Breve teoría de la asimilación literaria

«En el universo de Star Trek hay una civilización llamada Borg, entre lo orgánico y lo cibernético, cuya comprensión del cosmos crece por asimilación: toman los conocimientos científicos y tecnológicos útiles de otras culturas y los hacen suyos incorporando, además, a los prisioneros a sus filas. Funcionan como un macroorganismo —de modo análogo a algunos insectos sociales como las hormigas—, con un comportamiento global altamente eficiente. Los individuos están conectados y toman decisiones con una sola conciencia. Lo más interesante de los Borg es que su motor de acción, lo que les motiva, lo que les impulsa es la perfección, sumar conocimiento y no acumular riqueza o poder político; toman lo mejor de cada cultura y lo integran».

Quizás pueda parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces. Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser levemente retocadas o situadas en un contexto insólito[ii]. Siempre he sido consciente de que tomar algo en préstamo, es estar rindiendo homenajes, y en este caso rendir homenaje a un autor significa apropiarse de algo que es suyo[iii].
Pasar de leer a escribir, en la estela del deseo, no puede hacerse evidentemente sin la mediación de una práctica de imitación[iv]. Al fin y al cabo, la originalidad no es más que imitación juiciosa. Los escritores más originales toman prestado unos de los otros[v]. Lo canónico es la imitación de las demás obras y es obligado tanto para el artista como para el poeta. Puede decirse que el arte nace de otro arte, como la poesía nace de otra poesía, y esto siempre es cierto: incluso cuando uno cree que simplemente está haciendo hablar al corazón o que está imitando a la naturaleza, está de hecho imitando representaciones, aun sin darse cuenta de ello[vi]. Me gustan, por ejemplo, los pastiches de Proust porque ellos mismos son en realidad actos de amor y constituyen una imitación por deseo[vii]; igualmente, Borges es también un escritor que siempre retoma algo escrito. Al mismo tiempo, en la obra de otros puedes encontrar la inspiración necesaria para no repetirte a ti mismo[viii]. Pero, llegado a ese punto, me enfrento a un problema más general: al que podríamos llamar «robos en el arte». Y éste, en el fondo, es un tipo de robo algo peculiar que, paradójicamente, enriquece al ladrón y al robado. ¿No se enriquece Cézanne, si se me permite el atrevimiento, del robo cometido contra él —o, mejor dicho, a su favor— por Picasso?[ix].
Las citas, para mí, tienen un interés especial ya que uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito[x]. Cuando escribo procuro ayudarme de un cuaderno donde anoto citas robadas de los libros. Me inspiro en ellas. A veces las uso y no menciono sus fuentes[xi]. Siento, por tanto, que he robado fragmentos de obras que, poco a poco, a lo largo de mis lecturas, he ido recogiendo[xii]. En esa ansia por absorber, o por enviar a mi archivo todo tipo de frases aisladas de su contexto, sigo el dictado de los que dicen que un artista lo absorbe todo y que no hay uno solo de ellos que no esté influenciado por algún otro, que no tome de algún otro lo que le pueda hacer falta[xiii]. Quizás, incluso, tendría que haber algo más veloz, algo que te hiciera asimilar los conceptos igual que engulle un portátil los archivos[xiv].
En este sentido, tengo que admitir que mi única originalidad consiste en pensar como propias citas ajenas. En eso reside, tal vez, la destreza de un escritor: en que el lector piense que ha sido él el primero en decirlas[xv]. El poder indeterminado de los libros —de las citas— es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, pueden tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores[xvi]. Al fin y al cabo, hay metáforas que son más reales que las personas que pasan por la calle. Hay imágenes en los rincones de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una personalidad absolutamente humana[xvii]. Por eso yo las asimilo, como los Borg.

Ricardo Reques, Breve teoría de la asimilación literaria.


https://en.wikipedia.org/wiki/Borg
«Soy un Borg y serás asimilado, resistirse es inútil».


NOTAS: Lo entrecomillado es lo propio, y no del todo. El resto es ajeno, pero no tanto.

Sin que sirva de precedente, aquí está el origen de esta breve asimilación:
[ii] «Quizás pueda parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces. Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser glosadas levemente retocadas, situadas en un contexto insólito». Enrique Vila-Matas.
[iii] «Yo siempre he sido consciente de tomar algo en préstamo, de estar rindiendo homenajes, y en este caso rendir homenaje a un autor significa apropiarse de algo que es suyo». Italo Calvino.
[iv] «Pasar de leer a escribir, en la estela del deseo, no puede hacerse evidentemente sin la mediación de una práctica de Imitación». Roland Barthes.
[v] «La originalidad no es más que imitación juiciosa. Los escritores más originales toman prestado unos de los otros». Voltaire.
[vi] Por lo tanto, lo canónico es la imitación de las demás obras y es obligado tanto para el artista como para el poeta. Puede decirse que el arte nace de otro arte, como la poesía nace de otra poesía, y esto siempre es cierto: incluso cuando uno cree que simplemente está haciendo hablar al corazón o que está imitando a la naturaleza, está de hecho imitando representaciones, aun sin darse cuenta de ello. Italo Calvino.
[vii] «Me gustan los pastiches de Proust porque ellos mismos son en realidad actos de amor y constituyen una imitación por deseo». Roland Barthes.
[viii] «Borges es el típico escritor que siempre retoma algo escrito. Al mismo tiempo, en la obra de otros puedes encontrar la inspiración necesaria para no repetirte a ti mismo». Italo Calvino.
[ix] «Y llegado a ese punto, comprendí que me enfrentaba a un problema más general: al que podríamos llamar «robos en el arte». Y éste, en el fondo, es un tipo de robo algo peculiar que, paradójicamente, enriquece al ladrón y al robado (¿no se enriquece Cézanne, si se me permite el atrevimiento, del robo cometido contra él —o, mejor dicho, a su favor— por Picasso?)». Tullio Pericoli.
[x] «Las citas tienen un interés especial ya que uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito». Wallece Stevens.
[xi]«Procuro ayudarme de un cuaderno donde anoto citas robadas de los libros. Me inspiro en ellas. A veces las uso y no menciono sus fuentes». Elisa Rodríguez Court.
[xii] Siento que también he robado a Vogli quitándole las citas y fragmentos de obras que, poco a poco, a lo largo de sus lecturas, ha ido recogiendo». Ricardo Reques.
[xiii] «En esa ansia por absorber, o por enviar a mi archivo todo tipo de frases aisladas de su contexto, seguí el dictado de los que dicen que un artista lo absorbe todo y que no hay uno solo de ellos que no esté influenciado por algún otro, que no tome de algún otro lo que le pueda hacer falta». Enrique Vila-Matas.
[xiv] «Tendría que haber algo más veloz, algo que te hiciera asimilar los conceptos igual que engulle tu portátil los archivos». Ricardo Reques.
[xv] «Mi única originalidad consiste en pensar como propias citas ajenas. En eso reside la destreza de un escritor: en que el lector piense que ha sido él el primero en decirlas». Alex Chico.
[xvi] «El poder indeterminado de los libros es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, pueden tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores». George Steiner.
[xvii] «Hay metáforas que son más reales que las personas que pasan por la calle. Hay imágenes en los rincones de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una personalidad absolutamente humana». Fernando Pessoa.

