Francisco Javier Guerrero, Radiación

 Radiación.

Volver a Prípiat. Aliviar las secuelas de aquella emboscada en el parque de atracciones. 
Ningún lugar muestra mejor que el presente es un espacio vacío. Todo el recinto está ahora invadido por la maleza. La brisa empuja partículas de polvo en suspensión –en lugar de aire fresco- a través de las ramas. Fue allí mismo, a los pies de la noria, cuando escuché por primera vez que Demyan había desaparecido. 
Pero desaparecer no es fácil. Y en muchas ocasiones, lo que no está se revela –y revela- más que lo palpable. Las ausencias no tienen murallas ni esquinas. Son artilugios exactos concebidos con la clara intención de reconocer lo que importa. Poseen la magia del tiempo detenido. El óxido, las raíces levantando la calzada. Todavía recuerdo las palabras de ese chico, un tal Sewick o Shwetz, que trabajaba en la cafetería del cine Prometheus, sus ojos fuera de las órbitas, el sudor. Que si habíamos visto a Demyan. Todos negamos con la cabeza. 
La noche transcurrió como el humo, estirando sus márgenes hasta cada hueco de la ciudad. Mis padres no abrieron la boca durante la cena. Una sopa de col no fue suficiente para eludir el peso de los minutos. Con los platos ya limpios la patrulla de búsqueda llamó a nuestra puerta. Mi padre se levantó de su sillón –los demás nos sentábamos en sillas-, se puso el abrigo y se fue. Todos eran hombres. Y yo, que creía haber alcanzado ya ese estatus, me tuve que quedar en casa. Sé que no descansaron ni un solo minuto, que ayudaron a los guardias a peinar las calles, las plazas, el hotel, los contornos del puerto. Pero se hizo de día. Tuvieron que volver al trabajo. Nosotros a la escuela. La rutina en Prípiat nunca firmó un armisticio hasta esa tarde. 
El ejército había tomado la calle Druzhby, desordenando la armonía habitual que esbozaban los edificios y sus escaparates. Hoy ese paseo es un bosque que, para mi gusto, no ha perdido un ápice de equilibrio ni de belleza. Creo que fue allí, en el supermercado Univermag, donde vi por primera vez llorar a un hombre. Me temí lo peor. Pobre Demyan. A veces el futuro tiene los ojos de barro. Cuando llegué a casa la angustia trepaba por mi pecho como una araña hambrienta. 
Desde la ventana de mi habitación vi pasar dos caravanas de camiones y un grupo de soldados entrando en bloques y tiendas. Sentí un orgullo ridículo. Es lo que tiene no conocer el idioma del aire. Aunque la boca ya me sabía a metal. 
Es por el incendio de la planta, dijo mi madre. Yo me quedé un rato en silencio. ¿Y Demyan?, pregunté al final. Lo siguen buscando. Tu padre ha vuelto a salir con un grupo de vecinos, no te preocupes. Lo encontrarán. 
Pero pasó otra noche cautiva y desarmada. Quizás entonces. 

Volver a Prípiat. 
Han pasado quince años desde aquello. No lo de Demyan ni lo de Chernóbil. Aquello. Lo que será por siempre como una nueva explicación del mundo. Lo que me hizo abandonar súbitamente esta historia. 
Ahora no tengo las motivaciones que tenía. Y a estas alturas es algo que todo el mundo sabe. Que la central nuclear explotó el sábado 26 de abril de 1986. Que a los dos días la ciudad estaba desierta. Que casi cincuenta mil personas fuimos acogidas por familias de ciudades cercanas. Que las autoridades nos comunicaron que en setenta y dos horas regresaríamos. Que no regresamos. 
Que Demyan no apareció. 
Lo más curioso fue la ciudad que se creó de la nada para sustituir a Prípiat a unos cincuenta kilómetros: Slavútych. Durante algunos años sus habitantes –las víctimas del desastre nuclear- disfrutaron de un nivel de vida mayor al de las localidades cercanas. Aunque eso no fue suficiente para algunos. Los padres de Demyan regresaron a Prípiat unos días después del éxodo, eludiendo todas las medidas de seguridad y prohibiciones, para buscar a su hijo. A las tres semanas encontraron sus cadáveres en la plaza Lenin sobre las escaleras que daban acceso al Palacio de Cultura. 
Nosotros nos mudamos a Forsmark con unos familiares lejanos. Allí construimos una nueva vida, sin credos, en una continua huida hacia delante. Mi padre pudo colocarse en la central –somos soñadores simétricos en tierras simultáneas- y mi madre en el albergue. Yo pasé mi adolescencia desertando de mí, soportando la amputación de mis raíces con palabras y palabras, con cuentos, con falsificaciones. De Prípiat uno solo sabía lo que se imaginaba. Y mi fantasía siempre se topaba con el mismo muro: Demyan. Así que regresé en cuanto tuve los recursos suficientes. Aunque la historia se bifurque para invadir distintos cauces, todos desembocan en el mismo mar. 
La primera vez fue decepcionante. No obtuve los permisos para cruzar la zona vallada hasta Prípiat. Y nadie quiso hablar conmigo en Slavútych. La hermética memoria del antiguo régimen no había desaparecido -¿qué lo hace?-. Tuve que abandonar la investigación a medias y reanudar mi vida amañada. Terminé la carrera. Conocí a Elsa. Miré los viñedos. Mi casa azul. Nuestra casa azul. Pasamos algunos años juntos. Ocho. Suficientes para que naciera nuestro único hijo. Mi único hijo. Mi. Único. 

