Manuel Moyano, El abismo verde

Desde la primera página nos veremos sumergidos en la oscuridad húmeda de la selva amazónica. En la populosa Mapucho, un joven sacerdote ―lector apasionado de Jack London, Stevenson, H. Rider Haggard, Wells, Conan Doyle o Verne— descubre a una extraña criatura en un circo ambulante. Después de varios sucesos el destino le lleva a Agaré, una pequeña población de origen minero perdida en la jungla donde viven rudos y salvajes mestizos que trabajan en una plantación de eucaliptos para una industria maderera controlada por el alemán Gerhard Lavinger. Al llegar, le llama la atención que allí solo viven hombres ―a excepción de la mujer que acompaña a Lavinger— y, también, una inquietante frase del Levítico subrayada en la Biblia por su predecesor: «El que tenga comercio con la bestia será castigado con la muerte». Todas sus creencias religiosas se van derrumbando con el paso de los días, engullidas por la vitalidad de la jungla, igual que fueron tragados unos antiguos templos de los que solo quedan ruinas y que esconden la desnuda naturaleza del ser humano. En ese lugar se encuentran con unos extraños homínidos que, al igual que los morlocks de Wells o los tinieblos de Murakami, habitan el subsuelo y muestran una extraña convergencia evolutiva con otro grupo animal.
El abismo verde es un nuevo acierto editorial de Menoscuarto. Con esta novela Manuel Moyano revitaliza aquellas lecturas de aventuras que llenaron nuestra adolescencia y nos transportaron a lugares recónditos y llenos de misterio por todo el mundo. Desde el principio el lector se verá atrapado en una atmósfera inquietante, en un misterio que va creciendo a medida que avanza la narración —manteniendo una tensión continua y un suspense en cascada— y cuya resolución tiene lugar en las últimas páginas. Como en sus anteriores novelas, Manuel Moyano utiliza recursos narrativos más propios del relato clásico, un género en el que es un verdadero maestro. Así, a lo largo de la lectura se va desvelando una historia subyacente que tiene que ver con la psicología del protagonista, su cuestionamiento existencial, su crisis de fe, su planteamiento ético ante una naturaleza feroz y despiadada. Al igual que hicieran Rudyard Kipling o Jonathan Swift, en la trama se desarrolla un discurso contra el género humano, contra su barbarie. Por otro lado, en la narración no sobra nada, todo tiene una importancia para la resolución final, utiliza la elipsis narrativa y algunas tramas subordinadas a la principal del relato quedan abiertas —como si el narrador no acabara de comprenderlas— a la interpretación del lector. Hay, además, otros elementos narrativos que nos recuerdan a Kipling: determinados personajes, en sus dudas y contradicciones, muestran alguna actitud homofóbica con la que se intenta provocar conscientemente el rechazo del lector y, además, el protagonista reconoce su ignorancia ante algunos comportamientos y hechos que, al final, no es capaz de comprender.
Manuel Moyano, con una gran imaginación y destreza narrativa, nos hace volver a disfrutar de la lectura como cuando de jóvenes leíamos a Verne, a Joseph Conrad o a Kipling y recuperar aquel entusiasmo y esa sensación de necesidad por volver a retomar cuanto antes la lectura —cuando inevitablemente debe ser interrumpida— para poder seguir acompañando al protagonista, abriéndose paso entre lianas y barrizales en aquel abismo verde «cuya escala y leyes no son humanas», hasta el final de su aventura.













