Prólogo del libro de relatos: Cuentos de la biblioteca viva

Quint Buchholz El embarcadero
El embarcadero: prólogo de un viaje

Una antigua máquina de escribir, unos folios y una cajetilla de tabaco reposan sobre un solitario embarcadero de madera. Unas gaviotas, apenas dibujadas, rompen la monotonía de un cielo sin nubes que se confunde con el mar tranquilo en el horizonte. Esa imagen en sepia que Quint Buchholz dibujó para «El libro de los libros» nos ha acompañado durante los meses que hemos dedicado a escribir cuentos.
El embarcadero es el lugar de partida, el sitio en el que empieza un nuevo viaje a la escritura cuya meta es incierta. Antes de partir, antes de aventurarnos, hemos­ practicado las artes de la navegación: conocemos la forma de atar cabos y de orientar las velas para ver favorecido nuestro avance. Somos capaces de esquivar tormentas y de paliar los momentos de calma. No hay secretos en el manejo de los instrumentos de navegación y sabemos leer el horizonte en las estrellas. Ya pode­mos partir, pero el viaje es siempre soli­tario y cada uno deberá enfrentarse a ese hermosísimo mar, infinito y proceloso, que puede ser la literatura. 
Durante cuatro meses he tenido la satisfacción de reunirme cada semana con los autores de los relatos que componen este volumen en la Biblioteca Viva de al-Andalus. Allí, en el taller que —inspirados por los cursos que impartió Roland Barthes— llamamos La preparación del relato, hemos intentado conocer los mecanismos internos del cuento, dominar ­algunas herramientas narrativas y frecuentar la obra de grandes autores para desvelar secretos de su manera de escri­bir. Pero, sobre todo, hemos intentado que cada tarde fuera inspiradora de un cuento, que cada participante regresase a su casa con la ilusión ­de crear algo nuevo para poderlo compartir, a la semana siguiente, con sus compañeros. Algunos de los cuentistas más importantes que hay en la actualidad se han formado en ­talleres literarios a los que han acudido durante años para aprender a manejar recursos, para perfeccionar su personal estilo y también para dar a conocer sus textos a unos compañeros que ejercen de cómplices y de críticos. Los talleres son muy habituales en muchos países de Sudamérica y Centroamérica como Argentina o México; también lo son en Estados Unidos y en varios países de Europa. Aquí en España, hasta hace pocos años, los cursos de escritura creativa apenas ­existían, pero en algo más de una década se han afianzado y hay algunos que ya gozan de un gran prestigio.
El contenido de nuestro taller tenía un esquema sencillo: en las diferentes sesiones trabajábamos primero aspectos técnicos de la escritura y, después, ­leíamos­ y comentábamos los cuentos que habían ­escrito los ­participantes. Así, poco a poco, de forma privada, han podido ir descubriendo algunas ­virtudes y algunos ­defectos en su forma de narrar. Creo que ­estos ­ejercicios han contribuido a dejar atrás el ­lastre de querer ­deslumbrar con su prosa para ir abriendo, poco a poco, el ­aba­nico de la imaginación y eso les ha permitido ­disfrutar más del ­proceso de escribir. Quizás de ese aprendizaje íntimo nazca una literatura más ­auténtica, más ­singular, con menos impostura.
En este libro se recogen veinticinco cuentos que nacieron en el cobijo de los muros de una biblioteca viva. Son once autores diversos en gustos, experiencias y vidas, pero unidos por la pasión de la literatura y la necesidad de escribir. Esa necesidad, seguramente, es el único motor posible en la literatura y, por tanto, lo que da sentido a lo que escriben. Sin una relación temática o un hilo conductor que una estos cuentos, el lector podrá disfrutar de la sorpresa en cada página por la diversidad de voces y estilos y por la gran imaginación que palpita en ellas. Aquí encontraremos cuentos como los de Ángel Luis Castellano Quesado escritos con la precisa maquinaria interna de los clásicos junto a otros, como los de Fernando Sánchez Mayo, en los que predomina la profundidad psicológica de los personajes. Hay historias que nos conmueven como las de Fernando García Lozano y Rafael Cámaras y cuentos arriesgados e innovadores como los de ­Victor Sánchez Flamil. Antonio Rodríguez Bolancé juega al desconcierto con unos relatos ocultos dentro de otros y el humor y la ensoñación se mezclan en los relatos enlazados de Juan Carlos Trapero Sánchez; ­Azahara Menor Rincón hace materia de las palabras y es la propia sintaxis la que toma el protagonismo. Claudio Cabello Rosa, con sus cuidadas metáforas, nos muestra situaciones opresivas; Ofelia Ara Rouse consigue atmósferas particulares con un texto limpio y directo y Gloria Álvarez de Prada nos invita a viajar a lugares lejanos con historias apasionantes. Todos los cuentos, por muy distintos que sean, consiguen atrapar nuestra atención, secuestran por unos minutos nuestra ­relación con el resto del mundo, nos cautivan e incluso nos transforman. 
Cuando Alfonso Cost me propuso impartir este taller reconozco que tuve mis dudas, pero me lo tomé como un reto personal. Hoy solo puedo ­agradecérselo. El taller La preparación del relato ha sido una experiencia enriquecedora: he tenido la oportunidad de cono­cer a personas brillantes y apasionadas por la ­literatura, he aprendido con ellas y hemos compartido momentos que formarán parte de nuestra memoria. 
La conclusión de un taller de escritura de relatos solo puede ser la misma obra: la colección de cuentos que, en su transcurso, ha podido inspirar. Este ­libro es para muchos de los autores el primer puerto de ese apasionante viaje a la escritura que han iniciado y no puedo evitar sentirme orgulloso de ver lo bien que navegan. Espero encontrarme a todos en futuros puertos.





Autores de los textos: Gloria Álvarez de Prada, Ofelia Ara Rouse, Claudio Cabello Rosa, Rafael Cámaras, Ángel Luis Castellano Quesada, Fernando García Lozano, Azahara Menor Rincón, Antonio Rodríguez Bolancé, Víctor Sánchez Flamil, Fernando Sánchez Mayo y Juan Carlos Trapero.
Ilustraciones: Gloria Álvarez de Prada, Isabel Carrión, Alfonso Cost y Dori Serrano.

Edición de Ricardo Reques y Alfonso Cost.
Ediciones Libro de Arena, 2017.

Henry James, La edad madura

La edad madura

Aquel día de abril era templado y luminoso, y el pobre Dencombe, feliz en la presunción de que sus energías se recuperaban, estaba parado en el jardín del hotel, comparando los atractivos de diversos paseos tranquilos, con una parsimonia en la cual, empero, todavía se echaba de ver cierta laxitud. Le gustaba la sensación de Sur, en la medida en que se la pudiera tener en el Norte; le gustaban los acantilados arenosos y los pinos arracimados, incluso le gustaba el mar incoloro. “Bournemouth es el lugar ideal para su salud” había sonado a simple anuncio, pero ahora él se había reconciliado con lo prosaico. El amigable cartero rural, al cruzar por el jardín, acababa de entregarle un paquetito, que él se llevó consigo dejando el hotel a mano derecha y encaminándose con andar circunspecto hasta un oportuno banco que ya conocía, en un recoveco bien abrigado en la ladera del acantilado. Daba al Sur, a las coloreadas paredes de la Isla de Wight, y por detrás estaba guarecido por el oblicuo declive de la pendiente. Se sintió bastante cansado cuando lo alcanzó, y por un momento se notó defraudado; estaba mejor, desde luego, pero, después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería, como en uno o dos grandes momentos del ayer, a sentirse superior a sí mismo. Lo que de infinito pueda tener la vida había desaparecido para él, y lo que le quedaba de la dosis otorgada era un vasito marcado como lo está un termómetro por el farmacéutico. Se quedó sentado con la vista clavada en el mar, que parecía todo superficie y cabrilleo, harto más superficial que el espíritu del hombre. El abismo de las ilusiones humanas, ése sí que era la auténtica profundidad sin mareas. Sostenía el paquete, que a todas luces era de libros, en las rodillas, sin abrirlo, alegrándose, tras el ocaso de tantas esperanzas (su enfermedad lo había hecho ser consciente de su edad), de saber que estaba ahí, pero dando por hecho que ya jamás podría haber una repetición completa del placer, tan caro a la experiencia juvenil, de verse a sí mismo “recién impreso”. Dencombe, que tenía una reputación, había publicado demasiadas veces y sabía de antemano demasiado bien cómo luciría.
Ese aplazamiento tuvo como vaga causa adicional, al cabo de un rato, a un grupo de tres personas —dos mujeres y un joven— a quienes, más abajo que él, se veía avanzar errabundos, juntos y al parecer callados, a lo largo de la arena de la playa. El joven tenía la cabeza inclinada hacia un libro y de vez en cuando se quedaba parado por el hechizo que sobre él ejercía ese volumen que, como percibía Dencombe incluso a esa distancia, tenía una cubierta chillonamente roja. Entonces, sus compañeras, un poco por delante, lo esperaban a que las alcanzara, hurgando en la arena con sus sombrillas y mirando alrededor el cielo y el mar, paladinamente conscientes de la belleza del día. A aquellas cosas el joven del libro se mostraba ajeno aún más paladinamente; retrasándose, fascinado, absorto, era motivo de envidia para un observador a quien se le había mar chitado toda candidez de su relación con la literatura. Una de las mujeres era voluminosa y entrada en años; la otra exhibía la delgadez de una contrastante juventud y de una situación social seguramente inferior. La mujer voluminosa transportaba la imaginación de Dencombe hacia la época de la crinolina; tenía un sombrero en forma de champiñón, adornado con un velo azul, y la portadora del mismo, en su agresiva imponencia, parecía aferrarse a una moda desvanecida y aun a una causa perdida. Al cabo su compañera sacó de entre los pliegues de un mantón una cojeante silla portátil, que desplegó rápidamente y de la cual tomó posesión la mujer voluminosa. Este acto, junto con algo en los movimientos de la una y de la otra, instantáneamente caracterizó a las ejecutantes —éstas actuaban para recreo de Dencombe— como matrona opulenta y como humilde señorita de compañía. Por lo demás, ¿de qué servía ser un novelista probado si no se era capaz de establecer las relaciones personales existentes entre tales figuras? Como por ejemplo: la imaginativa teoría de que el joven era hijo de la matrona opulenta, y de que la humilde señorita de compañía, hija de clérigo o de funcionario, abrigaba una secreta pasión por él. ¿No era visible eso por el modo como ésta última se había deslizado furtivamente detrás de su benefactora para volver la vista hacia donde él se había permitido quedarse completamente quieto en tanto su madre se sentaba a descansar? Ese libro era una novela; tenía la llamativa tapa de las ediciones económicas, y él, mientras el romanticismo de la vida quedaba desdeñado a su lado, se perdía en el romanticismo de la biblioteca circulante. Maquinalmente se trasladó a donde era más blanda la arena, y se dejó caer en ella para acabar el capítulo a sus anchas. La humilde señorita de compañía, desalentada por la inaccesibilidad masculina, erraba, con la cabeza martirizadamente gacha, en otra dirección, y la señora descomunal, contemplando las olas, ofrecía una borrosa semejanza con una máquina voladora caída en pedazos.
