Sophia de Mello Breyner Andresen, El silencio

El silencio
Fue complicado. Primero dejó los restos de comida en el cubo de basura. Después pasó los platos y cubiertos por agua corriente, bajo el grifo. Después los sumergió en un recipiente con agua caliente y jabón y con un estropajo lo limpió todo hasta dejarlo reluciente. Después volvió a calentar agua y la echó en el fregadero con dos medidas de sonasol y de nuevo lavó platos, cubiertos, tenedores y cuchillos. En seguida pasó los platos y los cubiertos por agua limpia y los puso a secar sobre el escurridor de piedra.
Sus manos habían quedado ásperas, esta­ba cansada de estar tanto rato de pié y le dolían un poco las espaldas, pero sentía dentro de sí misma una gran­ limpieza, como si en vez de lavar la vajilla, lo que hubiera lavado fuera su alma. La luz sin abat-jour de la cocina hacía brillar los azulejos blancos. Allá afuera, en la dulce noche estiva, un ciprés se mecía blanda­mente.
El pan estaba en su cesto, la ropa en su cajón, los vasos en el armario. El vaivén, la agitación del tumulto del día descansaban. 
Lo que había era una gran serenidad. Todo estaba en su sitio y el día acabado.
Y Joana atravesó despacio su casa.
Iba abriendo y cerrando puertas, abriendo y cerrando luces. Los cuartos desaparecían en la oscuridad y surgían de lo oscuro en la claridad.
Un dulce silencio flotaba como una sed extendida.
El silencio dibujaba las paredes, cubría las mesas, enmarcaba los retratos. El silencio esculpía los volúmenes, recortaba las líneas, daba profundidad a los espacios. Todo era plástico y vibrante, denso de la propia realidad. El silencio como un hondo estremecimiento recorría la casa.
Las cosas conocidas —el tabique, la puerta, el espejo— mostraban una por una su belleza y su serenidad. Y en las ventanas abiertas la noche de junio mostraba su rostro radiante y suspenso.
Joana dio lentamente una vuelta por la casa. To­có los cristales, la cal, la madera. Hacía mucho que cada objeto había encontrado su lugar en la casa. Y era como si ese lugar, como si la relación entre la mesa, el espejo o la puerta, fuesen la expresión de un orden que traspasaba la casa.
Los objetos parecían atentos. Y la mujer que lavó la vajilla buscaba el centro de esa atención. Siempre lo buscaba, ¿pero quién podría captarlo?
El silencio ahora se hacía mayor. Era como una flor que se hubiera abierto completamente y y alisase todos sus pétalos.
Y alrededor de todo este silencio los astros de la noche exterior giraban lentamente y su movimien­to imperceptible tomaba para sí el orden y el silencio de la casa.
Con las manos sobre la pared blanca Joa­na respiró dulcemente. Aquél era su reino, aquella su paz en la contemplación nocturna. Desde el orden y el silencio del universo se alzaba una infinita libertad: ella respiraba esa libertad que era la ley de su vida, el alimento de su ser.
La paz que la rodeaba era abierta y transparente. La forma de las cosas era un signo, una escritura. Una escritura que ella no entendía pero que reconocía.
Atravesó la sala y se inclinó sobre la ventana abierta frente al puro instante azul de la noche.
Brillaban las estrellas, íntimas y distantes. Y le pareció que entre ella, la casa y las estrellas se hubiera establecido desde siempre una alianza. Era como si el peso de su conciencia fuera necesario al equilibrio de las constelaciones, como si una intensa unidad atravesara todo el universo.
Y ella habitaba esa unidad, estaba presen­te y viva en la relación de las cosas y la propia reali­dad atenta la abrigaba en su inmensa y aguda presencia.
En el aire, en la cal, en el cristal, tocaba su felici­dad y esa felicidad era unidad en su centro.
Se asomó a la ventana y apoyó sus codos en la piedra fresca del alféizar.
Una leve brisa agitó las ramas de los cedros. En el río, ronca, pitó una sirena. Desde la torre se escucharon dos campanadas. Entonces fue cuando oyó el grito.
Un largo grito agudo, desmedido. Un grito que atravesaba las paredes, las puertas, el salón, las ramas del cedro.
Joana se giró en la ventana. Hubo una pau­sa. Un pequeño e inmóvil momento de suspenso, de dudas. De inmediato nuevos gritos se alzaron, atravesando la noche. Estaban gritando en la calle, del otro lado de la casa. Era una voz de mujer. Una voz desnuda, desgarrada, solitaria. Una voz que de grito en grito se iba deformando, desfi­gurando hasta quedar en un aullido. Un aullido ronco y ciego. Después la voz se iba adelgazando, bajaba, tomaba un ritmo de sollozo, un tono de la­mento. Pero de inmediato volvía a crecer, con furia, con rabia, con desesperación, con violencia.
