Ramón del Valle Inclán, El miedo

El miedo.

Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor…
La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos…
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:
-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!
Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:
-Ahora veremos qué ha sido ello… Cosa del otro mundo no lo es, seguramente… ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:
-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?
Yo repuse con voz ahogada:
-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro…!
El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:
-¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey…!
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:
-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas!
Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:
-Señor Granadero del Rey, no hay absolución …¡Yo no absuelvo a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!

Ramón del Valle Inclán, El miedo (Jardín umbrío).

Ramón del Valle Inclán

Marta Rodríguez, Sin título

 

Aquel día de carnaval, pasaba por una calle que desconocía. El viento frío ondeaba mi falda y mi piel descubierta se erizaba. Mi cuerpo fatigado me suplicaba descansar, pero el miedo me pedía andar más rápido. No solo se escuchaban mis pasos sino que además, se podían distinguir otros más rápidos que los míos. Los nervios se apoderaban de mi cuerpo, mas los tacones me impedían correr. Su sombra oscura me alcanzaba y en un acto de segundos, me descalcé y corrí como nunca. Aliviado llegué a casa. Me di cuenta que disfrazarse de mujer no fue una buena opción.

Marta Rodríguez, estudiante de 16 años (2020) del IES Al-Ándalus de Almuñécar, ha ganado el VI Concurso de Microrrelatos contra la violencia de género ‘Mónica Carrión’ con motivo del 25N, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.



