Mario Benedetti, La noche de los feos

La noche de los feos.
1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos llenos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos en la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primara vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendedura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolvieron mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en el penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca, bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro, y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar la curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual.”
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo como qué?”
“Como queremos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme por un chiflado.”
“Prometo”.
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendedura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo. 
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad, mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barbas, de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
Mario Benedetti, La noche de los feos.


Mario Benedetti



Herta Müller, La oración fúnebre

La oración fúnebre.
En la estación, los parientes avanzaban junto al tren humeante. A cada paso agitaban el brazo levantado y hacían señas.
Un joven estaba de pie tras la ventanilla del tren. El cristal le llegaba hasta debajo de los brazos. Sostenía un ramillete ajado de flores blancas a la altura del pecho. Tenía la cara rígida.
Una mujer joven salía de la estación con un niño de aspecto inexpresivo. La mujer tenía una joroba.
El tren iba a la guerra. Apagué el televisor.
Papá yacía en su ataúd en medio de la habitación. De las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared.
En una de ellas papá era la mitad de grande que la silla a la cual se aferraba.
Llevaba un vestido y sus piernas torcidas estaban llenas de pliegues adiposos. Su cabeza, sin pelo, tenía forma de pera.
En otra foto aparecía en traje de novio. Sólo se le veía la mitad del pecho. La otra mitad era un ramillete ajado de flores blancas que mamá tenía en la mano. Sus cabezas estaban tan cerca una de la otra que los lóbulos de sus orejas se tocaban.
En otra foto se veía a papá ante una valla, recto como un huso. Bajo sus zapatos altos había nieve. La nieve era tan blanca que papá quedaba en el vacío. Estaba saludando con la mano levantada sobre la cabeza. En el cuello de su chaqueta había unas runas.
En la foto de al lado papá llevaba una azada al hombro. Detrás de él, una planta de maíz se erguía hacia el cielo. Papá tenía un sombrero puesto. El sombrero daba una sombra ancha y ocultaba la cara de papá.
En la siguiente foto, papá iba sentado al volante de un camión. El camión estaba cargado de reses. Cada semana papá transportaba reses al matadero de la ciudad. Papá tenía una cara afilada, de rasgos duros.
En todas las fotos quedaba congelado en medio de un gesto. En todas las fotos parecía no saber nada más. Pero papá siempre sabía más. Por eso todas las fotos eran falsas. Y todas esas fotos falsas, con todas esas caras falsas, habían enfriado la habitación. Quise levantarme de la silla, pero el vestido se me había congelado en la madera. Mi vestido era transparente y negro. Crujía cuando me movía. Me levanté y le toqué la cara a papá. Estaba más fría que los demás objetos de la habitación. Fuera era verano. Las moscas, al volar, dejaban caer sus larvas. El pueblo se extendía bordeando el ancho camino de arena, un camino caliente, ocre, que le calcinaba a uno los ojos con su brillo.
El cementerio era de rocalla. Sobre las tumbas había enormes piedras.
Cuando miré el suelo, noté que las suelas de mis zapatos se habían vuelto hacia arriba. Me había estado pisando todo el tiempo los cordones, que, largos y gruesos, se enroscaban en los extremos, detrás de mí.
Dos hombrecillos tambaleantes sacaron el ataúd del coche fúnebre y lo bajaron a la tumba con dos cuerdas raídas. El ataúd se columpiaba. Los brazos y las cuerdas se alargaban cada vez más. Pese a la sequedad, la fosa estaba llena de agua.
Tu padre tiene muchos muertos en la conciencia, dijo uno de los hombrecillos borrachos.
Yo le dije: estuvo en la guerra. Por cada veinticinco muertos le daban una condecoración. Trajo a casa varias medallas.
Violó a una mujer en un campo de nabos, dijo el hombrecillo. Junto con cuatro soldados más. Tu padre le puso un nabo entre las piernas. Cuando nos fuimos, la mujer sangraba. Era una rusa. Después de aquello, y durante semanas, nos dio por llamar nabo a cualquier arma.
Fue a finales de otoño, dijo el hombrecillo. Las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada. El hombrecillo colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. El otro hombrecillo borracho siguió hablando:
Ese Año Nuevo fuimos a la ópera en una pequeña ciudad alemana. Los agudos de la cantante eran tan estridentes como los gritos de la rusa. Abandonamos la sala uno tras otro. Tu padre se quedó hasta el final. Después, y durante semanas, llamó nabos a todas las canciones y a todas las mujeres.
El hombrecillo bebía aguardiente. Las tripas le sonaban. Tengo tanto aguardiente en la barriga como agua subterránea hay en las fosas, dijo.
Luego colocó una piedra gruesa sobre el ataúd.
El predicador estaba junto a una cruz de mármol blanco. Se dirigió hacia mí. Tenía ambas manos sepultadas en los bolsillos de su hábito.
El predicador se había puesto en el ojal una rosa del tamaño de una mano. Era aterciopelada. Cuando llegó a mi lado, sacó una mano del bolsillo. Era un puño. Quiso estirar los dedos y no pudo. Los ojos se le hincharon del dolor. Rompió a llorar en silencio.
En tiempos de guerra uno no se entiende con sus paisanos, dijo. No aceptan órdenes.
Y el predicador colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. De pronto se instaló a mi lado un hombre gordo. Su cabeza parecía un tubo y no tenía cara.
Tu padre se acostó durante años con mi mujer, dijo. Me chantajeaba estando yo borracho y me robaba el dinero.
Se sentó sobre una piedra.
Luego se me acercó una mujer flaca y arrugada, escupió a la tierra y me dijo ¡qué asco!
La comitiva fúnebre estaba en el extremo opuesto de la fosa. Bajé la mirada y me asusté, porque se me veían los senos. Sentí mucho frío.
Todos tenían los ojos puestos en mí. Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios.
El predicador se puso a juguetear con su rosa. Le arrancó un pétalo color sangre y se lo comió.
Me hizo una señal con la mano. Me di cuenta de que tenía que decir unas palabras. Todos me miraban.
No se me ocurría nada. Los ojos se me subieron por la garganta a la cabeza. Me llevé la mano a la boca y me mordí los dedos. En el dorso de mi mano si veían las huellas de mis dientes. Unos dientes cálidos. Por las comisuras de los labios empezó a gotear sangre sobre mis hombros.
El viento me había arrancado una de las mangas del vestido, que ondeaba ligera y negra en el aire.
Un hombre apoyó su bastón de caminante contra una gruesa piedra. Apuntó con un fusil y disparó a la manga. Cuando cayó al suelo ante mi cara, estaba llena de sangre. La comitiva fúnebre aplaudió.
Mi brazo estaba desnudo. Sentí cómo se petrificaba al contacto con el aire.
El predicador hizo una señal. Los aplausos enmudecieron. Estamos orgullosos de nuestra comunidad. Nuestra habilidad nos preserva del naufragio. No nos dejamos insultar, dijo. No nos dejamos calumniar. En nombre de nuestra comunidad alemana serás condenada a muerte.
Todos me apuntaron con sus fusiles. En mi cabeza retumbó una detonación ensordecedora.
Me desplomé y no llegué al suelo. Permanecí en el aire, flotando en diagonal sobre sus cabezas. Fui abriendo suavemente las puertas, una a una.
Mi madre había vaciado todas las habitaciones.
En el cuarto donde habían velado el cadáver se veía ahora una gran mesa. Era una mesa de matarife. Encima había un plato blanco vacío y un florero con un ramillete ajado de flores blancas.
Mamá llevaba puesto un vestido negro y transparente. En la mano tenía un cuchillo enorme. Se acercó al espejo y se cortó la gruesa trenza gris con el cuchillo enorme. Luego la llevó a la mesa con ambas manos y puso uno de sus extremos en el plato.
Vestiré de negro toda mi vida, dijo.
Encendió uno de los extremos de la trenza, que iba de un lado a otro de la mesa. La trenza ardió como una mecha. El fuego lamía y devoraba.
En Rusia me cortaron el pelo al rape. Era el castigo más leve, dijo. Apenas podía caminar de hambre. De noche me metía a rastras en un campo de nabos. El guardián tenía un fusil. Si me hubiera visto, me habría matado. Era un campo silencioso. El otoño tocaba a su fin, y las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.
No volví a ver a mi madre. La trenza seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.
Te han matado, dijo mi madre.
No volvimos a vernos por la cantidad de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los brazos tratando de aferrarla.
De pronto enganchó su mano huesuda en mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.
Abrí bruscamente los ojos. La habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y estaba encerrada.
Luego tuve la sensación de que todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.
Sonó el despertador. Era un sábado por la mañana, a las seis y media.
Herta Müller, La oración fúnebre.


