El pájaro judío
La ventana estaba abierta y el delgado pájaro voló al interior. Aleteando con sus agotadas alas negras. Así funcionan las cosas. Está abierto, y uno entra. Cerrado, quedas fuera y asumes tu destino. El pájaro aleteó fatigosamente a través de la ventana de la cocina de la buhardilla de Harry Cohen en la Primera Avenida, cerca del Lower East River. De un saliente de la pared colgaba la jaula de un canario fugitivo, su portezuela abierta de par en par, pero este pájaro negro de pico largo –su despeinada cabeza y pequeños ojos sin brillo, algo cruzados, que le hacen parecer un cuervo disoluto- aterrizó, si no en medio de la gruesa chuleta de cordero de Cohen, al menos en la mesa, cerca de ella. El vendedor de comida congelada estaba sentado, cenando con su mujer y su joven hijo, aquella cálida tarde de agosto de hace un año. Cohen, un hombre grueso, de pelo en pecho y amplias bermudas; Edie, con unas estrechas bermudas amarillas y camiseta roja; y su hijo de diez años, Morris (como el padre de ella) –al que llamaban Maurie, un niño precioso aunque no demasiado brillante- estaban de regreso en la ciudad tras un par de semanas fuera, debido a que la madre de Cohen estaba muriendo. Estaban disfrutando de Kingston, New York, pero tuvieron que regresar al enfermar la abuela en su casa del Bronx.
“Justo en la mesa”, dijo Cohen, girando su jarra de cerveza y tratando de atrapar al pájaro. “Hijo de perra”.
“Harry, cuidado con tu lenguaje”, dijo Edie, mirando a Maurie, que observaba cada movimiento.
El pájaro graznó con voz quebrada y con un golpe de sus desaliñadas alas –un penacho de plumas acá y otro allá- se encaramó a duras penas sobre la puerta entreabierta de la cocina, donde se posó mirando hacia abajo.
“Gevalt[1], un pogromo!”
“Es un pájaro parlante”, dijo Edie boquiabierto.
“En hebreo”, dijo Maurie.
“Chico listo” musitó Cohen. Royendo su chuleta, y dejando después el hueso. “Dado que eres capaz de hablar, dinos a que te dedicas. ¿Qué buscas aquí?”.
“Si no puedes prescindir de una chuletilla de cordero”, dijo el pájaro, “me conformaré con un trozo de arenque sobre una corteza de pan. No puedes vivir en ese estado de tensión permanentemente”.
“Esto no es un restaurante”, replicó Cohen. “Todo cuanto te estoy preguntando es qué te trae por aquí”.
“La ventana estaba abierta”, suspiró el pájaro, añadiendo transcurrido un momento, “Estoy corriendo. Estoy volando, pero también estoy huyendo”.
“¿De quién?, preguntó Edie con interés.
“Antisemitas”.
“¿Antisemitas?”, dijeron todos al unísono.
“De ellos huyo”.
“¿Qué tipo de antisemitas molestarían a un pájaro?”, inquirió Edie.
“Cualquier tipo”, replicó el pájaro, “incluyendo águilas, buitres y halcones. Y de vez en cuando algún que otro cuervo te sacará los ojos”.
“¿Pero tú no eres un cuervo?”
“¿Yo? Yo soy un Pájaro Judío”.
Cohen se rió con ganas. “¿Qué quieres decir con eso?”.
El pájaro empezó a rezar. Oraba sin Libro ni talit, aunque con pasión. Edie inclinó su cabeza, aunque Cohen no. Y Maurie se mecía adelante y atrás con la plegaria, observando con un ojo abierto.
Cuando la oración finalizó Cohen comentó: “¿Y la kipá, y las filacterias?”.
“Yo soy un viejo radical”.
“¿Estás seguros de que no eres más bien un fantasma o un dybbuk[2]?”
“No soy un dybbuk”, contestó el pájaro, “aunque una pariente mía tuvo en cierta ocasión una experiencia con uno. Hace mucho tiempo, gracias a Dios. La liberaron de un antiguo pretendiente, un enloquecido tipo celoso. Ahora es madre de dos maravillosos críos”.
“¿Pájaros?”, preguntó Cohen maliciosamente.
“¿Por qué no?”
“¿Qué clase de pájaros?”
“Como yo. Pájaros judíos”.
Cohen se reclinó en su silla y se carcajeó. “Esto sí que es divertido. Había oído hablar del pez judío, pero no del pájaro judío”.
“Somos primos hermanos”. El pájaro descansó sobre una de sus delgadas patas, luego sobre la otra.
