Marta Sanz, Las miniaturas de Laura Guerín

Las miniaturas de Laura Guerín.

“Manuel, querido, qué alegría verte. ¿Te ha gustado la charla?, Manuel, Manuel, querido, ¿te encuentras bien?, ¿por qué te encoges? ¡Manuel!”

1. Hace un instante estaba intentado ponerme en su lugar. Iba a pintar una miniatura. Las miniaturas de Laura Guerín se han hecho célebres: una cocinita, un hogarín, un ramito de flores, un bastidorcito para bordar, una cucharilla, una vaginita, un gorrión. Hoy, en esta conferencia, ella, moviendo mucho unas manos engalanadas con anillos de orfebrería, nos ilustraba sobre el empleo del pincel de marta común o sobre las fuentes que la hidratan. “Puvis de Chavannes. Kahlo. Leonora Carrington. Los simbolistas y surrealistas”. Laura se parece a Leonora Carrington como un huevo a una castaña —un símil bien surrealista, por cierto—. Después, Laura confesó sus motivos de inspiración. “Me inspiro en mis sueños. En los mejores”, se abría Laura. Y me preguntaba yo si estaría refiriéndose a sus sueños de mujer dormida o de mujer despierta. “Mis sueños”. Me avergüenzan las palabras de Laura, pero compruebo sin demasiada sorpresa que el público está pendiente de los gestos de mi discípula. Las manos hipnóticas y las pulseras tintineantes. Ella ha encontrado ese punto medio de virtud entre la exigencia y un lugar confortable para sus oyentes. Laura es más lista que los ratones coloraos. Una demagoga. O tal vez esa naturalidad con la que se expresa —tan popular, tan empática— sea sincera y fue a mí al que engañó con sus silencios de alumna aplicada. La que calla otorga. Puede que Laura no me diese exactamente la razón cuando callaba y me miraba con sus ojitos asertivos. Nunca sabré lo que entendía Laura de lo que yo le estaba contando. Quizá, por dentro, me odiaba; o se estaba burlando de mí. Tan solo el sentimiento del odio sería, para mí, soportable.

2. He venido a verla en secreto porque, si ella supiese que soy una de las caritas miniatura del patio de butacas, se pondría nerviosa. Como cuando era una aprendiza: “No, Laura, no pintes cuadros bonitos, no pintes cuadros complacientes. Sueña, Laura, malos sueños”. Yo empleaba el vocabulario de un iluminado. Me recuerdo con túnica, aunque no la usase. Hoy me regodeo en el orgullo de haber instruido a Laura en sus comienzos y algunas veces he creído reconocerla entre las mujeres que venían a una de mis exposiciones o de mis criptocharlas. Pero no. Laura dice: “Me inspiro”. Aunque yo siempre le hablé del valor del trabajo y de que ni Dios ni las musas ni la Virgen de Guadalupe. No al éter ni a ese cordón umbilical luminoso que conecta el ombligo de la artista con la cabeza de los ángeles. “Que sueñes con los arcangelitos”, le deseé una vez a Laura al salir un poco borracho de un bar. No era una despedida, sino una proposición. Se fue corriendo. “Que sueñes con los arcangelitos”. Qué ingenioso. Qué cretino. Desde ese día han podido transcurrir fácilmente más de treinta años.

3. Yo nunca fui un buen miniaturista. No me interesan los espacios pequeños ni los recovecos. Pienso a lo grande y mis pinceladas son épicas. Están sobrecargadas de pintura. Transmiten energía. Son abiertas y nunca se cierran sobre sí mismas. A Laura, sin embargo, le agradan las composiciones circulares. Los capullitos de rosa. Las pescadillas. Los claustros. “La calidez”, me reveló una tarde colocando su mano de lavandera sobre el útero. Retrocedo y voy a proceder con el detalle de un miniaturista para meterme en la piel de Laura. Recuerdo lo que pensé la primera vez que la vi, aunque es posible que no fuese la primera exactamente: “Insignificante”. Insignificante y sin embargo… El “y sin embargo” me obligó a molestarla para comprobar sus reacciones. Traté a mi discípula como una cobaya de laboratorio: “Eres una persona insignificante”. Ella se sonrojó y me dedicó una risa tonta. Se puso a hablar con una amiga. Se ennovió con un compañero de curso. Fingió no prestarme ninguna atención y yo perfeccioné mis artes de seducción, mis ventajas, con otras mujeres menos insignificantes, más inmediatamente mujeres, chicas habladoras que olían a estrellitas de mar, hipocampos, y eran obedientes de un modo distinto al que lo era Laura. Porque, al final, resultó que ella, desde su autismo de los lunes y su rebeldía de los jueves, fue la discípula más obediente de todas.

