Marina Perezagua, Receta cibernética

Receta cibernética
Admira el arte del arquero,
No toca el cuerpo y rompe corazones.
Epigrama sánscrito
A mí me gustaban esas corrientes electrónicas que se generaban entre él y yo cuando nos escribíamos, dilatando, día a día, la intimidad de nuestra correspondencia virtual. Pero él me decía que esta correspondencia, sin habernos visto nunca, no tenía nada de realidad. Y yo le respondía que para mí atrás quedó ya el deseo de Pinocho o David, ese niño de inteligencia artificial que, junto a su osito de peluche Teddy, sufrió durante dos mil años bajo el mar su ansia de ser humano. Henchir de vida a un montón de cables, o de leña, no me interesa, es el mismo y primitivo afán gestador del Dr. Frankenstein. A los 6.075,8 kilómetros de distancia que, en línea recta, nos separaban, había comenzado a sentir que mi conexión con R. se estaba realizando de computadora a computadora, y mi aspiración no podía ser ya la de animar lo inanimado, sino justamente el proceso inverso: hacerme cosa, teclado, pantalla, onda que convirtiera el acto de comunicación en un acto de conducción. Ser timón, en lugar de timonel. Ser red, en lugar de pescador, para tocar antes al pez. Red neuronal, en este caso, un nudo de internet. Ser conexión o no ser, esa fue, desde que comencé a escribirme con R., mi cuestión. Pero él seguía a Mary Shelley, la ciencia que, en su excesiva prepotencia, se atreve a crear al hombre y, sin embargo, no acababa de comprometerse con algo mucho más sencillo: la posibilidad de que un corazón humilde bombee en un pixel, en una tarjeta de memoria, en la batería caliente que mantiene encendido nuestro hilo. Y de nuevo se refería a la irrealidad de nuestra relación. Si no hubiera sabido que se dedicaba a la Física habría pensado que su oficio era otro, no sé, el del caballo que sólo atiende al último sonido de su casco delantero derecho justo ahora, al golpear el charco, o el del latigazo que le arrean también en este instante de un presente radical. Le pregunté: ¿es que acaso vives como un poni de feria, dando siempre la misma vuelta, sin advertir que lo que interesa es justo la diferencia de peso entre los niños que llevas? Déjame montarte ˗le pedí. Quiero que veas el contraste entre la rueda a la que el matrimonio rueda, y el búmeran que lanzado con su pico al aire, siendo libre, siempre regresa. Y él otra vez mencionaba, como muestra de irrealidad, la correspondencia virtual que manteníamos desde hacía algún tiempo. Y yo otra vez que le escribía: no creo que haya persona que no apunte sus pensamientos hacia el deseo. La virtualidad es la raíz que se bifurca, desde las cavernas, en las arterias del hombre. Si pudieras saltar aquí en un segundo te tomaría la mano y la pondría al final de mi espalda. Dime: ¿te parecería suficientemente concreto el sudor que transpiro cuando tu nombre parpadea en una ventanita en la pantalla? Pero puesto que insistes –volvía a insistir yo˗ te dejaré montarme, y así notarás que, de mis 55 kilos, lo que más pesa no es mi cuerpo, sino los breves intervalos que median entre tus empujes pélvicos. Ésa es la única materia que me puede pesar, la separación, el desapego, el segundo (los segundos, depende del compás) que te tomarás en volver a entrar. Y cada vez que lo imagino me escucho emitiendo un gemido que, como el grito kiai en las artes marciales, anticipa el ataque y se prepara para el golpe en la carne, como si el acto de recibir y de dar fueran ya exactamente el mismo. Entonces, pídeme que tome el próximo vuelo y nos vemos. Pero aún sigo pensando que no nos tenemos que ver para conocernos, por eso, y aquí mi fantasía, conozcámonos a oscuras. Mi plan es éste:

