero no pudimos encontrarlo. No pudo encontrar el fruto, desde luego, pero quedó impresionado por su existencia. Le hizo pensar que había llegado a una nueva parte del mundo.
El muchacho fugado, el superviviente, un anciano atrapado aquí por su corazón estropeado. Yo no buscaba estos pensamientos. No me importaba pensar en su personalidad de joven. Incluso su torso desnudo, fornido y blanco –tenía el cuerpo de un trabajador de su generación, raramente expuesto al sol– era un peligro para mí; parecía tan fuerte y joven. El cuello arrugado, las manos y los brazos manchados por la edad, la estrecha y comedida cabeza, con su pelo fino y canoso y su bigote, se parecían más a lo que yo estaba acostumbrada.
–¿Y para qué quiero que me operen? –decía mi padre razonablemente–. Piensa en el riesgo a mi edad, ¿y para qué? Unos cuantos años como máximo. Creo que lo mejor que puedo hacer es irme a casa y tomármelo con calma. Rendirme con elegancia. Eso es todo lo que se puede hacer a mi edad. Tu actitud cambia, ¿sabes? Se sufren cambios mentales. Parece más natural.
–¿El qué? –le pregunté.
–Bueno, la muerte. No hay nada más natural. No, a lo que yo me refiero, en particular, es a no operarme.
–¿Eso parece más natural?
–Sí.
–Tienes que decidirlo tú –le dije, pero yo lo aprobaba. Eso era lo que yo habría esperado de él. Siempre que hablaba a la gente de mi padre subrayaba su independencia, su autosuficiencia, su paciencia. Trabajaba en una fábrica, trabajaba en su jardín, leía libros de historia. Podía hablar de emperadores romanos o de las guerras de los Balcanes. Nunca se quejaba.

