Stephen Vincent Benét, Junto a las aguas de Babilonia

Junto a las aguas de Babilonia

Al norte, al oeste y al sur hay buena caza, pero está prohibido ir hacia el este. Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos, salvo en busca de metal, y quien busque el metal debe ser sacerdote, hijo de sacerdote. Después, tanto el hombre como el metal deben ser purificados. Éstas son las reglas y las leyes; están bien hechas. Está prohibido cruzar el gran río y ver el lugar que fue el Lugar de los Dioses; eso está rigurosamente prohibido. Ni siquiera pronunciamos su nombre, aunque lo sabemos. Es allí donde viven espíritus y demonios, allí donde están las cenizas del Gran Incendio. Esas cosas están prohibidas, han estado prohibidas desde el comienzo de los tiempos.
Mi padre es sacerdote; yo soy hijo de sacerdote. He estado, con mi padre, en los Lugares Muertos más próximos. Al principio tuve miedo. Cuando mi padre entró en la casa en busca del metal, me quedé junto a la puerta y sentí el corazón pequeño y débil. Era la casa de un hombre muerto, una casa de espíritus. No tenía el olor del hombre, aunque en un rincón había antiguos huesos. Pero no está bien que hijo de sacerdote demuestre temor. Miré los huesos en la sombra y acallé mi voz.
Después salió mi padre con el metal, un trozo grande y fuerte. Me miró con ambos ojos, pero yo no había huido. Me dio el metal para que lo tuviera en las manos. Lo toqué y no morí. Entonces supo que yo era verdaderamente su hijo y que llegado el momento sería sacerdote. Cuando ocurrió eso, yo era muy joven. Sin embargo, mis hermanos no lo habrían hecho, aunque son buenos cazadores. A partir de aquel día tuve el mejor trozo de carne y el rincón más tibio junto al fuego. Mi padre velaba por mí, se alegraba de que fuera a ser sacerdote. Pero cuando me vanagloriaba, o lloraba sin motivo, me castigaba con más rigor que a mis hermanos. Era justo.
Al cabo de un tiempo yo mismo pude entrar en las casas muertas y buscar el metal. Así aprendí los secretos de esas casas, y ya no tenía miedo cuando veía los huesos. Los huesos son livianos y viejos, a veces se desmenuzan en polvo cuando uno los toca. Pero tocarlos es gran pecado.
Me enseñaron los cánticos y los ensalmos, me enseñaron a restañar la sangre de las heridas y otros secretos. Un sacerdote debe conocer muchos secretos. Eso decía mi padre. Si los cazadores creen que hacemos todas las cosas mediante cánticos y hechizos, allá ellos, eso no les hace daño. Me enseñaron a leer los viejos libros y a escribir las viejas escrituras: fue difícil, me llevó mucho tiempo. Mi sabiduría me hizo feliz: era como un fuego en mi corazón. Lo que más me gustaba era oír la historia de los Viejos Días y la historia de los dioses. Yo mismo me dirigía muchas preguntas que no podía contestar, pero era bueno hacérmelas. De noche solía quedarme despierto, escuchando el viento: me parecía la voz de los dioses que atravesaban el espacio.
Nosotros no somos ignorantes como los pueblos del bosque, nuestras mujeres hilan lana en la rueca, nuestros sacerdotes llevan túnicas blancas. No comemos gorgojos de los árboles, no hemos olvidado las viejas escrituras, aunque son difíciles de entender. Sin embargo, mi sabiduría y la pobreza de mi sabiduría ardían en mí: quería aprender más. Cuando al fin fui hombre, llegué a mi padre y le dije:
—Es venido el tiempo de iniciar mi viaje. Concédeme tu permiso.
Me miró largamente, acariciándose la barba, y dijo por último:
—Sí. Es tiempo.
Aquella noche, en la casa de los sacerdotes, pedí y recibí la purificación. Me dolía el cuerpo, pero mi espíritu era una piedra helada. Fue mi propio padre quien me interrogó sobre mis sueños.
Me ordenó mirar el humo del fuego y ver… Vi y conté lo que vi. Era lo que siempre había visto: un río, y allende el río un vasto Lugar Muerto y en él caminaban los dioses. Siempre he meditado en eso. Sus ojos eran severos cuando se lo dije: ya no era mi padre, sino un sacerdote.
—Ése es un sueño muy fuerte —dijo—.
—Es mío —repliqué.
El humo temblaba y yo sentía la cabeza liviana. En la cámara exterior cantaban el cántico de la Estrella, y yo lo oía como un zumbido de abejas en mi cabeza.
Me preguntó cómo estaban vestidos los dioses, le dije cómo estaban vestidos. Nosotros sabemos, por el libro, cuáles eran sus vestiduras, pero yo los veía como si estuviesen ante mí. Cuando hube terminado, tiró tres veces los palillos y los observó al caer.
—Es un sueño muy fuerte —dijo—. Puede devorarte.
—No tengo miedo —repuse, y lo miré con ambos ojos. Mi propia voz sonó débil a mis oídos, pero fue por causa del humo.
Me tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas.
—Llévalas —dijo—. Está prohibido ir hacia el este. Está prohibido cruzar el río. Está prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas están prohibidas.
—Todas esas cosas están prohibidas —dije, pero era mi voz quien hablaba y no mi espíritu.
Él me miró nuevamente.
—Hijo mío —dijo—. Antaño tuve sueños jóvenes. Si tus sueños no te devoran, puedes ser un gran sacerdote. Si te devoran, siempre eres mi hijo. Ponte en camino.
Ayuné, es ley. Me dolía el cuerpo, no el corazón. Cuando llegó el alba, había perdido de vista la aldea. Oré, me purifiqué, aguardé una señal. La señal fue un águila. Volaba hacia el este.
A veces malos espíritus envían los signos. Esperé nuevamente en la roca chata, ayunando, sin probar alimento. Me quedé muy quieto: podía sentir el cielo en lo alto, debajo la tierra. Esperé hasta que el sol comenzó a hundirse. Entonces tres ciervos cruzaron el valle en dirección al este. No me ventearon, no me vieron. Con ellos iba un cervato blanco. Ése era un signo muy grande.
