Ray Bradbury, El lago

El lago

La ola me encerró apartándome del mundo, de los pájaros del cielo, los niños en la arena, mi madre en la playa. Hubo un momento de silencio verde. Luego la ola me devolvió al cielo, a la arena, a los niños que gritaban. Salí del lago y el mundo me esperaba aún, y apenas se había movido entretanto.
Corrí playa arriba.
Mamá me frotó con un toallón.
-Quédate ahí hasta que te seques -dijo.
Me quedé allí, aguardando a que el sol me quitara los abalorios de agua de los brazos. Los reemplacé con carne de gallina.
-Caramba, sopla el viento -dijo mamá. Ponte el sweater.
-Espera, que me estoy mirando la carne de gallina -dije.
-Harold –dijo mamá.
Me puse el sweater y observé las olas que subían y caían en la playa. Pero no torpemente. Muy a propósito, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un borracho se hubiese derrumbado con la elegancia de esas olas.
Era setiembre. Los últimos días, cuando todo empieza a ponerse triste, sin ninguna razón. Sólo había seis personas en la playa, que parecía tan larga y desierta. Los niños dejaron de jugar a la pelota, pues el viento, por algún motivo, los entristecía también, silbando de ese modo, y los niños se sentaron y sintieron que el otoño venía por la costa interminable.
Los kioscos de salchichas habían sido tapados con tablas doradas, guardando así los olores de mostaza, cebolla y carne del prolongado y alegre verano. Era como haber encerrado el verano en una serie de ataúdes. Una a una se golpearon ruidosamente las puertas, y el viento vino y tocó la arena llevándose el millón de huellas de pisadas de julio y agosto. De este modo, ahora, en septiembre, sólo quedaban las marcas de mis zapatillas de tenis, y los pies de Donald y Delaus Arnold, allá, junto al agua.
La arena volaba en cortinas sobre los senderos de piedra, y una lona ocultaba el tiovivo, y todos los caballos se habían quedado saltando en el aire, sostenidos por las barras de bronce, mostrando los dientes, galopando. No había ahora otra música que el viento, escurriéndose entre las lonas.
Yo estaba allí. Todos los otros estaban en la escuela. Yo no. Mañana yo estaría en camino hacia el Oeste, cruzando en tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos venido a la playa a pasar un último y breve momento.
Había algo raro en aquella soledad y tuve ganas de alejarme, solo.
-Mamá, quiero correr un poco por la playa -dije.
-Muy bien, pero no te entretengas, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giró a mis pies, y el viento me alzó. Ustedes saben cómo es, correr, con los brazos extendidos de modo que uno siente los dedos como velas al viento, como alas.
Mamá, sentada, se empequeñecía a lo lejos. Pronto fue sólo una mota parda, y yo estuve solo.
Un niño de doce no está solo a menudo. Tiene casi siempre gente al lado. No se siente solo dentro de sí mismo. Hay tanta gente alrededor, aconsejando, explicando, y un niño tiene que correr por una playa, aunque sea una playa imaginaria, para sentirse en su mundo propio.
De modo que ahora yo estaba solo de veras.
Me acerqué al agua y dejé que me enfriara el vientre. Antes, siempre había una multitud en la playa, yo no me había atrevido a mirar, a venir aquí y buscar en el agua y decir cierto nombre. Pero ahora…
El agua era como un mago. Lo aserraba a uno en dos. Parecía que uno estuviera cortado en dos partes, y la parte de abajo, azúcar, se fundiera, se disolviera. El agua fresca, y de cuando en cuando una ola que cae elegantemente, con un floreo de encaje.
Dije el nombre. Llamé doce veces.
-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!
Cuando es joven y llama así, uno espera realmente una respuesta. Uno piensa cualquier cosa y siente entonces que puede ser real. Y a veces, quizá, uno se equivoca de veras.
Pensé en Tally, que nadaba alejándose en el agua, en el último mes de mayo, las trenzas como estelas, rubias. Se iba riendo, y el sol le iluminaba los hombros menudos de doce años. Pensé en el agua que se aquietó de pronto, en el bañero que se zambullía, en el grito de la madre de Tally, y en Tally que nunca salió…
El bañero trató de sacarla, de convencerla, pero Tally no vino. El bañero regresó con unos trozos de algas en los dedos de nudillos gruesos, y nada más. Tally se había ido y ya no se sentaría cerca de mí en la escuela, nunca más, ni correría detrás de la pelota en las calles de ladrillos. las noches de verano. Se había ido demasiado lejos, y el lago no permitiría que volviese.
Y ahora en el otoño solitario, cuando el cielo era inmenso y el agua era inmensa y la playa tan larga, yo habla ido allí por última vez, solo.
La llamé otra vez y otra vez. ¡Tally, oh, Tally!
El viento me sopló dulcemente en las orejas, como sopla el viento en las bocas de los caracoles, que murmuran. El agua se alzó, me abrazó el pecho, luego las rodillas, subiendo y bajando, así y de otro modo, succionando bajo mis talones.
-¡Tally! ¡Vuelve, Tally!
Yo sólo tenía doce años. Pero sabía cuánto la había querido. Era ese amor que llega cuando el cuerpo y la moral no significan nada todavía. Ese amor que se parece al viento y al mar y a la arena, acostados y juntos para siempre. La materia de ese amor era los días largos y cálidos en la playa, y el zumbido tranquilo de los días monótonos en la escuela. Todos los largos días del último otoño cuando yo le había llevado los libros a casa desde la escuela.
-¡Tally!
La llamé por última vez. Me estremecí. Sentí el agua en la cara y no supe cómo era posible.
El agua no me había salpicado tan arriba.
Volviéndome, retrocedí a la arena y me quedé allí media hora, esperando una sombra, un signo, algo de Tally que me ayudara a recordar.
Luego, de rodillas, hice un castillo de arena, delicado, construyéndolo como Tally y yo lo habíamos construido tantas veces, pero esta vez construí sólo la mitad. Luego me puse de pie.
-Tally, si me oyes, ven y construye el resto.
Me alejé hacia el lunar lejano que era mamá. El agua subió, invadió en círculos el castillo, y lo devolvió poco a poco a la lisura original.
Silenciosamente, caminé por la costa.
Lejos, el tintineo de un tiovivo; pero era sólo el viento.

