El canario
¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.
...No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.
¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol de la goma. Entonces le murmuraba: «¿Ya estás aquí, amor mío?». Y en aquel instante parecía brillar sólo para mí. Parecía que lo comprendiera...; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.
...Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:
-¿Ya estás aquí, amor mío?
Desde aquel instante fue mío.
...Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres muchachos pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba nuestra pequeña diversión. Solía poner una hoja de periódico en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. «Eres un verdadero comediante», le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio chile. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era, de natural, de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y sólo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: «Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren». Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza... ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.
...Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres muchachos que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los periódicos. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así, que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban «el adefesio». No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella. noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: «¿Sabes cómo la llaman a tu señora?». Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.
...¿Has tenido pájaros alguna vez?... Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: «¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario». No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como que al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: «He soñado un sueño horrible» o «Protégeme de la oscuridad». Estaba tan asustada, que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil «¡Tui-tuí!». La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. «¡Tui-tuí!», volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: «Aquí estoy, señora mía: aquí estoy». Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.
...Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que yo tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.
Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía?
Katherine Mansfield, El canario.
Katherine Mansfield
The Canary
...You see that big nail to the right of the front door ? I can scarcely look at it even now and yet I could not bear to take it out. I should like to think it was there always even after my time. I sometimes hear the next people saying," There must have been a cage hanging from there." And it comforts me ; I feel he is not quite forgotten....You cannot imagine how wonderfully he sang. It was not like the singing of other canaries. And that isn't just my fancy. Often, from the window, I used to see people stop at the gate to listen, or they would lean over the fence by the mock-orange for quite a long time —carried away. I suppose it sounds absurd to you—it wouldn't if you had heard him—but it really seemed to me that he sang whole songs with a beginning and an end to them.For instance, when I'd finished the house in the afternoon, and changed my blouse and brought my sewing on to the verandah here, he used to hop, hop, hop from one perch to another, tap against the bars as if to attract my attention, sip a little water just as a professional singer might, and then break into a song so exquisite that I had to put my needle down to listen to him. I can't describe it; I wish I could. But it was always the same, every afternoon, and I felt that I understood every note of it.... I loved him. How I loved him! Perhaps it does not matter so very much what it is one loves in this world. But love something one must. Of course there was always my little house and the garden, but for some reason they were never enough. Flowers respond wonderfully, but they don't sympathise. Then I loved the evening star. Does that sound foolish ? I used to go into the backyard, after sunset, and wait for it until it shone above the dark gum tree. I used to whisper "There you are, my darling." And just in that first moment it seemed to be shining for me alone. It seemed to understand this . . . something which is like longing, and yet it is not longing. Or regret— it is more like regret. And yet regret for what ? I have much to be thankful for....But after he came into my life I forgot the evening star ; I did not need it any more. But it was strange. When the Chinaman who came to the door with birds to sell held him up in his tiny cage, and instead of fluttering, fluttering, like the poor little goldfinches, he gave a faint, small chirp, I found myself saying, just as I had said to the star over the gum tree, "There you are, my darling." From that moment he was mine.... It surprises me even now to remember how he and I shared each other's lives. The moment I came down in the morning and took -the cloth off his cage he greeted me with a drowsy little note. I knew it meant " Missus! Missus! "Then I hung him on the nail outside while I got my three young men their breakfasts, and I never brought him in until we had the house to ourselves again. Then, when the washing-up was done, it was quite a little entertainment. I spread a newspaper over a corner of the table and when I put the cage on it he used to beat with his wings despairingly, as if he didn't know what was coming. " You're a regular little actor," I used to scold him. I scraped the tray, dusted it with fresh sand, filled his seed and water tins, tucked a piece of chickweed and half a chili between the bars. And I am perfectly certain he understood and appreciated every item of this little performance. You see by nature he was exquisitely neat. There was never a speck on his perch. And you'd only to see him enjoy his bath to realise he had a real small passion for cleanliness. His bath was put in last. And the moment it was in he positively leapt into it. First he fluttered one wing, then the other, then he ducked his head and dabbled his breast feathers. Drops of water were scattered all over the kitchen, but still he would not get out. I used to say to him, "Now that's quite enough. You're only showing off." And at last out he hopped and, standing on one leg, he began to peck himself dry. Finally he gave a shake, a flick, a twitter and he lifted his throat—Oh, I can hardly bear to recall it. I was always cleaning the knives at the time. And it almost seemed to me the knives sang too, as I rubbed them bright on the board.... Company, you see—that was what he was. Perfect company. If you have lived alone you will realise how precious that is. Of course there were my three young men who came in to supper every evening, and sometimes they stayed in the dining-room afterwards reading the paper. But I could not expect them to be interested in the little things that made my day. Why should they be ? I was nothing to them. In fact, I overheard them one evening talking about me on the stairs as "the Scarecrow." No matter. It doesn't matter. Not in the least. I quite understand. They are young. Why should I mind ? But I remember feeling so especially thankful that I was not quite alone that evening. I told him, after they had gone out. I said " Do you know what they call Missus ? "And he put his head on one side and looked at me with his little bright eye until I could not help laughing. It seemed to amuse him. .... Have you kept birds ? If you haven't all this must sound, perhaps, exaggerated. People have the idea that birds are heartless, cold little creatures, not like dogs or cats. My washerwoman used to say on Mondays when she wondered why I didn't keep "a nice fox terrier," "There's no comfort, Miss, in a canary." Untrue. Dreadfully untrue. I remember one night. I had had a very awful dream—dreams can be dreadfully cruel—even after I had woken up I could not get over it. So I put on my dressing-gown and went down to the kitchen for a glass of water. It was a winter night and raining hard. I suppose I \ was still half asleep, but through the kitchen window, that hadn't a blind, it seemed to me the dark was staring in, spying. And suddenly I felt it was unbearable that I had no one to whom I could say "I've had such a dreadful dream,"or—or "Hide me from the dark."I even covered my face for a minute. And then there came a little "Sweet! Sweet! "His cage was on the table, and the cloth had slipped so that a chink of light shone through. " Sweet! Sweet! " said the darling little fellow again, softly, as much as to say, " I'm here, Missus! I'm here ! " That was so beautifully comforting that I nearly cried....And now he's gone. I shall never have another bird, another pet of any kind. How could I ? When I found him, lying on his back, with his eye dim and his claws wrung, when I realised that never again should I hear my darling sing, something seemed to die in me. My heart felt hollow, as if it was his cage. I shall get over it. Of course. I must. One can get over anything in time. And people always say I have a cheerful disposition. They are quite right. I thank my God I have... All the same, without being morbid, and giving way to—to memories and so on, I must confess that there does seem to me something sad in life. It is hard to say what it is. I don't mean the sorrow that we all know, like illness and poverty and death. No, it is something different. It is there, deep down, deep down, part of one, like one's breathing. However hard I work and tire myself I have only to stop to know it is there, waiting. I often wonder if everybody feels the same. One can never know. But isn't it extraordinary that under his sweet, joyful little singing it was just this—sadness ?—Ah, what is it ?—that I heard.
Katherine Mansfield, The Canary.
Maravillosa, como siempre, esta escritora a la que adoro. Precioso relato. Gracias por compartirlo. Un saludo.
ResponderEliminarMe alegra que te guste. Saludos.
ResponderEliminarSi me gusto muy bien!!!
ResponderEliminarMe alegra saberlo.
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