El abismo verde 

Manuel Moyano 

Menoscuarto ediciones (2017).
Publicado en Culturamas el 14 de mayo de 2017


Juan Carlos Onetti, Esbjerg, en la costa

Esbjerg, en la costa

Menos mal que la tarde se ha hecho menos fría y a veces el sol, aguado, ilumina las calles y las paredes; porque a esta hora deben estar caminando en Puerto Nuevo, junto al barco o haciendo tiempo de un muelle a otro, del quiosco de la Prefectura al quiosco de los "sandwiches". Kirsten, corpulenta, sin tacos, un sombrero aplastado en su pelo amarillo; y él, Montes, bajo, aburrido y nervioso, espiando la cara de la mujer, aprendiendo sin saberlo nombres de barcos, siguiendo distraído las maniobras con los cabos. 
Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordando en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a flote. Sé que están allí porque Kirsten vino hoy a mediodía a buscar a Montes a la oficina y los vi irse caminando hacia Retiro, y porque ella vino con su cara de lluvia; una cara de estatua de invierno, cara de alguien que se quedó dormido y no cerró los ojos bajo la lluvia. Kirsten es gruesa, pecosa, endurecida; tal vez tenga ya olor a bodega, a red de pescadores; tal vez llegará a tener el olor inmóvil de establo y de crema que imagino deber haber en su país. 
Pero otras veces tienen que ir al muelle a medianoche o al amanecer, y pienso que cuando las bocinas de los barcos le permiten a Montes oír cómo avanza ella en las piedras, arrastrando sus zapatos de varón, el pobre diablo debe sentir que se va metiendo en la noche del brazo de la desgracia. Aquí en el diario están los anuncios de las salidas de los barcos en este mes, y juraría que puedo verlo a Montes soportando la inmovilidad desde que el buque da el bocinazo y empieza a moverse hasta que está tan chico que no vale la pena seguir mirando; moviendo a veces los ojos -para preguntar y preguntar, sin entender nunca, sin que le contesten- hacia la cara carnosa de la mujer que habrá de estar aquietándose, contraída durante pedazos de hora, triste y fría como si lloviese en el sueño y hubiese olvidado cerrar los ojos, muy grandes, casi lindos, teñidos con el color que tiene el agua del río en los días en que el barro no está revuelto. 
Conocí la historia, sin entenderla bien, la misma mañana en que Montes vino a contarme que había tratado de robarme, que me había escondido muchas jugadas del sábado y del domingo para bancarlas él, y que ahora no podía pagar lo que le habían ganado. No me importaba saber por qué lo había hecho, pero él estaba enfurecido por la necesidad de decirlo, y tuve que escucharlo mientras pensaba en la suerte, tan amiga de sus amigos, y solo de ellos, y sobre todo para no enojarme, que, a fin de cuentas si aquel imbécil no hubiese tratado de robarme, los tres mil pesos tendrían que salir de mi bolsillo. Lo insulté hasta que no pude encontrar nuevas palabras y usé todas las maneras de humillarlo que se me ocurrieron hasta que quedó indudable que él era un pobre hombre, un sucio amigo, un canalla y un ladrón; y también resultó indudable que él estaba de acuerdo, que no tenía inconvenientes en reconocerlo delante de cualquiera si alguna vez yo tenía el capricho de ordenarle hacerlo. Y también desde aquel lunes quedó establecido que cada vez que yo insinuara que él era un canalla, indirectamente, mezclando la ilusión en cualquier charla, estando nosotros en cualquier circunstancia, él habría de comprender al instante el sentido de mis palabras y hacerme saber con una sonrisa corta, moviendo apenas hacia un lado el bigote, que me había entendido y que yo tenía razón. No lo convinimos con palabras, pero así sucede desde entonces. Pagué los tres mil pesos sin decirle nada, y lo tuve unas semanas sin saber si me resolvería a ayudarlo o a perseguirlo; después lo llamé y le dije que sí, que aceptaba la propuesta y que podía empezar a trabajar en mi oficina por doscientos pesos mensuales que no cobraría. Y en poco más de un año, menos de un año y medio, habría pagado lo que debía y estaría libre para irse a buscar una cuerda para colgarse. Claro que no trabaja para mí; yo no podía usar a Montes para nada desde que era imposible que siguiese atendiendo las jugadas de carreras. Tengo esta oficina de remates y comisiones para estar más tranquilo, poder recibir gente y usar los teléfonos. Así que él empezó a trabajar para Serrano, que es mi socio en algunas cosas y tiene el escritorio junto al mío. Serrano le paga el sueldo, o me lo paga a mí y lo tiene todo el día de la aduana a los depósitos, de una punta a otra de la ciudad. A mí no me convenía que nadie supiese que un empleado mío no era tan seguro como una ventanilla del hipódromo; así que nadie lo sabe. 
Creo que me contó la historia, o casi toda, el primer día, el lunes, cuando vino a verme encogido como un perro, con la cara verde y un brillo de sudor enfriado, repugnante, en la frente y a los lados de la nariz. Me debe haber contado el resto de las cosas después, en las pocas veces que hablamos. 
Empezó junto con el invierno, con esos primeros fríos secos que nos hacen pensar a todos, sin darnos cuenta de lo que estamos pensando, que el aire fresco y limpio es un aire de buenos negocios, de escapadas con los amigos, de proyectos enérgicos; un aire lujoso, tal vez sea esto. Él, Montes, volvió a su casa en un anochecer de esos, y encontró a la mujer sentada al lado de la cocina de hierro y mirando el fuego que ardía adentro. No veo la importancia de esto; pero él lo contó así y lo estuvo repitiendo. Ella estaba triste y no quiso decir por qué, y siguió triste, sin ganas de hablar, aquella noche y durante una semana más. Kirsten es gorda, pesada y debe tener una piel muy hermosa. Estaba triste y no quería decirle qué le pasaba. "No tengo nada", decía como dicen todas las mujeres en todos los países. Después se dedicó a llenar la casa con fotografías de Dinamarca, del rey, los ministros, los países con vacas y montañas o como sean. Seguía diciendo que no le pasaba nada, y el imbécil de Montes imaginaba una cosa y otra sin acertar nunca. Después empezaron a llegar cartas de Dinamarca; él no entendía una palabra y ella le explicó que había escrito a unos parientes lejanos y ahora llegaban las respuestas, aunque las noticias no eran muy buenas. Él dijo en broma que ella quería irse, y Kirsten lo negó. Y aquella noche o en otra muy próxima le tocó el hombro cuando él empezaba a dormirse y estuvo insistiendo en que no quería irse; él se puso a fumar y le dio la razón en todo mientras ella hablaba, como si estuviese diciendo palabras de memoria, de Dinamarca, la bandera con una cruz y un camino en el monte por donde se iba a la iglesia rumbo al último cielo azul. Todo y de esta manera para convencerlo de que era enteramente feliz con América y con él, hasta que Montes se durmió en paz. 
Por un tiempo siguieron llegando y saliendo cartas, y de repente una noche ella apagó la luz cuando estaban en la cama y dijo: "Si me dejas, te voy a contar una cosa, y tenés que oírla sin decir nada". Él dijo que sí, y se mantuvo estirado, inmóvil al lado de ella, dejando caer ceniza de cigarrillo en el doblez de la sábana con la atención pronta, como un dedo en un gatillo, esperando que apareciera un hombre en lo que iba contando la mujer. Pero ella no habló de ningún hombre, y con la voz ronca y blanda, como si acabara de llorar, le dijo que podían dejarse las bicicletas en la calle, o los negocios abiertos cuando uno va a la iglesia o a cualquier lado, porque en Dinamarca no hay ladrones; le dijo que los árboles eran más grandes y más viejos que los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único mezclado con los otros olores de los bosques; dijo que al amanecer uno se despertaba cuando empezaban a chillar los pájaros del mar y se oía el ruido de las escopetas de los cazadores; y allí la primavera está creciendo escondida bajo la nieve hasta que salta de golpe y lo invade todo como una inundación y la gente hace comentarios sobre el deshielo. Ese es el tiempo, en Dinamarca, en que hay más movimiento en los pueblos de pescadores. 
También ella repetía: "Esbjerg er nær ved kysten"1 , y esto era lo que más impresionaba a Montes, aunque no lo entendía: dice él que esto le contagiaba las ganas de llorar que había en la voz de su mujer cuando ella le estaba contando todo eso, en voz baja, con esa música que sin querer usa la gente cuando está rezando. Una y otra vez. Eso que no entendía lo ablandaba, lo llenaba de lástima por la mujer -más pesada que él, más fuerte-, y quería protegerla como a una nena perdida. Debe ser, creo, porque la frase que él no podía comprender era lo más lejano, lo más extranjero, lo que salía de la parte desconocida de ella. Desde aquella noche empezó a sentir piedad que crecía y crecía, como si ella estuviese enferma, cada día más grave, sin posibilidad de curarse.  
Así fue como llegó a pensar que podría hacer una cosa grande, una cosa que le haría bien a él mismo, que lo ayudaría a vivir y serviría para consolarlo durante años. Se le ocurrió conseguir el dinero para pagarle el viaje a Kirsten hasta Dinamarca. Anduvo preguntando cuando aún no pensaba realmente en hacerlo, y supo que hasta con dos mil pesos alcanzaba. Después no se dio cuenta de que tenía adentro la necesidad de conseguir los dos mil pesos. Debe haber sido así, sin saber que le estaba pasando. Conseguir los dos mil pesos y decírselo a ella una noche de sábado, de sobremesa en un restaurante caro, mientras tomaban la última copa de buen vino. Decirlo y ver en la cara de ella un poco enrojecida por la comida y el vino, que Kirsten no le creía; que pensaba que él mentía, durante un rato, para pasar después, despacio, al entusiasmo y a la alegría, después a las lágrimas y a la decisión de no aceptar. "Ya se me va a pasar", diría ella; y Montes insistiría hasta convencerla, y convencerla, y además de que no buscaba separarse de ella y que acá estaría esperándola el tiempo necesario. 
Algunas noches, cuando pensaba en la oscuridad en los dos mil pesos, en la manera de conseguirlos y en la escena en que estarían sentados en un reservado del Scopelli, un sábado, y con la cara seria, con un poco de alegría en los ojos empezaba a decírselo, empezaba por preguntarle qué día quería embarcarse; algunas noches en que él soñaba en el sueño de ella, esperando dormirse, Kirsten volvió a hablarle de Dinamarca. En realidad no era Dinamarca; sólo una parte del país, un pedazo muy chico de tierra donde ella había nacido, había aprendido un lenguaje, donde había estado bailando por primera vez con un hombre y había visto morir a alguien que quería. Era un lugar que ella había perdido como se pierde una cosa, y sin poder olvidarlo. Le contaba otras historias, aunque casi siempre repetía las mismas, y Montes se creía que estaba viendo en el dormitorio los caminos por donde ella había caminado, los árboles, la gente y los animales. 
Muy corpulenta, disputándole la cama sin saberlo, la mujer estaba cara al techo, hablando; y él siempre estaba seguro de saber cómo se le arqueaba la nariz sobre la boca, cómo se entornaban un poco los ojos en medio de las arrugas delgadas y cómo se sacudía apenas el mentón de Kirsten al pronunciar las frases con voz entrecortada, hecha con la profundidad de la garganta, un poco fatigosa para estarla oyendo. 
Entonces Montes pensó en créditos en los bancos, en prestamistas y hasta pensó que yo podría darle dinero. Algún sábado o un domingo se encontró pensando en el viaje de Kirsten mientras estaba con Jacinto en mi oficina atendiendo los teléfonos y tomando jugadas para Palermo o La Plata. Hay días flojos, de apenas mil pesos de apuestas; pero a veces aparece alguno de los puntos fuertes y el dinero llega y también pasa de los cinco mil. Él tenía que llamarme por teléfono, antes de cada carrera, y decirme el estado de las jugadas; si había mucho peligro -a veces se siente-, yo trataba de cubrirme pasando jugadas a Vélez, a Martín o al Vasco. Se le ocurrió que podía no avisarme, que podía esconderme tres o cuatro jugadas más fuertes, hacer frente, él solo, a un millar de boletos, y jugarse, si tenía coraje, el viaje de su mujer contra un tiro en la cabeza. Podía hacerlo si se animaba; Jacinto no tenía cómo enterarse de cuántos boletos jugaban en cada llamada de teléfono. Montes me dijo que lo estuvo pensando cerca de un mes; parece razonable, parece que un tipo como él tiene que haber dudado y padecido mucho antes de ponerse a sudar de nerviosidad entre los timbrazos de los teléfonos. Pero yo apostaría mucha plata a que en eso miente; jugaría a que lo hizo en un momento cualquiera, que se decidió de golpe, tuvo un ataque de confianza y empezó a robarme tranquilamente al lado del bestia de Jacinto, que no sospechó nada, que solo comentó después: "Ya decía yo que eran pocos boletos para una tarde así". Estoy seguro de que Montes tuvo una corazonada y que sintió que iba a ganar y que no lo había planeado. 
Así fue cómo empezó a tragarse jugadas que se convirtieron en tres mil pesos y se puso a pasearse sudando y desesperado por la oficina, mirando las planillas, mirando el cuerpo gorila con camisa de seda cruda de Jacinto, mirando por la ventana la Diagonal que empezaba a llenarse de autos en el atardecer. Así fue, cuando comenzó a enterarse de que perdía y que los dividendos iban creciendo, cientos de pesos a cada golpe de teléfono, como estuvo sudando ese sudor especial de los cobardes, grasoso, un poco verde, helado, que trajo en la cara cuando en el mediodía del lunes tuvo al fin en las piernas la fuerza para volver a la oficina y hablar conmigo. 
Se lo dijo a ella antes de tratar de robarme; le habló de que iba a suceder algo muy importante y muy bueno; que habría para ella un regalo que no podía ser comparado ni era una cosa concreta que pudiese tocar. De manera que después se sintió obligado a hablar con ella y contarle la desgracia; y no fue en el reservado del Scopelli, ni tomando un Chianti importado, sino en la cocina de su casa, chupando la bombilla del mate mientras la cara redonda de ella, de perfil y colorada por el reflejo, miraba al fuego saltar adentro de la cocina de hierro. No sé cuánto habrán llorado; después de eso él arregló pagarme con el empleo y ella consiguió un trabajo. 
La otra parte de la historia empezó cuando ella, un tiempo después, se acostumbró a estar fuera de su casa durante horas que nada tenían que ver con su trabajo; llegaba tarde cuando se citaban, y a veces se levantaba muy tarde por la noche, se vestía y se iba afuera sin una palabra. Él no se animaba a decir nada, no se animaba a decir mucho y atacar de frente, porque están viviendo de lo que ella gana y de su trabajo con Serrano no sale más que alguna copa que le pago de vez en cuando. Así que se calló la boca y aceptó su turno de molestarla a ella con su mal humor, un mal humor distinto y que se agrega al que se les vino encima desde la tarde en que Montes trató de robarme y que pienso no los abandonará hasta que se mueran. Desconfió y se estuvo llenando de ideas estúpidas hasta que un día la siguió y la vio ir al puerto y arrastrar los zapatos por las piedras, sola, y quedarse mucho tiempo endurecida mirando para el lado del agua, cerca, pero aparte de las gentes que van a despedir a los viajeros. Como en los cuentos que ella le había contado, no había ningún hombre. Esa vez hablaron, y ella le explicó; Montes también insiste en otra cosa que no tiene importancia: porfía, como si yo no pudiera creérselo, que ella se lo explicó con voz natural y que no estaba triste ni con odio ni confundida. Le dijo que iba siempre al puerto, a cualquier hora, a mirar los barcos que salen para Europa. Él tuvo miedo por ella y quiso luchar contra esto, quiso convencerla de que lo que estaba haciendo era peor que quedarse en casa; pero Kirsten siguió hablando con voz natural, y dijo que le hacía bien hacerlo y que tendría que seguir yendo al puerto a mirar cómo se van los barcos, hacer algún saludo o simplemente mirar hasta cansarse los ojos, cuantas veces pudiera hacerlo. 
Y él terminó por convencerse de que tiene el deber de acompañarla, que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella, como está pagando la que tiene conmigo; y ahora, en esta tarde de sábado, como en tantas noches y mediodías, con buen tiempo, a veces con una lluvia que se agrega a la que siempre le está regando la cara a ella, se van juntos más allá de Retiro, caminan por el muelle hasta que el barco se va, se mezclan un poco con gentes con abrigos, valijas, flores y pañuelos, y cuando el barco empieza a moverse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar.

1 Esbjerg se encuentra cerca de la costa.

Juan Carlos Onetti, Esbjerg, en la costa.

Juan Carlos Onetti

Diego Prado, Sopa de fauno.

Diego Prado (Mahón, 1970) tiene ya recorrido un amplio camino literario cargado de aciertos con varios libros de relatos, un par de novelas y numerosas participaciones en antologías de cuentos. Además, colabora en diferentes medios como crítico literario y organiza talleres relacionados con el mundo escrito. La editorial Adeshoras acaba de publicar su último libro de relatos: Sopa de fauno, en una cuidada edición que ha sido ilustrada por la cordobesa Lola Castillo.
Son diez piezas hiladas por la irrupción de elementos que cambian la percepción de la realidad de los personajes, la aparición en momentos inesperados de un extraño libro —y que da título a este volumen― y algún personaje obsesivo que transita por más de un cuento. Toman el protagonismo de estas páginas hombres y mujeres angustiados, desmembrados, neuróticos, cercanos a su propia destrucción mientras intentan dar algo de sentido a lo que sucede para liberarse de la pesadilla en la que se han sumergido. Lo más humano o, parafraseando a Barthes, la humanidad en lo que tiene de desgarrador, se une a lo menos humano como puede ser una planta, una lamia, una nevera o una máquina de cigarros que representan una carencia de afectos o la necesidad de creerse amados. La falta de empleo, los problemas familiares, el fracaso vital y la soledad son algunos de los temas que trata Diego Prado y que consigue cohesionar a través de la dualidad de la realidad y la ficción, el juego en el reflejo de los espejos o la contingencia como fundamento de la trama que mantiene la tensión hasta el final. En casi todos sus cuentos nos encontramos con dos lógicas narrativas que conviven simultáneamente: la que podría entrar dentro de una realidad cotidiana y la que pertenece a lo absurdo que desafía a toda lógica.
Son memorables cuentos como Planta de interior, con el que abre el libro, En el refugio o Cuentistas, por citar algunos. Prado nos deleita con relatos de corte clásico, con una estructura cerrada, con una sorpresa agazapada en sus últimos párrafos y en los que no falta el humor. En sus páginas se pueden escuchar ecos de grandes cuentistas y, a la vez, quedar deslumbrados ante determinados hallazgos y originales y lúcidas metáforas. Son historias que se alejan de lo convencional; lo que podría ser una anécdota toma el protagonismo hasta adquirir la mayor parte del peso de lo narrado. Pero, como ocurre en los grandes cuentos, hay otra historia que subyace, una historia no narrada que nos muestra el perfil psicológico de sus personajes, casi siempre abatidos, desilusionados, víctimas de una sociedad que no les presta cobijo.
Y acompañando a estos relatos de Diego Prado que tiene la virtud de desplegar todo su talento narrativo en unas pocas páginas, aparecen, como destellos, las ilustraciones de Lola Castillo que captan de forma perspicaz momentos clave de la narración.