Al día siguiente me fuí en tren.
Un tren tiene mala memoria. Pronto deja todo atrás. Olvida los maizales de Illinois, los ríos de la infancia, los puentes, los lagos, los valles, las casas, las penas y las alegrías. Las echa atrás y pronto quedan del otro lado del horizonte.
Alargué mis huesos, les puse carne, cambié mi mente joven por otra más vieja, tiré ropas que ya no me servían, pasé del colegio primario al bachillerato, y de ahí a la universidad. Y luego encontré a una joven en Sacramento. La traté un tiempo y nos casamos. Cuando cumplí veintidós años ya casi no recordaba cómo era el Oeste.
Margaret sugirió que pasáramos nuestra luna de miel postergada.
Como la memoria, el tren va y viene. Un tren puede devolvernos rápidamente a todo lo que dejamos atrás hace muchos años.
Lago Bluff, diez mil habitantes, subió en el cielo. Margaret estaba tan bonita con sus elegantes ropas nuevas. No sentía cómo el mundo viejo iba incorporándome a su vida, y Margaret me miraba. Me tomó del brazo cuando el tren se deslizó entrando en Bluff, y un hombre nos escoltó cargando el equipaje.
Tantos años, y las metamorfosis de las caras y los cuerpos. Caminábamos por el pueblo y yo no reconocía a nadie. Había casas con ecos. Ecos de correrías por los senderos de las cañadas. Rostros donde se oían aún unas risas entre dientes: las vacaciones y las hamacas de cadenas, y las subidas y bajadas en los columpios. Pero yo no hacía preguntas y miraba a un lado y a otro y acumulaba recuerdos, como apilando hojas para la hoguera del otoño.
Nos quedamos allí dos semanas, visitando juntos todos los sitios. Fueron días felices. Yo pensaba que estaba enamorado de Margaret. Lo pensaba por lo menos.
En uno de los últimos días paseamos por la costa. El año no estaba tan adelantado como aquel día, hacía tanto tiempo, pero en la playa se veían ya los primeros signos de la deserción próxima. La gente escaseaba; algunos kioscos estaban cerrados y claveteados, y el viento, como siempre, esperaba allí para cantarnos.
Casi vi a mamá sentada en la arena como antes. Sentí otra vez aquellas ganas de estar solo. Pero no me atreví a hablarle de eso a Margaret. Callé y esperé.
Cayó el día. La mayoría de los niños se había retirado ya, y sólo quedaban unos pocos hombres y mujeres que tomaban sol, al viento.
El bote del bañero se acercó a la costa. El hombre salió a la orilla, lentamente, con algo en los brazos.
Me quedé quieto. Contuve el aliento y me sentí pequeño, con sólo doce años de edad, minúsculo, infinitesimal, y asustado. El viento aullaba. No podía ver a Margaret. Sólo veía la playa, y al bañero que venía lentamente con un bulto gris no muy pesado en las manos, y la cara casi tan arrugada y gris.
No sé por qué lo dije:
-Quédate aquí, Margaret.
-¿Pero por qué?
-Quédate aquí, eso es todo.
Fui lentamente por la arena, playa abajo, hacia donde estaba el bañero. El hombre me miró.
-¿Qué es? -pregunté.
El hombre siguió mirándome largo rato. No podía hablar. Puso el saco gris en la arena, y el agua murmuró alrededor subiendo y bajando.
-¿Qué es? -insistí.
-Extraño -dijo el bañero, en voz baja.
Esperé.
-Extraño -dijo otra vez, dulcemente-. Nunca ví nada más extraño. Está muerta desde hace mucho tiempo.
Repetí las palabras del hombre.
El hombre asintió.
-Diez años, diría yo. Este año no se ahogó ningún niño. Se ahogaron aquí doce niños desde 1933, pero los encontramos a todos a las pocas horas. A todos excepto a uno, recuerdo. Este cuerpo… bueno, debió de haber estado diez años en el agua. No es… agradable.
Clavé los ojos en el saco gris.
-Ábralo –dije.
No sé por qué lo dije. El viento gritaba más.
El hombre tocó el saco aquí y allá.
-¡De prisa, hombre, ábralo! –grité.
-Será mejor que no –dijo él. Luego quizá me vio la cara-. Era una niña tan pequeña…
Abrió sólo una parte. Fue suficiente.
La playa estaba desierta. Sólo había el cielo y el viento y el agua y el otoño que se acercaba solitario. Bajé la cabeza y miré.
Dije algo, una vez y otra. Un nombre. El bañero miraba.
-¿Dónde la encontró? -pregunté.
-Playa abajo, allá, en los bajíos. Ha pasado mucho, mucho tiempo, ¿no?
Sacudí la cabeza.
-Sí, sí. Oh Dios, sí, sí.
Pensé: la gente crece. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Es pequeña todavía. Es joven todavía. La muerte no permite crecimientos o cambios. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la querré siempre, oh Dios, la querré siempre.
El bañero cerró otra vez el saco.
Un momento después eché a caminar por la playa, solo. Me detuve, miré algo. Aquí es donde la encontró el bañero, me dije.
Aquí, a orillas del agua, se alzaba un castillo de arena, la mitad de un castillo. Tally una mitad, y yo la otra.
Lo miré. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las huellas de los pies menudos, que venían del lago y volvían al lago, y no regresaban.
Entonces entendí.
-Te ayudaré a terminarlo –dije.
Lo hice. Construí el resto muy lentamente, luego me incorporé y me alejé sin volver la cabeza, para no ver cómo las olas lo deshacían, como se deshacen todas las cosas.
Caminé por la playa hasta el sitio donde una mujer extraña, llamada Margaret, me esperaba sonriendo…

Ray Bradbury, El lago (1944) (traducido por Francisco Abelenda).

Ray Bradbury

The lake

The wave shut me off from the world, from the birds in the sky, the children on the beach, my mother on the shore. There was a moment of green silence. Then the wave gave me back to the sky, the sand, the children yelling. I came out of the lake and the world was waiting for me, having hardly moved since I went away. 
I ran up on the beach. 
Mama swabbed me with a furry towel. "Stand there and dry," she said. 
I stood there, watching the sun take away the water beads on my arms. I replaced them with goose-pimples. 
"My, there's a wind," said Mama. "Put on your sweater." 
"Wait'll I watch my goose-bumps," I said. 
"Harold," said Mama. 
I put the sweater on and watched the waves come up and fall down on the beach. But not clumsily. On purpose, with a green sort of elegance as those waves. 
Even a drunken man could not collapse with such elegance as those waves. 
It was September. In the last days when things are getting sad for no reason. The beach was so long and lonely with only about six people on it. The kids quit bouncing the ball because somehow the wind made them sad, too, whistling the way it did, and the kids sat down and felt autumn come along the endless shore. 
All of the hot-dog stands were boarded up with strips of golden planking, sealing in all the mustard, onion, meat odors of the long, joyful summer. It was like nailing summer into a series of coffins. 
One by one the places slammed their covers down, padlocked their doors, and the wind came and touched the sand, blowing away all of the million footprints of July and August. It got so that now, in September, there was nothing but the mark of my rubber tennis shoes and Donald and Delaus Arnold's feet, down by the water curve. 
Sand blew up in curtains on the sidewalks, and the merry-go-round was hidden with canvas, all of the horses frozen in mid-air on their brass poles, showing teeth, galloping on. With only the wind for music, slipping through canvas. 
I stood there. Everyone else was in school. I was not. Tomorrow I would be on my way west across the United States on a train. Mom and I had come to the beach for one last brief moment. 
There was something about the loneliness that made me want to get away by myself. "Mama, I want to run up the beach aways," I said. 
"All right, but hurry back, and don't go near the water." 

I ran. Sand spun under me and the wind lifted me. You know how it is, running, arms out so you feel veils from your fingers, caused by wind. Like wings. 
Mama withdrew into the distance, sitting. Soon she was only a brown speck and I was all alone. Being alone is a newness to a twelve-year-old child. He is so used to people about. The only way he can be alone is in his mind. There are so many real people around, telling children what and how to do, that a boy has to run off down a beach, even if it's only in his head, to get by himself in his own world. 
So now I was really alone. 
I went down to the water and let it cool up to my stomach. Always before, with the crowd, I hadn't dared to look, to come to this spot and search around in the water and a certain name. But now... water is like a magician. Sawing you in half. It feels as if you were cut in two, part of you, the lower part, sugar, melting, dissolving away. Cool water, and once in a while a very elegantly stumbling wave that fell with a flourish of lace. 
I called her name. A dozen times I called it. 
"Tally! Tally! Oh Tally!" 
You really expect answers to your calling when you are young. You feel that whatever you may think can be real. And some times maybe that is not so wrong. 
I thought of Tally, swimming out into the water last May, with her pigtails trailing, blond. She went laughing, and the sun was on her small twelve-year-old shoulders. I thought of the water settling quiet, of the life guard leaping into it, of Tally's mother screaming, and of how Tally never came out...
The life guard tried to persuade her to come out, but she did not. He came back with only bits of water-weed in his big-knuckled fingers, and Tally was gone. She would not sit across from me at school any longer, or chase indoor balls on the brick streets on summer nights. She had gone too far out, and the lake would not let her return. 
And now in the lonely autumn when the sky was huge and the water was huge and the beach was so very long, I had come down for the last time, alone. 
I called her name again and again. Tally, oh, Tally! 
The wind blew so very softly over my ears, the way wind blows over the mouths of sea-shells to set them whispering. The water rose, embraced my chest, then my knees, up and down, one way and another, sucking under my heels. 
"Tally! Come back, Tally!" 
I was only twelve. But I know how much I loved her. It was that love that comes before all significance of body and morals. It was that love that is no more bad than wind and sea and sand lying side by side forever. It was made of all the warm long days together at the beach, and the humming quiet days of droning education at the school. All the long autumn days of the years past when I had carried her books home from school. 
Tally! 
I called her name for the last time. I shivered. I felt water on my face and did not know how it got there. The waves had not splashed that high. 
Turning, I retreated to the sand and stood there for half an hour, hoping for one glimpse, one sign, one little bit of Tally to remember. Then, I knelt and built a sand castle, shaping it fine, building it as Tally and I had often built so many of them. But this time, I only built half of it. Then I got up. 
"Tally, if you hear me, come in and build the rest." 
I walked off toward that far-away speck that was Mama. The water came in, blended the sand-castle circle by circle, mashing it down little by little into the original smoothness. 
Silently, I walked along the shore. 
Far away, a merry-go-round jangled faintly, but it was only the wind. 