Judith, mi hija pequeña, había ido a buscarme al aeropuerto de Toronto dos días antes. Había ido con el chico con el que estaba viviendo, y cuyo nombre era Don. Se iban a México por la mañana, y mientras yo estuviera en Toronto me quedaría en su apartamento. Por ahora vivo en Vancouver. A veces digo que no tengo mi centro de operaciones en Vancouver.
–¿Dónde está Nichola? –pregunté, pensando de inmediato en un accidente o en una sobredosis.
Nichola es mi hija mayor. Era estudiante del conservatorio, después se hizo camarera, luego se quedó sin trabajo. Si hubiese estado en el aeropuerto, probablemente yo habría dicho algo inoportuno. Le habría preguntado cuáles eran sus planes y ella se habría echado el cabello hacia atrás con elegancia y habría dicho: “¿Planes?”, como si fuese una palabra que yo hubiese inventado.
–Sabía que lo primero que harías sería preguntar por Nichola.
–No es así. He dicho hola y…
–Bueno, coge tu maleta –dijo Don con voz neutral.
–¿Está bien?
–Estoy segura de que sí –dijo Judith en un falso tono de burla–. No estarías sí si fuese yo quien no estuviera aquí.
–Pues claro que sí.
–No. Nichola es el bebé de la familia. ¿Sabes? Tiene cuatro años más que yo.
–Yo debería saberlo.
Judith dijo que no sabía exactamente dónde estaba Nichola. Dijo que Nichola se había ido de su apartamento (¡aquel basurero!) y que la había telefoneado incluso (lo que ya es mucho, se podría decir, que Nichola telefonee) para decir que quería estar incomunicada durante un tiempo, pero estaba bien.
–Le dije que te ibas a preocupar –dijo Judith más amablemente, camino de la camioneta. Don estaba delante, con mi maleta–. Pero no te preocupes. Está bien, créeme.
La presencia de Don me incomodaba. No me gustaba que él oyera estas cosas. Pensé en las conversaciones que debían de haber tenido, Don y Judith. O Don, Judith y Nichola, porque Nichola y Judith estaban a veces en buenas relaciones. O Do, Judith, Nichola y otros cuyos nombres ni siquiera conocía. Habría hablado de mí. Judith y Nichola intercambiando opiniones, contando anécdotas; analizando, lamentando, culpando, perdonando. Ojalá hubiese tenido un chico y una chica. O dos chicos. No habrían hecho eso. Los chicos probablemente no pueden saber tanto de una.
Yo hacía lo mismo a esa edad. Cuando tenía la edad que tiene ahora Judith hablaba con mis amigos en la cafetería de la facultad, o por la noche, tomando café en nuestras habitaciones baratas. Cuando tenía la edad que Nichola tiene ahora, yo la tenía a ella en un capazo, o revolviéndose en mi regazo, y tomaba también café todas las tardes lluviosas de Vancouver, con una vecina amiga, Ruth Boudreau, que leía mucho y estaba desconcertada por su situación, como yo. Hablábamos de nuestros padres, de nuestras infancias, aunque durante algún tiempo no hablamos de nuestros matrimonios. Cuán minuciosamente tratamos de nuestros padres y madres, lamentamos sus casamientos, sus equivocadas ambiciones o su miedo a la ambición, con cuánta competencia los archivamos, los definimos más allá de cualquier posibilidad de cambio. Qué presunción.
Observé a Don caminando delante. Un muchacho alto y de aspecto ascético, con el cabello oscuro cortado a la manera de los franciscanos y un estudiado asomo de barba. ¿Qué derecho tenía a oír hablar de mí, a saber cosas de mí misma que probablemente yo había olvidado? Decía que su barba y su estilo de peinados eran afectados.
Una vez, cuando mis hijas eran pequeñas, mi padre me dijo:
–¿Sabes? Esos años en los que crecías…, bueno, son solo una especie de impresión borrosa para mí. No puedo distinguir un año de otro.