4. Insignificante. La piel lechosa, la sonrisa fea. Los ojos marrones, el pelo lacio, las manos muy bonitas. “Bonitas” es un adjetivo prohibido, así que sería mejor decir que las manos de Laura eran espirituales y a la vez de trabajadora manual. Las manos de una mujer que repuja el cuero y se corta con el perforador. Me gustaba ver esas manos de lavandera, casi siempre heridas, mientras sujetaban pincelillos minúsculos con los que Laura reproducía El matrimonio Arnolfini sobre la lisura de un canto rodado. No sobre una cabeza de alfiler, porque mi alumna no era una artista del circo. Insignificante. Solo aquellas manos y ese aspecto infantil que no era lolitesco, sino de niña que siempre hace los deberes y huele a goma de borrar. Niña con ojeritas. Niña que no era una niña ni muchísimo menos. Ni nínfula ni hada, aunque puede que yo sí la mirase con ojos de mono. Laura había cumplido ya más de veinte años. Yo salía con estudiantes que tenían también veinte años, pero que parecían mujeres con pasado de tahúras. Me fijaba en Laura, pero no me fijaba. Me habría acostado con ella, pero no me habría acostado con ella. Era lo más parecido a un padre incestuoso. Y ahora creo que tal vez me reprimía porque Laura me daba miedo. La protegía y la echaba a los leones. Un día lloró cuando le dije lo que me parecía uno de sus cuadritos: “Impropio de ti.” Pausa dramática: “O no, disculpa, me he equivocado: es el cuadrito que responde mejor a lo que puedes llegar a hacer”. Luego nunca volví a verla llorar.

5. Con sus discursos Laura alivia la culpa que sufre. Finge sinceridad, autenticidad, eficacia, lo que sea que se transmita a través de un cuadrito —uso el diminutivo sin connotación peyorativa, me refiero literalmente al tamaño de sus piezas—. Decía Laura hace menos de un segundo: “Les ruego me disculpen si no me explico bien, las pintoras no solemos tener mucha facilidad de palabra…”. Fingía mirando sin pudor hacia el centro de los ojos de su público. Laura miente porque ha sido mi alumna y a la fuerza nota los fallos, los lugares por los que su buena voluntad ha mutado en rutinas y resignación. Y, claro, yo me siento responsable de haber puesto ahí esa semillita, aunque también pienso que al final su obediencia era una máscara y ella una fingidora. Con los orgasmos haría lo mismo. Hace un instante me he dado cuenta de que es mucho mejor no haberlo vivido en primera persona. Ni encima ni debajo de Laura. Su corazón se ha transformado en un carbunclo. Qué pobre el horno de su pecho. De ahí ya no pueden salir buenos panes olorosos. Hace un instante Laura se tapaba la cara con la mano: “¿Os importaría, perdón, les importaría que les tutease?… Para mí sería más cómodo. Muchas gracias”. Se me revuelve el estómago. Estoy a punto de vomitar.

6. Se me agria el sabor de la boca con las palabras de Laura: “No pienso demasiado en la línea que voy a trazar. Dejo que la muñeca, la mano, vayan libres. Desde el hombro y el cuello. Desde el punto neurálgico de detrás de las orejas. Donde aprietas y duele.” Laura se mete el dedo en la inserción de la mandíbula con el músculo geniogloso. Conozco perfectamente y de lejos la anatomía de Laura Calavera, miente descaradamente para caer simpática afirmando que su pintura es espontánea y física en una época en que se valora mucho la espontaneidad y lo físico. Pero cómo va a ser física una miniatura. La miniatura es el mundo pequeño. Y la contención y el comedimiento y el miedo a extender las alas y volar. Una exageración al revés. Laura nunca fue talentosa, sino más bien una hormiguita. Debería hacerse valer por esto: “Soy una hormiguita”. Pero a ella no le gusta ese tipo de verdades. No ha aprendido nada. O lo ha aprendido todo demasiado bien. Se vende como una artista única y a la vez de andar por casa. Laura Guerín no estorba. Agrada. “Donde aprietas y duele”, dice. No se lo cree ni ella. La dulce Laura Guerín.