“Por favor, ¿podrías darme un trozo de arenque sobre una pequeña corteza de pan?”
Edie se levantó de la mesa.
“¿Qué estás haciendo?”, le preguntó Cohen.
“Voy a limpiar los platos”.
Cohen se volvió hacia el pájaro. “¿Cómo te llamas, si no te importa decirlo?”
“Llámame Schwartz”.
“Podría tratarse de un viejo judío convertido en pájaro por alguien”, dijo Edie, moviendo un plato.
“¿Lo eres?”, preguntó Harry, encendiendo un cigarrillo.
“¿Quién sabe?”, contestó Scwartz. “¿Acaso nos dice Dios algo?”.
Maurie se levantó de su silla. “¿Qué tipo de arenque?”, preguntó al pájaro entusiasmado.
“Siéntate, Maurie, o te caerás”, ordenó Cohen.
“Si no lo tienes macerado, lo tomaré en salmuera”, contestó Schwartz.
“Sólo lo tenemos marinado, con trozos de cebolla –en un frasco”, dijo Edie.
“Si vais a abrir por mí el frasco, lo tomaré pues marinado. ¿Tenéis también, si no os importa, un pedazo de pan de centeno –tipo spitz?”
Edie creía que sí.
“Dale de comer en el balcón”, dijo Cohen. Y dirigiéndose al pájaro. “Cuando acabes, márchate”.
Schwartz cerró sus dos ojos de pájaro. “Estoy cansado y es un largo camino”.
“¿En qué dirección vas, norte o sur?”
Schwartz, moviendo levemente sus alas, se encogió de hombros.
“¿No sabes a dónde vas?”
“A donde haya caridad iré”.
“Déjale quedarse, papá”, dijo Maurie. “Sólo es un pájaro”.
“Entonces quédate esta noche”, dijo Cohen, “pero no más”.
Por la mañana Cohen ordenó al pájaro que abandonase la casa, pero Maurie empezó a llorar, así que Schwartz se quedó un rato. Maurie aún estaba de vacaciones escolares y sus amigos estaban fuera. Estaba solo y Edie disfrutaba de su alegría, jugando con el pájaro.
“No supone ninguna molestia, a fin de cuentas”, le dijo a Cohen, “y además su apetito es insignificante”.
“¿Y qué harás cuando se ensucie?”
“Él cruza volando la calle hasta un árbol cuando siente necesidad, y cuando no pasa nadie por debajo, ¿quién va a reparar?”
“Entonces de acuerdo”, dijo Cohen, “pero conste que estoy en contra. Te advierto que no estará aquí mucho tiempo”.
“¿Qué es lo que tienes contra el pobre pájaro?”
“¿Pobre pájaro? ¡Ya!, Es un astuto bastardo. Se cree que es un judío”.
“¿Y qué importa lo que crea?”
“Un pájaro judío, ¡qué impertinencia! La más mínima jugarreta y se va por donde vino”.
Ante la insistencia de Cohen, Schwartz pasó a vivir fuera, en el balcón, en una casita de madera para pájaros que Edie le había comprado.
“Muy agradecido”, dijo Schwartz, “aunque preferiría tener un tejado como los de los humanos sobre mi cabeza. Ya se sabe como son estas cosas a mi edad. Me gusta el calorcito, las ventanas, el aroma de la comida cocinándose. También agradecería ojear de vez en cuando el Jewish Morning Journal y un trago de schnapps, que me viene muy bien para respirar, a Dios gracias. Mas, sea lo que fuere que me deis, no escuchareis ninguna queja”.
Sin embargo, cuando Cohen trajo casa un comedero de pájaros lleno de grano seco, Schwartz exclamó, “Imposible”.
Cohen estaba enojado. “¿Qué pasa, bizco, se está convirtiendo tu vida en algo demasiado bueno para ti? ¿Has olvidado, acaso, lo que significa ser ‘migratorio’? Apuesto que una infernal cantidad de cuervos a los que conoces, sean judíos o no, darían cualquier cosa por poder comer este maíz”.
Schwartz no contestó. ¿Qué se puede replicar a un repugnante maleducado?
“No es bueno para mí digestión”, explicó más tarde a Edie. “La entorpece. Son preferibles los arenques, incluso si te provocan sed. Al menos, el agua de lluvia no cuesta nada”. Rió tristemente con entrecortados graznidos.
Y arenque, gracias a Edie, que sabía donde adquirirlo, fue lo que tomó Schwartz, con un ocasional pedazo de crepe de patacas, e incluso un poco de sopa de carne, cuando Cohen no estaba mirando.