Herta Müller



The Funeral Sermon
At the railway station, relatives were running alongside the puffing train. With every step they moved their raised arms and waved.
A young man was standing behind a window of the train. The glass reached up to his armpits. He was clutching a bunch of tattered white flowers to his chest. His face was rigid.
A young woman was carrying a bland child out of the railway station. The woman was a hunchback.
The train was leaving for the war.
I turned off the television.
Father was lying in a coffin in the middle of the room. The walls were covered with so many pictures that you couldn't see the wall.
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In one picture, Father was half as tall as the chair he was holding onto. He was wearing a dress and his bowed legs were all rolls of fat. His head was pear-shaped and bald.
In another picture Father was the bridegroom. You could see only half of his chest. The other half was a bunch of tattered white flowers in Mother's hands. Their heads were so close together that their earlobes were touching.
In a different picture Father was standing bolt upright in front of a fence. There was snow under his boots. The snow was so white that Father was surrounded by emptiness. His hand was raised above his head in a salute. There were runes on his collar.
In the picture next to it, Father had a hoe resting on his shoulder. Behind him there was a cornstalk sticking up into the sky. Father was wearing a hat on his head. His hat cast a wide shadow and hid his face.
In the next picture, Father was sitting behind the steering wheel of a truck. The truck was full of cows. Every week Father would drive the cows to the slaughterhouse in the city. Father's face was thin and had hard edges.
In all the pictures, Father was frozen in the middle of a gesture. In all the pictures, Father looked as though he didn't know what to do. But Father always knew what to do. That's why all these pictures were wrong. All those false pictures, all those false faces chilled the room. I wanted to get up from my chair, but my dress was frozen to the wood. My dress was transparent and black. It crackled whenever I moved. I rose and touched Father's face. It was colder than the objects in the room. It was summer outside. Flies were dropping their maggots in flight. The village stretched along the wide sandy road. The road was hot and brown, and burned out your eyes with its glare.
The cemetery was made of rocks. There were boulders on the graves.
When I looked down on the ground I noticed that the soles of my shoes were turned up. All that time, I had been walking on my shoelaces. Long and heavy, they were lying behind me, their ends curled up.
Two staggering little men were lifting the coffin from the hearse and lowering it into the grave with two tattered ropes. The coffin was swinging. Their arms and their ropes got longer and longer. The grave was filled with water despite the drought. Your father killed a lot of people, one of the drunk little men said.
I said: he was in the war. For every twenty-five killed he got a medal. He brought home several medals.
He raped a woman in a turnip field, the little man said. Together with four other soldiers. Your father stuck a turnip between her legs. When we left she was bleeding. She was Russian. For weeks afterwards, we would call all weapons turnips.
It was late fall, the little man said. The turnip leaves were black and folded over by frost. Then the little man put a big rock on the coffin.
The other drunk little man continued:
For the New Year, we went to the opera in a small German town. The singer's voice was as piercing as the Russian woman's screams. One after the other, we left the theater. Your father stayed till the end. For weeks afterwards, he called all songs turnips and all women turnips.
The little man was drinking schnapps. His stomach was gurgling. There is as much schnapps in my belly as there is ground water in the graves, the little man said.
Then the little man put a big rock on the coffin.
The man giving the funeral sermon was standing next to a white marble crucifix. He came toward me. He had his two hands buried in his coat pockets.
The man giving the funeral sermon had a rose the size of a hand in his button hole. It was velvety. When he was right next to me he pulled one hand out of his pocket. It was a fist. He wanted to straighten out his fingers but wasn't able to. The pain made his eyes bulge. He began crying quietly to himself. In the war, you can't get along with your countrymen, he said. You can't order them around.
Then the man giving the funeral sermon put a big rock on the coffin.
Now a fat man came and stood next to me. His head was like a tube without a face.
Your father slept with my wife for years, he said. He blackmailed me when I was drunk and stole my money. He sat down on a rock.
Then a scrawny wrinkled woman came toward me, spat on the ground, and cursed me.
The funeral congregation was standing at the opposite end of the grave. I looked down at myself and was startled because they could see my breasts. I felt cold.
Everybody's eyes were on me. They looked empty. Their pupils were stabbing from under their lids. The men carried guns over their shoulders, and the women were rattling their rosaries.
The man giving the funeral sermon was plucking at his rose. He tore off a blood-red petal and ate it.
He signaled me with his hand. I knew that now I had to give a speech. Everybody was looking at me.
I couldn't think of a single word. My eyes were rising to my head through my throat. I put my hand to my mouth and gnawed at my fingers. You could see my teethmarks on the backs of my hands. My teeth were hot. Blood was running from the corners of my mouth onto my shoulders.
The wind had torn a sleeve off my dress. It was hovering black and billowing in the air.
A man was leaning his cane against a big rock. He aimed his rifle and shot down the sleeve. When it sank to the ground in front of me it was covered with blood. The funeral congregation applauded.
My arm was naked. I felt it petrify in the air.
The speaker gave a signal. The applause stopped.
We are proud of our community. Our achievements save us from decline. We will not let ourselves be insulted, he said. We will not let ourselves be slandered. In the name of our German community you are condemned to death.
They all pointed their guns at me. There was a deafening bang in my head.
I fell over and didn't reach the ground. I lay suspended in the air across their heads. Quietly I pushed open the doors.
My mother had cleared all the rooms. Now there was a long table in the room where the body had been laid out. It was a butcher's table. There was an empty white plate and a vase with a bunch of tattered white flowers on it.
Mother was wearing a transparent black dress. She was holding a big knife in her hand. Mother stood in front of the mirror and cut off her heavy gray braid with the big knife. She carried the braid to the table with both hands. She put one end on the plate.
I will wear black for the rest of my life, she said.
She set fire to one end of the braid. It reached from one end of the table to the other. The braid burned like a fuse. The fire was licking and devouring.
In Russia they shaved off my hair. That was the least punishment, she said. I staggered with hunger. At night I crawled into a turnip field. The guard had a gun. If he had seen me he would have killed me. The field didn't rustle. It was late fall and the turnip leaves were black and folded over by frost.
I didn't see Mother any more. The braid kept burning. The room was filled with smoke.
They killed you, my mother said.
We couldn't see each other any more, there was so much smoke in the room.
I heard her footsteps close to me. I was groping for her with outstretched arms.
Suddenly she hooked her bony hand into my hair. She shook my head. I screamed.
I suddenly opened my eyes. The room was spinning around. I was lying in a ball of tattered white flowers and was locked in.
Then I had the feeling that the apartment building was tipping over and emptying itself into the ground.
The alarm clock rang. It was Saturday morning, five-thirty.
Herta Müller, The Funeral Sermon.

