Carmen de Burgos, La mujer fría

La mujer fría.

I
La entrada de Blanca en su palco del teatro de la Princesa, produjo la expectación que causaba siempre. La atención del público se apartó de la obra para mirarla a ella. De los palcos y las butacas se le dirigían todos los gemelos, y hasta las gentes que no la conocían, las que ocupaban las modestas localidades altas, seguían el movimiento general deslumbrados por aquella belleza.
Alta y esbelta, sus curvas, su silueta toda y su carne eran la de una estatua. Despojándose de su capa blanca como espuma de mar, su escote, su rostro y sus brazos tenían esa tonalidad blanco--azulina que, merced a la luz azul, toman las carnes de las bailarinas rusas cuando forman grupos estatuarios. Era un rostro y un cuerpo de estatua. No había en ella color, sino línea, y ésta tan perfecta, que bastaba para seducir. Sus cabellos, de un rubio de lino, casi ceniza, contribuían a esa expresión. Las cejas y las pestañas se hacían notar por la sombra más que por el color, y los labios, pálidos también, se acusaban por el corte puro y gracioso de la boca. Hasta los ojos, grandísimos, brillantes, de un verde límpido y fuerte, lucían como dos magníficas esmeraldas incrustadas en el mármol.
Un traje rojo-naranja, de una tonalidad entre marrón y amarillo, se ceñía a su cuerpo como una llama, y sin embargo, en la retina de todos quedaba la sensación de frío que producían su carne, sus cabellos, sus ojos, y las piedras frías de las esmeraldas que adornaban su garganta con un soberbio collar a «lo disen».
Un caballero la saludaba desde una platea, y ella devolvió el saludo con un ademán gracioso, algo de movimiento de gozne, y con una sutil sonrisa muy femenina que dejó brillar sus dientes alabastrinos con una línea de luz.
--Marcelo la conoce --dijo, volviéndose hacia sus compañeros, un señor de rostro fresco y cabeza calva--. La ha saludado desde el palco de su cuñada.
--Es preciso que nos dé noticias exactas de ella --dijeron, casi a un tiempo, los jóvenes y los cotorrones que ocupaban aquel proscenio, peña de amigos que se erigen en censores y jueces de todas las bellezas mundanas o de escenario, y no faltan jamás a esos proscenios de abono en todos los teatros, luciendo sus pecheras, sus botonaduras y sus esmokings, que acusan la última moda en la colocación de un botón o en la variante de una solapa.
--Yo tengo ya noticias de ella --dijo un jovencito delgado, con cabeza de pájaro desplumado que sostuviese los lentes sobre el pico.
--Cuenta.
--Creo que es vascongada y que vivía en un nido de águilas allá en los Pirineos, de donde la sacó un noble francés, millonario, que tuvo el buen gusto de morirse, dejándole una inmensa fortuna.
--¿Es viuda?
--Por segunda vez.
--No se descuida para ser tan joven.
--No puede calcularse la edad de una estatua.
--El caso es que ella se dedicó a viajar. Ha estado en la India... en el Egipto... y al fin se casó con un noble austríaco, el conde de no sé cuántos, que también ha muerto.
--¡Es una mujer magnífica!
--¡Extraordinaria!
--¡Original!
Los gemelos insistían sobre ella, que seguía indiferente mirando al escenario mientras la contemplaban.
Cayó el telón. Los hombres se pusieron de pie, lanzando miradas y saludos a todos lados, pero coincidiendo en la atenta observación de que hacían objeto a la recién venida. La mayoría acabó por salir al foyer a fumar un cigarrillo o a cumplir el deber mundano de ir entre bastidores. Eran pocos los que se habían fijado en la cara. Corría de boca en boca lo poco que se sabía de aquella mujer, y las damas, que se contentaban, para desentumecerse, con cambiar de sitio en sus palcos, preguntaban a los amigos que iban a saludarlas. No había más que aquellas noticias: Era española, de raza vasca, dos veces viuda, con un nombre ilustre. Se había instalado con lujo en Madrid, en un magnífico hotel rodeado de jardín en la Castellana. Tenía coches y automóviles; se la veía en todos los teatros, pero no recibía ni sostenía relaciones con nadie. Por eso sorprendía la presencia en su palco de don Marcelo, el viejo senador, solterón y galante, que había ido a saludarla y departía con ella, en una actitud obsequiosa y rendida. Esperaban muchos en los pasillos a que saliese de allí para abordarlo y preguntarle, pero el timbre anunciador de que se iba a levantar el telón sonaba insistente con esa llamada nerviosa, de urgencia, y era preciso ir acomodándose en sus puestos. Marcelo siguió allí todo el acto, con una sonrisa socarrona, como si supiese que lo esperaban y le gustara defraudarlos.
--Esta noche tendré un gran éxito si voy a la Peña o al Casino al salir de aquí --decía--. Basta estar cerca de usted para despertar la curiosidad. No hay ojos en el teatro más que para usted.
--Pues crea que eso me causaría pesar. Estoy deseosa de serenidad, de reposo, de vivir mi vida sin que reparen en mí.
--Es usted demasiado joven y hermosa, señora, para conseguir eso, y sobre todo en estos países meridionales, tan llenos de curiosidad y de pasión.
--¿Olvida usted cómo me llamaban en Viena cuando nos conocimos?
--«La mujer fría.» Razón de más para que mis compatriotas, jóvenes y fogosos, se lancen con entusiasmo a la empresa de derretir el hielo. Le aseguro a usted que esta es la vez única en que me alegro de ser viejo.
--No lo comprendo.
--Mi vejez me libra del ridículo de hacerla a usted el amor y de la vergüenza de la derrota.
Rió ella y dijo amable:
--¡Quién sabe! Tal vez el que usted no aborde la empresa me libre a mí del vencimiento.
--¡Oh, esa condescendencia de usted, amiga mía, es el peor de los síntomas! Las mujeres sólo hacen esas confesiones delante del hombre a quien no temen.
--Es usted la única persona a quien conozco en España. Me ha causado una sorpresa agradable encontrarlo, pero le ruego a usted que sea discreto, no diga lo poco que sepa de mí; no quisiera que me molestasen aquí con esa curiosidad que me persigue en todas partes y me hace no sentirme a gusto en ninguna.
--Madrid no es a propósito para no ser notada, es como una capital de provincia.
--Es que lo mismo me ha ocurrido en Londres... en París... Es una fatalidad...
Y de pronto, como agitada por un pensamiento triste, su mano enguantada asió el brazo de Marcelo, diciendo:
--Pero, ¿ve usted en mí algo de extraordinario, si no es el ser demasiado rubia, demasiado blanca?...
El leía en su pensamiento su temor, y le respondió con viveza:
--Sólo el ser demasiado hermosa.
Sonrió ella, no satisfecha de la cortesía, cuya falta de sinceridad notaba, y se puso de pie.
--¿Se va usted sin acabar la función?
--Sí... no quiero encontrarme al salir con toda esa gente.
Ponía en sus palabras el eco de desprecio que sienten hacia la multitud todos los que son admirados.
Marcelo le ayudó a envolverse en su capa de armiño, con blancor de espuma, y le ofreció el brazo para acompañarla al coche. Al entrar encontró a todos los amigos, que habían dejado su palco. Lo acogieron con preguntas.
--¿Quién es?
--¿Dónde se ha ido?
--¿Qué sabes de ella?
--¿Me presentarás?
El, ante aquella curiosidad de jauría sobre una pista, sintió algo de descontento hacia unas costumbres, que fueron las suyas siempre, al recordar el temor y la molestia de la mujer perseguida, y se propuso ser discreto. No diría las versiones que acerca de ella había escuchado en Austria. Se limitó a responder:
--La conocí con su marido en Viena, es la señora viuda de Hozenchis. Una millonaria muy guapa, como habrán ustedes podido observar.
--Magnífica... pero extraña... causa una sensación inexplicable... de frío...
--¡Bah! ¡Imaginaciones! Que es un poco más blanca y más rubia que lo ordinario. Eso es todo. Buenas noches.
Y se alejó, después de echar ese jarro de agua helada sobre el entusiasmo de los jóvenes.

II
La curiosidad seguía despierta en torno de aquella mujer elegante, bella, de una belleza tan extraordinaria, que se rodeaba de un misterio impenetrable. No aceptaba jamás ninguna invitación, no recibía ni hacía visitas, iba a los teatros, a los paseos, siempre sola, y de sus fabulosas riquezas daban idea los trenes, el lujo del hotel y sus joyas y sus trajes.
Únicamente don Marcelo era su amigo, el que la visitaba, la acompañaba en su coche y era recibido en su casa y en su mesa. Se veía diariamente asediado por hombres y mujeres que deseaban ser presentados a la misteriosa señora de Hozenchis, pero él se disculpaba siempre. Afectaba una gran familiaridad con ella, y para nombrarla usaba sólo su nombre: «Blanca». Al mismo tiempo que se negaba a hacer presentaciones, que le estaban prohibidas, afectaba una gran discreción, que despertaba más la curiosidad. En una de esas confidencias, Marcelo había dejado caer el apelativo de «La mujer fría», que arraigó instantáneamente. Este apelativo se recordaba en la evocación o en la presencia de Blanca: ponía frío en los ojos. Se diría que llevaba en torno ese halo luminoso que rodea los faroles encendidos en las noches de helada, cuando su luz aparece fría, cuajada, lechosa.
Sus trajes, casi siempre de tonos fríos; sus joyas, en las que no entraban más piedras que los ópalos, las perlas, las esmeraldas, las turquesas y los brillantes, tenían siempre como algo de frío o de fatídico. Al verlas brillar sobre el seno, en la carne de la blanca y compacta opacidad de alabastro, parecían una escarcha que brillaba con la luz.
Los que habían oído su voz decían que era entonada, armoniosa, pero penetrante, con algo de hoja de acero fría y cortante, igual que la mirada de aquellos ojos grandes y verdes, los cuales penetraban como saetas en el corazón, haciendo experimentar al que los miraba un escalofrío en la médula.
Las damas estaban intrigadas por saber qué perfume bien oliente usaba, que tenía una mezcla de oriental y de algo extraño y dejaba, al aspirarlo, cuando pasaba cerca, a pesar de su tenue discreción, la sensación fría del mentol.
Marcelo había prometido enterar de la marca del perfume a sus sobrinas Edma y Rosa, dos lindos y graciosos diablillos de dieciocho y veintidós años, que lo rodearon ansiosas en cuanto lo vieron entrar en el salón.
--¿Nos traes el secreto?
--¿Qué marca es?
El sonrió satisfecho, con ese encanto de los buenos viejos que sienten la caricia femenina del perfume de las mujeres bonitas, y repuso:
--¿Por qué tanta curiosidad?
--Porque quisiéramos perfumarnos como ella --dijo Rosa.
--No lo necesitáis, tenéis un perfume de juventud que se exhala de vuestra carne.
--Si, sí. Galanterías tuyas --atajó Edma--. Se habla mucho de la belleza de lo natural, de la bondad, de la inocencia; pero yo veo que los hombres gustan más de los labios pintados y sabios. Se dejan a sus virtuosas mujeres por una «perversa». ¿No les llamáis así?
--¡Me asustas, chiquilla! --repuso don Marcelo--, ¿quién te enseña esas teorías?
--Me parece que se ve bastante para que no sea preciso decirnos nada... Yo, por mí, quiero saberlo todo... para que el día que me case no tenga mi marido que ir a buscar nada en otra parte.
--No le haga usted caso, tío, está un poco chiflada, porque se cree que Fernandito está enamorado de la señora de Haz... etc.
--¡Celos y todo!
Se habían ido acercando al grupo formado por una docena de jóvenes de ambos sexos, que tomaban el té. La jovencita le murmuró al oído:
--Sé discreto, tiíto, por Dios.
Rosa se había acercado a otras cuatro muchachas y hablaba animadamente con ellas.
--Es preciso saber si tiene o no la fórmula --fue el final de aquella deliberación,
--Sí, hijitas, sí la tengo --dijo don Marcelo--; pero es una cosa tan difícil, que es como si nada dijera. Ese perfume de Blanca está sacado de uno de los venenos más activos y sutiles: del acetato de bencyl, que, como ya se sabe, es el que ha servido para la composición de los gases asfixiantes, y que mediante una costosa operación se convierte en un perfume parecido a la sampaguita de la Arabia.
Las jóvenes se quedaron desconcertadas; verdaderamente era difícil luchar con una mujer que podía emplear tales recursos. Experimentaban como un odio, un deseo de vengarse de ella, de aquella superioridad con la que involuntariamente las humillaba.
--Todo es extraño en esa mujer --dijo una de las jóvenes.
--Y lo más extraño es ella misma --repuso uno de los caballeros--. Yo no conozco nada más original. Es un bloque de mármol con alma.
--Pero --, añadió la joven-- tal vez hay en esa impresión mucho de lo que ella cuida de aparentar. Entra en la figura que se ha trazado la necesidad de ser hermética. El no dejarse ver de cerca.
--Si yo fuera tan galante como me creen --dijo don Marcelo--, les daría la razón a estas niñas y hablaría mal de «La mujer fría» seguro de que así era agradable y simpático, pero soy un buen amigo de Blanca y debo hacerle justicia. Tratada es más interesante que vista así de lejos.
--¿Y no da sensación de frialdad?
--La hay siempre en ella, mientras se le habla causa la impresión que se experimenta en la sierra cuando se abre la ventana frente a los picos nevados. Algo frío y tónico que encanta.
--Pero que no da gana de acercarse --añadió burlona Edma.
--No diría yo tanto.
--Es que ella está enamorada de su nombre --añadió otra señora--, se ve que hace por merecerlo en cómo se viste y se adorna. Además, hasta en los movimientos da aspecto de frialdad, se desliza...
--Es que sufre la influencia de su nombre --dijo un joven de mirada inteligente--. Los nombres tienen colores y propiedades. Blanca es un nombre frío.
--¿Y el mío? --preguntó riendo otra jovencita.
--Mercedes es un nombre azul.
--Es que Ernesto es romántico, no hagan ustedes caso de su fantasía
--dijo otro elegante.
--En cambio, Fernando no dice nada.
La mirada de Edma se fijó celosa sobre el joven. El alzó la cabeza, de expresión franca y noble, dijo con sencillez:
--Nada puedo decir de una señora a la que apenas conozco y -- añadió, mirando a Edma, como si quisiera tranquilizarla-- que nada me interesa.
Rosita traía la taza de té ya servida a don Marcelo. Este fue a sentarse cerca de una señora un poco opulenta, de grandes ojos negros, diciendo:
--Aquí no tengo miedo de sentir frío.
--Pues usted parece aficionado a la nieve --repuso ella.
--No lo negaré; aunque es regla que no se debe elogiar a una mujer ausente delante de otras, son aquí todas lo bastante bellas e inteligentes para poder hacerlo sin peligro de molestar. Blanca, en la intimidad, es encantadora.
--Es lástima que no se pueda comprobar --dijo Rosa, burlona.
--No lo creas. Hay una ocasión de comprobarlo. He logrado que Blanca acceda a que la presente en esta casa.
El soplo de una sorpresa diferente para las jóvenes y los caballeros pasó por el salón. Don Marcelo se gozó en ella con una larga pausa, y al fin dijo:
--Sí; cuando le pregunté a Blanca el misterio de su perfume, le dije que se trataba de vosotras. Se rió mucho de vuestra curiosidad, y como yo le hablé con entusiasmo de vuestra belleza, y le dije que desearía presentaros, ella accedió a venir conmigo. La traeré el próximo día de recepción.
--¡Qué idea! --murmuró Rosa.
--La verdad es que no sabremos qué decirle a esa señora que... hiela las palabras.
--No tengáis cuidado; aunque en Madrid se ha dado en mirar a Blanca como un ser extraño y pensáis que os vais a encontrar en presencia de una monja exclaustrada que va por primera vez al mundo, Blanca es una mujer distinguida, una señora dignísima. La sociedad vienesa es severa, y ella era una de las damas más respetables.
Pero las chicas ya no lo oían, se habían juntado todas a deliberar. Era preciso «vestirse», hacer «toilette» para recibir a esa señora y no quedar eclipsadas por ella.
Los jóvenes hablaban también animadamente entre sí. Se veía que estaban contentos, que no faltaría ninguno. Se sentían felices al pensar que iban a descifrar una charada tan difícil y poder pasear la solución entre todo aquel mundo de desocupados que perseguía a Blanca con su curiosidad, quizás, más que por su, belleza, por como estaba defendida en su situación de privilegio para ser hermética e inabordable.

III
Curioseaban todos en el gran salón del hotel de Blanca, sorprendidos por aquel extraño estilo de decoración, que no era de ninguna época ni se parecía a nada. Era el salón internacional, la mezcla de todos los estilos, de todos los tiempos, las que se acumulaban allí, sin tomar, a pesar de prodigarse tanto los
«bibelots», aspecto de casa de anticuario o de bazar. Por el contrario, los objetos más distintos se unían de un modo extraño para formar un todo armónico.
Las paredes, laqueadas de azul angélico, estaban cubiertas de cuadros de arte mezclados a cornucopias, terracota de Andrea della Robbia y tapices de Arras y de Gobelinos. En las vitrinas, sobre los vargueños y las cornisas, lucían cristales de Venecia, de Murano, y Galle alternaba con la cerámica de todos los países, pero dominando los amarillos y los azules. Porcelanas chinas, con las flores de almendro deshojándose en su azul de noche; porcelanas de Dinamarca con los barcos de ensueño, en el claro azul de espuma de mar en día de sol; porcelanas de Delp con sus holandesitas de blancas tocas en el azul de tempestad. Porcelana de Talavera con su amarillo de rastrojo reseco, o el verde requemado de planta sequeriza y sedienta, que representaban la aridez ardorosa de Castilla.
Sobre todo en los muebles se podía decir que se había suprimido el mueble; tal aparecían todos de desiguales, de raros. Sillones floridos, de ligeras maderas pintadas, de Noruega, cerca del amplio, cómodo, pesante y monacal sillón frailero; y las doradas sillas de Luis XV, las cretonas butaquitas Pompadour, las rallas de seda de María Antonieta y las coronas del Imperio
Comentaban en voz baja:
--Está demasiado recargado.
--Es un alarde.
--Parece un Museo.
Satisfecha la primera curiosidad, se miraron unas a otras. Se habían puesto de acuerdo tácitamente para ir todas de colores claros y de blanco. En el té en casa de doña Matilde fue vano el alarde de trajes suntuosos, de creaciones de los grandes modistos, en diferentes tonos, que llevaban las señoras. Blanca las venció con su blancura, con su vestido de paño blanco, su gran piel de armiño, un sombrero de tisú, y su gran velo de encaje todo en plata. Estaba sugestiva, atrevida. Gracias a esa blancura fría se disimulaba el tono frío de su carnación, de un blanco tan puro que no llevaba diluido ni amarillo ni rosa, sólo, quizás, un poco de añil, para dar en algunos cambios de luz el tono violáceo a su carne.
Ahora que todas la imitaban, como cortesanas, ella aparecía vestida de negro, deslumbradora con aquel vestido de crespón chino, que se ceñía a su cuerpo con la flexibilidad del crespón, bordado de oro, de un modo a la par soberbio y fúnebre. Contra todos los usos, era la manga larga y el escote alto. Su mano calzaba guante negro, y su cabeza de piedra con las esmeraldas incrustadas, tenía apariencia de cabeza cortada descansando en el negro pedestal.
Saludaba dominando y suprimiendo el ritual. Ni besaba a las damas ni se dejaba besar el guante por los caballeros, sin impedirlo más que con el gesto de tender la mano. Detrás de ella aparecían jugueteando dos docenas de perritos de los más minúsculos, blanquísimos y perfumados con esencias de flores distintas.
--Está usted hermosamente trágica --le dijo don Marcelo.
Ella se estremeció como en un leve tiritón, y sus pupilas palidecieron un poco, declarando:
--No hable usted más de tragedia --dijo--; yo soy supersticiosa y creo que las palabras representan seres reales, en vez de imágenes de nuestro cerebro, y que hay evocaciones peligrosas.
--Parece usted andaluza --dijo doña Matilde.
--Es que no son los andaluces los más supersticiosos. Al contrario. Con su luz y con su sol no viven fácilmente los fantasmas. Yo soy del Norte, de la región montañosa donde todas las leyendas tienen asiento. En cada picacho de los Pirineos vive una bruja.
--0 un hada --intervino Ernesto. Ella rió.
Su risa tenía el eco de las ondas de un glacial chocando unas con otras, sonora como un carillón.
Fue recorriendo los grupos de todos sus invitados; tenía un cumplido y una frase amable para cada uno. Tuvo el buen gusto de hallar encantadores el vestido de raso ciruela bordado en cuentas de madera azul, y el abrigo de piel de topo de doña Matilde, y los graciosos vestidos de las niñas. Edma estaba encantadora con su trajecito a cuadros rojos y negros, y el sombrero pequeñín adornado de una cola de guacamayo; y Rosa, pequeñita y nerviosa, con su vestido rosa y su gorrita de seda azul.
--¡Oh, la juventud! --dijo con algo de coquetería, de quien la siente retozar en la sangre--. ¡Qué bellas están con tan poco esfuerzo!
Sabía que era preciso hablar a las señoras de sus trajes o de sus accesorios. A ésta le elogió sus plumas «cirée», a aquélla el «paraíso» de su sombrero negro, a la otra su bolsillo de «beige» y plata.
Todos jugaban con los perrillos, revoltosos, acariciantes, y se formaban grupos en torno de las diversas mesitas--, el perfume tibio del té parecía poner toda su cordialidad en el gran salón, para que todos se sintiesen a gusto. Se establecía esa confianza que establece la merienda, la camaradería de la mesa, y a la que no se llegaría, sin su complicidad, en mucho tiempo.
Blanca, a pesar de su animación, de sus risas, de sus frases oportunas, sentía una preocupación. Sus ojos se volvían con frecuencia hacia la puerta. Al fin dijo:
--Parece que no están aquí todas las personas a quienes tuve el gusto de invitar la tarde pasada.
Se miraron unos a otros como si inventariaran, y Ernesto dijo: --Sí, falta Fernando.
--¿No vendrá?
Edma se adelantó a responder con una audacia extraordinaria: --Sí, me ha prometido venir a buscarnos.
Sus ojos pardos se fijaban con una expresión de celoso desafío en los ojos verdes, sosteniendo valiente aquel estremecimiento que le producía su frialdad. Blanca se limitó a responder algo secamente:
--Lo celebro.
Nadie había advertido la especie de desafío que se acababa de cruzar entre aquella mujer extraña y dominadora, y la muchachita sencilla que se aprestaba a defender su amor. Las dos se habían comprendido. Sabían que ellas no se engañaban: que se disputaban a un hombre.