Nos citaremos en un cine. Hora, fila, asiento, deben ser absolutamente precisados para que se produzca el encuentro. Tú llegarás primero, ¿te parece? Yo entraré sólo cuando las luces ya estén apagadas. Buscaré el lugar indicado y me sentaré junto a ti. Estaré muy nerviosa (es normal, el cúmulo del deseo), habrás de disculparme, y en los primeros segundos seré esquiva, no creo que pueda ni siquiera saludarte en un susurro, y mi posición no te invitará tampoco a que seas tú quien me salude. Seguramente fingiré ser una espectadora más. Miraré la pantalla con mis dos ojos de frente mientras que añoraré el ojo cubista, ese ojo de mi sien izquierda que podría ver, sin dejar de mirar a la pantalla, todo tu perfil. Imagino que mi impaciencia pondrá en marcha algunas preguntas antes de girarme hacia ti. ¿Brillará tu alianza de oro cuando se proyecten las escenas más luminosas? No, yo creo que tu anillo tendrá piedad para mí y, por un rato, se convertirá en un anillito de plomo, un aro plomado que no brillará para nadie. ¿Sabré si eres alto, aunque estés sentado? Pero nada me importa. Tu altura me es indiferente, y tu edad, que tampoco sé. Que me llevas demasiados años, y esto te da miedo ˗dices. Qué ridiculez. Siendo la vida tan corta ¿por qué he de amar sólo a alguien que, por mera casualidad, ha venido a caer en mi misma década? Yo cuento como los franceses, y si tuvieras ochenta años te diría: “Qué bien. Cuatro veces veinte”. Y entonces, cuando finalmente me atreva a girarme hacia ti desde mi butaca quizá te escuche por primera vez, en un susurro, un hola. Tan sólo, y cuánto, al mismo tiempo. Tu voz. Qué emoción ¿verdad? O quizá sea yo la que me acerque a tu oído y te diga: “Ya he llegado. Mira. Soy de verdad”. Pero comencemos muy despacio. No desnudos, sino a través del velo, son deseables los senos.[1] Y luego ya no sé. Sí sé que me iría antes de que las luces volvieran a encenderse. Te vería otro día, pero así es mi primera fantasía, el espacio que transcurre entre dos iluminaciones. Lo que sucedería entre la luz y la luz, no lo sé, o no lo sé con detalle. Agradecida por el don de la ceguera, una vez desprendida del sentido de la vista, pondría a los otros cuatro a comer de tu manita. Lo que tú quieras. Pero, si prefieres saber mi opinión, ésta es mi receta:

Ingrediente principal: 
1 kilo de abstracción (repetir 6 veces: “En esta sala sólo estamos ella y yo”).