Cuando empezó a desinteresarlo este espectáculo, Dencombe se acordó de que tenía, a fin de cuentas, otro pasatiempo aguardándolo. Aunque tanta celeridad fuera infrecuente por parte de su editor, él ya podía extraer del envoltorio su obra “más reciente”, quizá su obra última y final. La cubierta de La edad madura era certeramente llamativa, el aroma de las rozagantes páginas era el mismísimo olor de la beatitud; pero, de momento, él no pasó de ahí, habiéndose percatado de una rara alienación. Se le había olvidado de qué trataba su propio libro. El último ataque de su vieja dolencia, de la cual había venido ilusamente a protegerse a Bournemouth, ¿había quizá interpuesto un vacío absoluto respecto de lo que había precedido al mismo? Había finalizado la corrección de galeradas antes de salir de Londres, pero la posterior quincena en cama había pasado una esponja sobre los matices. No habría podido salmodiarse a sí propio una sola de sus frases, ni podía dirigirse a ninguna determinada página con curiosidad o seguridad. Se le había ido su tema, quedándole apenas una conjetura. Lanzó un sordo gemido al respirar el frío de su vacío absoluto: éste parecía tan desesperadamente representar la culminación de un siniestro proceso. Las lágrimas visitaron sus apacibles ojos: algo precioso se había evaporado. Tal había sido la congoja más punzante de unos cuantos años a esta parte: la sensación de la mengua del tiempo, de la reducción de las oportunidades; y lo que ahora notaba no era tanto que estuviera escapándosele su última oportunidad, cuanto que ya se le había escapado del todo. Aunque había hecho todo lo que podía, aún no había hecho lo que quería. Ése era el desgarro: que, virtualmente, su carrera había llegado a su término: era tan violento como una mano brutal en la garganta. Se levantó nerviosamente de su asiento, cual criatura invadida por el pavor; luego, en su debilidad, tornó a arrellanarse y abrió tembloroso la novela. Era un solo volumen: él prefería los volúmenes únicos, aspirando a una concisión exquisita. Se puso a leer, y poco a poco, en esa ocupación, fue sintiéndose tranquilizado y serenado. Todo principió a volver a su mente, pero volvía con asombro; volvía, sobre todo, con una belleza elevada y radiante. Leyó su propia prosa, pasó sus propias páginas, y, sentado allí, con el sol de primavera en sus hojas, sintió una peculiar e intensa emoción. Su carrera se había terminado, sin duda, pero, al menos, se había terminado con aquello.
Durante su enfermedad había olvidado el trabajo del año pasado... pero lo que más había olvidado era que fuese tan extraordinariamente bueno. Volvió a zambullirse en su narración, y fue arrastrado a sus profundidades, como por mano de una sirena, hasta donde flotan extraños temas silenciosos en el tenue mundo sumergido de la ficción, la gran cisterna esmaltada del arte. Reconoció su tema y se rindió a su propio talento. Seguramente su propio talento nunca se había mostrado tan acendrado como en aquella ocasión. Sus ineptitudes seguían allí, pero lo que también seguía allí, para su percepción, aunque probablemente, ¡ay!, para la de nadie más, era la maña con que en la mayoría de los casos las había remontado. En el sorprendido goce de esa su destreza, entrevió un posible indulto. De seguro que su fuerza aún no estaba agotada; en ella todavía quedaba vida y servicio. No le había venido fácilmente, había llegado de modo tardío y esquivo. Era hija del tiempo, nutrida por la dilación; él había luchado y sufrido por ella, realizando incontables sacrificios, y ahora que la misma había madurado de veras, ¿iba a cesar de producir, iba a declararse brutalmente derrotada? Para Dencombe hubo una infinita satisfacción en sentir, como jamás anteriormente, que la pertinacia vincit omnia. El resultado producido en su librito era, sin saber muy bien cómo, un resultado que había rebasado sus propósitos conscientes; no parecía sino que él hubiera plantado su genio, se hubiera fiado de su método, y ellos hubieran crecido y florecido con esta bonanza. No obstante, aunque el logro había sido genuino, el proceso había sido bastante trabajoso. Lo que tan intensamente veía hoy, lo que sentía como un cuchillo clavado en sus entrañas, era que sólo ahora, en el tramo final, había llegado a la plena posesión de su capacidad. Su desarrollo había sido anormalmente lento, casi grotescamente paulatino. La experiencia lo había estorbado y retardado y, durante luengos períodos, él no había hecho sino buscar el camino a tientas. Se le había ido demasiada parte de su vida en producir demasiado poco de su arte. Por fin el arte había llegado, pero había llegado detrás de todo lo demás. A ese ritmo, una sola existencia era demasiado corta: sólo lo bastante larga para reunir material, de tal guisa que, para fructificar, para hacer uso de ese material, era menester una segunda existencia, una prórroga. Por esa prórroga fue por lo que suspiró el pobre Dencombe. Hojeando las últimas páginas de su libro se dolió:
—¡Ah, quién tuviera otra oportunidad! ¡Ah, qué no daría yo por una ocasión mejor!
Las tres personas a quienes había observado en la arena se habían esfumado y luego habían reaparecido: ahora estaban subiendo por un sendero, una subida artificial y cómoda, que conducía a lo alto del acantilado. A mitad de dicho caminito se hallaba el banco de Dencombe, en un saliente resguardado, y, en este instante, la señora voluminosa, persona maciza y heterogénea, de agresivos ojos oscuros y simpáticas mejillas coloradas, resolvió tomarse unos momentos de descanso. Llevaba unos largos guantes que se le habían manchado y unos inmensos pendientes de diamantes; al principio pareció vulgar, pero contradijo esa expectativa con un tono afablemente desenvuelto. Mientras sus acompañantes se quedaban aguardando de pie por ella, extendió sus faldas en el otro extremo del banco de Dencombe. El joven llevaba gafas de aros dorados, a través de los cuales, con el dedo aún metido en su libro de cubierta roja, lanzó una ojeada al volumen, encuadernado en la misma tonalidad del mismo color, que descansaba sobre el regazo del primer ocupante del banco. Luego de un instante, Dencombe creyó comprender que al joven lo sorprendía la similitud, que había reconocido el sello dorado en la tela carmesí, que él también estaba leyendo La edad madura, y que después tomaba conciencia de que había alguien más que iba a la par que él. El desconocido se sentía desconcertado, tal vez incluso una pizca contrariado, al descubrir no ser la única persona que había tenido la ventura de que le llegara a las manos uno de los primeros ejemplares. Los ojos de los dos lectores se encontraron un momento, y a Dencombe le hizo gracia la expresión de la mirada de su competidor o incluso, podría inferirse, de su admirador. Con ella confesaba cierta ofensa, semejaba decir: “¡Por todos los diablos, ¿ya lo tiene éste?! ¡Claro que será uno de esos estomagantes críticos literarios!” Dencombe escondió de la vista su ejemplar mientras la matrona opulenta, irguiéndose tras su descanso, prorrumpía en un:
—¡Ya experimento lo bien que sienta este aire!
—Yo no puedo afirmar lo mismo —dijo la señorita angulosa—. Yo me noto muy decaída.
—Yo me noto enormemente hambrienta. ¿Para qué hora ha solicitado usted el almuerzo? —continuó su protectora.
La joven desvió hacia su compañero la pregunta:
—El almuerzo lo encarga siempre el doctor Hugh.
—Hoy no he encargado nada: voy a hacerla seguir un régimen —dijo su compañero.
—En ese caso, me voy a mis habitaciones a dormir. Qui dortdine!
—Les rogaría que me excusaran un rato. ¿Puedo dejarla en manos de la señorita Vernham? —preguntó el doctor Hugh a su compañera de más edad.
—¿No confía el doctor Hugh en USTED? —preguntó ésta traviesamente.
—¡No demasiado! —osó declarar la señorita Vernham, mirando hacia el suelo—. Usted debe venir con nosotras, por lo menos hasta nuestro alojamiento —siguió, en tanto que la señora a quien parecían rendir pleitesía comenzaba a reanudar la subida. Dicha señora ya se había apartado un tanto del alcance de sus voces; no obstante, habida cuenta de la presencia de Dencombe, la señorita Vernham se volvió menos claramente audible a fin de quejársele al joven—: ¡Creo que no es usted consciente de todo lo que le debe a la condesa!
Indiferentemente, por un instante, el doctor Hugh dirigió hacia ella la refulgencia de la dorada montura de sus gafas:
—¿Es ésa la impresión que le doy? ¡Me hago cargo, me hago cargo!
—Es rematadamente buena con nosotros —insistió la señorita Vernham, obligada, ante la inmovilidad de su interlocutor, a seguir allí a despecho de estar comentando asuntos privados. ¿De qué habría servido que Dencombe fuera sensible a los matices si no hubiese sido capaz de detectar en esa inmovilidad del joven una extraña influencia por parte del callado convaleciente anciano de la capa de paño escocés? De pronto la señorita Vernham pareció darse cuenta de una tal motivación, pues luego de un instante agregó—: Si lo que usted quiere es tomar el sol aquí, puede regresar después de acompañarnos hasta el hotel.
Ante esto, el doctor Hugh titubeó, y Dencombe, pese a su deseo de simular que no se daba cuenta de nada, se arriesgó a mirarlo solapadamente. Con lo que de hecho acertaron ahora a encontrarse sus ojos fue, por parte de la señorita, con una extraña mirada fija, vidriosa por naturaleza, que hizo que el aspecto de la misma le recordara un personaje (no consiguió evocar su nombre) de alguna obra teatral o algún relato novelesco: alguna siniestra institutriz o solterona trágica. Ella parecía escudriñarlo, desafiarlo, decirle, con una indiscriminada ojeriza: “¿Por qué tiene usted que interferir en nuestros asuntos?” En ese mismo momento les llegó desde arriba la voz de la condesa, con sustancioso humor:
—¡Vengan, vengan, corderitos míos, tienen que ir detrás de su vieja bergère!
Ante esto la señorita Vernham se apartó para reanudar la ascensión, y el doctor Hugh, tras otra silenciosa apelación a Dencombe y un instante de visible demoranza, depositó su ejemplar en el banco, como para guardarse el sitio e incluso como señal de que regresaría, y procedió a subir sin dificultad por la zona más arriscada del acantilado.
Inocentes e infinitos por igual son los placeres de la observación y los recreos deparados por la afición a analizar la vida. Al pobre Dencombe, ocioso en su reservada exposición al viento, lo divirtió pensar que estaba esperando una revelación de algo que estaba en lo recóndito de un joven espíritu selecto. Con intensidad miró el ejemplar en el otro extremo del banco, pero no lo habría tocado ni por todo el oro del mundo: le venía bien tener una teoría que no hubiera de exponerse a refutación. Ya se sentía mejor de su melancolía; según su acostumbrada forma de expresarlo, ya había asomado la cabeza por la ventana. La efímera presencia de una condesa podía animar la fantasía cuando, como la mayor de las damas que acababan de retirarse, era tan visible como la giganta de una troupe. Verlo todo detalladamente, no cabía duda, era lo terrible; ver cosas de modo fragmentario, en contra de una opinión generalmente expresada, era el refugio, era la medicina. No era dable que el doctor Hugh fuese sino un crítico que estaba de acuerdo con editores o periódicos para recibir ejemplares de los libros recientes. Este personaje reapareció al cabo de un cuarto de hora, con patente alivio al encontrar que Dencombe seguía allí y con un brillo de dientes blancos en una cohibida aunque generosa sonrisa. Quedó visiblemente decepcionado ante el eclipse del ejemplar que no era el suyo: había un pretexto menos para poder hablar con el desconocido. Pero habló con el desconocido, pese a ello: blandió su propio ejemplar y principió a conversar requiriendo:
—¡Haga el favor, si tiene usted posibilidad de escribir sobre esta obra, de decir que es lo mejor que su autor ha creado hasta ahora!
Dencombe respondió con una carcajada: eso de “hasta ahora” lo divertía tanto, hacía tan extensa avenida de lo futuro. Y, mejor aún, resultaba que el joven lo tomaba a él por un crítico. Sacó La edad madura de debajo de la capa, pero instintivamente reprimió toda actitud delatora de su paternidad. En parte se debió a que siempre resulta ridículo llamar la atención sobre la obra propia.
—¿Es eso lo que va a escribir usted mismo? —le inquirió a su visitante.
—No estoy muy seguro de que yo vaya a escribir nada. Por lo regular no escribo; me limito a disfrutar en paz. Pero el libro es rematadamente bueno.
