Junto a las aguas de Babilonia
Al norte, al oeste y al sur hay buena caza, pero está prohibido ir hacia el este. Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos, salvo en busca de metal, y quien busque el metal debe ser sacerdote, hijo de sacerdote. Después, tanto el hombre como el metal deben ser purificados. Éstas son las reglas y las leyes; están bien hechas. Está prohibido cruzar el gran río y ver el lugar que fue el Lugar de los Dioses; eso está rigurosamente prohibido. Ni siquiera pronunciamos su nombre, aunque lo sabemos. Es allí donde viven espíritus y demonios, allí donde están las cenizas del Gran Incendio. Esas cosas están prohibidas, han estado prohibidas desde el comienzo de los tiempos.
Mi padre es sacerdote; yo soy hijo de sacerdote. He estado, con mi padre, en los Lugares Muertos más próximos. Al principio tuve miedo. Cuando mi padre entró en la casa en busca del metal, me quedé junto a la puerta y sentí el corazón pequeño y débil. Era la casa de un hombre muerto, una casa de espíritus. No tenía el olor del hombre, aunque en un rincón había antiguos huesos. Pero no está bien que hijo de sacerdote demuestre temor. Miré los huesos en la sombra y acallé mi voz.
Después salió mi padre con el metal, un trozo grande y fuerte. Me miró con ambos ojos, pero yo no había huido. Me dio el metal para que lo tuviera en las manos. Lo toqué y no morí. Entonces supo que yo era verdaderamente su hijo y que llegado el momento sería sacerdote. Cuando ocurrió eso, yo era muy joven. Sin embargo, mis hermanos no lo habrían hecho, aunque son buenos cazadores. A partir de aquel día tuve el mejor trozo de carne y el rincón más tibio junto al fuego. Mi padre velaba por mí, se alegraba de que fuera a ser sacerdote. Pero cuando me vanagloriaba, o lloraba sin motivo, me castigaba con más rigor que a mis hermanos. Era justo.
Al cabo de un tiempo yo mismo pude entrar en las casas muertas y buscar el metal. Así aprendí los secretos de esas casas, y ya no tenía miedo cuando veía los huesos. Los huesos son livianos y viejos, a veces se desmenuzan en polvo cuando uno los toca. Pero tocarlos es gran pecado.
Me enseñaron los cánticos y los ensalmos, me enseñaron a restañar la sangre de las heridas y otros secretos. Un sacerdote debe conocer muchos secretos. Eso decía mi padre. Si los cazadores creen que hacemos todas las cosas mediante cánticos y hechizos, allá ellos, eso no les hace daño. Me enseñaron a leer los viejos libros y a escribir las viejas escrituras: fue difícil, me llevó mucho tiempo. Mi sabiduría me hizo feliz: era como un fuego en mi corazón. Lo que más me gustaba era oír la historia de los Viejos Días y la historia de los dioses. Yo mismo me dirigía muchas preguntas que no podía contestar, pero era bueno hacérmelas. De noche solía quedarme despierto, escuchando el viento: me parecía la voz de los dioses que atravesaban el espacio.
Nosotros no somos ignorantes como los pueblos del bosque, nuestras mujeres hilan lana en la rueca, nuestros sacerdotes llevan túnicas blancas. No comemos gorgojos de los árboles, no hemos olvidado las viejas escrituras, aunque son difíciles de entender. Sin embargo, mi sabiduría y la pobreza de mi sabiduría ardían en mí: quería aprender más. Cuando al fin fui hombre, llegué a mi padre y le dije:
—Es venido el tiempo de iniciar mi viaje. Concédeme tu permiso.
Me miró largamente, acariciándose la barba, y dijo por último:
—Sí. Es tiempo.
Aquella noche, en la casa de los sacerdotes, pedí y recibí la purificación. Me dolía el cuerpo, pero mi espíritu era una piedra helada. Fue mi propio padre quien me interrogó sobre mis sueños.