Yo me ofendí. No recordaba cada año distinto con dolor y claridad. Podría haber dicho la edad que tenía cuando iba a ver los trajes de noche en el escaparate de Benbow´s Ladies´Wear. Cada semana, durante todo el invierno, un traje nuevo, iluminado –el de lentejuelas y tui, el rosa y lila, el zafiro, el narciso trompón–, y yo, una adoradora de la fangosa acera. Podría haber dicho la edad que tenía cuando falsifiqué la firma de mi madre en un boletín de malas notas, cuando tuve el sarampión, cuando empapelamos la habitación delantera. Pero los años en que Judith y Nichola eran pequeñas, cuando yo vivía con su padre, sí, borrosos sería la palabra adecuada. Recuerdo tender pañales, recoger y doblar pañales; puedo recordar las cocinas de dos casas y dónde estaba el cesto de la ropa. Recuerdo los programas de televisión: Popeye el marino, Los tres secuces, Divertirama. Cuando empezaba Divertirama era el momento de dar la luz y hacer la cena. Pero no podía diferenciar los años. Vivíamos en las afueras de Vancouver en un barrio dormitorio: dormir, dormitorio, dormilón…, algo así. Entonces estaba siempre soñolienta; el embarazo me daba sueño, y los biberones nocturnos, y la lluvia incesante de la costa Oeste.
Oscuros cedros goteando, el laurel brillante goteando, las esposas bostezando, sesteando, haciendo visitas, bebiendo café y doblando pañales; los maridos llegando a casa por l noche desde la ciudad atravesando el agua. Cada noche le daba un beso a mi marido cuando llegaba a casa con su Burberry empapada y esperaba que me despertara; servía carne y patatas y una de las cuatro verduras que él toleraba. Comía con un apetito voraz, y luego se quedaba dormido en el sofá de la sala. Nos habíamos convertido en una pareja de caricatura, más de mediana edad a nuestros veinte años de lo que seríamos en la edad madura.
Esos torpes años son los años que nuestras hijas recordarán toda su vida. Rincones de los patios que yo nunca visité permanecerán en sus mentes.
–¿No quería verme Nichola? –le pregunté a Judith.
–La mitad de su tiempo no quiere ver a nadie –respondió.
Judith se adelantó y tocó el hombro de Don. Yo conocía un gesto: una disculpa, una seguridad ansiosa. Tocas a un hombre de ese modo para recordarle que estás agradecida, que te das cuenta de que estás haciendo por ti algo que le aburre o que hace peligrar ligeramente su dignidad. Ver a mi hija tocar a un hombre –a un chico–, de ese modo me hacía sentirme más mayor de lo que me harían sentir los nietos. Sentí su triste nerviosismo, podía predecir sus sumisas atenciones. Mi franca y robusta hija, mi cándida y rubia hija. ¿Por qué iba yo a pensar que ella no sería susceptible, que siempre sería directa, de paso firme, independiente? Del mismo modo que voy por ahí diciendo que Nichola es tímida y solitaria, fría, seductora. Muchas personas deben de conocer cosas que contradirían lo que yo digo.
Por la mañana Don y Judith partieron hacia México. Decidí que quería ver a alguien que no tuviese parentesco conmigo y que no esperase nada en especial de mí. Telefoneé a un antiguo amante mío, pero respondió un contestador: “Al habla Tom Shepherd. Voy a estar fuera de la ciudad durante el mes de septiembre. Por favor, deje su mensaje, nombre y número de teléfono”.
La voz de Tom sonaba tan agradable y familiar que abría la boca para preguntarle el significado de ese disparate. Después colgué. Sentí como si me hubiera fallado deliberadamente, como si hubiésemos quedado en encontrarnos en un lugar público y luego no se hubiera presentado. Recordé que una vez lo había hecho.
Me puse un vaso de vermut, aunque aún no eran las doce, y telefoneé a mi padre.
–¡Vaya! –dijo–. Quince minutos más tarde y no me habrías encontrado.
–¿Ibas a ir al centro?
–Al centro de Toronto.
Me explicó que se iba al hospital. Su médico de Dalgleish quería que los médicos de Toronto le echasen un vistazo, y le había entregado una carta para que la enseñara en la sala de urgencias.
–¿En la sala de urgencias? –dije.
–No es una urgencia. Parece ser que él cree que esta es la mejor forma de hacerlo. Conoce el nombre de alguien de allí. Si tuviese que darme hora, podría ser cuestión de semanas.
–¿Sabe tu médico que piensas conducir hasta Toronto? –le pregunté.
–Bueno, no me dijo que no pudiera.
El resultado de esto fue que alquilé un coche, fui hasta Dalgleish, volví con mi padre a Toronto y estaba con él en la sala de urgencias a las siete de la tarde.
Antes de que Judith se fuera le dije:
–¿Estás segura de que Nichola sabe que me quedo aquí?
–Bueno, yo se lo he dicho –me contestó.
A veces sonaba el teléfono, pero siempre era un amigo de Judith.