Cynthia Ozick, Levitación

Levitación
Una pareja de novelistas, marido y mujer, dio una fiesta. El marido era, además, editor; así se ganaba la vida. Pero, en el fondo, era un novelista. Su carácter no tenia garra; ni siquiera exteriormente aparentaba ser un editor. Tenía un rostro sencillo, pálido, agradable. Se llamaba Feingold. 
Por amor, así como por haber sabido desde siempre que no quería tener por esposa a una judía, se casó con la hija de un presbítero. También Lucy había albergado la esperanza de contraer matrimonio al margen de su tradición. (Éstas fueron sus palabras. "Al margen de mi tradición", dijo. Esa sola idea a él lo enfebrecía). Cuando no tenía más que doce años, sintió en lo más hondo que pertenecía al pueblo de la Biblia. ("Un hebreo", decía. A él, el corazón le dio un brinco, lo meció el jubilo en sus brazos.) Una noche, desde el púlpito, su padre leyó un salmo; ella, de repente, cayó en la cuenta de que el salmista se refería a ella; allí, en el acto, se convirtió en una antigua hebrea. 
Ella tenia los ojos enormes, atentos, resbaladizos, desconcertantemente luminosos, y el cabello cobrizo, y una manera grave y apocada de decir las cosas con honestidad. 
Eran tímidos los dos, y rara vez daban alguna fiesta. 
Cada uno de ellos había publicado una novela. La de ella versaba sobre la vida doméstica; él escribía sobre los judíos. 
Todas las disputas acerca del Estado de la Novela les habían tocado solo de refilón. Por las noches, después de meter a los niños en la cama, mientras el lavaplatos traqueteaba como un poseso y exhalaba un peculiar olor a aceite quemado, se sentaban los dos, ella en su mesa y él en la suya, y se ponían a escribir. Escribían no sin confusiones ni sin laboriosidad; no obstante, con la misma naturalidad del que se pone a coser y cantar. Los dos se habían consagrado a la exactitud, al realismo psicológico, al verismo más honesto; también, cómo no, al virtuosismo, e incluso al ingenio. A ninguno de los dos le importaba gran cosa lo que le hubiese ocurrido a la novela, ni todas esas aseveraciones acerca de la extinción del Personaje y de la Trama. Estaban serenos. A veces, al cerrar los cuadernos ya a última hora de la noche, les daba la impresión de ser amigos o amantes en un plano literario, como George Eliot y George Henry Lewes. 
En la cama, se deleitaban con las cantidades, y murmuraban con desconfianza acerca de las teorías. 
―Siete páginas en lo que va de semana. 
―Yo, nueve y pico, pero he tenido que tirar cuatro a la papelera. Por culpa de un enfoque erróneo. 
―Claro, porque te estás dedicando a la primera persona. La primera persona te estrangula. A la larga, te resulta imposible salirte de tu propia piel. 
Etcétera. El único principio sobre el que estaban completamente de acuerdo era el de la importancia de no escribir jamás sobre escritores. El protagonista tenía que ser alguien real, de carne y hueso, alguien cuyo trabajo diera la impresión de estar en el mundo, es decir, un burócrata, un banquero, un arquitecto... (¡ah, cómo envidiaban a Conrad por sus capitanes de barco!); de no ser así, uno se veía abocado al solipsismo, al narcisismo, al tedio, a no despertar el más mínimo interés en el público lector, en quién sabe qué otros peligros. 
Esta dificultad ―asirse a una temática concreta― concernía principalmente a Lucy. La novela de Feingold ―la que estaba escribiendo― trataba sobre Menachem ben Zarach, superviviente de la masacre de judíos que tuvo lugar en Estella, una ciudad española, en 1328. De la mañana a la noche permaneció escondido bajo una pila de cadáveres, hasta que un "compasivo caballero" (tal era el lenguaje de la historia en el que Feingold creía a pies juntillas) lo rescató de allí y se lo llevó a su casa para curarle las heridas. Menachem tenía entonces veinte años; su padre, su madre y sus cuatro hermanos menores habían sucumbido en aquella noche de terror. Seis mil judíos habían muerto en un solo día de marzo. Feingold describía bien cómo había transportado un viento manso la fragancia salada de la sangre fresca junto con las cenizas de los hogares judíos, arrojándolas en pleno rostro de los asesinos. Era, pese a todo, un relato triunfal: al final, Menachem ben Zarach se convierte en un renombrado erudito. 
―Si vas a contar cómo después de convertirse en erudito se sienta y escribe ―protestó Lucy―, entonces incurres en Lo Prohibido. 
Feingold, sin embargo, afirmó que tenía la intención de concentrarse en la masacre y, sobre todo, en la vida del "compasivo caballero". ¿Qué era lo que le había llevado a derrochar semejante compasión? ¿Qué clase de educación había recibido? ¿Qué era lo que solía leer? Feingold tenía el propósito de inventarse un diario del compasivo caballero y reproducir citas textuales. En ese diario, el compasivo caballero plasmaría todos sus dones, sus pasiones, sus opiniones privadas. 
―Solipsismo ―dijo Lucy―. Tu compasivo caballero no es más que otro escritor más. Narcisismo. Tedio. 
Hablaban con frecuencia de Lo Prohibido. Pasado un tiempo, comenzaron a llamarlo la Ciudad Prohibida, pues no sólo les tentaba (sobre todo a Lucy) escribir ―de forma solipsista, narcisista, tediosa y carente de todo interés en lo referente al público lector― sobre escritores sino, más concretamente, sobre los escritores de Nueva York. 
―El tal compasivo caballero ―dijo Lucy― vivía en el Upper West Side de Estella. Vivía en Riverside Drive, en la West End Avenue de Estella. Vivía en Estella, en Central Park West. 
Los Feingold vivían en Central Park West. 
En la novela de ella ―en la que había publicado, no en la que estaba escribiendo― Lucy había descrito en primera persona el lugar en que vivían: 
Hasta la fecha he visto al menos unos cuantos apartamentos del West Side. Tienen una distribución harto misteriosa. Hay habitaciones cuyas puertas no conducen a ninguna parte: giras el picaporte, abres y te das contra un muro. Tras ese muro alguien ronca a pleno pulmón, en otro apartamento. Han hecho dos, tres y hasta cuatro o cinco apartamentos de lo que en tiempos eran palacios. En los lavabos hay antiquísimas grietas que rielan de humedad como si fueran ríos antiquísimos. Columnas aflautadas y fogones. Arthur Rubinstein vivió aquí. En un piano sobredorado acaricié con sus dedos veloces una sonata de Beethoven. Los sonidos giraron y giraron como el mercurio. Ahora, hasta el aliento está contenido en una carta. Editores. Críticos. Libros, libros viejos, antiguos, pesados como siglos. De los fríos fogones han construido anaqueles. Freud en el emparrillado, Marx en el hogar, Melville, Hawthorne, Emerson. Ah, Dios, el peso, ese peso. Lucy se consideraba una devota del estilo; Feingold no. Él creía que bastaba con poner una frase tras otra. En su editorial no tenía ninguna influencia. Le ponía nervioso tener que tomar una decisión. Rechazaba la mayor parte de los manuscritos porque le daban miedo los errores; cada error implicaba una pérdida de dinero. La suya era una pequeña editorial que jadeaba en pos de los beneficios; Feingold le había comentado a Lucy que los únicos libros que se respetaban en su empresa eran los que pertenecían a los contables. De vez en cuando había intentado manipular alguna novela según su propio gusto; en tales ocasiones, había tenido que ser brutal con el autor. Se había puesto a cercenar cada párrafo hasta dejarlos tan ralos como los suyos propios.
―Sabe Dios como dejarías los míos — le dijo Lucy―; ya se sabe: de un calvo solo se puede esperar una prosa calva. 
Resplandeció el horizonte de la cabeza de Feingold. Ella nunca le mostraba lo que había escrito. Pero los dos sabían cuán afortunados eran por tenerse el uno al otro. Se compadecían de todo escritor que no se hubiera casado con una escritora, y viceversa. 
―Al menos ―decía Lucy― partimos de las mismas premisas. 
Las paredes de su casa estaban tapizadas por volúmenes y volúmenes de historia hebrea; pertenecían todos a Feingold. Lucy tan solo leía un único libro ―Emma― una y otra vez. Feingold no tenía una mentalidad "filosófica”. Lo que de veras le gustaba eran los acontecimientos. A Lucy le gustaba especular, rumiar las cosas. Era algo más inteligente que Feingold. A los desconocidos él les resultaba muy dócil. Lucy, cuando guardaba silencio, era una estatua de bronce. 
Tenían ambos verdadera devoción por la omnisciencia, aunque ninguno de los dos gozara de la suficiente agudeza como para saber a qué se refería con ese término. Se creían, en el fondo, niños con un teatro de marionetas: podían hacer que sucediera cualquier cosa, recitar todos los diálogos, hacer dar brincos o estremecerse a los personajes que llevaban en las manos enguantadas. Se imaginaban estar enamorados de lo que llamaban "imaginación". No era verdad. A lo que sí eran adictos era a una falsa piedad, y ello se debía a que estaban absorbidos por el poder, y eran impotentes. 
Se alimentaban de la lástima y, por tanto, de las habladurías: quién había estado diez años sin tener hijos, quién había perdido tres puestos de trabajo uno detrás de otro, quién corría el peligro de que lo despidieran, qué agente había perdido todo su prestigio, qué otro no conseguía que le publicaran su segunda novela, quién era persona non grata en tal o cual revista, quién tenía todas las de terminar por suicidarse, quién se acostaba con quién, a las claras o en secreto, a quién se le desdeñaba, qué otro contaba o no contaba para nada; y a cualquier persona a la que se hubiera escogido como chivo expiatorio le mostraban sin ninguna moderación toda la ternura de que eran capaces. Eran, asimismo, extremadamente "psicológicos": prestaban atención con suma amabilidad, echaban una mano cuando hiciera falta, ponían con agrado paños calientes sobre la frente de quien los necesitase. Se sentían atraídos por las vidas amargadas. 
Acerca de las suyas propias solían hacer una broma: eran gentes "de segunda fila". Feingold tenía un empleo de segunda fila en una empresa de segunda fila. El propio editor de Lucy era de segunda fila; hasta tenía el local en la Segunda Avenida. Las críticas de sus libros las habían redactado críticos de segunda fila. Todos sus amigos eran de segunda fila: no eran ni presidentes ni socios siquiera de empresas respetadas, sino correctores de pruebas y ayudantes de producción; no eran las águilas resplandecientes de los órganos de expresión intelectual, sino los hastiados percherones de los pequeños periódicos judíos; no eran los fieros críticos literarios de frío corazón, sino los comentaristas de diario, macilentos y charlatanes, que se ocupaban sólo de las películas. Si por casualidad conocían a un dramaturgo, hasta sus ambiciones eran off-off Broadway, y ni siquiera había representado ninguna pieza. Si se daba el caso de conocer a un pintor, vivía en una buhardilla y tan solo había expuesto una vez, sobre el alambre de espino de las verjas de Washington Square, en una exposición al aire libre de las que se dan en primavera. Y esto les sorprendía por mezquino y por injusto; a ellos les gustaban sus amigos, pero eran otras las personas ―¿por qué ellos no?― llamadas a las profundas cavernas de Nueva York, entre los leones. 
¡Nueva York! Se jugaban el cuello con solo aventurarse por Broadway, aunque fuera para comprar una barra de pan, después del anochecer; los atracadores estaban escondidos detrás de los columpios, en los parques, los yonquis portaban las navajas y estaban listos para sacarlas en cualquier momento. Cada apartamento era una fortaleza iluminada; era posible admirar las luces y las cerraduras, los cerrojos triples tras los barrotes de las ventanas, los candados reforzados y las alarmas de la policía en cada puerta, así como las lámparas accionadas por medio de relojes para hacer pensar a los ladrones que siempre había alguien en casa. Pasos por el pasillo, el chirrido del ascensor a media noche; la respiración contenida por pura precaución. Sus padres vivían en Cleveland y en St. Paul, y casi nunca osaban venir a visitarlos. Todo eso: basura e inadecuación (igualmente podrían haber tenido un césped cubierto de nieve en cualquier otra parte); y nadie pronunciaba sus nombres, nadie sentía por ellos ninguna curiosidad, nadie les preguntaba si tenían trabajo o si había alguna novedad. Pasado medio año, sus libros se saldaban en las rebajas por noventa y nueve centavos. Mediocridades anónimas. No podrían siquiera considerarse olvidados porque nunca habían sido tenidos en cuenta. 
Lucy tenia un diagnóstico: estaban ambos hundidos en el gueto. Feingold insistía en sus morbosas investigaciones sobre los autos de fe inquisitoriales en tal o cual plaza de la península ibérica. Ella misma había creído que la vida interior de una mujer atada a la casa ―citaba de nuevo a Emma― contenía las mismas cantidades de comicidad que el cosmos entero. ¡Judíos y mujeres! Unos y otros estaban fuera de lugar, carecían de importancia. Era preciso desechar la piedad, mirar al centro de las cosas, abandonar todo lo concerniente a uno mismo, estudiar el poder. 