Me ordenó mirar el humo del fuego y ver… Vi y conté lo que vi. Era lo que siempre había visto: un río, y allende el río un vasto Lugar Muerto y en él caminaban los dioses. Siempre he meditado en eso. Sus ojos eran severos cuando se lo dije: ya no era mi padre, sino un sacerdote.
—Ése es un sueño muy fuerte —dijo—.
—Es mío —repliqué.
El humo temblaba y yo sentía la cabeza liviana. En la cámara exterior cantaban el cántico de la Estrella, y yo lo oía como un zumbido de abejas en mi cabeza.
Me preguntó cómo estaban vestidos los dioses, le dije cómo estaban vestidos. Nosotros sabemos, por el libro, cuáles eran sus vestiduras, pero yo los veía como si estuviesen ante mí. Cuando hube terminado, tiró tres veces los palillos y los observó al caer.
—Es un sueño muy fuerte —dijo—. Puede devorarte.
—No tengo miedo —repuse, y lo miré con ambos ojos. Mi propia voz sonó débil a mis oídos, pero fue por causa del humo.
Me tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas.
—Llévalas —dijo—. Está prohibido ir hacia el este. Está prohibido cruzar el río. Está prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas están prohibidas.
—Todas esas cosas están prohibidas —dije, pero era mi voz quien hablaba y no mi espíritu.
Él me miró nuevamente.
—Hijo mío —dijo—. Antaño tuve sueños jóvenes. Si tus sueños no te devoran, puedes ser un gran sacerdote. Si te devoran, siempre eres mi hijo. Ponte en camino.
Ayuné, es ley. Me dolía el cuerpo, no el corazón. Cuando llegó el alba, había perdido de vista la aldea. Oré, me purifiqué, aguardé una señal. La señal fue un águila. Volaba hacia el este.
A veces malos espíritus envían los signos. Esperé nuevamente en la roca chata, ayunando, sin probar alimento. Me quedé muy quieto: podía sentir el cielo en lo alto, debajo la tierra. Esperé hasta que el sol comenzó a hundirse. Entonces tres ciervos cruzaron el valle en dirección al este. No me ventearon, no me vieron. Con ellos iba un cervato blanco. Ése era un signo muy grande.
Los seguí a la distancia, aguardando los acontecimientos. El deseo de ir hacia el este inquietaba mi corazón; sin embargo, sabía que debía ir. Me zumbaba la cabeza por el ayuno… ni siquiera vi saltar la pantera sobre el cervato blanco. Pero antes de que yo mismo lo advirtiera, tenía el arco en la mano. Grité, y la pantera levantó la cabeza.
No es fácil matar una pantera con una flecha, pero la flecha le atravesó el ojo y entró en su cerebro. Murió mientras trataba de saltar: giró sobre sí misma, arañando el suelo. Entonces supe que debía ir hacia el este, que ésa era la meta de mi viaje. Cuando llegó la noche, encendí fuego y asé la carne.
El viaje al este dura ocho soles, y hay que pasar por muchos Lugares Muertos. Los Pueblos del Bosque los temen, yo no. Una noche encendí fuego al borde de un Lugar Muerto, y a la mañana siguiente, dentro de la casa muerta, encontré un buen cuchillo, algo herrumbrado. Eso fue poco en comparación con lo que sucedió después, pero agrandó mi corazón. Cada vez que buscaba caza, la hallaba delante de mi flecha, y en dos oportunidades me crucé con cazadores del Pueblo del Bosque, sin que ellos lo supieran. Y supe entonces que mi magia era fuerte y limpio mi viaje, a pesar de la ley.
