Ray Bradbury, Vendrán lluvias suaves

Vendrán lluvias suaves
Agosto de 2026.
La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!
Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía.
Fuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.
Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la hora de la limpieza.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.

Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.
De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale. Su autora favorita, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco 
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas; 
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesara que haya terminado. 
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente; 
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! – gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
– ¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…

Ray Bradbury, Vendrán lluvias suaves (Crónicas marcianas). Traducido por Francisco Abelenda.


https://es.wikipedia.org/wiki/Ray_Bradbury
Ray Bradbury

Cristina Sánchez-Andrade, El cajón en el que habita mi madre.

El cajón en el que habita mi madre.
El primer cajón de la cómoda, en el que habita mi madre, tiene un agujerito que conecta con el cajón de la ropa interior de mi tía, olorosa a lavanda, que está justo debajo y que es donde, envuelto entre la ropa interior, guarda el revólver con el que la mató, que conecta con el de las medicinas de mi padre, que desde entonces tiene que tomarse, porque «nunca debimos hacer aquello, no», que conecta con el suelo de roca de la casa, que conecta con el cedro, que conecta con sus raíces retorcidas, con aspecto de lombrices y con el esqueleto de un escarabajo seco, que conectan con la tumba de los niños que aún viven en el corazón, que conecta con pasajes subterráneos hechos de ramitas y de recuerdos, que conecta con esa oscuridad que todos llevamos dentro y que nos impide respirar.
Ahí, en las entrañas frías de la muerte, habita mi madre. A veces lanza delicadas raíces, serpentea por debajo de la tierra, penetra la tierra dura y se abre camino despacio. Hacia el sol.
 Cristina Sánchez-Andrade, El cajón en el que habita mi madre (El niño que comía lana, Anagrama, 2019).
Fuente original: https://clubdelecturavirtualcyl.wordpress.com/2020/03/23/4772/.

https://es.wikipedia.org/wiki/Cristina_S%C3%A1nchez-Andrade
Cristina Sánchez-Andrade

