Patricia Highsmith, La paridora

La paridora

Para Elaine, el matrimonio significaba hijos. El matrimonio significaba también otras muchas cosas, naturalmente, tales como crear un hogar, levantar la moral a su marido, ser una alegre compañera, todo eso. Pero sobre todo, hijos… para eso servía el matrimonio, ése era su sentido.
Elaine, cuando se casó con Douglas, se propuso convertirse en la criatura de su imaginación, y al cabo de cuatro meses lo había logrado. La casa deslumbraba por su limpieza y encanto, sus fiestas eran un éxito, y Douglas tuvo un pequeño ascenso en su empresa, la Compañía de Seguros Atenas. Sólo faltaba un detalle: Elaine no estaba embarazada. Una consulta a su médico corrigió este problema, ya que algo estaba desviado; pero pasaron tres meses más y Elaine aún no había concebido. ¿Sería culpa de Douglas? De mala gana, con cierta timidez, Douglas fue a ver al médico y éste declaró que estaba en perfectas condiciones. ¿Qué pasaba, entonces? Unas pruebas más minuciosas revelaron que el óvulo fertilizado (de hecho, al menos un óvulo había sido fertilizado) había viajado hacia arriba en lugar de hacia abajo, en aparente desafío a la fuerza de la gravedad, y en vez de desarrollarse en algún sitio, simplemente se había desvanecido.
—Debería levantarse de la cama y hacer el pino —le dijo a Douglas un bromista de la oficina, después de un par de copas a la hora de comer.
Douglas se rió cortésmente. Pero puede que hubiera algo de verdad en aquello. ¿No había dicho el médico algo semejante? Esa tarde, Douglas le sugirió a Elaine la idea del pino.
A eso de la medianoche, Elaine saltó de la cama y se puso cabeza abajo, los pies contra la pared. Su cara adquirió un tono rosa fuerte. Douglas se alarmó, pero Elaine aguantó como una espartana, hasta que, después de casi diez minutos, acabó derrumbándose.
Así nació su primer hijo, Edward. Edward echó a rodar la bola, y algo menos de un año después llegaron las gemelas. Los padres de Elaine y de Douglas estaban encantados. Ser abuelos era para ellos una alegría tan grande como lo había sido convertirse en padres, y ambos matrimonios dieron una fiesta para celebrarlo. Tanto Douglas como Elaine eran hijos únicos, así que los abuelos se sentían felices de que continuara su descendencia. Elaine ya no tenía que hacer el pino. Diez meses más tarde nació un segundo hijo, Peter. Después vino Philip y luego, Madeleine.
Con ésta había ya seis niños pequeños en la casa, y Elaine y Douglas tuvieron que trasladarse a un apartamento algo mayor, que tenía una habitación más. Se mudaron precipitadamente, sin darse cuenta de que el casero no era muy aficionado a los niños (le habían mentido diciéndole que tenían cuatro), especialmente a los pequeñitos, que berreaban por la noche. Al cabo de seis meses les pidió que se marcharan…, puesto que era evidente que Elaine tendría pronto otro hijo. A estas alturas, Douglas se encontraba en apuros económicos, pero sus padres le regalaron 2.000 dólares y los de Elaine aportaron 3.000 para que dieran la entrada de una casa a quince minutos de coche de la oficina de Douglas.
—Me alegro de que tengamos casa propia, cariño —le dijo a Elaine—. Pero tenemos que controlar hasta el último céntimo si queremos pagar la hipoteca. Yo creo que, al menos durante algún tiempo, no deberíamos tener más hijos. Siete, después de todo…
El pequeño Thomas ya había nacido. Elaine había dicho desde el principio que la planificación familiar sería asunto suyo, no de Douglas.
—Lo comprendo, Douglas. Tienes toda la razón.
Desgraciadamente, Elaine reveló un oscuro día de invierno que estaba embarazada otra vez.
—No me lo puedo explicar. Como sabes, estoy tomando la píldora.