Durante un momento, Dencombe sostuvo un breve debate consigo mismo. Si su interlocutor hubiera empezado a vituperarlo, él habría confesado al instante su verdadera identidad; pero no había nada malo en incitarlo un poco a alabar. Lo incitó con tal exito que, en cuestión de instantes, su nuevo conocido, sentado a su vera, confesaba con abierta franqueza que las novelas de Dencombe eran las únicas que era capaz de leer por segunda vez. Él había llegado el día anterior de Londres, donde un amigo suyo, periodista, le había prestado su ejemplar de la más reciente de ellas: el ejemplar enviado a la redacción del diario y que ya había sido objeto de una “gacetilla” que a buen seguro (por prejuzgar que no quedara) se había tardado exactamente un cuarto de hora en redactar. Insinuó que sentía vergüenza de su amigo y, en lo que concernía a una novela que requería y ofrecía estudio, de tamaña conducta ordinaria; y con su propia apreciación fresca, y su inusitado deseo por expresarla, prontamente llegó a ser para el pobre Dencombe una extraordinaria, una deliciosa aparición. El azar había puesto al fatigado literato cara a cara con el más ferviente admirador que cabía suponerle entre la generación joven. Para ser exactos, este admirador era desconcertante: era tan raro caso toparse con un joven médico hirsuto —parecía un fisiólogo alemán— devoto de la forma literaria. Era una casualidad, pero más feliz que la mayoría de las casualidades, conque Dencombe, no menos solazado que confundido, se entregó media hora a hacer hablar a su visitante mientras él guardaba silencio. Justificó su propia posesión adelantada de La edad madura aludiendo a su amistad con el editor, el cual, sabiendo que él estaba en Bournemouth por motivos de salud, había tenido con él ese grato detalle. Dencombe reveló haber estado enfermo, pues el doctor Hugh lo habría adivinado de modo inevitable; incluso llegó a preguntarse si no podría esperar alguna “orientación” sanitaria por parte de alguien que aunaba un entusiasmo tan rutilante y una presumible familiaridad con los medicamentos ahora en boga. Quizá perturbara un poco la confianza de Dencombe el tener que tomarse en serio a un médico que era capaz de tomárselo tan en serio a él mas le había caído en gracia este efusivo joven moderno y sintió con aguda punzada que aún habría cosas que hacer en un mundo donde se ofrecían tan extrañas mezclas. No era cierto lo que había tratado de creer en pro de la renuncia: que todas las combinaciones estaban ya agotadas. No lo estaban, no, no lo estaban, eran innúmeras; el agotamiento estaba sólo en el desventurado artista.
El doctor Hugh era un fisiólogo ardiente saturado del espíritu de la época; o sea, acababa de licenciarse; pero era original y polifacético, y hablaba como un hombre que de buena gana habría preferido dedicarse a la literatura. Le habría gustado crear frases hermosas, pero la Naturaleza le había rehusado el don. Algunas de las mejores frases de La edad madura lo habían impresionado sobremanera, y se tomó la libertad de leérselas a Dencombe en refuerzo de su argumentación. El doctor Hugh, en el aire perfumado, se tornó vívido al sentir de su compañero, para cuyo profundo consuelo parecía haber sido enviado; y con especial ardor se aplicó a describir cuán recientemente había tenido conocimiento de, y cuán instantáneamente se había entusiasmado con, el único novelista que había logrado poner carne entre las costillas de un arte que se moría de hambre a fuerza de timideces y dogmatismos. Aún no le había escrito: lo contenía un sentimiento de respeto. En ese instante, Dencombe se congratuló más que nunca de no haber concedido jamás su tiempo a los fotógrafos. La actitud de su visitante le prometía un gran obsequio de comunicación, mas barruntó que, para el doctor Hugh, gozar de cierta continuidad en su comunicación dependía no poco de la condesa. Dencombe no tardó en enterarse de con qué clase de condesa se las habían, así como del tipo de vínculo que unía entre sí al insólito trío. La señora voluminosa, inglesa de nacimiento e hija de un barítono célebre, cuya afición, aunque no su talento, ella había heredado, era viuda de un aristócrata francés y dueña de todo lo que quedaba de la extensa fortuna, fruto de las ganancias paternas, que había constituido su propia dote. La señorita Vernham, criatura extraña pero consumada pianista, estaba vinculada a ella por un sueldo. La condesa era desbordante, excéntrica, muy suya: viajaba con una trovadora y un médico de cabecera. Ignorante y abrumadora, sin embargo tenía momentos en que resultaba casi irresistible. Dencombe la vio como posando para un retrato en el generoso bosquejo que le hacía el doctor Hugh, y notó cómo se formaba en su propia mente la imagen de la relación que con ella mantenía su joven amigo. Dicho joven amigo, para ser representante de una nueva psicología, resultaba muy fácil de sugestionar, y aunque se puso anormalmente locuaz, ello no fue sino un signo de auténtico sometimiento. En consecuencia, Dencombe hacía con él lo que quería aun sin darse a conocer como Dencombe.
Al ponerse enferma en un viaje por Suiza, la condesa lo había conocido en un hotel, y el azar de que él le cayera bien la movió a ofrecerle, con su imperiosa generosidad, unas condiciones que no pudieron menos que deslumbrar a un galeno aún sin clientela y cuyos recursos se habían consumido en sus estudios. No era la manera de pasar el tiempo que él habría escogido, pero era un tiempo que pasaría pronto, y, mientras tanto, ella era sumamente amable. Ella exigía constante atención, pero era imposible que no agradara. Él suministró toda clase de pormenores acerca de su pintoresca paciente, un “caso” como nunca había habido otro, que padecía, relacionado con su sofocada obesidad, y además de la veta morbosa de una voluntad violenta y sin objetivo, un grave trastorno orgánico; pero enseguida tornó a hablar de su bienamado novelista —a quien tuvo la felicísima inspiración de describir como más esencialmente poeta que muchos de quienes vivían de versificar— con su celo que había sido excitado, como igualmente lo había sido toda su ausencia de reserva, por la afortunada circunstancia de la simpatía de Dencombe y la coincidencia de lo que ambos estaban leyendo. Dencombe confesó conocer personalmente un poco al autor de La edad madura, pero no se sintió tan preparado como habría querido cuando su compañero —quien nunca hasta entonces había visto a un ser tan privilegiado— empezó ávidamente a solicitarle detalles. Incluso pensó que la mirada del doctor Hugh en aquel momento delató una vislumbre de sospecha. Pero el joven estaba demasiado inflamado para ser perspicaz, y abría una y otra vez el libro para exclamar “¿Se ha fijado usted en esto?” o “¿No lo impresionó soberanamente esto otro?”
—Hay un pasaje hermosísimo hacia el final —espetó, y tornó a echar mano del libro. Según volvía las hojas tropezó con otra cosa distinta, y Dencombe lo vio mudar de color súbitamente. El joven había cogido el ejemplar de Dencombe, que estaba sobre el banco, en lugar del suyo, y al punto su vecino adivinó la razón de su sobresalto. Por un instante el doctor Hugh se quedó muy serio; a renglón seguido dijo—: ¡Observo que ha estado usted retocando el texto!
Dencombe era un apasionado del corregir, un obseso del estilo; lo último a que llegaba era a una forma definitiva para él mismo. Su ideal habría sido publicar anónimamente, y luego, en el texto publicado, entregarse a sus revisiones maníacas, desautorizando siempre la primera edición y empezando para la posteridad, y aun para los pobrecillos coleccionistas, con la segunda. Esa mañana su lápiz había punzado en La edad madura una docena de burbujas. Lo sorprendió el efecto sobre él mismo del reproche del joven: por un momento lo hizo mudar ahora a él de color. Se puso, en todo caso, a tartamudear imprecisamente; luego, a través de una neblina de conciencia en reflujo, vio la extrañada mirada del doctor Hugh. Tuvo tiempo únicamente para darse cuenta de que estaba a punto de caer enfermo otra vez: todas estas emociones, la excitación, la fatiga, el calor del sol, el influjo del aire, se habían confabulado para jugarle una mala pasada, hasta el punto de que, tendiendo la mano hacia su compañero con una exclamación de sufrimiento, perdió por completo el sentido.
Posteriormente supo que se había desmayado y que el doctor Hugh lo había llevado al hotel en un cochecillo cuyo cochero, que merodeaba por los aledaños en pos de clientes, acertó a recordar haberlo visto casualmente en el jardín del mismo. Había recobrado el sentido durante el trayecto, y en la cama, aquella tarde, tuvo una vaga remembranza del joven rostro del doctor Hugh, cuando estaba junto a él, inclinado sobre él con una sonrisa reconfortante que expresaba algo más que una mera sospecha de su verdadera identidad. Esta identidad ya no podía ser negada, y por eso se sintió aún más pesaroso y dolido. Había sido temerario, había sido estúpido, había salido a pasear demasiado prematuramente, se había quedado afuera demasiado prolongadamente. No habría debido ponerse al alcance de desconocidos, habría debido llevar consigo a su criado. Sintió como si hubiera caído en una sima demasiado honda para poder avistar el menor retazo de cielo. Estaba en confusión sobre el tiempo transcurrido; recogía los fragmentos para hacerlos casar. Había visto a su médico, el de verdad, el que lo había atendido desde el principio, y que de nuevo se había mostrado amabilísimo. Su criado entraba y salía de puntillas, poniendo cara de que él ya se lo había esperado todo por anticipado. Más de una vez dijo algo sobre aquel joven caballero tan inteligente. Lo demás era vaguedad, cuando no desesperación. Empero, la vaguedad era explicable teniendo en cuenta sus sueños, angustias en sopor, de las que finalmente emergió para percibir nítidamente un cuarto oscuro y la luz de una tamizada vela.
—Volverá a estar del todo bien; ahora sé todo lo referente a usted —dijo cerca de él una voz, que reconoció como la de un hombre joven. Entonces le retornó a la memoria su encuentro con el doctor Hugh. Todavía estaba excesivamente desmayado para bromear sobre ello, pero pudo percatarse, al cabo de no demasiado, de que era intenso el interés de su visitante por él.
—Por supuesto no puedo asistirlo profesionalmente: usted tiene su propio médico, con quien ya he hablado y que es excelente —siguió el doctor Hugh—. Pero debe permitirme que venga a verlo en calidad de buen amigo. Simplemente he entrado a echarle un breve vistazo antes de acostarme. Va usted marchando óptimamente, pero menos mal que estaba yo junto a usted en el acantilado. Vendré a visitarlo mañana temprano. Me gustaría poder hacer algo por usted. Quiero hacer todo lo posible.
—Usted ha hecho muchísimo por mí.
El joven extendió la mano, posándola sobre él, y el pobre Dencombe, percibiendo débilmente esa cálida presión, se limitó a seguir allí tendido y aceptó su devoción. No podía menos; necesitaba demasiado una ayuda.
La idea de la ayuda que necesitaba le estuvo muy presente aquella noche, que pasó en despierta calma, con una intensidad de pensamientos que fue como una reacción contra sus horas de estupor. Estaba perdido, estaba perdido, estaba perdido si no había la posibilidad de salvarlo. No temía al sufrimiento, a la muerte; ni siquiera estaba enamorado de la vida; pero había tenido una profunda manifestación de deseo. Durante esas largas horas calladas se percató de que sólo con La edad madura había alzado el vuelo; sólo aquel día, visitado por procesiones silenciosas, había identificado su reino. Había tenido una revelación de su alcance. A lo que temía era a que su reputación hubiera de fundamentarse en algo incompleto. No era de su pasado sino de su futuro de lo que propiamente quería ocuparse. La enfermedad y la vejez se aparecían ante él como espectros de ojos despiadados: ¿cómo iba a sobornar a tales augures para que le concedieran una nueva oportunidad? Ya había tenido la única oportunidad que pueden tener los seres humanos: había tenido la oportunidad consistente en poder vivir. Muy tarde cayó dormido, y cuando despertó, el doctor Hugh estaba sentado junto a su cabecera. En él, a estas alturas, ya había algo de agradablemente íntimo.
—No vaya a pensar que he suplantado a su médico —dijo—; actúo con su consentimiento. Él ha estado aquí y lo ha visto. Extrañamente, parece confiar en mí. Le he contado cómo nos conocimos usted y yo ayer por casualidad, y confiesa que tengo una prerrogativa peculiar.