Juan José Saer, La tardecita

La tardecita

Al ingeniero Saer

La historia, aunque a decir verdad los hechos escasos y simples que la constituyen, desde el punto de vista de las leyes del melodrama que imperan hoy en día en lo que podríamos llamar el mercado persa del relato, no alcanzarían a formar una historia, es más o menos la siguiente: un domingo a la mañana Barco, que acababa de cumplir cincuenta y dos años, buscando algún texto corto para leer antes del almuerzo, encontró una versión de La ascensión del monte Ventoux de Petrarca, y se instaló a leer en su estudio de abogado, en un sillón ubicado estratégicamente cerca de la ventana que daba al patio, para aprovechar al máximo la luz natural, de la que Barco era como se dice partidario ferviente cuando se trataba de lectura, aunque a causa de su trabajo únicamente de noche le quedaba tiempo para leer un rato antes de irse para la cama. El texto de Petrarca hacía años que no lo leía, y si lo eligió fue más bien a causa de su extensión, para poder terminarlo antes de mediodía, porque Tomatis estaba en Buenos Aires y se había anunciado en Caballito para el almuerzo, con el fin de traerle su regalo de cumpleaños y presentarles, a Miri y a él, su nueva pareja, una chica arquitecta que, según el sarcasmo de Miri, «por suerte gracias a su profesión podía hacer cosas un poco más constructivas que ponerse de novia con Tomatis», aunque Miri se olvidaba de que, treinta años atrás, Tomatis había estado enamorado de ella y ella, durante un par de semanas por lo menos, estuvo a punto de dejarse tentar por la cosa.
Lo cierto es que Barco se sentó esa mañana de domingo a leer a Petrarca. San Agustín –o, a estar con algunos, el colectivo publicitario de la iglesia primitiva que conocemos con el nombre de San Agustín– pretende que fue escuchando un sermón de San Ambrosio que se convirtió al cristianismo, lo que es igual que si hubiese sido leyéndolo, porque hasta entonces sólo se leía en voz alta, de modo que un sermón era una simple lectura comentada, semejante a lo que hoy llamaríamos una conferencia, y hay que reconocer que casi todas las grandes iluminaciones, exaltaciones, conversiones o revelaciones de los tiempos modernos provienen de la lectura. Pareciera ser que, en el estado actual de nuestra especie, siempre es necesario que lo poco que nos pasa de esencial le haya pasado primero a algún otro, de manera que sólo comparativamente podemos llegar a sentirnos, gracias a una lucidez pasajera, y muy de tanto en tanto, con fugacidad fragmentaria, lo que creemos ser o lo que tal vez somos.
A los pocos minutos de haber empezado a leer, Barco tuvo una experiencia semejante, pero no le advino ni un éxtasis ni una revelación, sino algo más íntimo y más querido: un recuerdo. Petrarca, que tenía desde hacía cierto tiempo la intención de escalar el Ventoux, cuenta que uno de los dilemas que se le presentaban era la elección de una compañía que fuese al mismo tiempo útil y agradable, y que después de haber vacilado entre varios de sus amigos, decidió llevar a su hermano menor, por el que sentía mucho afecto, pensando que la subida, que no era a decir verdad más que un paseo largo y fastidioso, y no una verdadera aventura, le daría al muchachito a la vez instrucción y placer. Y, gracias a las imágenes que, mientras avanzaba en la lectura, iban formándose en la parte más clara de su mente, el recuerdo, desde la oscuridad sin nombre y sin extensión o forma definida en la que yacía arrumbado o en la que derivaba desde hacía más de cuarenta años, nítido y entero, constituido de mil detalles hormigueantes y vivaces, hizo su aparición instantánea. Petrarca y su hermano menor escalando la ladera polvorienta y atormentada del monte se asociaron de un modo explicable pero inesperado, con un viaje que su hermano mayor y él, que tenía en ese entonces alrededor de diez años, habían hecho una tarde de otoño.
Existe siempre durante el acto de leer un momento, intenso y plácido a la vez, en el que la lectura se trasciende a sí misma, y en el que, por distintos caminos, el lector, descubriéndose en lo que lee, abandona el libro y se queda absorto en la parte ignorada de su propio ser que la lectura le ha revelado: desde cualquier punto, próximo o remoto, del tiempo o del espacio, lo escrito llega para avivar la llamita oculta de algo que, sin él saberlo tal vez, ardía ya en el lector. De modo que después de atravesar en un estado más bien neutro las informaciones del prólogo escrito por el traductor que había vertido el texto del latín al castellano, a los pocos minutos de empezar el relato propiamente dicho, Barco alzó la vista del libro y, con los ojos bien abiertos que no veían sin embargo nada del exteriorior, la fijó en algún punto impreciso de la habitación y se quedó completamente inmóvil, lleno hasta rebalsar del recuerdo que la lectura había suscitado:
Un atardecer de Semana Santa, un miércoles al final de la tarde para ser más exactos porque, para aprovechar al máximo las vacaciones habían decidido lanzarse a la aventura el mismo miércoles al salir de la escuela, sin esperar hasta el día siguiente, con el fin de ganar la noche del miércoles y la mañana del Jueves Santo en el pueblo en el que pasaban todas sus vacaciones, de verano, de otoño, de invierno o de primavera. Casi todos sus tíos, tías, primas y primos vivían en el pueblo o en los pueblos vecinos y para Barco, hasta los dieciséis o diecisiete años por lo menos, el pueblo ese tirado en medio de la llanura, el puñado de manzanas geométricas dividido en dos por las vías del ferrocarril, había sido una especie de paraíso: ninguna otra felicidad podía igualarse a la que lo asaltaba ante la perspectiva de ir a pasar en él unos días. Y era justamente a causa de la impaciencia que se apoderaba de él que se habían encontrado, él y su hermano mayor, que le llevaba cuatro años, en esa situación, o sea caminando los dos al atardecer en medio de la llanura vacía, por el camino de tierra de unos quince kilómetros que unía el pueblo con la ruta de asfalto donde los había dejado el colectivo de Rosario.
Al bajar del colectivo, habían esperado en el cruce una media hora sin que pasase un solo auto, y como se acercaba la noche, habían decidido empezar a caminar por el borde del camino de tierra, y a medida que se alejaban del asfalto la llanura se iba volviendo más desierta y más silenciosa. Como avanzaban hacia el oeste, en el fondo del camino recto y grisáceo, el disco rojo del sol, enorme y llameante, flotando no lejos del horizonte, parecía estar esperándolos con la intención de impedirles seguir adelante. Había llovido mucho la víspera, y el camino era un magma barroso en muchos trechos, donde algún vehículo, tirado a motor o a sangre, se había atrevido a pasar, formando huellas profundas de las que únicamente los bordes rugosos se habían resecado un poco. El estado en que había quedado el camino después de la lluvia explicaba la ausencia inusual de coches, aunque en aquella época los autos y los camiones no eran demasiado frecuentes en el campo, y de todas maneras la situación en la que se encontraban había sido prevista por sus padres, ya que la madre había querido oponerse a que viajaran esa tarde, argumentando justamente que había llovido y que la noche podía sorprenderlos en el camino, pero el padre, que tenía cierta predilección por su hermano mayor (o por lo menos Barco así se lo imaginaba en aquel entonces y seguía imaginándoselo en la actualidad, aunque su padre había muerto hacía treinta años y su hermano el año anterior), había dicho que gracias a la prudencia y al sentido de responsabilidad de su hermano no iba a sucederles nada malo (de todos modos, en ese punto o en cualquier otro, bastaba que su madre tuviese una opinión para que su padre formulase exactamente la contraria, y lo mismo sucedía, pero al revés, cuando era su padre el que argumentaba en primer término).
La cuestión es que avanzaban, ansiosos por llegar pero lentos a causa del barro, por el camino solitario, hacia el gran disco rojo que, como se dice, ensangrentaba el cielo en el oeste. Las nubes que se arremolinaban en la altura no interceptaban el disco rojo vivo, como si, inmóviles y asumiendo las formas más diversas, se hubiesen apartado igual que cortesanos respetuosos para no ocultar, con sus masas fofas y toscas, la perfección circular y ardiente de su presencia misteriosa. A cambio de esa discreción reverente, el sol las teñía de sus tonos innumerables, encendidos, claros y brillantes en las inmediaciones del disco, y que iban haciéndose cada vez más oscuros y más fríos –naranja, rojo, rota, violeta, azul– cuando iluminaban los copos algodonosos suspendidos hacia el este, en la porción opuesta del cielo. En el otoño ya avanzado, los campos de maíz parecían ruinas, con los tallos quebrados y grisáceos y las hojas color beige desgreñadas, resecas y colgantes, sugiriendo un ejército innumerable y fijo, aniquilado en una batalla reciente y del que hubiese vuelto a este mundo la muchedumbre de espectros, retomando el hábito de alinearse en orden para formar una teoría de almas en pena muda y amenazante. En un campo cercano, un rebaño de vacas negras había dejado de pastar, y los animales, orientados todos en sentido opuesto a la caída del sol, la cabeza un poco levantada como si estuviesen tratando de captar una señal remota, completamente inmóviles, todos en la misma actitud como si se tratase de la misma imagen plana reproducida cuarenta o cincuenta veces, le sugerían a Barco, en el momento en que estaba recordándolas, esas manadas que aparecen en las pinturas rupestres, más misteriosas por la extraña vida interior que emana de los animales que por las intenciones de los hombres fugitivos que los dibujaron en la piedra. Durante unos minutos de marcha únicamente oyeron el ruido de sus propios pasos, vacilantes y demorados, buscando suelo firme entre los trechos removidos de barro blando y los charcos de agua lisa que enrojecían el anochecer, hasta que, de algún punto lejano de la llanura un ganado invisible empezó a mugir, sacando al que tenían a la vista del sopor en el que parecía haber caído e incitándolo a seguir tascando en silencio. La inminencia de la noche cuya llegada, para precipitar al mundo en la negrura, parecía ir acelerándose, oprimía el pecho de Barco y le anudaba el vientre, de modo que para que no se pusiese a temblar, hundió la mano libre –en la otra llevaba una valijita– en el bolsillo del pantalón.