Volver. 
Antes de que el pasado cicatrice. 
Jacob. Así lo llamamos. Es un nombre bonito. Como todos. Intentos fugaces de atrapar lo inasible. La boca y los ojos y los pies y el pelo de su madre. Pero esa forma de hablar y de mirar y de andar y hasta de peinarse. Esa forma. Yo le contaba cuentos antes de dormir. Relatos de mi infancia. Aventuras o anécdotas casi siempre desordenadas. Cómo iban a ser. La historia es un enorme estanque azul sin argumento. Apenas un altar abandonado o el destello de un crimen. Por eso hay que volver. No hay otro refugio. El regreso. La forma. El mundo es redondo para que nosotros podamos salvarnos. Esa forma. 
Pero, ¿y Demyan? Compartí con mi hijo ese misterio. Qué injusta la explosión. Acaparó todos los esfuerzos y todo el protagonismo. Desaparecer así, como él lo hizo, apenas unas horas antes de que todos nos marchásemos, fue como quedarse para siempre. No hay peor forma de eternidad. 
Recopilé varias carpetas con datos. Hablé con decenas de testigos. Até cabos. Empecé a esbozar una posible solución para resolver el enigma. Un final o una desembocadura. Fue como deshojar el infinito. Siempre está uno demasiado lejos. Por eso me acerqué de nuevo a aquellos días y a aquella tierra. Pasé dos semanas en Slavútych con una obcecación inexplicable, a comenzar la historia desde otro tiempo. Aparecieron nuevas pistas, enfoques, posibilidades. Y conseguí permiso para pasar unas horas en Prípiat. Cuando llegué a la antigua estación de autobuses saqué mi portátil y empecé a escribir. Minutos después sonó mi móvil. Alguien del hospital Martina Children´s me dio la noticia sin ninguna emoción. Yo recordé de pronto que un pájaro es un ángel inmaduro. Mi hijo, mi único hijo, mi, único, había muerto. 

Volver. 
¿Acaso hacemos otra cosa que volver y volver? 
Volver a Prípiat. Volver por obligación. Como algo decidido de antemano –igual que el silencio de las flores-. Pero también volver como entretenimiento: la mejor herencia de las cosas invisibles. 
He vuelto, de nuevo, quince años desde la última vez, aprovechando la oferta de una empresa de actividades y viajes de riesgo. Ahora se lleva esta clase de turismo en nuestro diminuto mundo insaciable. Hay quien dice que si nos exponemos a situaciones de peligro es porque no valemos nada. Tampoco hay que exagerar. No hace falta ser muy inteligente para saber que la vida en sí es un juego temible. 
Somos un grupo pequeño. Todos jóvenes –muy jóvenes- menos yo. La guía nos ha paseado por algunos lugares icónicos de la ciudad como el monumento Friendship of the Nations o el Café Portuario, pero también por casas y locales en estado funesto. Nos ha contado la crónica del incidente y sus secuelas con tanto detalle que todo parecía una gran mentira. Antes de bajar del autobús nos dieron a cada uno una máscara anti radiación para que nos la pusiéramos inmediatamente en caso de que los dosímetros –incluidos también en el kit- empezasen a sonar. Y, por supuesto, han sonado. Era parte del show, así que a ninguno nos ha pillado de sorpresa. Aunque todos sabíamos que el yodo 131 ya se descompuso, que apenas hay rastro de estroncio ni de cesio, y que el plutonio y el americio tienen efectos muy bajos sobre el cuerpo humano en Prípiat. 
Para terminar nos hemos detenido en el parque de atracciones. A los pies de la noria. Había llegado el momento de hablar sobre fantasmas. Otro reclamo de la ciudad. Las apariciones en la devastación, entre las ruinas, detrás de algunas ventanas, a través de los árboles. No conviene olvidar que cada uno de nosotros es la suma exacta de todas sus ausencias. Por eso nos apasionan estos asuntos. Por eso quizás la guía ha empezado a hablar con tanto entusiasmo, a mostrarnos fotografías. Y a contarnos aquella leyenda urbana del niño que desapareció dos días antes de que la ciudad quedase desierta. 
Demyan. La brisa empujando partículas de polvo en suspensión. Las raíces levantando la calzada. Los soldados. La noche. Los ecos de una antigua guerra. Slavútych. Forsmark. Mi casa azul. Jacob. 
La historia que nos ha contado la guía daba solidez a mi antigua investigación. Le otorgaba condición de verdad. Muchas veces los cuentos son evocaciones que resurgen como señales de antiguas evidencias. Pobre niño. Pobre Demyan, apareciéndose en los apartamentos vacíos, por calles abandonadas. Sin un fin. 
Ya solo me queda volver. Pero, ¿adónde? 
Sopla un aire glacial. La visita ha concluido y el grupo ha comenzado a moverse. Ahora sé que todas las vidas solo son una advertencia. Yo me he quedado un momento mirando la vieja noria. Las rachas de viento no son suficientes para hacerla girar, pero sí para que sus cabinas empiecen a balancearse.

Francisco Javier Guerrero, Radiación (La vida anticipada, Adeshoras, 2020).

Ilustración de Lola Castillo

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