Catherine de Noche
Me gusta verla así de noche, recostada desnuda sobre las sábanas blancas o paseando a oscuras por la habitación, con su cuerpo radiante y el corazón rojo palpitando.
De día Cate es una mujer de una palidez extrema y posee una belleza de escultura clásica. Sus venas azules y fluidas se avivan en la sombra y toman matices purpúreos. Su sonrisa cautivadora envuelve a quien la mira. Se pasea al sol y su piel blanca, blanquísima, refleja la luz. Suele llevar vestidos claros, vaporosos, con tirantes que muestran sus largos y blancos brazos. Sus ojos azules son un mar de incontables dudas.
Cate fue una niña casi como las demás. Se quedaba jugando en su habitación sola, sin hacer ruido, hasta que sus padres se olvidaban de ella y así continuaba su juego, iluminada solo por la luna y el destello de alguna farola cercana. Cate no sabe precisar el momento en el que sus huesos se iluminaron por primera vez, probablemente fue algo gradual o quizás tuviese algo que ver la tristeza en la que se sumergió cuando, con solo diez años, perdió a su padre. Un día se dio cuenta de que la luz que salía de su cuerpo era suficiente para escribir, en la noche apagada, sus diarios íntimos de adolescente. Nunca se lo contó a su hermano, ni siquiera a su hermana con la que tenía una especial sintonía. De noche se encerraba secretamente en sí misma y se entretenía viendo pasar los fluidos de su cuerpo, el avanzar de su cena por un estómago naranja y su lento transcurrir por los laberínticos intestinos.
Así fue creciendo, con ese destello interior que me cegó cuando la conocí. Y amé su transparencia, la sinceridad de su cuerpo. Sus piernas, largas como tubos fluorescentes, me rodeaban mientras mi lengua encendía de rojo su sexo que, fulgurante, mostraba el progreso y la profundidad de nuestro amor.
Buscando su vocación y guardando su secreto, Cate viajó por distintos continentes y en el país de las arenas blancas, como su piel, atravesado por el largo y azulado río, como sus venas, halló la forma de aceptar su radiante naturaleza. Desde aquel momento, la pálida y sobrenatural imagen de Cate bajo los focos sería admirada por su brillante carrera en todas las pantallas de cine, pero la oscuridad de la noche, en la que hasta las arenas del Nilo desaparecen, sería solo suya. Y ahora también mía.
Cate no quiere ir al teatro, ni habitar los recovecos íntimos poco iluminados de los restaurantes; por eso, para ella, los inviernos son tan largos. Le gusta regresar a casa cuando anochece y siempre enciende las lámparas de las habitaciones, para no tener que ver constantemente su privado resplandor.
Yo, en cambio, disfruto de su belleza deslumbrante y voy detrás de ella, buscando la irradiación de sus piernas infinitas, apagando las luces para luego acariciar los pequeños y encendidos dedos de sus pies, que alumbran mi vacío.
Ricardo Reques
Enhorabuena por este relato Ricardo, muy literario.
ResponderEliminarUn abrazo
Muchas gracias Loli. Tu comentario me alegra especialmente porque sé que eres una gran lectora.
ResponderEliminarOtro abrazo.