Javier García Cellino, La sonámbula

La sonámbula
Yo había oído hablar de los sonámbulos, y de cómo se despiertan en sus sueños, pero nunca había visto a ninguno en un trance semejante. Por eso, cuando mi hermana Beatriz entró en el comedor, además de escucharse unos murmullos de admiración por la pericia de mamá al piano —las últimas notas de Parsifal habían sido ejecutadas con insuperable destreza—, comenzaron a oírse también unos leves comentarios sobre la necesidad de no molestar a quien se encuentra en un estado así.
En estos casos un susto es lo menos aconsejable, pues incluso puede llegar a producirse alguna alteración cardíaca de imprevisibles consecuencias: eso fue exactamente lo que dijo don Dimas Orozco, el farmacéutico, persona de quien todos admiraban, además de su intachable conducta, su no menos vastísimo conocimiento sobre las complejas reacciones que rigen la conducta humana.
Al poco rato de hacer Beatriz su aparición, diríase que todos los que estaban reunidos, celebrando las bodas de plata de papá y de mamá, fueran unos expertos en analizar las causas del sonambulismo. En alguna parte he leído que se debe a un desajuste del ciclo circadiano, una excesiva motorización del aparato respiratorio, comentó Alfredo Riquelme, el dueño del París, el restaurante más lujoso de la ciudad; o se trata de una forma frustrada de la histeria, una reacción deliberada del inconsciente: eso mismo explicó, con palabras mullidas por una vetusta sabiduría, Manuela Godoy, dama de alta alcurnia y avanzada edad de quien se comentaba que pertenecía a una logia masónica especializada en temas freudianos. De todo tipo eran las opiniones que los repentinos expertos se entrecruzaban una vez que había desaparecido esa prevención inicial ante la entrada de Beatriz en el comedor.
No sabría decir exactamente si la cara de asombro de mamá se debía al estado de su hija o, más bien, a la escasa indumentaria que llevaba puesta, o si a ambas cosas a la vez, como quizás fuera lo más probable. Para alguien como ella, que mostraba su admiración por la época victoriana y que, en consecuencia, había procurado siempre imbuir en sus hijos un acendrado respeto por las normas morales y un contundente rechazo ante cualquier manifestación erótica, no resultaba precisamente agradable la visión de Beatriz, cubierta —si se podía decir así— con un camisón transparente en el que las mangas rodeaban la cintura. Los muslos, bien visibles —pues la parte baja del camisón había desaparecido—, permitían vislumbrar la zona del pubis, un triángulo que refulgía al contacto con los destellos opalinos que descendían de las lujosas lámparas del techo.
Quizás fuera ese temor a una posible alteración cardíaca de Beatriz el que mantenía fijada la espalda de mi padre al sillón. Don Anselmo Córdoba, mi progenitor, no le iba a la zaga a su mujer en cuanto a puritanismo y mojigatería, algo común en el círculo de amigos que se habían congregado aquella noche en el comedor de casa para festejar con un asado de pavo y unas copitas de vino dulce, la efeméride de los veinticinco años con que mis padres adornaban su rutinaria felicidad.
Mientras tanto, Beatriz continuaba deambulando de un lugar a otro de la habitación, esquivando con suma habilidad las mesas repletas de floreros y los estantes curvados que sobresalían de la biblioteca, en donde se apiñaban, forrados en lustrosos estuches de piel, centurias de innegable sabiduría. Siempre con las manos extendidas hacia adelante y con una novedosa mueca en su rostro difícil de descifrar para mí —que estaba acostumbrado a tratar con el semblante adusto, cuando no hierático, de Beatriz—, los pasos de mi hermana la conducían de una esquina a otra del comedor sin que en ningún momento pareciera que sus intenciones fueran las de desplegar su insomnio por otros rincones de la casa.
Alguien recordó la maestría de mamá al piano, instándola a repetir la pieza musical, a lo que ella accedió, aunque no de muy buena gana. Durante unos minutos, la habitación se llenó con moderatos y adagios sostenidos que distendieron el ambiente. Mas, como era lógico, la última nota nos devolvió de nuevo a la realidad, y con ella, a la visión de Beatriz, que parecía haber encontrado un destino para sus errantes pasos. Con su cuerpo enlazado al de Mario Buesas, que nos miraba a todos como queriéndonos hacer partícipes de su estupor, las manos de Beatriz se ceñían al cuello de nuestro compañero de instituto, hijo del médico de la familia, y que aquella noche había acompañado a sus padres —al igual que habían hecho otros jóvenes— a la fiesta.
No sé lo que pensarían los que estaban reunidos en la sala. A mí me pareció que una columna de plomo ascendía desde el suelo de la habitación hasta confundirse con las arañas de luz que se desprendían del techo. No sabría decir si en aquellos instantes tenía más fuerza el silencio de algunos que los comentarios de los demás, empeñados en quitar importancia a lo que estaba sucediendo: una escena que por momentos se hacía más peligrosa a medida que las manos de Beatriz abandonaron el cuello de Mario para deslizarse por su vientre. Obligado por las circunstancias —don Dimas, el farmacéutico, volvió a referirse a los riesgos de una llamada de atención a quien dormitaba en un sueño de raíces arcanas (ésas fueron sus palabras exactas)—, nuestro compañero de instituto se había visto obligado a abrir sus piernas para que entre ellas se colara una de las de mi hermana, que comenzó a empujar, con firmeza, su rodilla hacia adelante. En ocasiones, y sin duda para no desairar a Beatriz, Mario recorría con sus manos la espalda de ella, que estaba a punto de quedarse completamente desnuda.
La columna de plomo pareció espesarse más, si ello era posible, cuando las manos de Beatriz cedieron su turno a los labios, empeñados en probar la textura de los de Mario, que continuaba con la mirada fija en los invitados, y sobre todo, en su padre. Don Zacarías, que se había ocupado de las paperas y de la rubéola que, inevitablemente, nos repartimos Beatriz y yo durante la niñez, dividía su asombro entre mis padres y el farmacéutico, a quien, por lo visto, estaba lejos de agotársele su repertorio filosófico.
Como a nadie se le ocurrió dirigirse a mi madre para que volviera a regalarnos su destreza pianística, los minutos continuaban discurriendo con una acusada sensación de fatalidad. Hasta que, de pronto, cuando ya la columna de plomo amenazaba con hendir el techo de la habitación y a mi padre no le quedó más remedio que hacer caso a la protesta de sus huesos, aplastados contra el respaldo del sillón, el cuerpo de Beatriz volvió a adoptar la misma posición que tenía cuando penetró en el comedor. Tras unos breves titubeos, y como si alguna fuerza oculta hubiera conseguido liberarla de su laberinto, dejó atrás a Parsifal y al pasmo de los que estábamos allí reunidos, y siempre con aquella enigmática mueca en el rostro, salió en dirección a su cuarto.
Un velo de alivio pareció cubrirlo todo a partir de ese instante. Mi padre, que momentos antes había iniciado el gesto de despegarse del sillón, comenzó a servir vino dulce a los invitados, que ahora aprovechaban para charlar despreocupadamente de sus cosas. Después no hizo falta que nadie le recordara a mamá que era una excelente intérprete al piano.