Los seguí a la distancia, aguardando los acontecimientos. El deseo de ir hacia el este inquietaba mi corazón; sin embargo, sabía que debía ir. Me zumbaba la cabeza por el ayuno… ni siquiera vi saltar la pantera sobre el cervato blanco. Pero antes de que yo mismo lo advirtiera, tenía el arco en la mano. Grité, y la pantera levantó la cabeza.
No es fácil matar una pantera con una flecha, pero la flecha le atravesó el ojo y entró en su cerebro. Murió mientras trataba de saltar: giró sobre sí misma, arañando el suelo. Entonces supe que debía ir hacia el este, que ésa era la meta de mi viaje. Cuando llegó la noche, encendí fuego y asé la carne.
El viaje al este dura ocho soles, y hay que pasar por muchos Lugares Muertos. Los Pueblos del Bosque los temen, yo no. Una noche encendí fuego al borde de un Lugar Muerto, y a la mañana siguiente, dentro de la casa muerta, encontré un buen cuchillo, algo herrumbrado. Eso fue poco en comparación con lo que sucedió después, pero agrandó mi corazón. Cada vez que buscaba caza, la hallaba delante de mi flecha, y en dos oportunidades me crucé con cazadores del Pueblo del Bosque, sin que ellos lo supieran. Y supe entonces que mi magia era fuerte y limpio mi viaje, a pesar de la ley.
Al atardecer del octavo sol, llegué a las márgenes de un gran río. Un día y medio antes había abandonado el camino de los dioses: ya no usamos los caminos de los dioses, porque se están desmoronando en grandes bloques de piedra, y es más seguro atravesar el bosque. De lejos había visto el agua a través de los árboles, pero los árboles crecían tupidos. Al fin salí a un claro en lo alto de un acantilado. Y allá abajo estaba el gran río, como un gigante tendido al sol. Es muy largo y muy ancho. Todos los ríos que conocemos, él podría tragarlos sin aplacar su sed. Lo llaman Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi tribu lo había visto, ni siquiera mi padre, el sacerdote. Era magia, y oré nuevamente.
Después alcé los ojos y miré hacia el sur. Allá estaba el Lugar de los Dioses.
Cómo puedo decir a qué se parecía: vosotros no sabéis. Allá estaba, bajo una luz rojiza, demasiado grande para ser un grupo de casas. Allá estaba, cubierto de roja luz, poderoso y en ruinas. Adiviné que un instante más tarde los dioses me verían. Me cubrí los ojos con las manos y regresé al bosque.
Sin duda ya era demasiada osadía haber hecho esto y sobrevivir. Sin duda era bastante pasar la noche en el acantilado. Los mismos hombres del Pueblo del Bosque no se acercan. Sin embargo, mientras transcurría la noche, comprendí que debía atravesar el río y caminar en los lugares de los dioses, aunque los dioses me devoraran. Mi magia ya no servía, pero en mis entrañas ardía un fuego, en mi espíritu ardía un fuego. Al salir el sol, pensé: «Mi viaje ha sido limpio. Ahora volveré a mi casa». Mas en el preciso instante en que lo pensaba, comprendí que no podría hacerlo. Si yo iba al lugar de los dioses, moriría sin duda, pero si no iba, nunca quedaría en paz con mi espíritu. Cuando se es sacerdote, hijo de sacerdote, es mejor perder la vida que el espíritu.
Aun así, las lágrimas brotaban de mis ojos mientras construía la balsa. Si los Hombres del Bosque me hubieran acometido, habrían podido matarme sin lucha, pero no se acercaron. Cuando construí la balsa, dije las oraciones de los muertos, y me pinté para la muerte. Mi corazón estaba frío como un sapo y mis rodillas flojas como el agua, mas la llama que ardía en mi cerebro no me dejaba paz. Al botar la batea en la orilla, entoné mi cántico de la muerte. Tenía derecho a hacerlo, y era un hermoso canto:
Yo soy Juan, hijo de Juan. Mi pueblo es el Pueblo de las Colinas.
Ellos son los hombres.
Yo voy a los Lugares Muertos, y no me aniquilan.
Recojo el metal de los Lugares Muertos, y no soy fulminado.
Fatigo los caminos de los dioses y no tengo miedo. ¡E-yah! ¡He matado la pantera, he matado el cervato!
¡E-yah! He llegado al gran río. Ningún hombre llegó antes.
Está prohibido ir al este: yo lo hago; prohibido atravesar el río: estoy en él.
Abrid vuestros corazones, oh espíritus, y escuchad mi cántico.
Ahora voy al lugar de los dioses, no volveré.
¡Mi cuerpo está pintado para la muerte, mi carne es débil, mi corazón es grande mientras voy al lugar de los dioses!
Pero cuando llegué al Lugar de los Dioses tuve miedo, miedo. La corriente del gran río era muy fuerte, con sus manos aferró mi balsa. Eso era magia, porque el río en sí es ancho y calmo. En la mañana luminosa, sentía a mi alrededor espíritus malignos; sentía su aliento en la nuca, mientras era llevado corriente abajo. Nunca he estado tan solo; traté de pensar en mi sabiduría, y la vi semejante a montón de bellotas invernales recogidas por una ardilla. Ya no había fuerza en mi sabiduría, me sentí pequeño y desnudo como un pájaro recién salido del cascarón, solo en el gran río, siervo de los dioses.
Pero luego mis ojos fueron abiertos y vi. Vi ambas márgenes del río, advertí que antaño lo habían cruzado los caminos de los dioses, aunque ahora estaban rotos y caídos como rotas enredaderas. Eran muy grandes, y maravillosos y rotos: rotos en el tiempo del Gran Incendio, cuando el fuego cayó del cielo. Y cada vez la corriente me acercaba más al Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas se alzaban ante mis ojos.
No sé las costumbres de los ríos, pertenezco al Pueblo de las Colinas. Traté de guiar mi balsa con la pértiga pero la balsa giraba sobre sí misma. Pensé que el río quería llevarme más allá del Lugar de los Dioses, hacia el Agua Amarga de las leyendas. Entonces me encolericé y mi corazón se fortificó. Exclamé en alta voz:
—¡Soy sacerdote, hijo de sacerdote!
Los dioses me oyeron: los dioses me enseñaron a manejar la pértiga a un costado de la balsa. La corriente cambió. Me acerqué al Lugar de los Dioses.