Eso era lo que Douglas había supuesto, ciertamente. Se quedó sin habla durante unos minutos. ¿Cómo se las iban a arreglar? Ya había notado que Elaine estaba embarazada, pero llevaba días tratando de convencerse de que eran sólo imaginaciones suyas, causadas por la preocupación. Los padres de ambos ya les hacían regalos de cumpleaños de cincuenta o cien dólares —y con nueve cumpleaños en la familia, había cumpleaños con mucha frecuencia— y él sabía que no les era posible contribuir con más. Era asombroso cuánto dinero gastaban solamente en zapatos para siete críos. Sin embargo, cuando Douglas vio la beatífica y satisfecha sonrisa de Elaine, apoyada en las almohadas de la cama del hospital, con un niño en un brazo y una niña en el otro, no pudo lamentar estos nacimientos, que hacían el número nueve de sus hijos. Pero sólo llevaban algo más de siete años casados. Y si esto seguía así…
Una mujer de su círculo de amistades comentó:
—¡Oh, Elaine se queda embarazada cada vez que Douglas la mira!
A Douglas no le divirtió el cumplido implícito a su virilidad.
—¡Entonces deberían hacer el amor con la luz apagada! contestó el gracioso de la oficina—. ¡Ja, ja, ja! Está claro que la única razón es que Douglas la está mirando.
—¡Esta noche no la mires ni de refilón, Doug! —gritó alguien, y hubo grandes carcajadas.
Elaine sonrió dulcemente. Ella imaginaba —no, estaba segura— que las otras mujeres la envidiaban. Las mujeres sin hijos, o con un solo hijo, no eran más que bolsas de judías secas, en su opinión. Bolsas de judías verdes secas.
Las cosas fueron de mal en peor, desde el punto de vista de Douglas. Hubo, sí, un intervalo de seis meses durante el cual Elaíne estuvo tomando la píldora y no se quedó embarazada, pero, de pronto, lo estuvo otra vez.
—No puedo entenderlo —le dijo a Douglas y a su médico.
Era verdad que Elaine no podía entenderlo, porque se había olvidado de que había olvidado acordarse de tomar la píldora… fenómeno que el médico había encontrado antes.
El médico no hizo ningún comentario. Sus labios estaban sellados por la ética.
Como si fuese en venganza porque Elaine se hubiera apartado de la fecundidad por algún tiempo, por haber intentado ponerle una tapadera al cuerno de la abundancia, la naturaleza le arrojó quintillizas. Douglas no pudo ni enfrentarse a la perspectiva del hospital y se pasó cuarenta y ocho horas en la cama. Después tuvo una idea: llamaría a algunos periódicos y les pediría una cantidad por entrevistas y también por las fotografías que quisieran hacer a las quintillizas. Dio dolorosos pasos en este sentido, ya que tal explotación era contraria a su carácter. Pero los periódicos no picaron. Muchísima gente tenía quintillizos hoy en día, le dijeron. Los sextillizos podrían interesarles, pero los quintillizos, no. Harían una foto, pero no pagarían nada. La foto sólo sirvió para que recibieran propaganda de las organizaciones de planificación familiar y cartas desagradables, o abiertamente insultantes, de ciudadanos particulares que les decían hasta qué punto contribuían a la polución. Los periódicos habían mencionado que tenían catorce hijos después de unos ocho años de matrimonio.
Puesto que al parecer la píldora no servía, Douglas propuso hacerse algo él. Elaine se mostró radicalmente contraria a ello.
—¡Pero entonces no sería lo mismo! —gritó.
—Querida, todo sería lo mismo. Excepto…
Elaine le interrumpió. No llegaron a ninguna parte.