IV
La verja del hotel los separaba del paseo de la Castellana, como si los alejase a muchos kilómetros de distancia. Se oían apenas los ecos de los coches que pasaban a aquella hora de la noche con paso perezoso, como si el caballo y el cochero fuesen dormidos y sólo velase dentro de ellos la pareja enamorada sumergida en su ensueño, o los románticos que deambulaban envueltos también en el encanto de la noche madrileña o en una evocación de la ciudad legendaria.
Blanca había mandado apagar los focos eléctricos, y el jardín, alumbrado sólo por la luna, tenía esas tonalidades de violeta y plata que pone la sombra y la luz de la noche en el campo.
--Estas noches --dijo Fernando, que estaba sentado junto a ella -- son mis rivales. En vez de mirarme a mí miras al cielo.
--¡Me gusta tanto ver el cielo! Las estrellas son mis antiguas conocidas. Yo sé los nombres de todas... No saben esta pasión por las estrellas los que no han vivido en la soledad de las montañas o han navegado mucho. Yo he pasado mi niñez entre las fragosidades del Pirineo.
--Sin duda de tanto mirar al cielo han tomado tus ojos esa luz verde y fría. Mientras tú miras las estrellas yo te miro los ojos, que es como mirar al cielo.
--Es que tienen algo que me atraen. Esas estrellas que han servido durante tanto tiempo de guías de viajeros, dan deseo de viajar; se comprende el mito de los Magos siguiendo una estrella como se persigue una quimera.
--0, sustituyendo los términos, como yo persigo tu cariño.
--No eres justo. Sabes que yo te quiero... te he amado quizás antes que tú a mí: desde que te vi en el teatro con don Marcelo aquella noche. Ya sabes que fue sólo por ti por lo que me presté a ir a casa de las señoras de Meléndez. ¡Quizás hice mal!
--¿Te arrepientes?
--Me apena saber el estado de esa pobre muchacha que estaba enamorada de ti y con la que tú has sido ingrato.
--Ingrato, quizás; traidor, no. Yo no le había prometido casarme con ella.
--Pero la amabas.
--La quería. La quería como se quiere a una hermana, a una persona buena, inteligente, familiar, sin esa pasión que quema, que te arrastra la vida toda. Esa pasión que tú me has inspirado, y que de no encontrarte, quizás hubiese pasado por la vida sin conocer.
--Entonces te hubieras casado con ella.
--Tal vez sí.
--¿Y no te habías comprometido?
--No. Parecía que algo me hacía presentir que había de llegar «otra mujer».
--Yo siento ser la causa de la desesperación de esa niña. Ha venido a verme don Marcelo, mi viejo amigo, que ha dejado de serlo desde que nos amamos, a decirme que esa criatura se muere... La madre quiere venir a suplicarme... hasta ella misma, que piensa que yo acepto tu cariño ofendida por la arrogancia con que ella me lo disputaba.
Fernando se estremeció y la miró ansioso.
--No --,dijo ella--, no soy capaz de esa baja pasión, y, sin embargo, no me deben creer capaz del inmenso amor que te tengo cuando vienen a exigirme que renuncie a mi felicidad por la felicidad de otra. ¿Acaso la mía no es tan respetable como la suya? ¿Es que en el amor pueden existir derechos de prioridad o de cualquier clase que sean? No. Es que no comprenden que una mujer que ha sido casada y madre, pueda amar hasta con más vehemencia que una criatura que aún no sabe lo que es el amor.
--Es que mucha gente no se da cuenta de tu amor, Blanca. No olvides que te llaman «La mujer fría». Creen que esa cosa que hay en tu tipo de augusto, de sereno, que llega a ser helado, se comunica al alma.
Ella guardó silencio.
--Yo mismo --siguió él-- no podía esperar que me amases. Te aseguro que de no decírmelo tú, no hubiera sido capaz de confesarte mi amor. Tan alta y tan superior a todas las mujeres te veía.
--¡Oh, no me trates como a una diosa! Es preferible ser mujer. Si me vieras como a una divinidad, estaría perdida.
--Si te he de ser sincero, sentí una especie de dolor al verme amado. Es una confesión que tal vez no debiera hacerte; pero «La mujer fría» inabordable, me daba la seguridad de que era incapaz de... haber... amado a nadie.
--Y así era... Tú eres mi amor primero y único, Fernando
--¿Por qué me desesperas entonces?
--No quiero ser tu amante.
--Sé mi esposa.
--No.
--¿Por qué?
--Tengo la seguridad de que el amor se extinguiría al realizarse. Prefiero alejarme llevándolo en mi alma y dejándolo en la tuya.
--Pero eso es una crueldad.
--Menor que la de matar un sentimiento que tanta felicidad nos proporciona.
--¿Pero no comprendes que he puesto en ti toda mi vida?
En el arrebato de su pasión, Fernando se apoderó de las manos de Blanca y las estrechó entre las suyas.
Aquellas manos estaban heladas, yertas; no era la frialdad del mármol ni de la nieve, era la frialdad de la carne helada, la frialdad de la muerte.
Ella quiso esquivarlo, pero él la enlazó por el talle y la apretó entre sus brazos. Parecía vencida, dejaba caer la cabeza sobre su hombro, los cabellos ceniza cosquilleaban la mejilla de Fernando, semejantes a una lluvia de copos de nieve que le daban una sensación agradable. Besó el rostro helado, iluminado por la luz fría de los ojos de esmeralda y la luz de la luna, que lo hacía un poco cárdeno, poniendo manchas violáceas en las sombras de las facciones. La besaba loco, apasionado, como si quisiera darle calor y vida con sus besos, mientras que sus manos corrían apreciando febriles las magníficas curvas del busto de estatua.
Los ojos se habían entornado, elevando hacia arriba la pupila, que brillaban como un hilo de luz encendida a través de la pequeña abertura: luz de su alma. Bebía él con sus labios aquella luz fría, rostro con rostro, sin lograr darle calor. No sentía el aliento de Blanca. Era como si no respirase... Decidido a consumarse en la pasión, unió sus labios a los suyos... Sus brazos se abrieron, se apartó de ella, que cayó desfallecida en el banco, y se apoyó en el tronco de un eucaliptos para enjugar el sudor que corría por su rostro.
En aquel beso de amor había percibido claramente el vaho frío y pestilente de un cadáver.
Cuando se recobró, quiso disimular su impresión. Al mirarla tan bella, tan blanca, abandonada como en éxtasis, sin haber pronunciado una palabra ni hecho un movimiento, se arrepentía de aquel arranque, hijo de una impresión falsa, seguramente. Era preciso hacerle creer en su caballerosidad, ya que, contagiado de frío, no podía volver a encontrar los ardores de su pasión.
--Blanca mía --dijo, echándose de rodillas a los pies de la joven--, perdóname este arrebato. Ya ves que, a pesar de todo, sé respetarte.
Blanca abrió los ojos. Si hubo pasión primero y dolor o tempestad después en su alma, ésta no había trascendido al semblante. Estaba serena, impasible. No le dio una queja ni por su arrebato ni por su cordura.
--La noche es cómplice, con su melancolía, de muchas cosas --dijo--. La melancolía hace más amantes que la alegría. Se duerme la voluntad.
Parecía disculparse de su flaqueza. Sin duda no había notado el verdadero motivo de la súbita cordura de Fernando. El quiso ser galante y no darse cuenta de la entrega de sí misma que le había hecho.
--Tu voluntad, Blanca, no se duerme nunca, sino cuando está segura de hallarse bien guardada a mi amparo.
Sonrió ella, como si agradeciera el cumplido y dijo:
--Pero es tarde. ¡Mi reloj de estrellas anuncia el amanecer...! Es preciso separarnos.
Se, puso de pie, y esta vez fue ella la que le tendió la mano yerta, que le produjo la impresión de cadáver, hasta el punto de no atreverse a besarla.
Lo acompañó ella misma hasta la puerta de la verja, y, como siempre, lo siguió con los gemelos por entre los claros de la yedra, viéndolo detenerse y volver la cabeza de minuto en minuto.

V
Cuando estuvo bastante lejos para no poder ser visto desde el hotel, Fernando se apartó de la acera y fue a sentarse en uno de los grandes sillones de hierro colocados debajo de los árboles de Recoletos, y ya casi desiertos a aquella hora. Sólo algunos rezagados habían hecho una especie de cama, entre dos de ellos, y dormitaban al fresco, con los chalecos desabrochados y la cabeza descubierta. Ya se habían cerrado los puestecillos de refresco, y aún quedaba en el ambiente esa especie de vibración que resta de la muchedumbre.
Estaba aturdido. Amaba a Blanca con una pasión terrible, avasalladora, capaz de todo. Era como si de las pupilas verdes se desprendiese una chispa fría y magnética que lo encadenase. No tenía vida ni voluntad más que para ella. Su pasión no era sólo espiritual, era una pasión física que lo abrasaba, y, sin embargo, no podía aspirar a ser satisfecha. Cada vez que se aproximaba a ella, que la tocaba, sentía una quemadura de nieve, pero con una sensación extraña, como si tocase un cadáver. El no se había dado cuenta de aquel hedor al principio de sus relaciones. Pensó que aquel nombre de «La mujer fría» era debido a la clase de belleza inexpresiva y extraña de Blanca, y también a su carácter reservado, retraído, indiferente a los amores que despertaba. En ese sentido tomó su nombre, que llegaba a complacerle. Habría una mayor gloria en conseguir el amor de una de esas mujeres excepcionales, incapaces de amor. En el fondo del amor de mujeres como Cleopatra o Lucrecia Borgia debía haber a algo semejante a una gota de licor celestial que sólo pudieran libar hombres contados, hombres que se debieran sentir gloriosos, como los pastores de Atis cuando descendían hasta ellos las diosas para llevarse un hijo de mortal bajo sus ceñidores.
Había sido para él una sorpresa el contacto frío de aquella mujer. De no estar tan enamorado, hubiese huido de ella. La miraba a veces con miedo, con terror. Hoy por vez primera sentía una impresión de asco. No podía dudar que del fondo de aquella boca, del tan débil aliento, salía un olor de entrañas descompuestas. No era ese olor vulgar de las personas de aliento impuro, era algo más era pavoroso, más repugnante.
Ahora, reconstruyendo la escena en su imaginación, temía que Blanca se hubiera dado cuenta de todo. Acaso no era la primera vez que causaba esa impresión en un enamorado y ya sabía lo que había de suceder. Por eso sin duda su virtud era tan austera; tan vigilante, virtud de fea, a pesar de su belleza. Le mordían los celos. Pensaba que quizás aquella mujer habría vívido muchos idilios semejantes, y por eso se negaba a ser suya, queriendo dejarle un ansia y una ilusión insaciada, quizá como venganza de todos los demás que la habían abandonado.
¿Habría sido siempre así, en sus matrimonios y en su maternidad?
Sentía una ansiedad de saber, de profundizar el misterio. No podía dejar de amar a aquella mujer extraordinaria. Era un suplicio, ya varias veces repetido, el de aquella sensación de frío, que al llegar ansioso y temblando de pasión a ella, lo detenía, como una ducha. Le causaba la emoción penosa, extraña, ese frío que había en sus manos, en su rostro, en su carne toda.
Y ahora, que por vez primera había unido los labios a los suyos, se estremecía pensando en la impresión de terror, de repugnancia, que la felicidad soñada le había hecho experimentar.
Al fin se levantó, subió todo el paseo de Recoletos y entró con paso lento en la calle de Alcalá. Al llegar frente al Casino, se cruzó con un caballero que a pesar del calor iba envuelto en un amplio abrigo con cuello subido hasta los ojos que salía del edificio, dirigiéndose hacía un coche. En el aire conoció al viejo senador.
--¡Don Marcelo!
Lo llamaba sin darse cuenta. como un grito de su alma, como un quejido. Y tal acento desgarrador había en su voz, que el anciano señor se detuvo, lo miró un momento y, sin contestar, le hizo seña de que lo siguiera. Subió a su coche, cerrado, y, por la portezuela abierta, dijo al joven:
--Dispénseme, pero los viejos, aun en verano, necesitamos cuidar el vientecillo de la noche.
--Don Marcelo, quería hablar con usted.
--Pero hijo, la hora no es a propósito, me he entretenido con las cartas esta noche más que de costumbre. Empezó mal la suerte, me empeñé, sabiendo que como es hembra no es muy constante, y en efecto, he ganado... me he entretenido con el halago. Me muero de sueño y de cansancio.
--¿Dónde podría verlo a usted mañana?
--¿Para qué?
Se escuchó entre los labios del viejo una especie de silbido de indiferencia, esa sílaba «Pchs» alargada que tan bien dice la pregunta afirmativa de desprecio: «¿Y a mí qué puede importarme nada tuyo?»
Pero lo miró, y el aspecto del joven era tan pálido, tan conmovido, de un dolor tan sincero, que dijo:
--Bien. El mejor sitio de hablar sin que nos interrumpan es en la propia casa. Venga usted luego a la mía.
--¿A qué hora?
--Me levantaré tarde. A eso de las dos. Buenos días.
El viejo hizo un último signo de despedida y el joven iba a cerrar la portezuela, cuando lo detuvo.
--Después de todo, tal vez sea mejor que suba usted. Estoy algo nervioso y no me dormiré fácilmente. Lo mejor es que demos un paseo por las afueras; contemplaremos uno de estos amaneceres de Madrid y hablaremos. No respondo, cuando me acueste, de dar señales de mí hasta la hora de volver al Casino.

VI
El coche cruzó la Puerta del Sol en su hora de más sombra y soledad, que daba una sensación de ribera con su asfalto espejeante por el rocío, subió la calle del Arenal, pasó al lado del Teatro Real, atravesó la vieja plaza de la Encarnación, donde vive la leyenda de la Edad Media, y poco después entraba en el paseo de Rosales, esa
«frontera» de la ciudad que hace a Madrid algo de provincia litoral, como recuerdo de un ancho mar que cubriese la llanura. Los caballos bajaron la cuesta y siguieron el camino de los jardines de María Luisa.
Los dos hombres habían guardado silencio mientras cruzaban las calles. La ciudad, aun dormida, les daba la idea de multitud ante la que debían ocultar su secreto. Callaban de ese modo instintivo con que callan los viajeros que cruzan un túnel. Cuando salieron a la Moncloa, en pleno campo, pareció que los unía una mayor confianza. Se habían borrado las estrellas del cielo y éste estaba esclarecido por un gris rosa, luminoso, que parecía escaparse y penetrar bajo los árboles, a través de sus troncos, mientras que en lo alto se refugiaba la sombra al amparo de las copas.
Aquel sitio se prestaba a la confidencia; los jardines de María Luisa ponían algo de más pintoresco al lugar con el nombre de aquella reina de cara de bruja, que retrató Goya, y que sin embargo guardaba cierto prestigio de amorosa, gracias a su adulterio en las frondas de la Moncloa.
Fernando hizo ante don Marcelo su confesión general. Sabía que lo escuchaba un hombre de mundo y de gran corazón, capaz de comprender aquella pasión loca que se había apoderado de él, trastornándolo hasta el punto de ver casi indiferente los tormentos de la que había elegido para su esposa antes de conocer a Blanca, y con la que lo ligaban tantos años de juventud vividos juntos.
El anciano lo oía tratando de disimular su interés y la especie de complacencia que experimentaba al escuchar aquel lenguaje, que era como la música olvidada que iba despertando ecos y recuerdos en su corazón.
Parecía atento a mirar el paisaje, que se desvelaba y acusaba líneas y colores con mayor brillantez de momento en momento. Cruzaban cerca del coche otros carruajes y automóviles que llevaban a los trasnochadores de la «Casa Camorra».
La mayoría de los coches iban abarrotados de gente; salían de ellos risas y gritos con acentos cansados y falsos; sólo se alcanzaba a distinguir las siluetas y las cabezas que se mecían, con la carrera, en un balanceo de peleles.
Cuando cesó de hablar Fernando, don Marcelo le contestó:
--Bien; pero ¿por qué me dices todo eso? Es que Blanca te rechaza y vuelves de nuevo a pensar en Edma, la pobre niña que no sabe ocultar su amor y su daño a nadie.
El vaciló en responder, y don Marcelo añadió:
--Si no es eso, no comprendo qué puedas tener que decirme. No olvides que soy tío de Edma, y que me acuso de haber sido, en cierto modo, causa de lo que sucede.
--Es que yo mismo no sé lo que quiero. He llegado a conquistar el amor de Blanca, la adoro, sin dejar de querer a Edma, y cuando ha caído enamorada en mis brazos, la he rechazado, presa de una repulsión inexplicable. No sé si ese sentimiento es hijo de esta dualidad de dos mujeres que hay en mi alma, o si existe algo de real. Es usted la única persona que tiene antecedentes del pasado de Blanca, que puede revelarme algo, y le suplico que no me lo oculte.
Don Marcelo guardaba silencio. El coche había pasado Puerta de Hierro y continuaba en dirección a la Cuesta de las Perdices, como si el cochero se hubiese propuesto llegar al fin del mundo marchando en línea recta, mientras no le dijesen que volviese. Era ya día claro. Todo el cielo ostentaba un celeste suave, incendiando al oriente de rosa y plata, como heraldo del advento del sol. A la derecha se alzaban los montes de El Pardo, a la izquierda el boscaje de la Casa de Campo; cerca del camino, el campo de vegetación rala, de pinos anémicos y achaparrados, de malezas clareonas, entre las que se veían cruzar los conejos con su gracia saltarina, avispados, altas las orejas, como dos zapatillas, y enhiesto el rabillo blanco. De vez en cuando se mezclaba a ellos una bandada de perdices, que en vez de volar saltaban y corrían pizpiretas. Cruzaban sin miedo, familiarizadas ya con las gentes, como si supiesen su condición de caza de coto real, para creerse inviolables.
Don Marcelo dijo al fin:
--Blanca me había pedido que guardase silencio acerca de lo que de ella supiera, y aunque yo no le había prometido nada, había formado el propósito de callar. ¿No parecerá ahora mi revelación una venganza? A pesar de todo, esa mujer tan rica y tan admirada me causa una gran lástima.
--No comprendo.
--Es una mujer a quien le está vedado el amor. Nadie la ama más que mientras es una promesa.
Fernando no se atrevía a seguir preguntando.
Pasaban entre las ventas situadas a ambos lados de la carretera ofreciéndose a los viajeros. Tocó el anciano la goma destinada a llamar al cochero y ordenó al lacayo, de cara inexpresiva y adormilada, que se acercó a la portezuela:
--Para en la venta de la izquierda.
--Aquí podemos tomar una tortilla al ron y un excelente chocolatito a la española --añadió, dirigiéndose a Fernando-- en uno de los gabinetes reservados que quedan sobre el jardín. Se goza de una vista y un aire deliciosos y podemos hablar a nuestro sabor.

