La tempestad que llevan dentro
Mis novias sólo le caían bien cuando eran mis exnovias, murmuró Madero y su voz sonó casi como un grito, sobresaltando al resto de hombres y mujeres que, al igual que él, esperaban que alguien viniera a informarles: el muy cabrón las empezaba a querer cuando yo no podía quererlas. Bienvenido a mi vida, soltó Segovia, cambiándose de asiento para que su madre no escuchara sus palabras: eso me hizo a mí con… eso me ha hecho a mí con todo, quiero decir, su obsesión fue siempre juzgarnos. Pero me da igual, añadió volviendo el rostro hacia Madero, que había quedado a su izquierda: lo único que quiero es que se salve… que mi hermano vuelva a ser el mismo. O no. No exactamente el mismo. Si pueden arreglarlo un poquito no voy a quejarme, sumó Segovia forzando una sonrisa que Madero encontró lastimera. Por eso dijo, bajando más el tono: tu hermano no tiene arreglo. A menos, claro, que lo devuelvan en coma, añadió sonriendo, con una sonrisa que parecía venir de muy adentro: calladito igual y hasta nos quiere. No se confíen. Yo lo escucho todo el día, intervino de pronto Rangel, metiendo la cabeza entre Madero y Segovia: se había sentado detrás suyo y apenas ahora descubrían que ahí estaba. También ha hecho un arma del silencio. Un arma de destrucción por agotamiento e indiferencia, agregó intentando sonreír pero sus ojos se empañaron al evocar de nuevo el rostro de su novio: mejor que lo mejoren de otro modo… mudo no voy a aguantarlo. Que le pongan una máquina de toques en la lengua, soltó Madero, entre nervioso y divertido, pero buscando en el fondo que los ojos de Rangel no se desbordaran: una máquina que le sacuda la quijada, la cabeza entera cada vez que diga algo que no le hayan preguntado. O cada vez que necesite decir algo pero elija no decirlo, añadió Rangel, sonriendo por primera vez en todo el día: cada vez que en lugar de discutir se encierre en su coraza. Viviría dándose toques todo el día, aseguró Segovia, imaginando uno de esos dibujitos animados que entre un calambre y otro enseñan su esqueleto. Después, sonriendo nuevamente y a pesar de no desearlo, agregó: aunque si ya lo van a abrir mejor que se la pongan más adentro, en el cerebro, que la máquina de toques lo sacuda desde antes. Eso es, intervino Madero: que lo cimbre cada vez que se le ocurra una idea de ésas donde siempre terminamos atrapados. No: antes incluso de que formule una idea. No pasaría ni un segundo sin que él sintiera una descarga, aseguró Rangel fingiendo un ataque de epilepsia y los tres rieron de golpe. Un instante más tarde, sin embargo, el mejor amigo, el hermano y la novia del mayor de los Segovia dejaron de reírse y se sumieron nuevamente en la ansiedad y por primera vez en una extraña forma de la culpa, una culpa que sobre ellos echaron las miradas de la madre, el padre y la hermana pequeña del que estaba siendo, en ese momento, operado. Cuatro horas antes, mientras cumplía con uno de los tantísimos rituales que se había impuesto a sí mismo: andar una hora exacta en bicicleta, perseguido por su pastor alemán de orejas caídas, el mayor de los Segovia, Alberto, fue alcanzado por un quiebre en la fortuna. La misma fortuna que él había intentado siempre —pensando, especulando, teorizando— mantener a raya de sí mismo. Tras cruzar la avenida Niños Héroes, Alberto, cuyo día había planificado hasta decir no puedo más —fornicaría con Rangel veinte minutos, ingeriría el licuado de todas las mañanas, revisaría negativos media hora, leería la prensa en el camión y llegaría puntual a su revista—, circulaba por la calle Providencia cuando, sin aviso previo y sin que él, que todo lo advertía, reconociera