The next day, I went away on the train. 
A train has a poor memory; it soon puts all behind it. It forgets the cornlands of Illinois, the rivers of childhood, the bridges, the lakes, the valleys, the cottages, the hurts and the joys. It spreads them out behind and they drop back of a horizon. 
I lengthened my bones, put flesh on them, changed my mind for an older one, threw away clothes as they no longer fitted, shifted from grammar to high-school, to college. And there was a young woman in Sacramento. I knew her for a time, and we were married. By the time I was twenty-two, I had almost forgotten what the East was like. 
Margaret suggested that our delayed honeymoon be taken back in that direction. 
Like a memory, a train works both ways. A train can bring rushing back all those things you left behind so many years before. 
Lake Bluff, population 10,000, came up over the sky. Margaret looked so handsome in her fine new clothes. She watched me as I felt my old world gather me back into its living. She held my arm as the train slid into Bluff Station and our baggage was escorted out. 
So many years, and the things they do to people's faces and bodies. When we walked through the town together I saw no one I recognized. There were faces with echoes in them. Echoes of hikes on ravine trails. Faces with small laughter in them from closed grammar schools and swinging on metal-linked swings and going up and down on teeter-totters. But I didn't speak. I walked and looked and filled up inside with all those memories, like leaves stacked for autumn burning. 
We stayed on two weeks in all, revisiting all the places together. The days were happy. I thought I loved Margaret well. At least I thought I did. It was on one of the last days that we walked down by the shore. 
It was not quite as late in the year as that day so many years before, but the first evidences of desertion were coming upon the beach. People were thinning out, several of the hot-dog stands had been shuttered and nailed, and the wind, as always, waited there to sing for us. 
I almost saw Mama sitting on the sand as she used to sit. I had that feeling again of wanting to be alone. But I could not force myself to speak of this to Margaret. I only held onto her and waited. It got late in the day. Most of the children had gone home and only a few men and women remained basking in the windy sun. 
The life-guard boat pulled up on the shore. The life-guard stepped out of it, slowly, with something in his arms. 
I froze there. I held my breath and I felt small, only twelve years old, very little, very infinitesimal and afraid. The wind howled. I could not see Margaret. I could see only the beach, the life guard slowly emerging from the boat with a gray sack in his hands, not very heavy, and his face almost as gray and lined. 
"Stay here, Margaret," I said. I don't know why I said it. 
"But, why?" 
"Just stay here, that's all..." 
I walked slowly down the sand to where the life guard stood. He looked at me. 
"What is it?" I asked. 
The life guard kept looking at me for a long time and he couldn't speak. He put the gray sack on the sand, and water whispered wet up around it and went back. 
"What is it?" I insisted. 
"Strange," said the life guard, quietly. 
I waited. "Strange," he said, softly. 
"Strangest thing I ever saw. She's been dead a long time." 
I repeated his words. 
He nodded. "Ten years, I'd say. There haven't been any children drowned here this year. There were twelve children drowned since 1933, but we found all of them before a few hours had passed. All except one, I remember. This body here, why it must be ten years in the water. It's not---- pleasant." 
I stared at the gray sack in his arms. "Open it," I said. I don't know why I said it. The wind was louder. 
He fumbled with the sack. 
"Hurry, man, open it!" I cried. 
"I better not do that," he said. Then perhaps he saw the way my face must have looked. "She was such a little girl..." 
He opened it only part way. That was enough. 
The beach was deserted. There was only the sky and the wind and the water and the autumn coming on lonely. I looked down at her there. 
I said something over and over. A name. The life guard looked at me. "Where did you find her?" I asked. 
"Down the beach, that way, in the shallow water. It's a long, long time for her, isn't it?" 
"Yes, it is. Oh God, yes it is." 
I thought: people grow. I have grown. But she has not changed. She is still small. She is still young. Death does not permit growth or change. She still has golden hair. She will be forever young and I will love her forever, oh God, I will love her forever. 
The life guard tied up the sack again. 
Down the beach, a few moments later, I walked by myself. I stopped, and looked down at something. This is where the life guard found her, I said to myself. 
There, at the water's edge, lay a sand castle, only half-built. Just like Tally and I used to build them. She half and I half. 
I looked at it. I knelt beside the sand castle and saw the small prints of feet coming in from the lake and going back out to the lake again and not returning. 
Then, I knew. 
"I'll help you finish it," I said. 
I did. I built the rest of it up very slowly, then I arose and turned away and walked off, so as not to watch it crumble in the waves, as all things crumble. 
I walked back up the beach to where a strange woman named Margaret was waiting for me, smiling...

Ray Bradbury, The lake (1944).

Ricardo Reques, Comportamiento agresivo intraespecífico en larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego

HERPETOLOGICAL JOURNAL, Vol. 5, pp. l5-21 (2022)

Comportamiento agresivo intraespecífico en larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego

Asenath Waite.
Biology Department, Miskatonic University. Arkham, Essex County, Massachusetts.
E-mail: a.waite@miskatonic.com


Resumen
El comportamiento social más llamativo en las larvas de urodelos es la agresión entre individuos de la misma especie y se relaciona con la competencia por el espacio y los recursos. Estas interacciones pueden originar lesiones importantes e incluso llegar al canibalismo. En este estudio se analizó, en condiciones de laboratorio (Museo Nacional de Historia Natural de París), el comportamiento agresivo en larvas de la Salamandra gigante de ojos de fuego. Los objetivos básicos fueron: (1) analizar la función visual en el contexto del comportamiento agonístico y (2) examinar si el tamaño relativo del cuerpo entre individuos influye en la frecuencia de las interacciones agresivas. Como control se analizó el posible efecto que pudiese tener el observador sobre la conducta de las larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego estudiadas. 
Para los experimentos se seleccionaron al azar parejas de larvas de salamandra y se introdujeron en un acuario. Las condiciones de temperatura, luz, oxígeno disuelto y calidad del agua fueron siempre las mismas. Los ensayos se iniciaron tras un periodo de aclimatación de las larvas a su nuevo entorno (20 minutos). El análisis de los patrones que precedieron a un acto directo de agresión (acercamiento y mordida) reveló, por un lado, que la salamandra que iniciaba la agresión exhibía más patrones de conducta de ataque y, por otro, que el receptor mostraba inicialmente un claro comportamiento de huida. El tamaño relativo del cuerpo afectó significativamente a la frecuencia de los actos agresivos. La proporción de actos agresivos realizados se relacionó positivamente con el tamaño relativo de la larva. El tamaño corporal parece ser una señal importante que se correlaciona con el resultado de interacciones agresivas en larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego. Los individuos son capaces de estimar la asimetría de su tamaño con respecto a otras larvas y de evaluar la capacidad de lucha de su adversario en función de su tamaño, pudiendo así ajustar su comportamiento y, en su caso, evitar o propiciar la escalada del encuentro agresivo. Por último se comprobó el efecto del observador en los resultados del experimento mediante el concurso de dieciocho estudiantes becarios elegidos al azar. Lo más relevante fue que, cuando la mirada de las larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego se posaban en los ojos del observador, se producían en éstas una serie de movimientos erráticos que concluían con una inhibición de los comportamientos agresivos y, en cambio, un aumento de los de huída. En un 44.4% de las observaciones estos individuos acabaron muriendo víctimas de agresiones de la larva contrincante al no mostrar ninguna resistencia ante sus ataques violentos. En estos casos fueron frecuentes las amputaciones de patas, porciones de cola y branquias antes de la muerte. 
Aunque no forma parte de este estudio y, a falta de otros parámetros externos no controlados, no podemos tener conclusiones, queremos dejar constancia de la posible influencia recíproca recibida de las salamandras. Tras los experimentos se produjo un notable incremento de los comportamientos agresivos y delictivos de los observadores que entraron en contacto visual con las larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego. En la actualidad todos los estudiantes que participaron en el control permanecen recluidos en distintos centros penitenciarios del país y algunos, incluso, debido a su conducta extremadamente violenta, en celdas de aislamiento (cuatro de dieciocho casos).

Ricardo Reques, Comportamiento agresivo intraespecífico en larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego. 2017.



Juan José Saer, Al abrigo.

Al abrigo.
Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón –muerte, olvido, fuga precipitada, embargo– el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido –un diario, o lo que fuese–, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido. Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida. O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.
Juan José Saer, Al abrigo.


Juan José Saer

Jorge Luis Borges, La Biblioteca de Babel

La Biblioteca de Babel

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

Jorge Luis Borges, La Biblioteca de Babel.