VII
--Yo conocí a Blanca en Viena --dijo don Marcelo, mientras movía con su cucharilla el incendio del alcohol, mirando los cambiantes de esencia de llama, sutilizada como el espíritu del fuego, que se encendía en lucecillas azules, verdes, moradas y naranja que parecían arrancarse de la raíz para subir y perderse en el aire--. No sé si comenzar por las impresiones de esta época, o por lo que después he sabido, ordenando los hechos para la mayor comprensión.
--Como usted quiera.
--Bien, entonces comenzaremos por la niñez de Blanca. Su madre y su padre murieron al año de estar casados, a causa de un misterioso mal. Una enfermedad desconocida, que las buenas gentes del Norte creían producida por hechos demoníacos o brujos. El caso es que la madre murió al dar a luz una niña, que más que niña era un pedazo de carámbano. Se veía que estaba viva porque abría los ojitos. Y se movía, pero estaba fría, helada, y por más que la quisieron hacer entrar en calor abrigándola bien, todo fue inútil, jamás dejó de estar fría, con esa frialdad extraña. Ella me contó en su confesión la sorpresa que causó a los médicos la primera vez que le pusieron un termómetro y no le pudieron hacer subir de treinta y cinco grados.
--¿Pero cómo se explican esa cosa tan rara?
--No se la explican. Muchos hubieran querido hacer estudios respecto a ella, que no les, han dejado realizar. Lo raro es que ese frío que comunica no lo siente ella. Se encuentra bien, a gusto; se puede decir que siendo un glacial, ella no lo sabe, ignora la sensación del frío. Hombre de ciencia ha habido que ha pensado en un extraño organismo de reptil, de sangre fría, en el que ha encarnado una mujer. Otros lo atribuyen a una funesta herencia de la enfermedad misteriosa de sus padres; algunos creen que algún abuelo padeció en la Edad Media un mal extraño que se reprodujo, por el salto atrás, en el padre y que le ha alcanzado a ella. Sea lo que quiera, el fenómeno existe, no se puede negar, lo vemos y lo palpamos. Excusado es decir que para su abuela y las parientas que la criaron todo eran hechizos y obra de encantamiento. Han hecho exorcizar a la pobre criatura cientos de veces; pero la religión ha tenido tan poco éxito como la ciencia.
Mientras hablaba había acabado de comer su tortilla y se fijó en la de su amigo.
--Vamos, Fernando. Nada de niñerías. Coma usted eso o no le digo nada más. No espero que usted acabe para tomar mi chocolate. Se me enfriaría y ahora está en su punto. Es el más suculento desayuno del mundo, injustamente en desuso. Como obra de frailes, que ya sabían lo que se hacían.
Mientras mojaba los bizcochos en la nata humeante de su taza, siguió:
--Blanca pasó su infancia en un pueblecito vasco, en la frontera de España, perdido en las estribaciones de los Pirineos. No me acuerdo cómo se llama. La pobre criatura se consumía de hastío en su vieja heredad. Se pasaba el día cuidando sus animalitos predilectos, pollos, conejos, borreguitos. Ella misma corría la montaña para cogerles la hierba y los tallos tiernos, y se daba el caso raro de que los animales la rechazaban de su mano. Le huían los gatos y le aullaban los perros. Claro que no había que pensar en que las madres dejasen a ninguna niña jugar con ella. No le quedaba el recurso de la agricultura. Hubiera querido cuidar y cultivar plantas, pero todas las que tocaba se secaban, y las semillas no nacían. Esto no es tan extraño como parece. Son muchas las mujeres que ejercen esa mala influencia sobre las plantas. En mi país no se las deja entrar en los bancales y en los sementeros, sobre todo en ciertas épocas. En lo de los animales creo que habrá exageración. La pobre Blanca me ha contado las angustias que pasaba cuando iba de paseo por las gargantas y los valles que forman las cordilleras en su país y veía un monte sucediendo a otro monte. Se encontraba como perdida y aprisionada en la cadena de los cerros. Por suerte, un noble francés que fue por allí en una cacería se enamoró de ella y se casó. Era viejo, debía ser un tanto degenerado y sádico. Con él, esta mujer de hielo, cuyas funciones vitales no tienen nada de anormal, excepto su falta de temperatura, tuvo dos hijos: uno idiota, que vivió poco tiempo, y otro que a los dos años falleció también de un tumor en el oído. Su marido murió de otro tumor. Ella estaba sana, pero daba el efecto de esas manzanas podridas que pudren a las que están en contacto con su mal.
--Pero eso es terrible.
--Sí. Viuda y sin dinero, aceptó la mano del conde Hozenchis, un millonario austríaco, ya viudo con un hijo, por eso no tiene ella el título. Le dejó una gran fortuna. Ella no volvió a tener más hijos. Cuando la conocí en Viena era la mujer de moda, deslumbrante con su hermosura y su lujo. Siempre la habían llamado «La mujer fría» pero después de su viudez cambió su nombre, la llamaban por el nombre fatídico que le hizo huir de los lugares donde la conocían, y que me ha rogado, implícitamente, que no lo dijera.
--¿Pero qué nombre es ése?
--«La muerta viva.»
--¡Ah!...
--Veo que no te sorprendes.
--Es mejor que calle usted.
--No, ya es mejor decirlo todo. No se puede condenar a una mujer hermosa y joven, que no tiene hijos, que no ha amado a los maridos que la tomaron como una curiosidad capaz de excitar sus temperamentos gastados, cuya juventud ha transcurrido en el tedio y la soledad, que sienta con vehemencia el deseo de amar. Ella tenía muchos pretendientes. Escogió, romantizó, fue difícil y los empeñó en la lucha... pero no «cayó» con ninguno. Todos la «respetaron», es decir, huyeron cuando se les reveló el frío y el olor a cadáver que había en ese hermoso cuerpo.
--¿No llegó a amarla nadie lo bastante para hacerse superior a esa fatalidad?
--La muerte rechaza a la vida, es una repugnancia física invencible la que crea. Blanca se hace un imposible para todos los que ella podía amar. Es decir, los sanos de cuerpo y de alma.
--Es terrible eso en una mujer tan hermosa, tan noble, tan espiritual...
--En Viena se habló mucho de este caso. Lo atribuían a la encarnación de un espíritu en el cuerpecito que la madre dio a luz muerto. Según los espiritistas, es un cuerpo de muerta donde vive un espíritu.
--¿Pero y todas las funciones vitales de ese cuerpo, su crecimiento?
--Se las presta el cuerpo astral.
--Yo no creo esas patrañas de los espíritus, y me parece que éste es un caso único en el mundo.
--No, querido Fernando. Eso de que «no hay nada nuevo bajo el sol», es una verdad innegable. Todo existe, todo se repite, por poco común que sea. Evidentemente hay muchos casos de estos que no se conocen; pero existe en la historia un precedente conocidísimo, por tratarse nada menos que de una reina.
--¿Cómo?
--Sí. Catalina de Médicis era también una muerta viva. Se quedó huérfana a causa de una extraña enfermedad de sus padres, y el Papa Clemente VII, que había concebido el proyecto de casarla con el rey de Francia, cuidó de ella, apartando de su lado todos los enamorados, aunque para ello tuviera que hacer a su sobrino Hipólito Cardenal a los dieciocho años y enviarlo a España. Catalina se casó con Enrique II cuando éste no era más que duque de Orleáns, y tuvo hijos, a pesar de la repugnancia que por ella sentía su esposo. Fue madre de tres reyes degenerados. Su marido no la repudió porque ella se dio maña a ser la amiga de la favorita Diana de Poitiers, y él lo encontró eso muy cómodo. Pero Catalina de Médicis tenía siempre el cuerpo helado como un muerto, y cuando se quitaba los suntuosos vestidos olía a cadáver.
--¿Y a qué se atribuyó entonces el fenómeno?
--La ciencia no dijo nada. El pueblo la creía poseída del diablo, que ha sido sustituido por nosotros por los avatares y las reencarnaciones. Es igual. Lo cierto es que si no fue el diablo fue un mal espíritu el de esa mujer disoluta, envenenadora, que se gozó en los asesinatos. Hasta sin querer causaba maleficio. Hay quien sostiene que la desgracia de María Estuardo tuvo origen en usar el magnífico collar de perlas de su suegra.
Pero Fernando no oía la digresión histórica, poseído del horror de aquella vida.

VIII
Blanca, envuelta en el amplio peinador de crespón amarillo, con la cabellera ceniza y rizosa cayendo sobre los hombros desnudos, parecía, puesta de pie cerca de balcón, una estatua de piedra cubierta con la túnica de seda; pero aquella estatua animada sufría un dolor vivísimo, que se reflejaba en la mirada ansiosa y en las pupilas verdes que empañaban las lágrimas como si fuesen cristalillos de escarcha sobre una hoja tierna de árbol.
Se había acostado inquieta y preocupada después de despedir a Fernando en la puerta de la verja. Le quedaba una duda, que más bien creaba ella misma para engañarse. Eran ya muchas las veces que los enamorados huían al robar el primer beso a sus labios fríos. Pero esta vez quería dudar, porque era la única vez que amaba. No había mentido al asegurarle a Fernando que había visto en él su destino el día que lo vio en el teatro en el palco de los señores de Meléndez. Fue por acercarse a él por lo que le había hablado al viejo senador de sus sobrinas y por lo que quiso ir a tomar el té en su casa e invitarlas después a la suya.
El reto celoso de Edma había aumentado su pasión. La joven inexperta le decía así, con su actitud, que Fernando la amaba. Tenía que haberlo notado su novia para estar celosa hasta aquel punto. Había ella buscado a Fernando, lo había atraído y estaba satisfecha de la pasión que había despertado en él. Blanca había hecho un alarde de aquella pasión, sin compadecer a su rival, cuyo dolor era más fuerte que ese amor propio de mujer que hace a las desdeñadas aparentar indiferencia. Edma se sentía morir sin el amor de Fernando, y no lo ocultaba. Pasaba los días llorando, sin querer comer ni ir a ninguna parte, sumida en un duelo que estropeaba su salud y su belleza.
Creyendo que eran celos de la joven, don Marcelo había ido a rogarle a Blanca que le devolviera la felicidad cesando de recibir a Fernando. Pero, lejos de lo que esperaba, se encontró frente a una mujer enamorada, decidida a disputar a todos su dicha, a hacer triunfar su pasión pasando por cima de todos los obstáculos, cayese quien cayese, y que hacía callar todas sus razones filosóficas con las frases soberbias de egoísmo que existían en su propio corazón.
--¿Acaso la felicidad ajena es más respetable que la nuestra propia?
Pero por lo mismo que amaba como jamás había amado, su lucha era más empeñada que había sido jamás. No quería entregarse al amor de Fernando, por el miedo de verlo alejarse cuando sus sentidos, su tacto y su olfato sintiesen aquella extraña frialdad de su cuerpo y aquel incomprensible olor. Pensaba que lo mejor era huir, llevarse el recuerdo de su amor, dejarle una imagen de felicidad soñada para mantener siempre la ilusión con la fiebre del amor no satisfecho.
Pero no había sabido resistirse a la influencia de aquella pasión poderosa, incitada por el ambiente de la noche. El perfume de la madreselva y de las magnolias del jardín eran acicate para sus nervios. La magnolia es flor traicionera para el amor, flor sensual, carnosa, incitante... como aquellas estrellas, magnolias sin luz, abiertas en el gran magnolio del cielo.
Había dejado que la boca de él se uniese a su boca gimiendo de pasión. Quería engañarse y aceptar la versión de que aquella reacción brusca, súbita, incomprensible en un enamorado, era el triunfo del espíritu caballeresco de Fernando. Se aferraba a la esperanza de que el joven la amaba lo bastante para sobreponerse a toda mala impresión. Si él la amaba con un amor intenso como el que ella sentía, sería superior a todas las cosas. Los otros, los que se habían ido, fueron a su lado guiados por el orgullo que atrae en la mujer a la moda. Fueron los conquistadores de ocasión, los amantes frívolos, superficiales, los aspirantes a maridos por su dote o su belleza... Fernando era distinto, era el amor. Tenía la seguridad de que había de volver.
Se engalanó para esperarlo aquella noche siguiente. Su belleza alabastrina, adornada con perlas, estaba soberbiamente realzada. Un frasco entero de perfume de angélica la rodeaba de un aroma intenso, violento que podía apagar todos los otros olores. Fernando era siempre puntual. En el tiempo que se trataban lo había visto ir a su lado siempre bueno y dulce, sin hacerle esperar nunca. Ella conocía su manera de llamar al timbre. Cuando él tocaba había una vibración extraña que la conmovía toda, y así lo veía llegar con su sonrisa abierta, franca, sonrisa con olor a romero y madreselva, que lo mismo que el aire de la montaña levantaba el corazón. Era sano de alma de tal manera, que esparcía en torno las sanidades y la alegría. Jamás su cuerpo, insensible a la temperatura, se había estremecido como la noche anterior, cuando pasaron sus manos carnosas y fuertes sobre el bruñido de su piel.
El tardaba. Blanca sentía la angustia, la zozobra de la espera, mirando impaciente el reloj, pensando cosas descabelladas que podían haberle sucedido, y haciendo proyectos locos para buscarlo.
Al fin, al cabo de medía hora de angustia, lo vio detenerse ante la veda. Venía andando despacio, como si lo llevase hacia allí una fuerza superior a su voluntad.
Después de la conversación con don Marcelo, él habría querido alejarse, romper con Blanca de un modo cortés, no volver a exponerse a aquella impresión de muerte cuyo horror no podría vencer. Sin embargo, cada hora que pasaba parecía aumentar su cariño. Ella no tenía culpa de aquellas anomalías de su organismo, de las que quizás no se daba cuenta en toda su gravedad, pues era piadoso ocultárselas, como se oculta su enfermedad a los tísicos y a los cancerosos. Se le aparecía Blanca como una princesa encantada de cuento de hadas, que sólo amaría a quien resistiese la prueba para hacer cesar el hechizo. Sin duda los hombres que se habían acercado a ella no la amaron como él, que no vacilaría en darse por entero a su adoración, aunque adquiriera la certeza de que su sangre estaba contaminada de una dolencia terrible y contagiosa, aunque su organismo anormal no fuese humano, aunque el espíritu amado viviese en una muerta desenterrada, aunque fuese un demonio encarnado... todo le daba igual. Era «ella», a fuerza de ser «ella», se desmaterializaba, se tornaba algo incorpóreo, sueño, idea. «Ella», el amor.
Al verla tan bella acabó de olvidarlo todo. Casi se reía de su impresión y de las historias de don Marcelo. Con aquellas supersticiones se influía en el ánimo de las gentes y miraban a Blanca como un ser sobrenatural. Era una anomalía la baja temperatura de su cuerpo, pero no lo bastante para llegar a esas exageraciones, que indudablemente propalaban los despechados y las envidiosas de su belleza. Acaso en Catalina de Médicis ocurría el mismo fenómeno y se tejían las leyendas de brujerías, demonios y hechicería en torno de ella, propaladas por sus enemigos.
Aquella blancura, aquel color admirable, aquella carne apretada cubierta de la piel sedosa, tan tersa, tan satinada, avaloraban la belleza de Blanca. Su rubio opaco, limpio, purísimo, daba esa sensación de reposo, de frialdad, que contribuía a la leyenda.
Pero a pesar de todo su amor, de todo su entusiasmo, de todos sus propósitos, no pudo disimular el rehilo que agitó su cuerpo cuando ella se apoderó con sus manos heladas de su mano febril para hacerle sentarse a su lado en el diván.
Los envolvía un ambiente de perfumes.
--Has tardado más que de costumbre --le dijo ella cariñosamente--
¡Hoy que te esperaba más temprano!
En aquellas palabras adivinó él lo que no le decían, la inquietud de toda mujer que ha concedido sus favores y teme haber producido una desilusión. Era una queja a la ingratitud de no haber venido antes a tranquilizarla.
Se apresuró a disculparse con asuntos, ocupaciones, enredos de familia que lo retuvieron hasta última hora.
--Además, quizá no soy culpable de haber tenido menos prisa en venir --añadió--, estabas tan en mi corazón, te tenía tan dentro de mi alma, que en algunos momentos no me daba cuenta de que estabas ausente.
--¡Zalamero!
Se sentía feliz, tranquilizada súbitamente.
--¿Quieres tomar un refresco? --le propuso. El sentía sed, esa sed que precede a los estados angustiosos, pero tenía miedo de tomar nada frío, de aumentar la sensación de frío que lo abrumaba.
--No... yo creo que sólo las bebidas calientes quitan el calor.
--Sí, es la última teoría, y la de ir vestido de lana en el verano. Yo tengo la suerte de no ser sensible a los cambios de frío ni de calor... y me siento siempre bien.
El la oía afanoso de ver si entreveía en sus palabras una explicación del misterio.
--¿No sudas?
--Jamás... pero tampoco siento el frío... Mira, sé hacer un cocktail especial que ha de gustarte. Lo prepararé yo misma.
Tocó el timbre y dio a las doncellas algunas breves órdenes.
El la miraba complacido. Le gustaba aquella familiaridad que hacía a la mujer bella y admirada como una diosa algo de mujercita casera.
--Te voy a hacer un ponche ruso --le decía ella, mientras ponía en la cocktelera un vaso de coñac, otro de ron, una copita de curacao, mezclado con unas gotas de amargo Reychaud, jugo de limón y azúcar.
--¡Pero cuánto ingrediente necesitas! --dijo él, mirando complacido la operación.
--Ahora té bien caliente. Con estas rodajitas de limón, que lo perfuman todo. Ya está. Verás cómo te gusta.
--Y tú.
--Yo me voy a preparar otro más simple. Sólo zumo de naranja con azúcar y unas gotas de Ginebra para aromatizar. No me gusta el alcohol.
--No. Bebe de éste.
Quería que bebiera de aquella mezcla de diferentes licores, con la creencia vulgar de que el alcohol, en las diferentes mezclas, marea más. Le gustaría verla beber, tomar aquellos licores que la embriagaran, que le añadiesen con su ardor una nueva gracia, que le incendiasen las venas de un fuego desconocido. ¡Cómo le gustaría ver encenderse sus mejillas y brillar sus ojos, aunque fuese con la lumbre del alcohol!
Ella cedía a probar las copas que él llenaba con demasiada frecuencia, vaciando rápidamente la cocktelera. Era él quien sentía vaguedad en la cabeza, y un nuevo fuego que hacía circular apresuradamente su sangre y latirle las sienes y el corazón apresuradamente.
La veía cada momento más bella, con su deshabillé elegante que tenía algo de traje de baile, y dejaba adivinar todos los contornos de su cuerpo de estatua. La hermosa cabeza, de líneas perfectas, sin más color que las esmeraldas de los ojos, se hacía obsesionante con su blancura.
Las ideas se iban borrando de su imaginación, olvidaba el relato de don Marcelo, la leyenda hecha en torno de ella, todo, para no ver más que su belleza y el encanto que lo envolvía.
Recostada en el diván, Blanca parecía ofrecérsele en un dulce abandono. El sentía cierto miedo en acercarse, un miedo instintivo de que no se daba cuenta.
--¿Qué piensas? --le preguntó ella.
--No sé si debiera decírtelo.
--Dos que se aman no deben ocultarse nada.
--Pienso en que quizás tú has amado a otros hombres.
--No. Te he sido sincera al decirte que he ido al matrimonio impulsada por las circunstancias, por abulia por falta de un amor que me hacía aceptar como buenos los enlaces que me ofrecieron:
--Es que yo no tengo celos de tus esposos... otros hombres.
--Nadie había reparado en mí antes del que fue mi marido.
--¿Pero después?
--Tuve pretendientes, flirteos sin importancia... Nunca se formalizó nada. No tienes razón de ser celoso.
El vaciló un momento, y al fin hizo la pregunta brutal.
--¿Y por qué causa no se formalizaron?
La vio estremecerse y guardar silencio como buscando una respuesta que no hallaba, desconcertada por su audacia. Al fin repuso:
--Cuando se habla con un señora, se supone siempre que el no realizarse algún amor ha sido porque ella no ha querido.
Se había alzado y le lanzaba un mirada altiva, fría.
Fernando se estremeció. Había ido muy lejos y temía haber ofendido a Blanca, haber causado en su amor propio, por su imprudencia, una de esas heridas por las que se desangra el amor.
Se acercó a ella y le cogió la mano. A pesar de su entusiasmo y de su amor, volvió a sentir aquel rehilo de su médula. Lo enervaba aquel frío de carne, que, sin duda por efecto de los relatos, le hacía recordar al cadáver.
Ella tenía los nervios en tensión. Notaba una dureza en sus articulaciones, que no le abandonaba la mano, que hacia una fuerza para no entregársele. Era su espíritu el que estaba apartado de él. Ansioso por conquistar aquel amor que parecía escapársele, hizo un esfuerzo para disimular la mala impresión y depositó un beso en su mano.
--Perdóname, Blanca de mi vida, los celos me vuelven loco. ¡Te quiero tanto!
Pareció conmoverse por la súplica y su cuerpo dejó la actitud de rigidez forzada.
--Blanca mía.
La estrechó contra su pecho, y en vez de buscar sus labios, la besó en la frente. Aquel beso le hizo bien. Era como el que tiene fiebre y pone los labios en un mármol, que apaga su ardor y lo alivia.
Blanca callaba, con los ojos entornados, abandonándose en sus brazos. El, a pesar de su amor, se sentía cohibido. Indudablemente el tacto es uno de los mayores acicates del amor. Tal vez se ama tanto a los niños por ese tacto amoroso de la carne tibia, rosa y blanda, tan suave al tacto. En realidad, no se puede prescindir del tacto para el amor, como no se puede prescindir del timbre de la voz para la simpatía.
La besaba locamente, como si quisiera comunicarle calor con sus besos. Pensó que era preciso acabar con aquellas impresiones, quizás hijas de su estado nervioso, de su preocupación. Era preciso consumarse en la pasión para llegar a una normalidad.
Le cerró los párpados con besos, sintiendo cómo los ojos palpitaban como palomas bajo sus labios, y llegó ansioso a la boca... ¡El fato a descomposición! ¡Aquello era más fuerte que él, que su pasión, que su voluntad!
Sus brazos se abrieron y se apartó de ella con un gesto involuntario de repulsión.
Reinó un momento de silencio, que rompió un sollozo de Blanca.
Fernando se indignaba consigo mismo. No concebía lo que pasaba en su alma. La seguía amando y deseando locamente, y no podía superar aquella repulsión del tacto y del olfato.
--¿Qué tienes, Blanca?
Lo miró con sus hermosos ojos esmeraldinos, empañados de rocío helado. Había en ellos una expresión de desconsuelo inmenso. Fernando dudaba. ¿Acaso aquella mujer sabía la impresión que le causaba? ¿Era inocente? De un modo o de otro había una crueldad en dejarle conocer sus sentimientos. Los ojos verdes parecían suplicarle que no defraudase su pasión, que la tomara.
--Eres para mí algo tan grande y tan sagrado, que llego a ti temblando de pasión y no puedo vencer el respeto que me inspiras --le dijo, como disculpándose.
Ella no aceptó aquella galantería y le repuso con tristeza:
--No, Fernando, tú me quieres muy poco.
--¿Cómo puedes pensar eso?
--Lo veo
--Te equivocas.
--No.
--¿Quieres que te jure?
--Es inútil... Te lo he dicho muchas veces... Yo debo irme...
--No digas eso.
--Es preciso.
--Yo te seguiría.
--¿Para qué?
--Te he rogado que seas mi esposa.
--Pero yo no he aceptado.
--Sí, tú me has dado tu consentimiento tácitamente, no esquivando mis caricias.
--Es cierto..
--¿Entonces?
--No sé.. no sé... Pero hay algo que nos separa. Te veo llegar a mí lleno de amor y retroceder como si estuviese guardada por un espíritu que me defiende.
--Es sólo mi respeto, el verte tan superior.. El sentirme indigno de ti.
Se había vuelto a acercar y estrechaba de nuevo su mano, decidido a ser superior a todas aquellas sensaciones de neurótico que estaba padeciendo.
Acaso aquel olor que percibía no era más que el olor de su carne de mujer transcendiendo de los perfumes, en contraste con ellos. Tal vez un olor de raza.
Recordaba vagamente en aquel momento que los individuos de ciertos pueblos tienen un olor especial en su carne, en su piel, que los diferencia de los demás. Así los negros de las diferentes tribus se distinguían por el olor de sus cuerpos. Los gitanos tenían un fato especial; diferente de los indios, sus antecesores. Ese olor a carne humana, que se hace insoportable en un local cerrado, que tiene algo del olor caliente de un gallinero, era común a todos. Se podían distinguir las personas, como las flores, por el olor especial a cada una-- El olor de Blanca no era fetidez de aliento, era un olor a descomposición, extraño, que lo mismo que su frialdad, recordaba al cadáver, pero en el fondo, tal vez no era más que un olor «de raza», acentuado, extraño, que se exageraba entre las esencias. Había que vencer esa fatalidad.
De nuevo unió los labios a sus labios cerrados, profundizó en ellos para besar los dientecillos blancos.
No sabía si es que ella no respiraba o si él contenía el aliento, pero dominaba la sensación, no notaba aquel olor.
Los brazos blancos se habían ceñido en torno de su cuello como un círculo de hielo, al que ya estaba acostumbrado y no le producía la sensación penosa de otras veces. Lo deslumbraban los ojos abiertos cerca de sus ojos, y se estremecía bajo los besos que los labios frescos y sin color le devolvían...
Quiso beber todo aquel amor, respirarlo, guardarlo dentro de su pecho... y aquel vaho contenido se escapó de nuevo, envolviéndole, ahogándole, produciéndole una angustia, un mareo insoportables. Quiso vencer la sensación. y no pudo. Hizo un esfuerzo para desasirse de Blanca, que lo sujetaba enlazado contra su corazón, y, hallando una resistencia inconsciente, obedeció al instinto, más fuerte que toda reflexión, y la empujó, rechazándola brutalmente, para verse libre de ella.
La contempló un instante ovillada sobre el diván, gimiendo. No le dijo nada. ¿Para qué? Parecía que su amor se disipaba con aquel olor como con el amoníaco se disipa la embriaguez. Era imposible tratar de vencer aquella repugnancia física. En el amor era necesario el halago del olfato y del tacto, quizás como los auxiliares más poderosos.
Se marchó sin decir nada, sin volver la cabeza y sin que ella pronunciase una sola palabra.