Tuvieron que mudarse una vez más. La casa era lo bastante grande para dos adultos y catorce niños, pero los gastos añadidos que suponían las quintillizas hacían imposibles los pagos de la hipoteca. Así que Douglas y Elaine y Edward, Susan y Sarah, Peter, Thomas, Philip y Madeleine, los gemelos Ursula y Paul y las quintillizas Louise, Pamela, Helen, Samantha y Brigid se trasladaron a una casa de alquiler… término legal dado a cualquier construcción que albergara a más de dos familias, pero que en el lenguaje común significaba un suburbio; eso es exactamente lo que era. Ahora vivían rodeados de familias que tenían casi tantos hijos como ellos.
Douglas, que a veces se traía trabajo a casa, se taponaba los oídos con algodón y pensaba que se iba a volver loco. "No hay peligro de que me vuelva loco si pienso que me estoy volviendo loco", se decía a sí mismo, intentando animarse. Elaine, después de todo, estaba tomando la píldora otra vez.
Pero se quedó embarazada de nuevo. A estas alturas los abuelos ya no estaban tan encantados. Resultaba evidente que el número de vástagos había hecho descender el nivel de vida de Douglas y Elaine; lo cual era la última cosa que deseaban los abuelos. Douglas vivía en un ardiente resentimiento contra el destino y con una desesperada esperanza de que sucediera algo, algo desconocido y quizá imposible, mientras veía a Elaine engordar día a día. ¿Sería posible que fueran quintillizos otra vez? Aterradora idea. ¿Qué pasaba con la píldora? ¿Era Elaine una excepción a las leyes de la química? Douglas daba vueltas en su cabeza a la ambigua respuesta del médico cuando le hizo esta pregunta. El médico fue tan vago al respecto que Douglas había olvidado no sólo sus palabras, sino hasta el sentido de lo que dijo. De todas formas, ¿quién podía pensar con tanto ruido? Enanitos con pañales tocaban diminutos xilofones y soplaban en una gran variedad de cuernos y silbatos. Edward y Peter se peleaban por montar el caballito. Todas las niñas rompían a llorar por nada, esperando conseguir la atención y el respaldo de su madre. Philip era propenso a los cólicos. Todas las quintillizas estaban echando los dientes simultáneamente.
Esta vez fueron trillizos. ¡Increíble! En tres habitaciones del piso no había más que cunas y una cama individual en cada una, en la que dormían por lo menos dos niños. Si sus edades variaran más, pensaba Douglas, sería un poco más tolerable, pero la mayoría de ellos todavía gateaban por el suelo, y al abrir la puerta del piso uno creía haber entrado en una guardería por equivocación. Pero no. Los diecisiete eran obra suya. Los nuevos trillizos se balanceaban en un ingenioso corralito suspendido del techo, porque no quedaba nada de espacio en el suelo. Se les alimentaba y se les cambiaban los pañales a través de los barrotes, lo cual hacía pensar a Douglas en un zoológico.
Los fines de semana eran un infierno. Sus amigos simplemente no aceptaban ya sus invitaciones. ¿Quién podía reprochárselo? Elaine tenía que pedir a los invitados que hablaran muy bajo, y aun así, algo despertaba siempre a alguno de los pequeños antes de las nueve de la noche, y entonces todos empezaban a berrear, incluso los de siete y ocho años que querían participar en la fiesta. Por lo tanto, su vida social era nula, y más valía así, porque no tenían dinero para fiestas.
—Pero yo me siento realizada, cariño —dijo Elaine, poniendo una mano tranquilizadora en la frente de Douglas, que estaba sentado estudiando unos papeles de la oficina, un domingo por la tarde.
Douglas, sudando a causa de los nervios, estaba trabajando en un rinconcito de lo que llamaban el cuarto de estar. Elaine estaba a medio vestir, lo cual era habitual en ella, porque cuando se estaba vistiendo siempre la interrumpía algún niño para pedir algo, y además Elaine estaba aún criando a los últimos. De repente, a Douglas se le ocurrió algo, se levantó y salió para ir al teléfono más próximo. El y Elaine no tenían teléfono y habían tenido que vender el coche.
