Edgar Allan Poe, El tonel de amontillado

El tonel de amontillado
Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
—Mi querido Fortunato —le dije—, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
—¿Cómo?,—exclamó Fortunato—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval...!
—Tengo mis dudas —insistí—, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y quiero salir de ellas.
—¡Amontillado!
—Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que...
—Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
—Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.
—¡Ven! ¡Vamos!
—¿Adónde?
—A tu bodega.
—No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi...
—No tengo nada que hacer; vamos.
—No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.
—Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.
—El tonel —dijo,
—Está más delante —contesté—, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.
Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.
—¿Salitre? —preguntó, después de un momento.
—Salitre —repuse—. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.
—No es nada —dijo por fin.
—Vamos —declaré con decisión—. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que...
—¡Basta! —dijo Fortunato—. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.
—Ciertamente que no —repuse—. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.
—Bebe —agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.
—Brindo —dijo— por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
—Y yo brindo por que tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante. —Estas criptas son enormes —observó Fortunato.
—Los Montresors —repliqué— fueron una distinguida y numerosa familia.
—He olvidado vuestras armas.
—Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.
—¿Y el lema?
Nemo me impune lacessit.
—¡Muy bien! —dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
—¡Mira cómo el salitre va en aumento! —dije—. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos... Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos...
—No es nada —dijo Fortunato—. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprendes?
—No —repuse.
—Entonces no eres de la hermandad.
—¿Cómo?
—No eres un masón.
—¡Oh, sí! —exclamé—. ¡Sí lo soy!
—¿Tú, un masón? ¡Imposible!
—Un masón —insistí.
—Haz un signo —dijo él—. Un signo.
—Mira —repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.
—Te estás burlando —exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos—. Pero vamos a ver ese amontillado.
—Puesto que lo quieres —dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
—Continúa —dije—. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
—Pasa tu mano por la pared —dije— y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.
—Es cierto —repliqué—. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado.
Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.
Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.
—¡Ja, ja... ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto... una excelente broma...! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo... ja, ja... mientras bebamos... ja, ja!
—¡El amontillado! —dije. —¡Ja, ja...! ¡Sí... el amontillado...! Pero... ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo... mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
—Sí—dije—. Vámonos.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
—¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
—¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!
Edgar Allan Poe. El tonel de amontillado.













Cuentos de imaginación y misterio

Edgar Allan Poe
Ilustraciones: Harry Clarke
Traducción: Julio Cortázar
Libros del Zorro Rojo, 2009





Julio Cortázar, La isla a mediodía

La isla a mediodía
La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.
A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul.
Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.
El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.
Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
Julio Cortázar, La isla a mediodía
Julio Cortázar


Momentos creativos

No es fácil encontrar en la historia de la literatura narradores precoces capaces —como hiciera Rimbaud con su poesía o Mozart con su música— de crear obras geniales en plena adolescencia. Más bien parece que el cuentista y el novelista consiguen sus grandes obras tras un largo proceso de aprendizaje, de disciplina y acaso una alta dosis de tenacidad. A los veinte años Kafka ya tenía escritos de cierta envergadura, a los veinticinco publicó sus primeros relatos, pero es alrededor de los treinta cuando su obra se hace más sólida y escribe algunos de los textos más relevantes que continuarán hasta su temprana muerte. El propio Vila-Matas confiesa en Fuera de aquí que, con treinta años, tras haber publicado cuatro libros y apenas recién iniciada su obra, pensó en dejar de escribir. Pero esa decisión que, afortunadamente no llegó a tomar, llevaba implícita una acción creativa que le conduciría a configurar su particular mundo literario. A partir de los treinta o cuarentas años parece que disminuye la reorganización de las neuronas implicadas en funciones como el aprendizaje, la consolidación de conocimientos o determinadas pautas emocionales. Por eso se dice que el máximo apogeo de nuestra creatividad está en torno a esa edad y es en ese momento cuando se generan las ideas más importantes de nuestro desarrollo cultural. No es casual entonces que, al igual que le ocurrió a Kafka con trabajos que más tarde concluiría, en ese momento surgiera en Vila-Matas la idea de hacer su catálogo de bartlebys aunque lo escribiese mucho después. Esta demora, en la que hay un largo proceso de maduración, es frecuente en muchas grandes obras literarias pero la génesis de estos grandes proyectos suele estar alrededor de esa edad que ahora nos parece joven.
El libro que nos ocupa es una antología que reúne algunos de los mejores fragmentos de novelas y relatos de catorce narradores menores de treinta años con una trayectoria en narrativa muy definida y, en muchos casos, avalada por importantes premios. Más que la edad actual de los escritores quizás habría que fijarse en la edad con la que publicaron estas piezas que ronda de media los veintiséis años, siendo el más precoz Julio Fuertes Tarín cuyo relato fue premiado cuando tenía veinte años. Es una muestra —como defiende Juan Gómez Bárcena en su magnífico prólogo— de que en España algunos escritores jóvenes hacen una literatura de gran calidad. Los estilos y los intereses de los autores son necesariamente heterogéneos. Aquí se habla de las relaciones familiares, de la infidelidad, de la inadaptación social, de las obsesiones y de la soledad. Hay textos deliciosamente irreverentes, otros con fuerte carga poética y otros en los que abunda la ironía, el cinismo o el humor abierto. Descubrir autores jóvenes que son capaces de desplegar un gran talento narrativo nos hace presagiar un futuro prometedor para nuestra literatura. Ahora no podemos aventurar cuántos de ellos tendrán la convicción de ser escritores, cuántos perseveraran en su empeño, cuántos contarán con el apoyo de las editoriales; pero, lo más probable es que en un futuro próximo podamos seguir disfrutando de la lectura de grandes obras escritas por alguno de los autores o autoras que participan en esta antología.