Jorge Luis Borges



Fernando Pessoa, El peregrino

El peregrino
Yo vivía contento en casa de mis padres, en mi ciudad natal junto al mar. No tenía ocupación que me divirtiera el espíritu de los encantos naturales de la imaginación feliz de los adolescentes; no había visto todavía al amor turbar la limpidez de mi alma con su alegría malcontenta. Vivía más contento que alegre, sin más recuerdos del pasado, amarguras del presente o dudas acerca del futuro. Mi infancia había transcurrido sana y natural. Mi adolescencia pasaba sin estridencias.
El buen pasar de mis padres y mi propio carácter, poco propicio a desaprovechamientos, no aventuraban nubes en torno a mi porvenir.
Mi infancia había pasado libre de enfermedades y castigos. Mi adolescencia acabó sin fiebres ni curiosidades. El buen pasar de mis padres y mi carácter poco enemiga de ese buen pasar, no me hacían recelar de lo que habría de ocurrir cuando la muerte se los llevase. En cuanto al presente, ellos me amaban y me querían cerca. Una convivencia tranquila con amigos de la casa alargaba nuestro descanso. Yo había aprendido a respetar a los viejos, a amar a los críos, a estimar a mis iguales y a tratar como iguales a los inferiores. No tenía ocupación con la que divertir los enredos naturales de la imaginación adolescente; no conocía aún el amor y la tristeza de no tenerlo, estaba lejos de turbar la limpidez de mi vida. Así yo vivía más contento que alegre, sin más recuerdos del pasado, amarguras del presente o dudas con respecto al porvenir.
Tenía por costumbre pasar las tardes leyendo o meditando, en un pequeño pinar que quedaba en un extremo de nuestra finca en los alrededores de la ciudad. Los momentos más felices de mi vida feliz los había pasado allí. El muro alto daba hacia el camino por donde, de aquel lado, la ciudad recibía a quienes habían venido en su busca.
Cuando ni meditaba ni leía, solía pasarme las horas asomado al muro, viendo pasar a los ágiles viandantes, los automóviles que se acercaban haciendo un ruido de campanillas, burros lentos de los labradores de las cercanías, el paso noble de los caballos que venían de casas más ricas, o iban a sus comercios en las provincias, con las mercaderías apretadas con correas a caballos menos vistosos que los seguían con monturas. La curiosidad inocente de los contemplativos hacía que me llevase allí largas horas, enajenado, quedo, viendo pasar la vida sin cavilar en nada, por simple entretenimiento, a la manera de los simples, con el aspecto de las cosas más que con su significación.
No es que mis pensamientos fuesen siempre tan ingenuos, pero no era en aquellas horas que se desviaran de su tranquilidad característica.
Como les ocurre a todos cuantos piensan, lo cierto es que yo no dejaba de meditar sobre el misterio de la existencia. Pero cuando eso me perturbaba era en las veladas, en el silencio de las lamparillas, cuando ya las ancianas dormían, olvidadas del trabajo en el que entretenían la jornada y la sombra de toda vida se propagaba sutilmente en el alma. En ocasiones no era sin una alegría mía que los ancianos despertaran para la cena y las criadas venían a poner la mesa y el sonido de las voces, otra vez, rompía el encanto, medio torpor medio angustia, que envenenaba el alma en ese momento.
Todo eso, pues, aunque no fuese sólo placer, traía un elemento necesario de noble inquietud para sacudir en cierto modo el polvo de la monotonía que, sin eso, iría cubriendo poco a poco mi vida. Y eso no ocurría siempre, ni era mucho. La “siesta” de mi vivir estaba tanto en lo que respecta a la duración, cuando a la casualidad, en las innúmeras tardes que pasaba a solas, viendo pasar el mundo desde el pinar, pasar la vida hacia la ciudad, volver a ella, mientras a lo lejos, por encima del muro de la finca frontera, el cultivo verde de los campos distraía indistintamente.
Una tarde estaba yo, como de costumbre, observando el transcurrir de los carros y de los peatones. Era el final de un día de verano, con grandes nubes ligeras amontonadas en el horizonte y un viento blando, un viento fresco, agitando a mis espaldas, en un susurro somnoliento, los pinos. Un aroma somnoliento, vegetal y tierno, me envolvía, participando de la dulzura que a aquella hora se esparcía sobre la vida.
Como quiera que había minutos en los que no pasaba ningún vehículo, yo me había distraído incluso de mi distraída ocupación. Miraba hacia el camino sin verlo, pensando en cualquier otra cosa que en caso de que me lo preguntaran, podría decir lo que era. De pronto, como en un sobresalto, observé que un hombre completamente vestido de negro había surgido, sin ruido de pasos, desde la curva del camino por el lado de la ciudad. No sé por qué, apenas se posaron mis ojos en él, se pusieron a examinarlo. Sólo puedo señalar que se trataba de un hombre vestido de negro, con un rostro grave y triste, los ojos serenos y raros, que con paso lento y leve iba por el camino.
Cuando llegó a donde yo me encontraba, alzó los ojos hacia mí y me preguntó no sé qué -porque yo permanecía tan atento a su figura que no lo escuchaba-, a lo que respondí con algo de lo que tampoco me acuerdo. Sólo recuerdo que mi respuesta fue negativa, pero no sé lo que negué. Él me lo agradeció y siguió su camino. Al agradecérmelo me miró sin sonreír (eso lo recuerdo muy bien), como si en vez de agradecerme, lo que se suele hacer con una sonrisa sin sentido, me estuviera diciendo algo, que por una extraña razón me importase demasiado y que por eso mismo sólo pudiera ser dicho con tan solemne gravedad.
Cuando él ya se alejaba y se disponía a doblar otro recodo del camino, yo, que no había apartado los ojos de él, sentí que de una manera misteriosa me estaba recordando las largas veladas en las que, con la luz del candil, mientras las ancianas dormitaban sobre las labores interrumpidas, yo solía sentir el misterio de las cosas que llegaban hasta mí desde las sombras, elevándose lentamente como una marea sorda en las espaldas del otro lado del mar.

II
Nunca más volví a sentir tranquilidad ni bienestar. Mi vida desde entonces se volvió hueca y pálida. A mí, que todo lo tenía, todo me faltaba. Nada deseaba mientras lo deseaba todo. Si en sueños trataba de imaginar un placer que me satisficiese, una (…) que me aquietase, no conseguía (…). No sabía qué cosa soñar que con sólo soñarla me sintiera satisfecho. De las cosas de mi simple vida, las que antes pasaran desapercibidas comenzaron a incomodarme, y las que me eran gratas comenzaron a pasar por mí desapercibidas o extrañas, como flores sin perfume ni color. No sabría decir si fue una cosa lenta o rápida esta transformación que me convirtió en otro. Sólo sé que todo comenzó al ver cómo se perdía el hombre de negro por el recodo del camino.
Disminuyó, sin que la verdad lo enfriase, mi amor por mi país, mi interés por mis amigos, el (…) que tenía en mi casa y el confort de no tener cuidados ni temores. Comencé a no importarme, ni para sentirme apacible con mi vida, ni para sentir la mía con mi alma.
Lo que más me me inquietaba era no el saber la causa real de mi angustia, sino su propia naturaleza. Ningún sentimiento que hubiera sentido, nada que hubiera leído o hubiera oído hablar se parecía a éste. No era propiamente dolor, ni sólo inquietud, ni angustia sin mezcla. No contenía el ardor del deseo, pero era deseo; no parecía enfermedad o falta de algo, pero era dolor por estar enfermo; no guardaba relación con personas ni con cosas ni, considerándolo bien, conmigo mismo. Y así como no podía medir lo que era, no podía concebir qué podría curármelo.
Y siempre, siempre que el mal venía conmigo (y nunca me abandonaba) venía en él, sin que formase parte de él, como si estuviera fuera, como si estuviese más allá de mí mismo, el hombre de negro y las palabras pronunciadas (¿pero qué palabras?) y sus ojos de un terciopelo sucio y la expresión soberana, casi triste, de su rostro misterioso y tranquilo.
Más tarde, cuando pensé mejor en esta extraña figura, no conseguí determinar nada, ni a su respecto ni al respecto del cambio, ni siquiera al respecto de lo que pensara sobre su figura, cuando en ella reflexionaba. Observé que sus facciones, al tratar de recordarlas, no las tenía fijadas de ninguna manera. Sabía que lo reconocería más tarde, cuando lo volviera ver, pero no podía hacerlo pasar dentro de mi pensamiento, para reconocerlo. Nada me quedó de su manera de andar, de su gesto o del timbre de su voz. Pensándolo bien, no me acordaba de haber escuchado su voz, la voz de quien habló conmigo. Es como si yo hubiera soñado que alguien me hablara y no hubiera soñado más que eso, sólo eso y no su voz, en un sueño en el que todo era visión, sin el menor acompañamiento a los oídos del alma.
Su traje me recordaba a negro, pero no era capaz de encontrar un sólo detalle en él. Cuanto más pensaba en el hombre, menos aparecía ante mi vista.
Sobre sus palabras todavía menos, si tal pudiera ser, me quedaría en el espíritu. Sabía que él me había hablado pero lo que me dijo, ni lo sabía ni lo podía imaginar. Pero tampoco podía imaginar que hubiera sido nada, pues, por mal que me dejara concebirlo, parecía oír de pronto la voz, demasiado lejos para oír sus palabras, aun existentes, insistiéndome en que las creyese.
Lo que pensaba acerca de ese hombre, tampoco lo sabía y esto era lo más extraño de todo. ¿Amaba, odiaba, temía a aquella figura? No me causaba ni amor ni odio ni recelo. Me llenaba de un sentimiento muy fuerte que no era sentimiento. No se trataba, pues, de un sentimiento conocido, ni era una suma de sentimientos, ni siquiera una mezcla irregular de todos ellos. No se parecía a ninguno. Ni siquiera era más vago o más frío, o incluso más extraño, que los demás; estaba no sólo fuera de ellos, sino fuera de toda relación con ellos. Yo lo sentía, lo sentía siempre y parecía, pese a todo, no estar en mi alma, no ser sentido desde dentro de mí.
Por esta descripción que nada describe, pero que es la verdad de lo que yo sentía, se puede sentir lo que pasó a ser mi vida desde que viera al hombre de negro.
No sé cuánto tiempo pasé de está manera, en esta inquietud incesante, en esta fiebre sin calor ni dolor. Sé que fue bastante.
Pasaron a extrañarse de mí, a considerar que exageraba mi amor natural a la soledad. Sentí que se enfriaba a mi alrededor, como inconscientemente, el amor a mi país, la amistad de mis amigos, el cariño usual de las viejas criadas. Creo, no obstante, que todo eso se enfrío en virtud de que también enfrió en mí, reflejo instintivo, ocurriendo físicamente, de mi enajenación de todo.
Porque ahora sólo me apetecía la soledad, que antes apenas si me apetecía como cualquier otra cosa. Se me hizo poco a poco inquietante, angustiosa, y de una angustia insoportable, la presencia de los demás, la coexistencia de la gente conmigo. Sólo por no ser de carácter impaciente, no tengo que contener constantemente mi impaciencia. Tan sutil fue el cambio en mi espíritu, que los demás lograron una adaptación instintiva a él. Parecían querer hacerme el favor, dejándome a solas, no exigiendo nada de mí, hablándome lo menos posible. Por mi parte aceptaba esta conducta con un agradecimiento vago, como un rey que aceptara homenajes tenidos por sinceros.
Ningún acontecimiento vendría a alterar mi estado de espíritu. Salvo lo que produjo este cambio en mi alma, nada exterior me turbaba, como tampoco antes nada había turbado la limpidez natural a mi forma de existencia.
Y todo esto, el no haber un hecho que desviase mi atención, el escrúpulo constante en el que todos me tenían dejando que me entregara a mí mismo y el propio desapego que sentía con respecto a todo y a todos contribuyó a que me entregara más completamente a aquella vida sin forma, a aquel sentimiento sin nombre que se volvía de la misma sustancia de mi ser.

