Soy el hermano de XX
Soy el hermano de XX. Soy el niño del que en aquel entonces hablaba ella. Y soy el escritor del que ella nunca ha hablado. Tan sólo mencionado. Mencionó mi cuaderno negro. Escribió sobre mí. Contó incluso conversaciones en casa. En familia. Cómo podía saber que sentada a nuestra mesa había una espía. Que había una espía en casa. Pues era ella, mi hermana. Tiene siete años más que yo. Ella observaba a mi madre, la nuestra, a mi padre, el nuestro, y a mí. Pero no me importaba que mi hermana nos observara. A todos nosotros juntos. Y que luego fuera por ahí a contarlo. Una vez, cuando tenía ocho años, la abuela me preguntó: ¿qué quieres hacer cuando seas mayor? Y le contesté: quiero morir. De mayor quiero morir. Quiero morir pronto. Y creo que a mi hermana le gustó muchísimo mi respuesta. Nos conocimos tarde, ella y yo. Más o menos cuando yo tenía ocho años. Antes, casi nunca nos dirigíamos la palabra. Decían que yo era un poco autista, pero no era verdad. Prefería no hablar. Mi hermana, en cambio, prefería observar. De modo que, mientras estuve callado, ella no pudo decir nada de mí. ¿Qué podía decir de un hermano que calla, no molesta, se vuelve casi in- visible? Porque mi objetivo era el de hacerme invisible a la familia. La familia que consistía en una hermana espía, una madre gran aficionada a los juegos de azar, un padre sensible y distraído. Entre otras cosas, quisiera decir enseguida que las personas sensibles son distraídas. Los demás no les importan absolutamente nada. Las personas sensibles, o tan sensibles como para que se las declare sensibles, como si ésa fuera una gran cualidad, son insensibles al dolor de los demás. Pero por ahora del dolor no quiero hablar. Por ahora sólo quiero aludir a mi hermana, espía, y a mí. Debería ponerle un título a este informe. El hermano. El hermano de XX. Un ser al que no le gustan las montañas. Fue internado en un colegio en lo alto de una montaña. El colegio daba a una serie de riscos. Ya ni había árboles. Se llegaba a lo alto de la montaña por un camino lleno de curvas. Y era divertido acelerar en las curvas. Abajo, los abismos. Por aquel entonces yo no conducía, era un hermano pequeño. No me quedé mucho tiempo en aquel colegio, pero sí al menos durante un larguísimo año. Miraba por la ventana. Los riscos. Y aquellos pequeños abismos con el pico hacia abajo, triángulos invertidos. Todo lo que veía estaba invertido. Todo estaba cabeza abajo. Al igual que mis pensamientos. Una vez mi hermana XX fue a verme con un MG descapotable. Aceleraba en las curvas. Me dijo que era di- vertido. Mientras se quitaba los guantes con los dedos recortados. Nos sentamos en una piedra. Ella me miraba con afecto. No veía la hora de marcharse. En aquella época tenía varios novios. Muchas citas. Y probablemente, mientras estaba conmigo de visita, una visita que de hecho me había prometido, debía de haberle prometido a alguno de ellos una cita a la misma hora. Ella me pone una mano en la espalda. Durará poco. Por fin de año vengo a buscarte y vuelves a casa, dice. Rodeados de todas aquellas puntiagudas piedras grises, sentía que nos queríamos. No había nada más en el universo. Una casa en la que aquel domingo parecía que todos los demás chicos durmieran, y también los pájaros, también los cuervos, también los lobos, había un aire terrible de sueño, de sueño último, perpetuo. Sólo ella y yo despiertos. Despierto el hermano. Despierta la hermana XX. Era guapa la hermana. Mientras nos queríamos, aquella tarde de domingo entre las piedras, sentía que ella se sentía a gusto en su indumentaria, que consistía en una formidable camisa a cuadros, deportiva y dominguera, la de un caballero, con botoncitos en el cuello, las mangas subidas hasta el codo, pantalones ajustados color ciénaga, u otoño marchito, u hoja marchita, y mocasines color berenjena con una moneda en el empeine. Y también una pulsera de oro ligera, con pequeños zafiros redondos. Por cierto, yo también, pese al cautiverio en la casa en lo alto de la montaña, sentía cierta predilección por las camisas. Y aquel día yo sólo llevaba una camisa azul, de buen corte, pantalones de terciopelo, casi del mismo color que el de la hermana XXX, no sé por qué se me ocurre añadir más X a su nombre, bastaría con una. Por tanto, disculpadme si se las añado. Casi del mismo color los pantalones, sólo que más oscuros, porque marrón y azul combinan bien. Nuestros colores, los de nuestros trajes, y los de nuestra piel, al lado de las piedras grises, un poco oscuras, formaban un bonito cuadro. Hermano y hermana se quieren. Habrían podido decir, si no hubieran sucumbido a su sueño perpetuo, mis compañeros.