Sopa de fauno
Diego Prado

Ilustradora: Lola Castillo
Editorial: Adeshoras (2017)

Clarice Lispector, El huevo y la gallina

El huevo y la gallina
De mañana en la cocina veo sobre la mesa un huevo.
Miro el huevo con una sola mirada. Inmediatamente percibo que no se puede estar viendo un huevo. Ver un huevo nunca se mantiene en el presente: mal veo un huevo y ya me parece haberlo visto hace tres milenios. En el propio instante de verse un huevo él ya es el recuerdo de un huevo. Sólo ve el huevo quien ya lo haya visto. Al ver el huevo ya es demasiado tarde: huevo visto, huevo perdido. Ver el huevo es la promesa de un día llegar a ver el huevo. Mirar breve e indivisible; si es que hay pensamiento; no hay, lo que hay es un huevo. Mirar es el instrumento necesario que, después de usado, arrojaré fuera. Me quedaré con el huevo. El huevo no tiene un si-mismo. Individualmente él no existe.
Ver el huevo es imposible: el huevo es supervisible, así como hay sonidos supersónicos. Nadie es capaz de ver el huevo. ¿El perro ve el huevo? Solamente las máquinas ven el huevo. Cuando yo era antigua un huevo se posó en mi hombro. El amor por el huevo tampoco se siente. El amor por el huevo es supersensible. La gente no sabe que ama al huevo. Cuando yo era antigua fui depositaria del huevo. Cuando morí, me quitaron de adentro el huevo, con cuidado. Todavía estaba vivo. Sólo quien viera el mundo vería el huevo. Como el mundo, el huevo es obvio.
El huevo no existe más. Como la luz de la estrella ya muerta, el huevo propiamente dicho no existe más. Tú eres perfecto, huevo. Tú eres blanco. A ti te dedico el comienzo. A ti te dedico la primera vez.
Al huevo le dedico la nación china.
El huevo es una cosa suspendida. Nunca se posó. Cuando se posa, no es él quien se posó. Fue una cosa que quedó debajo del huevo. Miro el huevo, en la cocina, con una atención superficial para no quebrarlo. Tomo el mayor cuidado para no entenderlo. Siendo imposible entenderlo, sé que si yo lo entiendo es porque estoy equivocándome. Entender es la prueba del error. Entenderlo no es el modo de verlo. Jamás pensar en el huevo es un modo de haberlo visto. ¿Sabré algo del huevo? Es casi seguro que sí. Así: existo, luego sé. Lo que yo no sé del huevo es lo que realmente importa. Lo que yo no sé del huevo me lo da el huevo propiamente dicho. La luna está habitada por huevos. El huevo es una exteriorización. Tener una cáscara es darse. El huevo desnuda la cocina. Hace de la mesa un plano inclinado. El huevo expone. Quien se interna en el huevo, quien ve más que la superficie del huevo, está queriendo otra cosa: está con hambre. El huevo es el alma de la gallina.
La gallina torpe. El huevo seguro. La gallina asustada. El huevo seguro. Como un proyectil parado. Pues huevo es huevo en el espacio. Huevo sobre azul. Yo te amo, huevo. Yo te amo como una cosa que ni siquiera sabe que ama a otra cosa.
No lo toco. Pero dedicarme a la visión del huevo sería morir para la vida mundana, y yo necesito de la yema y de la clara. No lo toco. Pero dedicarme a la visión del huevo sería morir para la vida mundana, y yo necesito de la yema y de la clara. El huevo me ve. ¿El huevo me idealiza? ¿El huevo me medita? No, el huevo apenas me ve. Está libre de la comprensión que hiere. El huevo nunca luchó. El es un don. El huevo es invisible al ojo desnudo. De huevo a huevo se llega a Dios, que es invisible al ojo desnudo. El huevo habrá sido quizá un triángulo que de tanto rodar en el espacio se fue ovalando. El huevo es básicamente un jarro. ¿Habrá sido el primer jarro moldeado por los etruscos? No. El huevo es originario de Macedonia. Allí fue calculado, fruto de la más penosa espontaneidad. En las arenas de Macedonia un hombre con una vara en la mano lo diseño. Y después lo borró con el pie desnudo. El huevo es una cosa con la que es necesario tener cuidado. Por eso la gallina es el disfraz del huevo.
La gallina existe para que el huevo atraviese los tiempos. Una madre es para eso. El huevo vive siempre huyendo por estar siempre adelantado a su época. Por lo tanto, por el momento el huevo será siempre revolucionario. El vive adentro de la gallina para que no lo nombren blanco. El huevo es realmente blanco. No porque eso le haga mal a él, pero sí a las personas que lo llaman blanco, porque mueren para la vida. Llamar blanco a aquello que es blanco puede destruir a la humanidad. Una vez un hombre fue acusado de lo que él era, y fue llamado Aquel Hombre. No habían mentido: era El. Pero hasta hoy aún no nos recuperamos, unos después de otros. La ley general para continuar vivos: se puede decir “un lindo rostro”, pero quien diga “el rostro”, muere; por haber agotado el tema.
Con el tiempo el huevo se tornó un huevo de gallina. No lo es. Pero, adoptado, le usa el sobrenombre. Debe decir “el huevo de la gallina”. Si se dijera apenas “el huevo” el tema se agota y el mundo queda desnudo. Con relación al huevo, el peligro está en que se descubra lo que se podría llamar belleza, esto es, su veracidad. La veracidad del huevo no es verosímil. Si la descubren pueden querer obligarlo a tornarse rectangular. (Nuestra garantía es que él no puede:
no puede, esa es la gran fuerza del huevo: su grandiosidad viene de la grandeza de no poder, que se irradia como un no querer.) pero quien luchase por tornarlo rectangular estaría perdiendo la propia vida. El huevo nos pone, por lo tanto, en peligro. Nuestra ventaja es que el huevo es invisible. Y en cuanto a los iniciados, los iniciados disfrazan el huevo.
En cuanto al cuerpo de la gallina, el cuerpo de la gallina es la mayor prueba de que el huevo no existe. Basta mirar a la gallina para que se torne obvio que es imposible que el huevo exista. ¿Y la gallina? El huevo es el gran sacrificio de la gallina. El huevo es la cruz que la gallina carga en la vida.
El huevo es el sueño inalcanzable de la gallina. La gallina ama al huevo. Ella no sabe si el huevo existe. ¿Si supiera que tiene en sí misma un huevo, ella se salvaría? Si supiera que tiene en sí misma el huevo, perdería el estado de gallina. Ser una gallina es la supervivencia de la gallina. Sobrevivir es la salvación. Pues parece que vivir no existe. Vivir lleva la muerte. Entonces lo que la gallina hace es estar permanentemente sobreviviendo. Sobrevivir se llama a mantener lucha contra la vida que es mortal. Ser una gallina es eso. La gallina tiene un aire confundido. Es necesario que la gallina no sepa que tiene un huevo. Si no ella se salvaría como gallina, lo que tampoco es garantía, pero perdería el huevo. Entonces ella no sabe. Para que el huevo use a la gallina es necesario que la gallina exista. Ella estaba sólo para cumplir, pero le gustó.
El desaparecer de la gallina viene de eso; gustar no formaba parte del nacer. Gustar de estar vivo duele. En cuanto a quién vino antes, fue el huevo el que encontró a la gallina. La gallina ni siquiera fue llamada. La gallina es directamente una elegida. La gallina vive como en sueño. No tiene sentido de la realidad. Todo el gusto de la gallina surge de que siempre están interrumpiendo sus movimientos. La gallina es un gran sueño. La gallina sufre de un mal desconocido. El mal desconocido de la gallina es el huevo. Ella no sabe explicarse: “sé que el error está en mí misma”, ella llama error a su vida, “no sé más lo que siento”, etc. “Etc., etc., etc.”, es lo que cacarea el día entero la gallina. La gallina tiene mucha vida interior. Para decir la verdad, la gallina solamente tiene vida interior. Nuestra visión de su vida interior es lo que nosotros llamamos “gallina”. La vida interior de la gallina consiste en actuar como si entendiese. Cualquier amenaza hace que ella grite escandalosamente, hecha una loca. Todo eso para que el huevo no se quiebre dentro de ella. El huevo que se quiebra adentro de una gallina es como sangre.
La gallina mira el horizonte. Como si de la línea del horizonte viniera llegando un huevo. Fuera de ser un medio de transporte para el huevo, la gallina es tonta, desocupada y miope.
¿Cómo podría entenderse la gallina si ella es la contradicción del huevo?. El huevo es aún el mismo que se originó en Macedonia. La gallina es siempre la tragedia más moderna. Está siempre inútilmente a la par. Y continúa siendo redibujada. Todavía no se encontró la forma más adecuada para una gallina. Mientras mi vecino atiende el teléfono él redibuja la gallina con lápiz distraído. Pera para la gallina no hay sentido: está en su condición no servirse a sí misma. Siendo, sin embargo, su destino más importante que ella, y siendo su destino el huevo, su vida personal no nos interesa.
Dentro de sí la gallina no reconoce al huevo pero fuera de sí tampoco lo reconoce. Cuando la gallina ve al huevo piensa que está liando con una cosa imposible. Y con el corazón golpeando, con el corazón golpeando tanto, ella no lo reconoce.
De repente miro al huevo en la cocina y sólo veo en él la comida. No lo reconozco, y mi corazón late. La metamorfosis se está produciendo en mí: comienzo a no poder mirar más al huevo. Fuera de cada huevo particular, fuera de cada huevo que se come, el huevo no existe. Ya no consigo creer más en un huevo. Estoy cada vez más sin fuerza para creer, estoy muriendo, adiós, miré demasiado a un huevo y él me fue adormeciendo. La gallina no quería sacrificar su vida. La que optó por querer ser “feliz”. La que no se daba cuenta que si se pasaba la vida dibujando al huevo adentro de ella como en una iluminación, estaría sirviendo para algo. La que no sabía perderse a sí misma. La que pensó que tenía plumas de gallina para cubrirse porque tenía una piel preciosa, sin entender que las plumas eran exclusivamente para suavizar la travesía al cargar el huevo, porque el sufrimiento intenso podría perjudicarlo. La que pensó que el placer le era un don, sin percibir que era para que ella se distrajera totalmente mientras nacía el huevo. La que no sabía que “yo” es apenas una de las palabras que se dibujan cuando se atiende el teléfono, simple intento de buscar una forma más adecuada. La que pensó que “yo” significaba tener un sí-mismo. Las gallinas perjudiciales al huevo son aquellas que son un “yo” sin tregua. En ellas el “yo” es tan constante que ellas ya no pueden más pronunciar la palabra “huevo”.