las señales, un par de hombres presumieron sus fusiles a la calle. Lanzándose al suelo, Alberto olvidó por una vez —en cualquier otra circunstancia no se lo hubiera perdonado— su bicicleta de montaña, apretó a su perro entre sus brazos y se encogió volviéndose uno con la bestia, que entre todas sus querencias ocupaba el más alto peldaño. Luego jaló una larga bocanada, teorizó un millar de explicaciones, apretó todos los músculos del cuerpo y entrecerró después y casi por completo sus párpados, reconociendo que aquello que sentía se parecía bastante al miedo. Antes de escuchar tronar los tiros, Alberto alcanzó a ver que al otro lado de la calle ya eran más los hombres que sacaban sus metrallas y cerrando por completo sus ojos imaginó que no era él quien ahora estaba allí tirado, que era otro al que le estaba pasando eso: su hermano, igual su novia, mejor aún ese demente de Madero, su viejo amigo. ¿Qué estoy pensando?, se dijo Alberto: mejor mi madre: esa gorda come mierda. O mi hermanita: ¿para qué sirve esa niña inútil? Lo que siguió fue todo confusión, frenesí, demencia pura: exactamente aquello ante lo cual Alberto había luchado siempre: no soportaba que las cosas se salieran de su sitio, que los asuntos no acontecieran como él había predicho, que alguien leyera el mundo de una forma diferente a la suya. Jodida vida, soltó el mayor de los Segovia: tendría que estar aquí mi padre. Sería su sue- ño, añadió soltando, sin quererlo, a su perro, que corrió despavorido hacia la esquina. Entonces relajó todos los músculos del cuerpo. Había sido alcanzado por el fuego. El mismo fuego que destrozó las puertas y fachadas, que agujereó los autos olvidados en la calle, que reventó las cristaleras de un par de negocios. La metralla que redujo a un amasijo de tendones y de cueros a otros seis transeúntes, que abarató a los bandos que habían llegado allí para dejar en paz sus cuentas y que desmembró al par de niños que salían de su casa acompañados de su padre. El metal que calló después de pronto: para que el testimonio de su rabia fuera disipándose en el aire, para que se asomaran los vecinos y vinieran las patrullas y ambulancias. Para que los heridos fueran trasladados y los muertos embalados, sin que nadie se tomara la molestia de contarlos. El problema no han sido las balas, explicó el doctor Pelayo cuando al fin apareció en el pasillo de la Clínica 18: ninguna alcanzó los centros vitales de Alberto, añadió ante la mirada ansiosa y preocupada de Madero, Rangel y la familia Segovia: el problema es ahora un fragmento. Una ojiva que entró por su garganta y se alojó entre el crá- neo y la quijada, continúo el doctor y fue así, al tiempo que Madero, Rangel y Segovia se sentían miserables por haberse estado riendo, que puso a contraluz una radiografía, intentando ser lo más claro posible: ésta es la ojiva de una granada de fragmentación, está atorada entre el maxilar y la base del cráneo. Por eso no ha estallado todavía. Es un milagro. Está activa pero el cuerpo de Alberto la mantiene silenciada, expuso el doctor Pelayo, señalando con su pluma el percutor del explosivo que el lanzagranadas había escupido al mundo: nos ha costado pero hemos conseguido acercarnos. El problema ahora es sacarla sin que estalle, concluyó guardando la radiografía en su sobre y dándose la vuelta. En cuanto tenga más noticias volveré para informarlos, se despidió a varios pasos del lugar donde había hablado y donde la madre de Alberto volvió el rostro hacia su esposo, aferrándose a sus brazos para no caer sobre el suelo. ¿Nuestro hijo tiene una bomba en la cabeza?, preguntó entonces la mujer. Eso parece, respondió el padre de Alberto, a