Juan Villoro, Relato en flor

Relato en flor.
Pedro nació en un pueblo minero del desierto de Atacama, tan pequeño que recibía el nombre de «oficina». Durante años, el incendio del sol al atardecer hacía que imaginara el mar al que conducía una carretera sin curvas.
Cuando finalmente hizo el recorrido, vio las «animitas» a ambos lados del camino, capillas que recordaban a quienes habían muerto, vencidos por la monotonía de esa recta interminable. Los únicos brotes del paisaje eran neumáticos abandonados por los camioneros.
Pedro se mudó a Antofagasta para hacer una carrera y se acostumbró al acompasado rumor del Pacífico. El lejano sitio del origen se volvió casi inverosímil. A causa de su trabajo viajó mucho y al llegar a los cincuenta años, con un divorcio a cuestas, descubrió una isla que representaba el reverso del árido mundo del que provenía: Cuba.
Mi amigo es refractario a cualquier forma de frivolidad; cree en el esfuerzo como sólo puede hacerlo el hijo de un minero. El dato es necesario para precisar lo que viene a continuación. Se enamoró de una cubana, pero no deseaba una aventura de ocasión. El prófugo de las arenas supo que su destino entre las frondas del Caribe llevaba el redundante nombre de Flor.
La única exuberancia que Pedro conoció en su niñez fueron las palabras que se le ocurrían. No le costó trabajo convencer a Flor de que la quería con la intensidad de quien mira la galaxia en el cielo nocturno de Atacama y descubre la estrella que le toca.
Desvelado por su último encuentro amoroso, dormitó en el taxi que lo llevaba al aeropuerto José Martí y olvidó su celular en el asiento.
Habló desde un teléfono público a un amigo chileno que también estaba en La Habana y le pidió que recuperara el celular. Y aquí es donde la suerte entra en la historia. El amigo hizo una pesca milagrosa: logró recuperar el celular, pero tardó quince días en volver a Chile.
Durante esas dos semanas, la gente dio por muerto a Pedro. El celular es ya una prótesis imprescindible. Su ausencia lleva a una vida sin vida.
Lo más grave para Pedro es que ahí tenía el número de Flor. Había prometido hablarle al llegar a Chile. Ese «día siguiente» duró dos semanas.
Lo primero que hizo al recuperar el aparato fue llamar al teléfono de la fortuna. «¿Qué tú crees?», le respondió una voz que había tenido tiempo suficiente de sentir preocupación, zozobra, abandono, cólera y despecho. Esta vez, el poderío retórico de Pedro no causó efecto, entre otras cosas porque dijo la verdad. Su historia era demasiado simple y positiva para parecer cierta: se quedó dormido, olvidó el celular, su amigo lo recuperó después, etcétera. Flor no le creyó en lo más mínimo: «¿Qué taxista cubano devuelve un iPhone?», preguntó. La honestidad de ese hombre y la dedicación del amigo para localizarlo habían sido tan excepcionales que resultaban increíbles. «¿Y qué chileno olvida lo más valioso que tiene?», agregó ella. Pedro recordó que el bolero es una virtud cubana y arriesgó una frase: «Lo más valioso que tengo eres tú». Esto acabó por convencer a Flor de estar ante un veleidoso mujeriego que prometía las estrellas según su capricho: «Además de mentiroso, cursi», dijo y colgó el teléfono.
Pedro pasó quince días al margen de su celular, es decir, de su vida. Perdió ofertas de trabajo, ciertos amigos lo juzgaron arrogante por no devolver llamadas y no se enteró del aniversario de bodas de su hermana. Lo más grave fue haber perdido a Flor.
Recordó su despedida, en una terraza donde crecían orquídeas y, como quien elige un camino de expiación, regresó al pueblo donde había nacido. La noche lo sorprendió antes de llegar. Vio la bóveda celeste que lo acompañaba desde hacía medio siglo y en la inmensidad sin nada de las piedras buscó palabras para reconciliarse con Flor. Una frase que se volvió famosa en Chile el año de su nacimiento le vino a la mente: «Porque no tenemos nada, queremos hacerlo todo». Estaba en un desierto sin cobertura y nada estimula como las carencias. Poco a poco, en medio de las arenas, concibió una selva de palabras para envolver a Flor. Regresó a Antofagasta con la cabeza llena de adjetivos y habló por teléfono.
«No te creo, pero me gusta», dijo ella, y Pedro supo que la Tierra giraba en torno al Sol, que el desierto existe para imaginar el paraíso y el paraíso para aceptar las mentiras que nos gustan.
Juan Villoro, Relato en flor.


Juan Villoro

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