El secreto de Tramell
Desde la penumbra de la sala pude ver cómo entraba despreocupada y bella, acompañada de dos polis, ceñida por un corto vestido blanco, con unos zapatos de tacón a juego y el pelo recogido. La doctora Elisabeth Garmer me había pedido que fuera al interrogatorio, ella no podía o no quería ir. No me dio explicaciones.
—Ve tú —me dijo, no como una sugerencia, sino como una orden—, pero mantente al margen, no intervengas y fíjate bien en todos los detalles.
No me indicó nada más. Solo eso. Pero yo sabía que era algo importante para ella. Por eso supuse que mi futuro profesional en aquel departamento podría depender de lo que averiguase.
Creía que estaba preparado para todo, me había leído los informes y sabía que aquella mujer era una experta manipuladora, que inventaba miradas cautivadoras para seducir a quien se le pusiera delante de aquellos ojos de cobalto. Según las acusaciones, podríamos estar enfrentándonos a una asesina en serie que utilizaba un picahielos o algo similar para acabar con sus víctimas. Creía que estaba preparado para todo, para todo menos para sus piernas, las largas y tentadoras piernas de Catherine Tramell.
Todo pasó bastante rápido: ella se sentó, encendió un cigarrillo y comenzó a responder a las preguntas, con una seguridad hiriente, delante de la plana mayor de la comisaría. Sabía cómo manejar a aquellos tipos. Los miraba uno a uno y les respondía con media sonrisa, buscando siempre la complicidad de uno de los polis, Nick Curran, el ex de mi jefa, un salido que, desde que la vio, solo pensaba en tirársela.
Sentada se quitó la chaqueta y dejó sus hombros al descubierto. El cuello alto del vestido estilizaba aún más su figura. Pero pasó algo que ella no había podido prever. Fueron unos segundos, solo cuatro segundos, el tiempo que tardó en levantar las piernas que tenía cruzadas para volver a cruzarlas en sentido contrario. Sus tremendas y fantásticas piernas. Solo cuatro segundos. Primero levantó su pierna izquierda, que se apoyaba sobre el muslo sólido de la derecha, la bajó y la puso paralela a esta; luego, tras una ligera pausa, elevó la derecha y la cruzó provocadoramente sobre la primera. Después, el balanceo coqueto y medido de su pie mientras contemplaba el efecto que aquel encantador movimiento había tenido sobre los rostros de los inquisidores. Cuatro segundos que aceleraron el pulso de todos los presentes. Y fue en el momento en el que tenía las piernas en paralelo, con los pies apoyados sobre el suelo cuando, bajo su corta falda, mostró su íntimo secreto.
Pero no siempre coincide lo que vemos con lo que creemos ver. El cerebro a veces nos juega malas pasadas y nos impide ver lo improbable. Lo que nos perturbó, lo que perturbó especialmente al gordito sudoroso que la interrogaba y al capullo de Nick, fue lo que creímos ver: su sexo desnudo y apetecible. Con los vídeos, sin embargo, pude hacer otra lectura bien distinta de aquella primera percepción. Porque allí, en ese hueco íntimo que guardaba entre aquellas estupendas piernas, estaban todas mis respuestas.
Tardaron varios días en pasarme las cintas. Me dio tiempo de leer la última de sus mediocres novelas y ocurrieron muchas cosas, algunas especialmente desagradables. Decidí ir a verla a pesar de la reiterada oposición de Nick, ese carca que no dejaba de pavonearse delante de ella ni siquiera tras la muerte de Elisabeth. Me acerqué a la casa que tenía en la playa y la vi salir de un mar helado. Su cuerpo, cuando se ajustaba el bikini, me pareció frágil y tembloroso.
—Yo no he matado a nadie —me dijo con su mirada azul clavada en mis ojos. Tú piensas que fui yo, pero yo no lo hice, aunque podría haberlo hecho. Todos tenemos derecho a buscar el placer y la felicidad. ¿Por qué iba a tener más derecho a ser feliz aquel que disfruta haciendo el bien que otro que disfruta haciendo el mal? ¿Te has parado a pensarlo alguna vez, eh Rick? ¿Lo has pensado alguna vez? Los polis solo buscáis la respuesta más sencilla, el camino más directo, pero a veces la solución puede estar oculta en complejos e insólitos laberintos y el culpable puede ser también víctima.
Su cara estaba muy cerca de la mía, tanto que podía respirar su aliento susurrante.
—No soy policía —respondí. Y me fui con la certeza de que aquellos lúcidos y jugosos labios no habían mentido.
Encargué comida china y me encerré para ver el vídeo del interrogatorio, el reflejo de la luz seca de la luna perforaba la pantalla. Poco podía imaginar que mi licenciatura en Biología iba a ser más útil en aquel momento que mi doctorado en Psicología. No tardé mucho en darme cuenta: de su sexo, en una diminuta fracción de tiempo, asomó algo que se parecía mucho a un tentáculo. Entonces me acordé de Plinio, de Trebio Nigro y rebusqué en los manuales medievales de criptozoología de la biblioteca de mi abuelo. La definición aparece en el Libro de las Maravillas Infernales, escrito entre 1260 y 1299, en el capítulo dedicado a los monstruos híbridos con la entrada “uteroctopus”:
Uteroctopus o pulpo de las sirenas: igual que hay cangrejos, a los que llaman ermitaños, que desprovistos de caparazón utilizan caracolas como morada, el uteroctopus es una especie de pulpo que vive en el útero de sirenas y mujeres. Los marineros del norte dicen que aprovechan el descuido de mujeres osadas que, desnudas, acuden a jugar al rompiente de las olas. En ellas se introducen y les producen gran placer. Necesitan ir al mar con frecuencia, comen solo en luna llena y conciben y paren por la boca.
Según lo que recabé en otros textos, para alimentarse sujetan a su presa con los tentáculos y luego la perforan y desgarran con el par de mandíbulas en forma de pico o estilete. Esta pudo ser la causa de la muerte de Philógenes Cyterio y otros ilustres del pasado que mantuvieron relaciones con aquellas mujeres poseídas por uno de esos pulpos vaginales.
El resto de la noche la pasé contemplando con metódica y lasciva obsesión, una y otra vez, aquel magnífico cruce de piernas. Esperé al amanecer; a esa hora el estúpido de Nick ya estaría muerto y el uteroctopus de Kate bien alimentado y escondido. Ya no había nada que me impidiese acercarme a ella.
Ricardo Reques, El secreto de Tramell.
Cuentos de Cine. Asociación Cultural Mucho Cuento.2010.