punto él también de derrumbarse. Madero, por su parte, abrazó a los dos señores y ayudándolos a andar los devolvió hasta sus asientos. Ya verán que sale de ésta, soltó después Madero mecánicamente y sin apenas darse cuenta de que había hablado giró el cuerpo, descubriendo así que sus piernas y manos temblaban. En ese momento vio a Rangel y a Segovia y sin pensarlo echó a andar hacia ellos: no sé ustedes pero yo quiero un cigarro, dijo en voz baja y apuntando, con un leve chicoteo de la cabeza, hacia la puerta de cristal que unía al mundo con las Urgencias. Instantes después, Madero, Rangel y Segovia atravesaron en silencio y cabizbajos los jardines de la Clínica 18, erigida hacía veinte años. Tan pesado se iba haciendo el cielo encima de ellos y tan hondo el suelo a cada paso que avanzaban, que Madero, otra vez de forma maquinal y sin cobrar consciencia de las palabras que emergerían de sus labios, soltó: pues parece que al final la maquinita no iba sólo a darle de calambres. Rompiendo en carcajadas, Segovia y Rangel detuvieron su avanzar, se abrazaron a Madero y así, formando entre los tres un solo cuerpo, se quedaron inmóviles un rato. No se soltaron hasta que Rangel aseveró: pensé que sería a mí a la que haría que le estallara la cabeza. Riéndose de nuevo, encendieron cada uno un cigarro y fumaron en silencio, sonriéndose unos a otros cada tanto y cada tanto, también, recordando cada uno alguna escena en la que Alberto gobernara sus memorias. Cuando por fin tiraron las colillas, Madero volvió a sentir que sus entrañas le exigían abrir la boca. Y siendo por primera vez consciente de lo que iba a decir, sin asomo de bromas, aseveró: yo que pensaba que éramos… que le hacíamos a él de bombas. Se los digo en serio, aquí y ahora, añadió Madero endureciendo el gesto de repente: siempre creí que nos usaba para hacer que algo estallara, que explotara lo que él quería hacer que volara por los aires. Lo que él no se atrevía. En la escuela, en la vida, en el trabajo, confirmó Rangel apretando la quijada y relajando un poco el vientre. Yo también lo digo ahora y más les vale que jamás me lo recuerden, sumó la novia del mayor de los Segovia, amenazando a su cuñado y a su amigo y apretándose las sienes con las palmas de las manos: una vez hasta lo dijo, borracho pero no completamente: en la vida uno debe conformarse con la pieza que le toca. Ustedes tres son como peones, a mí me toca utilizarlos. A ti ya te había contado. No lo que había dicho tu hermano exactamente pero ya te había advertido, soltó Rangel volviendo el rostro, tan demudado como pálido, hacia el lugar en donde estaba su cuñado, quien no podía dejar de verse las manos y quien, tras un par de segundos, respondió casi gritando: ¿en serio crees que me hacía falta, que no sabía eso desde antes, que no viví así cada día de mi existencia? Crecí con él… con mi hermano, insistió el menor de los Segovia apretando los puños pero bajando al mismo tiempo el tono añadió: viví a su lado muchos más años que nadie. O más bien a su costado. A veces eso es lo que pienso, explicó relajando las manos, sacudiendo la cabeza y encendiendo otro cigarro: a veces eso es lo que siento. Que mi hermano intentó hacerme eso que hacen esos fetos que se comen poco a poco a su gemelo. Cuando aventaron, otra vez al suelo, las colillas de sus cuartos cigarros, fumaban con más prisa que ansia, el menor de los Segovia, Rangel y Madero, quienes se habían sumido en sus silencios hacía ya un largo rato y se habían de nuevo extraviado en sus recuerdos, encaminaron su regreso hacia la entrada de la Clínica 18. Sobre ellos el cielo era aún más pesado que antes, el suelo parecía ser más hondo