Pero ¡quién sabe! Era de eso mismo que necesitaba al huevo. Pues si ellas no estuvieran tan distraídas, si prestasen atención a la gran vida que se hace adentro de ellas, complicarían al huevo.
Comencé a hablar de la gallina y ya hace mucho que no estoy hablando de la gallina. Pero todavía estoy hablando del huevo. Es que no entiendo al huevo. Sólo entiendo al huevo roto: cuando lo quiebro en la sartén. Y es de este modo indirecto como me ofrezco a la existencia del huevo: mi sacrificio es reducirme a mi vida personal. Hice de mi placer y de mi dolor mi destino disfrazado.
Y tener apenas la propia vida es, para quien ya vio al huevo, un sacrificio. Como aquellos que, en el convento, barren el suelo y lavan la ropa sirviendo sin la gloria de la función mayor, mi trabajo es el de vivir mis placeres y mis dolores. Es necesario que yo tenga la modestia de vivir. Tomo otro huevo en la cocina, le quiebro la cáscara y la forma. Y a partir de este instante exacto nunca existió un huevo. Es absolutamente indispensable que yo sea una ocupada y una distraída. Soy indispensablemente uno de los que reniegan. Hago parte de la masonería de los que vieron una vez el huevo y reniegan de él como forma de protegerlo. Somos los que se abstienen de destruir, y en eso se consumen.
Nosotros, agentes disfrazados y distribuidos por las funciones menos reveladoras, a veces nos reconocemos. Por un cierto modo de mirar, una cierta manera de dar la mano, nosotros nos reconocemos, y a eso llamamos amor. Y entonces no es necesario el disfraz aunque no se hable, tampoco se miente aunque no se diga la verdad, tampoco ya es necesario disimular. El amor existe cuando es concedido participar un poco más. Pocos quieren el amor, porque el amor es la gran desilusión de todo lo demás. Y pocos soportan perder todas las otras ilusiones. Están los que se hacen voluntarios por amor, pensando que el amor enriquecerá la vida personal. Y es lo contrario: el amor es finalmente la pobreza. Amor es no tener. Inclusive, amor es la desilusión de lo que se pensaba que era amor. Y no es premio, por eso no envanece, el amor no es premio, es una condición concedida exclusivamente para aquellos que, sin él, corromperían al huevo con el dolor personal. Eso no hace del amor una excepción honrosa; él es exactamente concedido a los malos agentes, a aquellos que complicarían todo si no les fuera permitido adivinar vagamente. A todos los agentes les son dadas muchas ventajas para que el huevo se haga. No es el caso de tener envidia ya que, inclusive algunas de las condiciones peores que las de los otros, son apenas las condiciones ideales para el huevo. En cuanto al placer de los agentes, ellos también lo reciben sin orgullo. Viven austeramente todos los placeres: inclusive es nuestro sacrificio para que el huevo se haga. Ya nos fue impuesta, inclusive, una naturaleza totalmente adecuada al mucho placer. La que lo facilita. Por lo menos torna menos penoso el placer.
Hay casos de agentes que se suicidan; les parecen insuficientes las poquísimas instrucciones recibidas, y se sienten sin apoyo. Hubo el caso del agente que se reveló públicamente como tal porque le fue intolerable no ser comprendido, y él ya no soportaba carecer del respeto ajeno: murió atropellado cuando salía de un restaurante. Hubo otro que ni necesitó ser eliminado: él mismo se consumió lentamente en su rebelión, rebelión que vino cuando descubrió que las dos o tres instrucciones recibidas no incluían ninguna explicación. Hubo otro, también eliminado, porque creía que “la verdad debe ser dicha valientemente”, y en primer lugar comenzó a buscarla; de él se dijo que murió en nombre de la verdad, pero el hecho es que él apenas si estaba dificultando la verdad con su inocencia; su aparente coraje era apenas tontería, y su deseo de lealtad era ingenuo porque no había comprendido que ser leal no es ser limpio, ser leal es ser desleal para con todo el resto.
Esos casos extremos de muerte no lo son por crueldad. El porque hay un trabajo, digamos, cósmico que debe ser realizado, y los casos individuales infelizmente no pueden ser tomados en consideración. Para los que sucumben y se tornan individuales existen las instituciones, la caridad, la comprensión que no discrimina motivos, nuestra vida humana, en fin. Los huevos estaban en la sartén, y sumergida en el sueño preparo el desayuno. Sin ningún sentido de la realidad, grito a los chicos que brotan de varias camas, arrastran sillas y comen, y el trabajo del día amanecido comienza gritado, reído y comido clara y yema, alegría entre peleas, día que es nuestra sal y nosotros somos la sal del día, vivir es extremadamente tolerable, vivir ocupa y distrae, vivir hace reir.
Y me hace sonreir en mi misterio. Mi misterio es que yo soy apenas un medio, y no un fin, me han dado la más maliciosa de las libertades: no soy tonta y aprovecho. Inclusive hago un mal a los otros. El falso empleo que me dieron es para disfrazar mi verdadera función, y yo aprovecho el falso empleo y de él hago el mío verdadero: inclusive, el dinero que me dan como “diaria” para facilitar mi vida de modo que el huevo se haga, porque ese dinero ha sido usado por mí para otros fines, y últimamente compré acciones de la Brama y ahora soy rica. A todo eso aún llamo tener la necesaria modestia de vivir. Y también el tiempo que me dieron, y que nos dan apenas para que en el ocio honrado el huevo se haga, pues he usado ese tiempo para placeres ilícitos y dolores ilícitos, enteramente olvidada del huevo.
Esta es mi simplicidad. ¿O es eso mismo lo que ellos quieren que me suceda, exactamente para que el huevo se cumpla? ¿Es libertad, o estoy siendo mandada? Porque vengo notando que todo lo que es error mío viene siendo aprovechado. Mi rebelión nace porque para ellos yo no soy nada, soy apenas preciosa: ellos cuidan de mí segundo por segundo, con la más absoluta falta de amor; soy apenas preciosa. Con el dinero que me dan últimamente ando bebiendo. ¿Abuso de confianza? Pero es que nadie sabe cómo se siente por dentro aquel cuyo empleo cosiste en fingir fue está traicionando, y que termine creyendo en la propia traición. Cuyo empleo consiste diariamente en olvidar. Aquel de quien es exigida la aparente deshonra. Ni siquiera mi espejo refleja ya un rostro que sea mío. Yo soy un agente, o bien soy la misma traición.
Pero duermo el sueño de los justos por saber que mi vida fútil no complica la marcha del gran tiempo. Por el contrario: parece que se exige de mí que sea extremadamente fútil, es exigido de mí, inclusive que yo duerma como un justo. Ellos me quieren ocupada y distraída y no les importa cómo. Pues, con mi atención equivocada y mi grave tontería, yo podría complicar lo que se está haciendo a través de mí. Es que yo misma ¡yo misma! Sólo he servido para complicar. Lo que me revela que quizá yo sea un agente es la idea de que mi destino me sobrepasa: por lo menos eso ellos tuvieron que dejarme adivinar, yo era de aquellos que harían mal el trabajo si por lo menos no adivinaran un poco; me hicieron olvidar lo que me dejaron adivinar, pero vagamente me quedó la noción de que mi destino me sobrepasa, y de que soy un instrumento del trabajo de ellos. Pero de cualquier modo yo podría ser sólo un instrumento, pues el trabajo no podría ser mío. Ya traté de establecerme por mi propia cuenta y no salió bien; hasta hoy me quedó esta mano trémula. Si yo hubiera insistido un poco más habría perdido para siempre la salud. Desde entonces, desde esa malograda experiencia, procuro razonar de esta manera: que ya me fue dado mucho, que ellos ya me concedieron todo lo que puede ser concedido; y que otros agentes, muy superiores a mí, también trabajaron para lo que no sabían. Y con las mismas poquísimas instrucciones. Ya me fue dado mucho; esto, por ejemplo: una vez u otra, con el corazón latiendo por el privilegio ¡yo por lo menos sé que no estoy reconociendo!, con el corazón
latiendo de emoción ¡yo por lo menos no comprendo! Con el corazón latiendo de confianza, yo por lo menos no lo sé.
Pero ¿y el huevo? Este es uno del os subterfugios de ellos: mientras yo hablaba del huevo, había olvidado al huevo. “¡Hablad, hablad!” me instruyeron ellos. Y el huevo queda enteramente protegido por tantas palabras. Hablad mucho, es una de las instrucciones, estoy tan cansada.
Por devoción al huevo lo olvidé. Mi necesario olvido. Mi interesado olvido. Pues el huevo es esquivo. Frente a mi adoración posesiva él podría retraerse y no volver nunca más. Pero si él fuera olvidado. Si yo hiciera el sacrificio de vivir solamente mi vida y de olvidarlo. Si el huevo fuera imposible. Entonces –libre, delicado, sin mensaje alguno para mí- quizá una vez aún él se trasladaría del espacio hasta esta ventana que desde siempre dejé abierta. Y de madrugada baje a nuestro edificio. Sereno, hasta la cocina. Iluminándola de palidez.