Bajo treinta
Guillermo Aguirre , Víctor Balcells, Matías Candeira, Cristian Crusat, Irene Cuevas, Aixa de la Cruz, Jenn Díaz, María Folguera, Julio Fuertes, Marta González Luque, Cristina Morales, Aloma Rodríguez, Almudena Sánchez, Juan Soto Ivars.
Prólogo y selección de textos: Juan Gómez Bárcena
Salto de Página, 2013

La vida no basta

La literatura, como todo arte, es la demostración de que la vida no basta. Eso pensaba Pessoa y es la idea que persigue al protagonista narrador de esta novela, un escritor en ciernes, que fabula para salir del tedio y reflexiona sobre el proceso creativo. La historia transcurre en un solo día en el que las vidas de distintos personajes se suceden y entrecruzan prácticamente sin salir de los pasillos de un hospital. Allí nos encontramos a Manaport, un escritor de éxito que sufre una grave enfermedad, a Sandrucas que ha perdido todo lo que amaba y quiere donar su cuerpo a la ciencia, a la doctora Castillejos que somatiza las enfermedades de sus pacientes, al párroco Ivo que en su ancianidad padece una crisis de fe, al ambicioso Fermín Cojosa que escucha a su conciencia y pergeña oscuros negocios gracias a un suero que borra los recuerdos, a Laura la enfermera de ojos casi verdes, a Begoña, una psicóloga a la que una paciente usurpa su papel o a Julián, entre otros —incluidos algunos fantasmas—, el camillero y amigo íntimo del narrador, al que le gusta el misterio y las intrigas, que protagoniza la trama central, aquella que lleva al narrador a explorar la frontera entre lo real y lo imaginario, a sumergirse en laberintos oscuros, a asomarse al abismo de lo fantástico que se abre a sus pies mientras escribe. Y precisamente ahí es donde surge el juego metaliterario que nos muestra el propio proceso de la escritura de la novela, como las manos de Escher que se dibujan a sí mismas. 
En las páginas de Hospital cínico, se nombran autores como Borges, Lovecraft, Conan Doyle, Kafka, Pessoa o Gastón Leroux, entre otros, pero Bolaño se convierte además en personaje o, al menos, alguien que se parece mucho a él. Diego Prado alterna con habilidad los diálogos desenfadados y nada forzados, con pasajes líricos muy trabajados —utilizando metáforas sorprendentes e ingeniosas— y con fragmentos cargados de humor fresco y en ocasiones surrealista. Con ironía fina va suturando las peripecias de los distintos personajes y disecciona con destreza sus diversas personalidades. Hay también suspense en sus páginas en las que el manejo de los tiempos nos puede recordar un guión cinematográfico o una pieza de teatro. En definitiva esta novela reúne todos los elementos necesarios para que podamos disfrutar de su lectura, Prado sabe muy bien que la literatura es ante todo un juego y él lo hace divertido, algo que cuando el escritor es capaz de traspasar a las páginas, los lectores siempre aprecian.