III
Fue algún tiempo más tarde -no sé cuanto- que en una de esas largas veladas de invierno calentado por la casa, en que los viejos se acababan de dormir en torno al brasero, con las mandíbulas enterradas en los sofocos domésticos, cuando se siente pitar desde la cocina la tetera y existe una idea caliente de que no queda nada afuera, ni noche, ni frío, cuando la cena tarda y no importa que tarde, y una vaga somnolencia nos deja despiertos, cuando ya no queda energía en el espíritu para pensar, ni fuerza en el corazón para sentir y parece que están cerradas para siempre las puertas y las ventanas de la voluntad. Fue en una de esas veladas durante las que solía meditar hasta que, como si viniese en vez del sueño, el misterio de la vida entraba como algo que viniese pie sobre pie por el oscuro corredor y su paso no fuera conocido y al final no entrase en el cuarto. Fue en una de esas veladas cuando finalmente, el fuego de mi inquietud constante consiguió que se avivara en mi decisión.
Yo dormía casi, incapaz de escapar a mi angustia o de sustraerme a la magia somnolienta de la hora. Sin querer removía la sensación del misterio de todo lo que, ansiedad de aquellos momentos, ahora y una vez más se me aparecía. Me faltaba la falta la indolencia para apartar de mí esa idea. La dejé aparecer como quien deja seguir a quien te incomodará, pero no te hará daño. Me volví accesible al influjo de ese viejo mal que, al perseguirme, me distraía y tal vez ahora, me distrajese también de mi nuevo dolor.
Pero lo que pasó no era lo esperado. Apenas se había registrado aquel leve cambio en la fisonomía de las cosas que surge cuando en ellas se proclama su misterio y el de todo; apenas se había manifestado en su incomprensibilidad la coloración de los objetos y la presencia del alma ante ellos, cuando me di cuenta que, ajena a mi constante angustia, esa angustia del misterio se consustanciaba con ella, en ella se fundía y se (…). Volvíase una sola cosa. Pero por cierta falta de espanto que, a pesar de lo que su mismo espanto me trajese, vi que la ansiedad del misterio no se unía a mi inquietud de siempre, sino que salía desde dentro de ella. Sentí que eran las mismas cosas que siempre habían sido las mismas cosas. Esta verificación se convirtió en una tercera angustia que se sumó por dentro a las otras dos. Mis tardes de sueño en el pinar, y el modo cómo acabaron tras la llegada del hombre de negro, se fundieron con mis veladas de inquietud en las que él ahora, su misma figura, me parecía milagrosamente preexistido, presente como si se escondiera tras un cortinaje -o fingiendo que pasaba en la oscuridad del pasillo, sin ni siquiera llegar a entrar por la puerta.
Ignoro cuánto tiempo me llevó el pensar o sentir esto, puesto que no sé si era pensamiento la emoción. Sé que en ese auge de angustia que tuve en esto, o a que esto llegó, recordé de pronto, sin reparar en su figura, las palabras dichas por el hombre de negro.
No mires el camino, síguelo.
Y fue en ese preciso instante cuando decidí partir.

IV
No mires el camino, síguelo. Pero ¿cómo seguirlo, hasta dónde? ¿Seguirlo como quien viene de la ciudad o va a ella, como los que parten y los que regresan, como los que vienen a comprar y a vender, como los que vienen a ver y a oír, como los que se van, cansados de ver y de oír? ¿Cómo cuáles de todos éstos o como el común de todos estos o de qué manera distinta a la de todos ellos?
Fuera como fuera, yo sólo podía partir. Fuese cual fuese el sentido y la naturaleza de mi inquietud o su paliativo -bien sabía que no su remedio- era partir, marchar por aquel camino hasta donde lo quisiera el Destino. ¿Para qué, por qué, buscando qué? Yo sabía tan poco de eso como del sentido y la naturaleza de mi inquietud.
Largos días de llorar y lamentarse, mis padres trataron de retenerme, mis amigos me pidieron que me quedara, sentí las súplicas mudas en los ojos tristes de las viejas criadas. No sé que les dije ni qué les expliqué. Las razones que tenían que ser falsas, porque no disponía de ningunas, ni me sentía tenerlas. Tampoco sé los argumentos que empleé para convencerlos, si tampoco yo sabía de ninguno. Sé que por fin, sin que las lágrimas o las tristezas acabaran, me dejaron que hiciera lo que quería. Por suerte fue la fuerza muda y convincente de toda decisión intensamente deseada, de todo deseo absorbentemente fuerte, lo que consiguió el triunfo de mi intento.
Con ese triunfo no me alegré ni me quedé más o menos impaciente. No recuerdo el cambio que pudo causarme. Sería que había decidido partir de tal modo, que no pensé en las dificultades; debió ser porque partir era lo que importaba y no sólo prepararme para partir. Lo cierto es que mi inquietud no disminuyó, no creció, ni se alteró.
Finalmente llegó el día de mi viaje. Lloraban todos a mi alrededor; no sé si lloraban porque partía, o porque suponían que me marchaba sin un plan o porque se maliciaban de que nunca regresaría. Yo no atendía tales lamentos, aunque no era indiferente a ellos. Algo me atraía hacia afuera y lejos de mí.
En los últimos momentos que pasé en casa, en esos momentos en los que me encontré a solas, de repente, sin saber cómo, volvió a surgirme en el espíritu la figura del hombre de negro, y sus palabras, tal cual las recordaba, regresaban a mí.
Me fijé entonces en lo vagas e indistintas que eran. Que no me quedase mirando el Camino, sino que lo siguiese. Que no lo mirara, lo comprendía. Pero que lo siguiese, no lo terminaba de comprender. Que lo siguiese con qué motivo, volví a preguntarme, que lo siguiese con qué fin y en qué dirección. Como en el mismo momento de la pregunta, vi la respuesta. Teniendo en cuenta que el camino provenía de la ciudad, de donde yo era, donde estaba mi casa, y donde, siendo una ciudad junto al mar, acababa el camino, yo debía seguir el camino hacia el interior del reino, caminando siempre en esa dirección. Entendiendo que como él dijo, la siguiese y no que la tomase hasta cierto punto, debía seguirla hasta el final, sin detenerme... Y al pensar en esto, de pronto me di cuanta de que en esas palabras meditadas estaba el fin de la frase que el hombre de negro me había dicho y que -ahora lo veía- sólo había recordado incompletamente. Lo que él me dijo fue: No mires el camino, síguelo hasta el final.
¿Pero fue eso lo que me dijo realmente? Fuese como fuese, ese era el sentido de la frase.
¿Pero seguir el camino para qué, hasta encontrar qué? Ah, si él no me había dicho para qué o hacia dónde es que debía seguirlo sólo por seguirlo, sólo para alcanzar su final, sólo por él, sin buscar nada, sin querer nada, sin querer llegar a ninguna parte. Y debía seguir el camino, pensando sólo en seguirlo, amando sólo el nunca abandonarlo.
En esto me doy cuenta (con sorpresa) por primera vez, que nunca pensé en buscar al hombre de negro, que cuanto pensaba en él y en todo lo que me hizo pensar, yo nunca tuve ganas de buscarlo, ni siquiera una voluntad abstracta, sin objetivo.
¿Entonces por qué razón me acordaba, al pensar en seguir el camino del hecho de seguirlo hasta el final, puesto que sólo eso era seguirlo de verdad, buscando al hombre de negro? ¿Por qué una vida estaba contenida en otra vida y no sé de qué manera era la otra?
¿Qué importaba lo demás, si el deseo era fuerte y, el fin, indefinido incluso, era sólo uno?
Fue así que entrando en el camino, partí dejando atrás la casa familiar, mi vida pasada, y mi ciudad a la vera del mar.