En cambio, incluso aquel día, mi hermana XX me espiaba. Esto es lo que escribía. Fue a visitar a su hermano al colegio (y menciona el nombre del colegio, que yo evito referirles), él se sentía tan triste, tan infeliz que a ella se le hizo un nudo en la garganta —se le habría hecho un nudo en la garganta, a ella que tan sólo unos minutos después ya escribía que Yo, y lo escribo con mayúscula, me sentía triste, que habría querido morir. Que yo ya no soportaba aquel lugar desolado. Y ella describe y fabula sobre aquel lugar desolado, para poder transmitir la tristeza de su hermano, y convertirlo en un lugar poético. Porque desolación y tristeza casan bien. Al igual que yo pienso que nuestra ropa, o al menos los colores, casan bien con las piedras. Por no hablar, por otra parte, de una supuesta tristeza mía. ¿Me sentía yo triste aquel día? No, no estaba triste. Era el único día en que no lo estaba. Porque mi hermana vino a verme. Porque aceleraba en las curvas. Porque su MG combinaba bien con aquel paisaje. Porque he tenido la impresión de no estar solo en el mundo. La impresión de estarlo la tenía todos los días en aquella escuela en lo alto de la montaña. Debo admitirlo, allá arriba me sentía solo. Sé que decirlo así podría hacer sonreír. Pero siempre he sentido que la soledad es el peor mal que pueda haber. Aquel día se lo dije a mi hermana. Ella decía que a ella le gustaba la soledad. Entretanto, salía todas las noches, volvía tarde, con el rímel corrido. Yo estaba despierto para oírla regresar. Estábamos todos despiertos para oír regresar a la señorita. A ninguno de nosotros nos gustaba que saliera tanto.
Tenía siete años más que yo. Mientras le hablaba de la soledad, ella miraba a lo lejos, hacia las montañas que rodeaban la nuestra, miraba a lo lejos, parecía buscar una respuesta en el infinito, o en las líneas que formaban los picos de las montañas, que iban oscureciéndose, porque era casi de noche, y la tarde había pasado con una rapidez sorprendente, más veloz que todas las demás tardes del año. Ella miraba, hasta que su mirada pesada cayó sobre las agujas del reloj. Mientras le hablaba de la soledad, ella miraba el reloj. Su reloj de oro, un Longines más bien plano. Así vi las grandes agujas del reloj proyectarse sobre la montaña de enfrente, como una especie de Juicio Universal. Una aguja a la derecha, la otra casi recta señalaban la hora de la despedida. Y cuando una montaña empieza a señalar las horas, quiere decir que se acabó de verdad. Adiós al tiempo. Adiós a un tiempo en que hermano y hermana se querían. Con sus trajes elegantes. Hay afinidad en las indumentarias. Siempre he te- nido una gran comprensión por su modo de vestir. Por sus zapatos. Los guantes. Y sobre todo sus camisas. Las blancas. Un poco estrechas. Los primeros botones sin abrochar. Cuando alcancé la edad que ella tenía aquel día, aun sintiendo que la soledad ocupaba todos mis pensamientos, me gustaba mucho un abrigo azul. Y la familia sabía cuánto apreciaba yo aquel abrigo azul, hecho por el mejor sastre italiano, pensaba que era un chico feliz. También porque tenía el Mini Morris ver- de botella. Los trajes han sido la cobertura moral de los múltiples delitos de tristeza, dirían en un tribunal. El hermano, que soy yo, ocultaba la terrible sensación de soledad detrás de un abrigo y del Mini Morris. En mi hermana XX, todavía no lo he dicho, había algo que no funcionaba. Se divertía menos de lo que ostentaba. Dado que espiaba tanto, o quería dárselas de escritora, por tanto de artista, o quería ver, o incluso competir con quien fuera más feliz, o infeliz. Términos siempre más bien insignificantes. Pero a las palabras pese a todo siempre hay que darles crédito. Al menos hay que fingir que se parecen bastante a su significado. A su significado sesgado.