Al comenzar el colegio en Septiembre, antes de que Cohen volviese a sugerir que echasen al pájaro, Edie le convenció de esperar un poco hasta que Maurie estuviese preparado.
“Quitárselo ahora podría ir en detrimento de su rendimiento escolar, y ya sabes los problemas que tuvimos el año pasado”.
“De acuerdo, de acuerdo. Pero antes o después el pájaro se larga. Eso te lo garantizo”.
Schwartz, aunque nadie se lo había pedido, se responsabilizó plenamente de la buena marcha de Maurie en el colegio. Como pago por los favores concedidos, cuando le dejaban entrar una hora o dos por las noches, él pasaba la mayor parte de su tiempo supervisando las lecciones del niño. Se sentaba en lo alto del aparador cerca del escritorio de Maurie, mientras este hacía laboriosamente sus tareas. Maurie era un tipo agitado y Schwartz se cuidaba de que se concentrase en el estudio. También le escuchaba cuando practicaba con su rechinante violín, tomándose, eso sí, unos minutos de vez en cuando para descansar sus oídos en el cuarto de baño. Y por último juagaban al dominó. El niño era un jugador apático y le resultó imposible enseñarle a jugar al ajedrez. Cuando caía enfermo, Schwartz le leía tebeos, aunque personalmente le desagradasen. Pero Maurie progresaba en la escuela e, incluso, su profesor de violín admitió que su técnica había mejorado. Edie atribuyó a Schwartz el mérito por estos avances, aunque el pájaro lo minimizó.
Se sentía satisfecho de que en la cartilla de notas de Maurie no hubiese nada por debajo de C negativo, y ante la insistencia de Edie lo celebraba con un trago de Schnapps[3].
“Si continúa así”, decía Cohen, “irá a una facultad de la Liga Ivy[4], sin duda”.
“Oh, eso espero”, suspiraba Edie.
Pero Schwartz meneaba su cabeza. “Es un buen chico –no os tenéis que preocupar. No será un borracho ni un maltratador de mujeres, Dios no lo permita, pero un erudito tampoco, no sé si entendéis a lo que me refiero, aunque puede llegar a convertirse en un buen mecánico, lo que no es ninguna desgracia en los tiempos que corren”.
“Yo en tu lugar”, dijo Cohen enfadado, “no metería mi narizota en los asuntos privados de los demás”.
“Harry, por favor”, dijo Edie.
“Mi maldita paciencia se está agotando. Ese bizco se inmiscuye en todo”.
A pesar de no ser exactamente un invitado bienvenido a la casa, Schwartz ganó algo de peso aunque no mejoró en apariencia. Andaba desaliñado como siempre, sus plumas despeinadas, como si lo hubiese arrastrado una tormenta de nieve. Pasaba, según admitía, poco tiempo cuidando de sí mismo. Demasiadas cosas para pensar. Aunque Cohen seguía llamándole bizco, lo decía de un modo menos enfático.
A gusto con su situación, Schwartz intentó discretamente mantenerse lejos del camino de Cohen, pero una noche cuando Edie estaba en el cine y Maurie tomando un baño caliente, el vendedor de alimentos congelados inició una discusión con el pájaro.
“Por el amor de Cristo, ¿por qué no te lavas de vez en cuando? ¿Por qué apestas siempre como un pez muerto?”.
“Sr. Cohen, con el debido respeto, si alguien come ajos olerá a ajos. Yo como arenques tres veces al día. Aliménteme con flores y oleré a flores”.
“¿Y quién tiene obligación de alimentarte, a fin de cuentas? ¡Bastante suerte tienes de recibir arenques!”.
“Disculpe, pero no soy yo quien se queja”, repuso el pájaro. “Usted se queja”.
“Aún más”, continuó Cohen, “incluso cuando estás en el balcón puedo oírte roncar como un cerdo. Me mantiene en vela toda la noche”.
“Roncar”, dijo Schwartz, “no es un crimen, gracias a Dios”.
“Eres una condenada peste y un gorrón, todo en uno. Lo próximo que querrás será dormir en la cama con mi mujer”.
“Sr. Cohen”, dijo Schwartz, “en eso esté tranquilo. Un pájaro es un pájaro”.
“Eso es lo que tú dices, pero cómo sé yo que no eres una especie de maldito demonio?”
“Si fuese un demonio lo sabría enseguida. Y no me refiero a las buenas notas de su hijo”.
“¡Cállate, pájaro bastardo!”, gritó Cohen.
“Repugnante maleducado”, graznó Schwartz, alzándose sobre la punta de sus garras, sus largas alas extendidas.