Largo tiempo seguí por el camino, internándome cada vez más en el país. De lo que me pasó durante el viaje no he de contar nada, puesto que no me sucedió nada distinto de lo que sucede a todos los viajeros, cuando no tienen otra cosa que contar que la alegría de ciertos momentos del trayecto o el cansancio feliz con que durante la noche duermen, en los establos, contentos con el tramo del día.
Pasé por varios pueblos y aldeas, vi campos de muchas especies, caminé siguiendo los muros de muchos huertos. Pasaron junto a mí quienes iban a mi ciudad natal y los que partieron de ella, unos alegres, otros tristes, unos preocupados, ligeros otros, pero ninguno que yo viese, como yo, porque todos me parecían disponer de un destino y yo no disponía de otro que el camino y todos me parecían buscar lo que ya conocían y sólo yo buscaba a un Hombre de negro de quien no lograba acordarme.
No logro describir bien qué tipo de emociones o pensamientos distinguían más el estado usual de mi espíritu en el transcurso del viaje. Tal vez la distancia a la que todo queda hoy de mí haga que no me acuerde de nada, ni me importe el no acordarme, aunque es cierto que, sabiendo con qué extrañas emociones y pensamientos había abandonado mi casa, no podían ser fáciles de definir aquéllas, ni siquiera mientras las estaba sintiendo, y no sé si las mismas o distintas que acompañaban a mi alma durante el viaje.
Tampoco sé cuántos días caminé o si caminé durante más tiempo del que se suele contar por días. Quién sólo piensa en seguir el camino, no pone números al Tiempo, ni sabe muy bien los pasos que da. Sé que tras inciertos días el campo comenzó a transformarse y el aspecto de las casas, el corte de los árboles, cierta coquetería de fronteras y la propia diferencia con que se mezclaban los habitantes, proclamaba la cercanía de una ciudad muy grande. Yo había llegado, en efecto, a los alrededores de la mayor ciudad del reino, vasto emporio sobre un gran río, donde el comercio, la industria y la concentración de la vida parecían hormiguear y mezclarse con las vidas, las intenciones y los destinos.
Pocos pasos comparados a los muchos que hasta entonces di, me llevaron hasta las puertas de la ciudad. Penetré en su vastísimo recinto. No sabría explicar con qué emoción mezclada con curiosidad y angustia, ni tampoco qué tipo de curiosidad o angustia, hizo que me sintiera parte de aquella multitud que, como un río multicolor, oscilaba perpetuamente por las calles y, desaguando en la amplitud de las plazas, se propagaba al sol galanamente.
Decidí detenerme allí una temporada, un poco por el cansancio y otro poco por la curiosidad, un poco por la necesidad de decidir mejor y otro poco por la consciencia de que aquel estadio debía pertenecer a mi destino de algún modo.

*
En el oro dorado de sus mechones, en el blanco rosáceo de su rostro claro, en su porte nervioso e instintivo, donde dormían condescendencias de fiera amable y transportes de árboles con savia, su ser mostraba resplandecer con plenitud todo el aire natural de la vida. En el aliento de su seno, sereno y fuerte, participaba de la elasticidad de los animales y del hambre natural de las raíces. Toda ella emanaba sobre nosotros un fluido tan intenso que no podía calificarse como sutil, y era tan fuerte que nos unía a ella como si su vitalidad fuese la de aquel árbol del que hablaban los viajeros lejanos, y que apretaba estrechamente en sus ramas a todo incauto que a él se acercara. Puede que todo esto sea exagerar sobre quién era ella, pues no pasaba de un animal humano e instintivo ligado a la vida por todos los sentidos y teniendo la gula de todas las cosas naturales con locuacidad y esplendor.
Me enamoré nada más verla. Perdí mi alma por ella desde que le hablé. Sus ojos, de fuego para turbación mía, cayeron y su incendio se propagó hasta el fondo de lo indespierto de mi ser. El contacto con su mano hizo que me olvidara de todo. Mi propia consciencia, cuando me hallaba junto a ella, era un calor que ardía en mi cuerpo y me hacía sentir las venas con un estremecimiento de placer.
No sé qué horas viví desde que la conocí. Alegre, contenta por lo que en mí despertara, ella me amó también. Lazos invisibles nos estrechaban el uno al otro. Cada uno de nosotros los sentía y quería seguir sintiéndolos para siempre. Deliciosas prisiones aquellas en las que la voluntad se siente en un sueño confortable y la inteligencia niega otro empleo que no sea el de comprender cada día nuevos encantos en el ser amado y nuevas palabras para decirle que distintamente repitan el mismo ardor, el mismo anhelo, el mismo deseo.
Ella era hija (…)