–Bueno, parece que me la voy a hacer –dijo mi padre. Aquello fue el cuarto día. Había cambiado completamente de postura en una sola noche–. Parece que no haya razón para no hacerlo.
No sabía qué quería que redijera. Pensé que quizá esperaba de mí una protesta, un intento de disuadirle.
–¿Cuándo lo harán? –pregunté.
–Pasado mañana.
Le dije que iba al lavabo. Fui hasta donde estaban las enfermeras y encontré allí a una mujer que pensé que era la enfermera jefe. En todo caso, tenía el pelo cano, era amable y parecía seria.
–¿Va a ser operado mi padre pasado mañana? –le pregunté.
–Sí.
–Solo quería hablar de ello con alguien. Creí que se había acordado la decisión de que era mejor no hacerlo. Por su edad.
–Bueno, es su decisión y la del médico –me sonrió con condescendencia–. Es duro tomar estas decisiones.
–¿Cómo están sus pruebas?
–Bueno, no las he visto todas.
Yo estaba segura de que sí. Al cabo de un momento dijo:
–Tenemos que ser realistas, pero los médicos son muy buenos aquí.
Cuando volví a la habitación mi padre dijo, con voz sorprendida:
–Mares sin playa.
–¿Cómo? –dije.
Me pregunté si se había enterado de cuánto, o de qué poco tiempo podía esperar vivir. Me pregunté si las pastillas le habían dado una euforia precaria. O si había querido jugar. Una vez que me hablaba sobre su vida, me dijo: “El problema era que yo siempre tenía miedo a arriesgarme”.
Yo acostumbraba a decirle a la gente que él nunca hablaba con pesar de su vida, pero eso no era cierto. Era solo que yo no lo escuchaba. Decía que debería haberse alistado en el ejército, que habría estado en mejor posición. Decía que debería haberse instalado por su cuenta, como carpintero, después de la guerra. Debería haberse ido de Dalgleish. Una vez dijo: “¿Una vida malgastada, eh?”. Pero se estaba burlando de sí mismo al decir aquello, porque era algo muy dramático. También cuando recitaba poesía tenía siempre una nota burlona en la voz, para disculpar la exhibición y el placer.
–Mares sin playa –dijo de nuevo–. Detrás de él las grises Azores,/ detrás las puertas de Hércules;/ delante de él sin traza de playas,/ delante de él solo mares sin playa. Eso era lo que tenía en la cabeza anoche. Pero ¿crees que podía recordar qué clases de playas? No podía. ¿Playas solitarias? ¿Playas vacías? Estaba en el buen camino, pero no podía acordarme. Pero ahora, cuando has entrado en la habitación y no estaba pensando en ello, me vino la palabra a la cabeza. Siempre ocurre lo mismo, ¿verdad? No es tan sorprendente. Le hago una pregunta a mi mente. La respuesta está allí, pero yo no puedo ver todas las relaciones que está estableciendo mi mente para llegar a ella. Como un ordenador. Nada fuera de sitio. ¿Sabes?, en mi situación sucede que, si algo que no puedes explicar de inmediato, hay una gran tentación de, bueno, de hacer de ello un misterio. Hay una gran tentación de creer en…, ya sabes.
–¿El alma? –dije, con delicadeza, sintiendo un asombroso torrente de amor y entrega.
–¡Oh, supongo que se le puede llamar así? ¿Sabes?, cuando llegué a esta habitación había un montón de periódicos al lado de la cama. Alguien los había dejado allí, eran de esa clase de publicaciones sensacionalistas que nunca había leído. Empecé a leerlos. Habría leído cualquier cosa fácil. Había una serie de experiencias personales de gente que había muerto, médicamente hablando, la mayoría de paro cardíaco, y que había vuelto a la vida. Era lo que ellos recordaban del tiempo en que estuvieron muertos. Sus experiencias.
–¿Agradables o no? –le dije.
–Agradables. Sí, sí. Flotaban un poco más y reconocían a algunas que conocían y que había muerto antes que ellos. No es que los vieran exactamente, sino que era algo así como si los percibiesen. A veces había un canturreo y a veces una especie de…, ¿cómo se llama esa luz o ese color que hay alrededor de una persona?
–¿Aura?
–Oh, no sé. Todo se basa en si quieres creer en esa clase de cosas o no. Y si vas a creértelas, a tomártelas en serio, me imagino que tienes que tomarte en serio todo lo demás que publican esos periódicos.
–¿Qué más publican?
–Basura: curas de cáncer, de calvicie, cólicos en la generación joven y en los holgazanes ricos. Disparates de las estrellas de cine.
–Ah, sí, ya.
–En mi situación, hay que vigilar –dijo–, o empezarías a gastarte jugarretas a ti mismo. –Luego dijo–: Hay unos cuantos pormenores prácticos que deberíamos poner en orden –y me habló de su testamento, de la casa, del solar del cementerio. Todo era sencillo.
–¿Quieres que telefonee a Peggy? –le pregunté. Peggy es mi hermana. Está casada con un astrónomo y vive en Victoria.
Se lo pensó.
–Supongo que deberíamos decírselo –dijo finalmente– Pero no los alarmes.
–De acuerdo.
–No, espera un momento. Sam va a ir a una conferencia a finales de esta semana, y Pegy estaba pensando en acompañarle. No quiero que se planteen cambiar de planes.
–¿Dónde es la conferencia?
–En Ámsterdam –dijo con orgullo.
Se enorgullecía realmente de Sam, y estaba al corriente de sus libros y de sus artículos. Cogía uno y decía: “Mirátelo, ¿quieres? ¡Y yo que no entiendo ni una palabra!”, con un voz maravillada que conseguía no obstante mostrar una sombra de ridículo.
–El profesor Sam –decía–. Y los tres pequeños Sams.
Así es como llamaba a sus nietos, que se parecían a su padre en inteligencia y en un casi atractivo empuje, un inocente y enérgico alardeo. Iban a una escuela privada que apoyaba la disciplina anticuada y que comenzaba el cálculo en el quinto grado.
–Y los perros –podía seguir enumerando–, que han ido a la escuela de adiestramiento. Y Peggy…
–Pero si yo decía:
–¿Crees que ella también ha ido a una escuela de adiestramiento? –él no seguía el juego.
Yo imagino que cuando estuviera con Sam y Peggy hablaría de mí del mismo modo: aludiría a mi arbitrariedad del mismo modo que aludía a su gravedad, haría bromas suaves a mi costa, no ocultaría del todo su sorpresa (o haría ver que no la ocultaba) por que la gente pagase dinero por cosas que yo había escrito. Tenía que hacer esto para que no pareciese nunca que alardeaba, pero paraba cuando las bromas se hacían demasiado pesadas. Y, desde luego, después encontré en la casa cosas mías que había guardado: unas cuantas revistas, recortes de periódicos, cosas por las que yo nunca me había preocupado.
En aquel momento sus pensamientos iban de la familia de Peggy a la mía:
–¿Has sabido algo de Judith? –preguntó.
–Aún no.
–Bueno, aún es pronto. ¿Iban a dormir en la furgoneta?
–Sí.
–Supongo que será lo suficientemente segura, si paran en los lugares adecuados.
Sabía que tenía que decir algo más y sabía que surgiría como una broma.
–Supongo que pondrán una tabla en medio, como los pioneros.
Yo sonreí, pero no respondí.
–Entiendo que no tienes nada que objetar.
–No –le dije.
–Bien, yo siempre lo vi así. No te metas en los asuntos de tus hijos. Yo intenté no decir nada. Nunca dije nada cuando dejaste a Richard.
–¿Qué quieres decir con “no dije nada”? ¿Criticar?
–No era asunto mío.
–No.
–Pero eso no quiere decir que me gustase.
Me sorprendió, no solo por lo que decía, sino porque considerase que no tenía ningún derecho, ni siquiera ahora, a decirlo Tuve que mirar por la ventana, al tráfico de abajo, para controlarme.
Hace mucho tiempo, me dijo de ese modo afable suyo:
–Es curioso. La primera vez que vi a Richard me recordó lo que mi padre acostumbraba a decirme. Decía: “Si aquel tipo fuese la mitad de inteligente de lo que cree que es, sería el doble de inteligente de lo que es en realidad”.
Me volví para recordarle aquello, pero me encontré mirando la línea que iba describiendo su corazón. No era que pareciese que algo funcionaba mal, que hubiera alguna diferencia en los zumbidos y en los puntos. Pero allí estaba.
El vio dónde miraba.
–Ventaja desleal –dijo.
–Lo es –le respondí–. A mí también van a tener que conectarme.
Reímos, nos dimos un beso formal y me fui. Al Menos no me había preguntado por Nichola, pensé.