Confeccionaron una lista de lumbreras. Invitaron a Irving Howe, a Susan Sontag, a Alfred Kazin y a Leslie Fiedler. Invitaron a Norman Podhoretz y a Elizabeth Hardwick. Invitaron a Philip Roth y a Joyce Carol Oates, a Norman Mailer y a William Styron, a Donald Barthelme y a Jerzy Kosinsky, y a Truman Capote. No vino ninguno; sus números de teléfono no figuraban en la guía, o bien tenían contestadores automáticos, o estaban por el contrario en Praga, o en París, o simplemente de viaje. Sin embargo, su apartamento se lleno. Era un sábado por la noche de un noviembre helado. Los taxis patinaban sobre los charcos de aguanieve. Dentro del apartamento, junto a la puerta, se formó una pila de botas de agua cada vez más alta. Hicieron falta dos armarios, llenos hasta reventar de gabardinas y abrigos de piel; sobre una de las camas aún se formó un montón de abrigos enredados que apestaban a mofeta y a cordero. 
La fiesta borboteaba y daba vueltas como el agua en una bañera perezosa; golpeaba contra las paredes de todas las habitaciones. Lucy llevaba una falda larga, de color violeta, Feingold una camisa amarillo limón sin corbata. Parecía más pálido que nunca. El apartamento contaba con un amplio salón central, la anchura de una habitación; de ahí se abría el comedor a la izquierda y el cuarto de estar a la derecha. Las tres estancias de la fiesta resplandecían como un tríptico: era como si fuera posible doblar ambas hojas sobre el centro y dejar a todos a oscuras. Los invitados parecían estatuas exentas en los nichos de una catedral; o bien muñecas de cartón, con sus bebidas en la mano, vestidas con faldones y capas, el cabello de las mujeres recogido de diversas formas, el de los hombres disparado y suelto; la moda acechaba, Feingold andaba alicaído. Observó cómo brillaba todo, los manhattans y los martinis, los pendientes y las punteras de los zapatos ―se maravilló, pese a saber que todo era una farsa, una falsificación incluso. El gran mundo estaba en alguna otra parte. Las conversaciones podían engañar a cualquiera: ¡cómo hablaban aquellas gentes! A partir de los giros que tomaban las conversaciones ―o por los fragmentos de la conversación que transportaba el aire, los que se tragaba un nuevo remolino, los remolinos que engullían sucesivamente nuevos remolinos, cada instante era una permutación en el cuadro viviente que conformaban todas las estatuas exentas o las marionetas que flotaban en la bañera―, por tal o cual indicio o tal 0 cual sílaba era posible imaginarse el universo entero en el proceso de su definitiva comprensión. La naturaleza humana, los astros, la historia ―las voces martilleaban y cencerreaban. Lucy andaba con los ojos como platos, ofreciendo una fuente con tacos de queso. Feingold la cogió del codo. 
―¡Es un dispendio! ―ella le devolvió la mirada― ¡No ha venido nadie! ―con gesto de plañidera engulló un taco de queso; después, él la perdió. 
Pasó al cuarto de estar: estaba prácticamente vacío, aparte de unos cuantos bultos en el sofá. Los bultos llevaban serios trajes chaqueta. El comedor estaba algo mejor. Algo estaba cuajando; algo alrededor de la mesa: tazas de café llenas hasta el borde, trozos de tarta en cada plato (los platos que simulaban una vajilla victoriana, adquiridos en Boots, en Londres: el año anterior a que naciera su primer hijo, Lucy y Feingold fueron a ver los páramos de las Bronte, la casa de Coleridge en Highgate, Lamb House, en Rye, donde Edith Wharton tomaba el té con Henry James, Bloomsbury, la escalinata de Cambridge en cuyo último piso había vivido Forster)... Daba la sensación de que aquello iba a convertirse en una visita de rigor, salpimentada con puntos de vista, opiniones, una discusión en toda regla. Las voces comenzaron a dar traspiés; eso a Feingold le gustó, fue casi humano. Pero entonces, al pasar a diestro y siniestro los tenedores y las servilletas de papel, se percató de la horrorosa vivacidad que imprimían a sus frases en falsete: actores, cháchara teatral, quién dirigía a quién, qué se iniciaba y dónde; él odiaba a los actores. Estridentes marionetas. Insensatos. Una doble hilera de rostros alrededor de la mesa, estúpidos gorgoteos. 
El salón del centro... vacío. Allí no había nadie aparte de Lucy, que se había quedado remoloneando. 
―Teatro en el comedor ―dijo él―. Basura. 
―Cine. He oído cine. 
―Cine también ―le concedió―. Basura. Esta atestado. 
―Porque se han hecho con la tarta (1). Tienen ahí toda la comida. En el cuarto de estar no queda nada. 
―Dios santo ―dijo él como el que está a punto de ahogarse—. ¿Te das cuenta de que no ha venido nadie? 
En el cuarto de estar había ―había habido antes― patatas fritas. Las patatas habían desaparecido, los palitos de zanahoria los habían engullido todos, de los de apio no quedaba ni rastro. Una aceituna en un platillo; Feingold la partió en dos de un mordisco. Habían desaparecido los trajes chaqueta. 
―Es horrorosamente temprano ―dijo Lucy―. Se ha tenido que marchar mucha gente. 
―Es que no es una fiesta, es un cóctel, y eso es lo que pasa ―dijo Feingold. 
―No es exactamente un cóctel ·―dijo Lucy. Se sentaron en la alfombra, frente a la fría chimenea. 
―¿Es una chimenea de verdad? ―les pregunto alguien. 
―No la encendemos nunca ―dijo Lucy. 
―¿Y encendéis alguna vez esos candelabros? 
―Eran de la abuela de Jimmy ―dijo Lucy―. No los encendemos nunca. 
Cruzó la tierra de nadie que la separaba del comedor. Allí se habían puesto serios. Hablaban de los gestos de Chaplin. 
En el cuarto de estar, Feingold se desesperaba; como nadie le preguntaba nada, comenzó a hablar del compasivo caballero. Un problema de ego, dijo: la compasión era la conciencia superlativa del propio orgullo. No es que él creyera tal cosa; tan solo le pareció provocador decir algo original, aunque fuera un poco embrollado. Pero nadie le contesté. Feingold levantó la mirada. 
―¿No se puede encender la chimenea? ―dijo un hombre. 
―Claro que sí ―dijo Feingold. Enrolló un Times dominical y le pegó fuego con una cerilla. Una llamarada tan clara como una farola blanqueó los rostros de los que estaban sentados en el sofá. Reconoció a un amigo suyo de los tiempos del seminario ―uno de los que Lucy llamaba sus "amigos teológicos"― y allí mismo, de pronto, a Feingold le entraron ganas de hablar de Dios. O, si no de Dios, al menos de ciertas atrocidades históricas, de abominaciones, a saber, el crimen de aquel noble francés llamado Draconet, un orgulloso cruzado, quien en la primavera del año 1247 detuvo a todos los judíos de la provincia de Viena, castró a los hombres y sajó los pechos de las mujeres; a algunos decidió no mutilarlos, sino cortarlos sin más en dos. A Feingold le interesaba que la Carta Magna y la insignia de la vergüenza de los judíos datasen del mismo año, y que menos de un siglo más tarde los judíos fueran expulsados de Inglaterra, incluidas las familias que llevaban siete u ocho generaciones asentadas allí. Tenía cierta debilidad por el Papa Clemente IV, que había absuelto a los judíos de toda responsabilidad en la Peste Negra. “La plaga se lleva también a los propios judíos," dijo el Papa. Feingold se sabía innumerables historias acerca de conversiones obligadas, se sentía a sus anchas ante tales pensamientos, cómodo, los asientos parecían adensarse de familiaridad. Se preguntó si sería apropiado ―¡después de todo, estaban en un cóctel!― indagar en qué estado se hallaba el agnosticismo de su amigo del seminario: ¿se trataba tan solo de que Dios había salido de puntillas de la historia, por así decirlo, o es que, para empezar, no existía el Creador, nada había sido creado y el mundo no era mas que una quimera, la ilusión de un solipsista? 
Lucy se sentía incomoda con el amigo del seminario; él era el que había administrado su conversión, y cada encuentro era como una nueva etapa dentro de un examen perpetuo. Se alegraba de que no existiera un catecismo judío. ¿Era acaso una reincidente? Fuera como fuese, se sentía como si la hubiese puesto a prueba. A veces, a los niños les hablaba de Jesús. Miro a su alrededor ―sus grandes ojos giraron como ruedas― y vio que todos los que había en el cuarto de estar eran judíos. 
En el comedor también había judíos, pero eran de los que ni se inmutaban, de los que no se preocupaban nada por la ortodoxia: eran los humoristas, los pintores, los comentaristas de cine que iban a ver “Polvos tras el biombo” la víspera del Día de la Expiación. En el comedor había más gentiles. La tarta estaba prácticamente terminada. Tomó el ultimo pedazo, se lo echó en un plato de papel y volvió al cuarto de estar. Recriminó a Feingold, acababa de tener uno de sus accesos de fanatismo. Cualquier persona normal, cualquiera que tuviese un mínimo de sentido común ―los humanistas y los humoristas, por ejemplo― desearía apartarse de él. ¿En qué se había convertido en aquel instante, sino en uno de esos aburridos autodidactas que vomitan todo lo que leen? Lo estaba haciendo aposta, porque no había venido nadie. Allí estaba, hablando del libelo sangriento. El pequeño Hugh de Lincoln. Como en Londres, en 1279, a los judíos los descuartizaron por medio de cuatro caballos, culpándoles de haber crucificado a un niño cristiano. Como en 1285, en Munich, una barahúnda de ciudadanos quemó una sinagoga bajo el mismo pretexto. Una pascua, en Mainz, dos años antes. Tres siglos atiborrados de niños mártires beatificados, muchos de ellos pura invención, todos llamados "santitos". El Santo Niño de La Guardia. A Feingold le enloquecían estas historias, se las bebía como un vampiro. Lucy le metió un pedazo de tarta de chocolate en la boca para hacerlo callar. Feingold esperaba una réplica. El amigo del seminario, más pragmático, lamía con avidez su pedazo de tarta. Era una tarta traída de casa, que su mujer había empaquetado en un envase de plástico, para asegurarse de que no les faltaría de comer. Era una genuina tarta sin manteca de cerdo. Todos estaban famélicos. El fuego reducía a cenizas los pedazos de papel. 
El amigo del seminario había venido con un amigo suyo. Lucy lo examinó: sabia catequizar por su cuenta y riesgo, pues no en vano era una novelista. Catequizó y catalogó: un refugiado. Dedos como largas velas, desmochados por las uñas. Las cuencas de los ojos, negras: ¿acaso era ciego? Era difícil saber donde se hallaban los ojos bajo aquella cornisa frontal. En vez de cabeza, una calavera, pero una boca tan mullida, unos labios así, unos dientes tan ordenados y expresivos... Vaya huesos. La nariz como la de un santo. El rostro de Jesús. Susurró algo. Todos se acercaron mas para oírle mejor. Era la voz de Feingold: la voz que estaba esperando Feingold. 
―Fíjense en los tiempos modernos ―urgió la voz―. Fíjense en el ayer ―Lucy estaba en lo cierto: podía reconocer a un refugiado en un abrir y cerrar de ojos, antes de oír ningún acento. Todos le recordaban a su padre. Reservó este descubrimiento (el parecido existente entre los ministros presbiterianos y los refugiados huidos de Hitler) para comentarlo más tarde con Feingold: era debidamente analítico, contenía un misterio grato y suficiente―. Ayer ―dijo el refugiado― los ojos de Dios estaban cerrados ―y Lucy le vio cerrar sus ojos ocultos en sus cavernas―. Cerrados ―dijo― como portones de hierro ―una voz con tal nobleza que a Lucy le hizo pensar al punto en ese sobrecogedor pasaje del Génesis en el que la voz del Señor se adentra por el Edén a la caída de la tarde, llama a Adán y le dice: “¿Dónde estás?" 
Todos lo escucharon con gran expectación. Lucy volvió a mirar a su alrededor. Sintió pena por lo tensos que podían llegar a estar los judíos, por más que ella estuviese también tensa. Sin embargo, ella lo estaba porque su cerebro ardía, porque intentaba forjarse imágenes mentales; por algo era novelista. Ellos se mantenían en tensión a todas horas; pensó que, entre ellos, incluso las gentes más sencillas estarían tan tensas como cualquier novelista; ¿no se debería a que habían sido Elegidos, a que se compadecían de sí mismos a cada momento, a cada paso que daban? 
Compasión y sorpresa, eso es lo que había en todos los rostros. 
El refugiado estaba devanando un relato. 
―Yo fui testigo ―dijo―, yo soy testigo ―horror, sadismo, cadáveres. Como si (Lucy tomó la imagen del casi inaudible aliento que era aquella voz en su susurro) centenares y centenares de crucifixiones estuviesen teniendo lugar al mismo tiempo. Visualicé un cerro con una multitud de cruces, los cuerpos cayendo unos tras otros de los clavos ensangrentados. Cada judío era Jesús. Ese era el único medio por el que Lucy conseguía entenderlo: de otro modo, se trataba tan solo de una película. Ella había visto todas las películas, y la verdad era que no lograba sentir nada. La misma pala mecánica apilando los mismos esqueletos, el mismo niño con su gorra, la boca torcida y las manos en alto ―de haber estado presente una cámara en la Crucifixión, la Cristiandad se desmoronaría, nadie volvería a sentir nada ante aquello. La crueldad provenía de la imaginación, y era preciso ser testigo de ella a través de la imaginación. 