A la mañana siguiente coincidí con Beatriz en el pasillo de casa. Debo reconocer que me sorprendió la euforia con la que me dio los buenos días, aunque decidí no darle más importancia a aquel cambio en su actitud: la naturaleza humana es mudable y caprichosa —también esa frase se la había escuchado a don Dimas— y además, aquel día había entrado la primavera, lo que siempre predispone a la exaltación del ánimo.
En el patio del instituto estaba Mario, que nada más verme me hizo un guiño con un ojo, al tiempo que me rodeaba, en un gesto cariñoso, con sus brazos, algo inusual en él, que acostumbraba a demostrar una extrema parquedad para exteriorizar sus sentimientos.
El resto de la mañana discurrió entre la atención a los profesores y alguna que otra mirada maliciosa a los pechos de las compañeras de curso. Beatriz y Mario se sentaban juntos, como siempre, en los pupitres de adelante, y se volvían para mirarme con insistencia, de una manera que a mí me parecía enigmática. Al salir aquel día de clase, se fueron juntos, sin esperarme. Yo regresé a casa solo, agradeciendo, tras varios meses de lluvias, aquel sarpullido de luz que comenzaba a dibujarse por el cielo.

Javier García Cellino, La sonámbula (El conferenciante. Septem ediciones).


Javier García Cellino




Italo Calvino, Las ciudades y la memoria, 2

Las ciudades y la memoria, 2.

Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos. 

Italo Calvino, Las ciudades y la memoria, 2 (Las ciudades invisibles).

Italo Calvino
 

Francisco Javier Guerrero, Radiación

 Radiación.

Volver a Prípiat. Aliviar las secuelas de aquella emboscada en el parque de atracciones. 
Ningún lugar muestra mejor que el presente es un espacio vacío. Todo el recinto está ahora invadido por la maleza. La brisa empuja partículas de polvo en suspensión –en lugar de aire fresco- a través de las ramas. Fue allí mismo, a los pies de la noria, cuando escuché por primera vez que Demyan había desaparecido. 
Pero desaparecer no es fácil. Y en muchas ocasiones, lo que no está se revela –y revela- más que lo palpable. Las ausencias no tienen murallas ni esquinas. Son artilugios exactos concebidos con la clara intención de reconocer lo que importa. Poseen la magia del tiempo detenido. El óxido, las raíces levantando la calzada. Todavía recuerdo las palabras de ese chico, un tal Sewick o Shwetz, que trabajaba en la cafetería del cine Prometheus, sus ojos fuera de las órbitas, el sudor. Que si habíamos visto a Demyan. Todos negamos con la cabeza. 
La noche transcurrió como el humo, estirando sus márgenes hasta cada hueco de la ciudad. Mis padres no abrieron la boca durante la cena. Una sopa de col no fue suficiente para eludir el peso de los minutos. Con los platos ya limpios la patrulla de búsqueda llamó a nuestra puerta. Mi padre se levantó de su sillón –los demás nos sentábamos en sillas-, se puso el abrigo y se fue. Todos eran hombres. Y yo, que creía haber alcanzado ya ese estatus, me tuve que quedar en casa. Sé que no descansaron ni un solo minuto, que ayudaron a los guardias a peinar las calles, las plazas, el hotel, los contornos del puerto. Pero se hizo de día. Tuvieron que volver al trabajo. Nosotros a la escuela. La rutina en Prípiat nunca firmó un armisticio hasta esa tarde. 
El ejército había tomado la calle Druzhby, desordenando la armonía habitual que esbozaban los edificios y sus escaparates. Hoy ese paseo es un bosque que, para mi gusto, no ha perdido un ápice de equilibrio ni de belleza. Creo que fue allí, en el supermercado Univermag, donde vi por primera vez llorar a un hombre. Me temí lo peor. Pobre Demyan. A veces el futuro tiene los ojos de barro. Cuando llegué a casa la angustia trepaba por mi pecho como una araña hambrienta. 
Desde la ventana de mi habitación vi pasar dos caravanas de camiones y un grupo de soldados entrando en bloques y tiendas. Sentí un orgullo ridículo. Es lo que tiene no conocer el idioma del aire. Aunque la boca ya me sabía a metal. 
Es por el incendio de la planta, dijo mi madre. Yo me quedé un rato en silencio. ¿Y Demyan?, pregunté al final. Lo siguen buscando. Tu padre ha vuelto a salir con un grupo de vecinos, no te preocupes. Lo encontrarán. 
Pero pasó otra noche cautiva y desarmada. Quizás entonces. 