En la paz de la noche, de arriba a abajo, los gritos abrieron una grieta, una herida, y así como el agua comienza por anegar el interior seco al abrirse una rendija en el casco de un barco, del mismo modo ahora, por la rendija que abrieran los gritos, el terror, el desorden, la división y el pánico, penetraban en el interior de la casa, del mundo, de la noche.
Joana se alejó de la ventana que daba al jardín, atravesó el salón, el pasillo y el cuarto, y al otro lado de la casa, se asomó a la ventana que daba a la calle.
La mujer se veía mal, apoyada en la pared, a media luz, del otro lado de la acera. Sus gritos desnudos, próximos, desmedidos atestaban la penumbra. En su voz la tierra y la vida habían desnudado sus velos y su pudor y mostraban su abismo, revelaban su desorden, su tiniebla. De una a otra punta de la calle los gritos corrían golpeando las puertas cerradas.
Se trataba de una calle estrecha, comprimida entre edifi­cios descoloridos, pesados y tristes. Era allí la noche plomiza, el aire turbio, quieto y pegajoso.
Perros callejeros olisqueaban por las aceras y rebuscaban en los contenedores de basura en busca de restos, cáscaras, pescuezos de una gallina degollada.
El enorme edificio de la cárcel cubría todo el lado izquierdo de la calle con altas paredes cor­tadas por ventanucos enrejados. Sobre esa pared se recostaba la mujer. A veces er­guía la cara y entonces podía ver el rostro torcido y desfi­gurado por el grito. Junto a ella se dibujaba la silueta de un hombre. Era tarde. Las puertas y ventanas estaban cerradas sobre la gente ya dormida y por la calle no pasaba ni un alma. Sólo de tanto en tanto se escuchaba un chirriar de coches al girar la esquina.
El hombre intentaba llevarse a la mujer y cuando los gritos disminuían un instante, le imploraba que callase, le pedía:
— Venga, vámonos ya.
Pero ella no lo escuchaba. Gritaba como si estuviera sola en el mundo, como traspasada por toda compañía y toda razón y hubiera encontrado la pura soledad. Gritaba contra las paredes, contra las piedras, contra la sombra de la noche. Elevaba su voz como si la arrancara del suelo, como si su desesperación y su dolor bro­tasen del propio suelo que la soportaba. Elevaba su voz como si quisiera llegar con ella hasta los confines del universo y allí tocar a alguien, despertar a alguien, obligar a alguien a responderle. Gritaba contra el silencio.
A veces callaba un momento y echaba hacia atrás la nuca como quien espera una respuesta.
Entonces, de nuevo, el hombre le imploraba:
—Cállate, cállate. Vámonos ya de aquí.
Pero ella volvía a gritar y golpeaba con sus puños la pared de la cárcel como si así pretendiera forzar la respuesta de la piedra. Gritaba como si quisiera llegar a un ausente, despertar a un durmiente, arrullar a una conciencia impasible y, enajenada, tocar el corazón de un muerto.
A través de las paredes, de las puertas, de las calles, de la ciudad, gritaba hacia el fondo del universo, hacia el fondo del espacio, hacia el fondo de la ocultación de la noche, hacia el fondo del silencio.
De repente calló, inclinó la cabeza y se tapó el rostro con las manos. Entonces el hombre le cubrió la cabeza con el pañuelo, la apartó de la pared, le pasó un brazo alrededor de los hombros, y, despacio, juntos, bajaron la calle y giraron en la esquina.
Durante algún tiempo fluctuó en el aire pesa­do de la calle un eco de sollozos y de pasos que se alejaban y disminuían. Después se impuso el silencio.
Un silencio opaco y siniestro donde se oía el trajinar de los perros.
Joana volvió al salón. Todo ahora, des­de el fuego de la estrella hasta el brillo pulido de la me­sa, se le era desconocido. Todo se había vuelto accidente absurdo, sin nexo, sin reino. Las cosas no eran suyas, ni eran ella, ni estaban con ella. Todo se volvía ajeno, todo se volvía ruina irreconocible.
Y tocando sin sentir el cristal, la made­ra, la cal, Joana atravesó como una extranjera su propia casa.

Sophia de Mello Breyner Andresen, El silencio (Histórias da Terra e do Mar). Traducido por Manuel Moya.

Sophia de Mello Breyner Andresen

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