Cohen estaba a punto de abalanzarse sobre el escuálido pescuezo del pájaro, pero Maurie salió del cuarto de baño, y durante el resto de la tarde, hasta la hora de Schwartz de irse a dormir al balcón, reinó una falsa paz.
Pero la pelea había molestado hondamente a Schwartz, lo que hizo que durmiese mal. Su ronquido le despertó, estaba temeroso de todo lo que emanase de sí. Pretendiendo mantenerse apartado del camino de Cohen, se mantuvo en la jaula por tanto tiempo como le fue posible. Allí atrapado paseaba adelante y atrás sobre el alféizar del balcón, o se sentaba sobre el tejado de la jaula con la mirada perdida. Por las tardes, mientras supervisaba la lección de Maurie, a menudo se quedaba dormido. Al despertar, brincaba nerviosamente alrededor explorando las cuatro esquinas de la estancia. Pasaba mucho tiempo en el cuarto de Maurie, y examinaba cuidadosamente los cajones de su escritorio cuando quedaban abiertos. Y, una vez, cuando encontró una gran bolsa de papel caída en el suelo, Schwartz se introdujo en ella para investigar las posibilidades que brindaba. El niño se divertía viendo al pájaro en la bolsa de papel.
“Quiere construir un nido”, le dijo a su madre.
Edie, percibiendo la desdicha de Schwartz, le dijo suavemente:
“Puede que si hicieses alguna de las cosas que mi marido aguarda de tí, las cosas fuesen mejor entre vosotros”.
“Ponme un ejemplo”, contestó Schwartz.
“Como darte un baño, por ejemplo”.
“Soy demasiado viejo para baños”, dijo el pájaro. “Mis plumas ya se caen sin necesidad de baños”.
“Dice que hueles mal”.
“Todo el mundo huele. Alguna gente huele debido a sus pensamientos o a quién son. Mi mal olor procede de la comida que tomo. ¿De dónde procede el de él?”.
“Mejor no se lo pregunto o se enfurecerá”, dijo Edie.
A finales de noviembre Schwartz se helaba en el balcón con la niebla y el frío, y especialmente en los días lluviosos despertaba con las articulaciones entumecidas, lo que hacía que apenas pudiese mover sus alas. Comenzaba a notar las punzadas del reuma. Le hubiese gustado pasar más tiempo dentro de la cálida casa, especialmente cuando Maurie estaba en la escuela y Cohen trabajando. Pero aunque Edie tenía un buen corazón y le habría dejado entrar a hurtadillas por las mañanas, aunque sólo fuese para que se desentumeciese, tenía miedo de pedírselo. Mientras Cohen, que había estado leyendo artículos sobre la migración de las aves, salió al balcón una noche después de llegar del trabajo cuando Edie estaba en la cocina preparando estofado de carne, y mirando dentro de la jaula, advirtió a Schwartz que fuera pensando en marchar pronto si sabía que era lo que le convenía. “Hora de levantar el vuelo”.
“Señor Cohen, ¿por qué me odia tanto?”, preguntó el pájaro. “¿Qué le he hecho?”.
“Porque eres el liante número uno, ese es el porqué. Y lo que es más, ¿quién ha oído hablar de los pájaros judíos? Ahora, ¡largo o esto es la guerra!”.
Pero Schwartz, tenazmente, se negó a marchar, así que Cohen se embarcó en una campaña de acoso, a escondidas de Maurie y Edie. Maurie odiaba la violencia y a Cohen no le gustaría causarle una mala impresión. Pensó que si usaba sucias artimañas con el pájaro éste se largaría sin necesidad de echarlo a patadas. Las vacaciones se le habían terminado, era hora de dejar que siguiese engordando a costa de otros. A Cohen le preocupaba el efecto que la marcha del pájaro pudiese provocar en los estudios de Maurie, pero estaba decidido, primero, porque el niño ahora parecía haberle tomado el gusto a los estudios –concedámosle el mérito al bastardo pájaro negro- y, en segundo lugar, porque Schwartz iba a acabar sacándole de sus casillas estando omnipresente, incluso en sus sueños.