Cuando estaba muy cerca, la balsa encalló y se dio vuelta. He aprendido a nadar en nuestros lagos. Nadé hacía la costa. Una gran espiga de metal herrumbrado se internaba en el río. Me encaramé a ella y permanecí sentado, jadeante. Había salvado mi arco y dos flechas, y el cuchillo que encontré en el Lugar Muerto, pero nada más. Mi balsa bajaba remolineando la corriente, en dirección al Agua Amarga. La seguía con la vista y pensé que si me hubiera ahogado bajo sus leños, por lo menos estaría a salvo y muerto. Pero cuando hube secado y reajustado la cuerda de mi arco, eché a andar hacia el Lugar de los Dioses.
La tierra que pisaban mis pies era como toda tierra. No quemaba. No es cierto lo que dicen algunas leyendas, que en ese lugar la tierra arde eternamente. Lo sé porque he estado. Es cierto que aquí y allá, sobre las ruinas, se veían los signos y las manchas del Gran Incendio. Pero eran signos viejos, viejas manchas. Tampoco es cierto lo que dicen algunos de nuestros sacerdotes, que es una isla cubierta de niebla y encantamientos. No. Es un gran Lugar Muerto, el más grande de todos los que conocemos. Lo cruzan por doquier los caminos de los dioses, aunque la mayoría están resquebrajados y rotos. Y por doquier se extienden las ruinas de las grandes torres de los dioses.
¿Cómo decir lo que vi? Marchaba cautelosamente, el arco tenso en la mano, la piel advertida para el peligro. Esperaba oír gemidos de espíritus, aullidos de demonios, mas no los oí. El sitio donde había desembarcado era muy silencioso y soleado; el viento y la lluvia y los pájaros que llevan semillas habían consumado su obra: la hierba crecía entre las grietas de la piedra rota. Es una hermosa isla, no asombra que los dioses hayan edificado en ella. Si yo hubiera sido un dios, también habría edificado ahí.
¿Cómo decir lo que vi? No todas las torres están desmoronadas, alguna que otra permanece erguida, como un gran árbol en un bosque, y los pájaros anidan en lo alto. Pero las torres parecen ciegas, porque los dioses se han ido. Vi un Martín Pescador pescando en el río. Vi una danza de mariposas blancas sobre un gran montón de piedras y columnas derruidas. Me acerqué y miré alrededor. Vi una piedra labrada, con letras inscriptas, partida en dos. Sé leer las letras, mas aquéllas no pude entenderlas. Decían UBTREAS. También descubrí la despedazada imagen de un hombre o un dios. Estaba tallada en piedra blanca, y tenía los cabellos atados a la nuca, como una mujer. En un trozo de piedra leí su nombre: ASHING. Me pareció prudente orar ante ASHING, aunque no conozco a ese dios.
¿Cómo decir lo que vi? En metal y piedra no quedaba olor de hombres. Tampoco crecían muchos árboles en aquel desierto de piedra. En cambio hay muchas palomas, que anidan en las torres: los dioses debieron amarlas, o quizá las ofrendaban en los sacrificios. Hay gatos salvajes, de ojos verdes, que merodean por los caminos de los dioses, y no temen al hombre. Por la noche gimen como demonios, pero no son demonios. Les perros cimarrones son más peligrosos, porque cazan en jaurías, pero sólo los encontré más tarde. Por todas partes hay piedras labradas, inscriptas con palabras y números mágicos.
Me dirigí hacia el norte, sin tratar de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me viera, entonces yo moriría, pero entretanto no tenía miedo. El hambre de saber ardía en mí: había tantas cosas que no alcanzaba a comprender… Transcurrido un tiempo, mi estómago tuvo hambre. Pude cazar en procura de carne, mas no lo hice. Es sabido que los dioses no cazaban como nosotros: obtenían sus alimentos de cajas y vasos mágicos. Aún es posible encontrarlos en los Lugares Muertos. Una vez, cuando era niño, y necio, abrí uno de esos vasos, probé el alimento y lo encontré dulce. Pero mi padre lo supo y me castigó severamente, porque a menudo ese alimento es la muerte. Ahora, sin embargo, había ido más allá de lo prohibido; entré en las torres más bellas, en busca del alimento de los dioses.
Lo encontré por fin en las ruinas de un gran templo, en el centro de la ciudad. Había sido, sin duda, un templo imponente, porque, aunque los colores estaban desvanecidos, advertí que el techo se hallaba pintado como el cielo nocturno con sus estrellas.
El templo se dilataba hacia abajo en grandes cuevas y túneles. Quizá allí habían encerrado a sus esclavos. Pero cuando empecé a bajar, oí chillidos de ratas y me detuve: las ratas son sucias, y a juzgar por los chillidos eran numerosas sus tribus. Pero en las proximidades, en el corazón de una ruina, detrás de una puerta que aún se abría, encontré alimentos. Comí sólo las frutas contenidas en las vasijas. Tenían un gusto muy dulce. También había bebida en botellas de vidrio: la bebida de los dioses era fuerte, me nubló la cabeza. Después de comer y beber, dormí sobre una piedra, con el arco a un costado.
Cuando desperté, el sol se ponía. Mirando hacia abajo, vi un perro sentado sobre sus cuartos traseros. Le colgaba la lengua de la boca, parecía reírse. Era un perro grande, de pelaje gris-pardo, grande como un lobo. Me levanté de un salto y le grité, pero no se movió: permaneció allí, y parecía reírse. Eso no me gustó. Cuando busqué una piedra para lanzársela, se apartó rápidamente del camino de la piedra. No me tenía miedo; me miraba como si yo fuese carne. Sin duda habría podido matarlo con una flecha, pero quizá hubiera otros. Además, caía la noche.
Miré a mi alrededor. A corta distancia pasaba uno de los grandes y derruidos caminos de los dioses. Llevaba hacia el norte. En aquella dirección las torres no eran tan altas, y aunque algunas de las casas muertas estaban desmoronadas, otras permanecían en pie. Me dirigí hacia aquel camino, por los montículos más altos de las ruinas, seguido por el perro. Al llegar al camino, advertí que tras él venían otros. Si hubiera dormido más, me habrían destrozado la garganta en mitad del sueño. Aun así, parecían seguros de su presa, no se apresuraban. Guando entré en la casa muerta, se quedaron vigilando a la entrada. Sin duda pensaron que gozarían de una emocionante cacería. Pero un perro no puede abrir una puerta, y yo sabía, por los libros, que a los dioses no les gusta vivir sobre el suelo, sino en lo alto.