Carmen de Burgos, La mujer fría.

https://es.wikipedia.org/wiki/Carmen_de_Burgos
Carmen de Burgos


Felisberto Hernández, Las Hortensias

Las Hortensias.

A María Luisa

I
Al lado de un jardín había una fábrica y los ruidos de las máquinas se metían entre las plantas y los árboles. Y al fondo del jardín se veía una casa de pátina oscura. El dueño de la “casa negra” era un hombre alto. Al oscurecer sus pasos lentos venían de la calle; y cuando entraba al jardín y a pesar del ruido de las máquinas, parecía que los pasos masticaran el balasto. Una noche de otoño, al abrir la puerta y entornar los ojos para evitar la luz fuerte del hall, vio a su mujer detenida en medio de la escalinata; y al mirar los escalones desparramándose hasta la mitad del patio, le pareció que su mujer tenía puesto un gran vestido de mármol y que la mano que tomaba la baranda, recogía el vestido. Ella se dio cuenta de que él venía cansado, de que subiría al dormitorio, y esperó con una sonrisa que su marido llegara hasta ella.
Después que se besaron, ella dijo:
—Hoy los muchachos terminaron las escenas...
—Ya sé, pero no me digas nada.
Ella lo acompañó hasta la puerta del dormitorio, le acarició la nariz con un dedo y lo dejó solo. Él trataría de dormir un poco antes de la cena; su cuarto oscuro separaría las preocupaciones del día de los placeres que esperaba de la noche. Oyó con simpatía, como en la infancia, el ruido atenuado de las máquinas y se durmió. En el sueño vio una luz que salía de la pantalla y daba sobre una mesa. Alrededor de la mesa había hombres de pie. Uno de ellos estaba vestido de frac y decía:
“Es necesario que la marcha de la sangre cambie de mano; en vez de ir por las arterias y venir por las venas, debe ir por las venas y venir por las arterias”. Todos aplaudieron e hicieron exclamaciones; entonces el hombre vestido de frac fue a un patio, montó a caballo y al salir galopando, en medio de las exclamaciones, las herraduras sacaban chispas contra las piedras. Al despertar, el hombre de la casa negra recordó el sueño, reconoció en la marcha de la sangre lo que ese mismo día había oído decir –en ese país los vehículos cambiarían de mano– y tuvo una sonrisa. Después se vistió de frac, volvió a recordar al hombre del sueño y fue al comedor. Se acercó a su mujer y mientras le metía las manos abiertas en el pelo, decía:
—Siempre me olvido de traer un lente para ver cómo son las plantas que hay en el verde de estos ojos; pero ya sé que el color de la piel lo consigues frotándote con aceitunas.
Su mujer le acarició de nuevo la nariz con el índice; después lo hundió en la mejilla de él, hasta que el dedo se dobló como una pata de mosca y le contestó:
—¡Y yo siempre me olvido de traer unas tijeras para recortarte las cejas!
Ella se sentó a la mesa y viendo que él salía del comedor le preguntó:
—¿Te olvidaste de algo?
—Quién sabe.
Él volvió en seguida y ella pensó que no había tenido tiempo de hablar por teléfono.
—¿No quieres decirme a qué fuiste?
—No.
—Yo tampoco te diré qué hicieron hoy los hombres.
Él ya le había empezado a contestar:
—No, mi querida aceituna, no me digas nada hasta el fin de la cena.
Y se sirvió de un vino que recibía de Francia; pero las palabras de su mujer habían sido como pequeñas piedras caídas en un estanque donde vivían sus manías; y no pudo abandonar la idea de lo que esperaba ver esa noche. Coleccionaba muñecas un poco más altas que las mujeres normales. En un gran salón había hecho construir tres habitaciones de vidrio; en la más amplia estaban todas las muñecas que esperaban el instante de ser elegidas para tomar parte en escenas que componían en las otras habitaciones. Esa tarea estaba a cargo de muchas personas: en primer término, autores de leyenda (en pocas palabras debía expresar la situación en que se encontraban las muñecas que aparecían en cada habitación); otros artistas se ocupaban de la escenografía, de los vestidos, de la música, etc. Aquella noche se inauguraría la segunda exposición; él la miraría mientras un pianista, de espaldas a él y en el fondo del salón, ejecutaría las obras programadas. De pronto, el dueño de la casa negra se dio cuenta de que no debía pensar en eso durante la cena; entonces sacó del bolsillo del frac unos gemelos de teatro y trató de enfocar la cara de su mujer.
—Quisiera saber si las sombras de tus ojeras son producidas por vegetaciones...
Ella comprendió que su marido había ido al escritorio a buscar los gemelos y decidió festejarle la broma. Él vio una cúpula de vidrio; y cuando se dio cuenta de que era una botella dejó los gemelos y se sirvió otra copa del vino de Francia. Su mujer miraba los borbotones al caer en la copa; salpicaban el cristal de lágrimas negras y corrían a encontrarse con el vino que ascendía. En ese instante entró Alex –un ruso blanco de barba en punta–, se inclinó ante la señora y le sirvió porotos con jamón. Ella decía que nunca había visto un criado con barba; y el señor contestaba que ésa había sido la única condición exigida por Alex. Ahora ella dejó de mirar la copa de vino y vio el extremo de la manga del criado; de allí salía un vello espeso que se arrastraba por la mano y llegaba hasta los dedos. En el momento de servir al dueño de casa, Alex dijo:
—Ha llegado Walter. (Era el pianista.)
Al fin de la cena, Alex sacó las copas en una bandeja; chocaban unas con otras y parecían contentas de volver a encontrarse. El señor –a quien le había brotado un silencio somnoliento– sintió placer en oír los sonidos de las copas y llamó al criado:
—Dile a Walter que vaya al piano. En el momento en que yo entre al salón, él no debe hablarme. ¿El piano, está lejos de las vitrinas?
—Sí señor, está en el otro extremo del salón.
—Bueno, dile a Walter que se siente dándome la espalda, que empiece a tocar la primera obra del programa y que la repita sin interrupción hasta que yo le haga la seña de la luz.
Su mujer le sonreía. Él fue a besarla y dejó unos instantes su cara congestionada junto a la mejilla de ella. Después se dirigió hacia la salita próxima al gran salón. Allí empezó a beber el café y a fumar; no iría a ver sus muñecas hasta no sentirse bastante aislado. Al principio puso atención a los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano; le parecía que venían mezclados con agua, y él los oía como si tuviera puesta una escafandra. Por último se despertó y empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo; como si alguien hiciera un llamado especial entre los ronquidos de muchas personas para despertar sólo a una de ellas. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados. Estuvo intrigado unos momentos y después decidió no hacer caso. De pronto se extrañó de no verse sentado en el sillón: se había levantado sin darse cuenta; recordó el instante, muy próximo, en que abrió la puerta, y en seguida se encontró con los pasos que daba ahora: lo llevaban a la primera vitrina. Allí encendió la luz de la escena y a través de la cortina verde vio una muñeca tirada en una cama. Corrió la cortina y subió al estrado –era más bien una tarima con ruedas de goma y baranda–; encima había un sillón y una mesita; desde allí dominaba mejor la escena. La muñeca estaba vestida de novia y sus ojos abiertos estaban colocados en dirección al techo. No se sabía si estaba muerta o si soñaba. Tenía los brazos abiertos; podía ser una actitud de desesperación o de abandono dichoso. Antes de abrir el cajón de la mesita y saber cuál era la leyenda de esta novia, él quería imaginar algo. Tal vez ella esperaba al novio, quien no llegaría nunca; la habría abandonado un instante antes del casamiento; o tal vez fuera viuda y recordara el día en que se casó; también podía haberse puesto ese traje con la ilusión de ser novia.
Entonces abrió el cajón y leyó: “Un instante antes de casarse con el hombre a quien no ama, ella se encierra, piensa que ese traje era para casarse con el hombre a quien amó, y que ya no existe, y se envenena. Muere con los ojos abiertos y todavía nadie ha entrado a cerrárselos”. Entonces el dueño de la casa negra pensó: “Realmente, era una novia divina”. Y a los pocos instantes sintió placer en darse cuenta de que él vivía y ella no. Después abrió una puerta de vidrio y entró a la escena para mirar los detalles. Pero al mismo tiempo le pareció oír, entre el ruido de las máquinas y la música, una puerta cerrada con violencia; salió de la vitrina y vio, agarrado en la puerta que daba a la salita, un pedazo del vestido de su mujer; mientras se dirigía allí, en puntas de pie, pensó que ella lo espiaba; tal vez hubiera querido hacerle una broma; abrió rápidamente y el cuerpo de ella se le vino encima; él lo recibió en los brazos, pero le pareció muy liviano y en seguida reconoció a Hortensia, la muñeca parecida a su señora; al mismo tiempo su mujer, que estaba acurrucada detrás de un sillón, se puso de pie y le dijo:
—Yo también quise prepararte una sorpresa; apenas tuve tiempo de ponerle mi vestido.
Ella siguió conversando, pero él no la oía; aunque estaba pálido le agradecía, a su mujer, la sorpresa; no quería desanimarla, pues a él le gustaban las bromas que ella le daba con Hortensia. Sin embargo esta vez había sentido malestar. Entonces puso a Hortensia en brazos de su señora y le dijo que no quería hacer un intervalo demasiado largo. Después salió, cerró la puerta y fue en dirección hacia donde estaba Walter; pero se detuvo a mitad del camino y abrió otra puerta, la que daba a su escritorio; se encerró, sacó de un mueble un cuaderno y se dispuso a apuntar la broma que su señora le dio con Hortensia y la fecha correspondiente. Antes leyó la última nota. Decía: “Julio 21. Hoy, María (su mujer se llamaba María Hortensia; pero le gustaba que la llamaran María; entonces, cuando su marido mandó hacer esa muñeca parecida a ella, decidieron tomar el nombre de Hortensia –como se toma un objeto arrumbado– para la muñeca) estaba asomada a un balcón que da al jardín; yo quise sorprenderla y cubrirle los ojos con las manos; pero antes de llegar al balcón, vi que era Hortensia.
María me había visto ir al balcón, venía detrás de mí y me soltó una carcajada”. Aunque ese cuaderno lo leía únicamente él, firmaba las notas; escribía su nombre, Horacio, con letras grandes y cargadas de tinta. La nota anterior a ésta, decía: “Julio 18. Hoy abrí el ropero para descolgar mi traje y me encontré a Hortensia; tenía puesto mi frac y le quedaba graciosamente grande”.
Después de anotar la última sorpresa, Horacio se dirigió hacia la segunda vitrina; le hizo señas con una luz a Walter para que cambiara la obra del programa y empezó a correr la tarima. Durante el intervalo que hizo Walter, antes de empezar la segunda pieza, Horacio sintió más intensamente el latido de las máquinas; y cuando corrió la tarima le pareció que las ruedas hacían el ruido de un trueno lejano. En la segunda vitrina aparecía una muñeca sentada a una cabecera de la mesa. Tenía la cabeza levantada y las manos al costado del plato, donde había muchos cubiertos en fila. La actitud de ella y las manos sobre los cubiertos hacían pensar que estuviera ante un teclado. Horacio miró a Walter, lo vio inclinado ante el piano con las colas del frac caídas por detrás de la banqueta y le pareció un bicho de mal agüero. Después miró fijamente la muñeca y le pareció tener, como otras veces, la sensación de que ella se movía. No siempre estos movimientos se producían en seguida; ni él los esperaba cuando la muñeca estaba acostada o muerta; pero en esta última se produjeron demasiado pronto; él pensó que esto ocurría por la posición tan incómoda de la muñeca; ella se esforzaba demasiado por mirar hacia arriba; hacía movimientos oscilantes, apenas perceptibles; pero en un instante en que él sacó los ojos de la cara para mirarle las manos, ella bajó la cabeza de una manera bastante pronunciada; él, a su vez, volvió a levantar rápidamente los ojos hacia la cara de ella; pero la muñeca ya había reconquistado su fijeza. Entonces él empezó a imaginar su historia. Su vestido y los objetos que había en el comedor denunciaban un gran lujo pero los muebles eran toscos y las paredes de piedra. En la pared del fondo había una pequeña ventana y a espaldas de la muñeca una puerta baja y entreabierta como una sonrisa falsa. Aquella habitación sería un presidio en un castillo, el piano hacía ruido de tormenta y en la ventana aparecía, a intervalos, un resplandor de relámpagos; entonces recordó que hacía unos instantes las ruedas de la tarima le hicieron pensar en un trueno lejano, y esa coincidencia lo inquietó; además, antes de entrar al salón, había oído los ruidos que deseaban insinuarle algo. Pero volvió a la historia de la muñeca: tal vez ella, en aquel momento, rogara a Dios esperando una liberación próxima. Por último, Horacio abrió el cajón y leyó: “Vitrina segunda. Esta mujer espera, para pronto, un niño. Ahora vive en un faro junto al mar; se ha alejado del mundo porque han criticado sus amores con un marino. A cada instante ella piensa: ‘Quiero que mi hijo sea solitario y que sólo escuche al mar’”. Horacio pensó: “Esta muñeca ha encontrado su verdadera historia”. Entonces se levantó, abrió la puerta de vidrio y miró lentamente los objetos; le pareció que estaba violando algo tan serio como la muerte; él prefería acercarse a la muñeca; quiso mirarla desde un lugar donde los ojos de ella se fijaran en los de él; y después de unos instantes se inclinó ante la desdichada y al besarla en la frente volvió a sentir una sensación de frescura tan agradable como en la cara de María. Apenas había separado los labios de la frente de ella vio que la muñeca se movía; él se quedó paralizado; ella empezó a irse para un lado cada vez más rápidamente, y cayó al costado de la silla; y junto con ella una cuchara y un tenedor. El piano seguía haciendo el ruido del mar; y seguía la luz en la ventana y las máquinas. Él no quiso levantar la muñeca; salió precipitadamente de la vitrina, del salón, de la salita y al llegar al patio vio a Alex: –Dile a Walter que por hoy basta; y mañana avisa a los muchachos para que vengan a acomodar la muñeca de la segunda vitrina.
En ese momento apareció María:
—¿Qué ha pasado?
—Nada, se cayó una muñeca, la del faro...
—¿Cómo fue? ¿Se hizo algo?
—Cuando yo entré a mirar los objetos debo haber tocado la mesa...
—¡Ah! ¡Ya te estás poniendo nervioso!
—No, me quedé muy contento con las escenas. ¿Y Hortensia? ¡Aquel vestido tuyo le quedaba muy bien!
—Será mejor que te vayas a dormir, querido –contestó María.
Pero se sentaron en un sofá. Él abrazó a su mujer y le pidió que por un minuto, y en silencio, dejara la mejilla de ella junto a la de él. Al instante de haber juntado las cabezas, apareció en la de él el recuerdo de las muñecas que se habían caído: Hortensia y la del faro. Y ya sabía él lo que eso significaba: la muerte de María; tuvo miedo de que sus pensamientos pasaran a la cabeza de ella y empezó a besarla en los oídos. Cuando Horacio estuvo solo, de nuevo, en la oscuridad de su dormitorio, puso atención en el ruido de las máquinas y pensó en los presagios. Él era como un hilo enredado que interceptara los avisos de otros destinos y recibiera presagios equivocados; pero esta vez todas las señales se habían dirigido a él: los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano habían escondido a otros ruidos que huían como ratones; después Hortensia, cayendo en sus brazos, cuando él abrió la puerta, y como si dijera: “Abrázame porque María morirá”. Y era su propia mujer la que había preparado el aviso; y tan inocente como si mostrara una enfermedad que todavía ella misma no había descubierto. Más tarde, la muñeca muerta en la primera vitrina. Y antes de llegar a la segunda, y sin que los escenógrafos lo hubieran previsto, el ruido de la tarima como un trueno lejano, presagiando el mar y la mujer del faro. Por último ella se había desprendido de los labios de él, había caído, y lo mismo que María, no llegaría a tener ningún hijo. Después Walter, como un bicho de mal agüero, sacudiendo las colas del frac y picoteando el borde de su caja negra.

