Círculos de autodestrucción

Según la teoría física de Hugh Everett el universo se puede desdoblar en distintas posibilidades —similares pero inobservables entre sí— de modo que una acción puntual tiene resultados distintos en dos universos paralelos. Esto ha sido trasladado a la narrativa, por ejemplo, en las historias alternativas que propone Turtledove donde describe acontecimientos históricos que podrían haber sucedido si un hecho memorable se hubiese resuelto de una forma distinta a la que conocemos. Mario Cuenca Sandoval nos hace una propuesta sensiblemente distinta al mostrarnos dos realidades paralelas que en ocasiones se rozan y parecen intercambiar información. Los personajes que habitan estos dos universos son los mismos y, aunque sus biografías cambian notablemente, mantienen inalterable sus conciencias, aquello que les guía su pensamiento y el modo de afrontar la vida. La posibilidad de conectar dos realidades la exploró Bioy Casares desde el género fantástico en La invención de Morel donde el protagonista fugitivo se enamora tan sólo de una imagen proyectada que al principio cree que es real y comprende que, sólo tras su muerte, podrá crearse una proyección de su historia de amor repetida una y otra vez. De forma similar, las historias narradas en Los hemisferios rotan en torno a un amor pasional, una obsesión por recuperar también un amor no vivido donde la muerte es una barrera infranqueable. Pero aquí, al igual que haría Hichcock en Vértigo —película muy presente en la novela y a la que se alude de forma constante en la primera parte— se plantea la posibilidad obsesiva de vivir el amor de una mujer repetidamente en otras mujeres.
En la primera parte —La novela de Gabriel—, dos amigos, Gabriel y Hubert, sufren un accidente en el que se ve implicada, además, una bella mujer desconocida, una mujer —la Primera— de largos y muy pálidos brazos que, según recuerda Hubert, no tenía ombligo. Tras su recuperación hay un distanciamiento de ambos y posteriores encuentros. Pero después de varias décadas de aquel suceso, durante las cuales los protagonistas han construido vidas muy diferentes, Hubert, que es cineasta, propone a Gabriel, escritor y crítico literario, trabajar juntos en un documental sobre tauromaquia a la vez que le pide que cuide de su mujer Carmen, una joven de pelo negro con las piernas más largas del mundo, cuyo parecido a la Primera provoca el delirio de Gabriel. Mientras Carmen vive para planificar secretamente su muerte, Gabriel intenta rescatarla y aprende a leer las cicatrices de su cuerpo, a interpretar el lenguaje de la piel de una mujer indómita que necesita el dolor para sentirse viva. En un segundo plano, quizás más simbólico, Gabriel analiza el ritual taurino, indaga en sus orígenes prehistóricos, en la mitología generada en torno al toro: rituales de muerte y renovación, una dualidad presente en toda la narración, el motor que empuja a los personajes a explorar sus propios límites, a inhalar el polvo naranja de la danteína y asomarse al infierno. Gabriel es prisionero de su memoria, huye de lo nuevo y trata de vivir, una y otra vez, una historia que nunca empezó, bordea el círculo asomado al abismo, hasta llegar al paroxismo y rozar la demencia. 
Alejandra Pizarnik escribió al final de La condesa sangrienta, que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible. Son palabras que podrían servir de epílogo a la segunda parte de Los hemisferios —La novela de Maria Levi— que arranca con una solemnidad visionaria, casi bíblica, y que es narrativamente, si cabe, más arriesgada, más radical. María Levi, narra en primera persona el sentimiento de desconexión entre su cuerpo y su conciencia al ingresar en el Tercer Estado, donde no puede generar nuevos recuerdos ni experimentar nuevos placeres. Acorde a la sensibilidad nostálgica de lo que la protagonista ha perdido la prosa contiene una notable carga poética que trasluce su personalidad impulsiva. Ella y Marianne viajan a la Isla de Mística, un lugar con paisajes implacables, donde se encuentran el fuego volcánico y el frío glaciar, la destrucción y la belleza, el caos y el éxtasis. Aquí se alternan y se mezclan, como en los sueños, los recuerdos de su infancia con los más recientes y trastornados. Recorren acantilados negros, parajes desiertos de un verdor casi artificial, se sumergen en aguas azul turquesa y atraviesan nubes grises y dunas de cenizas en un intento demencial y enfermizo por romper con todo lo anterior. Retiran gradualmente sus identidades, entre cráteres volcánicos por los que se escapa la vida y cataratas espumosas que atrapan su pasado, con el propósito de alcanzar su purificación. En esta huida ciega les persigue El Traductor, que trae consigo fantasmas empeñados en seguir dialogando con la protagonista. Como en los cuentos de Lovecraft sólo es posible apaciguar la ira de la montaña con sacrificios humanos. Poco a poco, entre ambas partes, que funcionan como novelas independientes, se van desvelando paralelismos, historias coincidentes, caminos que se cortan, personajes que parecen asomarse a un pozo profundo en el que perciben sombras de su reflejo. Algunos sucesos cíclicos cobran un significado distinto, proponen nuevas y sugerentes lecturas de todo lo anterior y aportan información con la que poder rellenar los huecos dejados.
El cine, la literatura, el arte y la filosofía están muy presentes en estas páginas. Además de las repetidas alusiones a Vértigo —con extensas citas del análisis que hace Eugenio Trias—, se hace referencia a películas como La palabra, 2001 una odisea del espacio o Fahrenheit 451, entre otras. De igual forma hay un largo elenco de referencias a la literatura con obras y autores que se repiten y toman un peso significativo dentro de la narración como Cortázar, Orwell o Verne. No en vano, con la literatura Gabriel apuntala sus pensamientos y, al igual que le ocurriera a Montano —el personaje de Vila-Matas—se reconoce un enfermo de cultura. Los apacibles paisajes que aparecen en las imágenes intercaladas en el texto contrastan poderosamente con lo narrado y en los personajes se produce un antagonismo entre su admiración sin paliativos de la belleza natural —en la que buscan equilibrio, tranquilidad y sosiego— y el desprecio por su propio cuerpo y hasta por su propia existencia o la de los que les rodean. Hay un acercamiento a la herencia romántica de una concepción próxima a lo religioso con numerosos símbolos espirituales (el viaje de huida, los tatuajes en el cuerpo, la resistencia al dolor para liberar energía, el ascenso y descenso a las montañas…). La novela plantea interrogantes sobre nuestra naturaleza, sobre una sociedad que traza su rumbo con decisiones injustificadas, sobre nuestra extrañeza ante un mundo que, a pesar de la ciencia y la filosofía, sigue siendo incomprendido. Los personajes de Cuenca Sandoval se asoman a los círculos concéntricos del infierno y nos proponen preguntas de gran calado ético, invitándonos, no sólo a reflexionar sobre ellas, sino que —como argumentaba Wittgenstein al hablar del valor filosófico de la literatura—, contribuyen activamente a la reflexión misma.












