Arbolito.
En realidad, casi todo lo que cuento trata de otra cosa.
Quiero decir, parece que va de algo, pero hay otro algo detrás, agazapado, presto a saltar en el momento en que menos lo espero.
Puede pasar con lo más tonto, que en ocasiones esconde en su interior, como una almendrita tras su cáscara, lo más jugoso.
De hecho, es en lo más tonto, en lo anecdótico, lo trivial y lo cotidiano, en esos soplos de vida que me asaltan aquí y allá sin darse la menor importancia, donde más me sucede.
Me fijo en tonterías y solo con el paso del tiempo comprendo que de tonterías nada, que ahí hay miga.
O sea, que mi curiosidad está un poco confundida y bastante desviada.
Y si a veces acierta, es justo porque apunta hacia el lado incorrecto.
Esto debo explicarlo con ejemplos, así que contaré aquello que nos pasó una vez en Dying Street.
Dying Street, sobra decirlo, no es el verdadero nombre de la calle. La habíamos bautizado así para no llamarla directamente Calle de Los Moribundos, que tampoco es su verdadero nombre pero sí el más ajustado.
Solíamos recorrerla en nuestros largos paseos nocturnos con Fúlner. Parecía gustarle. Olisqueaba las aceras estrechas, el aroma a puchero del día siguiente, la tortilla de la cena, sofrito y pan tostado. Casas chatas, de una sola planta. Casas de pueblo, encaladas o recubiertas con azulejos feos –azulejos de cuarto de baño–, y su plaza de aparcamiento de minusválidos en la entrada, una de cada dos casitas con su plaza –quien dice minusválidos dice ancianos y enfermos–.
Por las ventanas semiabiertas los veíamos acostados, con la mirada perdida en el televisor, escuchando la radio o simplemente dormitando, en camas hospitalizadas, algunos con botella de oxígeno y mascarilla, escuchimizados y casi siempre solos.
El olor de Dying Street, la calle de aquellos a quienes solo les quedan tres telediarios, es el de la atención low cost a domicilio –que no es atención ni es nada–.
¿Por qué se habían juntado tantos en esa calle?
Y luego aquella casa diminuta, con la puerta siempre abierta, protegida de las inundaciones con un simple panel de madera cruzado a media altura, y la señora dentro, pesada, greñosa, con las piernas hinchadas, hundida en el sofá a tan solo dos metros de la tele, encendida día y noche a todo trapo.
Pasábamos por delante, Fúlner se asomaba a curiosear y nuestras miradas se cruzaban durante unos segundos, la de la señora y la nuestra, sin saludarnos, porque se saluda a quien se ve por la calle pero no a quien está dentro de su casa.
Pobre mujer, decíamos, pero lo decíamos sin dramatismo, la vida en Dying Street no da para más líos, es ley natural: unos nacen, otros mueren y otros se quedan aquí, un poco rezagados, esperando. ¿Iría alguien a verla?, nos preguntábamos. ¿Por qué nunca cierra la puerta? ¡Qué casa más pequeña! Pobre mujer, repetíamos, y lo de los tres telediarios, etc.
Incluso con el frío, la puerta abierta. Incluso con el frío de diciembre, la Navidad y todo eso. ¿Cómo es Dying Street un 24 de diciembre a las, pongamos, nueve de la noche?
Fuimos porque a Fúlner hay que sacarlo de todos modos y porque, qué diablos, Dying Street está a solo diez minutos de casa.
Las lucecitas navideñas nos reconfortaron ya desde la esquina. Bueno, dijimos, al menos alguien está de celebración, al menos eso.
Se reflejaban en la pared de enfrente, parpadeando, un-dos-tres-un-dos-tres, azules-rojas-verdes, muy alegres.
En algunas fachadas colgaban papanoeles de los chinos o eso tan chovinista, tan poco cristiano si uno lo piensa bien, de Cristo nació aquí, y guirnaldas de plástico, y ramas de acebo, también de plástico.
Pero las lucecitas, ah, las lucecitas no venían de cualquier lado, salían de aquella casa, la de la puerta siempre abierta.
Fúlner, inmune a la danza de colores, avanzaba con el hocico pegado al suelo –¿Hay menú especial esta vez, querido Fúlner? ¿Cordero? ¿Pavo?–, pero nosotros nos dejamos llevar por la alegría boba, superficial, de imaginar una fiesta familiar en la que la señora, la de las piernas hinchadas y las greñas, era esta vez el centro.
El ruido del televisor contribuía lo suyo a nuestra fabulación, un ruido festivo, bullicioso, que enmascaraba la verdad hacia la que nos acercábamos, aquella que descubrimos al pasar ante la puerta, y es que la mujer estaba sola, en el mismo lugar de siempre, viendo la tele igual que siempre, solo que con un pequeño arbolito artificial que echaba rágafas de luces, psicodelia desmesurada también del chino.
Nuestras miradas, entonces, se encontraron.
En la nuestra no sé lo que había; en la suya, repentino, un brillito de entusiasmo. Niña, niña, me llamó, acércate un momento.