Douglas llamó a una clínica y se informó sobre la vasectomía. Le dijeron que había una lista de espera de cuatro meses, si quería que la operación fuese gratuita. Douglas dijo que sí y dio su nombre. Mientras tanto, se imponía la castidad. Tampoco era ningún sacrificio. ¡Dios mío! ¡Diecisiete ya! En la oficina Douglas mantenía la cabeza baja. Hasta las bromas se habían agotado. Sentía que la gente le compadecía y que evitaban el tema de los hijos. Solamente Elaine era feliz. Parecía estar en otro mundo. Incluso había empezado a hablar como los niños. Douglas contaba los días que faltaban para la operación. Se la iba a hacer sin decirle nada a Elaine. Llamó una semana antes para confirmar la fecha y le dijeron que tendría que esperar otros tres meses, porque la persona que le había dado la cita debía haberse equivocado.
Douglas colgó violentamente. El problema no era la abstinencia, era sólo su condenada mala suerte, sólo la lata de esperar otros tres meses. Tenía un miedo irracional a que Elaine se quedara embarazada otra vez por sí misma.
—¡Mírala! —chilló Douglas al vacío—. ¡La imagen de la maternidad cuando apenas puede andar!
Arrebató la muñeca del cochecito de juguete y la arrojó por la ventana.
—¡Doug! ¿Qué te ocurre?
Elaine corrió hacia él con un seno desnudo y el pequeño Charles pegado a él como una lamprea.
Douglas atravesó de un puntapié el costado de una cuna, luego agarró el caballito y lo estrelló contra la pared. De una patada lanzó la casa de muñecas por los aires y cuando cayó la aplastó de un pisotón.
—¡Maaa—mááá!
—¡Paaa—pááá!
—¡Uuu—uuu!
—¡Buu—juuu—uu—juu—u! —partiendo de media docena de gargantas.
Ahora había un espantoso bullicio, por lo menos quince niños estaban gritando, además de Elaine. Los juguetes eran el objetivo de Douglas. Pelotas de todos los tamaños salieron volando a través de los cristales de las ventanas, seguidas de silbatos de plástico y pianitos, coches y teléfonos, luego, osos de peluche, sonajeros, pistolas, espadas de goma y tirachinas, anillos de dentición y rompecabezas. Estrujó dos biberones y se rió con regocijo de lunático mientras la leche salía a chorros por las tetinas. La expresión de Elaine pasó de la sorpresa al horror. Se asomó por una ventana rota y gritó.
Douglas tuvo que ser apartado de una construcción de juguete que estaba destrozando con la pesada base de un tentempié en forma de payaso. Un interno le dio un golpe en el cuello que le dejó inconsciente. Al volver en sí, Douglas se encontró en una celda acolchada. Exigió una vasectomía. Le pusieron una inyección. Cuando se despertó, volvió a vociferar pidiendo una vasectomía. Le concedieron su deseo ese mismo día.
Entonces se sintió mejor, más tranquilo. Estaba lo bastante cuerdo, sin embargo, para darse cuenta de que, por así decirlo, su mente estaba "ida". Era consciente de que no quería hacer nada. No quería ver a ninguno de sus viejos amigos, a todos los cuales sentía que había perdido, en cualquier caso. Tampoco deseaba especialmente seguir viviendo. Vagamente recordaba que era objeto de burla por haber engendrado diecisiete hijos en muchos menos años que ésos. ¿O eran diecinueve? ¿O veintiocho? Había perdido la cuenta.
Elaine vino a verle. ¿Estaba otra vez embarazada? No. Imposible. Era sólo que estaba acostumbrado a verla embarazada. Parecía remota. Ella estaba realizada, recordó Douglas.
—Ponte otra vez cabeza abajo. Invierte el proceso —le dijo Douglas con una sonrisa estúpida.
—Está loco —le dijo Elaine al interno, desesperanzada, y se alejó calmosamente.

Patricia Highsmith, La paridora (Pequeños cuentos misóginos).
Traducido por Maribel de Juan Guyatt.

Patricia Highsmith



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