La tarde siguiente no fui al hospital, porque a mi padre tenían que hacerle más pruebas, para prepararlo para la operación. Tenía que ir por la noche. Me encontré paseando por las tiendas de ropa de Bloor Street, probándome vestidos. Me había entado una preocupación por la moda y por mi propio aspecto parecida a un rabioso dolor de cabeza. Miré a las mujeres por la calle, la ropa en as tiendas, intentando descubrir cómo podría llevar a cabo una transformación, qué tendría que comprar. Reconocía que era una obsesión, pero tenía problemas para desprenderme de ella. Había gente que me había dicho que esperando noticias de vida o muerte se había quedado delante de una nevera abierta comiendo cualquier cosa que viera: patatas hervidas frías, salsa de chile, cuencos de nata. O había sido incapaz de dejar de hacer crucigramas. La atención se limita a algo –alguna distracción–, se agarra a ella, se vuelve frenéticamente seria. Revolví prendas de los percheros, me las probé en pequeños probadores en los que hacía calor, delante de crueles espejos. Sudaba; una o dos veces creí que iba a desmayarme. De nuevo en la calle, pensé que debía alejarme de Bloor Street, y decidí ir al museo.
Recordaba otra vez, en Vancouver. Fue cuando Nichola iba al jardín de infancia y Judith era un bebé. Nichola había ido al médico por un resfriado, o quizá para un examen de rutina, y el análisis de sangre mostraba algo en sus glóbulos blancos, o que había demasiados o que se habían hecho grandes. El médico pidió más análisis y yo llevé a Nichola al hospital para que se los hicieran. Nadie mencionó la leucemia, pero yo sabía, desde luego, lo que estaban buscando. Y cuando llevé a Nichola a casa le pedí a la canguro que había estado con Judith que se quedase por la tarde, y me fui de compras. Me compré el vestido más atrevido que haya tenido nunca, una especie de funda de seda negra con algún adorno de encaje en el delantero. Recuerdo aquella radiante tarde de primavera, los zapatos altos en los grandes almacenes, la ropa interior con estampado de leopardo.
También recordaba la vuelta a casa desde el hospital de St. Paul por el puente de Lions Gate en el autobús atestado, llevando a Nichola sobre mis rodillas. De repente ella recordó el nombre que le daba de pequeñita al puente y me dijo en voz baja: “Pente, po el pente”. No evité tocar a mi hija –Nichola era esbelta y grácil incluso entonces, con un culito precioso y un cabello oscuro y fino–, pero me di cuenta de que la estaba tocando de una forma distinta, aunque yo no creía que ello pudiera ser nunca detectado. Había un cuidado –no exactamente un retraimiento sino un cuidado– para no sentir demasiado. Vi que las formas del amor se pueden mantener con una persona condenada, pero con el amor en realidad medido y disciplinado, porque hay que sobrevivir. Se podía hacer de forma tan discreta que el objeto de dicho cuidado no sospecharía, del mismo modo que tampoco sospecharía la misma sentencia de muerte. Nichola no sabía, no lo sabría. Le llegarían juguetes y besos y bromas; nunca lo sabría, aunque a mí me preocupaba que sintiera el viento por entre las grietas de las vacaciones inventadas, de los días normales inventados. Pero todo estaba bien. Nichola no tenía leucemia. Creció, aún seguía viva, y probablemente feliz. Incomunicada.
No podía pensar en qué quería ver realmente del museo; de modo que fui hasta el planetario. Nunca había estado enano. La sesión iba a empezar dentro de diez minutos. Entré, compré una entrada y me puse a la cola. Había una clase entera de colegiales, quizá dos, con profesores y madres voluntarias llevando el grupo. Miré alrededor para ver si había otros adultos sueltos. Solo uno, un hombre con a cara roja y los ojos hinchados, que parecía estar allí para evitar ir a un bar.
Una vez dentro, nos sentamos en asientos maravillosamente cómodos que estaban reclinados hacia atrás de modo que estabas en una especie de hamaca, con la atención dirigida a la parte cóncava del techo, que pronto se convirtió en azul oscuro, con un ligero reborde de luz alrededor. Había una música espléndida e impresionante. Los adultos iban haciendo callar a los niños, intentando que dejasen de hacer crujir sus bolsas de patatas fritas. Entonces la voz de un hombre que salía de las paredes, una voz profesional y elocuente, comenzó a hablar, despacio. La voz me recordaba un poco a la forma en que los locutores de radio anunciaban una pieza de música clásica o describían el avance de la familia real hasta la abadía de Westminster en uno de sus eventos reales. Había un ligero efecto de cámara de resonancia.
El oscuro techo se estaba llenado e estrellas. No salían todas a la vez, sino una detrás de otra, de la forma en que las estrellas salen realmente por la noche, aunque más rápidamente. Apareció la Vía Láctea, se acercó, las estrellas flotaban en el brillo y seguían, desapareciendo más allá de los límites de la pantalla estelar, o detrás de mi cabeza. Mientras el torrente de luz continuaba, la voz presentaba los sorprendentes hechos. “Hace unos cuantos años luz –anunciaba–, el sol aparece como una estrella brillante, y los planetas no son visibles. Hace unas cuentas docenas de años luz, es solo aproximadamente la milésima parte de la distancia desde el sol hasta el centro de nuestra galaxia, una galaxia que contiene unos doscientos mil millones de soles. Y es, a su ve, una entre millones, quizá miles de millones, de galaxias”. Repeticiones innumerables, variaciones innumerables. Todo esto pasaba también por mi cabeza, como fogonazos.
Luego se abandonaba el realismo, en aras del artificio familiar. Un modelo del sistema solar iba dando vueltas con su elegante estilo. Un aparato brillante despegaba de la Tierra, dirigiéndose hacia Júpiter. Puse mi esquiva y evasiva mente a tomar firmemente nota de los hechos. La masa de Júpiter, dos veces y media la de los demás planetas juntos. La gran mancha roja. Las trece lunas. Más allá de Júpiter, una mirada a la excéntrica órbita de Plutón, los helados anillos e Saturno. De nuevo en la Tierra y pasando al caliente y brillante Venus. La presión atmosférica, noventa veces la nuestra. Mercurio, sin luna, que da tres vueltas de rotación mientras gira dos veces alrededor del sol; un arreglo extraño, no tan satisfactorio como el que nos contaban: que daba una vuelta de rotación mientras giraba alrededor del sol. Sin oscuridad perpetua, después de todo. ¿Por qué nos dieron una información tan segura para anunciarnos después que estaba equivocada? Finalmente, la imagen ya familiar de las revistas: el suelo rojo de Marte, el fluorescente suelo rojo.
Cuando terminó la sesión me quedé en la silla mientras los niños trepaban por encima de mí sin comentar nada de lo que acababan de ver o de oír. Estaban importunando a sus cuidadores para que les dieran chucherías y más diversión. Éstos habían hecho un esfuerzo por captar su atención, para apartarlas de las palomitas y de las patatas fritas y fijarla en distintas cosas conocidas y desconocidas y en inmensidades horribles, y parecían haber fracasado. Algo bueno, también, pensé. Los niños tienen una inmunidad natural, la mayoría de ellos, y no deberá ser alterada. En cuanto a los adultos que lo lamentaran, quienes habían promovido aquel espectáculo, ¿no eran ellos mismos inmunes hasta el punto de que podían añadir los efectos de la cámara de resonancia, la música, la solemnidad eclesiástica, simulando el temor que suponían que los niños debían de sentir? Temor… ¿qué se suponía que era?¿Escalofríos al mirar por la ventana? Una vez que se sabía lo que era, no se podía provocar.
Llegaron dos hombres con escobas para barrer los desperdicios que la audiencia había dejado a su paso. Me dijeron que la siguiente sesión empezaría al cabo de cuarenta minutos. Mientras tanto, tenía que salir.