Dencombe lo miró con seriedad especulativa:
—¿Cómo lo ha arreglado con la condesa?
El joven se arreboló un poco, pero se rió:
—¡Oh, no se preocupe por la condesa!
—Me dijo usted que era muy exigente.
El doctor Hugh guardó silencio unos momentos.
—Sí que lo es —dijo.
—Y la señorita Vernham es una intrigante.
—¿Cómo sabe eso?
—Yo lo sé todo. ¡Hay que saberlo todo para poder escribir decentemente!
—Creo que es una loca —precisó el doctor Hugh.
—Bien, pero no se pelee con la condesa; en la actualidad le es de gran ayuda a usted.
—No me peleo —repuso el doctor Hugh—. Pero no me entiendo bien con las mujeres tontas. –Enseguida agregó—: Usted parece muy solo.
—Eso pasa mucho a mi edad. He sobrevivido, pero he tenido pérdidas por el camino.
El doctor Hugh vaciló; pero al fin, superando su leve escrúpulo, inquirió:
—¿A quién ha perdido?
—A todos.
—¡Ah, no! —protestó el joven, poniéndole una mano sobre el brazo.
—Tuve esposa, tuve un hijo. Mi esposa murió al nacer mi hijo, y a mi hijo, cuando aún iba al colegio, se lo llevaron unas fiebres tifoideas.
—¡Ojalá hubiese estado yo allí! —dijo con sinceridad el doctor Hugh.
—¡Bueno, está usted aquí! —respondió Dencombe con una sonrisa que, a pesar de la penumbra, traslució cuánto le gustaba su posibilidad de estar seguro del paradero de su acompañante.
—Usted habla de su edad extrañamente. No es usted viejo.
—¿Hipócrita tan pronto?
—Digo fisiológicamente.
—Así es como he estado hablándome a mí propio en los últimos cinco años, y eso exactamente es lo que me decía. ¡Y es que sólo cuando somos viejos comenzamos a decirnos que no lo somos!
—Pero yo también me digo a mí propio que soy joven —declaró el doctor Hugh.
—¡Y no sabe usted tan bien como yo con cuánta razón! —se rió el paciente, cuyo visitante desde luego admitió el hecho en cuestión, a juzgar por la rotundidad con que trocó su razonamiento de partida, comentando que debía de ser uno de los encantos de la vejez —por lo menos si se poseía una alta distinción el sentir que uno se ha esforzado y ha triunfado. El doctor Hugh empleó la manida expresión sobre el haberse ganado el descanso, y con ella hizo que, por un momento, el pobre Dencombe casi se irritara. Sin embargo, éste se rehízo para explicar, con suficiente claridad, que si él mismo, por desdicha, no conocía nada de tal bálsamo, sin duda era porque había malgastado años preciosos. Desde el principio se había consagrado a la literatura, mas había tardado toda una vida en ponerse a la altura de ese arte. Sólo en aquel momento, al fin, había empezado a entender; así que lo hecho hasta ahora no había sido sino un conjunto de movimientos ingobernados. Había madurado demasiado tarde y tenía un temperamento tan torpe que únicamente había logrado aprender a fuerza de errores.
—En ese caso, yo prefiero sus capullos a las rosas abiertas de los demás, y sus errores a los aciertos de los demás —dijo galantemente el doctor Hugh—. Lo admiro por sus errores.
—Feliz usted: usted no discierne —le replicó Dencombe.
Consultando su reloj, el joven se había levantado; dijo a qué hora de la tarde regresaría. Dencombe lo amonestó para que no se comprometiera con tanta exactitud, y nuevamente exteriorizó todo su miedo de estar haciéndolo descuidar a la condesa, de estar quizá haciéndolo incurrir en su disgusto.
—Quiero ser como usted: ¡quiero aprender a fuerza de errores! —repuso riendo el doctor Hugh.
—¡Tenga cuidado de no cometer uno demasiado grave! De todas suertes, regrese —añadió Dencombe, con el atisbo de una nueva idea.
—¡Debería usted tener más vanidad! —El doctor Hugh hablaba como si supiera cuál era la dosis exacta requerida para hacer normal a un literato.
—No, no; sólo debería tener más tiempo. Quiero otra oportunidad.
—¿Otra oportunidad?
—Quiero una prórroga.
—¿Una prórroga? —El doctor Hugh repetía otra vez las palabras de Dencombe, que, por lo visto, lo habían impresionado.
—¿No comprende? Quiero más de eso que se llama vida.
El joven, en son de despedida, había tomado la mano del paciente, la cual aferró la suya propia con cierta fuerza. Se miraron intensamente un momento.
—Usted tiene ganas de vivir —dijo el doctor Hugh.
—No sea frívolo. ¡Esto es demasiado serio!
—¡Usted vivirá! —afirmó el visitante de Dencombe, tornándose pálido.
—¡Ah, así está mejor! —Y mientras el doctor se retiraba, el enfermo se recostó agradecido, con acuitada risa.
Todo aquel día y la noche inmediata se preguntó si no se podría conseguir eso. Volvió su médico habitual, su criado estuvo muy atento, pero fue a su joven confidente y amigo a quien se encontró solicitando mentalmente. Su desmayo en el acantilado estaba plausiblemente explicado, y se prometía su restablecimiento para el futuro, a condición de una prudencia más rigurosa; mientras tanto, empero, la fijeza de sus meditaciones lo mantenía inmóvil y lo tornaba indolente. La idea que lo trabajaba no era menos absorbente por tratarse de una mera fantasía enfermiza. Ahí estaba un inteligente hijo de la época, ingenioso y apasionado, que daba la casualidad de haberlo considerado digno de la veneración de los buenos degustadores. Este servidor de su altar estaba investido de toda la nueva sabiduría de la ciencia y de toda la vieja reverencia de la fe; por consiguiente, ¿no podría poner su conocimiento al servicio de su empatía y su habilidad al servicio de su cariño? ¿No se podía confiar en que él inventaría un remedio para un pobre artista a cuyo arte había rendido homenaje? Si no se podía, la alternativa era penosa: Dencombe habría de capitular ante el silencio, sin ser ni vindicado ni intuido. El resto del día y todo el día siguiente jugueteó en secreto con esa dulce y fútil preocupación. ¿Quién obraría para él el milagro sino el joven que podía combinar tanta lucidez con tanta pasión? Pensó en los cuentos de hadas científicos y se embelesó hasta olvidar que buscaba una magia que no era de este mundo. El doctor Hugh era una aparición sobrenatural, y eso mismo significaba que estaba por encima de las leyes naturales. Este iba y venía mientras su paciente, incorporado en la cama, lo seguía con ojos anhelantes. El interés de haber conocido al gran autor había hecho que el joven hubiese vuelto a empezar La edad madura, pues aquel hecho lo ayudaría a encontrar mayor riqueza de sentido en sus páginas. Dencombe le había desvelado qué era lo que había “intentado”; el doctor Hugh, pese a toda su inteligencia, había sido incapaz de percatarse de ello en una primera lectura. La desconcertada celebridad se preguntó entonces quién en el mundo sería capaz de percatarse; por enésima vez le hizo gracia el modo cabal y craso en que podía malentenderse una “intención”. Sin embargo, no estuvo dispuesto a ponerse a vilipendiar indiscriminadamente la mentalidad común, por consolador que ello hubiera sido en el pasado: la revelación que había tenido de su propia torpeza semejaba convertir toda estupidez en algo sagrado.
Algún tiempo después, el doctor Hugh se mostró visiblemente agitado, terminando por confesar, ante las preguntas, un motivo de preocupaciones en su vida “doméstica”.
—Siga unido a la condesa, no se preocupe por mí —dijo Dencombe, repetidamente; pues su acompañante fue suficientemente explícito sobre la actitud de la voluminosa señora. Era tan celosa que había caído enferma: la ofendía tamaño quebrantamiento de la fidelidad debida. Pagaba tanto por la lealtad de él que había de tenerla entera: le negaba el derecho a mostrar otras simpatías, lo acusaba de maquinar para dejarla morir sola, pues innecesario era comentar para cuán poco servía ante una emergencia la señorita Vernham. Al manifestar el doctor Hugh que la condesa ya se habría marchado de Bournemouth si él no la hubiese hecho quedarse en cama, el pobre Dencombe le apretó el brazo más fuerte y dijo con determinación—: Llévesela sin pérdida de tiempo.
Habían salido juntos hasta el abrigado rincón donde, tan recientemente, se habían conocido. El joven, que había dado apoyo con su propia persona a su acompañante, declaró con énfasis que sentía limpia su conciencia: podía montar dos caballos a la vez. ¿Acaso no soñaba, para su porvenir, con una época en que tendría que montar a la vez quinientos? Con parejo anhelo de virtud, Dencombe contestó que en esa edad dorada ningún paciente pagaría para contratarle su exclusiva atención. Por parte de la condesa, ¿no era lícito su absolutismo? El doctor Hugh lo negó, diciendo que no había habido ningún contrato, sino únicamente un acuerdo amistoso, y que para un espíritu libre era imposible un servilismo sórdido; por si fuera poco, le gustaba hablar de arte, y ése fue el tema en que entonces, sentados los dos juntos en el banco soleado, trató primordialmente de involucrar al autor de La edad madura. Dencombe, volviendo a elevarse un poco con las débiles alas que le prestaba la convalecencia y obsesionado todavía por esa esperanzadora idea de un salvamento organizado, encontró un nuevo filón de elocuencia en defender la causa de una cierta y esplendorosa “manera final”: la ciudadela misma, como se demostraría, de su reputación, la fortaleza en que iba a congregarse su verdadero tesoro. Mientras su oyente le concedía toda la mañana y el gran mar tranquilo semejaba detenerse a escuchar, él tuvo un maravilloso rato de explicación. Incluso a su propio juicio estuvo él inspirado al describir en qué consistiría su tesoro: los metales preciosos que excavaría de la mina, las raras joyas, los collares de perlas que colgaría de las columnas de su templo. Estuvo prodigioso a su propio ver, por la densidad con que se agolparon sus convicciones; pero más prodigioso estuvo al ver del doctor Hugh, quien le aseveró, no obstante, que las mismísimas páginas que había publicado recientemente estaban ya incrustadas de gemas. No por ello dejó de anhelar el joven las combinaciones venideras, y, poniendo por testigo al hermoso día, le renovó a Dencombe el compromiso de que su profesión se haría responsable de otorgarle tal vida. Entonces, de pronto, se llevó velozmente la mano al bolsillo del reloj y solicitó venia para ausentarse media hora. Dencombe esperó allí a que regresara, mas por último lo hizo volver a la realidad la aparición de una sombra humana en el suelo. La sombra resultó ser la de la señorita Vernham, la damisela de compañía de la condesa; al reconocerla, Dencombe se dio tan clara cuenta de que venía a hablar con él, que se levantó del banco y permaneció así para agradecerle semejante cortesía. Lo cierto es que la señorita Vernham no se mostró especialmente cortés: parecía extrañamente atribulada y ahora su carácter era inequívoco.
—Perdone que le pregunte —dijo— si será demasiado esperar que sea posible persuadirlo para que deje tranquilo al doctor Hugh. —Y luego, antes de que Dencombe, hondamente turbado, pudiera protestar, agregó—: Debe usted saber que está estorbándolo, que puede ocasionarle un perjuicio terrible.
—¿Quiere decir dando motivo para que la condesa prescinda de sus servicios?
—Haciéndola desheredarlo. —Ante esto, Dencombe quedó pasmado, y la señorita Vernham prosiguió, gustosa de comprobar que era capaz de producir toda una impresión—: Ha dependido de él obtener algo muy conveniente. Ha tenido unas perspectivas magníficas, pero creo que usted ha logrado echarlas a perder.
—No a sabiendas, se lo aseguro. ¿No hay esperanzas de que se pueda enmendar el desaguisado? —preguntó Dencombe.
—Ella estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Le entran prontos, se deja ir; es su forma de ser. No tiene parientes, es libre de disponer a su gusto de su dinero, y está muy enferma.