Volver a Prípiat. 
Han pasado quince años desde aquello. No lo de Demyan ni lo de Chernóbil. Aquello. Lo que será por siempre como una nueva explicación del mundo. Lo que me hizo abandonar súbitamente esta historia. 
Ahora no tengo las motivaciones que tenía. Y a estas alturas es algo que todo el mundo sabe. Que la central nuclear explotó el sábado 26 de abril de 1986. Que a los dos días la ciudad estaba desierta. Que casi cincuenta mil personas fuimos acogidas por familias de ciudades cercanas. Que las autoridades nos comunicaron que en setenta y dos horas regresaríamos. Que no regresamos. 
Que Demyan no apareció. 
Lo más curioso fue la ciudad que se creó de la nada para sustituir a Prípiat a unos cincuenta kilómetros: Slavútych. Durante algunos años sus habitantes –las víctimas del desastre nuclear- disfrutaron de un nivel de vida mayor al de las localidades cercanas. Aunque eso no fue suficiente para algunos. Los padres de Demyan regresaron a Prípiat unos días después del éxodo, eludiendo todas las medidas de seguridad y prohibiciones, para buscar a su hijo. A las tres semanas encontraron sus cadáveres en la plaza Lenin sobre las escaleras que daban acceso al Palacio de Cultura. 
Nosotros nos mudamos a Forsmark con unos familiares lejanos. Allí construimos una nueva vida, sin credos, en una continua huida hacia delante. Mi padre pudo colocarse en la central –somos soñadores simétricos en tierras simultáneas- y mi madre en el albergue. Yo pasé mi adolescencia desertando de mí, soportando la amputación de mis raíces con palabras y palabras, con cuentos, con falsificaciones. De Prípiat uno solo sabía lo que se imaginaba. Y mi fantasía siempre se topaba con el mismo muro: Demyan. Así que regresé en cuanto tuve los recursos suficientes. Aunque la historia se bifurque para invadir distintos cauces, todos desembocan en el mismo mar. 
La primera vez fue decepcionante. No obtuve los permisos para cruzar la zona vallada hasta Prípiat. Y nadie quiso hablar conmigo en Slavútych. La hermética memoria del antiguo régimen no había desaparecido -¿qué lo hace?-. Tuve que abandonar la investigación a medias y reanudar mi vida amañada. Terminé la carrera. Conocí a Elsa. Miré los viñedos. Mi casa azul. Nuestra casa azul. Pasamos algunos años juntos. Ocho. Suficientes para que naciera nuestro único hijo. Mi único hijo. Mi. Único. 

Volver. 
Antes de que el pasado cicatrice. 
Jacob. Así lo llamamos. Es un nombre bonito. Como todos. Intentos fugaces de atrapar lo inasible. La boca y los ojos y los pies y el pelo de su madre. Pero esa forma de hablar y de mirar y de andar y hasta de peinarse. Esa forma. Yo le contaba cuentos antes de dormir. Relatos de mi infancia. Aventuras o anécdotas casi siempre desordenadas. Cómo iban a ser. La historia es un enorme estanque azul sin argumento. Apenas un altar abandonado o el destello de un crimen. Por eso hay que volver. No hay otro refugio. El regreso. La forma. El mundo es redondo para que nosotros podamos salvarnos. Esa forma. 
Pero, ¿y Demyan? Compartí con mi hijo ese misterio. Qué injusta la explosión. Acaparó todos los esfuerzos y todo el protagonismo. Desaparecer así, como él lo hizo, apenas unas horas antes de que todos nos marchásemos, fue como quedarse para siempre. No hay peor forma de eternidad. 
Recopilé varias carpetas con datos. Hablé con decenas de testigos. Até cabos. Empecé a esbozar una posible solución para resolver el enigma. Un final o una desembocadura. Fue como deshojar el infinito. Siempre está uno demasiado lejos. Por eso me acerqué de nuevo a aquellos días y a aquella tierra. Pasé dos semanas en Slavútych con una obcecación inexplicable, a comenzar la historia desde otro tiempo. Aparecieron nuevas pistas, enfoques, posibilidades. Y conseguí permiso para pasar unas horas en Prípiat. Cuando llegué a la antigua estación de autobuses saqué mi portátil y empecé a escribir. Minutos después sonó mi móvil. Alguien del hospital Martina Children´s me dio la noticia sin ninguna emoción. Yo recordé de pronto que un pájaro es un ángel inmaduro. Mi hijo, mi único hijo, mi, único, había muerto. 