–Fui a la sesión del planetario –le dije a mi padre–. Fue muy interesante… Sobre el sistema solar. –Pensé en la palabra tan tonta que había utilizado: “interesante”–. Es como un templo ligeramente falsificado –añadí.
Él ya estaba hablando:
–Recuerdo cuando descubrieron Plutón. Exactamente donde esperaban encontrarlo. Mercurio, Venus, Tierra, Marte –recitaban–. Júpiter, Saturno, Nept… no, Urano, Neptuno y Plutón. ¿Es así?
–Sí –dije. Me alegraba de que no hubiese oído lo que había dicho del templo falsificado. Lo había dicho para ser sincera, pero sonaba a tramposo y a superior–. Dime las lunas de Júpiter.
–Bueno, no conozco las nuevas. Hay un montón de nuevas, ¿verdad?
–Dos, pero no son nuevas.
–Nuevas para nosotros –dijo mi padre–. Te has vuelto muy descarada ahora que me van a rajar.
–“Rajar”. Qué expresión.
Aquella noche no estaba en la cama, su última noche. Le habían desconectado de sus aparatos y estaba sentado en una silla junto a una ventana. Tenía las piernas desnudas y llevaba una bata del hospital, pero no se le veía cohibido ni fuera de lugar. Se le veía pensativo pero de buen humor, un anfitrión afable.
–Ni siquiera has dicho las antiguas –le dije.
–Dame tiempo. Galileo les puso el nombre. Io.
–Ya has empezado.
–Las lunas de Júpiter fueron los primeros cuerpos celestes descubiertos con el telescopio –djo con gravedad, como si pudiera ver la frase en un libro antiguo–. No fue Galileo quien les dio los nombres, tampoco; era un alemán. Io, Europa, Ganímedes, Calisto. Ahí las tienes.
–Sí.
–Io y Europa eran novias de Júpiter, ¿verdad? Ganímedes era un chico. ¿Un pastor? No sé quién era Calisto.
–Creo que también era una novia –le dije–. La mujer de Júpiter –la mujer de Jove– la convirtió en un oso y la colocó en el cielo. La Osa Mayor y la Osa Menor. La Osa Menor era su niña.
El altavoz dijo que era la hora de que las visitas se marcharan.
–Te veré cuando salgas de la anestesia –le dije.
–Sí.
Cuando llegué a la puerta me llamó.
–Ganímedes no era ningún pastor. Era el copero de Júpiter.