Pese a todo, escuché. Lo que contó era exactamente igual que en las películas. Una escena gris, una colina llena de matas ralas, un barranco. Los alemanes con sus cascos, los cinturones negros y lustrosos, los guantes. Un puñado de judíos andrajosos al borde del barranco ―una abuela, un niño o dos, una pareja de mediana edad. Todos los rostros tintados de grisura, los rastrojos del campo grises, las ropas que llevaban hechas jirones aunque inmóviles, como si estuviesen ya bajo la tierra, a salvo de la brisa, como si fueran ya de piedra. El murmullo del refugiado los esculpía: ahí estaban, un sombrío asterisco de piedra hecho de judíos, se podían ver sus fosas nasales, abiertas como las de las calaveras, el pedregoso reborde de las orejas de los niños, el horroroso palitroque que tenía la anciana por cuello, el padre y la madre agarrados a las manos de los niños aunque extraños el uno para el otro, sin el menor contacto, la abuela marginada, sin pedir nada a nadie y sin que nadie le pidiese nada, todos como encías de piedra sin ruegos ni oraciones. Ahí estaban. Durante un rato, la voz del refugiado los sostuvo de tal manera que no quedaba otro remedio que mirar. Su voz obligó a Lucy a mirar y a mirar. Atravesaba las figuras por medio de su susurro. Luego dejo que tronaran los disparos. Las figuras no vacilaron, no temblaron siquiera: su petrificación se quebró de pronto y cayeron limpiamente, como fardos, al barranco. Acto seguido formaron un montón, los miembros desparramados al azar, todos entremezclados. La voz del refugiado, como una cámara, colocó una bota alemana al borde del barranco. La bota desprendió algo de arena. Pegó unas cuantas patadas, y la arena cayó sobre la familia de fardos. 
Luego Lucy se fijó en los dedos de todos los que le estaban atendiendo: todos tenían los dedos extendidos. 
La sala comenzó a elevarse. Ascendió. Ascendió igual que el arca sobre las aguas. Lucy lo vio mentalmente, "esta cámara de judíos". Le dio la impresión de que la habitación comenzaba a levitar sobre los granitos que dejaba el susurro del refugiado. Se sintió a solas y abajo, bajo la tarima, mientras la habitación flotaba hacia arriba, llevándose a los judíos ¿Por qué no se la llevaba también a ella? Tan solo Jesús podía llevarla a ella. Los estaba secuestrando, a aquellos judíos, un mensajero de la tierra de los muertos. El hombre tenía poder. Ya estaba a la sombra de otro cuento: ella se hizo la promesa de no escuchar, de que tan solo Jesús podría hacerla escuchar. La habitación ascendía. Allá en lo alto se hacía cada vez más pequeña, más remota, se alejaba cada vez más en la pura verticalidad. 
Echó la cabeza hacia atrás y la siguió. ¿No iba a chocar contra el piso de arriba? Era como ver un ascensor desde abajo, polvoriento y peludo, con el meneo de sus raíces sucias. La negra habitación subía y subía sin cesar. Se iba librando de ella, se encumbraba y elevaba a los judíos. 
La gloria de su martirio. 
Bajo el alero que ascendía, Lucy tuvo una iluminación: se vio a sí misma con los niños en un pequeño parque de la ciudad. Un domingo por la tarde a principios de mayo. Feingold se había quedado en casa, echando una siesta, y Lucy y los niños encuentran sitio en uno de los bancos y esperan a que comience la música. La habitación sigue levitando, pero dentro de la iluminación de Lucy los chicos persiguen pájaros. A Lucy se le escapan, vuelve a tenerlos al alcance de la mano, se le van de nuevo. Rodean a un pichón. No lo tocan; Lucy se lo ha prohibido. Ha leído en alguna parte que las palomas urbanas transmiten meningitis. Un chico pequeño de Red Bank, New Jersey, contrajo la enfermedad del sueño por haber tocado un pichón; pasados seis años, sigue dormido. Durante su sueño, ha pasado de ser un niño a ser un adolescente; la pubertad le ha sobrevenido mientras dormía, se le han bajado los testículos, una sombra benigna y rubia le florece en las mejillas. Sus padres lloran y lloran. El sigue dormido. No se ve ningún instrumento, ningún músico. Una mujer aparece en el escenario. Es una antropóloga del Smithsonian Institute, en Washington D.C. Explica que no se celebrará el "espectáculo" tal como es costumbre, que no han venido los músicos. Los que representen el espectáculo no serán artistas; serán "campesinos de carne y hueso". Los han traído de Messina, de Calabria. Son pastores de ovejas y de cabras. Cantarán y bailarán y tocarán tal como suelen hacer cuando bajan de los cerros y se reúnen en las tabernas. Tañirán los intrumentos que alejan a los lobos del rebaño. Cantarán las canciones que celebran a la Madonna del Amor. Una docena de hombres desfila por el escenario. Todos tienen el rostro adusto, no sonríen. Sus pieles son gruesas, correosas, llenas de cráteres y grietas. Tienen narices y orejas que parecen barro retorcido y reseco. Tienen dientes de oro. No tienen dientes. Algunos son jóvenes, los más, más bien maduros. Uno es muy viejo; lleva unas campanillas en los dedos. Uno tiene un instrumento parecido a un utensilio para batir la mantequilla: tiene un palo que mete y saca por un agujero que hay en el tubo de madera que lleva bajo el brazo, y que produce un sonsonete de carraca. Otro sopla al tiempo por dos tubos largos y delgados. Otro lleva una larga correa, y la acaricia y la zarandea. Otro lleva un juego de campanillas de bicicleta, descendiente de las campanas que los sacerdotes tañían en el templo de Minerva. 
La antropóloga sigue explicándolo todo. Explica el instrumento "masculino": tres batientes de madera, de los cuales el del centro bate contra los otros dos. Las canciones, explica, son fundamentalmente eróticas Los bailes son muy sugestivos. 
Comienza a sonar una música desacostumbrada. El parque se ha llenado de italianos ―sicilianos bisoños, neoyorquinos de Nápoles. Un pueblo antiguo. Aplauden. El viejo que lleva las campanillas en los dedos señala las polvorientas punteras de sus zapatos, vencidos por la presión de los dedos, y comienza lentamente a trazar un círculo. Tiene los ojos en trance, se sienta en cuclillas, asciende. La antropóloga explica que estas danzas verticales, como un sube y baja, se encuentran también en algunas zonas de África. Los cantantes gimen y se quejan como árabes; la antropóloga comenta que la conquista árabe llegó a ocupar la porción situada más al sur de la bota italiana durante más de doscientos años. Todo el coro de campesinos canta en un dialecto del griego arcaico; el lenguaje ha sobrevivido en las viejas canciones, explica la antropóloga. La muchedumbre que se ha congregado para el espectáculo ríe y toca las palmas y lleva el ritmo con el pie. Chasquean los dedos y se menean. Miran al hombre de las campanillas en los dedos; ven como el miembro de madera se balancea de arriba a abajo. Todos aplauden, patalean, hacen chasquear los dedos, se menean. El lamento y los gemidos siguen sonando, más y más aprisa. Los que cantan son los que bailan, los que bailan cantan, dan vueltas y más vueltas, sonríen con esa sonrisa drogada que tienen los derviches. En su hogar cultivan flores. Siguen a las ovejas por entre la alta hierba. Por la noche beben vino en las tabernas. Calabria y Sicilia en Nueva York, aunque sin esposas, con las camisas empapadas de sudor y los pantalones arrugados y llenos de polvo, jadeando ante extraños que jamás han percibido el dulce aroma de las hierbas que crecen en sus pueblos! 
Ahora, la antropóloga del Smithsonian se ha desvanecido, ya no aparece en la iluminación de Lucy. Un par de bailarines acaba de agarrarse el uno al otro. Se entrelazan las piernas, un vientre contra otro, y cada uno de ellos salta con el pie que le queda libre. Así entrelazados, se ponen en cuclillas y se levantan, se agachan y se levantan. De sus labios fluyen antiguas sílabas helénicas. Profiere gritos elásticos, muy altos. Festejan a la Madonna, la dadora de fertilidad y fecundidad. Lucy se siente glorificada. Esta exaltada. Comprende. No que los músicos sean campesinos, no que sus rostros y sus pies y sus cuellos y sus manos sean de hierba y de tierra roja. Le sobreviene una iluminación absoluta, entiende qué es eterno: antes de la Madonna era Venus; antes de Venus, Afrodita; antes de Afrodita, Astarté. El vientre de la diosa es el jardín, los corderos y los niños recién nacidos. Ella es el río y la cascada. Es ella la que hace que los hombres de negocios ―los pastores de los hombres de negocios― se vayan de parranda y hagan relucir sus dientes de oro. Es ella la que les induce a soplar, a batir, a frotar, a agitar y a rascar objetos para extraerles la música. 
Dentro de la iluminación de Lucy, los bailarines se retuercen. Se contorsionan. En nombre de la diosa, en nombre del vientre de la diosa, se convierten en serpientes. Cuando crecen son todavía de tierra. Son de tierra, desde siempre y hasta siempre. La naturaleza es su pulso. Lucy ve, entiende: los dioses son Dios. ¡Qué terrible haber abandonado a Jesús, a un hombre como éstos, hecho de tierra, igual que éstos, con un pulso como el de éstos, Dios que se encarna en la naturaleza para hacerse un dios! Jesús, no más milagroso que un pastor normal y corriente; ¿es un pastor un milagro? ¿Lo es una hoja? ¿Una nuez, un agujero, un carozo, una semilla, una piedra? ¡Todo es milagro! Lucy ve de qué manera ha abandonado la naturaleza, como ha perdido la verdadera religión por causa del Dios de los judíos Los chicos están boca abajo sobre la hierba, escarbando el suelo con unos palos. Cavan y cavan: hacen agujeritos y dejan un montón de tierra suelta al lado de cada hoyo. Los llenan con huesos de albaricoque, con huesos de cereza y de ciruela. Los sicilianos y los napolitanos recogen sus bolsas y sus cestas y se marchan. Los bancos huelen a fruta recién cogida, a jugos frutales, están atestados de insectos. El escenario está limpio. 
También se le ha escapado el cuarto de estar. Se halla muy alto, extremadamente pequeño, poco mayor que la luna sobre el pulgar de Lucy. Sigue elevándose hacia lo alto, y las voces de los que van a bordo son tan débiles que Lucy casi las pierde del todo. Pero sabe, pese a todo, qué palabra es la que usan por encima de todas las demás. ¿Cuánto tiempo son capaces de seguir dando vueltas a lo mismo? ¿Cuánto tiempo? Un morboso rumiar. Muerte y muerte y muerte. La palabra es menos humana, es más bien el chillido de un animal, el graznido de un cuervo. Caac, caac. Pertenece a las tormentas, a las inundaciones, a las avalanchas. Actos de Dios. "Holocausto", grazna alguno débilmente allá en lo alto; ella se da cuenta de que debe de ser Feingold. Él siempre dice esta palabra, una y otra vez. La historia le sienta mal: ¡qué poco le instruye! Lucy decide que es posible terminar hastiado de la atrocidad. Le aburren los fusilamientos y el gas y los campos, no le da vergüenza reconocerlo. Todo eso es mas cansino que una oración. La repetición disminuye el poder de convicción; piensa ahora en su padre, que canta los mismos himnos semana tras semana. Si uno dijera las mismas oraciones una y otra vez, así, sin parar, ¿no terminaría por convertírsele el cerebro en una lamentable rueda de oraciones? 
En el comedor, todos empezaban a quedarse sin recursos. Allí olía a rancio, un fracaso de fiesta. Bebían cerveza o coca―cola o whisky con agua y jugueteaban con las migajas de pastel que habían quedado sobre la mesa. Aún quedaba un poco de queso en un plato, y medio cuenco de cacahuetes. 
―Ese es el impacto del individualismo romántico ―objetaba uno de los humanistas. 
―¿En el Frick, dices? 
―Yo nunca lo he visto. 
―Sin duda que lo hacen adrede, no hace falta que yo lo diga. 
Lucy, abandonándose contra la puerta, trató de sintonizar. Qué alivio, oír charlar a los ateos. Una dibujante, encargada de las cubiertas, que trabajaba con Feingold, entró con un abrigo. Feingold la había invitado porque hacía muy poco que se había divorciado, le daba miedo vivir sola. Le daba pavor que la asaltasen en el sótano mientras hacía la colada. 
―¿Dónde se ha metido Jimmy? ―preguntó la dibujante. 
―En la otra sala. 
―Dile adiós de mi parte, ¿quieres? 
―Adiós ―dijo Lucy. 
Los humanistas ―Lucy cayó en la cuenta de lo compasivos caballeros que eran todos― se levantaron. En el suelo se formaba un charquito de salsa caída de un plato. 
―Oh, no os preocupéis ―dijo Lucy―, yo me encargo de recogerlo. 
Allá en lo alto, Feingold y el refugiado viajan por los aires. Sus palabras son motas de polvo. Todos los judíos están en las nubes. 