Wisława Szymborska, Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella

Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella.
Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella.
Había en la botella un papel, y en el papel estas palabras: «¡Socorro!, estoy aquí. El océano me arrojó a una isla desierta. Estoy en la orilla y espero ayuda. ¡Dense prisa. Estoy aquí!».
—No tiene fecha. Seguramente es ya demasiado tarde. La botella pudo haber flotado mucho tiempo —dijo el pescador primero.
—Y el lugar no está indicado. Ni siquiera se sabe en qué océano —dijo el pescador segundo.
—Ni demasiado tarde ni demasiado lejos. La isla «Aquí» está en todos lados —dijo el pescador tercero.
El ambiente se volvió incómodo, cayó el silencio. Las verdades generales tienen ese problema.

Wisława Szymborska, Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella.

https://es.wikipedia.org/wiki/Wis%C5%82awa_Szymborska
Wisława Szymborska

Mario Benedetti, Los pocillos

Los pocillos.

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro.
«Negro con rojo queda fenomenal», había sido el consejo estético de Enriqueta. 
Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color. 
«El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?», preguntó Mariana. 
La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Éste parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: «Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.» Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. 
La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. «¿Qué buscás?» preguntó ella. «El encendedor.» «A tu derecha.» La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. «¿Por qué no lo tirás?» dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. «No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana». 
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. 
Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época? 
«Este mes tampoco fuiste al médico», dijo Alberto. 
«No» 
«¿Querés que te sea sincero?» 
«Claroo».
 «Me parece una idiotez de tu parte». 
«¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos». 
La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí. 
«De todos modos deberías ir», apoyó Mariana. «Acordate de lo que siempre te decía Menéndez».
«Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros. Yo tampoco creo en milagros».
«¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.» 
«¿De veras?» Habló por el costado del cigarrillo. 
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. Él menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo. 
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta, oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros. 
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal. 
«Qué otoño desgraciado», dijo. «¿Te fijaste?» La pregunta era para ella. 
«No», respondió José Claudio. «Fijate vos por mí».
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él De pronto Mariana supo que se había puesto linda. 
Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. Él se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. «Gracias», había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más. 
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma- tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación. 
«Y ayer estuvo Trelles», estaba diciendo José Claudio, «a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme».
«También puede ser que te aprecien», dijo Alberto, «que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte».
«Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo». La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía. 
Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de el misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera falta do que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada' más que eso: Alberto y ella. 
«Ahora sí podés calentar el café», dijo José Claudio, Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender e mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo. 
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecad para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. 
Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina. 
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normal mente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes 1 mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, re corrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa. 
«No lo dejes hervir», dijo José Claudio. 
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera. 
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: «No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo».

Mario Benedetti, Los pocillos.

Mario Benedetti

Alfonso Reyes, La melancolía del viajero

La melancolía del viajero. 

A veces, los que vuelven de un largo viaje conservan para toda la vida una melancolía secreta, como de querer juntar en un solo sitio los encantos de todas las tierras recorridas.
La Odisea no nos hace asistir a los últimos días de Ulises. Cuando Ulises hubo recobrado sus playas y arrojado de su palacio a los pretendientes, dando así término a la gran empresa de su vida, ¿quién duda que se abrió a sus ojos una melancólica perspectiva de ocios y recuerdos, en las noches inacabables de Ítaca, junto a la afanosa rueca de Penélope? Se puede huir a la seducción de las sirenas, amarrándose bárbaramente al mástil. Pero ¿cómo olvidar después las canciones de las sirenas? Apenas ha reposado Ulises, y ya anuncia a su fiel Penélope que nuevos trabajos le reclaman: “Los dioses —le dice— me mandan recorrer todavía muchas ciudades, hasta que no encuentre la tierra de los hombres que ignoran el mar y que cocinan sin sal sus alimentos”. La larga ausencia y los trabajos habían quebrantado seguramente la gallardía de Ulises. Penélope tampoco era ya la que él había dejado, porque, con ser plaza inexpugnable, no había podido resistir al asalto de los años, comprobando la sentencia de Calderón: 
que a lo fácil del tiempo
no hay conquista difícil.
Había cenizas en las inextintas ascuas del hogar. Ya no sabía Ulises qué desear más —como todo el que ha recorrido mucho mundo—: si el reposo o las aventuras. Hombre que ha perdido su centro, casi nunca vuelve a recobrarlo. ¡Ay! Los que viajan por mar y tierra han de tener un corazón hecho a todos los embates de la alegría y el duelo, y un ánimo de renunciamiento casi de santos. Temen regresar a sus playas, y las desean. No encuentran a la vuelta lo que habían dejado a la partida. Ya no saben dónde ha quedado la tierra y la casa que soñaban. En vano los consuela el poeta:

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage, ou comme celui-là qui conquit la Toison, et puis est retourné, plein d’usage et raison, vivre entre ses parents le reste de son age.
Ulises tiene que seguir viajando, como piedra condenada a rodar. Él cuenta que los dioses lo mandan… Algunos hemos creído siempre que ya, Ulises, lo único que quiere es volver a la pecadora Isla de las Canciones.

Alfonso Reyes, La melancolía del viajero.