Acababa de encontrar una puerta que podía abrir, cuando los perros se decidieron a acometer. ¡Ah! Se quedaron sorprendidos cuando les cerré la puerta en las narices. Era una buena puerta, de metal fuerte. Yo podía oír sus estúpidos gruñidos, pero no me detuve a responderles. Estaba en la oscuridad; encontré una escalera y subí. Había muchas escaleras, que giraban y giraban hasta que sentí vértigos. En lo alto había otra puerta; encontré el picaporte y entré. Me hallé en el interior de una cámara pequeña y alargada. A un costado había una puerta de bronce que no podía ser abierta, porque no tenía picaporte. Quizá existía una palabra mágica para abrirla, mas yo no conocía la palabra. Me encaminé a otra puerta, situada en el extremo opuesto de la pared. La cerradura estaba rota. Abrí la puerta y entré.
Adentro descubrí un lugar de grandes riquezas.
El dios que había vivido allí debía ser un dios poderoso. La primera habitación era una pequeña antesala. Me detuve unos instantes para decir a los espíritus del lugar que venía en son de paz y no como un ladrón. Cuando creí que habían tenido tiempo de escucharme, seguí adelante. ¡Ah, qué riquezas! Todo estaba como había sido: y aun pocas de las ventanas habían sido rotas. Las grandes ventanas que daban a la ciudad estaban enteras, aunque cubiertas de polvo y sucias de muchos años. En los pisos había tapices de colores no desvanecidos, y las sillas eran blandas y mullidas. En las paredes vi cuadros, muy extraños, muy maravillosos. Recuerdo uno que representaba un ramillete de flores en un vaso: si uno se acercaba, no veía más que fragmentos de color, pero si lo miraba de lejos, parecía que las flores hubieran sido cortadas ayer. Sentí algo extraño en el corazón al mirar este cuadro y al ver sobre la mesa la figura de un pájaro, modelado en arcilla dura y tan semejante a nuestros pájaros. Por doquier había libros y escritos, muchos en lenguas que yo no conocía. El dios que habitó ese lugar debió ser un dios prudente y lleno de sabiduría. Sentí que yo tenía derecho a estar allí, porque yo también buscaba la sabiduría.
Sin embargo, era extraño. Había un lavatorio, pero no había agua. Quizá los dioses se lavaban con aire. Había un lugar para cocinar, pero no había leña y aunque vi una máquina para cocer los alimentos, no encontré un lugar para encender fuego. Tampoco velas ni pimparas: había cosas que parecían lámparas, pero no tenían mecha ni aceite. Todas esas cosas eran mágicas. Sin embargo, yo las toqué y viví. Habían perdido su magia. Por ejemplo, en el lavatorio había una cosa que decía «Caliente», y no era caliente al tacto; otra cosa decía «Fría», y no era fría. Ésa debió ser una magia muy fuerte, pero la magia había desaparecido. No comprendo. Ellos poseían secretos. Ojalá los conociera.
Aquella casa de los dioses era sofocante, seca y polvorienta. Dije que la magia había desaparecido, pero no es cierto: había desaparecido de las cosas mágicas, no del lugar. Sentí espíritus que me rodeaban y que pesaban en mí. Nunca había dormido en un Lugar Muerto, pero esta noche debía dormir aquí. Cuando lo pensé, sentí la lengua seca en la garganta, a pesar de mis deseos de saber. Estuve a punto de salir para enfrentarme con los perros, mas no lo hice.
No había recorrido todas las habitaciones cuando oscureció del todo. Entonces volví a la gran sala que da a la ciudad y encendí fuego. Había un lugar para encender fuego y un cajón con leña, aunque no creo que cocinaran allí. Me envolví en una alfombra y me quedé dormido junto al fuego. Estaba muy cansado.
Ahora diré lo que es magia fuerte. Desperté en mitad de la noche. El fuego se había apagado; sentí frío. Creí escuchar a mi alrededor voces y murmullos. Cerré los ojos para ahuyentarlos. Algunos dirán que volví a quedarme dormido, pero no lo creo. Sentí que los espíritus sacaban mi alma de mi cuerpo como un pez al extremo de una línea de pescar.
¿Por qué habría de mentir? Soy sacerdote, soy hijo de sacerdote. Si hay espíritus, como dicen, en los pequeños Lugares Muertos próximos a nosotros, ¿cómo no ha de haberlos en aquel gran Lugar de los Dioses? ¿Y acaso no querrían hablar? ¿Después de tantos años? Sé que me sentí arrastrado como un pez por el sedal. Había salido de mi cuerpo: podía ver mi cuerpo dormido ante el fuego apagado, pero ese cuerpo no era yo. Yo era arrastrado a contemplar la ciudad de los dioses.
Todo debía estar oscuro, porque era de noche, y sin embargo no estaba oscuro. Por doquier había luces: hileras de luces, círculos y manchas de luz. Diez mil antorchas encendidas no habrían dado tanta luz. El mismo cielo estaba iluminado. El resplandor del cielo apenas dejaba ver las estrellas. Pensé para mis adentros: «Ésta es magia muy fuerte», y temblé. Llegaba a mis oídos un estruendo semejante al de impetuosos ríos. Después mis ojos se acostumbraron a la luz y mis oídos se acostumbraron al ruido. Comprendí que estaba viendo la ciudad tal como había sido cuando vivían los dioses.
Era un espectáculo maravilloso, sin duda. No habría podido verlo con mi cuerpo, porque mi cuerpo habría muerto. Por doquier iban los dioses, a pie y en carrozas; innumerables dioses, y sus carrozas obstruían las calles. Habían convertido la noche en día para su placer, no dormían con el sol. El ruido de sus idas y venidas era el ruido de muchas aguas. Era magia lo que podían hacer, era magia lo que hacían.
