Ángel Zapata, Días de sol en Metrópolis

Días de sol en Metrópolis
Supermán daba vueltas al globo rompiendo la barrera del sonido, hacía cosas así, y en cambio hay gente, hay hombres más que nada, que se ponen a abrir una sencilla lata de berberechos y se rebanan las pelotas. Yo soy de esos. No estoy dotado de superpoderes. En absoluto. Pero Elvira está visto que no quiere enterarse, vive en su mundo, y no pierde ocasión —sobre todo esos días en que esperamos invitados— de confrontarme con mis limitaciones:
—Cielo: ¿podrías ir abriéndome estas latitas de berberechos?
—Ya; tú lo que estás buscando es que yo me rebane las pelotas, a que sí.
—Pues no, cielo. ¡Cómo iba a querer eso!
Supermán podía ver a través de los objetos sólidos. Ya no hay objetos sólidos. Los había hasta hace unos años. Pero ya no. Ahora sólo hay objetos que se acoplan y otros objetos que se desacoplan, larvas que viajan de un continente a otro, hay porteros armados con fusil que esperan a estar solos para hablar de la ruta de la seda. Va a ser de noche. Se anuncia un temporal. Y por eso se lo digo a Elvira:
—Esta mañana te he sorprendido hablando sola, Elvira.
—Y qué decía.
—Algo muy raro sobre los cuchillos.
—¿Y no recuerdas qué?
—No. No me acuerdo.
—A ver: haz un esfuerzo, venga.
—Ya; tú lo que estás buscando es que yo me rebane las pelotas, a que sí.
—Pues no, cielo. ¡Cómo iba a querer eso!
Etcétera. Elvira no es Lois Lane. Sufre de vértigo. Lois Lane se echaba en brazos de Supermán, y los dos patrullaban el cielo de Metrópolis, los días de sol. Qué sencillo era todo. Los transportaban las corrientes de aire. Los pervertidos les decían adiós sonándose muy fuerte la nariz. La luz o era de hojaldre o tenía como mínimo dos cremalleras. En el cielo había orugas procesionarias, había toda clase de objetos (semisólidos ya); y si Lois Lane, involuntariamente, separaba las piernas, un chaparrón de llavecitas de oro —“¡venid a verlo, rápido!”— anegaba los muelles del East River.
—Los invitados se retrasan, cielo.
—Que les den.
—Pero venir, vendrán ¿no te parece?
—Ya te lo he dicho. En lo que a mí respecta, que les den.
—¿Podrías abrirme ahora esas latitas de berberechos?
—No. No podría.
Supermán era invulnerable. Yo no. Supermán era invulnerable, pero aun así no podía estar en dos lugares a la vez. No podía, por ejemplo, evitar que un caniche muriera atropellado, e impedir que a un kilómetro de allí reventara la presa de una central eléctrica. O una cosa o la otra. De modo que al final el caniche moría, no había otro remedio, “al caniche que le den por culo”, decía juiciosamente Supermán. Pero luego la gente no comprende estas cosas, la gente pide cuentas, y se las pide siempre a quien no es. “Supermán asesina a un caniche” decían los titulares de los periódicos. Y Supermán: “no, no: yo quería impedir que una plaga de orugas procesionarias arrasara Metrópolis.” Y la gente: “¿lo veis? eso es lo que diría un asesino.” Un mes más tarde el caniche se ha convertido en héroe. Supermán, en proscrito. Y a todo esto el temporal encima, los ríos desbordados, la estela rauda de las ambulancias, el Golden Gate cubierto con pieles de mamut.
—¿Te apetece un Martini mientras llegan?
—No.
—¿Y otra cosa que no sea un Martini?
—No, no me apetece nada, gracias.
—Esta noche has dormido fatal. ¿Por qué no aprovechas y te acuestas un poco?
—No tengo sueño.
—Tú estás seguro de que los invitamos hoy ¿verdad?
—Sí, estoy seguro.
