Verá usted, yo estaba enfermo de literatura, lo mío era grave y alarmante, leía el mundo como si fuera la prolongación de un interminable texto literario, estaba impregnado de literatura, hablaba en libro. No desdeñaba como carne literaria prácticamente nada, es decir, estaba condenado a fijarme en todo: en las lágrimas de la viuda, pero también en sus piernas enloquecedoras, en la mosca que se posaba en la nariz de la carnicera, en la mágica luz que invade las ciudades en el instante final del atardecer. Era un fastidio porque no es que me interesara la literatura, no es que sintiera cierta atracción por ella, no, es que yo era literatura.
Estaba muy enfermo de literatura y para colmo, en un intento de curarme un poco, no tuve mejor idea que visitar a mi hijo Rodolfo, ágrafo trágico en Nantes. Fui con el propósito de viajar y airearme un poco, de tratar de huir de mi enfermedad y, de paso, echarle una mano a mi hijo, que llevaba una temporada muy rara, pasaba por momentos delicados pues, tras publicar su peligrosa novela sobre el enigmático caso de los escritores que renuncian a escribir, había quedado atrapado en las redes de su propia ficción y se había convertido en un escritor que, pese a su compulsiva tendencia a la escritura, había quedado totalmente bloqueado, paralizado, ágrafo trágico en Nantes.
Fui a verle con la intención de ayudarle, viajé a Nantes sin escuchar a su madre, que me había dicho que visitar precisamente al heredero de todas mis neurosis era lo menos indicado para intentar salir de mi enfermedad. Rosa, mi mujer, tenía toda la razón. En Nantes no me encontré más que con otro enfermo de literatura. Y no sólo eso. Desde el primer momento Rodolfito, que en el fondo me ha odiado siempre, intentó contagiarme sus neurosis, y es más –tardé en saberlo pero en cuanto lo descubrí quedé aterrado–, intentó matarme de una sobredosis de literatura.
Regresé a mi casa de Barcelona antes de que Rodolfito cavara mi tumba. Y en los días que siguieron me dediqué, con un grandísimo pero sin duda efectivo esfuerzo, a no pensar en nada que me remitiera a la literatura. Verá usted, pasó entonces algo horrible. Comencé a pensar sólo en la muerte, me pasaba horas enteras pensando en ella. A eso me condujo eludir a la literatura. Incluso cuando dormía pensaba en la muerte. Lloraba en sueños y luego despertaba y le decía a Rosa que no había sido nada, de verdad, sólo un sueño o algo parecido, no ha sido nada. Pero no era un sueño, no era una pesadilla, era una voz lúgubre, la Voz que hasta de noche me rondaba y me decía que iba a morir y que ya faltaba poco. Me despertaba de noche y, tras decirle a Rosa que no era nada, iba a la cocina a beber algo, cualquier cosa con alcohol, y hasta la cocina me seguía mi mujer que, en cuanto me cazaba con una botella de algo; me decía que yo estaba fatal y que de aquella forma no podía continuar y que quizás sería mejor que hiciéramos los dos algún viaje, a ver si podía olvidarme de la muerte, aunque fuera a costa de volver a pensar en la literatura. Y un día ella apareció con dos billetes para las islas Azores.
Y aquí estoy yo ahora, ya ve usted, en la isla de Faial, en las Azores, en este encantador Café Sport. Quisiera preguntarle si le interesa la literatura, pero no voy a hacerlo. Tampoco voy a preguntarle por el hombre más feo del mundo, por el feo Tongoy, seguramente no le conoce. Sólo quiero que sepa que el feo Tongoy ayer me cambió la vida, en este bar, en el Café Sport. Seguramente usted no conoce a Tongoy, llegó a esta isla como mi mujer y yo, el pasado viernes. Seguramente no ha hablado con él, pero quizás le haya visto, y si lo ha visto no creo que haya podido olvidarlo, porque es el vivo retrato de Drácula, es el hombre más feo del mundo.
Tongoy es de origen chileno, pero también polaco. Es actor, vive en París desde hace medio siglo, procede de una familia de judíos polacos que emigraron a Chile y se instalaron en San Felipe, una pequeña población de ese país. En realidad, él se llama Felipe Schulz, pero su nombre artístico es Felipe Tongoy. Últimamente se ha hecho famoso en Francia por una película en la que interpreta a un siniestro viejo que se dedica a raptar niños. Y en su momento, hace ya bastantes años, fue también algo famoso porque hizo de hombre-libélula en una película de Fellini. Pero no, ya veo que usted no ha visto nunca a Tongoy, ni siquiera en el cine. Yo le vi ayer aquí, en este bar. Rosa se había quedado en el hotel y yo hice una escapada consentida y no sé cómo fue que entablé conversación con él. En escasos minutos se estableció entre los dos una relación de gran confianza, de pronto era como si nos conociéramos de toda la vida. Nos cogimos tan gran confianza que a los pocos minutos yo me atreví a preguntarle en qué momento de su vida había descubierto que era feo.