De los padres, los de esos dos, no quiero hablar, porque ésta es la historia de un hermano, más bien mi historia, y de una hermana, más bien la suya, de una espía. Los dos de los que no quiero hablar miran el televisor sentados cerca el uno del otro, caminan cerca el uno del otro, duermen en una cama muy grande. Murieron a poca distancia el uno del otro, y antes de morir no tuvieron tiempo de prepararse porque se precipitaron, o fueron tal vez algo impacientes. De modo que mi hermana y yo nos quedamos solos en la gran casa.
Mi hermana se muestra demasiado atenta cuan- do hablo. Me acecha. Tal vez esté escribiendo mi historia, mientras todavía no me he muerto como mis padres. Siempre he sospechado que uno de los dos murió por culpa suya. Además pienso que los padres siempre mueren por culpa de los hijos. Siempre se muere por culpa de otro. No sé si es justo decir por culpa de. Pero se muere por los demás. En favor de los demás, tal vez sea más acertado.
Mi hermana, mientras estudio, debo preparar- me para los exámenes de graduación, sigue entran- do en mi habitación. Dice: ¿estudias? mientras estoy inclinado sobre los libros. Ella quiere salir. Y dice que debo terminar de todas todas el bachillerato. Que es importante y eso. Y yo así me pongo nervioso, si graduarme es importante. Cualquier cosa, si es importante, me saca de quicio. Mientras pienso que nada es importante, lo consigo todo. Podré incluso con los exámenes de graduación. Pero si son tan importantes como para que me importune su importancia, podría no con- seguirlo. La hermana XX insiste. Después debo ir a la universidad. Debo licenciarme. Es importante.
Cuando acaba de hablar de la importancia de los exámenes, de la importancia de tener éxito en la vida, de la importancia de licenciarme, de la importancia de vivir, me siento un hombre acabado. La importancia me supera totalmente. Me ha anulado. Me anula. Ella, mi hermana XX, sale de la habitación. Y estoy solo con los libros, la mesa, y me veo a mí mismo, el hermano de la voz que apenas ha hablado, con muchas ganas de colgarme en cualquier lugar. Para ayudarme, pienso aún en la soledad, en la soledad que rodea mi existencia. Y este pensamiento, que ha sido siempre tan lúgubre, angustioso, ahora, después de la importancia de tener éxito en la vida, pasa a ser casi atractivo. Las palabras tienen un peso. La importancia tiene mayor peso que la soledad. Aun así, sé que la soledad es más grave. Pero la importancia de tener éxito en la vida es una soga. No es más que una soga.
De noche no consigo dormir, tengo ganas de hablar con alguien. Son las cuatro. Me levanto y voy en busca de mi hermana XX. La habitación está vacía. Un vago perfume, muchos zapatos por el suelo. Tal vez sea la indecisión a la hora de elegir. Miro los innumerables zapatos. Parecen haber vuelto por sí solos a casa. Mientras la propietaria de esos tacones tal vez se haya visto envuelta en algún percance y ya no pueda regresar. Pero los zapatos, que saben cómo regresar, han vuelto a la habitación. Y entretanto me invade de nuevo esa sensación de soledad. Mi hermana XX no está. Empiezo a pensar que le ha ocurrido algo. Pues los zapatos han vuelto por sí solos. Telefoneo a todos los hospitales, a la policía. Ni rastro de ella. Me siento en su cama. Unas cuantas horas después regresa, y pregunta qué estoy haciendo en su cama. No me había dado cuenta, pero en los pies yo llevaba sus zapatos. Juro que no me he puesto los zapatos. Son ellos, los rojos, los que me han acorralado. Mi hermana se quita los zapatos, que se deslizan rápidamente en el armario. ¿Has estudiado?, me pregunta.