Cuando me marché del planetario aquella tarde, atravesé el museo hacia el jardín chino. Vi de nuevo los camellos de piedra, los guerreros, la tumba. Me senté en un banco que daba a Bloor Street. A través de los matorrales siempre verdes y la alta verja de hierro observé a la gente pasar a la luz de la caída de la tarde. El espectáculo del planetario había logrado lo que yo quería, después de todo; me había tranquilizado, me había secado. Vi a una chica que me recordó a Nichola. Llevaba un impermeable y una bolsa de comestibles. Era más baja que Nichola, realmente no se parecía mucho a ella, pero pensé que podría ver a Nichola. Estaría por alguna calle quizá no lejos de allí, agobiada, preocupada, sola. Ella era ahora una de las personas adultas del mundo, uno de los compradores volviendo a casa.
Si realmente la veía, podría quedarme sentada y mirar, pensé. Me sentía como una de aquellas personas que habían flotado en el cielo, disfrutando de una breve muerte. Un alivio, mientras dura. Mi padre había escogido y Nichola había escogido. Algún día, probablemente pronto, sabría de ella, pero equivalía a lo mismo.
Pensé en levantarme y acercarme hasta la tumba, para ver las tallas en relieve, los cuadros en piedra, que están a su alrededor. Siempre pensaba en verlos y nunca lo hacía. Tampoco lo haría esta vez. Hacía frío fuera, de modo que entré, a tomar un café y a comer algo antes de volver al hospital.