Clarice Lispector, El huevo y la gallina.

Clarice Lispector

Guadalupe Nettel, Hongos

Hongos
Cuando yo era niña, mi madre tuvo un hongo en una uña del pie. En el pulgar izquierdo, más precisamente. Desde que lo descubrió, intentó cualquier cantidad de remedios para deshacerse de él. Cada mañana, al salir de la ducha vertía sobre su dedo, con ayuda de una brocha diminuta, una capa de yodo cuyo olor y tono sepia, casi rojizo, recuerdo muy bien. Visitó sin éxito a varios dermatólogos, incluidos los más prestigiosos y caros de la ciudad, que repetían sus diagnósticos y aconsejaban los mismos e inútiles tratamientos: desde las ortodoxas pomadas con clotrimazol hasta el vinagre de manzana. El más radical de ellos llegó a recetarle una dosis moderada de cortisona que tuvo como único efecto inflamar el dedo amarillento de mi madre. A pesar de sus esfuerzos por exterminarlo, el hongo permaneció ahí durante años, hasta que una medicina china, a la que nadie —ni ella— daba crédito, consiguió ahuyentarlo en pocos días. Algo tan inesperado que no pude dejar de preguntarme si no fue el parásito quien decidió marcharse a otro lugar. 
Hasta ese momento, los hongos habían sido siempre —al menos para mí — objetos curiosos que aparecían en los dibujos para niños y que relacionaba con los bosques y los duendes. En todo caso, nada parecido a esa rugosidad que daba a la uña de mi madre la textura de una ostra. Sin embargo, más que el aspecto incierto y movedizo, más que su tenacidad y su aferramiento al dedo invadido, lo que recuerdo particularmente en todo ese asunto fue el asco y el rechazo que el parásito provocaba en ella. A lo largo de los años, he visto otras personas con micosis en diferentes partes del cuerpo. Micosis de todo tipo, desde las que producen una peladura áspera y seca en la planta de los pies, hasta los hongos rojos y circulares que suelen aparecer en las manos de los cocineros. La mayoría de la gente los lleva con resignación, otros con estoicismo, algunos con verdadera negligencia. Mi madre, en cambio, vivía la presencia de su hongo como si se tratara de una calamidad vergonzosa. Aterrada por la idea de que pudiera extenderse al resto del pie o, peor aún, a todo su cuerpo, separaba la uña afectada con un pedazo grueso de algodón para impedir que rozara el dedo contiguo. Nunca usaba sandalias y evitaba descalzarse frente a nadie que no fuera de mucha confianza. Si, por alguna razón, debía utilizar una ducha pública, lo hacía pisando siempre unas chancletas de plástico y, para bañarse en la piscina, se quitaba los zapatos en el borde, justo antes de zambullirse, para que los demás no miraran sus pies. Y era mejor así, pues cualquiera que hubiese descubierto ese dedo, sometido a tantos tratamientos, habría creído que, en vez de un simple hongo, lo que mi madre tenía era un comienzo de lepra. 
Los niños, a diferencia de los adultos, se adaptan a todo y, poco a poco, a pesar del asco que ella le tenía, yo empecé a considerar ese hongo como una presencia cotidiana en mi vida de familia. No me inspiraba la misma aversión que le tenía mi madre, más bien todo lo contrario. Esa uña pintada de yodo que yo veía vulnerable me causaba una simpatía protectora parecida a la que habría sentido por una mascota tullida con problemas para desplazarse. El tiempo siguió pasando y mi madre dejó de formar tanta alharaca alrededor de su dolencia. Yo, por mi parte, al crecer lo olvidé por completo y no volví a pensar en los hongos hasta que conocí a Philippe Laval. 
Para ese entonces, tenía treinta y cinco recién cumplidos. Estaba casada con un hombre paciente y generoso, diez años mayor que yo, director de la Escuela Nacional de Música en la que había realizado la primera parte de mis estudios como violinista. No tenía hijos. Lo había intentado durante un tiempo, sin éxito, pero, lejos de atormentarme por ello, me sentía afortunada de poder concentrarme en mi carrera. Había terminado una formación en Julliard y construido un pequeño prestigio internacional, suficiente para que dos o tres veces al año me invitaran a Europa o Estados Unidos a dar algún concierto. Acababa de grabar un disco en Dinamarca y estaba por viajar de nuevo a Copenhague para impartir un curso de seis semanas, en un palacio al que acudían cada verano los mejores estudiantes del mundo. 
Recuerdo que un viernes por la tarde, poco antes de mi partida, recibí una lista con las fichas biográficas de los profesores que coincidiríamos aquel año en la residencia. Entre ellas la de Laval.
No era la primera vez que leía su nombre. Se trataba de un violinista y director con mucho prestigio y, en más de una ocasión, había escuchado, en boca de mis amigos, comentarios muy elogiosos sobre su desempeño en escena y la naturalidad con la que dirigía la orquesta desde el violín. Por la ficha, me enteré de que era francés y que vivía en Bruselas, aunque con frecuencia viajaba a Vancouver, donde enseñaba en la Escuela de Artes. Ese fin de semana, Mauricio, mi marido, había salido de la ciudad para asistir a un congreso. No tenía planes para la noche y me puse a buscar en Internet qué conciertos de Laval se vendían en línea. Después de fisgonear un poco, terminé comprando el de Beethoven, grabado en vivo años atrás en el Carnegie Hall. Recuerdo la sensación de estupor que me produjo escucharlo. Hacía calor. Tenías las puertas del balcón abiertas para que entrara por la ventana el aire fresco y, aun así, la emoción me impidió respirar normalmente. Todo violinista conoce este concierto, muchos de memoria, pero la forma de interpretarlo fue un descubrimiento absoluto. Como si por fin pudiera comprenderlo en toda su profundidad. Sentí una mezcla de reverencia, de envidia y de agradecimiento. Lo escuché por lo menos tres veces y en todas se reprodujo el mismo escalofrío. Busqué después piezas interpretadas por otros músicos invitados a Copenhague y, aunque el nivel era sin duda muy alto, ninguno logró sorprenderme tanto como lo hizo Laval. Después cerré el archivo y, aunque pensé en él en varias ocasiones, no volví a escuchar el concierto durante las dos semanas siguientes. 
No era la primera vez que me separaba por un par de meses de Mauricio pero la costumbre no eliminaba la tristeza de dejarlo. Como siempre que hacía un viaje largo, le insistí en que viniera conmigo. La residencia lo permitía y, aunque él se empeñaba en negarlo, estoy convencida de que su trabajo también. Al menos habría podido pasar dos de las seis semanas que duraba el curso o visitarme una vez al principio y otra al final de mi estancia. De haber aceptado, las cosas entre nosotros habrían tomado un rumbo distinto. Sin embargo, él no le veía sentido. Decía que el tiempo iba a pasar rápido para ambos y que lo más conveniente era que me concentrara en mi trabajo. Se trataba, en su opinión, de una gran oportunidad para sondear dentro de mí misma y compartir con otros músicos. No debía desaprovecharla y tampoco interrumpirla. Y lo fue, sólo que no del modo en que lo esperábamos. 
El castillo en el que tuvo lugar la escuela de verano se encontraba en el barrio de Christiania, a las afueras de la ciudad. Estábamos a finales de julio y por la noche la temperatura exterior era muy agradable. No tardé casi nada en hacerme amiga de Laval. Al principio sus horarios eran más o menos similares a los míos: él era indiscutiblemente noctámbulo y yo todavía estaba acostumbrada al ritmo americano. Después de las clases, trabajábamos a la misma hora en cuartos insonorizados para no despertar a los demás y coincidíamos de cuando en cuando en la cocina o frente a la mesita del té. Éramos los primeros —y los únicos— en llegar al desayuno tan temprano, cuando el comedor comenzaba su servicio. De ser amable y en exceso cortés, la conversación se fue volviendo cada vez más personal. Muy rápido se dio entre nosotros un trato íntimo y una sensación de cercanía, distinta de la que me inspiraban los otros profesores. 
Una escuela de verano es un lugar fuera de la realidad que nos deja dedicarnos a aquello que usualmente no nos permitimos. En las horas libres, uno puede otorgarse toda clase de licencias: visitar a fondo la ciudad a la que ha sido invitado, asistir a cenas o a espectáculos, socializar con sus habitantes o con otros residentes, entregarse a la pereza, a la bulimia o a algún comportamiento adictivo. Laval y yo caímos en la tentación del enamoramiento. Al parecer, todo un clásico en ese tipo de sitios. Durante las seis semanas que duró la residencia, paseamos juntos en autobús y en bicicleta por los parques de Copenhague, visitamos bares y museos, asistimos a la ópera y a varios conciertos, pero, sobre todo, nos dedicamos a conocemos, hasta donde fuera posible, en ese lapso reducido de tiempo. Cuando una relación se sabe condenada a una fecha precisa es más fácil dejar caer las barreras con las que uno suele protegerse. Somos más benignos, más indulgentes, con alguien que pronto dejará de estar ahí que frente a quienes se perfilan como parejas a largo plazo. Ningún defecto, ninguna tara resulta desalentadora, ya que no habremos de soportarla en el futuro. Cuando una relación tiene una fecha de caducidad tan clara como la nuestra, ni siquiera perdemos el tiempo en juzgar al otro. Lo único en lo que uno se concentra es en disfrutar sus cualidades a fondo, con premura, vorazmente, pues el tiempo corre en nuestra contra. Eso fue al menos lo que nos sucedió a Philippe y a mí durante aquella residencia. Sus incontables manías a la hora de trabajar, de dormir o de ordenar su habitación me parecían divertidas. Su miedo a la enfermedad y a todo tipo de contagio, su insomnio crónico, me enternecían y me llevaban a querer protegerlo. Lo mismo le pasaba a él con mis obsesiones, mis miedos, mi propio insomnio y mi frustración constante en lo que a la música se refería. Hay que decir, sin embargo, que esa fue una época de mucha creatividad. Si en el disco que había grabado meses antes en Copenhague yo misma notaba cierta rigidez, cierta precisión de relojería, ahora mi música tenía más soltura y mayor presencia. No la vigilancia estricta de quien teme equivocarse, sino la entrega y la espontaneidad de quien disfruta a fondo lo que está haciendo. Hay, por suerte, algunas evidencias de ese momento privilegiado en mi carrera. Además de las grabaciones a las que obliga la institución que nos había contratado, hice tres programas de radio que conservo entre los testimonios de mis mayores logros personales. Laval dirigió dos conciertos en el Teatro Real de Copenhague y ambos fueron sobrecogedores. El público lo ovacionó de pie durante varios minutos y, al final del evento, los músicos aseguraron que compartir la escena con él había sido un privilegio. Yo, que desde entonces he seguido de cerca todo su desarrollo, puedo decir que el mes y medio pasado en esa ciudad constituye uno de los mejores momentos —si no el mejor— de toda su carrera. Es verdad que desde entonces se ha estabilizado, pero basta escuchar las grabaciones realizadas en esas semanas para darse cuenta: hay en ellas una transparencia muy particular en cuanto a la emoción se refiere. 