7. Yo ya nunca dicto conferencias. No explico mi trabajo. Tampoco monto exposiciones. He valido y valgo mucho. Perduraré en el tiempo y el espacio sin necesidad de ponerme la escafandra de astronauta. Ha sido un retiro forzoso. Pero estoy tranquilo y a la vez me enfado cuando quienes me aprecian intentan confortarme: “Eres un gran maestro”. Entonces bebo y los cristales de mis gafas se tiñen de una sustancia verde. Laura mueve sus manos anilladas de orfebrería. A lo mejor, cuando acabe de decir chorradas, me descubrirá entre su amable público. Yo le formularé una pregunta —una sola—: “Querida Laura Guerín, ¿sabe usted que es una impostora?”. Ella me responderá: “Por favor, tutéame, maestro. Hemos pasado tantas cosas juntos”. Después se volverá hacia el auditorio: “Todo, todo lo que sé, lo he aprendido de este hombre”. Laura me pellizcará por debajo del puño de la camisa. “Un aplauso para él”. Se habrá producido una especie de magnicidio. Mejor me callo. No me gusta el desenlace previsible de esta escena. Aún no ha sucedido nada. Laura, después de tantas actuaciones en directo, brilla con una luz amable, comprensiva y mayestática. Yo me remeto en mi interior forrado en auténtica piel de nutria. No soporto el tintineo de sus pulseras ni la aparente humildad desde la que comparte su éxito. Sus manos anilladas de orfebrería.

8. Al principio, me hacía gracia comprobar cómo mis palabras salían de la boca de mi discípula. Me gustaba mi papel de ventrílocuo o de mago de la hipnosis. Adiestrador de aves con un sistema fonador que les permite articular ciertas sílabas y ciertas carcajadas. Laura Cuerva. Laura Lora. Laura Cacatúa Argentina. Pero poco a poco, ella guardó mis pensamientos en una caja. Se los apropió y comenzaron a salir de su boca con una textura que era para mí reconocible y completamente ajena. No me veía reflejado en los espejos. Me quedé afónico.

9. Respeto. Cuando Laura se ennovió con un compañero de curso, el chico vino a hablar conmigo. “Profesor, ¿puedo?” No entendía muy bien qué tipo de permiso debía concederle. “¿A usted le importaría?”. Ignoraba qué debía importarme. “Laura”. Me carcajeé: “Alma de cántaro, pero ¿cómo me preguntas esas cosas?”. Al principio, me sentí muy halagado por el respeto que el alumno me mostraba, luego me indigné porque no veía a Laura como algo con lo que él y yo pudiésemos entablar una negociación —¿me había fijado realmente en que Laura se toqueteaba un punto detrás de las orejas?, ¿me había fijado en que a veces se abrillantaba los labios con vaselina?, ¿me había fijado?—, luego se me erizaron los pelillos de hombre lobo al percatarme de que quizá se me notaba. Pero ¿qué mierda se me iba a notar?, ¿el exceso de celo de un padre cariñoso?, ¿de un maestro obsesionado con el rendimiento de su alumna?, ¿de un hombre intranquilo porque, en su suma y su resta de conquistas, aquella era la única piel que no había tocado porque era “respetable”?, ¿respetaba a Laura porque no le comería el lóbulo de las orejas, o la despreciaba por eso mismo?, ¿respetaba más a aquellas mujeres a las que les lamía la yugular para morderlas mejor? La situación rozaba el absurdo. Llamé por teléfono a una de las mujeres fatales de la clase y, cuando me la estaba follando, todo se derrumbó. “No, no te preocupes, eso le pasa a cualquiera. ¿Lo intentamos otra vez?”. Qué mujer más voluntariosa. El chaval era un estúpido. Pronto dejó a Laura y yo, para resarcir mis gatillazos y recompensar con monedas muy falsas la comprensión y los contorsionismos de mi mujer fatal, me casé con ella. Le hice un flaco favor. Era una mujer amable y lúcida con la que viví profundamente infeliz.

