María Alcantarilla, Íngrid

Íngrid.

Íngrid nunca habla con nadie. A veces siente cómo el asco la retuerce y entonces saldría al jardín y, con un hacha, comenzaría a sajar el tronco mientras la savia le salpica la cara y los pequeños trozos, las lascas, se hunden una a una en sus retinas, provocándole el placer de la ceguera. Pero no. Solo se mece. Intenta empujarse con más fuerza cada día, más alto, más alto, hasta que las ganas de vomitar la hacen pararse y desgastar la punta de sus botas sobre la tierra seca. Trazando dos pequeños caminos, dos líneas por las que ver, a base de insistir en la frenada, la otra cara del mundo. O el mar. Quién sabe. 
—Será mejor que te acuestes. Mírate.
—Tengo ganas de olvidarte.
—Lo sé. Pero aquí estamos.
Íngrid lo recuerda. Recostada sobre el brazo del sofá vuelve a ser niña. Sabía que su padre llegaría en cualquier momento y, sin embargo, no dejaba de balancear el cuerpo en aquel columpio como si, a base de empujar, pudiese llegar definitivamente a arriba. 
—¿Vas a dormir ahí?
—Llevo días haciéndolo.
—Mañana volverá a dolerte el cuello.
—¿Te importa eso acaso?
Cada tarde era lo mismo: las clases, la maestra oronda de religión repitiendo oraciones en voz alta —hasta que no te la aprendas, no podrás irte a tu casa—, la vuelta con los cuadernos a la espalda, al menos veinte minutos de caminata sola; los compañeros en grupo, frente a ella, y el barrio llenándose de años mientras al fondo, respira, ve su columpio intacto trazando una paralela con el enorme tronco del roble. 
Esta noche ha bebido. La noche pasada también bebió y cree que todas las noches anteriores ha hecho lo mismo. Pero tampoco podría jurárselo a nadie. Como si el tiempo se encogiese o se estirase a la misma velocidad con la que sus intestinos crujen al notar las embestidas. 
—Claro que me importa. Hace días que no dormimos juntos y lo echo de menos.
Lleva semanas pensando en dejarlo e intentar rehacer su vida pero, al amanecer, la resaca es más fuerte que la angustia: ajusta la realidad al olvido y a las pequeñas punzadas que recorren sus sienes como serpientes vivas y, entonces, le parece que no todo es tan malo y que quizá marcharse no es tan buena idea. Sin embargo, cuando comienza a caer el sol, ya no es lo mismo. Toda la oscuridad es como una pregunta interminable y entre el vaho del alcohol y la nostalgia le parece a Íngrid que el mundo es tan mezquino y tan cruel como lo ha sido siempre. Que no podría estar más tiempo cerca de él si pretende seguir viva. A Íngrid, en realidad, nunca le ha gustado la noche. Todo es una sombra y por eso, la mayoría de veces, vuelve a la cama junto a él y se acurruca muy cerca para protegerse. Hace años que viven de la misma manera y piensa que para el resto tampoco es demasiado diferente. 
El gato se ha tumbado sobre sus piernas, en el sofá, y el peso del felino la tranquiliza. Antes ha dado varias vueltas sobre sí y ha comenzado a ronronear como si los tres fueran felices. Como si en aquella casa alguien pudiese sonreír o dormir en paz, a pesar de todo. Lo envidia, envidia su cuerpo libre y su manera de enroscarse sin necesidad de nadie: su falta de apego por todo lo vivo. 
—Yo también echo de menos muchas cosas.
—No creo que estés en condiciones de decir nada.
—Claro que no, siempre es lo mismo.
—Deja ya las frases hechas, Íngrid. 
¡Íngrid. Íngrid. Íngrid! Está cansada de oír su nombre. De escucharlo a él mientras farfulla y piensa que de verdad tiene razón en algo. Pero es estúpido. Simula que la quiere. Simula que la cuida mientras vuelve a preparar esa sopa asquerosa con calabaza y puerros, y no sabe qué más, y le habla desde la cocina como si en realidad se conociesen de algo. Te va a sentar muy bien, ya verás. Es la que más te gusta. Y escucha el metal de la olla sobre la cuchara metálica también y siente ganas de volcarse el agua caliente sobre la cara y emular a una de esas santas a las que, con tanto cariño y admiración, se refería su maestra entonces, en la escuela. Ya casi está lista, y siempre es la misma frase. 