y en sus recuerdos la imagen de Alberto parecía estarse dividiendo en uno, dos, tres, cuatro Albertos. Antes de llegar de nuevo a Urgencias, a diez metros del enorme reguilete de cristales, Madero detuvo en seco el ritmo de sus piernas, giró el rostro hacia su izquierda, observó a sus dos acompañantes un momento, tartamudeó y finalmente se excusó, tropezando unas con otras sus palabras. Luego, dándose la vuelta y apurando su alejarse, remató: yo ahí ya no vuelvo. Creo que yo… yo tampoco entro, anunció Rangel apenas echó a andar de nuevo, emergiendo así de su memoria y asimilando, tanto y tan profundamente que de golpe ya eran suyas, la prisa, la fuga y la sorpresa de Madero. Tomando de las manos al menor de los Segovia, Rangel quiso explicarse pero eligió al final apretar fuerte sus labios y dar después la media vuelta. Dales besos a tus padres, soltó Rangel tras avanzar algunos metros, sin volverse, sin embargo, para ver así a Joaquín y que a su vez pudiera él verla. Las lágrimas que otra vez habían empañado sus ojos ya eran sólo asunto de ella. Cuida mucho a tu hermanita, cuñado. Cuídalos mucho a todos, murmuró Rangel aún más lejos, cuando estuvo convencida de que nadie la escuchaba. Tras quedarse solo e ingresar así al edificio de Urgencias, el menor de los Segovia entró al baño, donde no orinó ni lloró ni cagó ni se echó agua en el rostro. Ni siquiera se miró a sí mismo en el espejo. Para qué habría de hacerlo. Algo podría si no haber estallado dentro suyo. Fue el ruido de un escusado tragando lo que devolvió a Joaquín al mundo y lo llevó de vuelta a los pasillos de la Clínica 18, donde muy pronto observó al doctor Pelayo. Incapaz de dirigirle la palabra al médico que pronto avanzaba a medio metro de sus pasos e incapaz también de emerger de sus recuerdos, el menor de los Segovia se limitó a seguirlo por uno, dos, tres, cuatro pasillos, siguiendo al mismo tiempo, en las profundidades de su mente, al Alberto que mandaba en sus recuerdos. Sacudiendo la cabeza, golpeándose luego los cachetes, y entregándole toda su atención a las voces que emergían de todas partes y a la música que igualmente llenaba el espacio, Joaquín logró escapar del mundo a punto de explotar en el que estaba y logró también salir de su memoria. Entonces el menor de los Segovia vio otra vez la espalda de Pelayo, justo cuando estaban ellos dos llegando al lugar donde sus padres y su hermana aguardaban. Apurado, Joaquín adelantó por la derecha al médico y dijo: ¿sabe algo… algo más sobre mi hermano? Hay un problema, respondió el doctor reuniendo a los que todavía quedaban en la sala: hemos liberado la ojiva de la base de su cráneo y su quijada, pero ahora hay que extirparla. ¡Pues sáquensela de una!, interrumpió el padre de Alberto. Ése es el problema. Nos informaron que si explota podría volar hasta seis metros, explicó Pelayo, bajando un poco el tono con que hablaba: no hay ni un cirujano que se atreva. Nadie quiere arriesgarse. ¡Hijos de puta!, interrumpió esta vez la madre de Alberto, incapaz de contener su ira y sus temores. Tienen que entenderlo, se disculpó el doctor, bajando más y más el tono: yo no puedo obligar a mis doctores, poner en riesgo así a mis enfermeras. Pero si saben, susurró haciendo con su voz un hilo apenas: si saben de alguien, si uno de ustedes… si entra alguno ahí cuando ya sólo haya que. Las siguientes palabras que pronunció el doctor Pelayo no se escucharon. O quizá no fueron pronunciadas. Lo había interrumpido la risa del menor de los Segovia, quien había vuelto, en su memoria, a caminar un par de pasos por detrás de su hermano: él iría a sacar la ojiva, le devolvería él la tempestad que llevan dentro.