Como yo, Laval estaba casado. En un chalet situado en las afueras de Bruselas, lo esperaban su mujer y sus hijas, tres niñas rubias y de cara redonda, cuyas fotos atesoraba en su teléfono. De nuestras respectivas parejas preferíamos no hablar demasiado. A pesar de lo que pueda pensarse, en ese estado de alegría excepcional no había espacio para la culpa ni para el miedo de lo que sobrevendría después, cuando cada quien regresara a su mundo. No había otro tiempo salvo el presente. Era como vivir en una dimensión paralela. Quien no haya pasado por algo semejante pensará que pergeño estas malogradas metáforas para justificarme. Quien sí, sabrá exactamente de lo que estoy hablando. 
A finales de septiembre, la residencia terminó y volvimos a nuestros países. Al principio nos vino bien llegar a casa y recuperar la vida cotidiana, pero, al menos en lo que a mí respecta, no volví al mismo lugar del que me había ido. Para empezar, Mauricio no estaba en la ciudad. Un viaje de trabajo lo había llevado a Laredo. Esa ausencia no pudo haberme venido mejor. Me dio el tiempo perfecto para reencontrarme con el departamento y con mi vida cotidiana. Es verdad, por ejemplo, que en mi estudio las cosas estaban intactas: los libros y los discos en su lugar, mi atril y mis partituras cubiertas por una capa de polvo apenas más gruesa que antes de dejarlos. Sin embargo, la forma de estar en mi casa y en todos los espacios, incluido mi propio cuerpo, se había transformado y, aunque entonces no fuera consciente de ello, resultaba imposible dar vuelta atrás. Los primeros días, seguía llevando conmigo el olor y los sabores de Philippe. Con una frecuencia mayor de la que hubiera deseado, se me venían encima como oleadas abrumadoras. A pesar de mis esfuerzos por mantener la templanza, nada de esto me dejaba indiferente. Al acuse de las sensaciones descritas, seguía el sentimiento de pérdida, de añoranza y después la culpa por reaccionar así. Quería que mi vida siguiera siendo la misma, no porque fuera mi única alternativa, sino porque me gustaba. La elegía cada mañana al despertarme en mi habitación, en esa cama que durante más de diez años había compartido con mi esposo. Elegía eso y no los tsunamis sensoriales ni los recuerdos que, de haber podido, habría erradicado para siempre. Pero mi voluntad era un antídoto insuficiente contra la influencia de Philippe. 
Mauricio volvió un sábado a mediodía, antes de que lograra poner orden en mis sentimientos. Lo recibí aliviada, como quien encuentra en medio de una tormenta el bote que lo salvará del naufragio. Pasamos juntos el fin de semana. Fuimos al cine y al supermercado. El domingo desayunamos en uno de nuestros restaurantes favoritos. Nos contamos los detalles de los viajes y los inconvenientes de nuestros respectivos vuelos. Durante esos días de reencuentro, me pregunté en varias ocasiones si debía explicarle lo sucedido con Laval. Me molestaba esconderle cosas, sobre todo tan serias como esa. Nunca lo había hecho. Me di cuenta de que necesitaba su absolución y, de ser posible, su consuelo. Sin embargo, preferí no decir nada por el momento. Mayor que mi necesidad de ser honesta, era el miedo a lastimarlo, a que algo se rompiera entre nosotros. El lunes, ambos retomamos el trabajo. Los recuerdos seguían asaltándome pero logré controlarlos con cierta destreza hasta que, dos semanas después, Laval volvió a aparecer. 
Una tarde, recibí una llamada de larga distancia cuya clave no identifiqué en la pantalla. Antes de responder se aceleró mi ritmo cardiaco. Levanté el auricular y, después de un corto silencio, reconocí el Amati de Laval del otro lado del hilo. Escucharlo tocar a miles de kilómetros, estando en mi propia casa, consiguió que lo que empezaba a sanar con tanto esfuerzo, sufriera un nuevo desagarre. Esa llamada, en apariencia inofensiva, consiguió introducir a Philippe en un espacio al que no pertenecía. ¿Qué buscaba llamando de esa manera? Probablemente restablecer el contacto, mostrar que seguía pensando en mí y que el sentimiento no se había apagado. Nada en términos concretos y, al mismo tiempo, mucho más de lo que mi estabilidad emocional podía soportar. Hubo una segunda llamada, esta vez con su propia voz, hecha, según dijo, desde una cabina a dos cuadras de su casa. Me explicó lo que su música me había dicho antes: seguía pensando en nosotros y le estaba costando mucho desprenderse. Habló y habló durante varios minutos, hasta agotar el crédito que había puesto en el teléfono. Apenas tuve tiempo de aclararle dos puntos importantes. Primero: todo lo que él sentía era mutuo y, segundo, no quería que volviese a llamar a mi casa. Laval sustituyó las llamadas por correos electrónicos y mensajes al celular. Escribía por las mañanas y por las noches, contándome todo tipo de cosas, desde su estado de ánimo hasta el menú de sus comidas y cenas. Me hacía la reseña de sus salidas y de sus eventos de trabajo, las ocurrencias y las enfermedades de sus hijas y, sobre todo —esa era la parte más difícil—, la descripción detallada de su deseo. Así fue como la dimensión paralela, que creía cancelada para siempre, no sólo se abrió de nuevo sino que empezó a volverse cotidiana, robándole espacio a la realidad tangible de mi vida, en la que cada vez yo estaba menos presente. Poco a poco aprendí sus rutinas, las horas a las que llevaba a las niñas al colegio, los días en los que estaba en casa y aquellos en los que salía del pueblo. El intercambio de mensajes me daba acceso a su mundo y, a base de preguntas, Laval consiguió abrirse un espacio similar en mi propia existencia. Siempre he sido una persona con tendencias fantasiosas pero esa característica aumentó vertiginosamente por culpa suya. Si hasta entonces había vivido el setenta por ciento del tiempo en la realidad y el treinta en la imaginación, el porcentaje se invirtió por completo, al punto en que todas las personas que entraban en contacto conmigo empezaron a preocuparse, incluido Mauricio, quien, sospecho, ya albergaba alguna idea de lo que estaba pasando. 
Me fui volviendo adicta a la correspondencia con Laval, a esa conversación interminable, y a considerarla como la parte más intensa e imprescindible de mi vida diaria. Cuando, por alguna razón, tardaba más de lo habitual en escribir o le era imposible responder pronto a mis mensajes, mi cuerpo daba señales claras de ansiedad: mandíbulas apretadas, sudor en las manos, movimiento involuntario de una pierna. Si antes, sobre todo en Copenhague, casi no hablábamos de nuestras respectivas parejas, en el diálogo a distancia, aquella restricción dejó de ser vigente. Nuestros matrimonios se convirtieron en objeto de voyerismo cotidiano. Primero, nos contábamos sólo las sospechas y las preocupaciones de nuestros cónyuges, luego las discusiones y los juicios que hacíamos sobre ellos pero también los gestos de ternura que tenían hacia nosotros, para justificar ante el otro, y ante nosotros mismos, la decisión de seguir casados. A diferencia de mí, que vivía en un matrimonio apacible y taciturno, Laval era infeliz con su mujer. Al menos eso me contaba. Su relación, que había durado ya más de dieciocho años, constituía la mayor parte del tiempo un verdadero infierno. Catherine, su esposa, no hacía sino exigirle atención y cuidados intensivos y descargaba sobre él su incontenible violencia. Era tristísimo pensar en Laval viviendo en semejantes condiciones. Era tristísimo imaginarlo un domingo, por ejemplo, encerrado en su casa, sometido a los gritos y a las recriminaciones, mientras en las ventanas caía la lluvia interminable de Bruselas. Pero Laval no pensaba dejar a su familia. Estaba resignado a vivir así hasta el final de sus días y debo decir que esa resignación, aunque incomprensible, me acomodaba. Tampoco yo tenía deseos de abandonar a Mauricio. 
Tras más de dos meses de mensajes y eventuales llamadas al celular, se estableció por fin una rutina en la que me sentía más o menos cómoda. Aunque mi atención, o lo que quedaba de ella, estaba puesta en la presencia virtual de Laval, mi vida cotidiana empezó a resultarme llevadera, incluso disfrutable, hasta que se planteó la posibilidad de volver a vemos. Como he dicho, Laval viajaba cada trimestre a la ciudad de Vancouver y en su siguiente visita, después de Copenhague, se le ocurrió que lo alcanzara ahí. No le costó nada conseguir una invitación oficial de la escuela para que yo impartiera un taller, muy bien remunerado, en las mismas fechas en que él debía viajar aquel invierno. La idea, si bien peligrosa, no podía ser más tentadora y me fue imposible rechazarla, aun sabiendo que amenazaba el precario equilibrio que había alcanzado en ese momento. 
Nos vimos, pues, en Canadá. Fue un viaje hermoso de tres días, rodeados otra vez de lagos y de bosques. Entre nosotros volvió a establecerse lo mismo que habíamos sentido durante la residencia pero de manera más urgente, más concentrada. Evitamos dentro de lo posible todos los compromisos sociales. El tiempo que no empleábamos trabajando, lo pasábamos solos en su habitación, reconociendo, de todas las maneras imaginables, el cuerpo del otro, sus reacciones y sus humores, como quien vuelve a un territorio conocido del que no quisiera salir jamás. También hablamos mucho de lo que nos estaba pasando, de la alegría y la novedad que ese encuentro había añadido a nuestras vidas. Concluimos que la felicidad podía encontrarse fuera de lo convencional, en el estrecho espacio al que nos condenaban tanto nuestra situación familiar como la distancia geográfica. 
Después de Vancouver, nos vimos en los Hampton. Meses después, en el Festival de Música de Cámara de Berlín y luego en el de Música Antigua de Ambromay. Todos esos encuentros estuvieron orquestados por Philippe. Aun así, el tiempo pasado juntos nunca nos parecía suficiente. Cada regreso, al menos para mí, era más difícil que el anterior. Mi distracción era peor y mucho más evidente que al volver de Dinamarca: olvidaba las cosas con frecuencia, perdía las llaves dentro del departamento y, lo más terrible de todo, empezó a resultarme imposible convivir con mi marido. La realidad, que ya no me interesaba sostener, comenzó a derrumbarse como un edificio abandonado. Quizás no me hubiera dado cuenta nunca de no ser por una llamada de mi suegra que me sacó de mi letargo. Había hablado con Mauricio y estaba muy preocupada.
—Si estás enamorada de otro, se te está saliendo de las manos —me dijo con la actitud claridosa que siempre la ha caracterizado—. Deberías hacer todo por controlarlo. 
Su comentario cayó en oídos ausentes pero no sordos. 
Una tarde, Mauricio llegó temprano del trabajo, mientras sonaba en casa un concierto de Chopin para piano y violín, interpretado por Laval diez años antes. Un disco que nunca habría puesto en su presencia. No sé si fue mi expresión de sorpresa al verlo llegar o si tenía la intención previa de hacerlo, pero aquel día me interrogó sobre mis sentimientos. Habría deseado dar una respuesta sincera a sus preguntas. Habría deseado explicar mis contradicciones y mis miedos. Habría deseado, sobre todo, contarle lo que estaba sufriendo. Sin embargo, lo único que pude hacer fue mentirle. ¿Por qué lo hice? Quizás porque me lastimaba traicionar a alguien a quien seguía queriendo profundamente, aunque de otra manera; quizás por miedo a su reacción o porque albergaba la esperanza de que, tarde o temprano, las cosas retomarían su curso original. La madre de Mauricio tenía razón: el asunto se me estaba saliendo de las manos. Después de darle muchas vueltas, decidí suspender el viaje siguiente y abocar toda mi energía a distanciarme de Laval. Le escribí explicándole el estado de las cosas y le pedí ayuda para recuperar esa vida que se estaba diluyendo en mis narices. Mi decisión lo afectó pero se mostró comprensivo. 