El farmacéutico me conoce. Me da enseguida las pastillas que quiero. Los somníferos también. De hecho, tomo somníferos desde niño. Todos en casa tomamos somníferos. Los cuatro. Como otros comen fruta. Generalmente en las familias se acostumbra a dar fruta a los niños, pero en la nuestra, somníferos. Mi madre no concebía que alguien no pudiera dormir. Que sus hijos no durmieran. De modo que muy pronto los ha habituado a los somníferos. Por tanto por la mañana reinaba un gran silencio en la casa. Con los años el silencio pasó a ser aún mayor. El silencio ha ocupado mucho espacio. Y por eso vuelvo al argumento de la soledad y se lo digo a mi hermana, quien aprovecha enseguida para escribir de mí, que me siento solo. Y desesperado. Ella incrementa la dosis. Primero estoy solo. Luego triste. Luego desesperado. Sé que ella quiere que yo acabe. ¿Qué hay después de la desesperación? Eso es lo que espera mi hermana. Como un guarda en su garita. Espera a que pase de la desesperación al nivel inferior. Como si se tratara de un descenso. Ella permanece detrás de los cristales, vigila, exhorta, espía. No hay más palabras para definir a mi hermana XX. Por lo tanto habla de cuando yo era escritor, mucho antes que ella, eso admitiendo que ella lo haya sido alguna vez. Esto no puedo saberlo, nunca lo sabré. Su futuro no me preocupa demasiado. A ella le interesa mi no futuro. Mi carencia de futuro. Aunque yo haya superado brillantemente los exámenes de graduación. Con la máxima puntuación. Con la máxima puntuación y para su disgusto.
Cuando yo era escritor, mi libreta de apuntes, la número cuatro, llevaba por título Poesías, melodías, cuentos del escritor, y debajo de mi nombre, a la izquierda, dibujé un árbol torcido, como una estela, de esto me di cuenta después, y la fecha, 1954. Tenía ocho años, la edad en que había decidido lo que haría de mayor, y que mi hermana XX enseguida contó a otros. Mientras yo tomaba aquella decisión, la de poner fin a mi vida, nunca lo hubiera dicho así, pero como estoy escribiendo sobre mí, intento utilizar las frases apropiadas. ¿Apropiadas para qué? Para mi hermana la espía.
Mi hermana XX dice que lo mío son caprichos. Que no quiero ir a la misa fúnebre por nuestra madre. Es verdad, dije que no iría. Que- ría que me dejaran en paz. Pero ella insistía, insistía, la maldita. Que era importante. Que debía ir. Que era hijo suyo. Que no se hace eso de que un hijo no vaya a los funerales de su madre. Que un hijo no participe en las exequias de su madre. ¿Y por qué yo como hijo debía participar, si todo estaba contra mí? No quería. Sentía que no debía ir. Mi ser, si es que hay un ser en mí, si somos seres, ella y yo, se rebelaba tan sólo ante la idea de ir a los funerales de mi madre. Mi madre se habría ocupado ella de las exequias, pensaba, como Bach, que, cuando murió su mujer, dijo a los criados que le dijeran a su mujer que se ocupara de las exequias. Me sentía Bach. Yo quería que fuera mi madre en persona a sus propias exequias. Y que no me obligara a decidir nada. Mi hermana insiste, dice que debo ir. A la iglesia. Llamo a mi madre, no responde y debo ir a las exequias, ya que ella no responde y mi hermana XX me ordena que vaya. Me visto de gris. Voy. Tengo una novia alemana. Ella también va de gris. Nos vestimos igual. También mi novia insiste en que debo ir a los funerales. En que participe. No quiero participar en las exequias de nadie. Pero si insisten voy. La iglesia está cerca de casa. Está en la plaza. Una iglesia fea y esnob. Al lado de una cafetería. Los tres, hermana, hermano y novia, todos vestidos de la misma manera. El féretro ante nosotros. Tampoco estoy seguro de que allí dentro esté mi madre, la mía y la suya, la de la hermana que tanto ha insistido. ¿Quién la ha puesto allí dentro? Mi hermana. Yo no he visto nada. No sé nada. No sé qué ha ocurrido. No sé cómo ha ocurrido. No sé siquiera por qué estoy en la iglesia. Estoy en la iglesia por las exequias de mi madre. No sé nada más. Han depositado flores encima del féretro. Me parecen ridículas. Pastelitos, fresitas, un pradito florido encima del despojo de nuestra madre. Velas largas. Las llamas casi inmóviles, casi falsas, dan la idea del fuego embalsamado. Luego lo cargan todo, junto a las flores, en un furgón y se van, a la espera de desintegrarlo todo. Es lo que quería mi madre, la mía y la suya, ser desintegrada. No se lo he preguntado a mi hermana, pero ella seguro que habrá espiado sus pensamientos, para saber con exactitud qué deseaba que se hiciera con su cuerpo, ya que no se habría volatilizado por sí solo.