Hospital cínico
Diego Prado

Editorial Sloper, 2013

Giovanni Papini, Historia completamente absurda

Historia completamente absurda
Hace ya cuatro días, mientras me hallaba escribiendo con una ligera irritación algunas de las páginas más falsas de mis memorias, oí golpear levemente a la puerta pero no me levanté ni respondí. Los golpes eran demasiado débiles y no me gusta tratar con tímidos.
Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar nuevamente; esta vez los golpes eran más fuertes y resueltos. Pero tampoco quise abrir ese día porque no estimo absolutamente a quienes se corrigen demasiado pronto.
El día posterior, siempre a la misma hora, los golpes fueron repetidos en tono violento y antes de que pudiese levantarme vi abrirse la puerta y adelantarse la mediocre figura de un hombre bastante joven, con el rostro algo encendido y la cabeza cubierta de cabellos rojos y crespos que se inclinaba torpemente sin decir palabra. No bien encontró una silla se arrojó encima y como yo permanecía de pie me indicó el sillón para que me sentara. Después de obedecerlo, creí tener el derecho de preguntarle quién era y le rogué, con tono nada cortés, que me indicara su nombre y la razón que lo había forzado a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se alteró y de inmediato me hizo comprender que deseaba seguir siendo por el momento lo que hasta entonces era para mi: un desconocido.
-El motivo que me trae ante usted -prosiguió sonriendo- se halla dentro de mi cartera y se lo haré conocer enseguida.
En efecto, advertí que llevaba en la mano un maletín de cuero amarillo sucio con guarniciones de latón gastado que abrió al momento extrayendo de él un libro.
-Este libro -dijo poniéndome ante la vista el grueso volumen forrado de papel náutico con grandes flores de rojo herrumbe- contiene una historia imaginaria que he creado, inventado, redactado y copiado. No he escrito más que esto en toda mi vida y me atrevo a creer que no le desagradará. Hasta ahora no le conocía más que su nombradía y sólo hace unos pocos días una mujer que lo ama me dijo que es usted uno de los pocos hombres que no se aterra de sí mismo y el único que ha tenido el valor de aconsejar la muerte a muchos de sus semejantes. A causa de esto he pensado leerle mi historia, que narra la vida de un hombre fantástico al que le ocurren las más singulares e insólitas aventuras. Cuando usted la haya escuchado me dirá qué debo hacer. Si mi historia le agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no le gusta me mataré dentro de veinticuatro horas. Dígame si acepta estas condiciones y comenzaré.
Comprendí que no podía hacer otra cosa que proseguir en esa actitud pasiva que había mantenido hasta entonces y le indiqué, con un gesto que no logró ser amable, que lo escucharía y haría todo lo que deseaba.
"¿Quien podrá ser -pensaba entre mí- la mujer que me ama y le habló de mí a este hombre? Jamás he sabido que me amara una mujer y si ello hubiera ocurrido no lo habría tolerado porque no hay situación más incómoda y ridícula que la de los ídolos de un animal cualquiera..." Pero el desconocido me arrancó de estos pensamientos con un zapateo poco elocuente pero claro. El libro estaba abierto y mi atención era considerada necesaria.
El hombre comenzó la lectura. Las primeras palabras se me escaparon; puse mayor atención en las siguientes. De pronto agucé el oído y sentí un breve estremecimiento en la espalda. Diez o veinte segundos más tarde mi rostro enrojeció; mis piernas se movieron nerviosamente; al cabo de otros diez segundos me incorporé. El desconocido suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con la mirada. Yo también lo miré del mismo modo e incluso como suplicando, pero estaba demasiado aturdido para echarlo y le dije simplemente, como cualquier idiota sociable:
-Continúe, se lo ruego.
La extraordinaria lectura continuó. No podía estarme quieto en el sillón y los escalofríos recorrían no sólo mi espalda, sino también la cabeza y el cuerpo entero. Si hubiese visto mi cara en un espejo tal vez me hubiera reído y todo habría pasado, ya que probablemente reflejaba un abyecto estupor y un furor indeciso. Traté por un momento de no seguir oyendo las palabras del calmo lector pero no logré sino confundirme más y escuché íntegra, palabra por palabra, pausa tras pausa, la historia que el hombre leía con su cabeza roja inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Que podía o debía hacer en tan especialísima circunstancia? ¿Aferrar al maldito lector, morderlo y lanzarlo fuera del cuarto como a un fantasma inoportuno?
¿Pero por qué debía hacer eso? Sin embargo, aquella lectura me producía un fastidio inexpresable, una impresión penosísima de sueño absurdo y desagradable sin esperanza de poder despertar. Creí por un momento que caería en un furor convulsivo y vi en mi imaginación a un enfermero uniformado de blanco que me ponía la camisa de fuerza con infinitas y desmañadas precauciones.
Pero finalmente terminó la lectura. No recuerdo cuántas horas duró, pero aún en medio de mi confusión noté que el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de sudor. Una vez cerrado el libro y guardado en su maletín, el desconocido me miró con ansiedad aunque su mirada no tenía ya la avidez del comienzo. Mi abatimiento era tan grande que él mismo lo advirtió y su admiración aumentó enormemente al ver que me restregaba un ojo y no sabía qué contestarle. Me parecía en ese momento que nunca más podría volver a hablar y hasta las cosas más simples que me rodeaban se presentaron a mis ojos tan extrañas y hostiles que casi tuve una sensación de repugnancia. Todo esto parece demasiado vil y vergonzoso; pienso lo mismo y no tengo indulgencia alguna para mi turbación. Pero el motivo de mi desequilibrio era de mucho peso: la historia que aquel hombre había leído era la narración detallada y completa de toda mi vida íntima interior y exterior. Durante aquel lapso yo había escuchado la relación minuciosa, fiel, inexorable de todo lo que había sentido, soñado y hecho desde que vine al mundo. Si un ser divino, lector de corazones y testigo invisible, hubiese estado a mi lado desde mi nacimiento y hubiera escrito lo que observó de mis pensamientos y de mis acciones, habría redactado una historia perfectamente igual a la que el ignoto lector declaraba imaginaria e inventada por él. Las cosas más pequeñas y secretas eran recordadas y ni siquiera un sueño o un amor o una vileza oculta o un cálculo innoble escaparon al escritor. El terrible libro contenía hasta sucesos o matices de pensamiento que ya había olvidado y que recordaba solamente al escucharlas.