Los hemisferios
Mario Cuenca Sandoval

Seix Barral, 2014

Abismos del pasado

El océano en Galicia nunca está en silencio y el viento, como en los cuentos de Lovecraft, aúlla misterioso. Marcos Fontana es un escritor de Barcelona que emprende un viaje por la costa norte de Galicia para recorrer los faros, desde Estaca de Bares hasta Fisterra, y escribir por encargo sobre ellos. Es un viaje que inicia con cierto desánimo, en el que el reflujo del mar le empuja a recordar su infancia, a redescubrir los rincones en los que ha pasado repetidamente sus vacaciones estivales. El azar juega un papel relevante en su periplo. En la primera parte, dedicada al viaje propiamente dicho, el protagonista está acompañado por Fiz, un escarabajo rinoceronte de mirada inquisitiva. En cada parada el narrador se maravilla del paisaje, de la fuerza del mar frente a la fragilidad humana y reflexiona sobre la estupidez del hombre que contamina y destruye insensiblemente aquellos espacios únicos observados desde hace miles de años por los dólmenes ubicados en lugares estratégicos. La lluvia —el inevitable orvallar— y la niebla acompañan al viajero, igual que el sonido de las gaviotas o la imagen de los cormoranes pescando. La historia, los mitos y la gastronomía del territorio que recorre quedan reflejados en estas páginas con multitud de guiños al cine y a la literatura fantástica, donde no faltan sorpresas cargadas de humor y una constante actitud cínica. 
Los faros, como en un cuento de Bradbury, también atraen a los monstruos ocultos tras la niebla. En la segunda parte, después de acudir al funeral de un familiar, el protagonista decide quedarse en una casa que conoce desde niño y que ahora pertenece a su prima. Su intención es terminar de escribir allí el libro pero ahora es la curiosidad la que le lleva a embarcarse en un nuevo viaje, esta vez hacia su propio pasado, para recuperar una memoria familiar envuelta por el horror que trajo la Guerra Civil. Fontana mira al pueblo de Ares con extrañeza, con un barniz de irrealidad, explora las costumbres y el comportamiento de la gente en los largos momentos de procrastinación animados con orujo. Las pozas que se forman junto al mar, con camarones y anémonas que mecen sus tentáculos, pueden ser ventanas a las que asomarse para rememorar una infancia casi olvidada. Entre unas cajas llenas de trastos viejos encuentra fotografías y un diario de su abuelo fascista que hacen regresar a los fantasmas. La confirmación de haber tenido un abuelo tan alejado de sus convicciones éticas y políticas le sirve para indagar en sus orígenes y muestra su repulsa al adoctrinamiento y la sinrazón. Intenta quizás evitar la desmemoria y sacar de su cabeza espectros de su pasado que le perturban. Pero además, en un juego metaliterario, nos muestra los conflictos del escritor con su propia obra y hace una lúcida crítica contra la literatura de la mediocridad.