Cuando murió mi madre, no pensé en la soledad, a la que ya me había acostumbrado, o aficionado. Los pensamientos no son consecuencia- les. Porque si muere un pariente, después uno se siente solo. Esto sería consecuencial. No para mí. Aquel día la idea de la soledad no afloró de ningún modo. Tal vez porque le hice compañía mientras estuvo encerrada en el cajón de madera lustroso, se me agotó la sensación de soledad que desde siempre me ha envuelto. Tal vez, al estar los dos en primera fila, estuviéramos tan cerca de nuestra madre que ni siquiera mi hermana percibía un abandono, o alguna cosa irreversible. A menudo uno lo percibe después. Uno lo percibe todo después. El dolor siempre sobreviene con retraso. A veces antes, porque se anuncia. Al dolor le gusta anunciarse. Al venir a tu encuentro por la noche, horadando la mente y el estómago y las venas con molestias, con heridas, algo oscuro te visita. Pero aún no sabes de qué se trata.
Pero no hablamos de esto. Mi hermana estuvo atentísima a mi comportamiento en la iglesia. Y le pareció que me había comportado muy bien. Lo veía en la expresión complacida de sus ojos.
Pero no hablamos de esto. Esto ya ha pasado. El hermano y la hermana siguen vivos. El herma- no se ha licenciado. Cum laude. Es importante licenciarse, había gimoteado la hermana. Y ahora está el espectro, el verdadero y único espectro, del vivir. De la importancia de vivir. Y de conseguir el éxito en la vida. O simplemente de conseguir el éxito. En fin, de convertirse en algo. Algo más o algo menos de lo que se es. En cuanto a mi hermana, no cabe ni pensarlo. Ella quiere llegar a ser mucho, pero mucho más de lo que es. Ella quiere lograrlo a costa de la propia vida. Me doy cuenta de que ella quiere. De que tiene voluntad. No sé qué es lo que quiere. Pero como me repite que debo conseguir el éxito supongo que lo que ella quiere, para sí misma, es lograrlo. Por tanto debo lograrlo yo también. Ante todo, pienso, ahora que ya me he licenciado, ¿qué hago? ¿Qué es importante que haga yo? Me tomo mis pastillas. Ahora me he acostumbrado a un somnífero aún más fuerte. Tengo un montón de recetas. Le he pedido al médico que me haga un montón de recetas, así no me quedo sin. Sin el somnífero. Es lo único que realmente me interesa. Incluso ahora que ya me he licenciado. No sé qué hacer. Pero sí sé. Sé que quiero dormir a toda costa. Pienso exactamente como mi madre. No es posible que sus hijos permanezcan despiertos toda la noche. Deben dormir. Tienes razón, mamá, le digo, debo dormir. Roipnol se llama mi somnífero. Que duermas bien, me dice mi madre. ¿Has dormido?, dice mi hermana. Ella duerme de forma natural diez horas e incluso doce sin somnífero. La dosis de somnífero de mi cuerpo se difunde por el suyo, supongo. No es posible que duerma tanto tiempo sin pastillas. Aun así insiste en que yo debería trabajar. Es importante que un hombre trabaje. Es horrible, pienso yo. Tengo que trabajar. Intento hacer lo que mi hermana considera importante. Busco un trabajo. Tarde por la mañana. Siempre llevo en el bolsillo mi Roipnol. Me hace compañía. Mientras hablo con eventuales empleadores. En despachos, en bancos. Me he licenciado cum laude, pero no parece que esto cuente mucho. Se lo digo a mi hermana. Mi hermana dice que debo tener paciencia. De pronto me doy cuenta de que lo que ella decía ser importante ya no lo es. Para ella. Lo importante ha ido menguando. Ahora soy yo quien la miro. La espío. Somos dos desgraciados, pienso. Ella y yo. Si las cosas importantes ya no lo son, ¿qué es importante? Estoy demasiado cansado para contestar. El otro día estaba distraído. En una plaza desierta fui a chocar contra un muro con el Mini Morris. Me quedé aturdido. Una pequeña herida en la cabeza. Cuando llegó mi hermana XX, me preguntó qué había ocurrido, cómo es que había chocado, pero yo no lo sabía, choqué y basta. No me había hecho nada. Estaba muy bien. A partir de aquel día me di cuenta de que no experimentaba dolor físico alguno. Había pasado a ser insensible al dolor. Era como si mi cuerpo me hubiera abandonado. Y yo me había quedado solo. Sin el envoltorio. Pero vestido.