Al atardecer del octavo sol, llegué a las márgenes de un gran río. Un día y medio antes había abandonado el camino de los dioses: ya no usamos los caminos de los dioses, porque se están desmoronando en grandes bloques de piedra, y es más seguro atravesar el bosque. De lejos había visto el agua a través de los árboles, pero los árboles crecían tupidos. Al fin salí a un claro en lo alto de un acantilado. Y allá abajo estaba el gran río, como un gigante tendido al sol. Es muy largo y muy ancho. Todos los ríos que conocemos, él podría tragarlos sin aplacar su sed. Lo llaman Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi tribu lo había visto, ni siquiera mi padre, el sacerdote. Era magia, y oré nuevamente.
Después alcé los ojos y miré hacia el sur. Allá estaba el Lugar de los Dioses.
Cómo puedo decir a qué se parecía: vosotros no sabéis. Allá estaba, bajo una luz rojiza, demasiado grande para ser un grupo de casas. Allá estaba, cubierto de roja luz, poderoso y en ruinas. Adiviné que un instante más tarde los dioses me verían. Me cubrí los ojos con las manos y regresé al bosque.
Sin duda ya era demasiada osadía haber hecho esto y sobrevivir. Sin duda era bastante pasar la noche en el acantilado. Los mismos hombres del Pueblo del Bosque no se acercan. Sin embargo, mientras transcurría la noche, comprendí que debía atravesar el río y caminar en los lugares de los dioses, aunque los dioses me devoraran. Mi magia ya no servía, pero en mis entrañas ardía un fuego, en mi espíritu ardía un fuego. Al salir el sol, pensé: «Mi viaje ha sido limpio. Ahora volveré a mi casa». Mas en el preciso instante en que lo pensaba, comprendí que no podría hacerlo. Si yo iba al lugar de los dioses, moriría sin duda, pero si no iba, nunca quedaría en paz con mi espíritu. Cuando se es sacerdote, hijo de sacerdote, es mejor perder la vida que el espíritu.
Aun así, las lágrimas brotaban de mis ojos mientras construía la balsa. Si los Hombres del Bosque me hubieran acometido, habrían podido matarme sin lucha, pero no se acercaron. Cuando construí la balsa, dije las oraciones de los muertos, y me pinté para la muerte. Mi corazón estaba frío como un sapo y mis rodillas flojas como el agua, mas la llama que ardía en mi cerebro no me dejaba paz. Al botar la batea en la orilla, entoné mi cántico de la muerte. Tenía derecho a hacerlo, y era un hermoso canto:
Yo soy Juan, hijo de Juan. Mi pueblo es el Pueblo de las Colinas.
Ellos son los hombres.
Yo voy a los Lugares Muertos, y no me aniquilan.
Recojo el metal de los Lugares Muertos, y no soy fulminado.
Fatigo los caminos de los dioses y no tengo miedo. ¡E-yah! ¡He matado la pantera, he matado el cervato!
¡E-yah! He llegado al gran río. Ningún hombre llegó antes.
Está prohibido ir al este: yo lo hago; prohibido atravesar el río: estoy en él.
Abrid vuestros corazones, oh espíritus, y escuchad mi cántico.
Ahora voy al lugar de los dioses, no volveré.
¡Mi cuerpo está pintado para la muerte, mi carne es débil, mi corazón es grande mientras voy al lugar de los dioses!
Pero cuando llegué al Lugar de los Dioses tuve miedo, miedo. La corriente del gran río era muy fuerte, con sus manos aferró mi balsa. Eso era magia, porque el río en sí es ancho y calmo. En la mañana luminosa, sentía a mi alrededor espíritus malignos; sentía su aliento en la nuca, mientras era llevado corriente abajo. Nunca he estado tan solo; traté de pensar en mi sabiduría, y la vi semejante a montón de bellotas invernales recogidas por una ardilla. Ya no había fuerza en mi sabiduría, me sentí pequeño y desnudo como un pájaro recién salido del cascarón, solo en el gran río, siervo de los dioses.