Mi confusión y mi temor provenían de esta exactitud impecable y de esta inquietante escrupulosidad. Jamás había visto a ese hombre; ese hombre afirmaba no haberme visto nunca. Yo vivía muy solitario, en una ciudad a la que nadie viene si no es forzado por el destino o la necesidad, y a ningún amigo, si aun podía decir que los tenía, le había confiado nunca mis aventuras de cazador furtivo, mis viajes de salteador de almas, mis ambiciones de buscador de lo inverosímil. No había escrito nunca, ni para mí ni para los demás, una relación completa y sincera de mi vida y justamente en aquellos días estaba fabricando fingidas memorias para ocultarme a los hombres incluso después de la muerte.
¿Quien, pues, podía haberle dicho a ese visitante todo lo que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso libro forrado de papel antiguo color herrumbre? ¡Y él afirmaba que había inventado esa historia y me presentaba, a mí, mi vida, mi vida entera, como una historia imaginaria!
Me hallaba terriblemente turbado y conmovido, pero de una cosa estaba bien seguro: ese libro no debía ser divulgado entre los hombres. Aun cuando debiera morir ese increíble infeliz autor y lector, yo no podía permitir que mi vida fuese difundida y conocida en el mundo, entre todos mis impersonales enemigos. Esta decisión, que sentí firme y sólida en mi fuero íntimo, comenzó a reanimarme levemente. El hombre continuaba mirándome con aire consternado y casi suplicante. Habían transcurrido sólo dos minutos desde que terminó su lectura y no parecía haber comprendido el motivo de mi turbación. Finalmente, pude hablar.
-Discúlpeme, señor -le pregunté-. ¿Usted asegura que esta historia ha sido verdaderamente inventada por usted?
-Precisamente -respondió el enigmático lector ya un poco tranquilizado-, la he pensado e imaginado yo durante muchos años y cada tanto hice retoques y cambios en la vida de mi héroe. Sin embargo, todo ello pertenece a mi inventiva.
Sus palabras me incomodaban cada vez más, pero logré formular todavía otra pregunta:
-Dígame, por favor: ¿está usted verdaderamente seguro de no haberme conocido antes de ahora? ¿De no haber escuchado nunca narrar mi vida a alguien que me conozca?
El desconocido no pudo contener una sonrisa asombrada al oír mis palabras.
-Le he dicho ya -contestó- que hasta hace poco tiempo no conocía más que su nombre y que solamente hace unos días supe que usted acostumbraba aconsejar la muerte. Pero nada más conozco sobre usted.
Su condena estaba ya decidida y era necesario que no demorase en ser ejecutada.
-¿Está siempre dispuesto -le pregunté con solemnidad- a mantener las condiciones establecidas por usted mismo antes de comenzar la lectura?
-Sin ninguna duda -respondió con un ligero temblor en la voz-. No tengo otras puertas a las que llamar y esta obra es mi vida entera. Siento que no podría hacer ninguna otra cosa.
-Debo entonces decirle -agregué con la misma solemnidad, pero atemperada por cierta melancolía- que su historia es estúpida, aburrida, incoherente y abominable. Su héroe, como usted lo llama, no es sino un malandrín aburrido que disgustará a cualquier lector refinado. No quiero ser demasiado cruel agregándole todavía más detalles.
Comprobé que el hombre no aguardaba estas palabras y me di cuenta de que sus párpados se cerraron instantáneamente. Pero al mismo tiempo reconocí que su poder sobre mí mismo era igual a su honestidad. De inmediato reabrió los ojos y me miró sin temor y sin odio.
-¿Quiere acompañarme afuera? -me preguntó con voz demasiado dulce para ser natural.
-Cómo no -respondí, y luego de ponerme el sombrero salimos de la casa sin hablar.
El desconocido llevaba siempre en la mano su maletín de cuero amarillo y yo lo seguí delirante hasta la orilla del río que corría caudaloso y resonante entre las negras murallas de piedra. Una vez que echó una mirada a su alrededor y comprobó que no se hallaba nadie que tuviese aspecto de salvador se volvió hacia mí diciendo:
-Perdóneme si mi lectura lo hartó. Creo que nunca más me tocará aburrir a un ser viviente. Olvídese de mí no bien le sea posible.
Y estas fueron justamente sus últimas palabras, porque saltando ágilmente el parapeto y con rápido empuje se arrojó al río con su maletín. Me asomé para verlo una vez más pero el agua yo lo había recibido y cubierto. Una niña tímida y rubia se había percatado del rápido suicidio pero no pareció asombrarla demasiado y continuó su camino comiendo avellanas. Volví a casa después de realizar algunas tentativas inútiles. Apenas entré en mi cuarto me extendí sobre la cama y me adormecí sin demasiado esfuerzo, como abatido y quebrantado por lo inexplicable.
Esta mañana me desperté muy tarde y con una extraña impresión. Me parece estar ya muerto y esperar solamente que vengan a sepultarme. He tomado inmediatamente previsiones para mi funeral y fui personalmente a la empresa de pompas fúnebres con el fin de que nada sea descuidado. A cada momento espero que traigan el ataúd. Siento ya pertenecer a otro mundo y todas las cosas que me circundan tienen un indecible aire de cosas pasadas, concluidas, sin ningún interés para mí.
Un amigo me ha traído flores y le dije que podía esperar para ponerlas sobre mi tumba. Me pareció que sonreía, pero los hombres sonríen siempre cuando no comprenden nada.
Giovanni Papini, Historia completamente absurda 
Giovanni Papini