Me asomé a otra ventana y vi que las grandes enredaderas de sus puentes estaban intactas y que los caminos de los dioses se extendían hacia el este y hacia el oeste. Incansables, incansables eran los dioses, nunca se detenían. Perforaban túneles bajo los ríos, volaban por el aire. Con herramientas nunca vistas construían obras gigantescas. Ningún lugar de la tierra estaba a salvo de ellos. Si querían una cosa, mandaban buscarla al otro extremo del mundo. Y siempre, cuando trabajaban y cuando descansaban, cuando celebraban y cuando hacían el amor, resonaba en sus oídos, como un tambor, el pulso de la ciudad colosal, latido tras latido, semejante al corazón de un hombre.
¿Eran felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos, eran magníficos, eran terribles. Al verlos, al ver su magia, me sentí como un niño. Me pareció que, de proponérselo, podrían arrancar la luna del cielo. Los vi avanzar de conocimiento en conocimiento, de ciencia en ciencia. Y sin embargo, no todo lo que hacían estaba bien hecho —aun yo podía advertirlo—, y sin embargo su ciencia no podía menos de crecer hasta que todo quedara en paz.
Después vi su destino abatirse sobre ellos, y eso fue más terrible de lo que se puede expresar en palabras. El destino cayó sobre ellos mientras caminaban por las calles de su ciudad. Yo he estado en los combates con los Pueblos del Bosque, he visto morir los hombres. Pero esto era distinto. Cuando los dioses guerrean con los dioses, utilizan armas que nosotros no conocemos. Era como un fuego que cayese del cielo, y una niebla que envenenaba. Fue el tiempo de la Destrucción y del Gran Incendio. Corrían como hormigas por las calles de su ciudad… ¡pobres dioses, pobres dioses! Después empezaron a caer las torres. Unos pocos escaparon… sí, unos pocos. Lo dicen las leyendas. Pero aun después que la ciudad se convirtió en un Lugar Muerto, el veneno permaneció en el suelo durante muchos años. Yo lo vi ocurrir, yo vi morir los últimos dioses. La ciudad destrozada quedó a oscuras, y rompí a llorar.
Todo esto vi. Como lo cuento lo vi, aunque no con el cuerpo. Cuando desperté, por la mañana, tenía hambre, aunque lo primero en que pensé no fue mi hambre, porque sentía el corazón confuso y perplejo. Ahora sabía por qué existían los Lugares Muertos, mas no sabía por qué había ocurrido aquello. Me parecía imposible que hubiese ocurrido, con toda la magia que ellos tenían. Recorrí la casa buscando una respuesta. Había en ella tantas cosas que no podía comprender, aunque soy sacerdote y mi padre fue sacerdote. Era como estar a la orilla de un gran río, de noche, y sin luz para ver el camino.
Entonces vi al dios muerto. Estaba sentado en su silla, junto a la ventana, en una habitación donde yo no había entrado antes, y en el primer momento pensé que estaba vivo. Después vi la piel del dorso de su mano: era como un cuero seco. La pieza estaba cerrada, seca y caliente. Por eso, sin duda, se había conservado así. Al principio tuve miedo de acercarme, después el temor me abandonó. Estaba sentado, con la vista clavada en la ciudad. Vestía las ropas de los dioses. No era joven ni viejo, yo no habría sabido calcular su edad. Pero había sabiduría en su semblante, y una gran tristeza. Era evidente que él no había querido huir. Se había sentado ante la ventana, viendo morir su ciudad; después él mismo había muerto. Pero es mejor perder la vida que el espíritu, y era seguro, a juzgar por el rostro, que su espíritu no se había perdido. Comprendí que si lo tocaba caería desmenuzado en polvo, y no obstante había algo inconquistado en su rostro.
Éste es el fin de mi historia, porque entonces supe que era un hombre: supe que no habían sido dioses ni demonios los habitantes de la ciudad, sino hombres. Es mucho saber, difícil de contar y de creer. Eran hombres: habían recorrido un camino oscuro, pero eran hombres. Después de eso ya no tuve miedo: no tuve miedo mientras regresaba a mi país, aunque dos veces luché con los perros cimarrones y en otra oportunidad me persiguieron durante dos días los Hombres del Bosque. Cuando vi nuevamente a mi padre, oré y fui purificado. Él me tocó los labios y el pecho, y dijo:
—Cuando te fuiste eras un niño. Ahora vuelves hecho un hombre y un sacerdote.
—Padre —repuse—, ¡eran hombres! ¡He estado en el Lugar de los Dioses, lo he visto! Ahora mátame, si ésa es la ley… pero aun así, eran hombres.
Él me miró con ambos ojos.
—La ley no es siempre la misma —dijo—. Tú has hecho lo que has hecho. En mis días yo no lo habría hecho, pero tú has venido después que yo. ¡Habla!
Conté mi historia y él la escuchó. Después quise decirla a todos, pero él me disuadió. Dijo:
—La verdad es un ciervo difícil de cazar. Si comes demasiada verdad de una sola vez, puedes morir de la verdad. No en vano nuestros padres vedaron los Lugares Muertos.
Tenía razón: es mejor que la verdad nos llegue poco a poco. Yo lo he aprendido, a fuer de sacerdote. Quizá en los viejos tiempos los hombres devoraron la verdad con demasiada prisa.
Sin embargo, estamos en el comienzo. Ya no vamos a los Lugares Muertos sólo en busca de metal. También buscamos los libros y las escrituras. Son difíciles de aprender. Y las herramientas mágicas están rotas. Pero podemos mirarlas y maravillarnos. Podemos empezar. Y cuando yo sea sumo sacerdote, atravesaremos el gran río. Iremos al Lugar de los Dioses —el lugar Newyork— y no seremos un solo hombre, sino muchos. Buscaremos las imágenes de los dioses y encontraremos el dios ASHING y los otros dioses —los dioses Lincoln y Biltmore y Moisés. Pero fueron hombres los que construyeron la ciudad, no dioses ni demonios. Fueron hombres. Recuerdo la cara del hombre muerto. Fueron hombres los que estuvieron aquí antes que nosotros. Debemos construir de nuevo.