La estrategia del koala
David Roas

Editorial Candaya, 2013

Lovecraft, La Nave Blanca

La Nave Blanca
Soy Basil Elton, guardián del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del faro se alza sobre rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la marea y se vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy, son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese el último hombre de nuestro planeta.
De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso.
Pero más prodigioso que el saber de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La luna brillaba en todo su esplendor la noche en que respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor.
Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso, contemplé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado:
-Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar.
Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo:
-Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad.
Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje, dejando atrás las murallas de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Después llegamos a una costa plácida y riente, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo:
-Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados.
Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras. Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna.
En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos evos. Verdes son las arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y cobijados en el regazo de valles verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo:
-Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?
Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados.
Y el pájaro celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. "Cathuria", me decía, "es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria".
Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie.
Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos al pájaro, avistamos las columnas basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de forma que nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas:
-Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido.
Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.
El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.
Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes.
Después, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás.
H.P. Lovecraft, La Nave Blanca


H.P. Lovecraft

Juegos sobre el tablero

Duchamp cuando pintó Retrato de jugadores de ajedrez utilizó técnicas cubistas para intentar reflejar, de algún modo, los complejos mecanismos mentales que exige el juego a los oponentes. Sentados, frente a frente, los contrincantes buscan, encuentran, engañan, desconfían, provocan e intentan alcanzar una misma meta final. Esta tensión está también presente en la novela de Juan Soto Ivars titulada Ajedrez para un detective novato que le ha servido para ganar el XVIII Premio de Novela Ateneo Joven de Sevilla. El resultado en Duchamp fue una imagen deformada alejada de la mirada habitual, algo similar a la visión sarcástica y casi grotesca de la sociedad que nos muestra Soto Ivars. La novela, estructurada en dos partes, es narrada por el protagonista, un joven que escribe novelas policiacas para un autor de éxito y que, tras un episodio escabroso, se convierte en el aprendiz de Marcos Lapiedra, un afamado detective que utiliza unos métodos muy particulares para resolver sus casos. La primera parte recuerda la tradición literaria de la picaresca del aprendiz respecto al maestro. Los progresos que, cada mañana, el protagonista hace frente a Lapiedra sobre el tablero de ajedrez, son un reflejo fiel de sus avances en su instrucción como detective donde aprende, entre otras cosas, una peculiar forma de interrogar o las técnicas más sofisticadas del disfraz. En la segunda parte asistimos a la decadencia física y al declive existencial de su maestro mientras tratan de resolver un macabro caso de un estrangulador de mujeres. De forma paralela el protagonista vive una relación con una ninfómana menor que, al principio, es una obsesión perturbadora que obstaculiza sus metas laborales pero, con el paso del tiempo, se relativiza y su atracción se convierte en amor y cierta ternura. En el texto hay sugerentes y continuas provocaciones en lo literario, lo cinematográfico, lo político, lo religioso o lo ético. Se nos presenta un escenario en una ciudad lúgubre, decadente, violenta y gris donde no faltan mutantes que viven en el subsuelo, un monstruo marino que mira con su ojo desmesurado o engendros biónicos perfectamente ensamblados. Los personajes utilizan la literatura para entender mejor el mundo, el miedo, las angustias, el comportamiento de mujeres malvadas. Hay diálogos fluidos e inteligentes, pasajes indecorosos y una actitud cínica de los personajes en un equilibrio bien conseguido. En una entrevista de Pierre Cabanne, Duchamp confesaba que el origen del cuadro arriba mencionado nació de su desconfianza contra lo sistemático, como negación a aceptar las fórmulas establecidas. Esta misma actitud inconformista e irreverente, pero también muy divertida, se puede encontrar en el juego literario que nos propone esta novela.