II
María no estaba enferma ni había por qué pensar que se iba a morir. Pero hacía mucho tiempo que él tenía miedo de quedarse sin ella y a cada momento se imaginaba cómo sería su desgracia cuando la sobreviviera. Fue entonces que se le ocurrió mandar a hacer la muñeca igual a María. Al principio la idea parecía haber fracasado. Él sentía por Hortensia la antipatía que podía provocar un sucedáneo. La piel era de cabritilla; habían tratado de imitar el color de María y de perfumarla con sus esencias habituales; pero cuando María le pedía a Horacio que le diera un beso a Hortensia, él se disponía a hacerlo pensando que iba a sentir gusto a cuero o que iba a besar un zapato. Pero al poco tiempo empezó a percibir algo inesperado en las relaciones de María con Hortensia. Una mañana él se dio cuenta de que María cantaba mientras vestía a Hortensia; y parecía una niña entretenida con una muñeca. Otra vez, él llegó a su casa al anochecer y encontró a María y a Hortensia sentadas a una mesa con un libro por delante; tuvo la impresión de que María enseñaba a leer a una hermana.
Entonces él había dicho:
—¡Debe ser un consuelo el poder confiar un secreto a una mujer tan silenciosa!
—¿Qué quieres decir? –le preguntó María. Y en seguida se levantó de la mesa y se fue enojada para otro lado; pero Hortensia se había quedado sola, con los ojos en el libro y como si hubiera sido una amiga que guardara una discreción delicada. Esa misma noche, después de la cena y para que Horacio no se acercara a ella, María se había sentado en el sofá donde acostumbraban a estar los dos y había puesto a Hortensia al lado de ella. Entonces Horacio miró la cara de la muñeca y le volvió a parecer antipática; ella tenía una expresión de altivez fría y parecía vengarse de todo lo que él había pensado de su piel. Después Horacio había ido al salón. Al principio se paseó por delante de sus vitrinas; al rato abrió la gran tapa del piano, sacó la banqueta, puso una silla –para poder recostarse– y empezó a hacer andar los dedos sobre el patio fresco de teclas blancas y negras. Le costaba combinar los sonidos y parecía un borracho que no pudiera coordinar las sílabas. Pero mientras tanto recordaba muchas de las cosas que sabía de las muñecas. Las había ido conociendo, casi sin querer; hasta hacía poco tiempo, Horacio conservaba la tienda que lo había ido enriqueciendo. Todos los días, después que los empleados se iban, a él le gustaba pasearse solo entre la penumbra de las salas y mirar las muñecas de las vidrieras iluminadas. Veía los vestidos una vez más, y deslizaba, sin querer, alguna mirada por las caras. Él observaba sus vidrieras desde uno de los lados, como un empresario que mirara sus actores mientras ellos representaran una comedia. Después empezó a encontrar, en las caras de las muñecas, expresiones parecidas a las de sus empleadas: algunas le inspiraban la misma desconfianza; y otras, la seguridad de que estaban contra él; había una, de nariz respingada, que parecía decir: “Y a mí qué me importa”. Otra, a quien él miraba con admiración, tenía cara enigmática: así como le venía bien un vestido de verano o uno de invierno, también se le podía atribuir cualquier pensamiento; y ella tan pronto parecía aceptarlo como rechazarlo. De cualquier manera, las muñecas tenían sus secretos; si bien el vidrierista sabía acomodarlas y sacar partido de las condiciones de cada una, ellas, a último momento, siempre agregaban algo por su cuenta. Fue entonces cuando Horacio empezó a pensar que las muñecas estaban llenas de presagios. Ellas recibían día y noche cantidades inmensas de miradas codiciosas; y esas miradas hacían nidos e incubaban presagios; después volaban en bandadas formando manchas imperceptibles en el aire; a veces se posaban en las caras de las muñecas como las nubes que se detienen en los paisajes, y al cambiarles la luz confundían las expresiones; otras veces los presagios volaban hacia las caras de mujeres inocentes y las contagiaban de aquella primera codicia; entonces las muñecas parecían seres hipnotizados cumpliendo misiones desconocidas o prestándose a designios malvados. La noche del enojo con María, Horacio llegó a la conclusión de que Hortensia era una de esas muñecas sobre la que se podía pensar cualquier cosa; ella también podía trasmitir presagios o recibir avisos de otras muñecas. Era desde que Hortensia vivía en su casa que María estaba más celosa; cuando él había tenido deferencias para alguna empleada, era en la cara de Hortensia que encontraba el conocimiento de los hechos y el reproche; y fue en esa misma época que María lo fastidió hasta conseguir que él abandonara la tienda. Pero las cosas no quedaron ahí: María sufría, después de las reuniones en que él la acompañaba, tales ataques de celos, que lo obligaron a abandonar, también, la costumbre de hacer visitas con ella.
En la mañana que siguió al enojo, Horacio se reconcilió con las dos. Los malos pensamientos le llegaban con la noche y se le iban en la mañana. Como de costumbre, los tres se pasearon por el jardín. Horacio y María llevaban a Hortensia abrazada; y ella, con un vestido largo –para que no se supiera que era una mujer sin pasos–, parecía una enferma querida. (Sin embargo, la gente de los alrededores había hecho una leyenda en la cual acusaban al matrimonio de haber dejado morir a una hermana de María para quedarse con su dinero; entonces habían decidido expiar su falta haciendo vivir con ellos a una muñeca que, siendo igual a la difunta, les recordara a cada instante el delito.
Después de una temporada de felicidad, en la que María preparaba sorpresas con Hortensia y Horacio se apresuraba a apuntarlas en el cuaderno, apareció la noche de la segunda exposición y el presagio de la muerte de María. Horacio atinó a comprarle a su mujer muchos vestidos de tela fuerte –esos recuerdos de María debían durar mucho tiempo– y le pedía que se los probara a Hortensia. María estaba muy contenta y Horacio fingía estarlo, cuando se le ocurrió dar una cena –la idea partió, disimuladamente, de Horacio– a sus amigos más íntimos. Esa noche había tormenta, pero los convidados se sentaron a la mesa muy alegres; Horacio pensaba que esa cena le dejaría muchos recuerdos y trataba de provocar situaciones raras. Primero hacía girar en sus manos el cuchillo y el tenedor –imitaba a un cowboy con sus revólveres– y amenazó a una muchacha que tenía a su lado; ella, siguiendo la broma levantó los brazos; Horacio vio las axilas depiladas y le hizo cosquillas con el cuchillo. María no pudo resistir y le dijo:
—¡Estás portándote como un chiquilín mal educado, Horacio!
Él pidió disculpas a todos y pronto se renovó la alegría. Pero en el primer postre y mientras Horacio servía el vino de Francia, María miró hacia el lugar donde se extendía una mancha negra –Horacio vertía el vino fuera de la copa– y llevándose una mano al cuello quiso levantarse de la mesa y se desvaneció. La llevaron a su dormitorio y cuando se mejoró dijo que desde hacía algunos días no se sentía bien. Horacio mandó buscar el médico inmediatamente. Éste le dijo que su esposa debía cuidar sus nervios, pero que no tenía nada grave. María se levantó y despidió a sus convidados como si nada hubiera pasado. Pero cuando estuvieron solos, dijo a su marido:
—Yo no podré resistir esta vida; en mis propias narices has hecho lo que has querido con esa muchacha...
—Pero María...
—Y no sólo derramaste el vino por mirarla. ¡Qué le habrás hecho en el patio para que ella te dijera: “¡Qué Horacio, éste!”.
—Pero querida, ella me dijo: “¿Qué hora es?”.
Esa misma noche se reconciliaron y ella durmió con la mejilla junto a la de él. Después él separó su cabeza para pensar en la enfermedad de ella. Pero a la mañana siguiente le tocó el brazo y lo encontró frío. Se quedó quieto, con los ojos clavados en el techo y pasaron instantes crueles antes que pudiera gritar: “¡Alex!”. En ese momento se abrió la puerta, apareció María y él se dio cuenta de que había tocado a Hortensia y que había sido María quien, mientras él dormía, la había puesto a su lado. Después de mucho pensar resolvió llamar a Facundo –el fabricante de muñecas amigo de él– y buscar la manera de que, al acercarse a Hortensia, se creyera encontrar en ella calor humano. Facundo le contestó:
—Mira, hermano, eso es un poco difícil; el calor duraría el tiempo que dura el agua caliente en un porrón.
—Bueno, no importa; haz como quieras pero no me digas el procedimiento. Además me gustaría que ella no fuera tan dura, que al tomarla se tuviera una sensación más agradable...
—También es difícil. Imagínate que si le hundes un dedo le dejas el pozo.
—Sí, pero de cualquier manera, podía ser más flexible; y te diré que no me asusta mucho el defecto de que me hablas.
La tarde en que Facundo se llevó a Hortensia, Horacio y María estuvieron tristes.
—¡Vaya a saber qué le harán! –decía María.
—Bueno querida, no hay que perder el sentido de la realidad. Hortensia era, simplemente, una muñeca.
—¡Era! Quiere decir que ya la das por muerta. ¡Y además eres tú el que habla del sentido de la realidad!
—Quise consolarte...
—¡Y crees que ese desprecio con que hablas de ella me consuela! Ella era más mía que tuya. Yo la vestía y le decía cosas que no le puedo decir a nadie. ¿Oyes? Y ella nos unía más de lo que tú puedes suponer. (Horacio tomó la dirección del escritorio.) Bastantes gustos que te hice preparándote sorpresas con ella. ¡Qué necesidad tenías de “más calor humano”!
María había subido la voz. Y en seguida se oyó el portazo con que Horacio se encerró en su escritorio. Lo de calor humano, dicho por María, no sólo lo dejaba en ridículo sino que le quitaba ilusión en lo que esperaba de Hortensia cuando volviera. Casi enseguida se le ocurrió salir a la calle. Cuando volvió a su casa, María no estaba; y cuando ella volvió los dos disimularon, por un rato, un placer de encontrarse bastante inesperado. Esa noche él no vio sus muñecas. Al día siguiente, por la mañana, estuvo ocupado; después del almuerzo paseó con María por el jardín; los dos tenían la idea de que la falta de Hortensia era algo provisorio y que no debían exagerar las cosas; Horacio pensó que era más sencillo y natural, mientras caminaban, que él abrazara sólo a María. Los dos se sintieron livianos, alegres, y volvieron a salir. Pero ese mismo día, antes de cenar, él fue a buscar a su mujer al dormitorio y le extrañó el encontrarse, simplemente, con ella. Por un instante él se había olvidado que Hortensia no estaba; y esta vez, la falta de ella le produjo un malestar raro. María podía ser, como antes, una mujer sin muñeca; pero ahora él no podía admitir la idea de María sin Hortensia; aquella resignación de toda la casa y de María ante el vacío de la muñeca, tenía algo de locura. Además, María iba de un lado para otro del dormitorio y parecía que en esos momentos no pensaba en Hortensia; y en la cara de María se veía la inocencia de un loco que se ha olvidado de vestirse y anda desnudo. Después fueron al comedor y él empezó a tomar el vino de Francia. Miró varias veces a María, en silencio, y por fin creyó encontrar en ella la idea de Hortensia. Entonces él pensó en lo que era la una para la otra. Siempre que él pensaba en María, la recordaba junto a Hortensia y preocupándose de su arreglo, de cómo la iba a sentar y de que no se cayera; y con respecto a él, de las sorpresas que le preparaba. Si María no tocaba el piano–como la amante de Facundo– en cambio tenía a Hortensia y por medio de ella desarrollaba su personalidad de una manera original. Descontarle Hortensia a María era como descontarle el arte a un artista. Hortensia no sólo era una manera de ser de María sino que era su rasgo más encantador; y él se preguntaba cómo había podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia. Tal vez en aquella época la expresara en otros hechos o de otra manera. Pero hacía un rato, cuando él fue a buscar a María y se encontró, simplemente con María, ella le había parecido de una insignificancia inquietante. Además –Horacio seguía tomando vino de Francia–, Hortensia era un obstáculo extraño; y él podía decir que algunas veces tropezaba en Hortensia para caer en María. Después de cenar Horacio besó la mejilla fresca de María y fue a ver sus vitrinas. En una de ellas era carnaval. Dos muñecas, una morocha y otra rubia, estaban disfrazadas de manolas con el antifaz puesto y recostadas a una baranda de columnas de mármol. A la izquierda había una escalinata; y sobre los escalones, serpentinas, caretas, antifaces y algunos objetos caídos como al descuido. La escena estaba en penumbra; y de pronto Horacio creyó reconocer, en la muñeca morocha, a Hortensia. Podría haber ocurrido que María la hubiera mandado buscar a lo de Facundo y haber preparado esta sorpresa. Antes de seguir mirando Horacio abrió la puerta de vidrio, subió a la escalinata y se acercó a las muñecas. Antes de levantarles el antifaz vio que la morocha era más alta que Hortensia y que no se parecía a ella. Al bajar la escalinata pisó una careta; después la recogió y la tiró detrás de la baranda. Este gesto suyo le dio un sentido material de los objetos que lo rodeaban y se encontró desilusionado. Fue a la tarima y oyó con disgusto el ruido de las máquinas separado de los sonidos del piano. Pero pasados unos instantes miró las muñecas y se le ocurrió que aquéllas eran dos mujeres que amaban al mismo hombre. Entonces abrió el cajón y se enteró de la leyenda: “La mujer rubia tiene novio. Él, hace algún tiempo, ha descubierto que en realidad ama a la amiga de su novia, la morocha, y se lo declara. La morocha también lo ama; pero lo oculta y trata de disuadir al novio de su amiga. Él insiste; y en la noche de carnaval él confiesa a su novia el amor por la morocha. Ahora es el primer instante en que las amigas se encuentran y las dos saben la verdad. Todavía no han hablado y permanecen largo rato disfrazadas y silenciosas”. Por fin Horacio había acertado con una leyenda: las dos amigas aman al mismo hombre; pero en seguida pensó que la coincidencia de haber acertado significaba un presagio o un aviso de algo que ya estaba pasando: él, como novio de las dos muñecas, ¿no estaría enamorado de Hortensia? Esta sospecha lo hizo revolotear alrededor de su muñeca y posarse sobre estas preguntas: ¿qué tenía Hortensia para que él se hubiera enamorado de ella? ¿Él sentiría por las muñecas una admiración puramente artística? ¿Hortensia sería simplemente un consuelo para cuando él perdiera a su mujer? Y ¿se prestaría siempre a una confusión que favoreciera a María? Era absolutamente necesario que él volviera a pensar en la personalidad de las muñecas. No quiso entregarse a estas reflexiones en el mismo dormitorio en que estaría su mujer. Llamó a Alex, hizo despedir a Walter y quedó solo con el ruido de las máquinas; antes pidió al criado una botella de vino de Francia. Después se empezó a pasear, fumando a lo largo del salón. Cuando llegaba a la tarima tomaba un poco de vino; y en seguida reanudaba el paseo reflexionando: “Si hay espíritus que frecuentan las casas vacías ¿por qué no pueden frecuentar los cuerpos de las muñecas?”. Entonces pensó en castillos abandonados, donde los muebles y los objetos, unidos bajo telas espesas, duermen un miedo pesado: sólo están despiertos los fantasmas y los espíritus que se entienden con el vuelo de los murciélagos y los ruidos que vienen de los pantanos... En este instante puso atención en el ruido de las máquinas y la copa se le cayó de las manos. Tenía la cabeza erizada. Creyó comprender que las almas sin cuerpo atrapaban los ruidos que andaban sueltos por el mundo, que se expresaban por medio de ellos y que el alma que habitaba el cuerpo de Hortensia se entendía con las máquinas. Quiso suspender estas ideas y puso atención en los escalofríos que recorrían su cuerpo. Se dejó caer en el sillón y no tuvo más remedio que seguir pensando en Hortensia: con razón, en una noche de luna, habían ocurrido cosas tan inexplicables. Estaban en el jardín y de pronto él quiso correr a su mujer; ella se reía y fue a esconderse detrás de Hortensia –bien se dio cuenta él de que eso no era lo mismo que esconderse detrás de un árbol– y cuando él fue a besar a María por encima del hombro de Hortensia, recibió un formidable pinchazo. En seguida oyó con violencia el ruido de las máquinas: sin duda ellas le anunciaban que él no debía besar a María por encima de Hortensia. María no se explicaba cómo había podido dejar una aguja en el vestido de la muñeca. Y él había sido tan tonto como para creer que Hortensia era un adorno para María, cuando en realidad las dos trataban de adornarse mutuamente. Después volvió a pensar en los ruidos. Desde hacía mucho tiempo él creía que, tanto los ruidos como los sonidos tenían vida propia y pertenecían a distintas familias. Los ruidos de las máquinas eran una familia noble y tal vez por eso Hortensia los había elegido para expresar un amor constante. Esa noche telefoneó a Facundo y le preguntó por Hortensia. Su amigo le dijo que la enviaría muy pronto y que las muchachas del taller habían inventado un procedimiento... Aquí Horacio lo había interrumpido diciéndole que deseaba ignorar los secretos del taller. Y después de colgar el tubo sintió un placer muy escondido al pensar que serían muchachas las que pondrían algo de ellas en Hortensia. Al otro día María lo esperó para almorzar, abrazando a Hortensia por el talle. Después de besar a su mujer, Horacio tomó la muñeca en sus brazos y la blandura y el calor de su cuerpo le dieron, por un instante, la felicidad que esperaba; pero cuando puso sus labios en los de Hortensia le pareció que besaba a una persona que tuviera fiebre. Sin embargo, al poco rato ya se había acostumbrado a ese calor y se sintió reconfortado.
Esa misma noche, mientras cenaba, pensó: ¿necesariamente la trasmigración de las almas se ha de producir sólo entre personas y animales? ¿Acaso no ha habido moribundos que han entregado el alma, con sus propias manos, a un objeto querido? Además, puede no haber sido por error que un espíritu se haya escondido en una muñeca que se parezca a una bella mujer. ¿Y no podría haber ocurrido que un alma, deseosa de volver a habitar un cuerpo, haya guiado las manos del que fabrica una muñeca? Cuando alguien persigue una idea propia, ¿no se sorprende al encontrarse con algo que no esperaba y como si otro le hubiera ayudado? Después pensó en Hortensia y se preguntó: ¿de quién será el espíritu que vive en el cuerpo de ella? Esa noche María estaba de mal humor. Había estado rezongando a Hortensia, mientras la vestía, porque no se quedaba quieta: se le venía hacia adelante; y ahora, con el agua, estaba más pesada. Horacio pensó en las relaciones de María y Hortensia y en los extraños matices de enemistad que había visto entre mujeres verdaderamente amigas y que no podían pasarse la una sin la otra. Al mismo tiempo recordó que eso ocurre muy a menudo entre madre e hija... Pocos instantes después levantó la cabeza del plato y preguntó a su mujer:
—Dime una cosa, María, ¿cómo era tu mamá?
—¿Y ahora a qué viene esa pregunta? ¿Deseas saber los defectos que he heredado de ella?
—¡Oh!, querida, ¡en absoluto!
Esto fue dicho de manera que tranquilizó a María. Entonces ella dijo:
—Mira, era completamente distinta a mí, tenía una tranquilidad pasmosa; era capaz de pasarse horas en una silla sin moverse y con los ojos en el vacío.
“Perfecto”, se dijo Horacio para sí. Y después de servirse una copa de vino, pensó: no sería muy grato, sin embargo, que yo entrara en amores con el espíritu de mi suegra en el cuerpo de Hortensia.
—¿Y qué concepto tenía ella del amor?
—¿Encuentras que el mío no te conviene?
—¡Pero María, por favor!
—Ella no tenía ninguno. Y gracias a eso pudo casarse con mi padre cuando mis abuelos se lo pidieron; él tenía fortuna; y ella fue una gran compañera para él. Horacio pensó: “Más vale así; ya no tengo que preocuparme más de eso”. A pesar de estar en primavera, esa noche hizo frío; María puso el agua caliente a Hortensia, la vistió con un camisón de seda y la acostó con ellos como si fuera un porrón. Horacio, antes de entrar al sueño, tuvo la sensación de estar hundido en un lago tibio; las piernas de los tres le parecían raíces enredadas de árboles próximos: se confundían entre el agua y él tenía pereza de averiguar cuáles eran las suyas.