Stephen Vincent Benét, Junto a las aguas de Babilonia.


Stephen Vincent Benét




Sara Gallardo, Los trenes de los muertos

Los trenes de los muertos.

El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba las vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.
El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo.
Rengo. Pero sobre todo ausente.
Se entregó a encender pequeñas fogatas.
Las alimentaba de día, de noche.
A veces levantaba los brazos dando un grito.
Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos, por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.
A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos.
Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose.
Vio conocidos. Vecinos.
En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.
Se superponían, se sucedían, se cambiaban.
Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.
El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes. Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.
Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.
Sara Gallardo, Los trenes de los muertos (El país del humo, 1977; Alción Editora, 2003).

Sara Gallardo


Mary Oliver, Alevines

Alevines.

Miles de pececillos se mueven a lo largo de las orillas: un rebaño, un vuelo bajo el peso del agua, hundiéndose y elevándose, de espinazo lábil; sus aletas bogan, ínfimas y precisas; son recipientes de energía, caben seis en un dedal, pura gasa y cristal, pura transparencia: el conducto alimenticio, nítido en cada cuerpo. Miles y miles: un tropel de arcoíris, un cardumen, una enorme manada, y, sin embargo, nadan como una única curvatura, un ala, una cosa, un viajero. Sus bocas están abiertas, feroces coladores hocicando en las diatomeas. Giran a la derecha, a la izquierda. Aceleran y frenan.
Es verano, el largo crepúsculo. Clavo la mirada en el agua. Me digo a mí misma: ¿cuál de ellos soy yo?
Mary Oliver, Alevines. (En La escritura indómita Errata naturae editores). Traducido por Regina López Muñoz.