Ajedrez para un detective novato
Juan Soto Ivars

Algaida Editores, 2013

Viajes sin retorno

E.M. Foster decía que sólo hay dos tramas en todas las obras de ficción: alguien que va de viaje o un extraño llega a la ciudad. En muchos de estos relatos el viaje es una decisión vital para los personajes —que habitan diferentes países y distintas épocas— y son los lazos familiares los que deciden su trayectoria. Sergi Bellver alterna variados estilos y utiliza formalmente diversos registros en esta colección de cuentos reunidos bajo el título Agua dura. Nada como el fluir del agua explica mejor el viaje sin retorno. Pero el agua, tras su cortina de belleza y su rumor poético, también desgasta, a veces destruye, arrastra lo que encuentra de forma violenta y nos amenaza. Estos doce cuentos nos muestran esa doble naturaleza que también esconden los seres humanos, el amor y la violencia, el rencor y la condescendencia; conductas que surgen, a veces, sin que los propios protagonistas lleguen a comprenderlas. El libro se estructura en tres partes. En los tres magníficos relatos que lo abren hay fantasmas del pasado que vienen a perturbar el presente de los personajes a los que les unen un parentesco muy próximo. En el primero, una herencia maldita reúne a dos hermanos casi desconocidos y despierta el instinto de protección del mayor hacia su hermana pequeña. Koen es un niño triste que protagoniza el segundo de los relatos, pero es también su hermano desaparecido; Koen vino al mundo para llenar el vació que dejó su hermano Koen, un juego de espejos macabro en el que el peso del recuerdo empuja a sus padres al abismo. En el tercero, Sarah y su primo, el narrador, deambulan por carreteras cercanas a Sáo Paulo en busca de venganza por una infancia robada y una familia rota por la crueldad de un médico nazi. La segunda parte del libro, la constituyen seis relatos en los que el autor hace una crítica abierta a la crisis de valores y en los que los personajes se interrogan constantemente sobre su papel en la vida. La amenaza del terrorismo internacional sigue vigente y también la manipulación de la información de los gobiernos; distintas especies de animales invaden museos repartidos por todo el mundo; Rhoda, con miedo y rabia lucha contra la desazón de una crisis impuesta; un okupa entiende que la protección de la manada en un instinto fuerte de supervivencia; los forenses encuentran vestigios de vida entre los cadáveres; en una carta a su amada Irina, Sasha confiesa su nueva y lujosa vida desde que forma parte de la mafia rusa. Se cierra el libro con otros tres relatos más narrativos en los que los ambientes hacen más patente el desamparo de los personajes. Un jabalí que sale de su bosque es el reflejo de la conducta también excéntrica del protagonista inadaptado. Dos culturistas se enfrentan a un duelo continuo donde ponen de manifiesto dos modos diferentes de entender la vida. En el último de los relatos, uno de los más recomendables, el protagonista viaja a Reikiavik, una ciudad blanquecina y dispersa, para recoger las cenizas de su hermano pequeño. Aquí se cierra el círculo, los lazos de la familia vuelven a vertebrar la historia y se pone en evidencia las renuncias y los anhelos en un viaje íntimo e introspectivo paralelo al viaje físico.
En los cuentos de Bellver podemos ver la Influencia explícita de Cortázar, Faulkner o de Joseph Conrad, entre otros. En algunos relatos la crítica factual, la denuncia, se articula con la ficción dejando espacios vacíos, contando lo imprescindible para que sea el lector quien los llene. En estas páginas los paisajes y los entornos toman notoriedad y el lector viajará por escenarios concretos de Brasil, Holanda, Reino Unido, Rusia o Islandia pero también por territorios desubicados en el mapa. Lo fantástico, el terror, el mal y la crueldad, arraigados en el hombre, se muestran en estos personajes para indagar en sus contradicciones y en el enfrentamiento de sus emociones antagónicas.












Agua dura
Sergi Bellver

Ediciones del Viento, 2013
Publicado en Cuadernos del Sur el 1 de febrero de 2014