—Lamento muchísimo saberlo —balbució Dencombe.
—¿No le sería posible a usted marcharse de Bournemouth? Es eso lo que he venido a pedirle.
El pobre Dencombe se dejó caer en el banco:
—Yo también estoy muy enfermo, ¡pero lo intentaré!
La señorita Vernham siguió allí inmóvil con sus descoloridos ojos y la brutalidad de su buena conciencia.
—¡Antes de que sea demasiado tarde, se lo ruego! —dijo; y tras esto le volvió la espalda para desaparecer de su vista, deprisa, como si hubiera sido un asunto al que no hubiese podido consagrar más que un minuto de su precioso tiempo.
Ah, claro, después de aquello, Dencombe se sintió muy enfermo, naturalmente. La señorita Vernham lo había trastornado con sus vehementes noticias feroces: para él había sido un choque por demás duro descubrir lo que estaba en juego para un joven sin dinero y de excelentes cualidades. Se quedó temblando en su banco, mirando fijamente la inmensa extensión del agua, sintiéndose deshecho por aquel golpe directo. De cierto que estaba demasiado débil, demasiado vacilante, demasiado asustado; pero haría el esfuerzo de marcharse, pues no estaba dispuesto a cargar con la culpabilidad de interferir, y realmente estaba en entredicho su honor. Se volvería tambaleante a su alojamiento, en cualquier caso, y entonces pensaría qué hacer. Volvió al hotel y, por el camino, tuvo una vislumbre caracterizadora del motivo fundamental del comportamiento de la señorita Vernham. La condesa odiaba a las mujeres, por supuesto, Dencombe lo veía clarísimo; así que la desposeída pianista carecía de esperanzas personales y sólo podía consolarse con el audaz plan de ayudar al doctor Hugh, ora fuera para casarse con él después de que él obtuviese el dinero, ora para inducirlo a reconocer el derecho de ella a una recompensa, que él pagaría para quitársela de encima. Si ella se había portado con él como amiga en una crisis fecunda, él verdaderamente se sentiría obligado a no olvidarse de ella, como hombre de delicadeza, y ella sabía qué esperar sobre esa base.
En el hotel, el criado de Dencombe se empeñó en que su señor volviera a la cama. El enfermo había hablado de coger un tren y había empezado a impartir órdenes para hacer las maletas; tras lo cual sus alterados nervios sucumbieron a una sensación de desfallecimiento. Consintió en ver a su médico, al cual se mandó inmediatamente a buscar, mas deseó que se entendiera bien que su puerta estaba irrevocablemente cerrada para el doctor Hugh. Se había forjado un plan, que era tan espléndido que se regocijó con él después de volverse a la cama. El doctor Hugh, encontrándose desdeñado repentina e inmisericordemente, renovaría su vasallaje a la condesa por natural disgusto y para alegría de la señorita Vernham. Cuando llegó su médico, Dencombe se enteró de que tenía fiebre y de que eso era preocupante: había de cultivar la calma y procurar no pensar, si le era posible. Durante el resto del día trató de conseguir la estupidez; pero hubo una aflicción que lo mantuvo lúcido: la del probable sacrificio de su “prórroga”, el punto final de su trayectoria. Su consejero médico estaba cualquier cosa menos contento: las sucesivas recaídas eran un mal augurio. Lo exhortó a obrar con mano dura y quitarse de la cabeza al doctor Hugh: ello contribuiría sumamente a su tranquilidad. Ese intranquilizador nombre no volvió a ser pronunciado en su cuarto, pero su tranquilidad era tan sólo temor reprimido, y quedó puesta en peligro por un telegrama, recibido a las diez de esa noche, que su criado abrió y le leyó y que llevaba la firma de la señorita Vernham junto a una dirección de Londres. “Imploro use toda influencia para hacer nuestro amigo reunirse con nosotras mañana por la mañana. Condesa muchísimo peor por terrible viaje, pero todo puede salvarse aún.” Las dos mujeres habían hecho de tripas corazón y aquella tarde habían sido capaces de una rencorosa revuelta. Se habían dirigido a la capital, y aunque la de más edad, como comunicaba la señorita Vernham, estaba muy enferma, deseaba dejar claro que era no menos inexorable. El pobre Dencombe, que no era inexorable y, sinceramente, sólo quería que todo “se salvara”, envió ese mensaje directamente al alojamiento del joven, y a la mañana siguiente tuvo la alegría de saber que éste se había ido de Bournemouth en un tren temprano.
Dos días después, el doctor Hugh entró arrolladoramente en la habitación con un ejemplar de una revista literaria en la mano. Había vuelto porque lo trabajaba un gran afán de tener noticias suyas y por el placer de mostrarle la grandiosa recensión de La edad madura. Ahí por fin había algo apropiado, a la altura de la ocasión: era una aclamación, una reparación, un deseo por parte de la crítica de poner al autor en la hornacina que limpiamente se había ganado. Dencombe lo aceptó y se sometió: no hizo objeciones ni preguntas, pues habían retornado viejos achaques y había pasado dos días atroces. Estaba convencido no sólo de que ya nunca volvería a levantarse de la cama, de modo que era perdonable dejar entrar a su joven amigo, sino también de que sería muy poco lo que requeriría de la paciencia de quienes lo atendían. El doctor Hugh había estado en Londres, y en sus ojos trató Dencombe de encontrar alguna señal de que la condesa se había apaciguado y de que el heredamiento estaba a buen recaudo; mas lo único que en los mismos pudo ver fue la luz de su juvenil alegría por dos o tres frases de la revista. Dencombe no se hallaba en condiciones de leerlas, pero cuando su visitante se empecinó en repetírselas más de una vez, fue capaz de hacer un gesto negativo con la cabeza sin dejarse embriagar:
—¡Ah, no son ciertas, pero lo habrían sido referidas a lo que pude hacer!
—Lo que alguien “pudo hacer” es primordialmente lo que en realidad hizo —objetó el doctor Hugh.
—Primordialmente sí, ¡pero yo he sido todo un idiota! —dijo Dencombe.
El doctor Hugh se quedó; se aproximaba raudamente el desenlace. Dos días después, Dencombe le comentó, a título del más endeble de los chistes, que ya no habría segunda oportunidad que valiese. Ante esto el joven lo miró con fijeza; seguidamente exclamó:
—¡Pero sí la ha habido, sí la ha habido! ¡La segunda oportunidad ha sido para el público, la oportunidad de encontrar un modo de abordarlo a usted, de encontrar la perla!
—¡Ah la perla! —suspiró desasosegado el pobre Dencombe. Una sonrisa tan fría como un atardecer invernal se insinuó en sus contraídos labios al añadir—: ¡La perla es lo que quedó sin escribir, la perla es lo que no tiene impurezas, lo ausente, lo perdido!
Desde ese momento estuvo cada vez menos lúcido, a ojos vistas inconsciente de lo que acaecía a su alrededor. Su enfermedad era decididamente letal, de unos efectos tan implacables, tras la breve tregua que le había permitido confraternizar con el doctor Hugh, como una vía de agua en un gran buque. Hundiéndose constantemente, aunque su visitante, hombre de extraños recursos, ahora cordialmente aprobados por su médico, mostraba infinita pericia en defenderlo del dolor, el pobre Dencombe no se percataba de atenciones ni de descuidos, ni traslucía síntomas de sufrimiento o de agradecimiento. Pero hacia el final sí dio una señal de haberse percatado de que había habido dos días en que el doctor Hugh no había aparecido por su cuarto, señal que consistió en abrir de improviso los ojos para preguntarle si había pasado ese paréntesis con la condesa.
—La condesa ha muerto —dijo el doctor Hugh—. Yo ya sabía que en unas circunstancias dadas no resistiría. He ido para visitar su tumba.
Los ojos de Dencombe se abrieron más:
—¿Le ha dejado a usted “algo muy conveniente”?
Al joven se le escapó una risa casi demasiado frívola para hallarse en una habitación de agonía.
—Ni un penique. Me maldijo en redondo.
—¿Lo maldijo? —musitó Dencombe.
—Por abandonarla. La abandoné por usted. Tuve que elegir —explicó su acompañante.
—¿Eligió usted dejar escapar una fortuna?
—Elegí aceptar las consecuencias de mi entusiasmo, cualesquiera que fueren —sonrió el doctor Hugh. Luego, como una ocurrencia todavía más jocosa, agregó—: ¡Al diablo la fortuna! Es culpa de usted si no puedo olvidarme de sus obras.
El tributo inmediato a su humorada fue un largo gemido azorado; tras del cual, durante muchas horas y muchos días, Dencombe quedó postrado, sin movimiento y como ausente. Una respuesta tan radical, semejante vislumbre de un resultado definitivo y semejante sensación de reconocimiento actuaron conjuntamente en su ánimo y, desencadenando una extraña conmoción, alteraron y transfiguraron su desesperación lentamente. Lo abandonó la sensación de fría sumersión, pareció flotar sin esfuerzo. Este incidente fue extraordinario como aviso, y arrojó una luz más intensa. En su postrer momento, él le hizo una seña al doctor Hugh para que lo escuchara, y, cuando éste estuvo arrodillado junto a su almohada, lo hizo acercarse mucho.
—Usted me ha convencido de que es todo una vana ilusión.
—No su gloria, mi querido amigo —balbució el joven.
—No mi gloria... ¡lo que haya de ella! La verdadera gloria consiste en ... en haber sido puesto a prueba, haber tenido una pequeña calidad y haber ejercido un pequeño hechizo. Lo importante es haber conseguido que alguien se sintiera interesado. Ocurre que usted está loco, pero ello no afecta esta verdad.
—¡Usted es un gran triunfo! —dijo el doctor Hugh, imprimiéndole a su joven voz toda la vibración de unas campanas de boda.
Dencombe se quedó asimilándolo; luego hizo acopio de fuerzas para hablar otra vez:
—Una segunda oportunidad: ésa es la vana ilusión. Jamás ha habido más que una. Trabajamos a ciegas; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra misión. Todo lo demás no es sino la demencia del arte.
—Aunque haya usted dudado, aunque haya desesperado, siempre ha “logrado” —alegó finamente su visitante.
—He logrado alguna que otra cosilla —concedió Dencombe.
—Alguna que otra cosilla lo es todo. Es lo factible. ¡Es usted!
—¡Cuán conmovedor! —suspiró irónicamente el pobre Dencombe.
—Pero es la pura verdad —insistió su amigo.
—Es la pura verdad. La frustración es lo que no cuenta.
—La frustración es tan sólo un hecho de la vida —dijo el doctor Hugh.
—Sí, es lo que desaparece. —Al pobre Dencombe apenas si se lo oyó, pero con sus palabras había sellado el final definitivo de su primera y única oportunidad.

Henry James, La edad madura (The Middle Years, publicada en Scribner’s Magazine, 1893).


Henry James


Francisco Ayala, El Inquisidor

El Inquisidor
¡Qué regocijo! ¡qué alborozo! ¡Qué músicas y cohetes! El Gran Rabino de la judería, varón de virtudes y ciencia sumas, habiendo conocido al fin la luz de la verdad, prestaba su cabeza al agua del bautismo; y la ciudad entera hacía fiesta.
Aquel día inolvidable, al dar gracias a Dios Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia, sólo una cosa hubo de lamentar el antiguo rabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo de su corazón: que a su mujer, la difunta Rebeca, no hubiera podido extenderse el bien de que participaban con él, en cambio, felizmente, Marta, su hija única, y los demás familiares de su casa, bautizados todos en el mismo acto con mucha solemnidad. Esa era su espina, su oculto dolor en día tan glorioso; ésa, y -¡sí, también!- la dudosa suerte (o más que dudosa, temible) de sus mayores, línea ilustre que él había reverenciado en su abuelo, en su padre, generaciones de hombres religiosos, doctos y buenos, pero que, tras la venida del Mesías, no habían sabido reconocerlo y, durante siglos, se obstinaron en la vieja, derogada Ley.