¿Quería felicitarme? ¿Quizá solo buscaba charlar un rato, una noche como esa, en que la soledad se adensa y se hace intolerable? Entré como pude, saltando sobre el panel de madera.
En qué puedo ayudar, dije. La señora señaló el arbolito. Se lo habían regalado sus nietos, explicó, cuando fueron a verla un poco antes. Es muy bonito, dije. ¿Tú podrías apagarlo?, me pidió. Sí, supongo que sí, pero ¿por qué? ¡Es tan bonito!, repetí.
Porque las luces me dan en la cara y yo no puedo levantarme, dijo.
Dios. Era cierto. Ese resplandor como de discoteca proyectado sobre sus ojos. Le habían dejado aquello y ahora iba a estar encendido toda la noche.
¿Pero ellos ya no vuelven?, pregunté. Oh, no, no pueden, van ahora a visitar a la otra abuela, la que está enferma. ¡Enferma!, pensé. Yo ya me duermo pronto, continuó, pero con el arbolito es imposible, ¿me lo apagas? ¿Y el televisor? La señora me enseñó el mando a distancia, sonriente. No hacía falta. ¿Y no tiene frío con la puerta abierta? No, con la manta no, lo prefiero así porque, si me pasa algo, pego un grito y viene algún vecino. ¿Los vecinos la cuidan?, pregunté. Bueno, aquí estamos todos igual, pero en lo que podemos… ¿Y la cena? ¿Ha cenado usted ya? Sí, sí, me traen la cena a las ocho, todas las noches a eso de las ocho. ¿Entonces está bien? Ahora me miraba como si no comprendiera mi inquietud, con cierta impaciencia o incluso un poco molesta. ¡Pues claro! ¡Con que me apagues el arbolito ya me vale!
Apagué el arbolito, eché un último vistazo alrededor, me marché. Feliz Navidad, dije. Feliz Navidad, respondió.
Más tarde, recordándolo, nos dio la risa: el absurdo en forma de arbolito navideño.
Pobre mujer, decíamos, los nietos le dejaron un regalo envenenado, y después nos reíamos sin parar.
Y sin embargo, debo subrayar algo: Dying Street no es una calle triste. Es una calle pobre, y la pobreza es triste, pero eso es otro asunto. Así que quizá esto no va del arbolito, ni de la soledad en Navidad y a lo mejor tampoco va de la pobreza, sino de algo más hondo y personal, mucho más complicado de apresar.
Algo que no se deja ver debido a tantas luces.
Puede pasar con lo más tonto, que en ocasiones esconde en su interior, como una almendrita tras su cáscara, lo más jugoso.
De hecho, es en lo más tonto, en lo anecdótico, lo trivial y lo cotidiano, en esos soplos de vida que me asaltan aquí y allá sin darse la menor importancia, donde más me sucede.
Me fijo en tonterías y solo con el paso del tiempo comprendo que de tonterías nada, que ahí hay miga.
O sea, que mi curiosidad está un poco confundida y bastante desviada.
Y si a veces acierta, es justo porque apunta hacia el lado incorrecto.
Esto debo explicarlo con ejemplos, así que contaré aquello que nos pasó una vez en Dying Street.
Dying Street, sobra decirlo, no es el verdadero nombre de la calle. La habíamos bautizado así para no llamarla directamente Calle de Los Moribundos, que tampoco es su verdadero nombre pero sí el más ajustado.
Solíamos recorrerla en nuestros largos paseos nocturnos con Fúlner. Parecía gustarle. Olisqueaba las aceras estrechas, el aroma a puchero del día siguiente, la tortilla de la cena, sofrito y pan tostado. Casas chatas, de una sola planta. Casas de pueblo, encaladas o recubiertas con azulejos feos –azulejos de cuarto de baño–, y su plaza de aparcamiento de minusválidos en la entrada, una de cada dos casitas con su plaza –quien dice minusválidos dice ancianos y enfermos–.
Por las ventanas semiabiertas los veíamos acostados, con la mirada perdida en el televisor, escuchando la radio o simplemente dormitando, en camas hospitalizadas, algunos con botella de oxígeno y mascarilla, escuchimizados y casi siempre solos.
El olor de Dying Street, la calle de aquellos a quienes solo les quedan tres telediarios, es el de la atención low cost a domicilio –que no es atención ni es nada–.
¿Por qué se habían juntado tantos en esa calle?
Y luego aquella casa diminuta, con la puerta siempre abierta, protegida de las inundaciones con un simple panel de madera cruzado a media altura, y la señora dentro, pesada, greñosa, con las piernas hinchadas, hundida en el sofá a tan solo dos metros de la tele, encendida día y noche a todo trapo.
Pasábamos por delante, Fúlner se asomaba a curiosear y nuestras miradas se cruzaban durante unos segundos, la de la señora y la nuestra, sin saludarnos, porque se saluda a quien se ve por la calle pero no a quien está dentro de su casa.