*
Cada vez que más vívidamente pretendía fijar mis pensamientos en el camino, la figura de mi amada se me aparecía en medio de él, dificultándome con dejar de verla, el camino que yo soñé. Mil veces quise pensar sólo en el camino y hacia dónde me llevaría, y tantas veces como mi pensamiento viera aparecer a aquella peregrina figura, el camino se detenía.
Mil argumentos aparecían por mi espíritu tratan de desviarme de un objetivo que yo apenas si conseguía soñar descansando. Me preguntaba entonces si el camino no valdría justamente para conducirme hasta ella. Si no habría sido para encontrar a quien ya tanto amaba, que el camino me recordó que debía seguirlo. ¿Cómo podría yo haberla encontrado y amado, de no haberlo seguido?, o si, al seguirlo, había encontrado lo que antes no podía haber encontrado, ¿no sería ese el fin del camino o el fin de haberlo seguido? Había partido en busca de lo desconocido y esta mujer, antes de conocerla, se convirtió en lo desconocido para mí. El amor, antes de encontrarla, era lo que yo había encontrado. ¿Por qué me detenía allí, sin querer detenerme? ¿Por qué no quería lo que deseaba? ¿Qué más podría desear, si no quería nada más, pues todo cuanto quería era aquélla a quien ya amaba?
Éstos y mil otros pensamientos tan naturales y simples preocupaban a mi espíritu, y me preocupaban pues ni me satisfacían ni yo podía responderlos. No los podía responder porque los encadenaba de tal modo, que sabía de antemano que no tenían respuesta. No me satisfacían porque aun no pudiéndoles responder, no los podía aceptar. No me satisfacían puesto que no me satisfacían. Se contentaban con su razón respecto a mi razón, pero no era mi razón lo que yo sentía por satisfacer, y de no ser mi razón, ¿a qué emplear argumentos que sólo sirven a la razón y sólo a la razón convencen, puesto que sólo hablan el lenguaje de la razón?
Cuando meditaba en esto, tratando de ver con qué parte de mí no me quedaba satisfecho, me preguntaba naturalmente si no siendo el juicio, era el corazón, y éste me respondía que todo tenía que ver con la imagen de la mujer amada. ¿Qué lucha había dentro de mí para que, estando el juicio y el corazón de la misma parte, y teniendo ganas del premio por el que combatía, aún me sobraba en la sombra una facultad desconocida que las armas juntas del pensamiento y del corazón no lograban vencer ni corromper? ¿Acaso arrancaría ella la fuerza de su misterio, como el enemigo cuyo número encubre la noche y antes parece mucho, porque se le une el misterio y al misterio el terror que genera y al terror la imaginación que propicia?
¡Vanas consideraciones, como las razones que se exponen a un necio, que ni comprende las razones ni la razón! Pero el que imprudentemente hace prédicas a un necio, cansándose de predicar, sabe por qué predica en vano. Pero yo no sabía lo que predicaba, ni por qué no me entendía. Era como si durante la noche alguien me abrazase por la espalda, tan de cerca que no pudiera girarme para verlo, al volver la cabeza, y ver sólo detrás de él.
No fueron horas sino días, pero cada hora parecía un día, que yo andaba en estas razones conmigo, sin alcanzar ninguna conclusión, y cuanto más me agitaba, más seguro estaba de no haberme mecido, como un crío en un columpio, que por muy alto que vaya, no supera al árbol al que está atado y lo poco que finge ir hacia un lado, pronto lo pierde yendo hacia el otro. Pero esto, con lo que un niño se deleita y pasa con su cuerpo, nunca deleita a quien ya no es un niño y más cuando está pasando con su ama.
Un efecto cierto y definido, tuvo todas estas dudas en mi vida. Todo el placer, sin dejar de ser placer, se me hizo doloroso. Cuando veía a la mujer que amaba, mantenía la misma alegría de siempre, pero sentía que mi alegría tenía una sombra o que vestía de negro. Mi angustia sólo era íntima, puesto que los demás no la advertían, sobre todo aquélla que, siendo la causa de la alegría, era la de la angustia, y siendo quien yo buscaba, yo no sabía si la buscaba o no. Al sentir que la quería, me preguntaba a mí mismo si en verdad la quería. Si quería otra cosa, me preguntaba a mí mismo qué podía ser tal cosa, si sólo la quería a ella.
Intenté persuadirme de que esta tortura era de esperanza, al sentir demasiado que ser esperanza es no haberla conseguido todavía. Traté de persuadirme de que una vez mía de verdad, esa mujer me traería la felicidad que me faltaba en la felicidad; que mi felicidad, al ser incompleta producía dolor, porque donde era incompleta no estaba y donde no estaba, advirtiendo que yo no estaba, me decía que era infeliz. Creí entonces que los días que rápidamente me llevaban al día de mi boda, me llevarían también al de mi felicidad, que era justamente ese.
Pero la mayor tortura de toda esta tortura -no tardé mucho en verla- era la de sentir que, fuera cuál fuera la causa que me hacía dudar, el fin para el que yo dudaba era el de tomar una decisión. Y si me había de casar con la mujer a quien tanto deseaba, ¿qué decisión debía tomar para tener que ser escogida entre esa y otra, y qué otra podría ser la otra decisión sino la decisión de no casarme? ¿Y si no me casara, qué podría hacer sino huir, seguir camino adelante, ir siempre en pos del camino?
Todo en mí quería que me casara; el amor, la felicidad, la gratitud hacia quien me amaba, la propia vergüenza de no osar lo que quería, de no acabar lo comenzado, de no vencer lo acometido. Si todo me indicaba ese camino ¿porqué no lo seguía de una vez?
Pocos días faltaban ya para la consumación de mi felicidad, cuando a solas en la alta noche, viniendo casi de los brazos de la adorada, yo mismo y de propósito provoqué un aumento en mi tormento, bien para vencerlo o bien para que me superase, y lo que hasta entonces era incierto, acabara pro definirse. Nuevamente hice pasar ante los ojos de la razón todas las piezas de mi lógica y tanto perfectamente lo hice, que la imagen de mi amada casi se me grababa en el cuerpo y estaba presente en todos los sentidos. De nuevo, al fuego de mi pasión, me calenté, me fundí, atemperé mis argumentos. De nuevo los llevé a la misma conclusión. Si así y todo me indicaba un camino ¿cómo es que no lo seguía?
Pero aquí, de pronto, el hilo de mis razones se volvió contra mí y me contuve. Porque si lo que quería podía indicarlo, para bien decir que lo quería, como un sendero, cuánto más un Camino que yo seguí, ¿no era un camino de verdad? ¿Si para convencerme de que debía detenerme tuviera que buscar la imagen a lo que indica que no se detiene, cuánto más él mismo no era la verdad? Si su imagen me servía para conferir verdad a mi argumento, ¿por qué no era aquello la verdad, de donde había sacado yo la imagen?
Sin comprenderme, sin intentar interpretarme, me detuve dentro de mi espíritu. Fue como si las ideas me abandonaran. Quedé en un desierto dentro de mí mismo.
Y de repente, se me volvieron los ojos hacia atrás, al inicio del viaje, al sentimiento inquieto que me trajo, al destino oscuro que me puso en el alma. En un instante de muchos pensamientos, recordé.
Me conduje otra vez desde el pasado perdido hasta la hora del muro en la huerta, cuando apareció el hombre de negro. De nuevo repetí, para mí mismo, sus palabras en su voz:
-No mires el camino, síguelo hasta el final.
Y por primera vez, pero como si no hubiera olvidado, oí primero el tono y después los términos de mi respuesta negativa:
-Todavía no, sólo partiré cuando sienta el mal de estar quieto.
¡Y yo me había detenido! ¿Cuántos días había estado detenido? Ay de mí y con cuánta alegría. Me había detenido porque amaba, porque deseaba, porque quería. ¿Pero qué era amar, qué desear, qué era querer, sino detenerme al menos en el deseo del camino? ¿Me había detenido por amor?, ¿pero cómo me podría detenerme de no tener una razón para hacerlo? La figura que me encantaba, ¿me prendía? ¿Y qué era prender sino no dejarme seguir? ¿Y qué era encantar más que detenerme?
Un instante aún me escuché sufrir y me pareció que sólo tenía una facultad en mi espíritu: la angustia. Durante un instante dudé aún. Después, como si fuese un dios que se condenara a la misma muerte que él mismo creó, decidí ponerme en camino. No sé decir, nadie lo sabría decir por mí, cuánto me costó la partida. Pero decidí partir, marcharme, proseguir de inmediato mi camino. Puse en mi hombro mi hatillo de viajero, que me pareció leve porque lo verdaderamente pesado era la angustia, que era lo que yo sentía. A llorar alto dentro de mi sangre y de mi vida, partí. Partí corriendo, en la honda noche, huyendo con una furia de loco, como si quisiera ir por delante de mí mismo o dejar atrás mi propia sombra. Corrí, corrí sin que el tiempo acompañase mi sensación de correr. Tenía la impresión de que no me movía de mi sitio, de que estaba quieto, agarrado a los hierros de la celda estrecha de mi sufrimiento.
Pero partí. Llevaba el alma seca, dura, acabada.
Y centrada en el fondo de ella, como una fina gota de rocío, dormía no sé qué vaga alegría de una gran liberación.
Salí, llorando por la puerta extrema de la ciudad.
Delante de mí, río helado sobre el reflejo de la luna fría, el Camino se extendía indefinidamente.