Preguntábase el cristiano nuevo en méritos de qué se le había otorgado a su alma una gracia tan negada a ellos, y por qué designio de la Providencia, ahora, al cabo de casi los mil y quinientos años de un duro, empecinado y mortal orgullo, era él, aquí, en esta pequeña ciudad de la meseta castellana -él sólo, en toda su dilatada estirpe- quien, después de haber regido con ejemplaridad la venerable sinagoga, debía dar este paso escandaloso y bienaventurado por el que ingresaba en la senda de salvación. Desde antes, desde bastante tiempo antes de declararse converso, había dedicado horas y horas, largas horas, horas incontables, a estudiar en términos de Teología el enigma de tal destino. No logró descifrarlo. Tuvo que rechazar muchas veces como pecado de soberbia la única solución plausible que le acudía a las mientes, y sus meditaciones le sirvieron tan sólo para persuadirlo de que tal gracia le imponía cargas y le planteaba exigencias proporcionadas a su singular magnitud; de modo que, por lo menos, debía justificarla a posteriori con sus actos. Claramente comprendía estar obligado para con la Santa Iglesia en mayor medida que cualquier otro cristiano. Dio por averiguado que su salvación tenía que ser fruto de un trabajo muy arduo en pro de la fe; y resolvió -como resultado feliz y repentino de sus cogitaciones- que no habría de considerarse cumplido hasta no merecer y alcanzar la dignidad apostólica allí mismo, en aquella misma ciudad donde había ostentado la de Gran Rabino, siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo de todas las almas.
Ordenóse, pues, de sacerdote, fue a la Corte, estuvo en Roma y, antes de pasados ocho años, ya su sabiduría, su prudencia, su esfuerzo incansable, le proporcionaron por fin la mitra de la diócesis desde cuya sede episcopal serviría a Dios hasta la muerte. Lleno estaba de escabrosísimos pasos -más, tal vez, de lo imaginable- el camino elegido; pero no sucumbió; hasta puede afirmarse que ni siquiera llegó a vacilar por un instante. El relato actual corresponde a uno de esos momentos de prueba. Vamos a encontrar al obispo, quizás, en el día más atroz de su vida. Ahí lo tenemos, trabajando, casi de madrugada. Ha cenado muy poco: un bocado apenas, sin levantar la vista de sus papeles. Y empujando luego el cubierto a la punta de la mesa, lejos del tintero y los legajos, ha vuelto a enfrascarse en la tarea. A la punta de la mesa, reunidos aparte, se ven ahora la blanca hogaza de cuyo canto falta un cuscurro, algunas ciruelas en un plato, restos en otro de carne fiambre, la jarrita del vino, un tarro de dulce sin abrir… Como era tarde, el señor obispo había despedido al paje, al secretario, a todos, y se había servido por sí mismo su colación. Le gustaba hacerlo así; muchas noches solía quedarse hasta muy tarde, sin molestar a ninguno. Pero hoy, difícilmente hubiera podido soportar la presencia de nadie; necesitaba concentrarse, sin que nadie lo perturbara, en el estudio del proceso. Mañana mismo se reunía bajo su presidencia el Santo Tribunal; esos desgraciados, abajo, aguardaban justicia, y no era él hombre capaz de rehuir o postergar el cumplimiento de sus deberes, ni de entregar el propio juicio a pareceres ajenos: siempre, siempre, había examinado al detalle cada pieza, aun mínima, de cada expediente, había compulsado trámites, actuaciones y pruebas, hasta formarse una firme convicción y decidir, inflexiblemente, con arreglo a ella. Ahora, en este caso, todo lo tenía reunido ahí, todo estaba minuciosamente ordenado y relatado ante sus ojos, folio tras folio, desde el comienzo mismo, con la denuncia sobre el converso Antonio Maria Lucero, hasta los borradores para la sentencia que mañana debía dictarse contra el grupo entero de judaizantes complicados en la causa. Ahí estaba el acta levantada con la detención de Lucero, sorprendido en el sueño y hecho preso en medio del consternado revuelo de su casa; las palabras que había dejado escapar en el azoramiento de la situación -palabras, por cierto, de significado bastante ambiguo- ahí constaban. Y luego, las sucesivas declaraciones, a lo largo de varios meses de interrogatorios, entrecortada alguna de ellas por los ayes y gemidos, gritos y súplicas del tormento, todo anotado y transcrito con escrupulosa puntualidad. En el curso del minucioso procedimiento, en las diligencias premiosas e innumerables que se siguieron, Lucero había negado con obstinación irritante; había negado, incluso, cuando le estaban retorciendo los miembros en el potro. Negaba entre imprecaciones; negaba entre imploraciones, entre lamentos; negaba siempre. Mas -otro, acaso, no lo habría notado; a él ¿cómo podía escapársele?- se daba buena cuenta el obispo de que esas invocaciones que el procesado había proferido en la confusión del ánimo, entre tinieblas, dolor y miedo, contenían a veces, sí, el santo nombre de Dios envuelto en aullidos y amenazas; pero ni una sola apelaban a Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen o los Santos, de quienes, en cambio, tan devoto se mostraba en circunstancias más tranquilas…
Al repasar ahora las declaraciones obtenidas mediante el tormento -diligencia ésta que, en su día, por muchas razones, se creyó obligado a presenciar el propio obispo- acudió a su memoria con desagrado la mirada que Antonio María, colgado por los tobillos, con la cabeza a ras del suelo, le dirigió desde abajo. Bien sabía él lo que significaba aquella mirada: contenía una alusión al pasado, quería remitirse a los tiempos en que ambos, el procesado sometido a tortura y su juez, obispo y presidente del Santo Tribunal, eran aún judíos; recordarle aquella ocasión ya lejana en que el orfebre, entonces un mozo delgado, sonriente, se había acercado respetuosamente a su rabino pretendiendo la mano de Sara, la hermana menor de Rebeca, todavía en vida, y el rabino, después de pensarlo, no había hallado nada en contra de ese matrimonio, y había celebrado él mismo las bodas de Lucero con su cuñada Sara. Sí, eso pretendían recordarle aquellos ojos que brillaban a ras del suelo, en la oscuridad del sótano, obligándole a hurtar los suyos; esperaban ayuda de una vieja amistad y un parentesco en nada relacionados con el asunto de autos. Equivalía, pues, esa mirada a un guiño indecente, de complicidad, a un intento de soborno; y lo único que conseguía era proporcionar una nueva evidencia en su contra, pues ¿no se proponía acaso hablar y conmover en el prelado que tan penosamente se desvelaba por la pureza de la fe al judío pretérito de que tanto uno como otro habían ambos abjurado?
Bien sabía esa gente, o lo suponían -pensó ahora el obispo- cuál podía ser su lado flaco, y no dejaban de tantear, con sinuosa pertinacia, para acercársele. ¿No había intentado, ya al comienzo -y ¡qué mejor prueba de su mala conciencia! ¡qué confesión más explícita de que no confiaban en la piadosa justicia de la Iglesia!-, no habían intentado blandearlo por la mediación de Marta, su hijita, una criatura inocente, puesta así en juego?… Al cabo de tantos meses, de nuevo suscitaba en él un movimiento de despecho el que así se hubieran atrevido a echar mano de lo más respetable: el candor de los pocos años. Disculpada por ellos, Marta había comparecido a interceder ante su padre en favor del Antonio María Lucero, recién preso entonces por sospechas. Ningún trabajo costó establecer que lo había hecho a requerimientos de su amiga de infancia y -torció su señoría el gesto- prima carnal, es cierto, por parte de madre, Juanita Lucero, aleccionada a su vez, sin duda, por los parientes judíos del padre, el converso Lucero, ahora sospechoso de judaizar. De rodillas, y con palabras quizás aprendidas, había suplicado la niña al obispo. Una tentación diabólica; pues, ¿no son, acaso, palabras del Cristo: El que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí?
En alto la pluma, y perdidos los ojos miopes en la penumbrosa pared de la sala, el prelado dejó escapar un suspiro de la caja de su pecho: no conseguía ceñirse a la tarea; no podía evitar que la imaginación se le huyera hacia aquella su hija única, su orgullo y su esperanza, esa muchachita frágil, callada, impetuosa, que ahora, en su alcoba, olvidada del mundo, hundida en el feliz abandono del sueño, descansaba, mientras velaba él arañando con la pluma el silencio de la noche. Era -se decía el obispo- el vástago postrero de aquella vieja estirpe a cuyo dignísimo nombre debió él hacer renuncia para entrar en el cuerpo místico de Cristo, y cuyos últimos rastros se borrarían definitivamente cuando, llegada la hora, y casada -si es que alguna vez había de casarse- con un cristiano viejo, quizás ¿por qué no? de sangre noble, criara ella, fiel y reservada, laboriosa y alegre, una prole nueva en el fondo de su casa… Con el anticipo de esta anhelada perspectiva en la imaginación, volvió el obispo a sentirse urgido por el afán de preservar a su hija de todo contacto que pudiera contaminarla, libre de acechanzas, aparte; y, recordando cómo habían querido valerse de su pureza de alma en provecho del procesado Lucero, la ira le subía a la garganta, no menos que si la penosa escena hubiera ocurrido ayer mismo. Arrodillada a sus plantas, veía a la niña decirle: «Padre: el pobre Antonio María no es culpable de nada; yo, padre -¡ella! ¡la inocente!-, yo, padre, sé muy bien que él es bueno. ¡Sálvalol» Sí, que lo salvara. Como si no fuera eso, eso precisamente, salvar a los descarriados, lo que se proponía la Inquisición… Aferrándola por la muñeca, averiguó en seguida el obispo cómo había sido maquinada toda la intriga, urdida toda la trama: señuelo fue, es claro, la afligida Juanica Lucero; y todos los parientes, sin duda, se habían juntado para fraguar la escena que, como un golpe de teatro, debería, tal era su propósito, torcer la conciencia del dignatario con el sutil soborno de las lágrimas infantiles. Pero está dicho que si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala y échala de ti. El obispo mandó a la niña, como primera providencia, y no para castigo sino más bien por cautela, que se recluyera en su cuarto hasta nueva orden, retirándose él mismo a cavilar sobre el significado y alcance de este hecho: su hija que comparece a presencia suya y, tras haberle besado el anillo y la mano, le implora a favor de un judaizante; y concluyó, con asombro, de allí a poco, que, pese a toda su diligencia, alguna falla debía tener que reprocharse en cuanto a la educación de Marta, pues que pudo haber llegado a tal extremo de imprudencia.
Resolvió entonces despedir al preceptor y maestro de doctrina, a ese doctor Bartolomé Pérez que con tanto cuidado había elegido siete años antes y del que, cuando menos, podía decirse ahora que había incurrido en lenidad, consintiendo a su pupila el tiempo libre para vanas conversaciones y una disposición de ánimo proclive a entretenerse en ellas con más intervención de los sentimientos que del buen juicio.