El vendedor de comida congelada comenzó su campaña contra el pájaro mezclando comida aguada de gatos con trozos de arenque en el plato de Schwartz. También hinchaba y reventaba bolsas de papel junto la jaula cuando el pájaro dormía, y cuando hubo logrado tener listo y fuera de quicio a Schwartz –aunque no lo bastante como para que saliese huyendo- trajo a casa un gato enorme, que supuestamente era un regalo para el pequeño Maurie, que siempre había querido un minino. El gato no dejaba de saltar sobre Schwartz cada vez que lo veía, tratando de dar un zarpazo a las plumas de su cola. E incluso, a la hora del estudio, cuando habitualmente no se dejaba entrar al gato en la habitación de Maurie, aunque de un modo u otro acababa por hacerlo cuando el estudio terminaba, Schwartz temía desesperadamente por su vida y volaba de alto en alto –de los muebles al perchero y de ahí al dintel de la puerta- a fin de eludir las babeantes fauces de la bestia.
Una vez, estando el pájaro con Edie, se quejó de cuan arriesgada era su existencia, esta le dijo, “Tenga paciencia, Sr. Schwartz. Cuando el gato le conozca mejor no intentará capturarle más”.
“Cuando deje de intentar cazarme, ambos estaremos ya en el Paraíso”, contestó Schwartz. “Hazme un favor y líbrame de él. Ha hecho de mi vida una permanente preocupación. Estoy perdiendo plumas como un árbol pierde sus hojas”.
“Lo lamento muchísimo, pero a Maurie le gusta la mascota y duerme con él”.
¿Qué podía hacer Schwartz? Estaba preocupado, pero no se atrevía a tomar una decisión, por temor a marchar. Así que siguió comiendo arenque aderezado con comida para gatos, intentando ignorar la explosión de bolsas de papel como si fueran fuegos artificiales junto a su jaula por la noche, y viviendo presa del terror más cerca del techo que del suelo, mientras el gato, lanzando zarpazos a su cola, le observaba hasta la saciedad.
Las semanas pasaron. Entonces, al día siguiente de la muerte de la madre de Cohen en su apartamento del Bronx, cuando Maurie llegó a casa con un cero en una prueba de aritmética, Cohen, enfurecido, aguardó a que Edie hubiese salido a llevar al niño a su clase de violín, para atacar abiertamente al pájaro. Lo persiguió con una escoba por el balcón, y Schwartz voló frenéticamente aquí y allá hasta que, finalmente, logró refugiarse en su jaula. Cohen, victorioso, lo alcanzó y agarrándolo por sus dos esqueléticas patas, lo sacó fuera, mientras aquél graznaba agudamente, batiendo salvajemente las alas. Zarandeó al pájaro alrededor de su cabeza. Pero Schwartz, mientras giraba en círculos, se las apañó para agacharse y agarrar la nariz de Cohen con su pico y sujetarse desesperadamente. Cohen gritó presa de un gran dolor, golpeó al pájaro con su puño, y tirando de las patas con todas sus fuerzas logró liberar su nariz. De nuevo zarandeó a Schwartz a su alrededor hasta que el pájaro acabó mareado, y entonces con un violento impulso, lo arrojó a la oscuridad de la noche. Schwartz cayó como una piedra sobre la calle. Entonces Cohen lanzó la jaula y el comedero tras él, escuchando desde el balcón hasta que escuchó como caían abajo en la acera. Durante toda una hora, escoba en mano, con su corazón y la dolorida nariz palpitando aceleradamente, Cohen esperó por si Schwartz volvía, pero el destrozado pájaro no lo hizo.
Se acabó ese sucio bastardo, pensó el vendedor volviendo adentro. Edie y Maurie habían regresado a casa.
“Mira”, dijo Cohen señalando su nariz ensangrentada e hinchada hasta tres veces su tamaño habitual, “lo que me hizo ese pájaro hijo de perra. Una cicatriz para siempre”.
“¿Dónde está?”, preguntó Edie, asustada.
“Lo eché y se marchó. ¡Hasta nunca!”.
Nadie dijo nada, aunque Edie acercó un pañuelo a sus ojos y Maurie velozmente repitió la tabla del nueve, dándose cuenta de que sólo se sabía aproximadamente la mitad.
Al llegar la primavera, cuando la nieve invernal se hubo derretido, el niño, movido por el recuerdo, deambuló por el vecindario, buscando a Schwartz. Encontró un pájaro negro muerto en un pequeño montículo cerca del río, sus dos alas rotas, el pescuezo retorcido, y las cuencas de los ojos vacías.
“¿Quién te hizo esto, Sr. Schwartz?”, dijo Maurie llorando.
“Antisemitas”, le diría más tarde Edie.
[1] Gevalt: [yiddish: alarma]
[2] Dybbuk: [espíritu maligno del folklore judio]
[3] Schnapps: [tipo de aguardiente]
[4] Liga Ivy: [Grupo de las ocho Universidades más prestigiosas de los EEUU]
Bernard Malamud, El pájaro judío.
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