Pero luego mis ojos fueron abiertos y vi. Vi ambas márgenes del río, advertí que antaño lo habían cruzado los caminos de los dioses, aunque ahora estaban rotos y caídos como rotas enredaderas. Eran muy grandes, y maravillosos y rotos: rotos en el tiempo del Gran Incendio, cuando el fuego cayó del cielo. Y cada vez la corriente me acercaba más al Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas se alzaban ante mis ojos.
No sé las costumbres de los ríos, pertenezco al Pueblo de las Colinas. Traté de guiar mi balsa con la pértiga pero la balsa giraba sobre sí misma. Pensé que el río quería llevarme más allá del Lugar de los Dioses, hacia el Agua Amarga de las leyendas. Entonces me encolericé y mi corazón se fortificó. Exclamé en alta voz:
—¡Soy sacerdote, hijo de sacerdote!
Los dioses me oyeron: los dioses me enseñaron a manejar la pértiga a un costado de la balsa. La corriente cambió. Me acerqué al Lugar de los Dioses.
Cuando estaba muy cerca, la balsa encalló y se dio vuelta. He aprendido a nadar en nuestros lagos. Nadé hacía la costa. Una gran espiga de metal herrumbrado se internaba en el río. Me encaramé a ella y permanecí sentado, jadeante. Había salvado mi arco y dos flechas, y el cuchillo que encontré en el Lugar Muerto, pero nada más. Mi balsa bajaba remolineando la corriente, en dirección al Agua Amarga. La seguía con la vista y pensé que si me hubiera ahogado bajo sus leños, por lo menos estaría a salvo y muerto. Pero cuando hube secado y reajustado la cuerda de mi arco, eché a andar hacia el Lugar de los Dioses.
La tierra que pisaban mis pies era como toda tierra. No quemaba. No es cierto lo que dicen algunas leyendas, que en ese lugar la tierra arde eternamente. Lo sé porque he estado. Es cierto que aquí y allá, sobre las ruinas, se veían los signos y las manchas del Gran Incendio. Pero eran signos viejos, viejas manchas. Tampoco es cierto lo que dicen algunos de nuestros sacerdotes, que es una isla cubierta de niebla y encantamientos. No. Es un gran Lugar Muerto, el más grande de todos los que conocemos. Lo cruzan por doquier los caminos de los dioses, aunque la mayoría están resquebrajados y rotos. Y por doquier se extienden las ruinas de las grandes torres de los dioses.
¿Cómo decir lo que vi? Marchaba cautelosamente, el arco tenso en la mano, la piel advertida para el peligro. Esperaba oír gemidos de espíritus, aullidos de demonios, mas no los oí. El sitio donde había desembarcado era muy silencioso y soleado; el viento y la lluvia y los pájaros que llevan semillas habían consumado su obra: la hierba crecía entre las grietas de la piedra rota. Es una hermosa isla, no asombra que los dioses hayan edificado en ella. Si yo hubiera sido un dios, también habría edificado ahí.
¿Cómo decir lo que vi? No todas las torres están desmoronadas, alguna que otra permanece erguida, como un gran árbol en un bosque, y los pájaros anidan en lo alto. Pero las torres parecen ciegas, porque los dioses se han ido. Vi un Martín Pescador pescando en el río. Vi una danza de mariposas blancas sobre un gran montón de piedras y columnas derruidas. Me acerqué y miré alrededor. Vi una piedra labrada, con letras inscriptas, partida en dos. Sé leer las letras, mas aquéllas no pude entenderlas. Decían UBTREAS. También descubrí la despedazada imagen de un hombre o un dios. Estaba tallada en piedra blanca, y tenía los cabellos atados a la nuca, como una mujer. En un trozo de piedra leí su nombre: ASHING. Me pareció prudente orar ante ASHING, aunque no conozco a ese dios.