https://es.wikipedia.org/wiki/Alfonso_Reyes_Ochoa
Alfonso Reyes

Felisberto Hernández, El vestido blanco

El vestido blanco.
I
Yo estaba del lado de afuera del balcón. Del lado de adentro, estaban abiertas las dos hojas de la ventana y coincidían muy enfrente una de otra. Marisa estaba parada con la espalda casi tocando una de las hojas. Pero quedó poco en esta posición porque la llamaron de adentro. Al poco Marisa salía, no sentí el vacío de ella en la ventana. Al contrario. Sentí como que las hojas se habían estado mirando frente a frente y que ella había estado de más. Ella había interrumpido ese espacio simétrico llena de una cosa fija que resultaba de mirarse las dos hojas.
II
Al poco tiempo yo ya había descubierto lo más primordial y casi lo único en el sentido de las dos hojas: las posiciones, el placer de las posiciones determinadas y el dolor de violarlas. Las posiciones de placer eran solamente dos: cuando las hojas estaban enfrentadas simétricamente y se miraban fijo, y cuando estaban totalmente cerradas y estaban juntas. Si algunas veces Marisa echaba las hojas para atrás y pasaban el límite de enfrentarse, yo no podía dejar de tener los músculos en tensión. En ese momento creía contribuir con mi fuerza a que se cerraran lo suficiente hasta quedar en una de las posiciones de placer: una frente a la otra. De lo contrario me parecía que con el tiempo se les sumaría un odio silencioso y fijo del cual nuestra conciencia no sospechaba el resultado.
III
Los momentos más terribles y violadores de una de las posiciones de placer, ocurrían algunas noches al despedirnos.
Ella amagaba a cerrar las ventanas y nunca terminaba de cerrarlas. Ignoraba esa violenta necesidad física que tenían las ventanas de estar juntas ya, pronto, cuanto antes.
En el espacio oscuro que aún quedaba entre las hojas, calzaba justo la cabeza de Marisa. En la cara había una cosa inconsciente e ingenua que sonreía en la demora de despedirse. Y eso no sabía nada de esa otra cosa dura y amenazantemente imprecisa que había en la demora de cerrarse.
IV
Una noche estaba contentísimo porque entré a visitar a Marisa. Ella me invitó a ir al balcón. Pero tuvimos que pasar por el espacio entre esos lacayos de ventanas. Y no sabía qué pensar de esa insistente etiqueta escuálida. Parecía que pensarían algo antes de nosotros pasar y algo después de pasar. Pasamos. Al rato de estar conversando y que se me había distraído el asunto de las ventanas, sentí que me tocaban en la espalda muy despacito y como si me quisieran hipnotizar. Y al darme vuelta me encontré con las ventanas en la cara. Sentí que nos habían sepultado entre el balcón y ellas. Pensé en saltar el balcón y sacar a Marisa de allí.
V
Una mañana estaba contentísimo porque nos habíamos casado. Pero cuando Marisa fue a abrir un roperito de dos hojas sentí el mismo problema de las ventanas, de la abertura que sobraba. Una noche Marisa estaba fuera de la casa. Fui a sacar algo del roperito y en el momento de abrirlo me sentí horriblemente actor en el asunto de las hojas. Pero lo abrí. Sin querer me quedé quieto un rato. La cabeza también se me quedó quieta igual que las cosas que habían en el ropero, y que un vestido blanco de Marisa que parecía Marisa sin cabeza, ni brazos, ni piernas.
Felisberto Hernández, El vestido blanco.


Felisberto Hernández


Jack London, Encender una hoguera

Encender una hoguera.

Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.
Echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El Yukón, de una milla de anchura, yacía oculto bajo una capa de tres pies de hielo, sobre la que se habían acumulado otros tantos pies de nieve. Era un manto de un blanco inmaculado, y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía la blancura ininterrumpida, a excepción de una línea oscura que partiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía en dirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección al norte, donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos. Esa línea oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba a lo largo de quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyea y al agua salada en dirección al sur, y en dirección al norte setenta millas hasta Dawson, mil millas hasta Nulato y mil quinientas más después, para morir en St. Michael, a orillas del Mar de Bering.
Pero todo aquello (la línea fina, prolongada y misteriosa, la ausencia del sol en el cielo, el inmenso frío y la luz extraña y sombría que dominaba todo) no le produjo al hombre ninguna impresión. No es que estuviera muy acostumbrado a ello; era un recién llegado a esas tierras, un chechaquo, y aquel era su primer invierno. Lo que le pasaba es que carecía de imaginación. Era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, y no para calar en los significados de las cosas. Cincuenta grados bajo cero significaban unos ochenta grados bajo el punto de congelación. El hecho se traducía en un frío desagradable, y eso era todo. No lo inducía a meditar sobre la susceptibilidad de la criatura humana a las bajas temperaturas, ni sobre la fragilidad general del hombre, capaz sólo de vivir dentro de unos límites estrechos de frío y de calor, ni lo llevaba tampoco a perderse en conjeturas acerca de la inmortalidad o de la función que cumple el ser humano en el universo. Cincuenta grados bajo cero significaban para él la quemadura del hielo que provocaba dolor, y de la que había que protegerse por medio de manoplas, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso… a cincuenta grados bajo cero. Que pudieran significar algo más, era una idea que no hallaba cabida en su mente.
Al volverse para continuar su camino escupió meditabundo en el suelo. Un chasquido seco, semejante a un estallido, lo sobresaltó. Escupió de nuevo. Y de nuevo crujió la saliva en el aire, antes de que pudiera llegar al suelo. El hombre sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva cruje al tocar la nieve, pero en este caso había crujido en el aire. Indudablemente la temperatura era aún más baja. Cuánto más baja, lo ignoraba. Pero no importaba. Se dirigía al campamento del ramal izquierdo del Arroyo Henderson, donde lo esperaban sus compañeros. Ellos habían llegado allí desde la región del Arroyo Indio, atravesando la línea divisoria, mientras él iba dando un rodeo para estudiar la posibilidad de extraer madera de las islas del Yukón la próxima primavera. Llegaría al campamento a las seis en punto; para entonces ya habría oscurecido, era cierto, pero los muchachos, que ya se hallarían allí, habrían encendido una hoguera y la cena estaría preparada y aguardándolo. En cuanto al almuerzo… palpó con la mano el bulto que sobresalía bajo la chaqueta. Lo sintió bajo la camisa, envuelto en un pañuelo, en contacto con la piel desnuda. Aquel era el único modo de evitar que se congelara. Se sonrió ante el recuerdo de aquellas galletas empapadas en grasa de cerdo que encerraban sendas lonchas de tocino frito.
Se introdujo entre los gruesos abetos. El sendero era apenas visible. Había caído al menos un pie de nieve desde que pasara el último trineo. Se alegró de viajar a pie y ligero de equipaje. De hecho, no llevaba más que el almuerzo envuelto en el pañuelo. Le sorprendió, sin embargo, la intensidad del frío. Sí, realmente hacía frío, se dijo, mientras se frotaba la nariz y las mejillas insensibles con la mano enfundada en una manopla. Era un hombre velludo, pero el vello de la cara no lo protegía de las bajas temperaturas, ni los altos pómulos, ni la nariz ávida que se hundía agresiva en el aire helado.
Pegado a sus talones trotaba un perro esquimal, el clásico perro lobo de color gris y de temperamento muy semejante al de su hermano, el lobo salvaje. El animal avanzaba abrumado por el tremendo frío. Sabía que aquél no era día para viajar. Su instinto le decía más que el raciocinio al hombre a quien acompañaba. Lo cierto es que la temperatura no era de cincuenta grados, ni siquiera de poco menos de cincuenta; era de sesenta grados bajo cero, y más tarde, de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco grados bajo cero. Teniendo en cuenta que el punto de congelación es treinta y dos sobre cero, eso significaba ciento siete grados bajo el punto de congelación. El perro no sabía nada de termómetros. Posiblemente su cerebro no tenía siquiera una conciencia clara del frío como puede tenerla el cerebro humano. Pero el animal tenía instinto. Experimentaba un temor vago y amenazador que lo subyugaba, que lo hacía arrastrarse pegado a los talones del hombre, y que lo inducía a cuestionarse todo movimiento inusitado de éste como esperando que llegara al campamento o que buscara refugio en algún lugar y encendiera una hoguera. El perro había aprendido lo que era el fuego y lo deseaba; y si no el fuego, al menos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire.
La humedad helada de su respiración cubría sus lanas de una fina escarcha, especialmente allí donde el morro y los bigotes blanqueaban bajo el aliento cristalizado. La barba rojiza y los bigotes del hombre estaban igualmente helados, pero de un modo más sólido; en él la escarcha se había convertido en hielo y aumentaba con cada exhalación. El hombre mascaba tabaco, y aquella mordaza helada mantenía sus labios tan rígidos que cuando escupía el jugo no podía limpiarse la barbilla. El resultado era una barba de cristal del color y la solidez del ámbar que crecía constantemente y que si cayera al suelo se rompería como el cristal en pequeños fragmentos. Pero al hombre no parecía importarle aquel apéndice a su persona. Era el castigo que los aficionados a mascar tabaco habían de sufrir en esas regiones, y él no lo ignoraba, pues había ya salido dos veces anteriormente en días de intenso frío. No tanto como en esta ocasión, eso lo sabía, pero el termómetro enSesenta Millas había marcado en una ocasión cincuenta grados, y hasta cincuenta y cinco grados bajo cero.
Anduvo varias millas entre los abetos, cruzó una ancha llanura cubierta de matorrales achaparrados y descendió un terraplén hasta llegar al cauce helado de un riachuelo. Aquel era el Arroyo Henderson. Se hallaba a diez millas de la bifurcación. Miró la hora. Eran las diez. Recorría unas cuatro millas por hora y calculó que llegaría a ese punto a las doce y media. Decidió que celebraría el hecho almorzando allí mismo.
Cuando el hombre reanudó su camino con paso inseguro, siguiendo el cauce del río, el perro se pegó de nuevo a sus talones, mostrando su desilusión con el caer del rabo entre las patas. La vieja ruta era claramente visible, pero unas doce pulgadas de nieve cubrían las huellas del último trineo. Ni un solo ser humano había recorrido en más de un mes el cauce de aquel arroyo silencioso. El hombre siguió adelante a marcha regular. No era muy dado a la meditación, y en aquel momento no se le ocurría nada en qué pensar excepto que comería en la bifurcación y que a las seis de la tarde estaría en el campamento con los compañeros. No tenía a nadie con quien hablar, y aunque lo hubiera tenido le habría sido imposible hacerlo debido a la mordaza que le inmovilizaba los labios. Así que siguió adelante mascando tabaco monótonamente y alargando poco a poco su barba de ámbar.