Mary Oliver



Flannery O’Connor, Un hombre bueno es difícil de encontrar

Un hombre bueno es difícil de encontrar

La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el hijo con quien vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
—Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto, léelo. Y se puso en pie, con una mano en la delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el periódico.
—Aquí, ese tipo que s’hace llamar el Desequilibrado s’ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ninguna parte con un criminal d’esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo hiciera.
Bailey no levantó la cabeza, así que la abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con pañuelo verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo. Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de un tarro.
—Los niños y’han estao en Florida —dijo la anciana señora—. Deberíais llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
La madre de los niños no pareció oírla, pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con gafas, dijo:
—Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en casa?
Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de entretenimiento en el suelo.
—No se quedaría en casa aunque la nombraran reina por un día —dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
—¿Y qué haríais si este sujeto, el Desequilibrado, os cogiera? —preguntó la abuela.
—Le daría un puñetazo en la cara —respondió John Wesley.
—No se quedaría en casa ni por un millón de dólares —afirmó June Star—. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
—Muy bien, señorita —dijo la abuela—. Acuérdate d’eso la próxima vez que me pidas que te rice el pelo.
June Star dijo que sus rizos eran naturales.
A la mañana siguiente la abuela fue la primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor intención de dejar solo al gato durante tres días, porque éste la echaría mucho de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del asiento trasero, con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el bebé se sentaron delante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
La anciana se sentó cómodamente, se quitó los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con pequeños lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado con encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.
Dijo que pensaba que sería un buen día para conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña Stone, el grafito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura, y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
—Pasemos Georgia a toda velocidad, así no tendremos que verla mucho —dijo John Wesley.
—Si yo fuera un niño —dijo la abuela—, no hablaría d’esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia, colinas.
—Tennessee n’es más que un muladar lleno de paletos y Georgia es también un estado asqueroso.
—Tú l’has dicho —dijo June Star.
—En mis tiempos —dijo la abuela entrecruzando los dedos, delgados y venosos—, los niños tenían más respeto por su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! —Y señaló a un niño negro plantado ante la puerta de una choza—. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
Todos se volvieron para mirar al negrito por la luna trasera. Él saludó con la mano.
—Ese chico no llevaba pantalones —observó June Star.
—Probablemente no tiene —explicó la abuela—. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si supiera pintar, pintaría ese cuadro.
Los niños intercambiaron sus tebeos.
La abuela se ofreció a coger al bebé y la madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
—¡Mirar el camposanto! —dijo la abuela señalándolo—. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la plantación.
—¿Dónde está la plantación? —preguntó John Wesley.
—El viento se la llevó —dijo la abuela—. Ja, ja.
Cuando los chicos terminaron de leer todos los tebeos que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley dijo: «No, un coche», y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse por encima de la abuela.
La abuela dijo que les contaría un cuento si se estaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco, movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita, la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia. Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien, un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un caballero y había comprado acciones de CocaCola cuando salieron al mercado y había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
Se detuvieron en The Tower para tomar unos bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que rezaban: PRUEBA la famosa barbacoa de red sammy. ¡nada iguala al famoso red sammy! el gordo de la SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!
Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño, chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
El interior de The Tower era una larga habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el «Vals de Tennessee», y la abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían. Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claque. Entonces la madre de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a la pista de baile y bailó el claque de costumbre.
—¡Qué graciosa! —exclamó la mujer de Red Sam, inclinada sobre la barra—. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
—Claro que no —contestó June Star—. No viviría en un lugar medio en ruinas como éste ni por un millón de dólares.
Y salió corriendo hacia la mesa.
—¡Qué graciosa! —repitió la mujer, estirando la boca con amabilidad.
—¿No te da vergüenza? —susurró la abuela.
Red Sam entró y le dijo a su mujer que dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
—No hay manera. No hay manera —dijo, y se secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris—. En estos tiempos que corren, no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
—Desde luego, la gente ya no es como antes —sentenció la abuela.
—La semana pasada vinieron aquí dos tipos —explicó Red Sammy— que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el molino y ¿sabéis que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron? ¿Por qué hice yo semejante cosa?
—¡Porque usté es un hombre bueno! —contestó de inmediato la abuela.
—Bueno, supongo que es así —dijo Red Sammy como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en equilibrio sobre el brazo.
—No hay una sola alma en este mundo de Dios en la que se pueda confiar —dijo—. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie —afirmó mirando a Red Sammy.
—¿Han leído algo sobre ese criminal, el Desequilibrado, que se escapó? —preguntó la abuela.
—No me sorprendería na que llegase a atacar este lugar —dijo la mujer—. Si oye lo qu’hay aquí, no me sorprendería verlo. Si se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que…
—Basta —dijo Red Sam—. Trae las Coca-Colas a esta gente.
Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
—Un hombre bueno es difícil d’encontrar —dijo Red Sam. Las cosas s’están poniendo cada vez más feas. Yo m’acuerdo de qu’antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s’acabó.
Él y la abuela hablaron de tiempos mejores. La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual, o que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
De nuevo partieron en la tarde calurosa. La abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos pequeñas glorietas seguían en pie.
—Había un panel secreto en la casa —afirmó astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera—, y se contaba que toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero nunca la encontraron…
—¡Eeeh! —dijo John Wesley—. ¡Vamos a verlo! ¡L’encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l’encontrarernos! ¿Quién vive allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
—¡Nunca hemos visto una casa con un panel secreto! —chilló June Star—. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá, ¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
—No está lejos d’aquí, lo sé —aseguró la abuela—. No tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula tan rígida como la herradura de un caballo.
—No —dijo.
Los chicos comenzaron a alborotar y a gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento con tal fuerza que su padre notó los golpes en los riñones.
—¡Muy bien! —gritó, y aminoró la marcha hasta parar a un costado de la carretera—. ¿Queréis cerrar la boca? ¿Queréis cerrar la boca un minuto? Si no’s calláis, no iremos a ningún lado.
—Sería muy educativo pa ellos —murmuró la abuela.
—Muy bien —dijo Bailey—, pero meteros esto en la cabeza. Es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la última.
—El camino de tierra donde debes doblar queda dos kilómetros atrás —observó la abuela—. Lo vi cuando lo pasamos.
—Un camino de tierra —gruñó Bailey.
Después de dar la vuelta en dirección al camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
—No podéis entrar en esa casa —dijo Bailey—. No sabéis quién vive allí.
—Mientras vosotros habláis con la gente delante de la casa, yo correré hacia la parte d’atrás y entraré por una ventana —propuso John Wesley.
—Nos quedaremos todos en el coche —dijo la madre.
Doblaron por el camino de tierra y el coche avanzó a trompicones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto se hallaban en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules de los árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión rojiza dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
Mejor será que aparezca ese lugar antes de un minuto —dijo Bailey—, o daré la vuelta.
Daba la impresión de que nadie había pasado por aquel camino desde hacía meses.
—No falta mucho —comentó la abuela, y apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro de Bailey.
Los chicos cayeron al suelo y su madre, con el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato —de rayas grises, cara blanca y hocico naranja— todavía agarrado al cuello como una oruga.
Tan pronto como los chicos se dieron cuenta de que podían mover los brazos y las piernas, salieron arrastrándose del coche y gritaron: «¡Hemos tenío un accidente!». La abuela estaba hecha un ovillo bajo el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera sobre ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era que la casa que recordaba tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en Tennessee.
Bailey se quitó el gato del cuello con ambas manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un pino. Luego salió del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la cuneta, con el crío, que no paraba de llorar, en brazos, pero sólo había sufrido un corte en la cara y tenía un hombro roto «¡Hemos tenío un accidente!», gritaban los chicos en un delirio de felicidad.
—Pero nadie se ha muerto —señaló June Star con cierta desilusión, mientras la abuela salía renqueando del coche, con el sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto y levantado en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.
Se sentaron todos en la cuneta, excepto los chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
—Tal vez pase algún coche —dijo la madre de los niños con voz ronca.
—Creo que m’hecho daño en algún órgano —comentó la abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
A Bailey le castañeteaban los dientes. Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un azul vivo y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar que la casa en cuestión estaba en Tennessee.
La carretera quedaba unos tres metros más arriba y sólo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina; avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y durante unos minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacia donde estaban sentados, sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y se quedó junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos téjanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
—¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los niños.
La abuela tuvo la extraña sensación de que conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
—Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un accidente de na.
—¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo la abuela.
—Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram, prueba el coche a ver si funciona —indicó en voz baja al muchacho del sombrero gris.
—¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John Wesley—. ¿Qué va hacer con ella?
—Señora —dijo el hombre a la madre de los chicos—, ¿le importaría decirles a esos chavales que se sienten a su lao? Los críos me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
—¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos hacer? —preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de los árboles se abrió como una oscura boca.
—Venir aquí —dijo la madre.
—Verá usted —dijo Bailey de pronto—, estamos en un apuro. Estamos en…
La abuela soltó un chillido. Se levantó trabajosamente y lo miró de hito en hito.
—¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he reconocío na más verlo!
—Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido—, pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
—Señora —dijo—, no se disguste. A veces un hombre dice cosas que no piensa. No creo qu’haya querido hablarle d’esa manera.
—Tú no dispararías a una dama, ¿verdá? —dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los ojos.
El Desequilibrado clavó la punta del zapato en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
—No me gustaría na tener qu’hacerlo.
—Escucha —dijo la abuela casi a gritos—, sé qu’eres un buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los demás. ¡Sé que debes de venir d’una buena familia!
—Sí, señora —afirmó él—, la mejor del mundo. —Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes blancos—. Dios nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón d’oro puro.
El muchacho de la sudadera roja se había colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El Desequilibrado se acuclilló.
—Vigila a los niños, Bobby Lee —dijo—. Sabes que me ponen nervioso.
Miró a los seis apiñados ante él y dio la impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
—No hay ni una nube en el cielo —comentó alzando la vista—. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
—Sí, es un día hermoso —dijo la abuela—. Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que en el fondo eres un hombre bueno. Con sólo mirarte ya me doy cuenta.
—¡Calla! —gritó Bailey—. ¡Calla! ¡Callaros todos y dejarme a mí arreglar esto! —Estaba en cuclillas como un atleta a punto de iniciar la carrera, pero no se movió.
—Muchas gracias, señora —dijo el Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
—Tardaremos una media hora en arreglar el coche —avisó Hiram mirando por encima del capó abierto.
—Bueno, primero tú y Bobby Lee os lleváis a él y al niño allá —dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley—. Los muchachos quieren preguntarle algo —explicó a Bailey—. ¿Le importaría acompañarlos hasta el bosque?
—Escuche —comenzó Bailey—, ¡estamos en un gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu’es esto. —Y se le quebró la voz. Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se quedó absolutamente inmóvil.
La abuela levantó la mano para ponerse bien el ala del sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le desprendió entre los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer al suelo. Hiram levantó a Bailey cogiéndolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano. John Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos. Se encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se dio la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
—¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame, mamá!
—¡Vuelve ahora mismo! —exclamó la abuela, pero todos desaparecieron en el bosque
—. ¡Bailey, hijo! —gritó con voz trágica, pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que estaba acuclillado delante de ella—. Sé muy bien qu’eres un hombre bueno —le dijo con desesperación—. ¡No eres una persona corriente!
—No, no soy un hombre bueno —repuso el Desequilibrado un instante después, como si hubiera considerado su afirmación con sumo cuidado—, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo decía que yo era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. «Mira —decía mi viejo—, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es d’estos últimos. ¡Va estar en to!».
Se puso el sombrero y súbitamente alzó la mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se sintiera incómodo.
—Perdonen qu’esté sin camisa delante de ustedes, señoras —añadió encorvando un poco los hombros—. Enterramos la ropa que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
—No pasa na —observó la abuela—. Tal vez Bailey tenga otra camisa en su maleta.
—Luego la buscaré —dijo el Desequilibrado.
—¿Adónde se lo están llevando? —gritó la madre de los niños.
—Papá era un gran tipo —dijo el Desequilibrado—. No había quien l’engañara. Pero nunca tuvo problemas con las autoridades. Tenía l’habilidá de saber tratarlos.
—Tú podrías ser honrado si te lo propusieras —afirmó la abuela—. Piensa en lo bonito que sería establecerse en algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t’estuviera persiguiendo to el tiempo.
El Desequilibrado escarbaba en el suelo con la culata de la pistola como si estuviera reflexionando sobre estas palabras.
—Sí, siempre hay alguien persiguiéndote —murmuró.
La abuela reparó en cuán delgados eran sus omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo miraba desde arriba.
—¿Rezas alguna vez? —preguntó.
Él negó con la cabeza. Ella sólo vio cómo el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.
Sonó un disparo de pistola en el bosque, seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana dio una sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como una larga inspiración satisfecha.
—¡Bailey, hijo! —gritó.
—Durante un tiempo fui cantante de gospel —explicó el Desequilibrado—. He sido casi to. Serví en el Ejército de Tierra y en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un tornado, una vez vi quemar vivo un hombre. —Y miró a la madre de los chicos y a la niña, que estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos vidriosos—. Hasta he visto azotar a una mujer.
—Reza, reza —empezó a repetir la abuela—, reza, reza…
—No era un chico malo por lo que recuerdo —prosiguió el Desequilibrado con voz casi soñadora—, pero en algún momento hice algo malo y m’enviaron a la penitenciaría. M’enterraron vivo.
Miró hacia arriba y mantuvo la atención de la abuela con una mirada fija.
—Fue entonces cuando deberías haber comenzado a rezar —dijo ella—. ¿Qu’hiciste pa que te enviaran a la penitenciaría la primera vez?
—Doblabas a la derecha y había una pared —explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin nubes—. Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo, mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu’había hecho, señora. Me quedaba sentado allí tratando de recordar lo qu’había hecho y, hasta el día de hoy, no lo recuerdo. De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
—Tal vez t’encerraron por error —apuntó la anciana.
—No —dijo él—. No hubo error. Había pruebas contra mí.
—Tal vez robaste algo.
El Desequilibrado soltó una risita burlona.
—Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho fue matar a mi padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve de la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L’enterraron en el cementerio de la iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por sí misma.
—Si rezaras —dijo la anciana—, Cristo te ayudaría.
—Así es.
—Entonces, ¿por qué no rezas? —preguntó ella, temblando de súbita alegría.
—No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas me van bien.
Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros azules estampados.
—Tírame esa camisa, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado.
La camisa llegó volando, aterrizó en su hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le hacía recordar esa camisa.
—No, señora —prosiguió el Desequilibrado mientras se abrochaba los botones—, comprendí que el delito da igual. Puedes hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del coche, porque tarde o temprano t’olvidas de lo qu’has hecho y simplemente te castigan por ello.
La madre de los chicos comenzó a emitir sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.
—Señora —dijo él—, ¿podrían usted y la pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
—Sí, gracias —dijo la madre débilmente. Su brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había quedado dormido, en el otro.
—Ayuda a la señora, Hiram —dijo el Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja—. Y tú, Bobby Lee, coge a la pequeña de la mano.
—No quiero que me dé la mano —replicó June Star—. Parece un cerdo.
El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la cogió de la mano tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.
Sola con el Desequilibrado, la abuela se dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola nube en el cielo, y tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo. Finalmente se encontró a sí misma diciendo: «Jesús, Jesús». Quería decir «Jesús t’ayudará», pero de la manera en que lo decía era como si estuviera maldiciendo.
—Sí, señora —dijo el Desequilibrado como si le estuviera dando la razón—. Jesús rompió el equilibrio de todo. Le ocurrió lo mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en mi caso pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma. Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu’haces y te quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu’has hecho y podrás contraponer el delito con el castigo y ver si se corresponden y al final tendrás algo pa probar que no t’han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado porque no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he soportao durante’l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en el bosque, seguido de inmediato por un disparo.
—¿Le parece bien a usté, señora, que a uno le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
—¡Jesús! —gritó la anciana—. ¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes d’una familia buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el dinero que tengo!
—Señora —repuso el Desequilibrado mirando hacia el bosque—, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: «¡Bailey, hijo, Bailey, hijo!», como si fuera a partírsele el corazón.
—Jesús es el único qu’ha resucitao a los muertos —continuó el Desequilibrado—, y no tendría qu’haberlo hecho. Rompió el equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo to y seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad —dijo, y su voz casi se había transformado en un gruñido.
—Tal vez no resucitó a los muertos —murmuró la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan mareada que sé dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
—Yo no estaba allí, así que no puedo decir que no lo hizo —repuso el Desequilibrado—. Ojalá hubiera estado allí —añadió golpeando el suelo con el puño—. No está bien que no estuviera allí, porque d’haber estao allí yo sabría. Escuche, señora —añadió alzando la voz—, d’haber estao allí, yo sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de quebrarse y la cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre contraída cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo se quitó las gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y se detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que estaba medio sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas cruzadas como las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e indefensa.
—Llevárosla y dejarla donde habéis dejao a los otros —dijo, y cogió al gato, que se estaba refregando contra su pierna.
—Era una charlatana —dijo Bobby Lee, y descendió a la zanja canturreando.
—Habría sido una buena mujer —dijo el Desequilibrado— si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.
—¡Menuda diversión! —dijo Bobby Lee.
—Cállate, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado—. No hay verdadero placer en la vida.


Flannery O’Connor, Un hombre bueno es difícil de encontrar (Cuentos completos. Penguin Randon House). Traducción de Marcelo Covian, Celia Filipetto y Vida Ozores.

Flannery O’Connor