¿Cómo decir lo que vi? En metal y piedra no quedaba olor de hombres. Tampoco crecían muchos árboles en aquel desierto de piedra. En cambio hay muchas palomas, que anidan en las torres: los dioses debieron amarlas, o quizá las ofrendaban en los sacrificios. Hay gatos salvajes, de ojos verdes, que merodean por los caminos de los dioses, y no temen al hombre. Por la noche gimen como demonios, pero no son demonios. Les perros cimarrones son más peligrosos, porque cazan en jaurías, pero sólo los encontré más tarde. Por todas partes hay piedras labradas, inscriptas con palabras y números mágicos.
Me dirigí hacia el norte, sin tratar de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me viera, entonces yo moriría, pero entretanto no tenía miedo. El hambre de saber ardía en mí: había tantas cosas que no alcanzaba a comprender… Transcurrido un tiempo, mi estómago tuvo hambre. Pude cazar en procura de carne, mas no lo hice. Es sabido que los dioses no cazaban como nosotros: obtenían sus alimentos de cajas y vasos mágicos. Aún es posible encontrarlos en los Lugares Muertos. Una vez, cuando era niño, y necio, abrí uno de esos vasos, probé el alimento y lo encontré dulce. Pero mi padre lo supo y me castigó severamente, porque a menudo ese alimento es la muerte. Ahora, sin embargo, había ido más allá de lo prohibido; entré en las torres más bellas, en busca del alimento de los dioses.
Lo encontré por fin en las ruinas de un gran templo, en el centro de la ciudad. Había sido, sin duda, un templo imponente, porque, aunque los colores estaban desvanecidos, advertí que el techo se hallaba pintado como el cielo nocturno con sus estrellas.
El templo se dilataba hacia abajo en grandes cuevas y túneles. Quizá allí habían encerrado a sus esclavos. Pero cuando empecé a bajar, oí chillidos de ratas y me detuve: las ratas son sucias, y a juzgar por los chillidos eran numerosas sus tribus. Pero en las proximidades, en el corazón de una ruina, detrás de una puerta que aún se abría, encontré alimentos. Comí sólo las frutas contenidas en las vasijas. Tenían un gusto muy dulce. También había bebida en botellas de vidrio: la bebida de los dioses era fuerte, me nubló la cabeza. Después de comer y beber, dormí sobre una piedra, con el arco a un costado.
Cuando desperté, el sol se ponía. Mirando hacia abajo, vi un perro sentado sobre sus cuartos traseros. Le colgaba la lengua de la boca, parecía reírse. Era un perro grande, de pelaje gris-pardo, grande como un lobo. Me levanté de un salto y le grité, pero no se movió: permaneció allí, y parecía reírse. Eso no me gustó. Cuando busqué una piedra para lanzársela, se apartó rápidamente del camino de la piedra. No me tenía miedo; me miraba como si yo fuese carne. Sin duda habría podido matarlo con una flecha, pero quizá hubiera otros. Además, caía la noche.
Miré a mi alrededor. A corta distancia pasaba uno de los grandes y derruidos caminos de los dioses. Llevaba hacia el norte. En aquella dirección las torres no eran tan altas, y aunque algunas de las casas muertas estaban desmoronadas, otras permanecían en pie. Me dirigí hacia aquel camino, por los montículos más altos de las ruinas, seguido por el perro. Al llegar al camino, advertí que tras él venían otros. Si hubiera dormido más, me habrían destrozado la garganta en mitad del sueño. Aun así, parecían seguros de su presa, no se apresuraban. Guando entré en la casa muerta, se quedaron vigilando a la entrada. Sin duda pensaron que gozarían de una emocionante cacería. Pero un perro no puede abrir una puerta, y yo sabía, por los libros, que a los dioses no les gusta vivir sobre el suelo, sino en lo alto.