De vez en cuando se reiteraba en su mente la idea de que hacía mucho frío y que nunca había experimentado temperaturas semejantes. Conforme avanzaba en su camino se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de una mano enfundada en una manopla. Lo hacía automáticamente, alternando la derecha con la izquierda. Pero en el instante en que dejaba de hacerlo, los carrillos se le entumecían, y al segundo siguiente la nariz se le quedaba insensible. Estaba seguro de que tenía heladas las mejillas; lo sabía y sentía no haberse ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en días de mucho frío y que le protegía casi toda la cara. Pero al fin y al cabo, tampoco era para tanto. ¿Qué importancia tenían unas mejillas entumecidas? Era un poco doloroso, es cierto, pero nada verdaderamente serio.
A pesar de su poca inclinación a pensar era buen observador y reparó en los cambios que había experimentado el arroyo, en las curvas y los meandros y en las acumulaciones de troncos y ramas provocadas por el deshielo de la primavera. Tenía especial cuidado en mirar dónde ponía los pies. En cierto momento, al doblar una curva, se detuvo sobresaltado como un caballo espantado; retrocedió unos pasos y dio un rodeo para evitar el lugar donde había pisado. El arroyo, el hombre lo sabía, estaba helado hasta el fondo (era imposible que corriera el agua en aquel frío ártico), pero sabía también que había manantiales que brotaban en las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo del río. Sabía que ni el frío más intenso helaba esos manantiales, y no ignoraba el peligro que representaban. Eran auténticas trampas. Ocultaban bajo la nieve verdaderas lagunas de una profundidad que oscilaba entre tres pulgadas y tres pies de agua. En ocasiones estaban cubiertas por una fina capa de hielo de un grosor de media pulgada oculta a su vez por un manto de nieve. Otras veces alternaban las capas de agua y de hielo, de modo que si el caminante rompía la primera, continuaba rompiendo sucesivas capas con peligro de hundirse en el agua, en ocasiones hasta la cintura. Por eso había retrocedido con pánico. Había notado cómo cedía el suelo bajo su pisada y había oído el crujido de una fina capa de hielo oculta bajo la nieve. Mojarse los pies en aquella temperatura era peligroso. En el mejor de los casos representaba un retraso, pues le obligaría a detenerse y a hacer una hoguera, al calor de la cual calentarse los pies y secar sus mocasines y calcetines de lana. Se detuvo a estudiar el cauce del río, y decidió que la corriente de agua venía de la derecha. Reflexionó unos instantes, sin dejar de frotarse las mejillas y la nariz, y luego dio un pequeño rodeo por la izquierda, pisando con cautela y asegurándose cuidadosamente de dónde ponía los pies. Una vez pasado el peligro se metió en la boca una nueva porción de tabaco y reemprendió su camino.
En el curso de las dos horas siguientes tropezó con varias trampas semejantes. Generalmente la nieve acumulada sobre las lagunas ocultas tenía un aspecto glaseado que advertía del peligro. En una ocasión, sin embargo, estuvo a punto de sucumbir, pero se detuvo a tiempo y quiso obligar al perro a que caminara ante él. El perro no quiso adelantarse. Se resistió hasta que el hombre se vio obligado a empujarlo, y sólo entonces se adentró apresuradamente en la superficie blanca y lisa. De pronto el suelo se hundió bajo sus patas, el perro se ladeó y buscó terreno más seguro. Se había mojado las patas delanteras, y casi inmediatamente el agua adherida a ellas se había convertido en hielo. Sin perder un segundo se aplicó a lamerse las pezuñas, y luego se tendió en el suelo y comenzó a arrancar a mordiscos el hielo que se había formado entre los dedos. Así se lo dictaba su instinto. Permitir que el hielo continuara allí acumulado significaba dolor. Él no lo sabía, simplemente obedecía a un impulso misterioso que surgía de las criptas más profundas de su ser. Pero el hombre sí lo sabía, porque su juicio le había ayudado a comprenderlo, y por eso se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó al perro a quitarse las partículas de hielo. Se asombró al darse cuenta de que no había dejado los dedos al descubierto más de un minuto y ya los tenía entumecidos. Sí, señor, hacía frío. Se volvió a enfundar la manopla a toda prisa y se golpeó la mano con fuerza contra el pecho.
A las doce, la claridad era mayor, pero el sol había descendido demasiado hacia el sur en su viaje invernal, como para poder asomarse sobre el horizonte. La tierra se interponía entre él y el Arroyo Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado, sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto llegó a la bifurcación. Estaba contento de la marcha que llevaba. Si seguía así, a las seis estaría con sus compañeros. Se desabrochó la chaqueta y la camisa y sacó el almuerzo La acción no le llevó más de un cuarto de minuto y, sin embargo, notó que la sensibilidad huía de sus dedos. No volvió a ponerse la manopla; esta vez se limitó a sacudirse los dedos contra el muslo una docena de veces. Luego se sentó sobre un tronco helado a comerse su almuerzo. El dolor que le había provocado sacudirse los dedos contra las piernas se desvaneció tan pronto que se sorprendió. No había mordido siquiera la primera galleta. Volvió a sacudir los dedos repetidamente y esta vez los enfundó en la manopla, descubriendo, en cambio, la mano izquierda. Trató de hincar los dientes en la galleta, pero la mordaza de hielo le impidió abrir la boca. Se había olvidado de hacer una hoguera para derretirla. Se rió de su descuido, y mientras se reía notó que los dedos que había dejado a la intemperie se le habían quedado entumecidos. Sintió también que las punzadas que había sentido en los pies al sentarse se hacían cada vez más tenues. Se preguntó si sería porque los pies se habían calentado o porque habían perdido sensibilidad. Trató de mover los dedos de los pies dentro de los mocasines y comprobó que los tenía entumecidos.
Se puso la manopla apresuradamente y se levantó. Estaba un poco asustado. Dio una serie de patadas contra el suelo, hasta que volvió a sentir las punzadas de nuevo. Sí, señor, hacía frío, pensó. Aquel hombre del Arroyo del Sulfuro había tenido razón al decir que en aquella región el frío podía ser estremecedor. ¡Y pensar que cuando se lo dijo él se había reído! No había vuelta que darle, hacía un frío de mil demonios. Paseó de arriba a abajo dando fuertes patadas en el suelo y frotándose los brazos con las manos, hasta que volvió a calentarse. Sacó entonces los fósforos y comenzó a preparar una hoguera. En el nivel más bajo de un arbusto cercano encontró un depósito de ramas acumuladas por el deshielo la primavera anterior. Estaban completamente secas y se avenían perfectamente a sus propósitos. Añadiendo ramas poco a poco a las primeras llamas logró hacer una hoguera perfecta; a su calor se derritió la mordaza de hielo y pudo comerse las galletas. De momento había logrado vencer al frío del exterior. El perro se solazó al fuego y se tendió sobre la nieve a la distancia precisa para poder calentarse sin peligro de quemarse.
Cuando el hombre terminó de comer llenó su pipa y fumó sin apresurarse. Luego se puso las manoplas, se ajustó las orejeras y comenzó a caminar siguiendo la orilla izquierda del arroyo. El perro, desilusionado, se resistía a abandonar el fuego. Aquel hombre no sabía lo que hacía. Probablemente sus antepasados ignoraban lo que era el frío, el auténtico frío, el que llega a los ciento setenta grados bajo el punto de congelación. Pero el perro sí sabía; sus antepasados lo habían experimentado y él había heredado su sabiduría. Él sabía que no era bueno ni sensato echarse al camino con aquel frío salvaje. Con ese tiempo lo mejor era acurrucarse en un agujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes ocultara el rostro del espacio exterior de donde procedía el frío. Pero entre el hombre y el perro no había una auténtica compenetración. El uno era siervo del otro, y las únicas caricias que había recibido eran las del látigo y los sonidos sordos y amenazadores que las precedían. Por eso el perro no hizo el menor esfuerzo por comunicar al hombre sus temores. Su suerte no le preocupaba; si se resistía a abandonar la hoguera era exclusivamente por sí mismo. Pero el hombre silbó y le habló con el lenguaje del látigo, y el perro se pegó a sus talones y lo siguió.