1) Para el olor:
Coloque su boca en la parte más alta de mi oreja, en el exterior, justo en la parte que se llama “saliente del hélix” (buscar para mayor precisión imagen en internet). Nada de lengua. Muerda o, más bien, presione levemente los nervios con los dientes. De 3 a 4 veces. Baje inmediatamente su nariz por mi cuello. Mi excitación bajará al mismo tiempo y, cuando su nariz llegue a mi escote, el olor ya estará ahí. Pero atención, no es exactamente mi olor. Es el nuestro.
2) Para el oído: 
Chupe varios de sus dedos y deslice la mano bajo mi suéter hasta ponerla en el esternón. Es importante hacerlo rápido porque los dedos deben permanecer mojados. Colóquelos en mi piel como si fueran electrodos. La humedad conducirá la electricidad que estimulará el pulso. Utilice las yemas de sus dedos como oídos y escuche el pálpito.
3) Para el tacto:
Métase en la boca una miguita de pan que yo le daré. Caliéntela hasta que se deshaga, durante unos 10 segundos. Busque mi ombligo (es profundo) y coloque la mezcla dentro. Déjela reposar un minuto, que yo sienta en mi cicatriz primera la masa de su pan ensalivado. Retírela y aprecie la textura. Esta textura es similar a la que apreciará, quizá, mañana, cuando desnudos no haya licor del cuerpo que no compartamos. Será el reino de los cielos. Ese lugar en el que una mujer vertió levadura, la escondió en tres medidas de harina y, entonces, el mundo apareció erecto.
4) Para el gusto:
Ponga su lengua en mi lengua. Remueva y vierta de un golpe el kilo de abstracción: En esta sala sólo estamos ella y yo. Repita tres veces en su cabeza: En esta sala sólo estamos ella y yo.
Y finalmente aceptó, dijo que sí. No me mencionó la receta, pero me pidió que corriera al aeropuerto. Corre, corre ˗escribía entusiasmado, confundiendo unas letras con otras, saltándose líneas, dándole al enter antes de acabar frases importantes. Pero yo comprendí todo lo inacabado, y corrí. En las siete horas en el avión pensé en nuestro primer contacto ciego. Lo pensé todo el tiempo. Y antes de darme cuenta ya estaba bajando por la calle del cine que habíamos acordado. Hacía mucho viento y, frente a la puerta, me abrigué la cabeza con la bufanda durante los diez minutos de espera. Me calenté con mi propio vaho. Volví a caminar un poco y a la hora convenida entré. Me asomé a la sala, y cuando apagaron las luces comencé a buscar el lugar en que nos habíamos citado. A mi lado, un hombre que no era él. Estaba oscuro y no podía ver, ya lo sé, pero no era él. No hubo, entonces, susurro, ni saludo. Si al menos me hubiera sido concedida la invidencia… pero no hubo, ni tan sólo, ceguera. No había nada. Nada. O lo que es lo mismo: sólo yo. Yo y un hombre que veía una película en una sala oscura llena de gente que también veía una película. ¿Pero qué película era? Nunca lo supe, o ya no lo sé. Entonces yo también miré la pantalla. Vi a una mujer en el campo. Y vi más que eso. Tenía mis rasgos, mis gestos, mi tristeza, y la misma manera de moverse. Está (estoy) en camisón, en la oscuridad de la noche. Añado flores a la guirnalda que he colocado sobre la cabeza de un burrito al que, a juzgar por cómo acaricio, quiero mucho. Tomo su cabeza entre mis manos (sin duda son mis mismas manos); lentamente acerco mi boca y le doy un beso en su hocico suave y gris. Él pestañea como agradecido, como diciendo “Sí”. Lo último que pongo en su corona es una flor blanca que no sé identificar. Entonces alguien me toma la mano, lo veo en la pantalla, es un hombre del campo, alto, moreno, y yo me sobresalto, y me levanto del asiento, y piso a quien está junto a mí. El miedo, demasiada emoción, quizá, no me permiten reconocer la mano, y ya no sé si es la misma que pulsaba las teclas del abecedario para acariciarme desde su orilla a la mía. Me apresuro, corro para salir, y antes de cruzar la puerta que me abrirá a la luz, vuelvo mi cabeza por última vez hacia la pantalla. Veo a mi burrito. Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra.[2] Y veo con tristeza que este animal que yo acariciaba se está quedando sin flores. Mi hombre amado le está deshojando. Deshoja porque también él tiene miedo. Me quiere no me quiere, me quiere no me quiere, ˗dice la mano del hombre ya enajenado, y arranca los pétalos porque le parece que eso sí es real. No, por favor. ¿Deshojar a mi asno te parece realidad? ˗le grito ya desde la puerta. Pero él no me escucha, y le vuelvo a gritar: Pues entérate, porque yo sé cómo son estas cosas. Comienzas con el juego de la margarita, diez veces, o quizá veinte, o quizá treinta me quieres no me quieres me quieres no me quieres me quieres. Pero antes de que te hayas dado cuenta te verás quitando los pétalos de todas las flores del mundo, y durante un año, y otro, y otro, irás reduciendo los colores de los parques, de los campos, al verde oscuro, al gris, al marrón de un cáliz que ya no tiene flor que sostener. Al entrar de nuevo en la luz pienso que mañana también yo necesitaré pétalos que arrancar. Si no puedo ir al prado buscaré un jarrón, un libro, a falta de flores. Un libro muy extenso. Un libro de mil hojas bastará para pasar un día. Me quiere no me quiere, me quiere no me quiere, me quiere no me quiere, me quiere no me quiere. Me quiere.
©Marina Perezagua

[1] «No desnudos sino a través del velo/ son deseables los senos». Kalidasa. “Retórica”. Traducción de Octavio Paz.
[2]Platero y yo”. Juan Ramón Jiménez.
Marina Perezagua, Receta cibernética. 

Marina Perezagua

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