III
Horacio y María empezaron a preparar una fiesta para Hortensia. Cumpliría dos años. A Horacio se le había ocurrido presentarla en un triciclo; le decía a María que él lo había visto en el día dedicado a la locomoción y que tenía la seguridad de conseguirlo. No le dijo que hacía muchos años él había visto una película en que un novio raptaba a su novia en un triciclo y que ese recuerdo lo impulsó a utilizar ese procedimiento con Hortensia. Los ensayos tuvieron éxito. Al principio a Horacio le costaba poner el triciclo en marcha; pero apenas lograba mover la gran rueda de adelante, el aparato volaba. El día de la fiesta el buffet estuvo abierto desde el primer instante; el murmullo aumentaba rápidamente y se confundían las exclamaciones que salían de las gargantas de las personas y del cuello de las botellas. Cuando Horacio fue a presentar a Hortensia, sonó, en el gran patio, una campanilla de colegio y los convidados fueron hacia allí con sus copas. Por un largo corredor alfombrado vieron venir a Horacio luchando con la gran rueda de su triciclo. Al principio el vehículo se veía poco; y de Hortensia, que venía detrás de Horacio, sólo se veía el gran vestido blanco; Horacio parecía venir en el aire y traído por una nube. Hortensia se apoyaba en el eje que unía las pequeñas ruedas traseras y tenía los brazos estirados hacia adelante y las manos metidas en los bolsillos del pantalón de Horacio. El triciclo se detuvo en el centro del patio y Horacio, mientras recibía los aplausos y las aclamaciones, acariciaba, con una mano, el cabello de Hortensia. Después volvió a pedalear con fuerza el aparato; y cuando se fueron de nuevo por el corredor de las alfombras y el triciclo tomó velocidad, todos lo miraron un instante en silencio y tuvieron la idea de un vuelo. En vista del éxito, Horacio volvió de nuevo en dirección al patio; ya habían empezado otra vez los aplausos y las risas; pero apenas desembocaron en el patio al triciclo se le salió una rueda y cayó de costado. Hubo gritos, pero cuando vieron que Horacio no se había lastimado, empezaron otra vez las risas y los aplausos. Horacio cayó encima de Hortensia, con los pies para arriba y haciendo movimientos de insecto. Los concurrentes reían hasta las lágrimas; Facundo, casi sin poder hablar, le decía:
—¡Hermano, parecías un juguete de cuerda que se da vuelta patas arriba y sigue andando!
En seguida todos volvieron al comedor. Los muchachos que trabajaban en las escenas de las vitrinas habían rodeado a Horacio y le pedían que les prestara a Hortensia y el triciclo para componer una leyenda. Horacio se negaba pero estaba muy contento y los invitó a ir a la sala de las vitrinas a tomar vino de Francia.
—Si usted nos dijera lo que siente, cuando está frente a una escena –le dijo uno de los muchachos–, creo que enriquecería nuestras experiencias.
Horacio se había empezado a hamacar en los pies, miraba los zapatos de sus amigos y al fin se decidió a decirles:
—Eso es muy difícil... pero lo intentaré. Mientras busco la manera de expresarme, les rogaría que no me hicieran ninguna pregunta más y que se conformen con lo que les pueda comunicar.
—Entendido –dijo uno, un poco sordo, poniéndose una mano detrás de la oreja.
Todavía Horacio se tomó unos instantes más; juntaba y separaba las manos abiertas; y después, para que se quedaran quietas, cruzó los brazos y empezó:
—Cuando yo miro una escena... –aquí se detuvo de nuevo y en seguida reanudó el discurso con una digresión–: (El hecho de ver las muñecas en vitrinas es muy importante por el vidrio; eso les da cierta cualidad de recuerdo; antes, cuando podía ver espejos –ahora me hacen mal, pero sería muy largo explicar porqué– me gustaba ver las habitaciones que aparecían en los espejos). Cuando miro una escena me parece que descubro un recuerdo que ha tenido una mujer en un momento importante de su vida; es algo así –perdonen la manera de decirlo– como si le abriera una rendija en la cabeza. Entonces me quedo con ese recuerdo como si le robara una prenda íntima; con ella imagino y deduzco muchas cosas y hasta podría decir que al revisarla tengo la impresión de violar algo sagrado; además me parece que ése es un recuerdo que ha quedado en una persona muerta; yo tengo la ilusión de extraerlo de un cadáver; y hasta espero que el recuerdo se mue va un poco...
Aquí se detuvo; no se animó a decirles que él había sorprendido muchos movimientos raros...
Los muchachos también guardaron silencio. A uno se le ocurrió tomarse todo el vino que le quedaba en la copa y los demás lo imitaron. Al rato otro preguntó:
—Díganos algo, en otro orden, de sus gustos personales, por ejemplo.
—¡Ah! –contestó Horacio–, no creo que por ahí haya algo que pueda servirles para las escenas. Me gusta, por ejemplo, caminar por un piso de madera donde haya azúcar derramada. Ese pequeño ruido...
En ese instante vino María para invitarlos a dar una vuelta por el jardín; ya era noche oscura y cada uno llevaría una pequeña antorcha. María dio el brazo a Horacio; ellos iniciaban la marcha y pedían a los demás que fueran también en parejas. Antes de salir, por la puerta que daba al jardín, cada uno tomaba la pequeña antorcha de una mesa y la encendía en una fuente de llamas que había en otra mesa. Al ver el resplandor de las antorchas, los vecinos se habían asomado al cerco bajo del jardín y sus caras aparecían entre los árboles como frutas sospechosas. De pronto María cruzó un cantero, y encendió luces instaladas en un árbol muy grande, y apareció, en lo alto de la copa, Hortensia. Era una sorpresa de María para Horacio. Los concurrentes hacían exclamaciones y vivas. Hortensia tenía un abanico blanco abierto sobre el pecho y detrás del abanico, una luz que le daba reflejos de candilejas. Horacio le dio un beso a María y le agradeció la sorpresa; después, mientras los demás se divertían, Horacio se dio cuenta de que Hortensia miraba hacia el camino por donde él venía siempre. Cuando pasaron por el cerco bajo, María oyó que alguien entre los vecinos gritó a otros que venían lejos: “Apúrense, que apareció la difunta en un árbol”. Trataron de volver pronto al interior de la casa y se brindó por la sorpresa de Hortensia. María ordenó a las mellizas –dos criadas hermanas– que la bajaran del árbol y le pusieran el agua caliente. Ya habría transcurrido una hora después de la vuelta del jardín, cuando María empezó a buscar a Horacio; lo encontró de nuevo con los muchachos en el salón de las vitrinas. Ella estaba pálida y todos se dieron cuenta de que ocurría algo grave. María pidió permiso a los muchachos y se llevó a Horacio al dormitorio. Allí estaba Hortensia con un cuchillo clavado debajo de un seno y de la herida brotaba agua; tenía el vestido mojado y el agua ya había llegado al piso. Ella, como de costumbre, estaba sentada en su silla con los grandes ojos abiertos; pero María le tocó un brazo y notó que se estaba enfriando.
—¿Quién puede haberse atrevido a llegar hasta aquí y hacer esto? -preguntaba María recostándose al pecho de su marido en una crisis de lágrimas.
Al poco rato se le pasó y se sentó en una silla a pensar en lo que haría. Después dijo:
—Voy a llamar a la policía.
—¿Pero estás loca? –le contestó Horacio–. ¿Vamos a ofender así a todos nuestros invitados por lo que haya hecho uno? ¿Y vas a llamar a la policía para decirle que le han pegado una puñalada a una muñeca y que le sale agua? La dignidad exige que no digamos nada; es necesario saber perder. La daremos de nuevo a Facundo para que la componga y asunto terminado.
—Yo no me resigno –decía María–, llamaré a un detective particular. Que nadie la toque; en el mango del cuchillo deben estar las impresiones digitales.
Horacio trató de calmarla y le pidió que fuera a atender a sus invitados. Convinieron en encerrar la muñeca con llave, conforme estaba. Pero Horacio, apenas salió María, sacó el pañuelo del bolsillo, lo empapó en agua fuerte y lo pasó por el mango del cuchillo.

IV
Horacio logró convencer a María de que lo mejor sería pasar en silencio la puñalada a Hortensia. El día que Facundo la vino a buscar, traía a Luisa, su amante. Ella y María fueron al comedor y se pusieron a conversar como si abrieran las puertas de dos jaulas, una frente a la otra y entreveraran los pájaros; ya estaban acostumbradas a conversar y escucharse al mismo tiempo. Horacio y Facundo se encerraron en el escritorio; ellos hablaban en voz baja, uno por vez y como si bebieran, por turno, en un mismo jarro. Horacio decía:
—Fui yo quien le dio la puñalada: era un pretexto para mandarla a tu casa sin que se supiera, exactamente, con qué fin.
Después los dos amigos se habían quedado silenciosos y con la cabeza baja. María tenía curiosidad por saber lo que conversaban los hombres; dejó un instante a Luisa y fue a escuchar a la puerta del escritorio. Creyó reconocer la voz de su marido, pero hablaba como un afónico y no se le entendía nada. (En ese momento Horacio, siempre con la cabeza baja, le decía a Facundo: “Será una locura; pero yo sé de escultores que se han enamorado de sus estatuas”.) Al rato María pasó de nuevo por allí; pero sólo oyó decir a su marido la palabra “posible”; y después, a Facundo, la misma palabra. (En realidad, Horacio había dicho: “Eso tiene que ser posible”. Y Facundo le había contestado: “Yo haré todo lo posible”.)
Una tarde María se dio cuenta de que Horacio estaba raro. Tan pronto la miraba con amable insistencia como separaba bruscamente su cabeza de la de ella y se quedaba preocupado. En una de las veces que él cruzó el patio, ella lo llamó, fue a su encuentro y pasándole los brazos por el cuello, le dijo:
—Horacio, tú no me podrás engañar nunca; yo sé lo que te pasa.
—¿Qué? –contestó él abriendo los ojos de loco.
—Estás así por Hortensia.
Él se quedó pálido:
—Pero no, María; estás en un grave error.
Le extrañó que ella no se riera ante el tono en que le salieron esas palabras.
—Si... querido... ya ella es como hija nuestra –seguía diciendo María.
Él dejó, por un rato, los ojos sobre la cara de su mujer y tuvo tiempo de pensar muchas cosas; miraba todos sus rasgos como si repasara los rincones de un lugar a donde había ido todos los días durante una vida de felicidad; y por último se desprendió de María y fue a sentarse a la salita y a pensar en lo que acababa de pasar. Al principio, cuando creyó que su mujer había descubierto su entendimiento con Hortensia, tuvo la idea de que lo perdonaría; pero al mirar su sonrisa comprendió el inmenso disparate que sería suponer a María enterada de semejante pecado y perdonándolo. Su cara tenía la tranquilidad de algunos paisajes; en una mejilla había un poco de luz dorada del fin de la tarde, y en un pedazo de la otra se extendía la sombra de la pequeña montaña que hacía su nariz. Él pensó en todo lo bueno que quedaba en la inocencia del mundo y en la costumbre del amor; y recordó la ternura con que reconocía la cara de su mujer cada vez que él volvía de las aventuras con sus muñecas. Pero dentro de algún tiempo, cuando su mujer supiera que él no sólo no tenía por Hortensia el cariño de un padre sino que quería hacer de ella una amante, cuando María supiera todo el cuidado que él había puesto en organizar su traición, entonces, todos los lugares de la cara de ella serían destrozados: María no podría comprender todo el mal que había encontrado en el mundo y en la costumbre del amor; ella no conocería a su marido y el horror la trastornaría.
Horacio se había quedado mirando una mancha de sol que tenía en la manga del saco; al retirar la manga la mancha había pasado al vestido de María como si se la hubiera contagiado; y cuando se separó de ella y empezó a caminar hacia la salita, sus órganos parecían estar revueltos, caídos y pesando insoportablemente. Al sentarse, en una pequeña banqueta de la salita, pensó que no era digno de ser recibido por la blandura de un mueble familiar y se sintió tan incómodo como si se hubiera echado encima de una criatura. Él también era desconocido de sí mismo y recibía una desilusión muy grande al descubrir la materia de que estaba hecho. Después fue a su dormitorio, se acostó tapándose hasta la cabeza y contra lo que hubiera creído, se durmió en seguida.
María habló por teléfono a Facundo:
—Escuche, Facundo, apúrese a traer a Hortensia porque si no Horacio se va a enfermar.
—Le voy a decir una cosa, María; la puñalada ha interesado vías muy importantes de la circulación del agua; no se puede andar ligero; pero haré lo posible para llevársela cuanto antes.
Al poco rato Horacio se despertó; un ojo le había quedado frente a un pequeño barranco que hacían las cobijas y vio a lo lejos, en la pared, el retrato de sus padres: ellos habían muerto, de una peste, cuando él era niño; ahora él pensaba que lo habían estafado: él era como un cofre en el cual, en vez de fortuna, habían dejado yuyos ruines; y ellos, sus padres, eran como dos bandidos que se hubieran ido antes que él fuera grande y se descubriera el fraude. Pero en seguida estos pensamientos le parecieron monstruosos. Después fue a la mesa y trató de estar bien ante María. Ella le dijo:
—Avisé a Facundo para que trajera pronto a Hortensia.
¡Si ella supiera, se dijo Horacio, que contribuye, apurando el momento de traer a Hortensia, a un placer mío que será mi traición y su locura! Él daba vuelta la cara de un lado para otro de la mesa sin ver nada y como un caballo que busca la salida con la cabeza.
—¿Falta algo? –preguntó María.
—No, aquí está –dijo él tomando la mostaza.
María pensó que si no la veía, estando tan cerca, era porque él se sentía mal.
Al final se levantó, fue hacia su mujer y se empezó a inclinar lentamente, hasta que sus labios tocaron la mejilla de ella; parecía que el beso hubiera descendido en paracaídas sobre una planicie donde todavía existía la felicidad.
Esa noche, en la primera vitrina había una muñeca sentada en el césped de un jardín; estaba rodeada de grandes esponjas, pero la actitud de ella era la de estar entre flores. Horacio no tenía ganas de pensar en el destino de esa muñeca y abrió el cajoncito donde estaban las leyendas: “Esta mujer es una enferma mental; no se ha podido averiguar por qué ama las esponjas”. Horacio dijo para sí: “Pues yo les pago para que averigüen”. Y al rato pensó con acritud: “Esas esponjas deben simbolizar la necesidad de lavar muchas culpas”. A la mañana siguiente se despertó con el cuerpo arrollado y recordó quién era él, ahora. Su nombre y apellido le parecieron diferentes y los imaginó escritos en un cheque sin fondos. Su cuerpo estaba triste; ya le había ocurrido algo parecido, una vez que un médico le había dicho que tenía sangre débil y un corazón chico. Sin embargo aquella tristeza se le había pasado. Ahora estiró las piernas y pensó: “Antes, cuando yo era joven, tenía más vitalidad para defenderme de los remordimientos: me importaba mucho menos el mal que pudiera hacer a los demás. ¿Ahora tendré la debilidad de los años? No, debe ser un desarrollo tardío de los sentimientos y de la vergüenza”. Se levantó muy aliviado; pero sabía que los remordimientos serían como nubes empujadas hacia algún lugar del horizonte y que volverían con la noche.

V
Unos días antes que trajeran a Hortensia, María sacaba a pasear a Horacio; quería distraerlo; pero al mismo tiempo pensaba que él estaba triste porque ella no podía tener una hija de verdad. La tarde que trajeron a Hortensia, Horacio no estuvo muy cariñoso con ella y María volvió a pensar que la tristeza de Horacio no era por Hortensia; pero un momento antes de cenar ella vio que Horacio tenía, ante Hortensia, una emoción contenida y se quedó tranquila. Él, antes de ir a ver a sus muñecas, le fue a dar un beso a María; la miraba de cerca, con los ojos muy abiertos y como si quisiera estar seguro de que no había nada raro escondido en ningún lugar de su cara. Ya habían pasado unos cuantos días sin que Horacio se hubiera quedado solo con Hortensia. Y después María recordaría para siempre la tarde en que ella, un momento antes de salir y a pesar de no hacer mucho frío, puso el agua caliente a Hortensia y la acostó con Horacio para que él durmiera confortablemente la siesta. Esa misma noche él miraba los rincones de la cara de María seguro de que pronto serían enemigos; a cada instante él hacía movimientos y pasos más cortos que de costumbre y como si se preparara para recibir el indicio de que María había descubierto todo. Eso ocurrió una mañana. Hacía mucho tiempo, una vez que María se quejaba de la barba de Alex, Horacio le había dicho:
—¡Peor estuviste tú al elegir como criadas a dos mellizas tan parecidas!
Y María le había contestado:
—¿Tienes algo particular que decirle a alguna de ellas? ¿Has tenido alguna confusión lamentable?
—Sí, una vez te llamé a ti y vino la que tiene el honor de llamarse como tú.
Entonces María dio orden a las mellizas de no venir a la planta baja a las horas en que el señor estuviera en casa. Pero una vez que una de ellas huía para no dejarse ver por Horacio, él la corrió creyendo que era una extraña y tropezó con su mujer. Después de eso María las hacía venir nada más que algunas horas en la mañana y no dejaba de vigilarlas. El día en que se descubrió todo, María había sorprendido a las mellizas levantándole el camisón a Hortensia en momentos en que no debían ponerle el agua caliente ni vestirla. Cuando ellas abandonaron el dormitorio, entró María. Y al rato las mellizas vieron a la dueña de casa cruzando el patio, muy apurada, en dirección a la cocina. Después había pasado de vuelta con el cuchillo grande de picar la carne; y cuando ellas, asustadas, la siguieron para ver lo que ocurría, María les había dado con la puerta en la cara. Las mellizas se vieron obligadas a mirar por la cerradura; pero como María había quedado de espaldas, tuvieron que ir a ver por otra puerta. María puso a Hortensia encima de una mesa, como si la fuera a operar y le daba puñaladas cortas y seguidas; estaba desgreñada y le había saltado a la cara un chorro de agua; de un hombro de Hortensia brotaban otros dos, muy finos, y se cruzaban entre sí como en la fuente del jardín; y del vientre salían borbotones que movían un pedazo desgarrado del camisón. Una de las mellizas se había hincado en un almohadón, se tapaba un ojo con la mano y con el otro miraba sin pestañear junto a la cerradura; por allí venía un poco de aire y la hacía lagrimear; entonces cedía el lugar a su hermana. De los ojos de María también salían lágrimas; al fin dejó el cuchillo encima de Hortensia, se fue a sentar a un sillón y a llorar con las manos en la cara. Las mellizas no tuvieron más interés en mirar por la cerradura y se fueron a la cocina. Pero al rato la señora las llamó para que le ayudaran a arreglar las valijas. María se propuso soportar la situación con la dignidad de una reina desgraciada. Dispuesta a castigar a Horacio y pensando en las actitudes que tomaría ante sus ojos, dijo a las mellizas que si venía el señor le dijeran que ella no lo podía recibir. Empezó a arreglar todo para un largo viaje y regaló algunos vestidos a las mellizas; y al final, cuando María se iba en el auto de la casa, las mellizas, en el jardín, se entregaron con fruición a la pena de su señora; pero al entrar de nuevo a la casa y ver los vestidos regalados se pusieron muy contentas: corrieron las cortinas de los espejos–estaban tapados para evitarle a Horacio la mala impresión de mirarse en ellos– y se acercaron los vestidos al cuerpo para contemplar el efecto. Una de ellas vio por el espejo el cuerpo mutilado de Hortensia y dijo: “Qué tipo sinvergüenza”. Se refería a Horacio. Él había aparecido en una de las puertas y pensaba en la manera de preguntarles qué estaban haciendo con esos vestidos frente a los espejos desnudos. Pero de pronto vio el cuerpo de Hortensia sobre la mesa, con el camisón desgarrado y se dirigió hacia allí. Las mellizas iniciaron la huida. Él las detuvo:
—¿Dónde está la señora?
La que había dicho “qué tipo sinvergüenza” lo miró de frente y contestó:
—Nos dijo que haría un largo viaje y nos regaló estos vestidos.
Él les hizo señas para que se fueran y le vinieron a la cabeza estas palabras: “La cosa ya ha pasado”. Miró de nuevo el cuerpo de Hortensia: todavía tenía en el vientre el cuchillo de picar la carne. Él no sentía mucha pena y por un instante se le ocurrió que aquel cuerpo podía arreglarse; pero en seguida se imaginó el cuerpo cosido con puntadas y recordó un caballo agujereado que había tenido en la infancia: la madre le había dicho que le iba a poner un remiendo; pero él se sentía desilusionado y prefirió tirarlo.
Horacio desde el primer momento tuvo la seguridad de que María volvería y se dijo para sí: “Debo esperar los acontecimientos con la mayor calma posible”. Además él volvería a ser, como en sus mejores tiempos, un atrevido fuerte. Recordó lo que le había ocurrido esa mañana y pensó que también traicionaría a Hortensia. Hacía poco rato, Facundo le había mostrado otra muñeca; era una rubia divina y ya tenía su historia: Facundo había hecho correr la noticia de que existía, en un país del norte, un fabricante de esas muñecas; se habían conseguido los planos y los primeros ensayos habían tenido éxito. Entonces recibió, a los pocos días, la visita de un hombre tímido; traía unos ojos grandes embolsados en párpados que apenas podía levantar, y pedía datos concretos. Facundo, mientras buscaba fotografías de muñecas, le iba diciendo: “El nombre genérico de ellas es el de Hortensias; pero después el que ha de ser su dueño le pone el nombre que ella le inspire íntimamente. Éstos son los únicos modelos de Hortensias que vinieron con los planos”. Le mostró sólo tres y el hombre tímido se comprometió, casi irreflexivamente, con una de ellas y le hizo el encargo con dinero en la mano. Facundo pidió un precio subido y el comprador movió varias veces los párpados; pero después sacó una estilográfica en forma de submarino y firmó el compromiso. Horacio vio la rubia terminada y le pidió a Facundo que no la entregara todavía; y su amigo aceptó porque ya tenía otras empezadas. Horacio pensó, en el primer instante, ponerle un apartamento; pero ahora se le ocurría otra cosa; la traería a su casa y la pondría en la vitrina de las que esperaban colocación. Después que todos se acostaran él la llevaría al dormitorio; y antes que se levantaran la colocaría de nuevo en la vitrina. Por otra parte él esperaba que María no volvería a su casa en altas horas de la noche. Apenas Facundo había puesto la nueva muñeca a disposición de su amigo, Horacio se sintió poseído por una buena suerte que no había tenido desde la adolescencia. Alguien lo protegía, puesto que él había llegado a su casa después que todo había pasado. Además él podría dominar los acontecimientos con el impulso de un hombre joven. Si había abandonado una muñeca por otra, ahora él no se podía detener a sentir pena por el cuerpo mutilado de Hortensia. La vuelta de María era segura porque a él ya no le importaba nada de ella; y debía ser María quien se ocupara del cuerpo de Hortensia.
De pronto Horacio empezó a caminar como un ladrón, junto a la pared; llegó al costado de un ropero, corrió la cortina que debía cubrir el espejo y después hizo lo mismo con el otro ropero. Ya hacía mucho tiempo que había hecho poner esas cortinas. María siempre había tenido cuidado de que él no se encontrara con un espejo descubierto: antes de vestirse cerraba el dormitorio y antes de abrirlo cubría los espejos. Entonces sintió fastidio de pensar que las mellizas no sólo se ponían vestidos que él había regalado a su esposa, sino que habían dejado los espejos libres. No era que a él no le gustara ver las cosas en los espejos; pero el color oscuro de su cara le hacía pensar en unos muñecos de cera que había visto en un museo la tarde que asesinaron a un comerciante; en el museo también había muñecos que representaban cuerpos asesinados y el color de la sangre en la cera le fue tan desagradable como si a él le hubiera sido posible ver, después de muerto, las puñaladas que lo habían matado. El espejo del tocador quedaba siempre sin cortinas; era bajo y Horacio podía pasar, distraído, frente a él, e inclinarse, todos los días, hasta verse solamente el nudo de la corbata; se peinaba de memoria y se afeitaba tanteándose la cara. Aquel espejo podía decir que él había reflejado siempre un hombre sin cabeza. Ese día, después de haber corrido la cortina de los roperos, Horacio cruzó, confiado como de costumbre, frente al espejo del tocador; pero se vio la mano sobre el género oscuro del traje y tuvo un desagrado parecido al de mirarse la cara. Entonces se dio cuenta de que ahora la piel de sus manos tenía también color de cera. Al mismo tiempo recordó unos brazos que había visto ese día en el escritorio de Facundo: eran de un color agradable y muy parecido al de la rubia. Horacio, como un chiquilín que pide recortes a alguien que trabaja en madera, le dijo a Facundo:
—Cuando te sobren brazos o piernas que no necesites, mándamelos.
—¿Y para qué quieres eso, hermano?
—Me gustaría que compusieran escenas en mis vitrinas con brazos y piernas sueltas; por ejemplo: un brazo encima de un espejo, una pierna que sale de abajo de una cama, o algo así.
Facundo se pasó una mano por la cara y miró a Horacio con disimulo. Ese día Horacio almorzó y tomó vino tan tranquilamente como si María hubiera ido a casa de una parienta a pasar el día. La idea de su suerte le permitía recomendarse tranquilidad. Se levantó contento de la mesa, se le ocurrió llevar a pasear un rato las manos por el teclado y por fin fue al dormitorio para dormir la siesta. Al cruzar frente al tocador, se dijo: “Reaccionaré contra mis manías y miraré los espejos de frente”. Además le gustaba mucho encontrarse con sorpresas de personas y objetos en confusiones provocadas por espejos. Después miró una vez más a Hortensia, decidió que la dejaría allí hasta que María volviera y se acostó. Al estirar los pies entre las cobijas, tocó un cuerpo extraño, dio un salto y bajó de la cama; quedó unos instantes de pie y por último sacó las cobijas: era una carta de María: “Horacio: ahí te dejo a tu amante; yo también la he apuñalado; pero puedo confesarlo porque no es un pretexto hipócrita para mandarla al taller a que le hagan herejías. Me has asqueado la vida y te ruego que no trates de buscarme. María”. Se volvió a acostar pero no podía dormir y se levantó. Evitaba mirar los objetos de su mujer en el tocador como evitaba mirarla a ella cuando estaban enojados. Fue a un cine; y allí saludó, sin querer, a un enemigo y tuvo varias veces el recuerdo de María. Volvió a la casa negra cuando todavía entraba un poco de sol a su dormitorio. Al pasar frente a un espejo y a pesar de estar corrida la cortina, vio a través de ella su cara: algunos rayos de sol daban sobre el espejo y habían hecho brillar sus facciones como las de un espectro. Tuvo un escalofrío, cerró las ventanas y se acostó. Si la suerte que tuvo cuando era joven le volvía, ahora a él le quedaría poco tiempo para aprovecharla; no vendría sola y él tendría que luchar con acontecimientos tan extraños como los que se producían a causa de Hortensia. Ella descansaba, ahora, a pocos pasos de él; menos mal que su cuerpo no se descompondría; entonces pensó en el espíritu que había vivido en él como en un habitante que no hubiera tenido mucho que ver con su habitación. ¿No podría haber ocurrido que el habitante del cuerpo de Hortensia hubiera provocado la furia de María, para que ella deshiciera el cuerpo de Hortensia y evitara así la proximidad de él, de Horacio? No podía dormir; le parecía que los objetos del dormitorio eran pequeños fantasmas que se entendían con el ruido de las máquinas. Se levantó, fue a la mesa y empezó a tomar vino. A esa hora extrañaba mucho a María. Al fin de la cena se dio cuenta de que no le daría un beso y fue para la salita. Allí, tomando el café pensó que mientras María no volviera, él no debía ir al dormitorio ni a la mesa de su casa. Después salió a caminar y recordó que en un barrio próximo había un hotel de estudiantes. Llegó hasta allí. Había una palmera a la entrada y detrás de ella láminas de espejos que subían las escaleras al compás de los escalones; entonces siguió caminando. El hecho de habérsele presentado tantos espejos en un solo día, era un síntoma sospechoso. Después recordó que esa misma mañana, antes de encontrarse con los de su casa, él le había dicho a Facundo que le gustaría ver un brazo sobre un espejo. Pero también recordó la muñeca rubia y decidió, una vez más, luchar contra sus manías. Volvió sus pasos hacia el hotel, cruzó la palmera y trató de subir la escalera sin mirarse en los espejos. Hacía mucho tiempo que no había visto tantos juntos; las imágenes se confundían, él no sabía dónde dirigirse y hasta pensó que pudiera haber alguien escondido entre los reflejos. En el primer piso apareció la dueña; le mostraron las habitaciones disponibles –todas tenían grandes espejos–, él eligió la mejor y dijo que volvería dentro de una hora. Fue a la casa negra, arregló una pequeña valija y al volver recordó que antes, aquel hotel había sido una casa de citas. Entonces no se extrañó de que hubiera tantos espejos. En la pieza que él eligió había tres; el más grande quedaba a un lado de la cama; y como la habitación que aparecía en él era la más linda, Horacio miraba la del espejo. Estaría cansada de representar, durante muchos años, aquel ambiente chinesco. Ya no era agresivo el rojo del empapelado y según el espejo parecía el fondo de un lago, color ladrillo, donde hubieran sumergido puentes con cerezos. Horacio se acostó y apagó la luz; pero siguió mirando la habitación con el resplandor que venía de la calle. Le parecía estar escondido en la intimidad de una familia pobre. Allí todas las cosas habían envejecido juntas y eran amigas; pero las ventanas todavía eran jóvenes y miraban hacia afuera; eran mellizas, como las de María, se vestían igual, tenían pegado al vidrio cortinas de puntillas y recogidos a los lados, cortinados de terciopelo. Horacio tuvo un poco la impresión de estar viviendo en el cuerpo de un desconocido a quien robara bienestar. En medio de un gran silencio sintió zumbar sus oídos y se dio cuenta de que le faltaba el ruido de las máquinas; tal vez le hiciera bien salir de la casa negra y no oírlas más. Si ahora María estuviera recostada a su lado, él sería completamente feliz. Apenas volviera a su casa él le propondría pasar una noche en este hotel. Pero enseguida recordó la muñeca rubia que había visto en la mañana y después se durmió. En el sueño había un lugar oscuro donde andaba volando un brazo blanco. Un ruido de pasos en una habitación próxima lo despertó. Se bajó de la cama y empezó a caminar descalzo sobre la alfombra; pero vio que lo seguía una mancha blanca y comprendió que su cara se reflejaba en el espejo que estaba encima de la chimenea. Entonces se le ocurrió que podrían inventar espejos en los cuales se vieran los objetos pero no las personas. Inmediatamente se dio cuenta de que eso era absurdo; además, si él se pusiera frente a un espejo y el espejo no lo reflejara, su cuerpo no sería de este mundo. Se volvió a acostar. Alguien encendió la luz en una habitación de enfrente y esa misma luz cayó en el espejo que Horacio tenía a un lado. Después él pensó en su niñez, tuvo recuerdos de otros espejos y se durmió.