Pulsiones vitales

El amor, los miedos, la extrañeza de la vida y del mundo que nos rodea, las estrategias del azar, la muerte, los celos, la dictadura de Pinochet, la marginalidad y la homofobia son algunos de los temas que Luisgé Martín plantea en esta cuidada selección de cuentos, algunos de los cuales han sido merecedores de importantes premios literarios. Algunas referencias que aparecen en los relatos con autores como Scott Fitzgerald, M. Yourcermar, Dickens, Tolstoi, Onetti, Borges o Cortázar, nos muestran parte del sendero de literatura que ha seguido el autor. Son diez cuentos de muy diferente temática y tratamiento en los que abunda la intertextualidad y la metaliteratura: por recomendación de un médico un hombre viaja a la isla de Capri donde se enamora de una joven; el narrador descubre a través de una carta de una admiradora que un escritor frustrado tiene su mismo nombre; Albert Ludovic teme a la muerte y por ello dedica su vida a intentar esquivarla buscando la inmortalidad; Leandro Cifuentes nació y vivió en la fría aldea Villa O`Higgins y tiene la desgracia de experimentar cómo un objeto destinado al placer puede convertirse en un horrible artefacto de tortura; Ippolito Limardo, especialista en los grandes autores del siglo de oro, sufre una enfermedad literaria; Leandro Maqueda confiesa los temores de su homosexualidad; un príncipe crece alejado de la corte sin saber quién es pero rodeado de libros de filosofía; Faustino Valero tiene negocios de burdeles y está enamorado de Doris una prostituta que conoció cuando ella era joven; en el condado de Griffin las mujeres sufren un extraño fenómeno que las desnuda; la poética del azar parece marcar la vida del protagonista que no puede prever el efecto final de las pequeñas acciones y las decisiones que toma.
Frank O´Connor decía que el cuento, por su propia naturaleza, es romántico, individualista e intransigente, y se mantiene alejado de la colectividad. Esto no es válido para todos los cuentistas pero, en esta colección, la soledad es algo que, de una u otra forma, creo que atañe a todos sus protagonistas. Luisgé Martín, con una prosa depurada, consigue mantener el equilibrio entre la estructura de los cuentos chejovianos y los recursos del relato actual. El desarrollo de sus narraciones cautiva con facilidad al lector y, aunque los finales cerrados no siempre son sorpresivos, logra que los cuentos perduren en la memoria.











Todos los crímenes se cometen por amor 
Luisgé Martín 

Salto de Página, 2013

Ray Bradbury, La sirena

La sirena
Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
-En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
-Oh, hay tantas cosas en el mar -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
-Sí, es un mundo viejo.
-Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.
-¿Los cardúmenes de peces?
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida".
La sirena llamó.
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
-Pero... -interrumpí.
-Chist... -ordenó McDunn-. ¡Allí!
-Señaló los abismos.
-Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn.
-¡Es imposible! -exclamé.
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
-¡Parece un dinosaurio!
-Sí, uno de la tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda la frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
-¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo... lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
-¡Abajo! -gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido, debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso -dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.
Ray Bradbury, La sirena 


Ray Bradbury

Periferias

Es inevitable recordar a Bolaño al leer cuentos como Jaques en los que se muestra de forma abierta la crueldad del ser humano, cuando un personaje familiar es capaz de ejecutar las más atroces torturas. Precisamente el contrapunto, el juego entre sus opuestos, es quizás lo que mejor define esta colección de cuentos de Ignacio del Valle, donde la realidad se enfrenta a lo imaginado, lo liviano a lo salvaje, la belleza armónica al caos, lo cotidiano a lo misterioso, lo prosaico a lo sublime, lo particular a lo universal. Caminando sobre las aguas reúne catorce cuentos de muy diferente temática y distintos tratamientos: un hombre aparece en el punto de mira de un francotirador; un joven, en medio de una partida de ajedrez con su padre, escucha el testimonio atroz de una mujer torturada; una niña es testigo de un accidente de coche; una tarjeta de crédito engullida por un cajero automático es el inicio de una espiral hacia el abismo en una noche madrileña; un personaje regresa a Lugar, habitado por gente delirante, para buscar a una desconocida que le haga regresar a la realidad; un honrado ladrón que se siente acabado sabe aprovechar la oportunidad que le brinda el azar; el cielo no siempre responde a las expectativas del narrador; en la Florencia de los Médicis Andrea y su secretario Héctor se alojan en casa de un aliado poniendo en evidencia la zafiedad del hombre en medio de un esplendor artístico sin parangón; un caballero andante, flaco y perdido en lecturas de caballería llega a tierras lejanas; un templario cuenta a su amada Galiana su renuncia al liberar Jerusalén; el héroe de un western avanza imperturbable para encontrarse con el malo de la película; un soldado de la División Azul regresa de Rusia sintiéndose un cobarde; en el bullicio de un bar de la calle Fuencarral un periodista entrevista a dos físicos sobre los viajes en el tiempo mientras un anciano revive recuerdos que hubiera querido cambiar; el cosmonauta Iván Istochikov flota en el espacio perdido eternamente en algún lugar del universo.
El autor viaja por la periferia de la vida, de la ética y de la historia con cuentos de amor etéreos y cuentos duros que narran la crueldad desnuda, cuentos épicos y legendarios y cuentos que se pueden acercar a la ciencia ficción. Son historias que plantean interrogantes sobre la extrañeza de la vida, sobre lo que somos y dónde nos encontramos; cuentos, en definitiva, que buscan una luz, que remueven e invitan a reflexionar sobre la naturaleza humana.