(1) "They‘ve got the cake". Frase hecha que, en sentido figurado, significa también “llevarse el gato al agua". 

Cynthia Ozick, Levitación.

Cynthia Ozick


Raymond Carver, Llámame si me necesitas

Llámame si me necesitas 

Los dos habíamos estado involucrados con otras personas esa primavera, pero cuando llegó junio y terminaron las clases decidimos poner en alquiler nuestra casa en Palo Alto y trasladarnos a la costa más al norte de California. Nuestro hijo, Richard, pasaría el verano en casa de la madre de Nancy, en Pasco, Washington, donde podría trabajar y ahorrar algo de dinero para la universidad. Ella estaba al tanto de la situación en casa y ya estaba buscándole un empleo por la temporada. Había hablado con un granjero que aceptó tomar a Richard para que juntara heno y arreglara alambrados. Un trabajo duro, pero Richard estaba conforme. Lo llevé a la terminal el día después de su graduación y me senté con él hasta que anunciaron su ómnibus. Su madre ya lo había despedido llorando y le había dado una larga carta que él debía entregar a la abuela en cuanto llegara. Prefirió quedarse terminando las valijas y esperando a la pareja que alquilaría nuestra casa. Yo compré el pasaje de Richard, se lo di y me senté a su lado en uno de los bancos de la terminal. En el viaje hasta allá habíamos hablado un poco de la situación.
–¿Van a divorciarse? –había preguntado él.
–No, si podemos evitarlo –le contesté. Era un sábado por la mañana y había poco tránsito–. Ninguno de los dos quiere llegar a eso. Por eso nos vamos; por eso no queremos ver a nadie durante el verano. Y por eso te enviamos con la abuela. Para no mencionar el hecho de que volverás con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos y tratar de solucionar las cosas.
–¿Aún amas a mamá? Ella dice que te sigue queriendo.
–Por supuesto que la amo. Deberías saberlo a esta altura. Sólo que hemos tenido nuestra cuota de problemas, y necesitamos un poco de tiempo juntos, a solas. No te preocupes. Disfruta el verano y trabaja y ahorra un poco de dinero. Considéralo unas vacaciones de nosotros. Y trata de pescar. Hay muy buena pesca por allá.
–Y esquí acuático. Quiero aprender.
–Nunca hice esquí acuático. Haz un poco de eso también. Hazlo por mí.
Cuando anunciaron su ómnibus lo abracé y volví a decirle:
–No te preocupes. ¿Dónde está tu pasaje?
Él se palmeó el bolsillo de su campera. Lo acompañé hasta la fila frente al ómnibus, volví a abrazarlo y le di un beso en la mejilla. Adiós, papá, dijo él y me dio la espalda para que no viera sus lágrimas.
Al volver a casa, nuestras valijas y cajas estaban junto a la puerta. Nancy estaba en la cocina tomando café con los inquilinos, una joven pareja de estudiantes de posgrado de matemática, a quienes había visto por primera vez en mi vida pocos días antes, pero igual les di la mano a ambos y acepté una taza de café de Nancy mientras ella terminaba con la lista de indicaciones de lo que ellos debían hacer en la casa en nuestra ausencia y adónde debían enviarnos el correo. Su cara estaba tensa. La luz del sol avanzaba sobre la mesa a medida que pasaban los minutos. Finalmente todo pareció quedar en orden, y los dejé en la cocina para dedicarme a cargar nuestro equipaje en el coche. La casa a la que íbamos estaba completamente amueblada, hasta los utensilios de cocina, así que no necesitábamos llevar más que lo esencial.
Había hecho los quinientos kilómetros desde Palo Alto hasta Eureka tres semanas antes, y alquilado entonces la casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con la que estaba saliendo. Nos quedamos en un motel a las puertas del pueblo durante tres noches, mientras recorría inmobiliarias y revisaba los clasificados. Ella me vio firmar el cheque por los tres meses de alquiler. Más tarde, en el motel, tirada en la cama con la mano en la frente, me dijo: “Envidio a tu esposa. Cuando hablan de la otra mujer, siempre dicen que es la esposa quien tiene los privilegios y el poder real, pero nunca me lo creí ni me importó. Ahora, en cambio, entiendo qué quieren decir. Y envidio a Nancy. Envidio la vida que tendrá a tu lado. Ojalá fuera yo la que va a estar contigo en esa casa todo el verano. Cómo me gustaría. Me siento tan gastada”. Yo me limité a acariciarle el pelo.
Nancy era alta, de pelo y ojos castaños, de piernas largas y espíritu generoso. Pero últimamente venía baja de espíritu y de generosidad. El hombre con el que estaba viéndose era colega mío, un divorciado de eterno traje con chaleco y pelo canoso, que bebía demasiado y a quien a veces le temblaban un poco las manos durante sus clases, según me contaron algunos de mis alumnos. Él y Nancy habían iniciado su romance en una fiesta, poco después de que ella descubriera mi infidelidad. Suena aburrido y cursi; es aburrido y cursi, pero así fue toda aquella primavera, nos consumió las energías y la concentración al punto de excluir todo lo demás. hasta que, en algún momento de abril, comenzamos a hacer planes para alquilar la casa e irnos todo el verano, los dos solos, a tratar de reparar lo que hubiera para reparar, si es que había algo. Los dos nos habíamos comprometido a no llamar, ni escribir, ni intentar el menor contacto con nuestros amantes. Hicimos los arreglos para Richard, encontramos los inquilinos para nuestra casa y yo miré en un mapa y enfilé hacia el norte desde San Francisco hasta Eureka, donde una inmobiliaria me encontró una casa amueblada en alquiler por el verano para una respetable pareja de mediana edad. Creo que incluso usé la expresión “segunda luna de miel”, Dios me perdone, mientras Susan fumaba y leía folletos turísticos en el auto estacionado fuera de la inmobiliaria.
Terminé de cargar las cosas en el coche y esperé que Nancy se despidiera por última vez en el porche. Yo saludé desde mi asiento y los inquilinos me devolvieron el saludo. Nancy se sentó y cerró su puerta. “Vamos”, dijo y yo arranqué. Al entrar en la autopista vimos un coche con el escape suelto y arrancando chispas del pavimento. “Mira”, dijo Nancy y esperamos hasta que el coche se salió de la autopista y frenó, antes de seguir viaje.
Paramos en un café cerca de Sebastopol. Estacioné y nos sentamos a una mesa frente a la ventana del fondo. Pedimos sandwiches y café, yo encendí un cigarrillo mientras Nancy deslizaba el dedo por las vetas de la madera de la mesa. Entonces noté un movimiento por la ventana y al mirar en esa dirección vi un colibrí en los arbustos allá afuera. Sus alas vibraban en un borroso frenesí mientras su pico se internaba en una de las flores.
–Mira, un colibrí –dije, pero antes de que Nancy levantara la cabeza el pájaro ya no estaba.
–¿Dónde? No veo nada.
–Estaba ahí hasta hace un momento. Ahí está. No; es otro, creo.
Nos quedamos mirando hasta que la camarera trajo nuestro pedido.
–Buena señal –dije–. Los colibríes traen suerte, ¿no?
–Creo haberlo oído en alguna parte –dijo Nancy–. No podría decir dónde pero sí, no nos vendría mal un poco de suerte.
–Una buena señal. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió, dejó pasar un largo minuto y probó su sandwich.
Llegamos a Eureka antes del anochecer. Pasamos el motel en la ruta donde había estado con Susan dos semanas antes, nos internamos por un camino que subía una colina que miraba al pueblo y pasamos frente a una estación de servicio y un almacén. Las llaves de la casa estaban en mi bolsillo. A nuestro alrededor sólo se veían colinas arboladas y praderas con ganado pastando.
–Me gusta –dijo Nancy–. No veo el momento de llegar.
–Estamos cerca –dije–. Es más allá de esa loma. Ahí –y enfilé el coche por un camino flanqueado de ligustros–. Ahí la tienes. ¿Qué opinas? Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando hicimos el mismo camino para ver la casa por primera vez.
–Me gusta; es perfecta. Bajemos.
Miramos a nuestro alrededor en el jardín del frente antes de subir los escalones del porche. Abrí la puerta con la llave que traía y encendí las luces adentro. Recorrimos los dos dormitorios, el baño, el living con muebles viejos y chimenea y la cocina con vista al valle. –¿Te parece bien?
–Me parece sencillamente maravillosa –dijo Nancy y sonrió–. Me alegra que la hayas encontrado. Me alegra que estemos aquí. –Abrió y cerró la heladera, luego pasó los dedos por la mesada de la cocina. –Gracias a Dios está limpia. Ni siquiera hace falta una limpieza.
–Nada. Hasta nos pusieron sábanas limpias. La alquilan así.
–Tendremos que comprar algo de leña –dijo Nancy cuando volvimos al living–. Con noches así debemos usar la chimenea, ¿no?
–Mañana. Podemos hacer unas compras también. Y recorrer el pueblo.
Nancy me miró y dijo nuevamente:
–Me alegra que estemos aquí.
–Yo también –dije y abrí los brazos y ella vino hacia mí. Cuando la abracé sentí que temblaba. Le alcé el mentón y la besé en ambas mejillas.
–Me alegra que estemos aquí –repitió ella contra mi pecho.
Durante los días siguientes nos instalamos, recorrimos las calles del pueblo mirando vidrieras y dimos largos paseos por el bosque que se alzaba atrás de la casa. Compramos provisiones, yo encontré un aviso en el diario que ofrecía leña, llamé y poco después aparecieron dos muchachos de pelo largo en una camioneta que nos dejaron una carga de aliso en el garaje. Esa noche nos sentamos frente a la chimenea y hablamos de conseguir un perro.
–No quiero un cachorro –dijo Nancy–. No quiero nada que implique ir limpiando a su paso o rescatando lo que quiere mordisquear. Pero me gustaría un perro. Hace tanto que no tenemos uno… Creo que podríamos arreglarnos con un perro aquí.