Pasaron dos semanas en las que Laval y yo no mantuvimos ningún contacto. Sin embargo, cuando dos personas piensan constantemente la una en la otra, se establece entre ellas un vínculo que rebasa los medios ortodoxos de comunicación. Aunque estuviera determinada a olvidarlo, al menos a no pensar en él con la misma intensidad, mi cuerpo se reveló a ese designio y empezó a manifestar su voluntad por medio de sensaciones físicas y, por supuesto, incontrolables. Lo primero que sentí fue un ligero escozor en la entrepierna. Sin embargo, a pesar de que inspeccioné varias veces la zona, no pude encontrar nada visible y terminé por resignarme. Pasadas unas semanas, la comezón, al principio leve, casi imperceptible, se volvió intolerable. Sin importar la hora ni el lugar donde me encontrara, sentía mi sexo y hacerlo implicaba inevitablemente pensar también en el de Philippe. Fue entonces cuando llegó su primer mensaje al respecto. Un correo, escueto y alarmado, en el que aseguraba haber contraído algo grave, probablemente un herpes, una sífilis o cualquier otra enfermedad venérea, y quería advertirme de ello para que tomara mis precauciones. Ese era Philippe tout craché, como dicen en su lengua, y esa la reacción clásica de alguien propenso a la hipocondría. El mensaje cambió mi perspectiva: si los síntomas estaban presentes en ambos, lo más probable era que padeciéramos lo mismo. No una enfermedad grave, como pensaba él, pero quizás sí una micosis. Los hongos pican; si están muy arraigados, pueden incluso doler. Hacen que todo el tiempo estemos conscientes de la parte del cuerpo donde se han establecido y eso era exactamente lo que nos sucedía. Traté de tranquilizarlo con un par de mensajes cariñosos. Antes de retomar el silencio, acordamos ir al médico en nuestras respectivas ciudades. 
El diagnóstico que recibí fue el que ya suponía. Según mi ginecólogo, un cambio en la acidez de mis mucosas había propiciado la aparición de los microorganismos y bastaría aplicar una crema durante cinco días para erradicarlos. Saberlo estuvo lejos de tranquilizarme. Pensar que algo vivo se había establecido en nuestros cuerpos, justo ahí donde la ausencia del otro era más evidente, me dejaba estupefacta y conmovida. Los hongos me unieron aún más a Philippe. Aunque al principio apliqué puntualmente y con diligencia la medicina prescrita, no tardé en interrumpir el tratamiento: había desarrollado apego por el hongo compartido y un sentido de pertenencia. Seguir envenenándolo era mutilar una parte importante de mí misma. La comezón llegó a resultarme, si no agradable, al menos tan tranquilizadora como un sucedáneo. Me permitía sentir a Philippe en mi propio cuerpo e imaginar con mucha exactitud lo que pasaba en el suyo. Por eso me decidí no sólo a conservarlos, sino a cuidar de ellos de la misma manera en que otras personas cultivan un pequeño huerto. Después de cierto tiempo, conforme cobraron fuerza, los hongos se fueron haciendo visibles. Lo primero que noté fueron unos puntos blancos que, alcanzada la fase de madurez, se convertían en pequeños bultos de consistencia suave y de una redondez perfecta. Llegué a tener decenas de aquellas cabecitas en mi cuerpo. Pasaba horas desnuda, mirando complacida como se habían extendido sobre la superficie de mis labios externos en su carrera hacia las ingles. Mientras tanto imaginaba a Philippe afanado sin descanso en su intento por exterminar a su propia cepa. Descubrí que me equivocaba el día en que recibí este mensaje en mi correo electrónico: «Mi hongo no desea más que una cosa: volver a verte». 
El tiempo que antes dedicaba a dialogar con Laval lo invertí, durante esos días, en pensar en los hongos. Recordé el de mi madre, que había borrado casi por completo de mi memoria, y empecé a leer sobre esos seres extraños, semejantes, por su aspecto, al reino vegetal, pero con un aferramiento a la vida y al ser parasitado que no pueden sino acercarlos a nosotros. Averigüé, por ejemplo, que organismos con dinámicas vitales muy diversas pueden ser catalogados como hongos. Existen alrededor de un millón y medio de especies, de las cuales se han estudiado cien mil. Concluí que con las emociones ocurre algo semejante: muy distintos tipos de sentimientos (a menudo simbióticos) se definen con la palabra «amor». Los enamoramientos muchas veces nacen también de forma imprevista, por generación espontánea. Una tarde sospechamos de su existencia por un escozor apenas perceptible, y al día siguiente nos damos cuenta de que ya se han instalado de una manera que, si no es definitiva, al menos lo parece. Erradicar un hongo puede ser tan complicado como acabar con una relación indeseada. Mi madre sabe de ello. Su hongo amaba su cuerpo y lo necesitaba de la misma manera en que el organismo que había brotado entre Laval y yo reclamaba el territorio faltante. 
Hice mal en creer que, con dejar de escribirle, me desharía de Laval. Hice mal asimismo en pensar que ese sacrificio bastaría para recuperar a mi marido. Nuestra relación nunca resucitó. Mauricio se fue de casa discretamente, sin ningún tipo de aspaviento. Empezó por ausentarse una noche de tres y luego extendió sus periodos desertores. Era tal mi falta de presencia en nuestro espacio común que, aunque no pude dejar de notarlo, tampoco logré hacer nada por impedirlo. Todavía hoy me pregunto si, de intentarlo con más ahínco, habría sido posible restablecer los lazos diluidos entre nosotros. Estoy segura de que Mauricio comentó con un número reducido de amigos las circunstancias de nuestro divorcio. Sin embargo, esas personas hablaron con otras y la información se fue extendiendo a nuestros allegados. Hubo incluso personas que se sintieron autorizadas a expresarme su aprobación o su rechazo, lo cual no dejaba de indignarme. Unos decían, para darme consuelo, que las cosas «siempre pasan por algo», que lo habían visto venir y que la separación era necesaria tanto para mi crecimiento como para el de Mauricio. Otros me aseguraron que mi esposo mantenía, desde hacía varios años, una relación con una joven musicóloga y que no debía sentirme culpable. Lo último no se comprobó jamás. Lejos de serenarme, lo único que consiguieron estos comentarios fue aumentar mi sensación de desamparo y de aislamiento. Mi vida no sólo había dejado de pertenecerme sino que se había vuelto materia de discusión de terceros. Por esa razón, no soportaba ver a nadie pero tampoco me gustaba estar sola. Si hubiese tenido hijos, probablemente habría sido diferente. Un niño hubiera representado un ancla muy poderosa al mundo tangible y cotidiano. Habría estado pendiente de su persona y de sus necesidades. Me habría alegrado la vida con ese cariño incondicional que tanto necesitaba. Pero fuera de mi madre, ocupada casi siempre en su actividad profesional, en mi vida sólo tenía el violín y el violín era Laval. Cuando por fin me decidí a buscarlo, Philippe no sólo retomó el contacto con el entusiasmo de siempre, sino que fue más solidario que nunca. Llamaba y escribía varias veces al día, escuchaba todas mis dudas, me daba aliento y consejos. Nadie se implicó tanto en mi recuperación anímica como lo hizo él durante los primeros meses. Sus llamadas y nuestras conversaciones virtuales se volvieron mi único contacto disfrutable con otro ser humano. 
Al contrario de lo que hizo mi madre durante mi infancia, yo había decidido quedarme con los hongos indefinidamente. Vivir con un parásito es aceptar la ocupación. Cualquier parásito, por inofensivo que sea, tiene una necesidad incontenible de avanzar. Es imperativo ponerle límites, de lo contrario lo hará hasta invadirnos. Yo, por ejemplo, nunca he permitido que el mío llegue hasta las ingles ni a ningún otro lugar fuera de mi entrepierna. Philippe tiene conmigo una actitud similar a la mía con los hongos. No me permite jamás salir de mi territorio. Me llama a casa cuando lo necesita pero yo no puedo, bajo ninguna circunstancia, telefonear a la suya. Él es quien decide el lugar y las fechas de nuestros encuentros y quien los cancela siempre que su mujer o sus hijas interrumpen nuestros planes. En su vida, soy un fantasma que puede invocar infaliblemente. Él, en la mía, es un espectro que a veces se manifiesta sin ningún compromiso. Los parásitos — ahora lo sé— somos seres insatisfechos por naturaleza. Nunca son suficientes ni el alimento ni la atención que recibimos. La clandestinidad que asegura nuestra supervivencia también nos frustra en muchas ocasiones. Vivimos en un estado de constante tristeza. Dicen que para el cerebro el olor de la humedad y el de la depresión son muy semejantes. No dudo que sea verdad. Cada vez que la angustia se me acumula en el pecho, me refugio en Laval como uno recurre a un psicólogo o a un ansiolítico. Y aunque no siempre de inmediato, casi nunca se niega a responderme. No obstante, como es de esperar, Philippe no soporta esta demanda. A nadie le gusta vivir invadido. Ya suficiente presión tiene en su casa como para tolerar a esa mujer asustada y adolorida en la que me he convertido, tan distinta de aquella que conoció en Copenhague. Nos hemos vuelto a ver en varias ocasiones, pero los encuentros ya no son como antes. Él también está asustado. Le pesa su responsabilidad en mi nueva vida y lee, hasta en mis comentarios más inocuos, la exigencia de que deje a su esposa para vivir conmigo. Yo me doy cuenta. Por eso he disminuido, a costa de la salud, mi demanda de contacto, pero mi necesidad sigue siendo insondable. 
Hace más de dos años que asumí esta condición de ser invisible, con apenas vida propia, que se alimenta de recuerdos, de encuentros fugaces en cualquier lugar del mundo, o de lo que consigo robar a un organismo ajeno que se me antoja como mío y que de ninguna manera lo es. Sigo haciendo música, pero todo lo que toco se parece a Laval, suena a él, como una copia distorsionada que a nadie interesa. No sé cuánto tiempo se pueda vivir así. Sé, en cambio, que hay personas que lo hacen durante años y que, en esa dimensión, logran fundar familias, colonias enteras de hongos sumamente extendidas que viven en la clandestinidad y, un buen día, a menudo cuando el ser parasitado fallece, asoman la cabeza durante el velorio y se dan a conocer. No será mi caso. Mi cuerpo es infértil. Laval no tendrá conmigo ninguna descendencia. A veces, me parece notar en su rostro o en el tono de su voz, cierto fastidio semejante al rechazo que mi madre sentía por su uña amarillenta. Por eso, a pesar de mi enorme necesidad de atención, hago todo lo posible para resultar discreta, para que recuerde mi presencia sólo cuando le apetece o cuando la necesita. No me quejo. Mi vida es tenue pero no me falta alimento, aunque sea a cuentagotas. El resto del tiempo vivo encerrada e inmóvil en mi departamento, en el que desde hace varios meses no levanto casi nunca las persianas. Disfruto la penumbra y la humedad de los muros. Paso muchas horas tocando la cavidad de mi sexo —esa mascota tullida que vislumbré en la infancia—, donde mis dedos despiertan las notas que Laval ha dejado en él. Permaneceré así hasta que él me lo permita, acotada siempre a un pedazo de su vida o hasta que logre dar con la medicina que por fin, y de una vez por todas, nos libere a ambos.