Alice Munro, Las lunas de Júpiter. Traducido por Esperanza Pérez Moreno.

Alice Munro

Juan Rulfo, No oyes ladrar a los perros

No oyes ladrar a los perros

–Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
–No se ve nada.
–Ya debemos estar cerca.
–Sí, pero no se oye nada.
–Mira bien.
–No se ve nada.
–Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
-Sí, pero no veo rastro de nada.
-Me estoy cansando.
-Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
-¿Cómo te sientes?
-Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
-¿Te duele mucho?
-Algo -contestaba él.
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
-No veo ya por dónde voy -decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
-Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
-Bájame, padre.
-¿Te sientes mal?
-Sí.
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”
-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
-No veo nada.
-Peor para ti, Ignacio.
-Tengo sed.
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
-Dame agua.
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
-Tengo mucha sed y mucho sueño.
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.
Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

Juan Rulfo, No oyes ladrar a los perros.

https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Rulfo
Juan Rulfo


Herman Melville, Bartleby

Bartleby
Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.
No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.
Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.
En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.
En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?
-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.
-¿Y los borrones? -insinué yo.
-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.
Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia.
Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.
Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.
Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.
Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.
Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:
-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.
Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado.
En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.
Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.
Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.
-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.
-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia.
-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.
-¿Por qué rehúsa?
-Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.
-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.
-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?
Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.
No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.
-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?
-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.
-Nippers. ¿Qué piensa de esto?
-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.
El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.
-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto?
-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.
-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.
No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de otro.
Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.
Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.
Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.
Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.
Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor.
Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:
-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.
-Preferiría no hacerlo.
-¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?
Silencio.
Abrí la puerta vidriera, y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:
-Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?
Hay que recordar que era de tarde.
Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados.
-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!
Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkey después de almorzar.
-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?
-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.
-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia.
-Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo negro?
-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos puños.
Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba nunca la oficina.
-Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de distancia- y vea si hay algo para mí.
-Preferiría no hacerlo.
-¿No quiere ir?
-Lo preferiría así.
Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habría alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado?
-¡Bartleby!
Silencio.
-¡Bartleby! -más fuerte.
Silencio.
-¡Bartleby! -vociferé.
Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer llamado.
-Vaya al otro cuarto, y dígale a Nippers que venga.
-Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.
-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación.
¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante.
Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera la distracción.
Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía.
Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un raro y andrajoso deshabillé.
Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas.
La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.
Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí .
Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!
Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!
Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista, reflexionando: ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras, indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby. Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes, extendida en su estremecida mortaja.
De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura.
No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros.
Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.
Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión.
Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.
No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.
La mañana siguiente llegó.
-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.
Silencio.
-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.
Con esto, se me acercó silenciosamente.
-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?
-Preferiría no hacerlo.
-¿Quiere contarme algo de usted?
-Preferiría no hacerlo.
-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.
Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.
-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.
-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.
Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte.
De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:
-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?
-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.
-«¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.
-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.
No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación de emplear medidas sumarias.
Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.
-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.
-Parece que usted también ha adopta do la palabra -dije, ligeramente excitado.
-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense.
-¿Qué palabra, señor?
-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro.
-Esa es la palabra, Turkey, ésa es.
-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera…
-Turkey -interrumpí-, retírese, por favor.
-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.
Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.
Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.
-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿ No escribir más?
-Nunca más.
-¿Y por qué razón?
-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.
Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista.
Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.
-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?
-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.
Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso para la mudanza.
-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.
Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.
Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:
-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.
-Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda.
-Pero usted debe irse.
Silencio.
Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.
-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.
Pero ni se movió.
-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:
-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.
No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en medio del cuarto desierto.
Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menos de jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en su perfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de desaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubiera hecho un genio inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero, después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.
Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando seriamente.
-Apuesto a que… -oí decir al pasar.
-¿A que no se va? ¡Ya está! -dije-, ponga su dinero.
Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema.
Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:
-Todavía no; estoy ocupado.
Era Bartleby.
Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo tocó y cayó.
-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.
-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación -en una palabra- suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.
No contestó.
-¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él.
-Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no.
-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina?
No contestó.
-¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra, ¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?
Silenciosamente se retiró a su ermita.
Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otros reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del infortunado Adams y del aún más infortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, y dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la calle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en una oficina desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas -una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y desolada- debe haber contribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy: ámense los unos a los otros. Sí, esto fue lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un principio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres han asesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hay hombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia, entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todo caso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, ha pasado días muy duros y merece indulgencia.
Procuré también ocuparme en algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar que en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby, por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y empezó su turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y la cortesía; Ginger Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno de sus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la oficina, sin decirle ni una palabra más.
Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de Edwards y Sobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas las circunstancias, me produjeron un sentimiento saludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca del amanuense estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba destinado por algún misterioso propósito de la Divina Providencia, que un simple mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no te perseguiré más; eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo veo, lo siento; penetro el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el período que quieras. Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado, a no mediar observaciones gratuitas y maliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar las oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos. Pensándolo bien, no me asombra que a las personas que entraban a mi oficina les impresionara el peculiar aspecto del inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al amanuense, trataba de obtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía inconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se despedía tan ignorante como había venido.
También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún documento. Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque indudablemente no gastaba sino medio real por día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta pesadilla intolerable.
Antes de urdir un complicado proyecto, sugerí simplemente a Bartleby la conveniencia de su partida. En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su cuidadosa y madura consideración. Al cabo de tres días de meditación, me comunicó que sostenía su criterio original; en una palabra, que prefería permanecer conmigo.
¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere quedarse contigo.
Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.
Al día siguiente le dije:
-Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo el proyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo.
No contestó y no se dijo nada más.
En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla.
Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca.
-Adiós, Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto -deslicé algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme.
Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió.
Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el último inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street.
Lleno de aprensiones, contesté que sí.
-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento.
-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para que usted quiera hacerme responsable.
-En nombre de Dios, ¿quién es?
-Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.
-Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor.
Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía.
Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en un estado de gran excitación.
-Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que me había visitado.
-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente.
Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia.
Temeroso de que me denunciaran en los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré el asunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del estorbo.
Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el descanso.
-¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije.
-Sentado en la baranda -respondió humildemente.
Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos.
-Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?
Silencio.
-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?
-No, preferiría no hacer ningún cambio.
-¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?
-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.
-¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día!
-Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión.
-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.
-No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.
Su locuacidad me animó. Volví a la carga.
-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para su salud.
-No, preferiría hacer otra cosa.
-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No le agradaría eso?
-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Pero no soy exigente.
-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación con él, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré obligado, en verdad, estoy obligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me ocurrió un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí.
-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias- ¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.
-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.
No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las circunstancias especiales, parecía el único camino.
Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía.
El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.
Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas.
-¡Bartleby!
-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.
-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.
-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.
Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo:
-¿Ése es su amigo?
-Sí.
-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto.
-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar.
-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenos platos.
-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.
-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atento posible.
-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.
Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a buscar a Bartleby.
-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.
-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?
-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared.
-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro, ¿verdad?
-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.
-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe?
-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.
Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.
-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomó esa dirección.
-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.
El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.
Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies.
La redonda cara del despensero me interrogó:
-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?
-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.
-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?
-Con reyes y consejeros -dije yo.
Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste, puede también interesar a otros.
El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!

Herman Melville, Bartleby.


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Herrman Melville