Volver. 
¿Acaso hacemos otra cosa que volver y volver? 
Volver a Prípiat. Volver por obligación. Como algo decidido de antemano –igual que el silencio de las flores-. Pero también volver como entretenimiento: la mejor herencia de las cosas invisibles. 
He vuelto, de nuevo, quince años desde la última vez, aprovechando la oferta de una empresa de actividades y viajes de riesgo. Ahora se lleva esta clase de turismo en nuestro diminuto mundo insaciable. Hay quien dice que si nos exponemos a situaciones de peligro es porque no valemos nada. Tampoco hay que exagerar. No hace falta ser muy inteligente para saber que la vida en sí es un juego temible. 
Somos un grupo pequeño. Todos jóvenes –muy jóvenes- menos yo. La guía nos ha paseado por algunos lugares icónicos de la ciudad como el monumento Friendship of the Nations o el Café Portuario, pero también por casas y locales en estado funesto. Nos ha contado la crónica del incidente y sus secuelas con tanto detalle que todo parecía una gran mentira. Antes de bajar del autobús nos dieron a cada uno una máscara anti radiación para que nos la pusiéramos inmediatamente en caso de que los dosímetros –incluidos también en el kit- empezasen a sonar. Y, por supuesto, han sonado. Era parte del show, así que a ninguno nos ha pillado de sorpresa. Aunque todos sabíamos que el yodo 131 ya se descompuso, que apenas hay rastro de estroncio ni de cesio, y que el plutonio y el americio tienen efectos muy bajos sobre el cuerpo humano en Prípiat. 
Para terminar nos hemos detenido en el parque de atracciones. A los pies de la noria. Había llegado el momento de hablar sobre fantasmas. Otro reclamo de la ciudad. Las apariciones en la devastación, entre las ruinas, detrás de algunas ventanas, a través de los árboles. No conviene olvidar que cada uno de nosotros es la suma exacta de todas sus ausencias. Por eso nos apasionan estos asuntos. Por eso quizás la guía ha empezado a hablar con tanto entusiasmo, a mostrarnos fotografías. Y a contarnos aquella leyenda urbana del niño que desapareció dos días antes de que la ciudad quedase desierta. 
Demyan. La brisa empujando partículas de polvo en suspensión. Las raíces levantando la calzada. Los soldados. La noche. Los ecos de una antigua guerra. Slavútych. Forsmark. Mi casa azul. Jacob. 
La historia que nos ha contado la guía daba solidez a mi antigua investigación. Le otorgaba condición de verdad. Muchas veces los cuentos son evocaciones que resurgen como señales de antiguas evidencias. Pobre niño. Pobre Demyan, apareciéndose en los apartamentos vacíos, por calles abandonadas. Sin un fin. 
Ya solo me queda volver. Pero, ¿adónde? 
Sopla un aire glacial. La visita ha concluido y el grupo ha comenzado a moverse. Ahora sé que todas las vidas solo son una advertencia. Yo me he quedado un momento mirando la vieja noria. Las rachas de viento no son suficientes para hacerla girar, pero sí para que sus cabinas empiecen a balancearse.

Francisco Javier Guerrero, Radiación (La vida anticipada, Adeshoras, 2020).

Ilustración de Lola Castillo