VI
Hacía poco tiempo que Horacio dormía en el hotel y las cosas ocurrían como en la primera noche: en la casa de enfrente se encendían ventanas que caían en los espejos; o él se despertaba y encontraba las ventanas dormidas. Una noche oyó gritos y vio llamas en su espejo. Al principio las miró como en la pantalla de cine; pero en seguida pensó que si había llamas en el espejo también tenía que haberlas en la realidad. Entonces, con velocidad de resorte, dio media vuelta en la cama y se encontró con llamas que bailaban en el hueco de las ventanas de enfrente, como diablillos en un teatro de títeres. Se tiró al suelo, se puso la salida de baño y se asomó a una de sus propias ventanas. En el vidrio se reflejaban las llamas y esta ventana parecía asustada de ver lo que ocurría a la de enfrente. Abajo –la pieza de Horacio quedaba en un primer piso– había mucha gente y en ese momento venían los bomberos. Fue entonces que Horacio vio a María asomada a otra de las ventanas del hotel. Ella ya lo estaba mirando y no terminaba de reconocerlo. Horacio le hizo señas con la mano, cerró la ventana, fue por el pasillo hasta la puerta que creyó la de María y llamó con los nudillos. En seguida apareció ella y le dijo:
—No conseguirás nada con seguirme.
Y le dio con la puerta en la cara. Horacio se quedó quieto y a los pocos instantes la oyó llorar detrás de la puerta. Entonces le contestó:
—No vine a buscarte; pero ya que nos encontramos deberíamos ir a casa.
—Ándate, ándate tú solo –había dicho ella.
A pesar de todo, a él le pareció que tenía ganas de volver. Al otro día, Horacio fue a la casa negra y se sintió feliz. Gozaba de la suntuosidad de aquellos interiores y caminaba entre sus riquezas como un sonámbulo; todos los objetos vivían allí, recuerdos tranquilos y las altas habitaciones le daban la impresión de que tendrían alejada una muerte que llegaría del cielo.
Pero en la noche, después de cenar, fue al salón y le pareció que el piano era un gran ataúd y que el silencio velaba a una música que había muerto hacía poco tiempo. Levantó la tapa del piano y aterrorizado la dejó caer con gran estruendo; quedó un instante con los brazos levantados, como ante alguien que lo amenazara con un revólver, pero después fue al patio y empezó a gritar:
—¿Quién puso a Hortensia dentro del piano?
Mientras repetía la pregunta seguía con la visión del pelo de ella enredado en las cuerdas del instrumento y la cara achatada por el peso de la tapa. Vino una de las mellizas pero no podía hablar. Después llegó Alex:
—Le señora estuvo esta tarde; vino a buscar ropa.
—Esa mujer me va a matar a sorpresas –gritó Horacio sin poder dominarse. Pero súbitamente se calmó:
—Llévate a Hortensia a tu alcoba y mañana temprano dile a Facundo que la venga a buscar. Espera –le gritó casi en seguida–. Acércate. –Y mirando el lugar por donde se habían ido las mellizas, bajó la voz para encargarle de nuevo:
—Dile a Facundo que cuando venga a buscar a Hortensia ya puede traer la otra.
Esa noche fue a dormir a otro hotel; le tocó una habitación con un solo espejo; el papel era amarillo con flores rojas y hojas verdes enredadas en varillas que simulaban una glorieta. La colcha también era amarilla y Horacio se sentía irritado: tenía la impresión de que se acostaría a la intemperie. Al otro día de mañana fue a su casa, hizo traer grandes espejos y los colocó en el salón de manera que multiplicaran las escenas de sus muñecas. Ese día no vinieron a buscar a Hortensia ni trajeron la otra. Esa noche Alex le fue a llevar vino al salón y dejó caer la botella...
—No es para tanto –dijo Horacio.
Tenía la cara tapada con un antifaz y las manos con guantes amarillos.
—Pensé que se trataría de un bandido –dijo Alex mientras Horacio se reía y el aire de su boca inflaba la seda negra del antifaz.
—Estos trapos en la cara me dan mucho calor y no me dejarán tomar vino; antes de quitármelos tú debes descolgar los espejos, ponerlos en el suelo y recostarlos a una silla. Así –dijo Horacio, descolgando uno y poniéndolo como él quería.
—Podrían recostarse con el vidrio contra la pared; de esa manera estarán más seguros –objetó Alex.
—No, porque aun estando en el suelo, quiero que reflejen algo.
—Entonces podrían recostarse a la pared mirando para afuera.
—No, porque la inclinación necesaria para recostarlos en la pared hará que reflejen lo que hay arriba y yo no tengo interés en mirarme la cara.
Después que Alex los acomodó como deseaba su señor, Horacio se sacó el antifaz y empezó a tomar vino; paseaba por un caminero que había en el centro del salón; hacia allí miraban los espejos y tenían por delante la silla a la cual estaban recostados. Esa pequeña inclinación hacia el piso le daba la idea de que los espejos fueran sirvientes que saludaran con el cuerpo inclinado, conservando los párpados levantados y sin dejar de observarlo. Además, por entre las patas de las sillas, reflejaban el piso y daban la sensación de que estuviera torcido.
Después de haber tomado vino, eso le hizo mala impresión y decidió irse a la cama. Al otro día –esa noche durmió en su casa– vino el chofer a pedirle dinero de parte de María. Él se lo dio sin preguntarle dónde estaba ella; pero pensó que María no volvería pronto; entonces, cuando le trajeron la rubia, él la hizo llevar directamente a su dormitorio. A la noche ordenó a las mellizas que le pusieran un traje de fiesta y la llevaran a la mesa. Comió con ella enfrente; y al final de la cena y en presencia de una de las mellizas, preguntó a Alex:
—¿Qué opinas de ésta?
—Muy hermosa, señor. Se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.
—Eso me encanta, Alex.
Al día siguiente, señalando a la rubia, Horacio dijo a las mellizas:
—De hoy en adelante deben llamarla señora Eulalia.
A la noche Horacio preguntó a las mellizas (ahora ellas no se escondían de él):
—¿Quién está en el comedor?
—La señora Eulalia, dijeron las mellizas al mismo tiempo.
Pero no estando Horacio, y por burlarse de Alex, decían: “Ya es hora de ponerle el agua caliente a la espía”.

VII
María esperaba, en el hotel de los estudiantes, que Horacio fuera de nuevo. Apenas salía algunos momentos para que le acomodaran la habitación. Iba por las calles de los alrededores llevando la cabeza levantada; pero no miraba a nadie ni a ninguna cosa; y al caminar pensaba: “Soy una mujer que ha sido abandonada a causa de una muñeca; pero si ahora él me viera, vendría hacia mí”. Al volver a su habitación tomaba un libro de poesías, forrado de hule azul, y empezaba a leer distraídamente, en voz alta, y a esperar a Horacio; pero al ver que él no venía trataba de penetrar las poesías del libro; y si no lograba comprenderlas se entregaba a pensar que ella era una mártir y que el sufrimiento la llenaría de encanto. Una tarde pudo comprender una poesía; era como si alguien, sin querer, hubiera dejado una puerta abierta y en ese instante ella hubiera aprovechado para ver un interior. Al mismo tiempo le pareció que el empapelado de la habitación, el biombo y el lavatorio con sus canillas niqueladas, también hubieran comprendido la poesía; y que tenían algo noble, en su materia, que los obligaba a hacer un esfuerzo y a prestar una atención sublime. Muchas veces, en medio de la noche, María encendía la lámpara y escogía una poesía como si le fuera posible elegir un sueño. Al día siguiente volvía a caminar por las calles de aquel barrio y se imaginaba que sus pasos eran de poesía. Y una mañana pensó: “Me gustaría que Horacio supiera que camino sola, entre árboles, con un libro en la mano”.
Entonces mandó buscar a su chofer, arregló de nuevo sus valijas y fue a la casa de una prima de su madre: era en las afueras y había árboles. Su parienta era una solterona que vivía en una casa antigua; cuando su cuerpo inmenso cruzaba las habitaciones, siempre en penumbra, y hacía crujir los pisos, un loro gritaba: “Buenos días, sopas de leche”. María contó a Pradera su desgracia sin derramar ni una lágrima. Su parienta escuchó espantada; después se indignó y por último empezó a lagrimear. Pero María fue serenamente a despedir al chofer y le encargó que le pidiera dinero a Horacio y que si él le preguntaba por ella le dijera, como cosa de él, que ella se paseaba entre árboles con un libro en la mano; y que si él le preguntaba dónde estaba ella, se lo dijera; por último le encargó que viniera al otro día a la misma hora. Después ella fue a sentarse bajo un árbol con el libro de hule; de él se levantaban poemas que se esparcían por el paisaje como si ellos formaran de nuevo las copas de los árboles y movieran, lentamente, las nubes. Durante el almuerzo Pradera estuvo pensativa; pero después preguntó a María:
—¿Y qué piensas hacer con ese indecente?
—Esperar que venga y perdonarlo.
—Te desconozco, sobrina; ese hombre te ha dejado idiota y te maneja como a una de sus muñecas.
María bajó los párpados con silencio de bienaventurada. Pero a la tarde vino la mujer que hacía la limpieza, trajo el diario “La Noche”, del día anterior y los ojos de María rozaron un título que decía: “Las Hortensias de Facundo”. No pudo dejar de leer el suelto: “En el último piso de la tienda La Primavera, se hará una gran exposición y se dice que algunas de las muñecas que vestirán los últimos modelos serán Hortensias. Esta noticia coincide con el ingreso de Facundo, el fabricante de las famosas muñecas, a la firma comercial de dicha tienda. Vemos alarmados cómo esta nueva falsificación del pecado original–de la que ya hemos hablado en otras ediciones– se abre paso en nuestro mundo. He aquí uno de los volantes de propaganda, sorprendidos en uno de nuestros principales clubes: ¿Es usted feo? No se preocupe. ¿Es usted tímido? No se preocupe. En una Hortensia tendrá usted un amor silencioso, sin riñas, sin presupuestos agobiantes, sin comadronas”.
María despertaba a sacudones:
—¡Qué desvergüenza! El mismo nombre de nuestra...
Y no supo qué agregar. Había levantado los ojos y cargándolos de rabia, apuntaba a un lugar fijo.
—¡Pradera!, gritó furiosa, ¡mira!
Su tía metió las manos en la canasta de la costura y haciendo guiñadas para poder ver, buscaba los lentes. Entonces María le dijo:
—Escucha. –Y leyó el suelto–. No sólo pediré el divorcio –dijo después–, sino que armaré un escándalo como no se ha visto en este país.
—Por fin, hija, bajas de las nubes –gritó Pradera levantando las manos coloradas por el agua caliente de fregar las ollas.
Mientras María se paseaba agitada, tropezando con macetas y plantas inocentes, Pradera aprovechó a esconder el libro de hule. Al otro día, el chofer pensaba en cómo esquivaría las preguntas de María sobre Horacio; pero ella sólo le pidió el dinero y en seguida lo mandó a la casa negra para que trajera a María, una de las mellizas. María –la melliza– llegó en la tarde y contó lo de la espía, a quien debían llamar “la señora Eulalia”. En el primer instante María –la mujer de Horacio–quedó aterrada y con palabras tenues, le preguntó:
—¿Se parece a mí?
—No, señora, la espía es rubia y tiene otros vestidos.
María –la mujer de Horacio– se paró de un salto, pero en seguida se tiró de nuevo en el sillón y empezó a llorar a gritos. Después vino la tía. La melliza contó todo de nuevo. Pradera empezó a sacudir sus senos inmensos en gemidos lastimosos; y el loro, ante aquel escándalo gritaba: “Buenos días, sopas de leche”.

VIII
Walter había regresado de unas vacaciones y Horacio reanudó las sesiones de sus vitrinas. La primera noche había llevado a Eulalia al salón. La sentaba junto a él, en la tarima, y la abrazaba mientras miraba las otras muñecas. Los muchachos habían compuesto escenas con más personajes que de costumbre. En la segunda vitrina había cinco: pertenecían a la comisión directiva de una sociedad que protegía a jóvenes abandonadas. En ese instante había sido elegida presidenta una de ellas; y otra, la rival derrotada, tenía la cabeza baja; era la que gustaba más a Horacio. Él dejó por un instante a Eulalia y fue a besar la frente fresca de la derrotada. Cuando volvió junto a su compañera quiso oír, por entre los huecos de la música, el ruido de las máquinas y recordó lo que Alex le había dicho del parecido de Eulalia con una espía de la guerra. De cualquier manera aquella noche sus ojos se entregaron, con glotonería, a la diversidad de sus muñecas. Pero al día siguiente amaneció con un gran cansancio y a la noche tuvo miedo de la muerte. Se sentía angustiado de no saber cuándo moriría ni el lugar de su cuerpo que primero sería atacado. Cada vez le costaba más estar solo; las muñecas no le hacían compañía y parecían decirle: “Nosotras somos muñecas; y tú arréglate como puedas”. A veces silbaba, pero oía su propio silbido como si se fuera agarrando de una cuerda muy fina que se rompía apenas se quedaba distraído. Otras veces conversaba en voz alta y comentaba estúpidamente lo que iba haciendo: “Ahora iré al escritorio a buscar el tintero”. O pensaba en lo que hacía como si observara a otra persona: “Está abriendo el cajón. Ahora este imbécil le saca la tapa al tintero. Vamos a ver cuánto tiempo le dura la vida”. Al fin se asustaba y salía a la calle. Al día siguiente recibió un cajón; se lo mandaba Facundo; lo hizo abrir y se encontró con que estaba lleno de brazos y piernas sueltas; entonces recordó que una mañana él le había pedido que le mandara los restos de muñecas que no necesitara. Tuvo miedo de encontrar alguna cabeza suelta –eso no le hubiera gustado. Después hizo llevar el cajón al lugar donde las muñecas esperaban el momento de ser utilizadas; habló por teléfono a los muchachos y les explicó la manera de hacer participar las piernas y los brazos en las escenas. Pero la primera prueba resultó desastrosa y él se enojó mucho. Apenas había corrido la cortina vio una muñeca de luto sentada al pie de una escalinata que parecía del atrio de una iglesia; miraba hacia el frente; debajo de la pollera le salía una cantidad impresionante de piernas: eran como diez o doce; y sobre cada escalón había un brazo suelto con la mano hacia arriba. “Qué brutos –decía Horacio– no se trata de utilizar todas las piernas y los brazos que haya.” Sin pensar en ninguna interpretación abrió el cajoncito de las leyendas para leer el argumento: “Ésta es una viuda pobre que camina todo el día para conseguir qué comer y ha puesto manos que piden limosna como trampas para cazar monedas”. “Qué mamarracho–siguió diciendo Horacio–; esto es un jeroglífico estúpido.” Se fue a acostar, rabioso; y ya a punto de dormirse veía andar la viuda con todas las piernas como si fuera una araña.
Después de este desgraciado ensayo, Horacio sintió una gran desilusión de los muchachos, de las muñecas y hasta de Eulalia. Pero a los pocos días, Facundo lo llevaba en su auto por una carretera y de pronto le dijo:
—¿Ves aquella casita de dos pisos, al borde del río? Bueno, allí vive el “tímido” con su muñeca, hermana de la tuya; como quien dice, tu cuñada... (Facundo le dio una palmada en una pierna y los dos se rieron.) Viene sólo al anochecer; y tiene miedo que la madre se entere. Al día siguiente, cuando el sol estaba muy alto, Horacio fue, solo, por el camino de tierra que conducía al río, a la casita del Tímido. Antes de llegar el camino pasaba por debajo de un portón cerrado y al costado de otra casita, más pequeña, que sería del guardabosque. Horacio golpeó las manos y salió un hombre, sin afeitar, con un sombrero roto en la cabeza y masticando algo.
—¿Qué desea?
—Me han dicho que el dueño de aquella casa tiene una muñeca...
El hombre se había recostado a un árbol y lo interrumpió para decirle:
—El dueño no está.
Horacio sacó varios billetes de su cartera y el hombre, al ver el dinero, empezó a masticar más lentamente. Horacio acomodaba los billetes en su mano como si fueran barajas y fingía pensar. El otro tragó el bocado y se quedó esperando. Horacio calculó el tiempo en que el otro habría imaginado lo que haría con ese dinero; y al fin dijo:
—Yo tendría mucha necesidad de ver esa muñeca hoy...
—El patrón llega a las siete.
—¿La casa está abierta?
—No. Pero yo tengo la llave. En caso que se descubra algo –dijo el hombre alargando la mano y recogiendo “la baza”–, yo no sé nada.
Metió el dinero en el bolsillo del pantalón, sacó de otro una llave grande y le dijo:
—Tiene que darle dos vueltas... La muñeca está en el piso de arriba...
Sería conveniente que dejara las cosas exactamente como las encontró. Horacio tomó el camino a paso rápido y volvió a sentir la agitación de la adolescencia. La pequeña puerta de entrada era sucia como una vieja indolente y él revolvió con asco la llave en la cerradura. Entró a una pieza desagradable donde había cañas de pescar recostadas a una pared. Cruzó el piso, muy sucio, y subió una escalera recién barnizada. El dormitorio era confortable; pero allí no se veía ninguna muñeca. La buscó hasta debajo de la cama; y al fin la encontró entre un ropero. Al principio tuvo una sorpresa como las que le preparaba María. La muñeca tenía un vestido negro, de fiesta, rociado con piedras como gotas de vidrio. Si hubiera estado en una de sus vitrinas él habría pensado que era una viuda rodeada de lágrimas. De pronto Horacio oyó una detonación: parecía un balazo. Corrió hacia la escalera que daba a la planta baja y vio, tirada en el piso y rodeada de una pequeña nube de polvo, una caña de pescar. Entonces resolvió tomar una manta y llevar la Hortensia al borde del río. La muñeca era liviana y fría. Mientras buscaba un lugar escondido, bajo los árboles, sintió un perfume que no era del bosque y en seguida descubrió que se desprendía de la Hortensia. Encontró un sitio acolchado, en el pasto, tendió la manta abrazando a la muñeca por las piernas y después la recostó con el cuidado que pondría en manejar una mujer desmayada. A pesar de la soledad del lugar, Horacio no estaba tranquilo. A pocos metros de ellos apareció un sapo, quedó inmóvil y Horacio no sabía qué dirección tomarían sus próximos saltos. Al poco rato vio, al alcance de su mano, una piedra pequeña y se la arrojó. Horacio no pudo poner la atención que hubiera querido en esta Hortensia; quedó muy desilusionado; y no se atrevía a mirarle la cara porque pensaba que encontraría en ella la burla inconmovible de un objeto. Pero oyó un murmullo raro mezclado con ruido de agua. Se volvió hacia el río y vio, en un bote, un muchachón de cabeza grande haciendo muecas horribles; tenía manos pequeñas prendidas de los remos y sólo movía la boca, horrorosa como un pedazo suelto de intestino y dejaba escapar ese murmullo que se oía al principio. Horacio tomó la Hortensia y salió corriendo hacia la casa del Tímido.
Después de la aventura con la Hortensia ajena y mientras se dirigía a la casa negra, Horacio pensó en irse a otro país y no mirar nunca más a una muñeca. Al entrar a su casa fue hacia su dormitorio con la idea de sacar de allí a Eulalia; pero encontró a María tirada en la cama boca abajo llorando. Él se acercó a su mujer y le acarició el pelo; pero comprendió que estaban los tres en la misma cama y llamó a una de las mellizas ordenándole que sacara la muñeca de allí y llamara a Facundo para que viniera a buscarla. Horacio se quedó recostado junto a María y los dos estuvieron silenciosos esperando que entrara del todo la noche. Después él tomó la mano de ella, y buscando trabajosamente las palabras, como si tuviera que expresarse en un idioma que conociera poco, le confesó su desilusión por las muñecas y lo mal que lo había pasado sin ella.