Acababa de encontrar una puerta que podía abrir, cuando los perros se decidieron a acometer. ¡Ah! Se quedaron sorprendidos cuando les cerré la puerta en las narices. Era una buena puerta, de metal fuerte. Yo podía oír sus estúpidos gruñidos, pero no me detuve a responderles. Estaba en la oscuridad; encontré una escalera y subí. Había muchas escaleras, que giraban y giraban hasta que sentí vértigos. En lo alto había otra puerta; encontré el picaporte y entré. Me hallé en el interior de una cámara pequeña y alargada. A un costado había una puerta de bronce que no podía ser abierta, porque no tenía picaporte. Quizá existía una palabra mágica para abrirla, mas yo no conocía la palabra. Me encaminé a otra puerta, situada en el extremo opuesto de la pared. La cerradura estaba rota. Abrí la puerta y entré.
Adentro descubrí un lugar de grandes riquezas.
El dios que había vivido allí debía ser un dios poderoso. La primera habitación era una pequeña antesala. Me detuve unos instantes para decir a los espíritus del lugar que venía en son de paz y no como un ladrón. Cuando creí que habían tenido tiempo de escucharme, seguí adelante. ¡Ah, qué riquezas! Todo estaba como había sido: y aun pocas de las ventanas habían sido rotas. Las grandes ventanas que daban a la ciudad estaban enteras, aunque cubiertas de polvo y sucias de muchos años. En los pisos había tapices de colores no desvanecidos, y las sillas eran blandas y mullidas. En las paredes vi cuadros, muy extraños, muy maravillosos. Recuerdo uno que representaba un ramillete de flores en un vaso: si uno se acercaba, no veía más que fragmentos de color, pero si lo miraba de lejos, parecía que las flores hubieran sido cortadas ayer. Sentí algo extraño en el corazón al mirar este cuadro y al ver sobre la mesa la figura de un pájaro, modelado en arcilla dura y tan semejante a nuestros pájaros. Por doquier había libros y escritos, muchos en lenguas que yo no conocía. El dios que habitó ese lugar debió ser un dios prudente y lleno de sabiduría. Sentí que yo tenía derecho a estar allí, porque yo también buscaba la sabiduría.
Sin embargo, era extraño. Había un lavatorio, pero no había agua. Quizá los dioses se lavaban con aire. Había un lugar para cocinar, pero no había leña y aunque vi una máquina para cocer los alimentos, no encontré un lugar para encender fuego. Tampoco velas ni pimparas: había cosas que parecían lámparas, pero no tenían mecha ni aceite. Todas esas cosas eran mágicas. Sin embargo, yo las toqué y viví. Habían perdido su magia. Por ejemplo, en el lavatorio había una cosa que decía «Caliente», y no era caliente al tacto; otra cosa decía «Fría», y no era fría. Ésa debió ser una magia muy fuerte, pero la magia había desaparecido. No comprendo. Ellos poseían secretos. Ojalá los conociera.
Aquella casa de los dioses era sofocante, seca y polvorienta. Dije que la magia había desaparecido, pero no es cierto: había desaparecido de las cosas mágicas, no del lugar. Sentí espíritus que me rodeaban y que pesaban en mí. Nunca había dormido en un Lugar Muerto, pero esta noche debía dormir aquí. Cuando lo pensé, sentí la lengua seca en la garganta, a pesar de mis deseos de saber. Estuve a punto de salir para enfrentarme con los perros, mas no lo hice.
No había recorrido todas las habitaciones cuando oscureció del todo. Entonces volví a la gran sala que da a la ciudad y encendí fuego. Había un lugar para encender fuego y un cajón con leña, aunque no creo que cocinaran allí. Me envolví en una alfombra y me quedé dormido junto al fuego. Estaba muy cansado.
Ahora diré lo que es magia fuerte. Desperté en mitad de la noche. El fuego se había apagado; sentí frío. Creí escuchar a mi alrededor voces y murmullos. Cerré los ojos para ahuyentarlos. Algunos dirán que volví a quedarme dormido, pero no lo creo. Sentí que los espíritus sacaban mi alma de mi cuerpo como un pez al extremo de una línea de pescar.