El hombre se metió en la boca una nueva porción de tabaco y dio comienzo a otra barba de ámbar. Pronto su aliento húmedo le cubrió de un polvo blanco el bigote, las cejas y las pestañas. No había muchos manantiales en la orilla izquierda del Henderson, y durante media hora caminó sin hallar ninguna dificultad. Pero de pronto sucedió. En un lugar donde nada advertía del peligro, donde la blancura ininterrumpida de la nieve parecía ocultar una superficie sólida, el hombre se hundió. No fue mucho, pero antes de lograr ponerse de pie en terreno firme se había mojado hasta la rodilla.
Se enfureció y maldijo en voz alta su suerte. Quería llegar al campamento a las seis en punto y aquel percance representaba una hora de retraso. Ahora tendría que encender una hoguera y esperar a que se le secaran los pies, los calcetines y los mocasines. Con aquel frío no podía hacer otra cosa, eso sí lo sabía. Trepó a lo alto del terraplén que formaba la ribera del riachuelo. En la cima, entre las ramas más bajas de varios abetos enanos, encontró un depósito de leña seca hecho de troncos y ramas principalmente, pero también de algunas ramillas de menor tamaño y de briznas de hierba del año anterior. Arrojó sobre la nieve los troncos más grandes, con objeto de que sirvieran de base para la hoguera e impidieran que se derritiera la nieve y se hundiera en ella la llama que logró obtener arrimando una cerilla a un trozo de corteza de abedul que se había sacado del bolsillo La corteza de abedul ardía con más facilidad que el papel. Tras colocar la corteza sobre la base de troncos, comenzó a alimentar la llama con las briznas de hierba seca y las ramas de menor tamaño.
Trabajó lentamente y con cautela, sabedor del peligro que corría. Poco a poco, conforme la llama se fortalecía, fue aumentando el tamaño de las ramas que a ella añadía. Decidió ponerse en cuclillas sobre la nieve para poder sacar la madera de entre las ramas de los abetos y aplicarlas directamente al fuego. Sabía que no podía permitirse un solo fallo. A setenta y cinco grados bajo cero y con los pies mojados no se puede fracasar en el primer intento de hacer una hoguera. Con los pies secos siempre se puede correr media milla para restablecer la circulación de la sangre, pero a setenta y cinco bajo cero es totalmente imposible hacer circular la sangre por unos pies mojados. Cuanto más se corre, más se hielan los pies.
Esto el hombre lo sabía. El veterano del Arroyo del Sulfuro se lo había dicho el otoño anterior, y ahora se daba cuenta de que había tenido razón. Ya no sentía los pies. Para hacer la hoguera había tenido que quitarse las manoplas, y los dedos se le habían entumecido también. El andar a razón de cuatro millas por hora había mantenido bien regadas de sangre la superficie del tronco y las extremidades, pero en el instante en que se había detenido, su corazón había aminorado la marcha. El frío castigaba sin piedad en aquel extremo inerme de la tierra y el hombre, por hallarse en aquel lugar, era víctima del castigo en todo su rigor. La sangre de su cuerpo retrocedía ante aquella temperatura extrema. La sangre estaba viva como el perro, y como el perro quería ocultarse, ponerse al abrigo de aquel frío implacable. Mientras el hombre andaba a cuatro millas por hora obligaba a la sangre a circularhasta la superficie, pero ahora ésta, aprovechando su inacción, se retraía y se hundía en los recovecos más profundos de su cuerpo. Las extremidades fueron las primeras que notaron los efectos de su ausencia. Los pies mojados se helaron, mientras que los dedos expuestos a la intemperie perdieron sensibilidad, aunque aún no habían empezado a congelarse. La nariz y las mejillas estaban entumecidas, y la piel del cuerpo se enfriaba conforme la sangre se retiraba.
Pero el hombre estaba a salvo. El hielo sólo le afectaría los dedos de los pies y la nariz, porque el fuego comenzaba ya a cobrar fuerza. Lo alimentaba ahora con ramas del grueso de un dedo. Un minuto más y podría arrojar a él troncos del grosor de su muñeca. Entonces se quitaría los mocasines y los calcetines y mientras se secaban acercaría a las llamas los pies desnudos, no sin antes frotarlos, naturalmente, con un puñado de nieve. La hoguera era un completo éxito. Estaba salvado. Recordó el consejo del veterano del Arroyo del Sulfuro y sonrió. El anciano había enunciado con toda seriedad la ley según la cual por debajo de cincuenta grados bajo cero no se debe viajar solo por la región del Klondike. Pues bien, allí estaba él; había sufrido el accidente más temido, iba solo, y, sin embargo, se había salvado. Abuelos veteranos, pensó, eran bastante cobardes, al menos algunos de ellos. Mientras no se perdiera la cabeza no había nada que temer. Se podía viajar solo con tal de que se fuera hombre de veras. Aun así era asombrosa la velocidad a que se helaban la nariz y las mejillas. Nunca había sospechado que los dedos pudieran quedar sin vida en tan poco tiempo. Y sin vida se hallaban los suyos porque apenas podía unirlos para coger una rama y los sentía lejos, muy lejos de su cuerpo. Cuando trataba de coger una rama tenía que mirar para asegurarse con la vista de que había logrado su propósito. Entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto.
Pero todo aquello no importaba gran cosa. Allí estaba la hoguera crujiendo y chisporroteando y prometiendo vida con cada llama retozona. Trató de quitarse los mocasines. Estaban cubiertos de hielo. Los gruesos calcetines alemanes se habían convertido en láminas de hierro que llegaban hasta media pantorrilla. Los cordones de los mocasines eran cables de acero anudados y enredados en extraña confabulación. Durante unos momentos trató de deshacer los nudos con los dedos; luego, dándose cuenta de la inutilidad del esfuerzo, sacó su cuchillo.
Pero antes de que pudiera cortar los cordones ocurrió la tragedia. Fue culpa suya o, mejor dicho, consecuencia de su error. No debió hacer la hoguera bajo las ramas del abeto. Debió hacerla en un claro. Pero le había resultado más sencillo recoger el material de entre las ramas y arrojarlo directamente al fuego. El árbol bajo el que se hallaba estaba cubierto de nieve. El viento no había soplado en varias semanas y las ramas estaban excesivamente cargadas. Cada brizna de hierba, cada rama que cogía, comunicaba al árbol una leve agitación, imperceptible a su entender, pero suficiente para provocar el desastre. En lo más alto del árbol una rama volcó su carga de nieve sobre las ramas inferiores, y el impacto multiplicó el proceso hasta acumularse toda la nieve del árbol sobre las ramas más bajas. La nieve creció como en una avalancha y cayó sin previo aviso sobre el hombre y sobre la hoguera. El fuego se apagó. Donde pocos momentos antes había crepitado, no quedaba más que un desordenado montón de nieve fresca.
El hombre quedó estupefacto. Fue como si hubiera oído su sentencia de muerte. Durante unos instantes se quedó sentado mirando hacia el lugar donde segundos antes ardiera un alegre fuego. Después se tranquilizó. Quizá el veterano del Arroyo del Sulfuro había tenido razón. Si tuviera un compañero de viaje, ahora no correría peligro. Su compañero podía haber encendido el fuego. Pero de este modo sólo él podía encender otra hoguera y esta segunda vez un fallo sería mortal. Aun si lo lograba, lo más seguro era que perdería para siempre parte de los dedos de los pies. Debía tenerlos congelados ya, y aún tardaría en encender un fuego.