Caminando sobre las aguas
Ignacio del Valle 

Páginas de Espuma, 2013

Juegos de imaginación

Las leyes que gobiernan el microrrelato son distintas a las que guían otras formas de literatura, eso es al menos lo que opina Juan Pedro Aparicio y lo ratifica Irene Andrés-Suárez quien añade que lo que lo distingue del cuento clásico no es sólo su brevedad sino también, y sobre todo, su naturaleza elíptica. Esta tensión entre lo que se puede leer y lo que se puede intuir, entre lo escrito y lo no escrito, donde el silencio puede ser incluso mucho más elocuente que lo narrado, es algo que maneja muy bien Juan Jacinto Muñoz Rengel en su libro de microcuentos El libro de los pequeños milagros, publicado por Páginas de Espuma. En realidad, el título completo es mucho más largo y nos recuerda las entradas de aquellos capítulos de algunos grandes clásicos con las que trataban de resumir el contenido del texto que venía después. Este es el primero de los muchos juegos literarios que nos propone el autor y resulta toda una declaración de intenciones que nos incita a iniciar un viaje inabarcable. Se trata de una colección de un centenar de historias breves donde, además de lo fantástico, abunda el humor, el juego de palabras, el realismo metafórico, la alteración de la lógica, el surrealismo, la intertextualidad, la fábula, y hasta la ciencia ficción.
Al hablar de los escritores actuales del género fantástico en España, David Roas destaca cuatro aspectos esenciales: las alteraciones en el orden de la realidad hacia otra realidad perturbadora, las alteraciones en la identidad, el recurso de dar voz a un narrador que está al otro lado de lo real y la combinación de lo fantástico y el humor. Estos cuatro componentes están presentes de uno u otro modo en estos microcuentos de Muñoz Rengel. Con distintas propuestas el autor consigue cambiar los ritmos, provocar asombro como si sus páginas formasen un túnel del terror donde la realidad se deforma, con sus subidas y bajadas, en cuya oscuridad no sabemos qué sorpresas nos aguardan. El libro está dividido en tres partes, tres distancias desde las que podemos contemplar el universo del autor; en Urbi, los microrrelatos tocan el suelo, son historias relacionadas con lo privado, donde predomina la narración en primera persona. Orbe hace referencia a un alejamiento tanto temporal como espacial para contemplar el mundo, casi siempre en tercera persona, desde una perspectiva más global. En el último de los grandes apartados, Extramundi, la distancia pretende ser interplanetaria. Pero al margen de esta estructura hay varias series de relatos que tienen que ver específicamente con la relatividad del tiempo (Backward), la relatividad histórica (Historias cruzadas) y una particular cosmovisión de la voz narrativa (Multiverso). 
Muñoz Rengel, se permite ensayar, ironizar, proponer juegos de imaginación al lector para que complete la historia. Toda la literatura necesita de la complicidad del lector, sin su participación nada de lo escrito tendría sentido, pero quizás el microrrelato invita, como ningún otro género, a la participación activa de la misma forma que la poesía invita a la empatía. En estos juegos hay guiños intertextuales y no podemos evitar recordar algunas obras de Borges, de Cortázar o de Italo Calvino pero, al margen de los aspectos narrativos y de los recursos de estilo, con gran capacidad de síntesis el autor trata de forma crítica pero desenfadada temas cercanos de nuestro mundo como el ecologismo, los problemas sociales y económicos, la filosofía, la ciencia o la literatura.











