Medardo Fraile, Una camisa

Una camisa
Fermín Ulía, pobre y todo —desde su barrio pobre— había recorrido ya, si no los siete mares, al menos dos o tres. Es que su barrio estaba en cuesta y entre las ventanas de las casas la ropa iba secándose en drizas débiles que habían cambiado la vela por la camisa y el pañal. Es que en su barrio había trajín al alba y se rompían los amaneceres con farolillos. Es que Fermín era pescador. Iba, a diario, a esa gran fábrica de aceite de hígado de bacalao: al mar; a esa gran fábrica de fósforo.
Los mares le habían visto sobre dos mil quinientas toneladas y sobre embarcaciones pequeñas, chinchorros y barcos por el estilo. Pero Fermín Ulía, viajero de lo insondable, de lo misterioso, no sabía nada de amor. El amor se encontraba yendo por una calle. Le movían corazones de tinta que se adueñaban de los brazos como un salpullido. Era un amor a barlovento, con labios de pez y alma de serrín. Limitaba con el deseo, por un lado, y por otro, con una frase de humor tatuada en el pecho: “La maté porque era mía”. También estaba el amor en la charla de los pescadores bogando hacia la cala. Un amor pendejo y húmedo, como un aperitivo con chistes. Fermín Ulía no había hecho nunca el viaje del amor, que dicen insondable y misterioso. Se devanaba el ánimo y los sesos por iniciarlo con una de esas mozas que, en los puertos, van buscándole la sal a la vida. Y un buen día, estando en éstas y otras, un azar del destino le llevó a Dover por la manga de Francia. De esta manga se sacó Fermín una camisa escocesa, un destino tronchado maravillosamente y una mujer rubia.
Es verdad que el marinero llegó a Dover con la temperatura adecuada, en el hombre, para las grandes pescas. Dentro del buque, dos botellas de aguardiente vacías atestiguaban el algodón echado, en el viaje, a la nostalgia. Pero, de todas formas, la presencia de aquella muchacha en el puerto bastaba para agrandar las letras de Dover en el mapa rosa de Inglaterra. Una pared embreada, al fondo, hacía que su cuerpo y su pelo rubio resaltasen como en un cartelón de propaganda cinematográfica. Era rubia de las de verdad; rubia del norte, y tenía, además, tan buenos picos como la Rosa de los Vientos, aunque, naturalmente, treinta menos. Su nombre era Maureen; se llamaba Mari, María, como una dulce muchacha cualquiera. Cuando Fermín bajó del barco y la miró, creyó que estaba ante las luces del vapor-correo. La estuvo mirando tres minutos; dos de ellos los dedicó a la nariz. La nariz era respingona y le ponía en la expresión un falso resfriado lleno de gracia sin complicaciones. Sonrieron los dos, al mirarse. Era inútil hablar; no se entenderían con palabras. Con miradas sí. Se rieron, de pronto. El marinero enseñó a la muchacha, bajo el casacón de agua, una botella de coñac. Iba a cambiarla por algo típico en un almacén del puerto. Se marcharon juntos, cogidos por los ojos, respondiendo a una mímica elemental con la sonrisa.
Se metieron en los Modernos Almacenes, que eran antiguos y olían a costumbres y modas de otros años. Las dependientas añoraban finuras pasadas y solo esperaban para morir que les clavaran la espina de un rosal. Fermín y María, detrás de un maniquí con paraguas, se dieron el primer beso. Ella tenía los labios tan sabrosos como la anchoa de malla. Pasearon por los almacenes y a Mari le gustó, para él, una camisa escocesa de colores suaves. El marinero, con un guiño significativo, mostró una botella a la dependienta. Mari trataba de impedir que la cambiase. Sacó unas monedas. ¡Ah, vamos! Fermín Ulía lo comprendió. Vaciaron juntos la botella de coñac en un cuarto pequeño con paredes azules. Él se puso en el cuarto la camisa de colores suaves. Tenía, justamente, los colores de una jibia en celo.
Dover se quedó atrás con la muchacha rubia. Fermín volvió a su barrio de pescadores. Iba a la pesca todos los días con la camisa escocesa de marinero. Le ahogaba el recuerdo de su amor cuando bajaba la marea. En sueños veía a Mari entre marsopas voraces. Se despertaba con angustia. El recuerdo, abarloado para siempre a la muchacha, le hacía salir al chicharro y al verdel como el que lleva intención de hacer novillos. Estaba pensando, de codos en el carel del barco, y se veía que una ola —la más pequeña— podría llevárselo en cualquier momento.
Pero lo curioso fue lo que pasó aquella madrugada en que el marinero y su camisa no fueron juntos a pescar. La noche estaba suave, con regazos enormes, casi gelatinosa, y el mar, como un suspiro de muchacho. La camisa, con el gris y el violeta, el amarillo y el rosa recién lavados, había quedado colgada de una cuerda, secándose. El pescador —con sus pensamientos— iba camino de la cala. A eso de las cuatro, sin viento alrededor, la camisa comenzó a moverse. Se agitaba con la angustia de su vacío, como queriendo romper las ligaduras que le apretaban los hombros. Las mangas, retorcidas, subían y bajaban con el soplo de un invisible llanto de tragedia. Se juntaban a veces por los puños, se abrían en cruz. Y el cuerpo, prendido a los hombros, giraba convulso y se doblaba una y otra vez en una misteriosa corriente de tortura. Luego se quedó rígida, extenuada, como un palo; con las mangas señalando al suelo.
Fermín Ulía murió ahogado en el mar, a eso de las cuatro, aquella misma noche.
Medardo Fraile, Una camisa (Cuentos de verdad).

Medardo Fraile

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