Estos fueron sus pensamientos, pero no se sentó a meditar sobre ellos. Mientras merodeaban por su mente no dejó de afanarse en su tarea. Hizo una nueva base para la hoguera, esta vez en campo abierto, donde ningún árbol traidor pudiera sofocarla. Reunió luego un haz de ramillas e hierbas secas acumuladas por el deshielo. No podía cogerlas con los dedos, pero sí podía levantarlas con ambas manos, en montón. De esta forma cogía muchas ramas podridas y un musgo verde que podría perjudicar al fuego, pero no podía hacerlo mejor. Trabajó metódicamente; incluso dejó en reserva un montón de ramas más gruesas para utilizarlas como combustible una vez que el fuego hubiera cobrado fuerza. Y mientras trabajaba, el perro lo miraba con la ansiedad reflejándose en los ojos, porque lo consideraba el encargado de proporcionarle fuego, y el fuego tardaba en llegar.
Cuando todo estuvo listo, el hombre buscó en su bolsillo un segundo trozo de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, y aunque no podía sentirla con los dedos la oía crujir, mientras revolvía en sus bolsillos. Por mucho que lo intentó no pudo hacerse con ella. Y, mientras tanto, no se apartaba de su mente la idea de que cada segundo que pasaba los pies se le helaban más y más. Comenzó a invadirlo el pánico, pero supo luchar contra él y conservar la calma. Se puso las manoplas con los dientes y blandió los brazos en el aire para sacudirlos después con fuerza contra los costados. Lo hizo primero sentado, luego de pie, mientras el perro lo contemplaba sentado sobre la nieve con su cola peluda de lobo enroscada en torno a las patas para calentarlas, y las agudas orejas lupinas proyectadas hacia el frente. Y el hombre, mientras sacudía y agitaba en el aire los brazos y las manos, sintió una enorme envidia por aquella criatura, caliente y segura bajo su cobertura natural.
Al poco tiempo sintió la primera señal lejana de un asomo de sensación en sus dedos helados. El suave cosquilleo inicial se fue haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en un dolor agudo, insoportable, pero que él recibió con indecible satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y se dispuso a buscar la astilla. Los dedos expuestos comenzaban de nuevo a perder sensibilidad. Luego sacó un manojo de fósforos de sulfuro. Pero el tremendo frío había entumecido ya totalmente sus dedos. Mientras se esforzaba por separar una cerilla de las otras, el paquete entero cayó al suelo Trató de recogerlo, pero no pudo. Los dedos muertos no podían ni tocar ni coger. Ejecutaba cada acción con una inmensa cautela. Apartó de su mente la idea de que los pies, la nariz y las mejillas se le helaban a enorme velocidad, y se entregó en cuerpo y alma a la tarea de recoger del suelo las cerillas. Decidió utilizar la vista en lugar del tacto, y en el momento en que vio dos de sus dedos debidamente colocados uno a cada lado del paquete, los cerró, o mejor dicho quiso cerrarlos, pero la comunicación estaba ya totalmente cortada y los dedos no obedecieron. Se puso la manopla derecha y se sacudió la mano salvajemente sobre la rodilla. Luego, utilizando ambas manos, recogió el paquete de fósforos entre un puñado de nieve y se lo colocó en el regazo. Pero con esto no había conseguido nada. Tras una larga manipulación logró aprisionar el paquete entre las dos manos enguantadas, y de esta manera lo levantó hasta su boca. El hielo que sellaba sus labios crujió cuando con un enorme esfuerzo consiguió separarlos. Contrajo la mandíbula, elevó el labio superior y trató de separar una cerilla con los dientes. Al fin lo logró, y la dejó caer sobre las rodillas. Seguía sin conseguir nada. No podía recogerla. Al fin se le ocurrió una idea. La levantó entre los dientes y la frotó contra el muslo. Veinte veces repitió la operación, hasta que logró encender el fósforo. Sosteniéndolo aún entre los dientes lo acercó a la corteza de abedul, pero el vapor de azufre le llegó a los pulmones y le causó una tos espasmódica. El fósforo cayó sobre la nieve y se apagó.
El veterano del Arroyo del Sulfuro tenía razón, pensó el hombre en el momento de resignada desesperación que siguió al incidente. A menos de cincuenta grados bajo cero se debe viajar siempre con un compañero. Dio unas cuantas palmadas, pero no notó en las manos la menor sensación. Se quitó las manoplas con los dientes y cogió el paquete entero de fósforos con la base de las manos. Como aún no tenía helados los músculos de los brazos pudo ejercer presión sobre el paquete. Luego frotó los fósforos contra la pierna. De pronto estalló la llama. ¡Sesenta fósforos de azufre ardiendo al mismo tiempo! No soplaba ni la brisa más ligera que pudiera apagarlos. Ladeó la cabeza para escapar a los vapores y aplicó la llama a la corteza de abedul. Mientras lo hacía notó una extraña sensación en la mano. La carne se le quemaba. A su olfato llegó el olor y allá dentro, bajo la superficie, lo sintió. La sensación se fue intensificando hasta convertirse en un dolor agudo. Y aún así lo soportó manteniendo torpemente la llama contra la corteza que no se encendía porque sus manos se interponían, absorbiendo la mayor parte del fuego.
Al fin, cuando no pudo aguantar más, abrió las manos de golpe. Los fósforos cayeron chisporroteando sobre la nieve, pero la corteza de abedul estaba encendida. Comenzó a acumular sobre la llama ramas y briznas de hierba. No podía seleccionar, porque la única forma de transportar el combustible era utilizando la base de las manos. A las ramas iban adheridos fragmentos de madera podrida y de un musgo verde que arrancó como pudo con los dientes. Cuidó la llama con mimo y con torpeza. Esa llama significaba la vida, y no podía perecer. La sangre se retiró de la superficie de su cuerpo, y el hombre comenzó a tiritar y a moverse desarticuladamente. Un montoncillo de musgo verde cayó sobre la llama. Trató de apartarlo, pero el temblor de los dedos desbarató el núcleo de la hoguera. Las ramillas se disgregaron. Quiso reunirlas de nuevo, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo por conseguirlo, el temblor de sus manos se impuso y las ramas se disgregaron sin remedio. Cada una de ellas elevó en el aire una pequeña columna de humo y se apagó. El hombre, el encargado de proporcionar el fuego, había fracasado. Mientras miraba apáticamente en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentado frente a él, al otro lado de los restos de la hoguera, se movía con impaciencia, levantando primero una pata, luego la otra, y pasando de una a otra el peso de su cuerpo.
Al ver al animal se le ocurrió una idea descabellada. Recordó haber oído la historia de un hombre que, sorprendido por una tormenta de nieve, había matado a un novillo, lo había abierto en canal y había logrado sobrevivir introduciéndose en su cuerpo. Mataría al perro e introduciría sus manos en el cuerpo caliente, hasta que la insensibilidad desapareciera. Después encendería otra hoguera. Llamó al perro, pero el tono atemorizado de su voz asustó al animal, que nunca lo había oído hablar de forma semejante. Algo extraño ocurría, y su naturaleza desconfiada olfateaba el peligro. No sabía de qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el temor se despertó. Agachó las orejas y redobló sus movimientos inquietos, pero no acudió a la llamada. El hombre se puso de rodillas y se acercó a él. Su postura inusitada despertó aún mayores sospechas en el perro, que se hizo a un lado atemorizado.