El libro de los pequeños milagros
Juan Jacinto Muñoz Rengel 

Páginas de Espuma, 2013

Patricio Pron, Diez mil hombres

Diez mil hombres
Para Mónica Carmona 
Algunos años atrás publiqué una novela llamada El comienzo de la primavera que ganó un premio y fue candidata a otros dos que no ganó y encontró sus lectores, que es posiblemente lo mejor que pueda decirse sobre un libro. Una parte considerable de la historia que contaba allí transcurría en la ciudad alemana de Heidelberg. En el departamento de filosofía trabajaba supuestamente Hans-Jürgen Hollenbach, el profesor que lo había visto todo y lo había hecho todo y al que el protagonista de la novela perseguía a lo largo del libro con la expectativa de comprender aquello que posiblemente no podamos acabar de entender nunca. Yo había estado en Heidelberg en un par de ocasiones tomando notas y fotografiando las casas y las esquinas sobre las que pensaba escribir en una novela que aún no se llamaba “El comienzo de la primavera” y había procurado ser tan riguroso con la información acerca de la ciudad como me fuera posible. Un tiempo después, con la novela ya escrita, me pregunté por qué me había tomado el trabajo de documentarme de aquella forma, puesto que era posible que los lectores del libro –si el libro tenía lectores algún día– no tomasen en cuenta esos detalles y no esperasen de ellos ningún tipo de relación estrecha con la realidad, pero pensé que eso no tenía importancia, que caminar por Heidelberg tomando notas había sido importante porque había hecho creíble para mí la historia y que posiblemente ese era el único requisito realmente ineludible para que la historia fuese creíble para otros. Quizá fuera así como funcionaba siempre.
Unos años después de que aquella novela fuera publicada –y después de haber editado otros dos libros con mi nombre y de haberme visto envuelto en un matrimonio no precisamente simple y después de haber olvidado aquella novela y la ciudad que la había inspirado– recibí una invitación de los traductores Carmen Gómez y Christian Hansen para intercambiar opiniones con una docena de jóvenes traductores acerca de la traslación al alemán de mi trabajo. Gómez y Hansen –este último, mi traductor al alemán– me avisaron con cierta alegría que el encuentro tendría lugar en Heidelberg, y yo pensé por un momento que quizá aquella era una amenaza y quizá también la invitación a cerrar un círculo, así que no dije que no, o lo dije con muy poca firmeza, y un día volé a Fráncfort del Meno y después tomé un tren a Heidelberg y finalmente me vi frente a una docena de jóvenes traductores que sabían más acerca de mi trabajo de lo que yo llegaría a saber algún día. Yo no necesito saber sobre mi trabajo porque lo he hecho y me pertenece, recuerdo que pensé en algún momento de la conversación, pero pensé que el argumento tal vez no fuera particularmente acertado y preferí callarme. Después de la conversación hubo una pequeña recepción en el patio de la Escuela de Traducción de la universidad en la que todos intentamos sortear a las abejas –que ese año eran particularmente abundantes– y comimos salchichas asadas y bebimos cerveza.
Una mujer que no había participado de la conversación se acercó a mí en algún momento de la recepción y me dijo que tenía algo para darme; hablaba un español excepcionalmente correcto, que ella atribuyó al hecho de que lo había estudiado en el instituto. La mujer –llamémosla Ute Kindisch, aunque posiblemente ese no fuera su nombre– tenía unos sesenta años y me dijo que trabajaba en el departamento de filosofía de la universidad. Al decirlo, me entregó un fajo de sobres con una expresión infantil que hacía honor a su apellido. Me dijo que unos años atrás habían comenzado a aparecer en el buzón del departamento unas cartas destinadas a un cierto Hans-Jürgen Hollenbach y que el asunto la había intrigado de inmediato, ya que no conocía a ningún colega con ese nombre: desconcertada, había buscado en la red y había dado con una reseña de mi novela y la había comprado en una de esas librerías electrónicas que tan útiles resultan a veces. A mí su historia me sorprendió y me halagó a partes iguales, y no pude evitar preguntar si finalmente había leído la novela y qué le había parecido, pero Frau Kindisch respondió simplemente que le había parecido “interesante”. Naturalmente, me dijo, ella no podía hacer nada por los corresponsales del supuesto Hollenbach, pero sí podía, al menos, reunir las cartas que le destinaban y procurar entregármelas algún día; mi visita, dijo, le había parecido una oportunidad excelente para hacerlo. Mientras me hablaba, yo sostenía el fajo de cartas entre mis manos como si hubiesen sido escritas con una tinta pétrea o como si yo fuera incapaz de sobrellevar el peso de haber hecho pasar por una mentira lo que era una invención literaria; cuando reuní valor, le agradecí y le dije que no se preocupara, que siempre había lectores crédulos que confundían una ficción verosímil con la realidad, y que le agradecía su pesquisa y ser mi lectora. Ute Kindisch –pero ahora estoy seguro de que no se llamaba así y que su nombre era otro– sonrió al decirme que sí, que debían ser sin duda lectores crédulos y me dio la mano y se dio la vuelta y se perdió de vista.
No me atreví a leer las cartas ni ese día ni el siguiente, sino hasta llegar a mi casa de Madrid. No pude dejar de pensar en ellas en todo ese tiempo, sin embargo. Eran ocho, seis de ellas de diferentes autores y todas relativamente próximas temporalmente entre sí, aunque la primera era de tres años atrás y la última de hacía cuatro meses. En todas ellas los lectores manifestaban su entusiasmo por la teoría de la discontinuidad que Hollenbach había supuestamente elaborado para explicar los hechos trágicos del pasado histórico; en una afirmaban –es decir, lo afirmaba alguien que decía ser profesor de filosofía de Murcia– que yo había malinterpretado la teoría de Hollenbach y que él creía haberla entendido mejor y más adecuadamente y que quería conversar con él sobre el tema. Había una carta en la que el director de una pequeña editorial venezolana de filosofía ofrecía a Hollenbach la posibilidad de publicar su libro Betrachtungen der Ungewissheit en una nueva traducción a realizar por un profesor de la Universidad Central de Venezuela. Otra de las cartas era de un joven estudiante de filosofía de la argentina Universidad de Quilmes que deseaba saber si Hollenbach había leído la obra de Guillermo Enrique Hudson, cuya concepción del tiempo le parecía muy vinculada a la de Hollenbach. En otra, un profesor de la universidad de Gante le pedía algunas definiciones para un artículo sobre el concepto de circularidad en la obra de Hollenbach en el que estaba trabajando. Una última carta se despedía deseándole una buena salud y enviándoles recuerdos a su mujer y a su hija, que eran tan ficcionales –creía yo– como el propio Hans-Jürgen Hollenbach y su teoría de la discontinuidad.