El obispo necesitó muchos días para aquilatar y no descartar por completo sus escrúpulos. Tal vez -temía-, distraído en los cuidados de su diócesis, había dejado que se le metiera el mal en su propia casa, y se clavara en su carne una espina de ponzoña. Con todo rigor, examinó de nuevo su conducta. ¿Había cumplido a fondo sus deberes de padre? Lo primero que hizo cuando Nuestro Señor le quiso abrir los ojos a la verdad, y las puertas de su Iglesia, fue buscar para aquella triste criatura, huérfana por obra del propio nacimiento, no sólo amas y criadas de religión irreprochable, sino también un preceptor que garantizara su cristiana educación. Apartarla en lo posible de una parentela demasiado nueva en la fe, encomendarla a algún varón exento de toda sospecha en punto a doctrina y conducta, tal había sido su designio. El antiguo rabino buscó, eligió y requirió para misión tan delicada a un hombre sabio y sencillo, este Dr. Bartolomé Pérez, hijo, nieto y biznieto de labradores, campesino que sólo por fuerza de su propio mérito se había erguido en el pegujal sobre el que sus ascendientes vivieron doblados, había salido de la aldea y, por entonces, se desempeñaba, discreto y humilde -tras haber adquirido eminencia en letras sagradas-, como coadjutor de una parroquia que proporcionaba a sus regentes más trabajo que frutos. Conviene decir que nada satisfacía tanto en él al ilustre converso como aquella su simplicidad, el buen sentido y el llano aplomo labriego, conservados bajo la ropa talar como un núcleo indestructible de alegre firmeza. Sostuvo con él, antes de confiarle su intención, tres largas pláticas en materia de doctrina, y le halló instruido sin alarde, razonador sin sutilezas, sabio sin vértigo, ansiedad ni angustia. En labios del Dr. Bartolomé Pérez lo más intrincado se hacía obvio, simple… Y luego, sus cariñosos ojos claros prometían para la párvula el trato bondadoso y la ternura de corazón que tan familiar era ya entre los niños de su pobre feligresía. Aceptó, en fin, el Dr. Pérez la propuesta del ilustre converso después que ambos de consuno hubieron provisto al viejo párroco de otro coadjutor idóneo, y fue a instalarse en aquella casa donde con razón esperaba medrar en ciencia sin mengua de la caridad; y, en efecto, cuando su patrono recibió la investidura episcopal, a él, por influencia suya, le fue concedido el beneficio de una canonjía. Entre tanto, sólo plácemes suscitaba la educación religiosa de la niña, dócil a la dirección del maestro. Mas, ahora… ¿cómo podía explicarse esto?, se preguntaba el obispo; ¿qué falla, qué fisura venía a revelar ahora lo ocurrido en tan cuidada, acabada y perfecta obra? ¿Acaso no habría estado lo malo, precisamente, en aquello -se preguntaba- que él, quizás con error, con precipitación, estimara como la principal ventaja: en la seguridad confiada y satisfecha del cristiano viejo, dormido en la costumbre de la fe? Y aun pareció confirmarlo en esta sospecha el aire tranquilo, apacible, casi diríase aprobatorio con que el Dr. Pérez tomó noticia del hecho cuando él le llamó a su presencia para echárselo en cara. Revestido de su autoridad impenetrable, le había llamado; le había dicho: «Óigame, doctor Pérez; vea lo que acaba de ocurrir: hace un momento, Marta, mi hija … » Y le contó la escena sumariamente. El Dr. Bartolomé Pérez había escuchado, con preocupado ceño; luego, con semblante calmo y hasta con un esbozo de sonrisa. Comentó: «Cosas, señor, de un alma generosa»; ése fue su solo comentario. Los ojos miopes del obispo lo habían escrutado a través de los gruesos vidrios con estupefacción y, en seguida, con rabiosa severidad. Pero él no se había inmutado; él -para colmo de escándalo- le había dicho, se había atrevido a preguntarle: «Y su señoría… ¿no piensa escuchar la voz de la inocencia?» El obispo -tal fue su conmoción- prefirió no darle respuesta de momento. Estaba indignado, pero, más que indignado, el asombro lo anonadaba ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo era posible tanta obcecación? O acaso hasta su propia cámara -¡sería demasiada audacia!-, hasta el pie de su estrado, alcanzaban… aunque, si se habían atrevido a valerse de su propia hija, ¿por qué no podían utilizar también a un sacerdote, a un cristiano viejo?… Consideró con extrañeza, como si por primera vez lo viese, a aquel campesino rubio que estaba allí, impertérrito, indiferente, parado ante él, firme como una peña (y, sin poderlo remediar, pensó: ¡bruto!) a aquel doctor y sacerdote que no era sino un patán, adormilado en la costumbre de la fe y, en el fondo último de todo su saber, tan inconsciente como un asno. En seguida quiso obligarse a la compasión: había que compadecer más bien esa flojedad, despreocupación tanta en medio de los peligros. Si por esta gente fuera -pensó- ya podía perderse la religión: veían crecer el peligro por todas partes, y ni siquiera se apercibían… El obispo impartió al Dr. Pérez algunas instrucciones ajenas al caso, y lo despidió; se quedó otra vez solo con sus reflexiones. Ya la cólera había cedido a una lúcida meditación. Algo que, antes de ahora, había querido sospechar varias veces, se le hacía ahora evidentísimo: que los cristianos viejos, con todo su orgulloso descuido, eran malos guardianes de la ciudadela de Cristo, y arriesgaban perderse por exceso de confianza. Era la eterna historia, la parábola, que siempre vuelve a renovar su sentido. No, ellos no veían, no podían ver siquiera los peligros, las acechanzas sinuosas, las reptantes maniobras del enemigo, sumidos como estaban en una culpable confianza. Eran labriegos bestiales, paganos casi, ignorantes, con una pobre idea de la divinidad, mahometanos bajo Mahoma y cristianos bajo Cristo, según el aire que moviera las banderas; o si no, esos señores distraídos en sus querellas mortales, o corrompidos en su pacto con el mundo, y no menos olvidados de Dios. Por algo su Providencia le había llevado a él -y ojalá que otros como él rigieran cada diócesis- al puesto de vigía y capitán de la fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómo podrá contrarrestar el ataque encubierto y artero, la celada, la conjuración sorda dentro de la misma fortaleza? Como un aviso, se presentaba siempre de nuevo a la imaginación del buen obispo el recuerdo de una vieja anécdota doméstica oída mil veces de niño entre infalibles carcajadas de los mayores: la aventura de su tío-abuelo, un joven díscolo, un tarambana, que, en el reino moro de Almería, habría abrazado sin convicción el mahometismo, alcanzando por sus letras y artes a ser, entre aquellos bárbaros, muecín de una mezquita. Y cada vez que, desde su eminente puesto, veía pasar por la plaza a alguno de aquellos parientes o conocidos que execraban su defección, esforzaba la voz y, dentro de la ritual invocación coránica, La ílaha illá llah, injería entre las palabras árabes una ristra de improperios en hebreo contra el falso profeta Mahoma, dándoles así a entender a los judíos cuál, aunque indigno, era su creencia verdadera, con escarnio de los descuidados y piadosos moros perdidos en zalemas… Así también, muchos conversos falsos se burlaban ahora en Castilla, en toda España, de los cristianos incautos, cuya incomprensible confianza sólo podía explicarse por la tibieza de una religión heredada de padres a hijos, en la que siempre habían vivido y triunfado, descansando, frente a las ofensas de sus enemigos, en la justicia última de Dios. Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo, quien lo había hecho a él instrumento de su justicia en la tierra, a él que conocía el campamento enemigo y era hábil para descubrir sus espías, y no se dejaba engañar con tretas, como se engañaba a esos laxos creyentes que, en su flojedad, hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, a veces: él los había sorprendido, los había interpretado, los había descubierto), hasta llegaban a cruzar miradas de espanto -un espanto lleno, sin duda, de respeto, de admiración y reconocimiento, pero espanto al fin- por el rigor implacable que su prelado desplegaba en defensa de la Iglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se había expresado en más de una ocasión con reticencia acerca de la actividad depuradora de su Pastor?
-Y, sin embargo, si el Mesías había venido y se había hecho hombre y había fundado la Iglesia con el sacrificio de su sangre divina ¿cómo podía consentirse que perdurara y creciera en tal modo la corrupción, como si ese sacrificio hubiera sido inútil?
Por lo pronto, resolvió el obispo separar al Dr. Bartolomé Pérez de su servicio. No era con maestros así como podía dársele a una criatura tierna el temple requerido para una fe militante, asediada y despierta; y, tal cual lo resolvió, lo hizo, sin esperar al otro día. Aun en el de hoy, se sentía molesto, recordando la mirada límpida que en la ocasión le dirigiera el Dr. Pérez. El Dr. Bartolomé Pérez no había pedido explicaciones, no había mostrado ni desconcierto ni enojo: la escena de la destitución había resultado increíblemente fácil; ¡tanto más embarazosa por ello! El preceptor había mirado al señor obispo con sus ojos azules, entre curioso y, quizás, irónico, acatando sin discutir la decisión que así lo apartaba de las tareas cumplidas durante tantos años y lo privaba al parecer de la confianza del Prelado. La misma conformidad asombrosa con que había recibido la notificación, confirmó a éste en la justicia de su decreto, que quién sabe si no le hubiera gustado poder revocar, pues, al no ser capaz de defenderse, hacer invocaciones, discutir, alegar y bregar en defensa propia, probaba desde luego que carecía del ardor indispensable para estimular a nadie en la firmeza. Y luego, las propias lágrimas que derramó la niña al saberlo fueron testimonio de suaves afectos humanos en su alma, pero no de esa sólida formación religiosa que implica mayor desprendimiento del mundo cotidiano y perecedero.
Este episodio había sido para el obispo una advertencia inestimable. Reorganizó el régimen de su casa en modo tal que la hija entrara en la adolescencia, cuyos umbrales ya pisaba, con paso propio; y siguió adelante el proceso contra su concuñado Lucero sin dejarse convencer de ninguna consideración humana. Las sucesivas indagaciones descubrieron a otros complicados, se extendió a ellos el procedimiento, y cada nuevo paso mostraba cuánta y cuán honda era la corrupción cuyo hedor se declaró primero en la persona del Antonio María. El proceso había ido creciendo hasta adquirir proporciones descomunales; ahí se veían ahora, amontonados sobre la mesa, los legajos que lo integraban; el señor obispo tenía ante sí, desglosadas, las piezas principales: las repasaba, recapitulaba los trámites más importantes, y una vez y otra cavilaba sobre las decisiones a que debía abocarse mañana el tribunal. Eran decisiones graves. Por lo pronto, la sentencia contra los procesados; pero esta sentencia, no obstante su tremenda severidad, no era lo más penoso; el delito de los judaizantes había quedado establecido, discriminado y probado desde hacía meses, y en el ánimo de todos, procesados y jueces, estaba descontada esta sentencia extrema que ahora sólo faltaba perfilar y formalizar debidamente. Más penoso resultaba el auto de procesamiento a decretar contra el Dr. Bartolomé Pérez, quien, a resultas de un cierto testimonio, había sido prendido la víspera e internado en la cárcel de la Inquisición. Uno de aquellos desdichados, en efecto, con ocasión de declaraciones postreras, extemporáneas y ya inconducentes, había atribuido al Dr. Pérez opiniones bastante dudosas que, cuando menos, descubrían este hecho alarmante: que el cristiano viejo y sacerdote de Cristo había mantenido contactos, conversaciones, quizás con el grupo de judaizantes, y ello no sólo después de abandonar el servicio del prelado, sino ya desde antes. El prelado mismo, por su parte, no podía dejar de recordar el modo extraño con que, al referirle él, en su día, la intervención de la pequeña Marta a favor de su tío, Lucero, había concurrido casi el Dr. Pérez a apoyar sinuosamente el ruego de la niña. Tal actitud, iluminada por lo que ahora surgía de estas averiguaciones, adquiría un nuevo significado. Y, en vista de eso, no podía el buen obispo, no hubiera podido, sin violentar su conciencia, abstenerse de promover una investigación a fondo, tal como sólo el procesamiento la consentía. Dios era testigo de cuánto le repugnaba decretarlo: la endiablada materia de este asunto parecía tener una especie de adherencia gelatinosa, se pegaba a las manos, se extendía y amenazaba ensuciarlo todo: ya hasta le daba asco. De buena gana lo hubiera pasado por alto. Mas ¿podía, en conciencia, desentenderse de los indicios que tan inequívocamente señalaban al Dr. Bartolomé Pérez? No podía, en conciencia; aunque supiera, como lo sabía, que este golpe iba a herir de rechazo a su propia hija… Desde aquel día de enojosa memoria -y habían pasado tres años, durante los cuales creció la niña a mujer-, nunca más había vuelto Marta a hablar con su padre sino cohibida y medrosa, resentida quizás o, como él creía, abrumada por el respeto. Se había tragado sus lágrimas; no había preguntado, no había pedido -que él supiera- ninguna explicación. Y, por eso mismo tampoco el obispo se había atrevido, aunque procurase estorbarlo, a prohibirle que siguiera teniendo por confesor al Dr. Pérez. Prefirió más bien -para lamentar ahora su debilidad de entonces- seguir una táctica de entorpecimiento, pues que no disponía de razones válidas con que oponerse abiertamente… En fin, el mal estaba hecho. ¿Qué efecto le produciría a la desventurada, inocente y generosa criatura el enterarse, como se enteraría sin falta, y saber que su confesor, su maestro, estaba preso por sospechas relativas a cuestión de doctrina? -lo que, de otro lado, acaso echara sombras, descrédito, sobre la que había sido su educanda, sobre él mismo, el propio obispo, que lo había nombrado preceptor de su hija… Los pecados de los padres… -pensó, enjugándose la frente.