Los mamuts se extinguieron hace miles de años debilitados por la kriptonita, esto la gente no lo sabe, ni esto ni nada, la gente no sabe una mierda, y de las osamentas de los mamuts se fabricaron cunas y sonajeros, la gama más variada de complementos en el sector de prenatal, y algunas jaulas —pocas— probablemente para encerrar cautivos. Por esta misma época el hombre domestica al pie (o a uno de ellos por lo menos); y se graban carteles en terracota donde ya se prohíbe pisar el césped. Después de la primera glaciación se extiende el uso de los objetos sólidos. Y al final ya no hay nada, si exceptuamos esas monedas sueltas, llenas de migas, que uno siempre se encuentra por entre los cojines del sofá.
—Veo a un hombre. Le veo sólo de costado, Elvira. Veo que señala al cielo con los dedos corazón e índice (su mano queda dentro del disco solar). Y luego veo cómo retira el brazo, muy suavemente, con los dedos en llamas.
—Pero los berberechos no los abres ¿no?
—Ya te he dicho que no.
Desde que es un proscrito, Supermán pasa el día borracho, anda con putas, eructa cuando quiere. Sus amigos le invitan a fiestas espectrales —fiestas con niños, cuñado y barbacoa— y él pone únicamente excusas fútiles.
—No, no puedo. Precisamente el sábado operan a mi hermano.
—Pero si tú no tienes ningún hermano.
—Pues por eso no puedo.
—Ya.
El mundo, mientras tanto, va a explotar sin grandeza, va a explotar a lo tonto, como un globo de chicle; y en la prensa se afirma que ha llegado la hora de los rumiantes, y de las jaboneras de porcelana, si están diseñadas en forma de trébol. Así que un día cae el primer meteorito (en Cleveland). Luego cae el segundo —un bólido pequeño— junto a un matadero de Singapur. Y el tercero abre un cráter radiactivo en mitad de los Campos Elíseos, donde apenas unos días después ya ha anidado una colonia de ocas. “¡Liquidad a las ocas! ¡Liquidad a las ocas!” grita junto al cráter el pueblo francés. “¡Ya está bien de vivir entre basura!” dice a la izquierda un grupo de exaltados. “¡Que alguien me abra estas latas de berberechos!” se oye la voz de Elvira en medio del clamor. Y luego se me escucha también a mí, tironeándole un pliegue del vestido y diciéndole “Elvira, no me avergüences.”
El caso es que al final todo se vuelve un lío. Quiero decir que nadie entiende nada. Es imposible. Ni siquiera está claro si aún queda algo que entender. Las ocas han mutado en cuestión de minutos; y ahora salen del cráter humeante, tan crecidas como un obelisco, tan feroces como los chacales, y con la astucia de colocarse en línea y desplazarse sólo en diagonal, igual que los alfiles.
—¡Supermán! ¡Supermán! –clama la multitud desesperada.
Y Supermán:
—¡Que os ayude el caniche, cabrones!
Supermán era el último recurso, sí. De modo que la Tierra queda ahora a merced de las ocas mutantes. ¿Nadie piensa impedirlo? Pues pensarlo lo piensan, qué duda cabe. Pero la gente tiene miedo de rebanarse las pelotas. Tiene miedo de no se sabe qué. Y aparte es que las cosas cambian muy rápido.
En un mes se declara una amnesia terrible.
Después una epidemia de juanetes.
En los núcleos urbanos se empieza a caminar en diagonal y a alear como patos, se dictan leyes severísimas en contra de los pelos de las orejas, se extiende el gusto por la delación, se fomenta el deporte. La gente sueña con cuchillos, sueña que son llevados —como colonias de ocas— a inmensas factorías de foie-gras. Esta situación se prolonga unos años. Son años duros. Pero llega un momento en que también los sueños se terminan. Fin de todo. Permanezcan atentos a sus pantallas. Fin del fin. El mismo Supermán se ha borrado del mapa. En sus últimos días pinta aguadas horribles. Usa los rayos de su supervista para destapar latas de berberechos. Es un anciano como cualquier otro en una residencia de Palm Beach.
—Ya no vienen.
—¿Qué?
—Nada: que por la hora que es, ya no vienen.
—Que no vengan, Elvira. A ti qué.
Ángel Zapata. Días de sol en Metrópolis (La vida ausente. Páginas de Espuma, 2006).
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La vida ausente
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Páginas de Espuma, 2006.

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