Pobre mujer, decíamos, pero lo decíamos sin dramatismo, la vida en Dying Street no da para más líos, es ley natural: unos nacen, otros mueren y otros se quedan aquí, un poco rezagados, esperando. ¿Iría alguien a verla?, nos preguntábamos. ¿Por qué nunca cierra la puerta? ¡Qué casa más pequeña! Pobre mujer, repetíamos, y lo de los tres telediarios, etc.
Incluso con el frío, la puerta abierta. Incluso con el frío de diciembre, la Navidad y todo eso. ¿Cómo es Dying Street un 24 de diciembre a las, pongamos, nueve de la noche?
Fuimos porque a Fúlner hay que sacarlo de todos modos y porque, qué diablos, Dying Street está a solo diez minutos de casa.
Las lucecitas navideñas nos reconfortaron ya desde la esquina. Bueno, dijimos, al menos alguien está de celebración, al menos eso.
Se reflejaban en la pared de enfrente, parpadeando, un-dos-tres-un-dos-tres, azules-rojas-verdes, muy alegres.
En algunas fachadas colgaban papanoeles de los chinos o eso tan chovinista, tan poco cristiano si uno lo piensa bien, de Cristo nació aquí, y guirnaldas de plástico, y ramas de acebo, también de plástico.
Pero las lucecitas, ah, las lucecitas no venían de cualquier lado, salían de aquella casa, la de la puerta siempre abierta.
Fúlner, inmune a la danza de colores, avanzaba con el hocico pegado al suelo –¿Hay menú especial esta vez, querido Fúlner? ¿Cordero? ¿Pavo?–, pero nosotros nos dejamos llevar por la alegría boba, superficial, de imaginar una fiesta familiar en la que la señora, la de las piernas hinchadas y las greñas, era esta vez el centro.
El ruido del televisor contribuía lo suyo a nuestra fabulación, un ruido festivo, bullicioso, que enmascaraba la verdad hacia la que nos acercábamos, aquella que descubrimos al pasar ante la puerta, y es que la mujer estaba sola, en el mismo lugar de siempre, viendo la tele igual que siempre, solo que con un pequeño arbolito artificial que echaba rágafas de luces, psicodelia desmesurada también del chino.
Nuestras miradas, entonces, se encontraron.
En la nuestra no sé lo que había; en la suya, repentino, un brillito de entusiasmo. Niña, niña, me llamó, acércate un momento.
¿Quería felicitarme? ¿Quizá solo buscaba charlar un rato, una noche como esa, en que la soledad se adensa y se hace intolerable? Entré como pude, saltando sobre el panel de madera.
En qué puedo ayudar, dije. La señora señaló el arbolito. Se lo habían regalado sus nietos, explicó, cuando fueron a verla un poco antes. Es muy bonito, dije. ¿Tú podrías apagarlo?, me pidió. Sí, supongo que sí, pero ¿por qué? ¡Es tan bonito!, repetí.
Porque las luces me dan en la cara y yo no puedo levantarme, dijo.
Dios. Era cierto. Ese resplandor como de discoteca proyectado sobre sus ojos. Le habían dejado aquello y ahora iba a estar encendido toda la noche.
¿Pero ellos ya no vuelven?, pregunté. Oh, no, no pueden, van ahora a visitar a la otra abuela, la que está enferma. ¡Enferma!, pensé. Yo ya me duermo pronto, continuó, pero con el arbolito es imposible, ¿me lo apagas? ¿Y el televisor? La señora me enseñó el mando a distancia, sonriente. No hacía falta. ¿Y no tiene frío con la puerta abierta? No, con la manta no, lo prefiero así porque, si me pasa algo, pego un grito y viene algún vecino. ¿Los vecinos la cuidan?, pregunté. Bueno, aquí estamos todos igual, pero en lo que podemos… ¿Y la cena? ¿Ha cenado usted ya? Sí, sí, me traen la cena a las ocho, todas las noches a eso de las ocho. ¿Entonces está bien? Ahora me miraba como si no comprendiera mi inquietud, con cierta impaciencia o incluso un poco molesta. ¡Pues claro! ¡Con que me apagues el arbolito ya me vale!
Apagué el arbolito, eché un último vistazo alrededor, me marché. Feliz Navidad, dije. Feliz Navidad, respondió.
Más tarde, recordándolo, nos dio la risa: el absurdo en forma de arbolito navideño.
Pobre mujer, decíamos, los nietos le dejaron un regalo envenenado, y después nos reíamos sin parar.
Y sin embargo, debo subrayar algo: Dying Street no es una calle triste. Es una calle pobre, y la pobreza es triste, pero eso es otro asunto. Así que quizá esto no va del arbolito, ni de la soledad en Navidad y a lo mejor tampoco va de la pobreza, sino de algo más hondo y personal, mucho más complicado de apresar.
Algo que no se deja ver debido a tantas luces.
Sara Mesa, Arbolito (https://elcultural.com/arbolito-un-cuento-de-navidad-de-sara-mesa).
Sara Mesa
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