10. Empezaba a darme cuenta de cómo yo veía a Laura, entre otras razones, porque me inquietaba cómo ella pudiese verme a mí. Le pedí opinión sobre algunas de mis obras: “Excelente”, “No puede estar mejor”, “Deberían llamarte para la Documenta”. Siempre quise pensar que su opinión era sincera, porque no habría podido soportar que no lo fuese. Tampoco entendía por qué me resultaban tan trascendentales las valoraciones de una discípula. De una aprendiz a la que tanto le quedaba por aprender, aunque lo hiciese tan deprisa. “Lo que hace esta chica está muy bien”, sentenciaban catedráticos y doctores. “Se ve que por detrás está tu mano”. Aquellos elogios, igual que hoy mientras miraba a Laura hacer tintinear sus pulseras, me llevaban a confundir la satisfacción con el hurto. Como si mi discípula me hubiese despojado de un abrigo. Yo bromeaba con los otros hombres: “He sido yo quien la ha dibujado así”. Risas generales. Fundido en negro.

11. En mi miniatura mancho la página con la punta de un alfiler tintado, voy al detalle que duele y aprieto como si le clavase a Laura el índice en el agujero de detrás de su orejita. Me acuerdo de que comenzó a preocuparme lo que ella pensara de mí como hombre. No como maestro o artista, sino como hombre. Un hombre deseable. A Laura yo le parecería un viejo, un baboso, un prostático, un flojo rezumante, un ser asexuado. A mi discípula le habría dado asco acostarse conmigo. Esa sospecha, que más bien era una convicción, me bloqueó y me lastimó. Aunque lo cierto era que ella tampoco me gustaba a mí. Piel lechosa, sonrisa amarilla. Sus rótulas eran demasiado prominentes. Como de enferma de fiebres reumáticas. Tal vez, durante mis años de estudiante, copié demasiadas láminas de anatomía femenina. Pinté demasiadas modelos perfectas. Antes de cada encuentro con Laura —en clase, en una tutoría, en una exposición— adquirí la costumbre de echarme el aliento en la palma de la mano. Por lo que pudiese pasar.

12. Cuando Laura eclosionó, pese a los pronósticos favorables, mis colegas no pusieron en duda que eclosionaba no solo porque era mi discípula, sino también mi concubina. Mi niña mimada. Mi amante. Mi enchufada. Olvidaron sus apreciaciones: “Lo que esta chica hace está muy bien”. En un primer momento, decidí que debía protegerla de los maledicentes; después, me aquieté apelando a dos razones: por un lado, Laura Guerín no necesitaba mi paternalismo; por el otro, los comentarios de mis compañeros eran inocentes y festivos. “He sido yo quien la ha dibujado así”. Ella siguió adelante sin comentar nunca nada de nuestro fantasmagórico Kamasutra. A fin de cuentas, hoy la veo mover las manos enjoyadas y hablar con un aplomo que no refleja sufrimiento ni malestar. Ningún trauma que le haya hecho gastar cantidades monstruosas de dinero en psicólogos conductistas o en pastillas para dormir.

13. Me interesaba su aproximación al arte. Al principio, modesta. Luego yo qué sé. Pero en sus inicios, trabajaba con imágenes que a mí no se me habrían ocurrido nunca pero que de algún modo encajaban dentro de mis esquemas estéticos. Intuía que Laura ya venía un poquito enseñada de casa. El barro de su cabeza no era del todo moldeable o alguien ya se había ensuciado las manos con aquel amasijo tan tierno. Pero la ahijé de todas formas y pasamos años mirándonos de reojo. Ella recogía y asimilaba mis observaciones. Sin escepticismo, pero sin virginidad. Yo siempre me esforzaba para encontrar algo interesante que decir. Me concentraba mirando hacia un vacío que quedaba justo por encima del hombro derecho de mi discípula. Sentí algo semejante a la vanidad cuando Laura obtenía algún reconocimiento. Luego, ella perdió el plumón. Desaparecí, raramente respondí a sus invitaciones o a sus muestras de cariño, pero encontré grietas de ratón para entrar y salir con rapidez. Para que ella no me olvidara. Un mensaje por correo electrónico: “No está mal”. “Bueno”. Ella nunca se atrevió a preguntarme lo que yo pensaba de verdad. Hoy, viéndola mover las pulseras, he llegado a temer que no le importase. Yo le mandaba una línea para que sintiera que no podía descuidarse. Su maestro la estaba mirando. La estaba juzgando a través del ojo de la cerradura o por un agujerito. Me ves y no me ves. Puede que esté detrás del biombo o no, pero tú, Laura, no debes despistarte. Vigilo. “No me traiciones”, le advierto cuando me deslizo entre las telillas de su fase REM. Nunca se lo digo en voz alta. Pero ella es consciente de que su libertad de movimientos está limitada. Mientras tanto, me voy de puntillas y aparezco en un night club bebiendo champán y bailando claqué. Me junto con los que no la quieren. Se lo pongo difícil.