A veces Íngrid piensa que los años son una simple tortura para obligarnos a entender que nadie puede decidir nada. Ni siquiera estar solos o matar a alguien o, no sabe, cortarle los dedos uno a uno y echarlos a la sopa por ver si asoma algo de carne entre tanta verdura lacia. Solo falta el avioncito. Abre, Íngrid, y trágatelo todo. 
—¡Y a mí me cansas tú, joder!
—Vamos a la cama, Íngrid. No seas cabezota.
Le gustaría viajar. Hace años que tiene la costumbre de abrir un atlas y, con los ojos cerrados, posar el dedo en algún sitio como una mosca vaguea antes de invierno. Benarés, Katmandú, Angola, Praga, Cabo Verde, Guyana Francesa. Todo tiene color frente a su gris diario. Quizá allí es donde viven. Donde las mujeres de verdad son valientes y entierran a sus hombres porque ya no los aman. Donde de noche se baila y entonces el miedo se expande como la música y se hace más pequeño hasta desaparecer y ver el mundo de un modo más amable. Guatemala, Círculo Polar Ártico, Estonia, Lesoto. Una vez vio una película en la que dos ciervos se amaban. Pero no era eso. Dos ciervos se amaban en el sueño de dos personas que también lo hacían y era un modo de encontrarse por las noches. Aunque cada uno durmiese en una cama distinta y en una casa distinta y hasta en dos países diferentes. Desde entonces se pregunta si eso es posible. Encontrarse con quien realmente desea y pasar la noche juntos en el bosque, en el río, sin necesidad siquiera de contacto. Sin necesidad de que nadie meta la sucia mano bajo las mantas para alcanzar su sexo desprovisto de ropa, algo húmedo no para quien lo toca sino para otra persona que aún la está esperando. 
—Odio que me llames cabezota.
—Pero lo eres. Y no digas nada de lo que mañana vayas a arrepentirte.
Tiene la sensación de que los días se repiten. Como entonces. Cuando su madre ya no estaba en casa y a él no le importaba si llovía o hacía sol o era la hora del almuerzo. A veces piensa que quizá esta situación sea un castigo. Por no haberle dicho nada a su madre o, no sabe, porque a veces las historias se repiten y no nos damos cuenta. Como una especie de deuda adquirida que ella desconoce. De ahí esto y él y todas las ollas con sopa que no se va a comer nunca.
El gato se ha marchado y a Íngrid le da vueltas la cabeza y mira hacia el exterior, por la ventana y piensa que alguien se ha encargado de oscurecerlo todo y que también se ha llevado el columpio para que sepa que aún puede sentirse algo más sola. Camina hacia la nevera a buscar hielo mientras escucha cómo él se lava los dientes, dos puertas más allá de la cocina, y canturrea una canción que le estomaga. Cada vez más fuerte. Piensa en gritarle, en decirle que se calle para siempre pero desiste en el intento y entre los dedos, dos cubitos gotean como si en vez de hielo llevase su propio corazón entre las manos. Podría marcharse, piensa Íngrid mientras rellena el vaso sucio. A fin de cuentas, todos en algún momento lo hacemos. Da igual el tiempo que hayamos compartido: un año, dos años, tres. Una vida entera. Podría largarse de una vez y tirar la llave de esa casa por el primer retrete que encuentre de camino a ningún sitio, pero la realidad es que no lo hace. 
—¿Te espero en la cama?
Vas a tener que esperarme para siempre, piensa Íngrid mientras entorna un ojo intentando enfocar un espacio que cada instante le resulta más difuso. El llanto comienza a emborronar la poca perspectiva que le queda, la del ojo derecho, y se deja vencer en un sofá sobre el cual podría identificar cada una de las manchas de la misma manera que hace años sabe en qué lugar del mapa posa su dedo exactamente. Birmania, Ottawa, Medellín, Las Islas Svalbard. Los intentos por mantenerse despierta ya no sirven para nada y siente cómo el mismo par de brazos anchos y el mismo par de manos agrietadas, sucias, llenas de cayos alrededor de las uñas, toman su cuerpo menudo y lo levantan de camino al dormitorio.
—Buenas noches, papá —farfulla Íngrid.

María Alcantarilla, Íngrid (http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escralcantarillam1.html).

María Alcantarilla

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