Una tras otra, fui respondiendo las cartas en el transcurso de varias semanas; lo hacía en los ratos libres, pero no era una actividad placentera: procuraba explicar a los autores de aquellas cartas que Hans-Jürgen Hollenbach nunca había existido y que ellos habían caído en una pequeña trampa de la ficción. Al hacerlo, procuraba no ofenderlos, pero sí dejarles claro que el personaje con el que habían deseado comunicarse no existía y que era por esa razón que él no había respondido sus cartas –de hecho, les recordaba, tan solo había respondido breve y disuasoriamente a las cartas de Martínez, el protagonista de El comienzo de la primavera, aunque esto, naturalmente, solo había sucedido en la ficción–, pero que yo me permitía hacerlo en su nombre agradeciéndoles su interés en mi trabajo y deseándoles lo mejor en sus investigaciones filosóficas y la consecución de todos sus objetivos profesionales. No estaba seguro de no estar ofendiéndolos, sin embargo: alguien me había contado una vez que una de las consultas más frecuentes a la sección de información bibliográfica de la Biblioteca Nacional de Madrid era acerca de los papeles de cierto Íñigo Balboa y Aguirre, amanuense imaginario de un capitán también ficticio creado por un escritor español. Los lectores de la Biblioteca solían enfadarse mucho cuando se les hacía ver que el amanuense nunca había existido y achacaban el hecho de que los catálogos de la Biblioteca no incluyeran su nombre a la vocación de las instituciones públicas por el error o a un supuesto elitismo de las mismas, que guardarían su información más valiosa –y aquí debía pensarse en los papeles mencionados, que resultaban valiosos para los lectores del escritor español que habían caído en la trampa– para los investigadores profesionales.
A excepción de una de ellas, nunca recibí respuesta a mis cartas, pero tampoco la esperaba realmente. Cuando ya me había olvidado del asunto, sin embargo, recibí una carta con el membrete del departamento de filosofía de la universidad de Heidelberg. Era una carta de Ute Kindisch, en la que me pedía disculpas por la broma que decía haberme gastado; afirmaba que le había gustado mucho El comienzo de la primavera y que había pensado que la inclusión en la novela de la dirección real del departamento y, en general, la verosimilitud que desprendía el relato, podían alentar a alguien a escribir preguntando por Hollenbach, incapaz de comprender que era un personaje completamente ficcional, así que había escrito las cartas y le había pedido a sus conocidos y amigos que las despacharan desde los sitios donde se marchaban de vacaciones, aunque una de ellas –aclaraba, como si el dato fuese relevante por alguna razón–, la del supuesto profesor murciano, la había enviado ella misma en su último viaje antes de nuestro encuentro. Siempre había pensado, decía, que los personajes que resultan fascinantes para el lector son para él tan reales como la identidad del autor que los ha creado, y que este no debería arrebatar al lector su derecho a creer en la existencia de estos y en la posibilidad de encontrarlos algún día; esa era, terminaba, la finalidad de su pequeña broma literaria, por la que me pedía disculpas.
Aún tardé varias semanas en responderle: mi mujer y yo estuvimos en la isla de Malta tratando de poner orden en nuestro matrimonio y, mientras pensábamos cómo se había estropeado todo y si había algo que aún pudiera ser salvado –lo que parecía improbable al menos en Malta, que es una de las islas más horribles del Mediterráneo–, estuve lejos de pensar en el asunto de Heidelberg. Al regresar a Madrid, sin embargo, me dije que algo tenía que responder, al menos en nombre de una cierta deportividad y para demostrarle a Frau Kindisch –fuese ese su nombre o no– que no me dolía haber sido engañado. Escribí una carta cordial y fingidamente ligera en la que le agradecía a Frau Kindisch la broma que me había gastado, y le decía que yo también creía que había personajes que merecían vivir más allá de la autoridad y de la misma existencia de sus autores, y que le agradecía mucho que pensase que uno mío podía ser uno de ellos. También le agradecía que me hubiese enseñado la valiosa lección de que también un autor puede ser a veces un lector crédulo y que esa credulidad es un mérito de la ficción y no un defecto de lectores escasamente formados, y me despedía cordialmente y la invitaba a visitarme si un día pasaba por Madrid; cuando firmé, mi mano temblaba.
Unos cuatro días después de haber despachado mi carta recibí una respuesta del departamento de filosofía de la universidad de Heidelberg en la que me decían escuetamente que lamentaban informarme que no había ninguna Ute Kindisch trabajando en la universidad y a continuación –pero esto ya parecía inevitable– se despedían cordialmente. Cuando acabé de leer la carta –yo estaba de pie en el pasillo que conduce al ascensor de mi casa junto al buzón del correo, instalado en la ligera oscuridad que tiene ese pasillo y que a mí, al salir, me recuerda a veces al de una casa en la que viví en Alemania– pensé que había sido engañado dos veces y sentí asombro y algo de admiración por la mujer que para mí siempre iba a ser Ute Kindisch y por su defensa práctica y eficaz de una potencia de la ficción y pensé que me habría gustado conocer su verdadero nombre y su dirección para escribirle diciéndole que yo también creía a veces que los libros y sus habitantes pertenecen menos a sus autores que a aquellos que les dan vida con la lectura. Pensé aún un momento más en ello y estaba a punto de guardarme la carta en el bolsillo y de marcharme –iba a encontrarme con mi mujer, que ya no vivía conmigo pero parecía dispuesta a empezar de nuevo, como si eso fuese posible; ella ya no solía llevar el anillo de casados y yo también había empezado a pensar que el matrimonio era una ficción deficiente– cuando descubrí que había una segunda carta en el buzón. Había sido despachada en la localidad argentina de Quilmes y la abrí con vértigo: en ella, alguien me decía –con amabilidad pero también con cierta impaciencia– que su autor no entendía a qué me refería cuando decía en mi carta que Hans-Jürgen Hollenbach no existía realmente y que había sido creado por un escritor argentino que residía en Madrid, como quiera que se llamase, ya que el autor –quien, por cierto, era un joven estudiante de filosofía– había recibido carta del profesor alemán Hans-Jürgen Hollenbach esa misma semana.
Patricio Pron, Diez mil hombres (La vida interior de las plantas de interior, 2013)













La vida interior de las plantas de interior
Patricio Pron
Mondadori, 2013