Guadalupe Nettel, Hongos.

Gudalupe Nettel

Jules Renard, Blandine y Pointu

Blandine y Pointu
—¿Qué edad tiene usted, Blandine?
—Treinta y siete años, señor. No soy de la última nidada de agosto.
—¿Dónde nació usted?
—En Lormes, en la Nièvre.
—¿Pasó allí la infancia?
—Sí, señor. Primero guardé ocas. Luego guardé ovejas. Más tarde guardé vacas. Después una prima mía me colocó como criada en París. Tuve más de veinte patrones antes que usted. El señor Rollin no me pagaba. Si es cierto que hay malos criados, también hay malos patrones.
—¿Dónde están sus informes?
—Los tiro. De no hacerlo, tendría montones de esos papeles sucios que no sirven para nada. Sólo guardo mi partida de nacimiento y mi libreta de ahorros.
—¿Cuánto tiene en la Caja de ahorros?
—Novecientos francos, señor.
—¡Caray! Es usted más rica que yo. ¿Ha vuelto usted con frecuencia al pueblo?
—Una vez, señor.
—¿A casa de sus padres?
—No, señor. Mi madre murió al nacer yo.
—¿Y su padre?
—Mi padre debe estar muerto también.
—¡Cómo debe estar muerto también! ¿No lo sabe?
—Me temo que así sea. Cuando fui estaba ya muy viejo y muy enfermo. Debe estar muerto. Sí, seguramente está muerto.
—¿No le escribe usted nunca?
—Me molesta escribir a través de extraños.
—¿Y nadie le envía noticias del pueblo?
—Nadie tiene mi dirección. Como cambio con frecuencia de patrón…
—¿Tiene hermanos y hermanas?
—Tengo un hermano mayor y un montón de medio hermanos y medio hermanas, cinco o seis, hijos de la segunda esposa de mi padre. Todos trabajan en las granjas de los pueblos vecinos. Son aún más palurdos que yo y no han visto nunca el sol.
—¿Y no se preocupan por usted?
—No me conocen. Fue mi tío el que me crió.
—¿Y su tío se ocupa de usted?
—¡Oh, sí! Un día me envió cinco francos. No es gran cosa. Pero al menos es algo.
—Y su padre, si vive, ¿dónde trabaja?
—Debe trabajar con mi hermano mayor.
—¿Y no echa de menos a los unos o a los otros? ¿No tiene ganas de volver a verlos?
—Pues la verdad es que no, señor. A la única que me gustaría volver a ver es a una amiga de la primera comunión. Pero ya me ha olvidado. Está casada allí. Tiene dinero. Desprecia a los demás.
—¿Y a usted, ningún chico del pueblo la ha pedido en matrimonio?
—Sí, señor. Tenía entonces quince años, y lo rechacé. ¡Qué boba era! Entonces se casó con mi amiga de la primera comunión.
—Y ahora, ¿ya no piensa en el matrimonio?
—Para casarse hacen falta dos. Ya se me pasó el momento. Ya está lejos.
—¿Y no desea siquiera volver a ver su pueblo, sus árboles, su río, la casa en la que jugaba de niña? Normalmente uno ama su pueblo. ¿Es un sitio bonito?
—Como otro cualquiera; hay otros menos bonitos y otros menos feos.
—¿Qué diría usted si le ofreciera un permiso, si le pagara el viaje para que fuera usted a pasar una semana con su familia? Porque, no está bien olvidar a la familia.
—¡Ah, a ellos no les preocupa lo más mínimo! Respecto al permiso, prefiero que no. Me aburriría si pasara un solo día allí. Además, temo que me quiten mi puesto aquí.
—En fin, ¿desea usted algo, sea lo que sea? ¿Tiene algún deseo?
—Deseo tener siempre un puesto de trabajo, no enfermar y morirme antes de llegar a vieja, de repente.
—¿Está usted a gusto aquí?
—Sí, señor. Hay mucho trabajo, pero una come todo lo que quiere. Y la señora hace un café tan bueno… ¡Oh! perdería sin duda si me pusieran en la calle.
—¿Dónde iría usted?
—A una pensión que conozco. Pagaría por una habitación como un zapato un franco al día, mientras encontraba otro trabajo…¿Puedo volver a la cocina, señor?
—Una última cosa, Blandine. Usted no recibe ninguna visita. ¡Vive usted como un lobo!
—Sí, señor, también dicen a veces como un cerdo.
—Me extraña que no pida usted nunca salir por la noche.
—¿Para ir adónde, señor? A las nueve estoy bastante cansada y me voy a dormir.
—No se enfade, Blandine. ¿Saldría para ver a su amante?
—¿Un amante, señor? ¿Quién podría querer a un viejo jamelgo como yo?
—¿Entonces, no tiene a nadie querido en este mundo?
—Sí, señor, tengo a Pointu. Su perro.

---...---

Pero hasta Pointu la abandona. Pointu va a morir. Está enfermo desde hace tiempo. Su pelo se le iba cayendo de la piel escamosa. Hubo que llevarlo al veterinario que encontró el caso curioso y creyó poder curarlo.
Al cabo de un mes Pointu regresa casi curado. Pero ya no es nuestro perro. Lo han esquilado desde el hocico hasta la cola. Está constantemente temblando sobre una silla. Ha adelgazado. Está siempre muerto de hambre. Él, antes tan exquisito, se come hoy hasta el pan seco. Cuando oye su nombre, duda en levantar la cabeza. Nos mira con los ojos apagados. Y pronto su enfermedad vuelve con más violencia. Lo devora, tiene el cuello hinchado. Lo llevamos de nuevo al veterinario que empieza a dudar y que le pondrá un drenaje. Sólo queda esa solución.
Y esta tarde las noticias son desesperadas. El veterinario nos aconseja que nos hagamos a la idea de renunciar a Pointu. Personalmente, yo renunciaría.
Espera nuestras órdenes. Pregunta si debe administrarle la fatal píldora. ¿Qué me impide escribir «Sí» con una pluma normal? Escribo sólo para pedirle que me envíe la factura. Ya comprenderá.
Y suba la lámpara que ilumina poco. Atice el fuego que ya no calienta. Cambien de cara y que piensen en otra cosa.
Sólo los hombres mueren. Los perros revientan. Una vez muerto, Pointu ya no vendrá por la noche a arañar la puerta y a gemir por la rendija. No iré a abrirle con una vela vacilante en la mano. No saltará junto a mí, con la lengua fresca y la piel sana.
Eso no puede suceder. La vida sería demasiado divertida.
—Blandine, prepárenos unos ponches muy calientes. Blandine, no volverá usted a ver a Pointu.
Pone la bandeja sobre la mesa y se pone a llorar en su delantal.
—Blandine, Blandine, es usted una boba.
—Es más fuerte que yo, señor.
—Le compraré otro perro.
—No, señor, no lo quiero.
—Sí. Quiero comprar uno, la consolará.
—No lo querré jamás, a causa de Pointu.
—Pero lo cuidará como a Pointu.
—Lo cuidaré si usted me lo ordena.
—Y espero que lo saque cada noche antes de irse a dormir.
—Lo sacaré puesto que el señor así lo quiere. Lo pasearé. Le haré hacer pipí. Pero no lo miraré.

Jules Renard, Blandine y Pointu.

Jules Renard


Prólogo al libro de relatos "Solo en mi oscuridad", de David Romero

Prólogo
No deja de ser extraño que dos naturalistas vocacionales que dedican sus horas de profesión a estudiar aspectos de la ecología de anfibios y otros grupos de fauna, gasten sus horas libres en una actividad tan opuesta a la vida al aire libre, tan contraria a resolver hipótesis, tan distante a veces de la pura lógica como es la literatura. Por estas pasiones compartidas ―la biología y la literatura― quizás no es casual que David Romero me haya pedido prologar su primer libro de relatos. La ciencia es absorbente; el tiempo que queda para otras tareas cotidianas más o menos necesarias como comer, dormir o relacionarnos es muy escaso. Entonces hacemos literatura a pesar de la ciencia, arañando minutos a las horas de vigilia.
A los biólogos nos gusta plantear nuevas hipótesis, dibujar nuevos escenarios y experimentar. Dentro de la narrativa el relato se presta más que ningún otro género a la experimentación y a la fantasía. Por eso tampoco debe parecer raro que David Romero haya elegido esta forma de narrar para su primer libro. En el caso del microcuento, hay, además, otra semejanza con el mundo de la ciencia: una infatigable búsqueda de la precisión, permutando números por palabras. En el microrrelato se utilizan solo las palabras necesarias para encontrar el resultado final, el efecto buscado desde su esbozo primero, la resolución de la incógnita en la ecuación planteada.
Jorge Volpi, un escritor enamorado de la ciencia, decía que el cerebro es una máquina de futuros. Y eso es parte del trabajo de David Romero cuando elabora modelos predictivos que nos dicen, por ejemplo, qué pasará con una determinada especie animal en un futuro próximo bajo determinadas condiciones ambientales previstas. Lo que hace en su vida real mediante datos objetivos es concebir futuros posibles. Su mundo escrito no es muy diferente, ya que, desde la imaginación, genera imágenes de eventuales mundos, a veces distópicos y deshumanizados que la ciencia y la tecnología están contribuyendo a crear.
Solo en mi oscuridad es el título de esta recopilación de relatos y también una frase que podría resumir su contenido. La soledad es el sentimiento más común en los personajes protagonistas de David Romero. Es una soledad no buscada, una soledad fría ―como la piel de los anfibios― e inevitable donde se esconden los fantasmas que nacen de esa «escritura nocturna» de la que hablaba Ernesto Sabato. Algunos de sus personajes angustiados nos recordarán a los que creó Edgar Allan Poe para asomarse a sus propios abismos, pero viven en mundos más cercanos a los paisajes deshumanizados descritos por Bradbury en los que esta soledad se acrecienta. A veces da la impresión de que son los mismos personajes los que deambulan por diferentes cuentos, en contextos alejados y con apariencias diversas, no solo humanas. 
Pero aquí nada es lo que parece, lo que se muestra como certeza deja de serlo, el narrador se sitúa en una perspectiva distinta a la esperada. De este modo, el autor juega al equívoco manejando con soltura este recurso tan característico de los grandes maestros del cuento y, muy especialmente, del microcuento. En las páginas que siguen a estos párrafos el lector encontrará textos muy variados ―tanto en extensión como en temática y tratamiento―, en los que se alternan el misterio, la ciencia ficción, la crítica social y ecologista, los sueños y las obsesiones. Los sentidos engañan a los personajes, en ocasiones siguen los dictados de la física cuántica, el tiempo deja de ser lineal, se difuminan las fronteras igual que hiciera William Turner en sus paisajes, lo transparente queda velado y aún hay espacio para detenerse a contemplar el detalle y el enigma sin resolver, para lo macabro, lo erótico y lo claustrofóbico. Las mujeres aparecen idealizadas y explícitamente perfectas y son, a menudo, el motor que mueve a los protagonistas. Hay una búsqueda constante de un futuro desconocido que se perfila como una nueva esperanza. En algunos cuentos hay divagaciones con desarrollos cercanos al ensayo. Son historias ancladas en la desidia y en lo cotidiano, con una realidad invadida por una melancolía, una inseguridad y un desaliento ante la oscuridad de horizontes incluso cuando los protagonistas no son humanos. 
John Fowles admite que la clave de su obra literaria reside en la relación que mantiene con la naturaleza. Desconozco si hay esa íntima dependencia en el caso de David Romero. En cualquier caso, hacer ciencia y literatura, unir ambas disciplinas en una misma persona, puede resultar enriquecedor. El científico cada vez más dirigido a ser un especialista en una materia muy concreta, urgido por la productividad, no tiene tiempo ni perspectiva para detenerse a pensar en lo general, en el conjunto, y esa es una visión que puede aportar la literatura que es también, no lo olvidemos, una forma de conocimiento. Decía Edward O. Wilson que nos estamos ahogando en información, mientras que nos morimos por falta de sabiduría. Cada vez son más necesarias las personas multidisciplinares, capaces de sintetizar y unir informaciones que provienen de campos diversos para conseguir tomar las decisiones adecuadas. Por otro lado, la ciencia en la actualidad es un trabajo colectivo, el investigador depende de más personas para hacer un estudio. En cambio, la escritura pertenece a un territorio privado en el que podemos vivir vidas que no tenemos y llegar más allá de los territorios explorados por la física y la biología.
Tal vez la literatura consista en explorar los huecos en los que la ciencia no puede adentrarse, en mostrar esos mundos posibles o imposibles, pero que resultan reveladores de algún aspecto del ser humano, con sus impulsos y sus deseos, con sus contradicciones y sus aciertos y que acaban esbozando una parte de nuestra existencia y nuestra forma de ver el mundo.

Ricardo RequesPrólogo al libro de relatos "Solo en mi oscuridad", de David Romero.













Solo en mi oscuridad
David Romero
BioGea Ediciones 2017