¿Por qué habría de mentir? Soy sacerdote, soy hijo de sacerdote. Si hay espíritus, como dicen, en los pequeños Lugares Muertos próximos a nosotros, ¿cómo no ha de haberlos en aquel gran Lugar de los Dioses? ¿Y acaso no querrían hablar? ¿Después de tantos años? Sé que me sentí arrastrado como un pez por el sedal. Había salido de mi cuerpo: podía ver mi cuerpo dormido ante el fuego apagado, pero ese cuerpo no era yo. Yo era arrastrado a contemplar la ciudad de los dioses.
Todo debía estar oscuro, porque era de noche, y sin embargo no estaba oscuro. Por doquier había luces: hileras de luces, círculos y manchas de luz. Diez mil antorchas encendidas no habrían dado tanta luz. El mismo cielo estaba iluminado. El resplandor del cielo apenas dejaba ver las estrellas. Pensé para mis adentros: «Ésta es magia muy fuerte», y temblé. Llegaba a mis oídos un estruendo semejante al de impetuosos ríos. Después mis ojos se acostumbraron a la luz y mis oídos se acostumbraron al ruido. Comprendí que estaba viendo la ciudad tal como había sido cuando vivían los dioses.
Era un espectáculo maravilloso, sin duda. No habría podido verlo con mi cuerpo, porque mi cuerpo habría muerto. Por doquier iban los dioses, a pie y en carrozas; innumerables dioses, y sus carrozas obstruían las calles. Habían convertido la noche en día para su placer, no dormían con el sol. El ruido de sus idas y venidas era el ruido de muchas aguas. Era magia lo que podían hacer, era magia lo que hacían.
Me asomé a otra ventana y vi que las grandes enredaderas de sus puentes estaban intactas y que los caminos de los dioses se extendían hacia el este y hacia el oeste. Incansables, incansables eran los dioses, nunca se detenían. Perforaban túneles bajo los ríos, volaban por el aire. Con herramientas nunca vistas construían obras gigantescas. Ningún lugar de la tierra estaba a salvo de ellos. Si querían una cosa, mandaban buscarla al otro extremo del mundo. Y siempre, cuando trabajaban y cuando descansaban, cuando celebraban y cuando hacían el amor, resonaba en sus oídos, como un tambor, el pulso de la ciudad colosal, latido tras latido, semejante al corazón de un hombre.
¿Eran felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos, eran magníficos, eran terribles. Al verlos, al ver su magia, me sentí como un niño. Me pareció que, de proponérselo, podrían arrancar la luna del cielo. Los vi avanzar de conocimiento en conocimiento, de ciencia en ciencia. Y sin embargo, no todo lo que hacían estaba bien hecho —aun yo podía advertirlo—, y sin embargo su ciencia no podía menos de crecer hasta que todo quedara en paz.
Después vi su destino abatirse sobre ellos, y eso fue más terrible de lo que se puede expresar en palabras. El destino cayó sobre ellos mientras caminaban por las calles de su ciudad. Yo he estado en los combates con los Pueblos del Bosque, he visto morir los hombres. Pero esto era distinto. Cuando los dioses guerrean con los dioses, utilizan armas que nosotros no conocemos. Era como un fuego que cayese del cielo, y una niebla que envenenaba. Fue el tiempo de la Destrucción y del Gran Incendio. Corrían como hormigas por las calles de su ciudad… ¡pobres dioses, pobres dioses! Después empezaron a caer las torres. Unos pocos escaparon… sí, unos pocos. Lo dicen las leyendas. Pero aun después que la ciudad se convirtió en un Lugar Muerto, el veneno permaneció en el suelo durante muchos años. Yo lo vi ocurrir, yo vi morir los últimos dioses. La ciudad destrozada quedó a oscuras, y rompí a llorar.