–¿Y cuando volvamos, cuando termine el verano? –dije yo y entonces reformulé la pregunta: –¿Estás dispuesta a tener un perro en la ciudad?
–Ya veremos. Pero busquemos uno, mientras tanto. No sé lo que quiero hasta que lo veo. Revisemos los clasificados y veamos qué pasa.
Aunque los días siguientes seguimos hablando de perros y hasta señalando los que nos gustaban frente a las casas por las cuales pasábamos, no llegamos a nada y seguimos sin perro. Nancy llamó a su madre y le dio nuestra dirección y teléfono. Richard ya estaba trabajando y parecía contento, dijo la madre. Y ella se sentía bien. Nancy le contestó:
–Nosotros también. Esto es como una cura.
Un día íbamos por la ruta frente al océano y, desde una loma, vimos unas lagunas que formaban los médanos muy cerca del mar. Había gente pescando en la orilla y en un par de botes. Frené a un costado de la ruta y dije:
–Vamos a ver qué están pescando. Quizá valga la pena conseguirnos unas cañas y probar.
–Hace años que no vamos de pesca. Desde que Richard era chico, aquella vez que fuimos de campamento cerca del monte Shasta, ¿recuerdas?
–Me acuerdo. Y también me acuerdo de cuánto extraño pescar. Bajemos a ver qué están sacando.
–Truchas –dijo uno de los pescadores–. Trucha arcoiris y algún que otro salmón. Vienen en el invierno, cuando el mar horada los médanos. Y, con la primavera, cuando se cierra el paso, quedan atrapados. Es buena época, ésta. Hoy no pesqué nada pero el domingo saqué cuatro. De lo más sabrosos. Dan una batalla tremenda. Los de los botes creo que sacaron algo hoy, pero yo todavía no.
–¿Qué usan de carnada? –preguntó Nancy.
–Lo que sea. Lombrices, marlo de choclo, huevos de salmón. Basta tirar la línea y dejarla reposar hasta el fondo. Y estar atento.
Nos quedamos un rato pero el hombre no sacó nada y los de los botes tampoco. Sólo iban y venían por la laguna.
–Gracias. Y suerte –dije al fin.
–Que tengan suerte ustedes también. Los dos –contestó el hombre.
A la vuelta paramos en una casa de artículos deportivos y compramos unas cañas baratas, unos rollos de tanza y anzuelos y carnada. Sacamos una licencia también y decidimos ir de pesca la mañana siguiente. Pero esa noche, después de la cena y de lavar los platos y poner unos leños en la chimenea, Nancy dijo que no iba a funcionar.
–¿Por qué dices eso? ¿A qué te refieres?
–No va a funcionar, enfrentémoslo –dijo ella sacudiendo la cabeza–. No quiero ir a pescar y no quiero un perro. Creo que quiero ir donde mi madre y estar con Richard. Sola. Quiero estar sola. Extraño a Richard -dijo y empezó a llorar–. Es mi hijo, es mi bebé, y está creciendo y pronto se irá. Y lo extraño. Lo extraño.
–¿También extrañas a Del, a Del Schraeder, tu amante? ¿Lo extrañas a él también?
–Extraño a todo el mundo. A ti también. Hace mucho que te extraño. Te he extrañado tanto durante tanto tiempo que te he perdido. No sé cómo explicarlo mejor. Pero sé que te perdí. Ya no me perteneces.
–Nancy –dije yo.
–No, no –dijo ella y negó con la cabeza. Sentada en el sofá de frente al fuego siguió negando y negando y luego dijo: –Voy a tomar un avión para allá mañana. Cuando me haya ido puedes llamar a tu amante.
–No voy a hacer eso. No tengo la menor intención de hacer eso.
–Sí, lo harás. Vas a llamarla en cuanto me haya ido.
–Y tú vas a llamar a Del –dije. Y me sentí una basura por decirlo.
–Haz lo que quieras –dijo ella secándose las lágrimas con la manga–. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica, pero me iré mañana. Mejor me iré a acostar ahora; estoy exhausta. Lo lamento. Lo lamento mucho, por los dos. Pero no vamos a lograrlo. Ese pescador, hoy. Nos deseó suerte a los dos. Yo también nos deseo suerte. Vamos a necesitarla.
Entonces se encerró en el baño y dejó correr el agua. Yo salí a los escalones del porche y me senté a fumar un cigarrillo. Estaba oscuro y silencioso, apenas se veían las estrellas en el cielo. Jirones de niebla del océano ocultaban el valle y el pueblo allá abajo. Me puse a pensar en Susan. Oí que Nancy salía del baño y oí que se cerraba la puerta del dormitorio. Entonces entré y puse otro leño en la chimenea y esperé hasta que se avivara el fuego. Luego fui al otro dormitorio. Abrí la colcha y me quedé mirando el estampado floral de las sábanas. Me di una ducha, me puse el pijama y volví frente a la chimenea. La niebla ya llegaba a las ventanas del living. Fumé mirando el fuego y, cuando volví a mirar por la ventana, creí ver algo que se movía en la niebla.
Me acerqué a la ventana. Un caballo estaba pastando en el jardín, entre la niebla. Alzó la cabeza para mirarme y volvió a su tarea. Vi otro cerca del auto. Encendí la luz del porche y me quedé mirándolos. Eran caballos grandes, blancos, de largas crines, seguramente de alguna granja de los alrededores con algún alambrado caído y vaya a saberse cómo habían llegado hasta nuestra casa. Parecían estar disfrutando inmensamente su escapada. Pero se los notaba un poco nerviosos también: podía verles el blanco de los ojos desde la ventana. Sus orejas iban y venían al ritmo de sus mordiscos. Un tercer caballo apareció entonces y luego un cuarto, todos blancos, pastando en nuestro jardín.
Fui al dormitorio a despertar a Nancy. Tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados, y se había puesto ruleros y había una valija abierta a los pies de la cama.
–Nancy, tienes que venir a ver esto. No vas a creerlo. Vamos, levántate.
–¿Qué pasa? Me estás lastimando. Qué pasa.
–Querida, tienes que ver esto. No voy a lastimarte. Perdona si te asusté. Pero tienes que levantarte y venir a ver esto.
Pocos minutos después estaba a mi lado en la ventana, atándose la bata.
–Dios, son hermosos. ¿De dónde vienen? Qué hermosos son.
–De alguna granja vecina, supongo. Voy a llamar al sheriff para que ubique al dueño. Pero quería que los vieras antes.
–¿Morderán? Me gusta acariciar a aquél, el que acaba de mirarnos. –No creo que muerdan. No parecen esa clase de caballos. Pero ponte algo encima si vamos a salir. Hace frío afuera.
Me puse la campera encima del pijama y esperé a Nancy. Abrí la puerta y salimos y nos acercamos caminando hasta ellos. Todos levantaron sus cabezas. Uno resopló y retrocedió unos pasos, pero volvió a tironear del pasto y mascar como los demás. Apoyé mi mano entre sus ojos y le palmeé los flancos y dejé que su hocico me oliera. Nancy estaba acariciando las crines de otro, mientras murmuraba: “¿De dónde vienes, caballito? ¿Dónde vives y qué haces aquí en medio de la noche?”, mientras el animal movía su cabeza como si entendiera.
–Será mejor que llame al sheriff –dije.
–Todavía no. Un rato más. Nunca veremos algo igual. Nunca, nunca tendremos caballos en nuestro jardín. Un rato más, Dan.
Poco después, mientras Nancy seguía yendo de uno a otro, palmeándolos y acariciándolos, uno de los caballos comenzó a rumbear hacia la ruta, más allá de nuestro auto y supe que era momento de llamar.
En pocos minutos vimos las luces de dos patrulleros en la niebla y poco después llegó una camioneta con un acoplado para caballos, de la que bajó un tipo con gamulán, que se acercó a los caballos y necesitó un lazo para lograr que entrara el último en el acoplado.
–¡No le haga daño! –dijo Nancy.
Cuando se fueron volvimos al living y yo dije que iba a hacer café y pregunté a Nancy si quería una taza.
–Te diré lo que quiero –dijo ella–. Me siento bien, Dan. Me siento como borracha, como… No sé cómo, pero me gusta. No quiero dormir; no podría dormir. Haz un poco de café y a ver si encuentras algo de música en la radio y puedes avivar el fuego.
Así que nos sentamos frente a la chimenea y bebimos café y escuchamos viejas canciones por la radio y hablamos de Richard y de la madre de Nancy y bailamos. Ninguno aludió en ningún momento a nuestra situación. La niebla seguía allí, detrás de las ventanas, mientras hablábamos y éramos gentiles el uno con el otro. Hasta que, cerca del amanecer, apagué la radio y nos fuimos a la cama e hicimos el amor.
Al mediodía siguiente, luego de que ella terminara su valija, la llevé al aeródromo desde donde volaría a Portland y de allí haría el trasbordo que la dejaría en Pasco por la noche.
–Saluda a tu madre de mi parte. Y dale un abrazo a Richard. Y dile que lo extraño. Y que lo quiero.
–Él también te quiere. Lo sabes. En cualquier caso, lo verás después del verano. –Yo asentí. –Adiós –dijo ella. Y me abrazó. Yo le devolví el abrazo–. Me alegro por anoche. Los caballos. La charla. Todo. Ayuda. No lo olvidaremos –y empezó a llorar.
–Escríbeme, ¿quieres? –dije yo–. Nunca pensé que fuera a pasarnos. En todos estos años. Nunca lo pensé. Ni una sola vez. No a nosotros.
–Te escribiré. Mucho. Las cartas más largas que hayas visto desde las que me enviabas en el secundario.
–Las estaré esperando.
Ella me miró largamente y me acarició la cara. Entonces me dio la espalda y se alejó por la pista rumbo al avión.
Ve, mi más querida, y que Dios esté contigo.
Ella abordó el avión y yo me mantuve en mi lugar hasta que se encendieron los motores y la nave empezó a carretear por la pista y despegó sobre la bahía y se convirtió en una mancha en el horizonte.
Volví a la casa, estacioné el coche y miré las huellas que habían dejado los caballos la noche anterior, los trozos de pasto arrancado y las marcas de herraduras y los montones de bosta aquí y allá. Entonces entré en la casa y, sin sacarme el saco siquiera, levanté el teléfono y marqué el número de Susan.
Raymond Carver, Si me necesitas llámame.