El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó por conservar la calma. Luego se puso las manoplas con los dientes y se levantó. Tuvo que mirar al suelo primero para asegurarse de que se había levantado, porque la ausencia de sensibilidad en los pies le había hecho perder contacto con la tierra. Al verle en posición erecta, el perro dejó de dudar, y cuando el hombre volvió a hablarle en tono autoritario con el sonido del látigo en la voz, volvió a su servilismo acostumbrado y lo obedeció. En el momento en que llegaba a su lado, el hombre perdió el control. Extendió los brazos hacia él y comprobó con auténtica sorpresa que las manos no se cerraban, que no podía doblar los dedos ni notaba la menor sensación. Había olvidado que estaban ya helados y que el proceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con tal rapidez que antes de que el perro pudiera escapar lo había aferrado entre los brazos. Se sentó en la nieve y lo mantuvo aferrado contra su cuerpo, mientras el perro se debatía por desasirse.
Aquello era lo único que podía hacer. Apretarlo contra sí y esperar. Se dio cuenta de que ni siquiera podía matarlo. Le era completamente imposible. Con las manos heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar al animal. Al fin lo soltó y el perro escapó con el rabo entre las patas, sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies de distancia, y desde allí estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas y proyectadas hacia el frente.
El hombre se buscó las manos con la mirada y las halló colgando de los extremos de sus brazos. Le pareció extraño tener que utilizar la vista para encontrarlas. Volvió a blandir los brazos en el aire golpeándose las manos enguantadas contra los costados. Los agitó durante cinco minutos con violencia inusitada, y de este modo logró que el corazón lanzara a la superficie de su cuerpo la sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero seguía sin sentir las manos. Tenía la impresión de que le colgaban como peso muerto al final de los brazos, pero cuando quería localizar esa impresión, no la encontraba.
Comenzó a invadirle el miedo a la muerte, un miedo sordo y tenebroso. El temor se agudizó cuando cayó en la cuenta de que ya no se trataba de perder unos cuantos dedos de las manos o los pies, que ahora constituía un asunto de vida o muerte en el que llevaba todas las de perder. La idea le produjo pánico; se volvió y echó a correr sobre el cauce helado del arroyo, siguiendo la vieja ruta ya casi invisible. El perro trotaba a su lado, a la misma altura que él. Corrió ciegamente sin propósito ni fin, con un miedo que no había sentido anteriormente en su vida. Mientras corría desesperado entre la nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: las riberas del arroyo, los depósitos de ramas, los álamos desnudos, el cielo… Correr le hizo sentirse mejor. Ya no tiritaba. Era posible que si seguía corriendo los pies se le descongelaran y hasta, quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento. Indudablemente perdería varios dedos de las manos y los pies y parte de la cara, pero sus compañeros se encargarían de cuidarlo y salvarían el resto. Mientras acariciaba este pensamiento le asaltó una nueva idea. Pensó de pronto que nunca llegaría al campamento, que se hallaba demasiado lejos, que el hielo se había adueñado de él y pronto sería un cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar paso franco a este nuevo pensamiento, y lo confinó a los lugares más recónditos de su mente, desde donde siguió pugnando por hacerse oír, mientras el hombre se esforzaba en pensar en otras cosas.
Le extrañó poder correr con aquellos pies tan helados que ni los sentía cuando los ponía en el suelo y cargaba sobre ellos el peso de su cuerpo. Le parecía deslizarse sobre la superficie sin tocar siquiera la tierra. En alguna parte había visto un Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó qué sentiría Mercurio al volar sobre la tierra.
Su teoría acerca de correr hasta llegar al campamento tenía un solo fallo: su cuerpo carecía de la resistencia necesaria. Varias veces tropezó y se tambaleó, y al fin, en una ocasión, cayó al suelo. Trató de incorporarse, pero le fue imposible. Decidió sentarse y descansar; cuando lograra poder levantarse andaría en vez de correr, y de este modo llegaría a su destino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo invadía una sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareció sentir en el pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo, cuando se tocaba la nariz y las mejillas no experimentaba ninguna sensación. A pesar de haber corrido del modo en que lo había hecho, no había logrado que se deshelaran, como tampoco las manos ni los pies. De pronto se le ocurrió que el hielo debía ir ganando terreno en su cuerpo. Trató de olvidarse de ello, de pensar en otra cosa. La idea despertaba en él auténtico pánico, y tenía miedo al pánico. Pero el pensamiento iba cobrando terreno, afirmándose y persistiendo hasta que el hombre conjuró la visión de un cuerpo totalmente helado. No pudo soportarlo y comenzó a correr de nuevo.
Y siempre que corría, el perro lo seguía, pegado a sus talones. Cuando el hombre se cayó por segunda vez, el animal se detuvo, reposó el rabo sobre las patas delanteras y se sentó a mirarlo confijeza extraña. El calor y la seguridad de que disfrutaba enojaron al hombre de tal modo que lo insultó hasta que el animal agachó las orejas con gesto contemporizador. Esta vez el temblor invadió al hombre con mayor rapidez. Perdía la batalla contra el hielo, que atacaba por todos los flancos a la vez. El temor lo hizo correr de nuevo, pero no pudo sostenerse en pie más de un centenar de pies. Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó de entrada en estos términos. Pensó primero que había perdido el tiempo al correr como corre la gallina con la cabeza cortada (aquel fue el símil que primero se le ocurrió). Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir.
Se imaginó el momento en que los compañeros lo encontrarían al día siguiente. Se vio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo. Surgía con sus compañeros de una revuelta del camino y hallaba su cadáver sobre la nieve. Ya no era parte de sí mismo… Había escapado de su envoltura carnal y junto con sus amigos se miraba a sí mismo muerto sobre el hielo. Sí, la verdad es que hacía frío, pensó. Cuando volviera a su país le contaría a su familia y a sus conocidos lo que era aquello. Recordó luego al anciano del Arroyo del Sulfuro. Lo veía claramente con los ojos de la imaginación, cómodamente sentado al calor del fuego, mientras fumaba su pipa.
-Tenías razón, viejo zorro, tenías razón -susurró quedamente el hombre al veterano del Arroyo del Sulfuro.
Y después se hundió en lo que le pareció el sueño más tranquilo y reparador que había disfrutado jamás. Sentado frente a él esperaba el perro. El breve día llegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado. Nada indicaba que se preparara una hoguera. Nunca había visto el perro sentarse un hombre así sobre la nieve sin aplicarse antes a la tarea de encender un fuego. Conforme el crepúsculo se fue apagando, fue dominándolo el ansia de calor, y mientras alzaba las patas una tras otra, comenzó a gruñir suavemente al tiempo que agachaba las orejas en espera del castigo del hombre. Pero el hombre no se movió. Más tarde el perro gruñó más fuerte, y aún más tarde se acercó al hombre, hasta que olfateó la muerte. Se irguió de un salto y retrocedió. Durante unos segundos permaneció inmóvil, aullando bajo las estrellas que brillaban, brincaban y bailaban en el cielo gélido. Luego se volvió y avanzó por la ruta a un trote ligero, hacia un campamento que él conocía, donde estaban los otros proveedores-de-alimento y proveedores-de-fuego.

Jack London, Encender una hoguera.


https://es.wikipedia.org/wiki/Jack_London
Jack London