IX
María creyó en la desilusión definitiva de Horacio por sus muñecas y los dos se entregaron a las costumbres felices de antes. Los primeros días pudieron soportar los recuerdos de Hortensia; pero después hacían silencios inesperados y cada uno sabía en quién pensaba el otro. Una mañana, paseando por el jardín, María se detuvo frente al árbol en que había puesto a Hortensia para sorprender a Horacio; después recordó la leyenda de los vecinos; y al pensar que realmente ella había matado a Hortensia, se puso a llorar. Cuando vino Horacio y le preguntó qué tenía, ella no le quiso decir y guardó un silencio hostil. Entonces él pensó que María, sola, con los brazos cruzados y sin Hortensia, desmerecía mucho. Una tarde, al oscurecer, él estaba sentado en la salita; tenía mucha angustia de pensar que por culpa de él no tenían a Hortensia y poco a poco se había sentido invadido por el remordimiento. Y de pronto se dio cuenta de que en la sala había un gato negro. Se puso de pie, irritado, y ya iba a preguntar a Alex cómo lo habían dejado entrar, cuando apareció María y le dijo que ella lo había traído. Estaba contenta y mientras abrazaba a su marido le contó cómo lo había conseguido. Él, al verla tan feliz, no la quiso contrariar; pero sintió antipatía por aquel animal que se había acercado a él tan sigilosamente en instantes en que a él lo invadía el remordimiento. Y a los pocos días aquel animalito fue también el gato de la discordia. María lo acostumbró a ir a la cama y echarse encima de las cobijas. Horacio esperaba que María se durmiera; entonces producía, debajo de las cobijas, un terremoto que obligaba al gato a salir de allí. Una noche María se despertó en uno de esos instantes:
—¿Fuiste tú que espantaste al gato?
—No sé.
María rezongaba y defendía al gato. Una noche, después de cenar, Horacio fue al salón a tocar el piano. Había suspendido, desde hacía unos días, las escenas de las vitrinas y contra su costumbre había dejado las muñecas en la oscuridad –sólo las acompañaba el ruido de las máquinas. Horacio encendió una portátil de pie colocada a un lado del piano y vio encima de la tapa los ojos del gato –su cuerpo se confundía con el color del piano. Entonces, sorprendido desagradablemente, lo echó de mala manera. El gato saltó y fue hacia la salita; Horacio lo siguió corriendo, pero el animalito, encontrando cerrada la puerta que daba al patio, empezó a saltar y desgarró las cortinas de la puerta; una de ellas cayó al suelo; María lo vio desde el comedor y vino corriendo. Dijo palabras fuertes; y las últimas fueron:
—Me obligaste a deshacer a Hortensia y ahora querrás que mate al gato.
Horacio tomó el sombrero y salió a caminar. Pensaba que María, si lo había perdonado –en el momento de la reconciliación le había dicho: “Te quiero porque eres loco”– ahora no tenía derecho a decirle todo aquello y echarle en cara la muerte de Hortensia; ya tenía bastante castigo en lo que María desmerecía sin la muñeca; el gato, en vez de darle encanto la hacía vulgar. Al salir, él vio que ella se había puesto a llorar; entonces pensó: “Bueno, ahora que se quede ella con el gato del remordimiento”. Pero al mismo tiempo sentía el malestar de saber que los remordimientos de ella no eran nada comparados con los de él; y que si ella no le sabía dar ilusión, él, por su parte, se abandonaba a la costumbre de que ella le lavara las culpas. Y todavía, un poco antes que él muriera, ella sería la única que lo acompañaría en la desesperación desconocida –y casi con seguridad cobarde– que tendría en los últimos días, o instantes. Tal vez muriera sin darse cuenta: todavía no había pensado bien en qué sería peor.
Al llegar a una esquina se detuvo a esperar el momento en que pudiera poner atención en la calle para evitar que lo pisara un vehículo. Caminó mucho rato por calles oscuras; y de pronto despertó de sus pensamientos en el Parque de las Acacias y fue a sentarse a un banco. Mientras pensaba en su vida, dejó la mirada debajo de unos árboles y después siguió la sombra, que se arrastraba hasta llegar a las aguas de un lago. Allí se detuvo y vagamente pensó en su alma: era como un silencio oscuro sobre aguas negras; ese silencio tenía memoria y recordaba el ruido de las máquinas como si también fuera silencio: tal vez ese ruido hubiera sido de un vapor que cruzaba aguas que se confundían con la noche, y donde aparecían recuerdos de muñecas como restos de un naufragio. De pronto Horacio volvió a la realidad y vio levantarse de la sombra a una pareja; mientras ellos venían caminando en dirección a él, Horacio recordó que había besado a María, por primera vez, en la copa de una higuera; fue después de comerse los primeros higos y estuvieron a punto de caerse. La pareja pasó cerca de él, cruzó una calle estrecha y entró en una casita; había varias iguales y algunas tenían cartel de alquiler. Al volver a su casa se reconcilió con María; pero en un instante en que se quedó solo, en el salón de las vitrinas, pensó que podía alquilar una de las casitas del parque y llevar una Hortensia. Al otro día, a la hora del desayuno, le llamó la atención que el gato de María tuviera dos moñas verdes en la punta de las orejas. Su mujer le explicó que el boticario perforaba las orejas a todos los gatitos, a los pocos días de nacidos, con una de esas máquinas de agujerear papeles para poner en las carpetas. Esto hizo gracia a Horacio y lo encontró de buen augurio. Salió a la calle y le habló por teléfono a Facundo preguntándole cómo haría para distinguir, entre las muñecas de la tienda La Primavera, las que eran Hortensias. Facundo le dijo que en ese momento había una sola, cerca de la caja, y que tenía una sola caravana en una oreja. La casualidad de que hubiera una sola Hortensia en la tienda, le dio a Horacio la idea de que estaba predestinada y se entregó a pensar en la recaída de su vicio como en una fatalidad voluptuosa. Hubiera podido tomar un tranvía; pero se le ocurrió que eso lo sacaría de sus ideas: prefirió ir caminando y pensar en cómo se distinguiría aquella muñeca entre las demás. Ahora él también se confundía entre la gente y también le daba placer esconderse entre la muchedumbre. Había animación porque era víspera de carnaval. La tienda quedaba más lejos de lo que él había calculado. Empezó a cansarse y a tener deseos de conocer, cuanto antes, la muñeca. Un niño apuntó con una corneta y le descargó en la cara un ruido atroz. Horacio, contrariado, empezó a sentir un presentimiento angustioso y pensó en dejar la visita para la tarde; pero al llegar a la tienda y ver otras muñecas, disfrazadas, en las vidrieras, se decidió a entrar. La Hortensia tenía un traje del Renacimiento color vino. Su pequeño antifaz parecía hacer más orgullosa su cabeza y Horacio sintió deseos de dominarla; pero apareció una vendedora que lo conocía, haciéndole una sonrisa con la mitad de la boca y Horacio se fue en seguida. A los pocos días ya había instalado la muñeca en una casita de Las Acacias. Una empleada de Facundo iba a las nueve de la noche, con una limpiadora, dos veces por semana; a las diez de la noche le ponía el agua caliente y se retiraba. Horacio no había querido que le sacaran el antifaz, estaba encantado con ella y la llamaba Herminia. Una noche en que los dos estaban sentados frente a un cuadro, Horacio vio reflejados en el vidrio los ojos de ella; brillaban en medio del color negro del antifaz y parecía que tuvieran pensamiento. Desde entonces se sentaba allí, ponía su mejilla junto a la de ella y cuando creía ver en el vidrio –el cuadro presentaba una caída de agua– que los ojos de ella tenían expresión de grandeza humillada, la besaba apasionadamente. Algunas noches cruzaba con ella el parque –parecía que anduviera con un espectro– y los dos se sentaban en un banco cerca de una fuente; pero de pronto él se daba cuenta que a Herminia se le enfriaba el agua y se apresuraba a llevarla de nuevo a la casita.
Al poco tiempo se hizo una gran exposición en la tienda La Primavera. Una vidriera inmensa ocupaba todo el último piso; estaba colocada en el centro del salón y el público desfilaba por los cuatro corredores que habían dejado entre la vitrina y las paredes. El éxito de público fue extraordinario. (Además de ver los trajes, la gente quería saber cuáles de entre las muñecas eran Hortensias.) La gran vitrina estaba dividida en dos secciones por un espejo que llegaba hasta el techo. En la sección que daba a la entrada, las muñecas representaban una vieja leyenda del país, La Mujer del Lago, y había sido interpretada por los mismos muchachos que trabajaban para Horacio. En medio de un bosque, donde había un lago, vivía una mujer joven. Todas las mañanas ella salía de su carpa y se iba a peinar a la orilla del lago; pero llevaba un espejo. (Algunos decían que lo ponía frente al lago para verse la nuca.) Una mañana, algunas damas de la alta sociedad después de una noche de fiesta, decidieron ir a visitar a la mujer solitaria; llegarían al amanecer, le preguntarían por qué vivía sola y le ofrecerían ayuda. En el instante de llegar, la mujer del lago se peinaba; vio por entre sus cabellos los trajes de las damas y cuando ellas estuvieron cerca les hizo una humilde cortesía. Pero apenas una de las damas inició las preguntas, ella se puso de pie y empezó a caminar siguiendo el borde del lago. Las damas, a su vez, pensando que la mujer les iba a contestar o a mostrar algún secreto, la siguieron. Pero la mujer solitaria sólo daba vueltas al lago seguida por las damas, sin decirles ni mostrarles nada. Entonces las damas se fueron enojadas; y en adelante la llamaron “la loca del lago”. Por eso, en aquel país, si ven a alguien silencioso le dicen: “Se quedó dando la vuelta al lago”.
Aquí, en la tienda La Primavera, la mujer del lago aparecía ante una mesa de tocador colocada a la orilla del agua. Vestía un peinador blanco bordado de hojas amarillas y el tocador estaba lleno de perfumes y otros objetos. Era el instante de la leyenda en que llegaban las damas en traje de fiesta de la noche anterior. Por la parte de afuera de la vitrina, pasaban toda clase de caras; y no sólo miraban las muñecas de arriba a abajo para ver los vestidos; había ojos que saltaban, llenos de sospechas, de un vestido a un escote y de una muñeca a la otra; y hasta desconfiaban de muñecas honestas como la mujer del lago. Otros ojos, muy prevenidos, miraban como si caminaran cautelosamente por encima de los vestidos y temieran caer en la piel de las muñecas. Una jovencita inclinaba la cabeza con humildad de cenicienta y pensaba que el esplendor de algunos vestidos tenía que ver con el destino de las Hortensias. Un hombre arrugaba las cejas y bajaba los párpados para despistar a su esposa y esconder la idea de verse, él mismo en posesión de una Hortensia. En general, las muñecas tenían el aire de locas sublimes que sólo pensaban en la “pose” que mantenían y no les importaba si las vestían o las desnudaban.
La segunda sección se dividía, a su vez, en otras dos: una parte de playa y otra de bosque. En la primera, las muñecas estaban en traje de baño. Horacio se había detenido frente a dos que simulaban una conversación: una de ellas tenía dibujadas, en el abdomen, circunferencias concéntricas como un tiro al blanco (las circunferencias eran rojas) y la otra tenía pintados peces en los omóplatos. La cabeza pequeña de Horacio sobresalía, también, con fijeza de muñeco. Aquella cabeza siguió andando por entre la gente hasta detenerse, de nuevo, frente a las muñecas del bosque: eran indígenas y estaban semidesnudas. De la cabeza de algunas, en vez de cabello, salían plantas de hojas pequeñas que les caían como enredaderas; en la piel, oscura, tenían dibujadas flores o rayas, como los caníbales; y a otras les habían pintado, por todo el cuerpo, ojos humanos muy brillantes. Desde el primer instante, Horacio sintió predilección por una negra de aspecto normal; sólo tenía pintados los senos: eran dos cabecitas de negros con boquitas embetunadas de rojo. Después Horacio siguió dando vueltas por toda la exposición hasta que llegó Facundo. Entonces le preguntó:
—De las muñecas del bosque, ¿cuáles son Hortensias?
—Mira hermano, en aquella sección, todas son Hortensias.
—Mándame la negra a Las Acacias...
—Antes de ocho días no puedo sacar ninguna.
Pero pasaron veinte antes que Horacio pudiera reunirse con la negra en la casita de Las Acacias. Ella estaba acostada y tapada hasta el cuello.
A Horacio no le pareció tan interesante; y cuando fue a separar las cobijas, la negra le soltó una carcajada infernal. María empezó a descargar su venganza de palabras agrias y a explicarle cómo había sabido la nueva traición. La mujer que hacía la limpieza era la misma que iba a lo de Pradera. Pero vio que Horacio tenía una tranquilidad extraña, como de persona extraviada y se detuvo.
—Y ahora ¿qué me dices? –le preguntó a los pocos instantes tratando de esconder su asombro.
Él la seguía mirando como a una persona desconocida y tenía la actitud de alguien que desde hace mucho tiempo sufre un cansancio que lo ha idiotizado. Después empezó a hacer girar su cuerpo con pequeños movimientos de sus pies. Entonces María le dijo: “Espérame”. Y salió de la cama para ir al cuarto de baño a lavarse la pintura negra. Estaba asustada, había empezado a llorar y al mismo tiempo estornudaba. Cuando volvió al dormitorio Horacio ya se había ido; pero fue a su casa y lo encontró: se había encerrado en una pieza para huéspedes y no quería hablar con nadie.

X
Después de la última sorpresa, María pidió muchas veces a Horacio que la perdonara; pero él guardaba el silencio de un hombre de palo que no representara a ningún santo ni concediera nada. La mayor parte del tiempo lo pasaba encerrado, casi inmóvil, en la pieza de huéspedes. (Sólo sabían que se movía porque vaciaba las botellas del vino de Francia.) A veces salía un rato, al oscurecer. Al volver comía un poco y en seguida se volvía a tirar en la cama con los ojos abiertos. Muchas veces María iba a verle tarde en la noche; y siempre encontraba sus ojos fijos, como si fueran de vidrio y su quietud de muñeco. Una noche se extrañó de ver arrollado cerca de él, al gato. Entonces decidió llamar al médico y le empezaron a poner inyecciones. Horacio les tomó terror; pero tuvo más interés por la vida. Por último María, con la ayuda de los muchachos que habían trabajado en las vitrinas, consiguió que Horacio concurriera a una nueva sesión. Esa noche cenó en el comedor grande, con María, pidió la mostaza y bebió bastante vino de Francia. Después tomó el café en la salita y no tardó en pasar al salón. En la primera vitrina había una escena sin leyenda: en una gran piscina, donde el agua se movía continuamente, aparecían, en medio de plantas y luces de tonos bajos, algunos brazos y piernas sueltas. Horacio vio asomarse, entre unas ramas, la planta de un pie y le pareció una cara; después avanzó toda la pierna; parecía un animal buscando algo; al tropezar con el vidrio quedó quieta un instante y en seguida se fue para otro lado. Después vino otra pierna seguida de una mano con su brazo; se perseguían y se juntaban lentamente como fieras aburridas entre una jaula. Horacio quedó un rato distraído viendo todas las combinaciones que se producían entre los miembros sueltos, hasta que llegaron, juntos, los dedos de un pie y de una mano; de pronto la pierna empezó a enderezarse y a tomar la actitud vulgar de apoyarse sobre el pie; esto desilusionó a Horacio; hizo la seña de la luz a Walter, y corrió la tarima hacia la segunda vitrina. Allí vio una muñeca sobre una cama, con una corona de reina; y a su lado estaba arrollado el gato de María. Esto le hizo mala impresión y empezó a enfurecerse contra los muchachos que lo habían dejado entrar. A los pies de la cama había tres monjas hincadas en reclinatorios. La leyenda decía: “Esta reina pasó a la muerte en el momento que daba una limosna; no tuvo tiempo de confesarse; pero todo su país ruega por ella”. Cuando Horacio la volvió a mirar, el gato no estaba. Sin embargo él tenía angustia y esperaba verlo aparecer por algún lado. Se decidió a entrar a la vitrina; pero no dejaba de estar atento a la mala sorpresa que le daría el gato. Llegó hasta la cama de la reina y al mirar su cara apoyó una mano en los pies de la cama; en ese instante otra mano, la de una de las tres monjas, se posó sobre la de él. Horacio no debe haber oído la voz de María pidiéndole perdón. Apenas sintió aquella mano sobre la suya levantó la cabeza, con el cuerpo rígido y empezó a abrir la boca moviendo las mandíbulas como un bicharraco que no pudiera graznar ni mover las alas. María le tomó un brazo; él lo separó con terror, comenzó a hacer movimientos de los pies para volver su cuerpo, como el día en que María pintada de negra había soltado aquella carcajada. Ella se volvió a asustar y lanzó un grito. Horacio tropezó con una de las monjas y la hizo caer; después se dirigió al salón pero sin atinar a salir por la pequeña puerta. Al tropezar con el cristal de la vitrina sus manos golpeaban el vidrio como pájaros contra una ventana cerrada. María no se animó a tomarle de nuevo los brazos y fue a llamar a Alex. No lo encontraba por ninguna parte. Al fin Alex la vio y creyendo que era una monja le preguntó qué deseaba. Ella le dijo, llorando, que Horacio estaba loco; los dos fueron al salón; pero no encontraron a Horacio. Lo empezaron a buscar y de pronto oyeron sus pasos en el balasto del jardín. Horacio cruzaba por encima de los canteros. Y cuando María y el criado lo alcanzaron, él iba en dirección al ruido de las máquinas.

Felisberto Hernández, Las Hortensias.

Felisberto Hernández