Pero esto ya había ocurrido en nuestra familia. Una abuela nuestra se había quemado con el café hirviendo y no se había dado cuenta de nada. Era insensible a las quemaduras. Nuestra madre, que estaba presente, pensó que estaba loca. Porque la abuela estaba como si nada, hablaba, bromeaba. ¿Pero no te hace daño?, preguntaba nuestra madre. ¿Daño, dónde?, contestaba ella. Entonces, si en nuestra familia ni nos damos cuenta de que ardemos como rastrojos en un camino, sólo quiere decir que nuestro cuerpo nos ha abandonado, y que tal vez seamos espíritus, que no se sabe muy bien cuándo dejamos de ser nosotros mismos y nos convertimos en otra cosa. Nos hemos transmutado no sabemos en qué. Antes yo era su hermano, el de la espía, tenía un nombre, una identidad precisa, ahora me he convertido en otra cosa. Me daba cuenta de que el cuerpo no seguía mis pensamientos, mis órdenes. Mis pasos se volvían más pesados. Como si tuviera que permanecer quieto. El aspecto exterior, perdonadme, pero no estoy convencido de que haya uno interior, seguía igual, aparentemente. Todo era apariencia. Yo mismo me sentía aparente. Ustedes comprenderán mejor que yo qué significa. Hay una vieja querella, ustedes lo saben, entre ser y aparentar. Ser me parece algo más seguro. Aparentar, más apropiado para desaparecer. Y yo me sentía hecho para desaparecer. O sea él, mi cuerpo. También mi hermana había notado esa disponibilidad mía para desaparecer. Porque seguía espiándome, se preocupaba con torpeza. Las personas, casi todas, no saben preocuparse por los demás con delicadeza, modestia y sin presunciones. Creen saber. Mi hermana creía saber. Conocer a la humanidad. Era muy pesada. No me gusta la gente que sabe. O que muestra que sabe. El saber no sabe. Pero esto pocos lo entienden.
Sin dolor físico, tenía que aumentar mi dosis de Roipnol. Porque mi cuerpo, que era inmune al dolor, se había vuelto bastante indolente frente a los somníferos. Nunca bastaban. Sin dolor, no tenía ganas de dormir. Pero yo, el herma- no de XX, tenía siempre muchas, muchísimas, ganas de dormir. Sentía pasión por el sueño. Por esas doce horas de inmovilidad absoluta. Por esas doce horas de absoluta distancia del mundo. Doce horas de suave y dulcísima sepultura. Mi cuerpo no sueña. No está.
Tengo veinticinco años. Hice lo que según mi hermana era importante. Pero cuando tenía ocho años era poeta y escritor. Y nadie me había dicho que era importante escribir. Desde entonces no he hecho sino cosas que eran importantes, según mi hermana, estudiar, licenciarme, tener éxito en la vida. Por la calle miro a las personas que pasan mientras debería ir a hablar con alguien para que me diera trabajo. Me digo que cada una de esas personas ya está teniendo éxito en la vida...
Yo sólo sigo sombras, soy todavía joven, llevo en el bolsillo mi somnífero, por tanto estoy en mi sitio, no me hace falta nada, excepto lo que hace falta para hacer algo importante. Ese trocito de cuerda para alcanzar al otro con el fin de hacer algo realmente importante, tanto como para tener éxito en la vida. Eso dice mi hermana XX. Que ha contado que me he matado. Es lo que no le perdono. Me licencié, fui a las exequias de mi madre, de mala gana, contra mi voluntad, sin desear éxito alguno. Sin deseo alguno. Ni siquiera el de sufrir. Sin dolor. Más bien, con una vana alegría, que casi llamaría felicidad.
Fleur Jaeggy, Soy el hermano de XX (El último de la estirpe).
Fleur Jaeggy