*
En la segunda ciudad, más en el interior, donde llega después de algún tiempo vive, se enamora de otra joven (la Gloria). Su belleza es material pero espiritualizada. Todos la miran cuando pasa, lo deseen o no. Su anillo es del metal (…). Pero un día se levanta fuertemente atraído por su viaje y a pesar de lo que le cuesta, consigue separarse de ella y continuar. Su partida es ya menos una fuga y no puede dejar de mirar muchas veces hacia atrás. Tampoco se despide de ella y al dejarla el alivio que siente es menor que el de la primera vez, pero su alegría por el triunfo es aún mayor.
En la tercera ciudad, que queda en lo alto de una enorme montaña y está cercada por antiguas murallas severas y tristes, se enamora de una tercera joven, castellana antiquísima de aquellos lugares, señora absoluta de la ciudad donde vive. Ésta representa el Poder. Su anillo es de hierro. Pasa lo mismo que en las otras ocasiones, con las diferencias inevitables. Su amor por ésta, no es como lo fuera con la primera, un amor loco y absorbente, ni como con la segunda, un deseo intenso y más inquieto que perturbador. Ésta lo ama con una pasión serena y ardiente. Su belleza es mayestática y altiva; en las propias arrugas de su manto tiene la majestad de su grandeza. Pasa lo mismo. Acordándose de su destino, parte, no osando tampoco despedirse de ella, aunque la visite no diciéndole que la ve por última vez. “Desde lejos del camino, ya en la llanura, miré largamente las altas torres sobre la montaña, todas de oro bruñido al sol del anochecer”.
Entra ahora en el interior del país, lejos ya de la espera de las ciudades. Y llega a un pueblo tranquilo, en una ladera del monte donde todo es sereno y adorable. El río que pasa por el valle está lleno de puentes. Las casas están arracimadas y alegres. Allí se enamora de la hija del pastor de almas del lugar, chica acaso no guapa, pero de una suavidad de trato y tanta dulzura que toda ella se transfigura y se anima. Él la ama con un amor pleno de ternura, casi sin pasión. El anillo de ella es de (…). Pero al fin ocurre lo mismo que ocurriera con las anteriores. Aquí se demora bastante tiempo, pero al fin parte. Al despedirse, ella llora. Al salir del pueblo lamenta que todo cuanto es suave y puro parece haber salido de su vida. Se interna aún más por el país y cada vez el campo es más campo y la atmósfera más rara y pura.
Llega hasta una pequeña aldea, casi perdida e invisible, donde se detiene mucho tiempo. Ama con un amor tranquilo y casi sin deseo ni ternura, hecho sólo de devoción y respeto, a una chica que vive sola en contemplación, sin casi hablar con los otros, silenciosa y pura. Es la Sabiduría. Su anillo es de (…). Al final también parte. Prosigue su camino despidiéndose de ella. Cada despedida cuesta más y a cada nuevo lugar que llega piensa que de allí no podrá marcharse. Como la que representa el Amor, también ella pretende retenerlo, hablándole de lo feliz que es la vida contemplativa si sólo se busca la comprensión las cosas. Pero él parte, cada vez más triste.
Avanzando por el país, se interna cada vez más en regiones aisladas. Llega esta vez a una casa solitaria, rodeada de cipreses, al pie de los cuales hay siempre un constante rumor de aguas que invita a la contemplación y al reposo absoluto. Vive en esa casa una chica de grave y extraña hermosura. También se enamora de ella. Su porte es sereno y supremo; al amarla parece obtener el consuelo de haberlo abandonado todo. Su presencia hacía detener todas las angustias y el gesto con el que nos hablaba nos limpiaba las lágrimas aún no derramadas. Es la Muerte. En su mano larga y lánguida llevaba un anillo de plata. Finalmente también partió. Ella quiso detenerlo, hablándole no tanto de sí misma cuanto del sosiego de su casa apartada, del sonido fresco y grave del agua cayendo sin descanso, del murmullo acariciador de las hojas en su pequeña agitación. Pero él se acordaba de haber salido de su casa ya casi olvidada a causa del Hombre de Negro al que un día le había preguntado no sabía exactamente qué.
De nuevo partió y tras mucho caminar, llegó a una especie de ruda cabaña construida, casi como un mero porche, contra la ladera de un monte. Allí se le apareció una chica por la que enseguida sintió un amor como jamás había sentido, aun habiendo sentido tantos. De ésta él no podría decir si era guapa, si era graciosa, o cómo era propiamente. Sólo sabía que en ella habían tomado forma todos aquellos deseos suyos que ni para él tenían forma ni silueta. Esta era su propia Personalidad. Tenía en el dedo, simple y puro, un anillo de Oro. A ésta la amó con un amor sin deseo, ni propiamente afecto, sino con un amor desnudo de todos los anhelos y también de todas las renuncias, el amor de quien encuentra lo que busca desde hace mucho y se siente más que feliz. Pero esto, ay, le recordó que no era a ella a quien él venía a buscar. Y por eso, lleno de una pesada tristeza, decidió partir de nuevo. Ella trató de detenerlo. Le contó que él hizo bien en llegar hasta allí, donde nada llegaba del mundo, ni sus renuncias que aún le pertenecen. Porque más adelante, pasada la frontera del país, no se sabía si habitaba alguien. Todo era incierto y oscuro. Que no la dejara. Mucho había viajado, mucho había sacrificado. Tal vez fuera ella la razón de tal sacrificio. ¿No sería para encontrarla que él buscaba al Hombre de Negro en una dirección que acababa justamente allí? Ésta resultó su mayor tentación; casi no pudo resistirla. Pero se acordó de la extraña señal que el Hombre de Negro no le hizo realmente y con el alma muerta ya, todo él sin nada en sí, marchó, marchó resolutivamente entrando brevemente en un territorio inhóspito e inhabitado, sin caminos, sin campos labrados, casi sin campos, donde sólo había cielo y tierra y los raros riachuelos existían unos frente a otros.
Anduvo días y días y por fin en un valle sin belleza y sin confort para la vida, encontró sentado junto a una caverna que miraba hacia el Este a un viejo eremita de blancas barbas, solitario asceta contemplativo. Una ruda piel lo cubría, lo alimentaban raíces, y el agua de un arroyo que apenas se oía era lo que tenía para beber. Pero su serenidad era mayor a todas las que hasta entonces había visto; su cara era el espejo del Descanso, tal vez no de contento, sino de Tranquilidad. “Allí pasé maravillosos días, libre por fin de todo el amor de cualquier clase. Conocí allí la felicidad de no albergar más deseos por nada. Aquella vida me atraía sin tirar de mí”. Pero se acordó de que seguía en la búsqueda y hubo de partir. “Para qué”, le dijo el eremita tristemente. ¿Es que vale la pena lograr más que esta tranquilidad absoluta...? (aquí el símbolo es el Sol, la esfera caliente de todos los días. Allí no había tempestades ni nubes) El eremita es la Tranquilidad.
Marchó. Caminó más y más, internándose en esta nueva región que a cada paso parecía más árida y desprovista de vida. Por fin en una región donde sólo había piedras sobre una montaña pesada y muerta advirtió en la noche una luz de una enorme claridad. Se fue acercando admirado del lugar de donde la luz salía. Y vio que era de una gran caverna, donde un herrero trabajaba sobre un yunque con un fuego tan prodigioso que parecía el propio sol al que se le hubiera quitado su forma, reduciéndolo a su esencia de puro fuego informe (este herrero representa el Esfuerzo, la aspiración continua). Aquí se detuvo una temporada, pero tuvo que partir, sin saber a qué lugar llegaría. El Herrero trató de detenerlo sin éxito.
Anduvo un poco más, hasta alcanzar una región rodeada de una inmensa muralla empinada, a plomo, donde no había paisajes y de lado a lado se extendía una frontera entre ese territorio y un otro inimaginable. Era como llegar al fin del mundo. Descubrió que al empujar una piedra de la inmensa muralla, ésta parecía ceder. Lo intentó. Se abrió de pronto un abismo, hasta el que se descendía por escalones innúmeros a la vista, que apenas si podía medirlos. Fue descendiendo hasta perder la cuenta del tiempo y del espacio a medida que descendía. Cansado pero convencido, continuó descendiendo hasta que franqueó una especie de espacio circular desde donde partían (como su vista ya acostumbraba podía ver) varios pasillos. Uno de ellos bajaba a través de más escalones. Descendió por el que tenía un recodo a cierta distancia. Al girar el recodo tuvo cierta sensación de luz, que fue aumentando a medida que avanzaba por el corredor. Por fin se volvió asombrosamente intensa, pero sin ser concentrada como la luz del sol, ni caliente como la luz del fuego. Alcanzó por fin una inmensa sala atestada de esta luz y que no tenía más salida que aquella por la que entró. Esta sala estaba llena de luz, que no nacía de ningún punto, pero rea extensa como el aire, que la ocupaba de manera que se podía ver de dónde procedía. No era caliente ni tenía el fuego inmanente de la luz. Era un fuego absolutamente sin fuego, era luz líquida, desnuda de todo recuerdo de la luz material. Supo entonces por qué la sala -si sala pudiera llamarse- no tenía forma ni dimensión. Es que ocupaba todo el espacio del mundo -cielo y tierra- invisible de lado a lado, estando dentro de todo ese espacio que ocupaba. Y así ocurrió que todas las cosas eran iluminadas por ella desde dentro y al ver esto, se advertía también que que todas eran transparentes y huecas, que todas eran de la sustancia real de esta luz que, al ser iluminadas, les daba al mismo tiempo su ilusión y su existencia y que en la luz intensa de todas, unas estaban unidas con otras mediante lazos e hilos invisibles que yacían del lado donde eran diferentes.
En el cuarto, sentado a una mesa, estaba por fin el Hombre de Negro.
“Y me dio una piedra, una rosa y una cruz. Y vi con admiración que la piedra era, con perfección absoluta, la clase de piedra engastada y tallada que yo había visto en el anillo de la señora del castillo de la ciudad en lo alto de la montaña y que la rosa era, pero ahora completamente perfecta, de la clase de rosas que florecían en el rosal de la última chica que amara. Sólo la cruz, siendo tal cual era, no la había visto más que allí.
“Señor tres veces grande”, respondí.
De todo cuanto pasé y vi nada puedo enseñarte o decirte sino sólo decirte lo que vi y que lo que pasé. Y de lo que me dijeron, cuanto puedo enseñarte es lo poco que puedo decirte, que fue lo que me dijeron:
No mires el Camino: síguelo hasta el final.

Fernando Pessoa, El peregrino. Traducido por Manuel Moya.

Fernando Pessoa