Todo esto vi. Como lo cuento lo vi, aunque no con el cuerpo. Cuando desperté, por la mañana, tenía hambre, aunque lo primero en que pensé no fue mi hambre, porque sentía el corazón confuso y perplejo. Ahora sabía por qué existían los Lugares Muertos, mas no sabía por qué había ocurrido aquello. Me parecía imposible que hubiese ocurrido, con toda la magia que ellos tenían. Recorrí la casa buscando una respuesta. Había en ella tantas cosas que no podía comprender, aunque soy sacerdote y mi padre fue sacerdote. Era como estar a la orilla de un gran río, de noche, y sin luz para ver el camino.
Entonces vi al dios muerto. Estaba sentado en su silla, junto a la ventana, en una habitación donde yo no había entrado antes, y en el primer momento pensé que estaba vivo. Después vi la piel del dorso de su mano: era como un cuero seco. La pieza estaba cerrada, seca y caliente. Por eso, sin duda, se había conservado así. Al principio tuve miedo de acercarme, después el temor me abandonó. Estaba sentado, con la vista clavada en la ciudad. Vestía las ropas de los dioses. No era joven ni viejo, yo no habría sabido calcular su edad. Pero había sabiduría en su semblante, y una gran tristeza. Era evidente que él no había querido huir. Se había sentado ante la ventana, viendo morir su ciudad; después él mismo había muerto. Pero es mejor perder la vida que el espíritu, y era seguro, a juzgar por el rostro, que su espíritu no se había perdido. Comprendí que si lo tocaba caería desmenuzado en polvo, y no obstante había algo inconquistado en su rostro.
Éste es el fin de mi historia, porque entonces supe que era un hombre: supe que no habían sido dioses ni demonios los habitantes de la ciudad, sino hombres. Es mucho saber, difícil de contar y de creer. Eran hombres: habían recorrido un camino oscuro, pero eran hombres. Después de eso ya no tuve miedo: no tuve miedo mientras regresaba a mi país, aunque dos veces luché con los perros cimarrones y en otra oportunidad me persiguieron durante dos días los Hombres del Bosque. Cuando vi nuevamente a mi padre, oré y fui purificado. Él me tocó los labios y el pecho, y dijo:
—Cuando te fuiste eras un niño. Ahora vuelves hecho un hombre y un sacerdote.
—Padre —repuse—, ¡eran hombres! ¡He estado en el Lugar de los Dioses, lo he visto! Ahora mátame, si ésa es la ley… pero aun así, eran hombres.
Él me miró con ambos ojos.
—La ley no es siempre la misma —dijo—. Tú has hecho lo que has hecho. En mis días yo no lo habría hecho, pero tú has venido después que yo. ¡Habla!
Conté mi historia y él la escuchó. Después quise decirla a todos, pero él me disuadió. Dijo:
—La verdad es un ciervo difícil de cazar. Si comes demasiada verdad de una sola vez, puedes morir de la verdad. No en vano nuestros padres vedaron los Lugares Muertos.
Tenía razón: es mejor que la verdad nos llegue poco a poco. Yo lo he aprendido, a fuer de sacerdote. Quizá en los viejos tiempos los hombres devoraron la verdad con demasiada prisa.
Sin embargo, estamos en el comienzo. Ya no vamos a los Lugares Muertos sólo en busca de metal. También buscamos los libros y las escrituras. Son difíciles de aprender. Y las herramientas mágicas están rotas. Pero podemos mirarlas y maravillarnos. Podemos empezar. Y cuando yo sea sumo sacerdote, atravesaremos el gran río. Iremos al Lugar de los Dioses —el lugar Newyork— y no seremos un solo hombre, sino muchos. Buscaremos las imágenes de los dioses y encontraremos el dios ASHING y los otros dioses —los dioses Lincoln y Biltmore y Moisés. Pero fueron hombres los que construyeron la ciudad, no dioses ni demonios. Fueron hombres. Recuerdo la cara del hombre muerto. Fueron hombres los que estuvieron aquí antes que nosotros. Debemos construir de nuevo.
Stephen Vincent Benét, Junto a las aguas de Babilonia.