Raymond Carver

Call if you need me.
We had both been involved with other people that spring, but when June came and school was out we decided to let our house for the summer and move from Palo Alto to the north coast country of California. Our son, Richard, went to Nancy's grandmother's place in Pasco, Washington, to live for the summer and work toward saving money for college in the fall. His grandmother knew the situation at home and had begun working on getting him up there and locating him a job long before his arrival. She'd talked to a farmer friend of hers and had secured a promise of work for Richard baling hay and building fences. Hard work, but Richard was looking forward to it. He left on the bus in the morning of the day after his high school graduation. I took him to the station and parked and went inside to sit with him until his bus was called. His mother had already held him and cried and kissed him goodbye and given him a long letter that he was to deliver to his grandmother upon his arrival. She was at home now finishing last-minute packing for our own move and waiting for the couple who were to take our house. I bought Richard's ticket, gave it to him, and we sat on one of the benches in the station and waited. We'd talked a little about things on the way to the station. 
'Are you and mom going to get a divorce?' he'd asked. It was Saturday morning, and there weren't many cars.
'Not if we can help it,' I said. 'We don't want to. That's why we're going away from here and don't expect to see anyone all summer. That's why we've rented our house for the summer and rented the house up in Arcata. Why you're going away, too, I guess. One reason anyway. Not to mention the fact that you'll come home with your pockets filled with money. We don't want to get a divorce. We want to be alone for the summer and try to work things out.'
'You still love mom?' he said. 'She told me she loves you.'
'Of course I do,' I said. 'You ought to know that by now. We've just had our share of troubles and heavy responsibilities, like everyone else, and now we need time to be alone and work things out. But don't worry about us. You just go up there and have a good summer and work hard and save your money. Consider it a vacation, too. Get in all the fishing you can. There's good fishing around there.'
'Waterskiing, too,' he said. 'I want to learn to waterski.'
'I've never been waterskiing,' I said. 'Do some of that for me too, will you?'
We sat in the bus station. He looked through his yearbook while I held a newspaper in my lap. Then his bus was called and we stood up. I embraced him and said again, 'Don't worry, don't worry. Where's your ticket?'
He patted his coat pocket and then picked up his suitcase. I walked him over to where the line was forming in the terminal, then 5 embraced him again and kissed him on the cheek and said goodbye.
'Goodbye, Dad,' he said and turned from me so that I wouldn't see his tears.
I drove home to where our boxes and suitcases were waiting in the living room. Nancy was in the kitchen drinking coffee with the young couple she'd found to take our house for the summer. I'd met the couple, Jerry and Liz, graduate students in math, for the first time a few days before, but we shook hands again, and I drank a cup of coffee that Nancy poured. We sat around the table and drank coffee while Nancy finished her list of things they should look out for or do at certain times of the month, the first and last of each month, where they should send any mail, and the like. Nancy's face was tight. Sun fell through the curtain on to the table as it got later in the morning.
Finally, things seemed to be in order and I left the three of them in the kitchen and began loading the car. It was a furnished house we were going to, furnished right down to plates and cooking utensils, so we wouldn't need to take much with us from this house, only the essentials.
I'd driven up to Eureka, 350 miles north of Palo Alto, on the north coast of California, three weeks before and rented us the furnished house. I went with Susan, the woman I'd been seeing. We stayed in a motel at the edge of town for three nights while I looked in the newspaper and visited realtors. She watched me as I wrote out a cheque for the three months' rent. Later, back at the motel, in bed, she lay with her hand on her forehead and said, 'I envy your wife. I envy Nancy. You hear people talk about "the other woman" always and how the incumbent wife has the privileges and the real power, but I never really understood or cared about those things before.
Now I see. I envy her. I envy her the life she will have with you in that house this summer. I wish it were me. I wish it wore us. Oh, how I wish it were us. I feel so crummy,' she said. I stroked her hair.
Nancy was a tall, long-legged woman with brown hair and eyes and a generous spirit. But lately we had been coming up short on generosity and spirit. The man she had been seeing was one of my colleagues, a divorced, dapper, three-piece-suit-and-tie fellow with greying hair who drank too much and whose hands, some of my students told me, sometimes shook in the classroom. He and Nancy had drifted into their affair at a party during the holidays not too long after Nancy had discovered my own affair. It all sounds boring and tacky now—it is boring and tacky—but during that spring it was what it was, and it consumed all of our energies and concentration to the exclusion of everything else. Sometime in late April we began to make plans to rent our house and go away for the summer, just the two of us, and try to put things back together, if they could be put back together. We each agreed we would not call or write or othenvise be in touch with the other parties. So we made arrangements for Richard, found the couple to look after our house, and I had looked at a map and driven north from San Francisco and found Eureka, and a realtor who was willing to rent a furnished house to a respectable middle-aged married couple for the summer. I think I even used the phrase second honeymoon to the realtor, God forgive me, while Susan smoked a cigarette and read tourist brochures out in the car.
I finished storing the suitcases, bags and cartons in the trunk and backseat and waited while Nancy said a final goodbye on the porch. She shook hands with each of them and turned and came toward the car. I waved to the couple, and they waved back. Nancy got in and shut the door. 'Let's go,' she said. I put the car in gear and we headed for the freeway. At the light just before the frceway we saw a car ahead of us come off the frceway trailing a broken muffler, the sparks flying. 'Look at that,' Nancy said. 'It might catch fire.' We waited and watched until the car managed to pull off the road on to the shoulder.
We stopped at a little café off the highway near SeLastopol. Eat and Gas, the sign read. We laughed at the sign. I pulled up in front of the café and we went inside and took a table near a window in the back of the café. After we had ordered coffee and sandwiches, Nancy touched her forefinger to the table and began tracing lines in the wood. I lit a cigarette and looked outside. I saw rapid movement, and then I realized I was looking at a hummingbird in the bush beside the window. Its wings moved in a blur of motion and it kept dipping its beak into a blossom on the bush.
'Nancy, look,' I said. 'There's a hummingbird.'
But the hummingbird flew at this moment and Nancy looked and said, 'Where? I don't see it.'
'It was just there a minute ago,' I said. 'Look, there it is. Another one, I think. It's another hummingbird.'
We watched the hummingbird until the waitress brought our order and the bird flew at the movement and disappeared around the building.
'Now that's a good sign, I think,' I said. 'Hummingbirds. Hummingbirds are supposed to bring luck.'
'I've heard that somewhere,' she said. 'I don't know where I heard that, but I've heard it. Well,' she said, 'luck is what we could use. Wouldn't you say?'
'They're a good sign,' I said. 'I'm glad we stopped here.'
She nodded. She waited a minute, then she took a bite of her sandwich.
We reached Eureka just before dark. We passed the motel on the highway where Susan and I had stayed and had spent the three nights some weeks before, then turned off the highway and took a road up over a hill overlooking the town. I had the house keys in my pocket. We drove over the hill and for a mile or so until we came to a little intersection with a service station and a grocery store. There were wooded mountains ahead of us in the valley, and pastureland all around. Some cattle were grazing in a field behind the service station. 'This is pretty country,' Nancy said. 'I'm anxious to see the house.'
'Almost there,' I said. 'It's just down this road,' I said, 'and over that rise.' 'Here,' I said in a minute and pulled into a long driveway with hedge on either side. 'Here it is. What do you think of this?'
I'd asked the same question of Susan when she and I had stopped in the driveway.
'It's nice,' Nancy said. 'It looks fine, it does. Let's get out.'
We stood in the front yard a minute and looked around. Then we went up the porch steps and I ualocked the front door and turned on the lights. We went through the house. There wore two small bedrooms, a bath, a living room with old furniture and a fireplace, and a big kitchen with a view of the valley.
'Do you like it?' I said.
'I think it's just wonderful,' Nancy said. She grinned. 'I'm glad you found it. I'm glad we're here.' She opened the refrigerator and ran a finger over the counter. 'Thank God, it looks clean enough. I won't have to do any cleaning.'
'Right down to clean sheets on the beds,' I said. 'I checked. I made sure. That's the way they're renting it. Pillows even. And pillowcases, too.'
'We'll have to buy some firewood,' she said. We were standing in the living room. 'We'll want to have a fire on nights like this.'
'I'll look into firewood tomorrow,' I said. 'We can go shopping then too and see the town.'
She looked at me and said, 'I'm glad we're here.'
'So am I,' I said. I opened my arms and sEe moved to me. I held her. I could feel her trembling. I turned her face up and kissed her on either cheek. 'Nancy,' I said.
'I'm glad we're here,' she said.
We spent the next few days settling in, taking trips into Eureka to walk around and look in store windows, and hiking across the pastureland behind the house all the way to the woods. We bought groceries and I found an ad in the newspaper for firewood, called, and a day or so afterwards two young men with long hair delivered a pick-up truckload of alder and stacked it in the carport. That night we sat in front of the fireplace after dinner and drank coffee and talked about getting a dog.
'I don't want a pup,' Nancy said. 'Something we have to clean up after or that will chew things up. That we don't need. But I'd like to have a dog, yes. We haven't had a dog in a long time. I think we could handle a dog up here,' she said.
'And after we go back, after summer's over?' I said. I rephrased the question. 'What about keeping a dog in the city?'
'We'll see. Meanwhile, let's look for a dog. The right kind of dog. I don't know what I want until I see it. We'll read the classifieds and we'll go to the pound, if we have to.' But though we went on talking about dogs for several days, and pointed out dogs to each other in people's yards we'd drive past, dogs we said we'd like to have, nothing came of it, we didn't get a dog.
Nancy called her mother and gave her our address and telephone number. Richard was working and seemed happy, her mother said. She herself was fine. I heard Nancy say, 'We're fine. This is good medicine.'
One day in the middle of July we were driving the highway near the ocean and came over a rise to see some lagoons that were closed off from the ocean by sand spits. There were some people fishing from shore, and two boats out on the water.
I pulled the car off on to the shoulder and stopped. 'Let's see what they're fishing for,' I said. 'Maybe we could get some gear and go ourselves.'
'We haven't been fishing in years,' Nancy said. 'Not since that time Richard was little and we went camping near Mount Shasta. Do you remember that?'
'I remember,' I said. 'I just remembered too that I've missed fishing. Let's walk down and see what they're fishing for.'
'Trout,' the man said, when I asked. 'Cut-throats and rainhow trout. Even some steelhead and a few salmon. They come in here in the winter when the spit opens and then when it closes in the spring, they're trapped. This is a good time of the year for them. I haven't caught any today, but last Sunday I caught four, about fifteen inches long. Best eating fish in the world, and they put up a hell of a fight. Fellows out in the boats have caught some today, but so far I haven't done anything today.'
'What do you use for bait?' Nancy asked.
'Anything,' the man said. 'Worms, salmon eggs, whole kernel corn. Just get it out there and leave it lay on the bottom. Pull out a little slack and watch your line.'
We hung around a little longer and watched the man fish and watched the little boats chat-chat back and forth the length of the lagoon.
'Thanks,' I said to the man. 'Good luck to you.'
'Good luck to you,' he said. 'Good luck to the both of you.'
We stopped at a sporting goods store on the way back to town and bought licences, inexpensive rods and reels, nylon line, hooks, leaders, sinkers, and a crecl. We made plans to go fishing the next morning.
But that night, after we'd eaten dinner and washed the dishes and I had laid a fire in the fireplace, Nancy shook her head and said it wasn't going to work.
'Why do you say that?' I asked. 'What is it you mean?'
'I mean it isn't going to work. Let's face it.' She shook her head again. 'I don't think I want to go fishing in the morning, either, and I don't want a dog. No, no dogs. I think I want to go up and see my mother and Richard. Alone. I want to be alone. I miss Richard,' she said and began to cry. 'Richard's my son, my baby,' she said, 'and he's nearly grown and gone. I miss him.'
'And Del, do you miss Del Shraeder, too?' I said. 'Your boyfriend. Do you miss him?'
'I miss everybody tonight,' she said. 'I miss you too. I've missed you for a long time now. I've missed you so much you've gotten lost somehow, I can't explain it. I've lost you. You're not mine any longer.'
'Nancy,' I said.
'No, no,' she said. She shook her head. She sat on the sofa in front of the fire and kept shaking her head. 'I want to fly up and see my mother and Richard tomorrow. After I'm gone you can call your girlfriend.'
'I won't do that,' I said. 'I have no intention of doing that.'
'You'll call her,' she said.
'You'll call Del,' I said. I felt rubbishy for saying it.
'You can do what you want,' she said, wiping her eyes on her sleeve. 'I mean that. I don't want to sound hysterical. But I'm going up to Washington tomorrow. Right now I'm going to go to bed. I'm exhausted. I'm sorry. I'm sorry for both of us, Dan. We're not going to make it. That fisherman today. He wished us good luck.' She shook her head. 'I wish us good luck too. We're going to need it.'
She went into the bathroom and I heard water running in the tub. I went out and sat on the porch steps and smaked a cigarette. It was dark and quiet outside. I looked toward town and could see a faint glow of lights in the sky and patchos of ocean fog drifting in the valley. I began to think of Susan. A little later Nancy came out of the bathroom and I heard the bedroom door close. I went inside and put another block of wood on the grate and waited until the flames began to move up the bark. Then I went into the other bedroom and turned the covers back and stared at the floral design on the shects. Then I showered, dressed in my pyjamas, and went to sit near the fireplace again. The fog was outside the window now. I sat in front of the fire and smoked. When I looked out the window again, sometLing moved in the fog and I saw a horse grazing in the front yard.
I went to the window. The horse looked up at me for a minute, then went back to pulling up grass. Another horse walked past the car into the yard and began to graze. I turned on the porch light and stood at the window and watched them. They were big white horses with long manes. They'd gotten through a fence or an unlocked gate from one of the nearby farms. Somehow they'd wound up in our front yard. They were larking it, enjoying their breaLaway immensely. But they were nervous too; I could see the whites of their eyes from where I stood behind the window. Their ears kept rising and falling as they tore out clumps of grass. A third horse wandered into the yard, and then a fourth. It was a herd of white horses, and they were grazing in our front yard.
I went into the bedroom and woke Nancy. Her eyes were red and the skin around the eyes was swollen. She had her hair up in curlers and a suitcase lay open on the floor near the foot of the bed.
'Nancy,' I said. 'Honey, come and see what's in the front yard. Come and see this. You must see this. You won't believe it. Hurry up.'
'What is it?' she said. 'Don't hurt me. What is it?'
'Honey, you must see this. I'm not going to hurt you. I'm sorry if I scared you. But you must come out here and see something.'
I went back into the other room and stood in front of the window and in a few minutes Nancy came in tying her robe. She
looked out the window and said, 'My God, they're boautiful. Where'd they come from, Dan? They're just beautiful.'
'They must have gotten loose from around here somewhere,' I said. 'One of these farm places. I'll call the sheriffts department pretty soon and let them locate the owners. But I wanted you to see this first.'
'Will they bite?' she said. 'I'd like to pet that one there, that one that just looked at us. I'd like to pat that one's shoulder. But I don't want to get bitten. I'm going outside.'
'I don't think they'll bite,' I said. 'They don't look like the kind of horses that'll bite. But put a coat on if you're going out there; it's cold.'
I put my coat on over my pyjamas and waited for Nancy. Then I opened the front door and we went outside and walked into the yard with the horses. They all looked up at us. Two of them went back to pulling up grass. One of the other horses snorted and moved back a few steps, and then it too went back to pulling up grass and chewing, head down. I rubbed the forehead of one horse and patted its shoulder. It kept chewing. Nancy put out her hand and began stroking the mane of another horse. 'Horsey, where'd you come from?' she said. 'Where do you live and why are you out tonight, Horsey?' she said and kept stroking the horse's mane. The horse looked at her and blew through its lips and dropped its head again. She patted its shoulder.
'I guess I'd better call the sheriff,' I said.
'Not yet,' she said. 'Not for a while yet. We'll never see anything like this again. We'll never, never have horses in our front yard again. Wait a while yet, Dan.'
A little later, Nancy was still out there moving from one horse to another, patting their shoulders and stroking their manes, when one of the horses moved from the yard into the driveway and walked around the car and down the driveway toward the road, and I knew I had to call.
In a little while the two sheriff's cars showed up with their red lights flashing in the fog and a few minutes later a follow with a sheepskin coat driving a pick-up with a horse trailer behind it. Now the horses shied and tried to get away and the man with the horse trailer swore and tried to get a rope around the neck of one horse.
'Don't hurt it!' Nancy said.
We went back in the house and stood behind the window and watched the deputies and the rancher work on getting the horses rounded up.
'I'm going to make some coffee,' I said. 'Would you like some coffee, Nancy?'
'I'll tell you what I'd like,' she said. 'I feel high Dan. I feel like I'm loaded. I fecl like, I don't know, but I like the way I'm feeling. You put on some coffee and I'll find us some music to listen to on the radio and then you can build up the fire again. I'm too excited to sleep.'
So we sat in front of the fire and drank coffee and listened to an all-night radio station from Eureka and talked about the horses and then talked about Richard, and Nancy's mother. We danced. We didn't talk about the present situation at all. The fog hung outside the window and we talked and were kind with one another. Toward daylight I turned off the radio and we went to bed and made love.
The next afternoon, after her arrangements were made and her suitcases packed, I drove her to the little airport where she would catch a flight to Portland and then transfer to another airline that would put her in Pasco late that night.
'Tell your mother I said hello. Give Richard a hug for me and tell him I miss him,' I said. 'Tell him I send love.'
'He loves you too,' she said. 'You know that. In any case, you'll see him in the fall, I'm sure.'
I nodded.
'Goodbye,' she said and reached for me. We held each other. 'I'm glad for last night,' she said. 'Those horses. Our talk. Everything. It helps. We won't forget that,' she said. She began to cry.
'Write me, will you?' I said. 'I didn't think it would happen to us,' I said. 'All those years. I never thought so for a minute. Not us.'
'I'll write,' she said. 'Some big letters. The biggest you've ever seen since I used to send you letters in high school.'
'I'll be looking for them,' I said.
Then she looked at me again and touched my face. She turned and moved across the tarmac toward the plane.
Go, dearest one, and God be with you.
She boarded the plane and I stayed around until its jet engines started and, in a minute, the plane began to taxi down the runway. It lifted off over Humboldt Bay and soon became a speck on the horizon.
I drove back to the house and parked in the driveway and looked at the hoofprints of the horses from last night. There were deep impressions in the grass, and gashes, and there were piles of dung. Then I went into the house and, without even taking off my coat, went to the telephone and dialled Susan's number.
Raymond Carver, Call if you need me.