14. Joder, Laura, hace un instante te estaba escuchando y no dejabas de decir estupideces. Yo sé que tú eres mejor. Que lo puedes hacer mejor. Pero quién soy yo para darte consejos. Triunfas. Has aprendido a tocar el instrumento y, ahora, mientras estás discurseando, me río de cómo calculas tus respiraciones, el anecdotario, los golpes de efecto de la voz. Esto no sale así de un día para otro. Te has puesto un poco gorda y utilizas un tono afectadillo, como el de las actrices que fueron guapas de jóvenes y ahora se las dan solo de listas. Te has blanqueado los dientes y te has puesto unas gafas que te suavizan el óvalo de cara y esconden la ojerita. El marrón vulgar de tus ojos miopes. Te vendes bien. Te he observado con el mismo detalle con que perfilas tus nimias miniaturas, y me preguntaba hasta qué punto yo, como maestro, soy responsable de esta corrupción tan bonita. De que te hayas convertido en una matrona hábil que pinta acuarelas para decorar los interiores burgueses. Una persona que habla según toque. Hoy aprieto el botón del color y la forma. Hoy pulso la tecla de la exposición de las casitas victorianas. Hoy revisito mis influencias y mis clásicos. Hoy ligo obra y biografía. Hoy exploro mi condición de mujer en el mundo del arte. El cerebro te sopla a través de un pinganillo las vicisitudes y trabajos de Hércules que has padecido por el hecho de ser una mujer que pinta. Una pintamonas, Laura. Alguien que me engañó y que se aprovechó de mí. ¿No te das cuenta? No me cites ni me trates con condescendencia nunca más. “Un aplauso para Manuel”. Ni en tus sueños. Yo no necesito de tus peticiones. Soy el ave fénix. “Insignificante”, a veces la primera impresión es la que cuenta.

Espero que al menos tengas la dignidad de cortarte los muslos con cuchillas. De infligirte un castigo. Yo no lo haré más ni quedándome a tu lado ni yéndome: “No, Laura. Por ahí no podemos seguir”. Tú sola eres ya la emancipada causante de tu estado. Por tu abyecta obediencia y, más tarde, por no prestarme tanta atención como hubieras debido. Te saliste del molde que con tanto amor vacié para ti sin considerar que en tu huida no había liberación. Solo soberbia. Luego cansancio, sobreesfuerzos, destrucciones íntimas que hoy encubres con tus engoladas explicaciones de mujercita triunfadora: “Desde que era pequeña supe que mi manera de comunicarme con los otros era el dibujo…”. Qué mona. Me das pena, Laura. No puedo contener tus dilatados volúmenes, esas tetas monstruosas, dentro del trazo minúsculo de tu minúsculo estilo. El aplauso unánime —el que deja tan satisfechas a las imbéciles como tú— me ha sacado de la ensoñación. Del alivio que iba sintiendo al hablarte como, si otra vez, te estuviera regañando. “Gracias por vuestra compañía”, has dicho mientras hacías una pequeña reverencia llevándote al pecho las enjoyadas manos de marroquinera que se hiere con el perforador. Al final, me miras. Me conoces. Te acercas para abrazarme y a mí me gustaría salir corriendo. Hacerte un desaire. “Manuel, querido, qué alegría verte. ¿Te ha gustado la charla?”. No me puedo mover. Los ojos se me han volteado hacia dentro y son dos piedras blancas que no pueden verte. “Manuel, Manuel, querido, ¿te encuentras bien?”. Me encojo. No soporto el agudísimo tintineo de tus pulseras. “¿Por qué te encoges?”. Lo único que me faltaba es que me salvases la vida. Me llamas Manuel. “¡Manuel!”. Insistes. Me zarandeas. No sé si te lo debería consentir.


Marta Sanz, Las miniaturas de Laura Guerín. (Hombres (y algunas mujeres). Montero, R. (Coord.)). 

Marta Sanz

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