Pues mira, me dijo Tongoy, yo tenía unos siete años y fui de excursión con mi familia. Con nosotros iba Olga, una amiga de mi madre. Olga estaba embarazada y, en un momento dado, tras una larga y extraña discusión, acabó preguntándole a mi madre: « ¿Tú crees que mi bebé sacará la leche de mi sangre?». Al oír esto, le dije a Olga en mi lenguaje de niño: « ¿Pero cómo puedes ser tan tonta?». Ella entonces me miró con rabia y me dijo: «Dios mío, ¿cómo puedes ser tan malo y tan feo?». Cuando volvimos a casa, le pregunté a mi madre si era verdad que yo era feo. Me dijo: «Sólo en Chile». En ese preciso instante me juré que algún día tendría el mundo a mis pies.
Tongoy es fantástico. Una vez, cuando era joven, una chica se enamoró de él. Ella iba a comprar a una tienda que estaba situada en el mismo subterráneo donde él vivía. No había luz. La chica llegó a perseguirle. Tongoy le explicó que su entusiasmo se debía a un efecto de luz, que no había que ser tan literaria en la vida y que si supiera que a él le gustaban los hombres se moriría. Así cortó de raíz el sentimiento que había nacido en ella.
Tongoy piensa que esa chica era maravillosa, una gran persona, y que en general las historias de amor no son historias sexuales, son historias de ternura. Tongoy piensa que la gente no entiende eso, o no quiere entenderlo. Tongoy, ayer al atardecer, aquí mismo donde estamos usted y yo ahora hablando, me cambió la vida. Verá usted, cuando le oí decir que le había dicho a la chica que no había que ser tan literaria en la vida, me bebí de un solo trago una ginebra y me atreví a contarle mi problema, le expliqué que, cuando lograba dejar de pensar en literatura, pensaba en la muerte, y viceversa. Le hablé de mi círculo infernal. Tongoy, Drácula en el crepúsculo, me escuchó como me escucha usted ahora en estos momentos, con paciencia y comprensión, hasta diría que con ternura.
Cuando terminé de hablar, Tongoy me dijo, sin saber que iba a cambiarme la vida: « ¡Pero esto es tremendo! ¿Cómo puedes vivir así? En lugar de dar tantas vueltas a la muerte y la literatura, deberías ser menos egocéntrico y preocuparte por la muerte de la literatura que, de seguir las cosas como van, está al caer. Eso sí que debería quitarte el sueño. ¿Acaso no has visto cómo están arrinconando a la verdadera literatura?».
La muerte de la literatura.
No sé cómo fue que me vino a la memoria una frase de Nietzsche, que yo siempre he leído de mil formas distintas, depende del sentido que en su momento quiera darle. Para mí es una frase comodín: «Algún día mi nombre evocará el recuerdo de algo terrible, de una crisis como no hubo otra en la tierra».
Verá usted, uno no puede ir contra su imaginación, y yo en ese momento, aquí en el Café Sport, hablando con el feo Tongoy, Drácula de todos mis espectáculos, imaginé que algún día mi nombre sería evocado para recordar una crisis terrible que la humanidad había superado gracias a mi heroica conducta cuando, quijote lanza en ristre, habría arremetido contra todos los enemigos de la literatura.
Y es más, tuve el más extraño pensamiento que jamás ha tenido un loco en este mundo y me dijo que sería conveniente y necesario, tanto para el aumento de mi honra como para la buena salud de la república de las letras, convertirme en carne y hueso en la memoria de la literatura, en la literatura misma, es decir, en esa actividad que a comienzos de este nuevo siglo vive amenazada de muerte, encarnarme pues en ella e intentar preservarla de su posible desaparición reviviéndola, por si acaso, en mi propia persona.
Nada le dije al feo Tongoy de estos pensamientos. Pero, eso sí, le agradecí en silencio que hubiera sabido reconducir el pequeño espectro de mis obsesiones personales hacia un tema más amplio, el de la muerte de la literatura. Le agradecí en silencio que me hubiera ayudado a ver que la lucha contra la muerte de la literatura debía tener prioridad absoluta sobre el combate contra mi propio mal, bien mirado tan pequeño.
Y aquí me tiene usted ahora, soy la memoria de la literatura. Lichtenberg decía que un hombre inteligente acostumbra a decir primero en broma lo que después repetirá seriamente. Lo que yo ayer imaginé medio en broma mientras hablaba con Tongoy, hoy ya ni lo imagino ni es broma, lo digo seriamente, soy la memoria de la literatura y estoy en pie de guerra. Hace un rato, Rosa me ha dicho que me encuentra algo cambiado, no sabe lo acertada que está. Porque lo cierto es que se ha producido en mí un pequeño cambio, he tomado la medicina de Tongoy. He dejado atrás mi mal y ahora soy la memoria de la literatura, soy una historia ambulante y no puedo ni quiero ser nada más que eso, porque todo lo que no sea memoria de la literatura me aburre y lo odio, me molesta o estorba.
Sólo me apena algo, me entristezco si me pregunto a dónde va la literatura. ¿A dónde quiere usted que vaya? En realidad la literatura va hacia sí misma, hacia su esencia que es la desaparición. Y eso me apena, claro, porque vuelvo a pensar en la muerte aquí y ahora, en este triste atardecer, aquí en el Café Sport.