Una oleada de ternura compasiva hacia la niña que había crecido sin madre, sola en la casa silenciosa, aislada de la vulgar chiquillería, y bajo una autoridad demasiado imponente, inundó el pecho del dignatario. Echó a un lado los papeles, puso la pluma en la escribanía, se levantó rechazando el sillón hacia atrás, rodeó la mesa y, con andar callado, salió del despacho, atravesó, una tras otra, dos piezas más, casi a tientas, y, en fin, entreabrió con suave ademán la puerta de la alcoba donde Marta dormía. Allí, en el fondo, acompasada, lenta, se, oía su respiración. Dormida, a la luz de la mariposa de aceite, parecía, no una adolescente, sino mujer muy hecha; su mano, sobre la garganta, subía y bajaba con la respiración. Todo estaba quieto, en silencio; y ella, ahí, en la penumbra, dormía. La contempló el obispo un buen rato; luego, con andares suaves, se retiró de nuevo hacia el despacho y se acomodó ante la mesa de trabajo para cumplir, muy a pesar suyo, lo que su conciencia le mandaba. Trabajó toda la noche. Y cuando, casi al rayar el alba, se quedó, sin poderlo evitar, un poco traspuesto, sus perplejidades, su lucha interna, la violencia que hubo de hacerse, infundió en su sueño sombras turbadoras. Al entrar Marta al despacho, como solía, por la mañana temprano, la cabeza amarillenta, de pelo entrecano, que descansaba pesadamente sobre los tendidos brazos, se irguió con precipitación; espantados tras de las gafas, se abrieron los ojos miopes. Y ya la muchacha, que había querido retroceder, quedó clavada en su sitio.
Pero también el prelado se sentía confuso; quitóse las gafas y frotó los vidrios con su manga, mientras entornaba los párpados. Tenía muy presente, vívido en el recuerdo, lo que acababa de soñar: había soñado -y, precisamente, con Marta- extravagancias que lo desconcertaban y le producían un oscuro malestar. En sueños, se había visto encaramado al alminar de una mezquita, desde donde recitaba una letanía repetida, profusa, entonada y sutilmente burlesca, cuyo sentido a él mismo se le escapaba. (¿En qué relación podría hallarse este sueño -pensaba- con la celebrada historieta de su pariente, el falso muecín? ¿Era él, acaso, también algún falso muecín?) Gritaba y gritaba y seguía gritando las frases de su absurda letanía. Pero, de pronto, desde el pie de la torre, le llegaba la voz de Marta, muy lejana, tenue, mas perfectamente inteligible, que le decía -y eran palabras bien distintas, aunque remotas-: «Tus méritos, padre -le decía-, han salvado a nuestro pueblo. Tú solo, padre mío, has redimido a toda nuestra estirpe» En este punto había abierto los ojos el durmiente, y ahí estaba Marta, enfrente de la mesa, parada, observándolo con su limpia mirada, rnientras que él, sorprendido, rebullia y se incorporaba en el sillón… Terminó de frotarse los vidrios, recobró su dominio, arregló ante sí los legajos desparramados sobre la mesa, y, pasándose todavía una mano por la frente, interpeló a su hija:
-Ven acá, Marta -le dijo con voz neutra-, ven, dime: si te dijeran que el mérito de un cristiano virtuoso puede revertir sobre sus antepasados y salvarlos, ¿qué dirías tú?
La muchacha lo miró atónita. No era raro, por cierto, que su padre le propusiera cuestiones de doctrina: siempre había vigilado el obispo a su hija en este punto con atención suma. Pero ¿qué ocurrencia repentina era ésta, ahora, al despertarse? Lo miró con recelo; meditó un momento; respondió:
-La oración y las buenas obras pueden, creo, ayudar a las ánimas del purgatorio, señor.
-Sí, sí -arguyó el obispo-, sí, pero… ¿a los condenados?
Ella movió la cabeza:
-¿Cómo saber quién está condenado, padre?
El teólogo había prestado sus cinco sentidos a la respuesta. Quedó satisfecho; asintió. Le dio licencia, con un signo de la mano, para retirarse. Ella titubeó y, en fin, salió de la pieza.
Pero el obispo no se quedó tranquilo; a solas ya, no conseguía librarse todavía, mientras repasaba los folios, de un residuo de malestar. Y, al tropezarse de nuevo con la declaración rendida en el tormento por Antonio María Lucero, se le vino de pronto a la memoria otro de los sueños que había tenido poco rato antes, ahí; vencido del cansancio, con la cabeza retrepada tal vez contra el duro respaldo del sillón. A hurtadillas, en él silencio de la noche, había querido -soñó- bajar hasta la mazmorra donde Lucero esperaba justicia, Para convencerlo de su culpa y persuadirlo a que se reconciliara con la Iglesia implorando el perdón. Cautelosamente, pues, se aplicaba a abrir la puerta del sótano, cuando -soñó- le cayeron encima de improviso sayones que, sin decir nada, sin hacer ningún ruido, querían llevarlo en vilo hacia el potro del tormento. Nadie pronunciaba una palabra; pero, sin que nadie se lo hubiera dicho, tenía él la plena evidencia de que lo habían tomado por el procesado Lucero, y que se proponían someterlo a nuevo interrogatorio. ¡qué turbios, qué insensatos son a veces los sueños! El se debatía, luchaba, quería soltarse, pero sus esfuerzos ¡ay! resultaban irrisoriamente vanos, como los de un niño, entre los brazos fornidos de los sayones. Al comienzo había creído que el enojoso error se desharía sin dificultad alguna, con sólo que él hablase; pero cuando quiso hablar notó que no le hacían caso, ni le escuchaban siquiera, y aquel trato tan sin miramientos le quitó de pronto la confianza en sí mismo; se sintió ridículo entonces, reducido a la ridiculez extrema, y -lo que es más extraño- culpable. ¿Culpable de qué? No lo sabía. Pero ya consideraba inevitable sufrir el tormento; y casi estaba resignado. Lo que más insoportable se le hacía era, con todo, que el Antonio María pudiera verlo así, colgado por los pies como una gallina. Pues, de pronto, estaba ya suspendido con la cabeza para abajo, y Antonio María Lucero lo miraba; pero lo miraba como a un desconocido; se hacia el distraído y, entre tanto, nadie prestaba oído a sus protestas. Él, sí; él, el verdadero culpable, perdido y disimulado entre los indistintos oficiales del Santo Tribunal, conocía el engaño; pero fingía, desentendido; miraba con hipócrita indiferencia. Ni amenazas, ni promesas, ni suplicas rompían su indiferencia hipócrita. No había quien acudiera a su remedio. Y sólo Marta, que, inexplicablemente, aparecía también ahí, le enjugaba de vez en cuando, con solapada habilidad, el sudor de la cara…
El señor obispo se pasó un pañuelo por la frente. Hizo sonar una campanilla de cobre que había sobre la mesa, y pidió un vaso de agua. Esperó un poco a que se lo trajeran, lo bebió de un largo trago ansioso y, en seguida, se puso de nuevo a trabajar con ahínco sobre los papeles, iluminados ahora, gracias a Dios, por un rayo de sol fresco, hasta que, poco más tarde, llegó el Secretario del Santo Oficio.
Dictándole estaba aún su señoría el texto definitivo de las previstas resoluciones -y ya se acercaba la hora del mediodía- cuando, para sorpresa de ambos funcionarios, se abrió la puerta de golpe y vieron a Marta precipitarse, arrebatada, en la sala. Entró como un torbellino, pero en medio de la habitación se detuvo y, con la mirada reluciente fija en su padre, sin considerar la presencia del subordinado ni más preámbulos, le gritó casi, perentoria:
-¿Qué le ha pasado al Dr. Pérez? -y aguardó en un silencio tenso.
Los ojos del obispo parpadearon tras de los lentes. Calló un momento; no tuvo la reacción que se hubiera podido esperar, que él mismo hubiera esperado de sí; y el Secretario no creía a sus oídos ni salía de su asombro, al verlo aventurarse después en una titubeante respuesta:
-¿Qué es eso, hija mía? Cálmate. ¿Qué tienes? El doctor Pérez va a ser.. va a rendir una declaración. Todos deseamos que no haya motivo… Pero -se repuso, ensayando un tono de todavía benévola severidad-, ¿qué significa esto, Marta?
-Lo han preso; está preso. ¿Por qué está preso? -insistió ella, excitada, con la voz temblona-. Quiero saber qué pasa.
Entonces, el obispo vaciló un instante ante lo inaudito; y, tras de dirigir una floja sonrisa de inteligencia al Secretario, como pidiéndole que comprendiera, se puso a esbozar una confusa explicación sobre la necesidad de cumplir ciertas formalidades que, sin duda, imponían molestias a veces injustificadas, pero que eran exigibles en atención a la finalidad más alta de mantener una vigilancia estrecha en defensa de la fe y doctrina de Nuestro Señor Jesucristo… Etc. Un largo, farragoso y a ratos inconexo discurso durante el cual era fácil darse cuenta de que las palabras seguían camino distinto al de los pensamientos. Durante él, la mirada relampagueante de Marta se abismó en las baldosas de la sala, se enredó en las molduras del estrado y por fin, volvió a tenderse, vibrante como una espada, cuando la muchacha, en un tono que desmentía la estudiada moderación dubitativa de las palabras, interrumpió al prelado:
-No me atrevo a pensar -le dijo- que si mi padre hubiera estado en el puesto de Caifás, tampoco él hubiera reconocido al Mesías.
-¿Qué quieres decir con eso? -chilló, alarmado, el obispo.
-No juzguéis, para que no seáis juzgados.
-¿Qué quieres decir con eso? -repitió, desconcertado.
-Juzgar, juzgar, juzgar -ahora, la voz de Marta era irritada; y, sin embargo, tristísima, abatida, inaudible casi.
-¿Qué quieres decir con eso? -amenazó, colérico.
-Me pregunto -respondió ella lentamente, con los ojos en el suelo- cómo puede estarse seguro de que la segunda venida no se produzca en forma tan secreta como la primera.
Esta vez fue el Secretario quien pronunció unas palabras:
-¿La segunda venida? -murmuró, como para sí; y se puso a menear la cabeza. El obispo, que había palidecido al escuchar la frase de su hija, dirigió al Secretario una mirada inquieta, angustiada. El Secretario seguía meneando la cabeza.
-Calla -ordenó el prelado desde su sitial.
Y ella, crecida, violenta:
-¿Cómo saber –gritó- si entre los que a diario encarceláis, y torturáis, y condenáis, no se encuentra el Hijo de Dios?
-¡El Hijo de Dios! -volvió a admirarse el Secretario. Parecía escandalizado; contemplaba, lleno de expectativa, al obispo.
Y el obispo, aterrado: -¿Sabes, hija mía, lo que estás diciendo?
-Sí, lo sé. Lo sé muy bien. Puedes, si quieres, mandarme presa.
-Estás loca; vete.
-¿A mí, porque soy tu hija, no me procesas? Al Mesías en persona lo harías quemar vivo.
El señor obispo inclinó la frente, perlada de sudor; sus labios temblaron en una imploración: «¡Asísteme, Padre Abraham!», e hizo un signo al Secretario. El Secretario comprendió; no esperaba otra cosa. Extendió un pliego limpio, mojó la pluma en el tintero y, durante un buen rato, sólo se oyó el rasguear sobre el áspero papel, mientras que el prelado, pálido como un muerto, se miraba las uñas.

Francisco Ayala, El Inquisidor.

Francisco Ayala