Al cabo de un rato de marcha, a la izquierda del camino, a unos cien metros adelante, divisaron el cementerio. Por temor de percibir en él el mismo terror apagado que empezaba a invadirlo, Barco no se animaba a mirar a su hermano, ni siquiera de reojo, y fue en ese momento en que se dio cuenta de que la llanura, en ese lugar que había atravesado decenas de veces, idéntico por otra parte a muchos otros en sesenta o setenta kilómetros a la redonda –camino de tierra, alambrados, maizales, campitos de pastoreo, redondel rojo enorme al atardecer, cuadrado de muros blancos del cementerio y cipreses negros sobrepasándolos–, de habitual que había sido hasta ese momento, se estaba volviendo irreconocible y extraño. Era incapaz de formularlo así en ese entonces, pero una luz cintilante, ultraterrena, transfiguraba el espacio y las formas que lo poblaban, poniendo a la vista, del paisaje familiar, su pertenencia a un lugar desconocido en el que, hasta ese momento, ignoraba que había estado viviendo. Durante años sentiría el malestar de esa revelación hasta que, gradualmente, capas y capas de experiencia, como sucesivas manos de pintura sobre una imagen odiosa, terminarían por hacérsela olvidar, hasta que esa mañana la lectura de Petrarca la trajo de nuevo a la luz viva del recuerdo.
El chasquido de los pasos en el barro estallaba apagadamente y se dispersaba en el aire que ya empezaba a volverse azul, mientras que del disco enorme que interceptaba el camino en el horizonte ya no era visible más que el semicírculo superior, y desde hacía unos minutos las nubes multicolores de un rato antes ya se estaban poniendo negras. El muro blanco del cementerio, por encima del cual, aparte de los cipreses, emergían las cúpulas y las cruces de cemento de algunos panteones, fulguraba a causa de esa luz que no era de este mundo, y del semicírculo rojo incrustado al final del camino, una turbulencia ígnea, de un rojo en fusión, barnizaba todo lo visible con una substancia fluorescente en la que el rojo y el negro parecían neutralizarse mutuamente produciendo una luminiscencia insólita y glacial, una harina estelar, a la vez impalpable y magnética, de la que también ellos, su ropa, sus cuerpos, sus órganos internos, y hasta sus deseos y sus pensamientos hubiesen sido espolvoreados. Aunque únicamente esa mañana, cuarenta años más tarde, era capaz de formularlo de esa manera, Barco tenía la impresión de estar en el lugar remoto de un mundo cuyo centro podía estar en un punto cualquiera del espacio, y que si en ese punto se encontrara el sentido de la totalidad, aun cuando fuese contiguo al que estaban atravesando, e incluso el mismo por el que en ese momento caminaban, piara ellos sería siempre inaccesible y remoto. Por primera vez sentía, sin saber que lo sentía, experimentando el terror de sentirlo sin gozar de la clarividencia resignada de cuarenta años más tarde, que el mundo no estaba fuera de ellos, sino que eran ellos los que le eran exteriores, y que el paisaje familiar en el que había nacido y que consideraba semejante al paraíso, era una lisura sin accidentes que toleraba un momento que la atravesaran hasta que, de golpe, se los tragaba sin dejar de ellos en la exterioridad neutra y distante la menor huella de su paso. El terror que se apoderó de él ignoraba esa evidencia; el carecer de nombre lo multiplicaba, y ya estaba a punto de aullar y de salir corriendo cuando, con suavidad, la mano tibia y un poco húmeda de su hermano se apoyó en su cabeza, en un gesto cuya intención se le escapaba un poco, en razón de esa relación peculiar que suele existir entre hermanos, íntima y distante a la vez.
–Me parece que oigo un motor –le dijo. Y era verdad: rateando, dando bandazos, el camioncito de la Liebre, el quiosquero, que había ido hasta el asfalto a buscar los diarios de la tarde y las revistas semanales que le llegaban por el colectivo de Rosario, frenó al cabo de unos minutos junto a ellos, y la cara rojiza de la Liebre apareció por la ventanilla, ostentando una sonrisa vagamente burlona en los labiecitos fruncidos que le habían valido el sobrenombre, y sin decir palabra, con un movimiento jovial de la cabeza, los invitó a subir.
Apenas oscureció, el camino se volvió todavía más dificultoso. La Liebre conducía concentrado y tenso, y esa noche, su hermano contaría, durante la cena, en medio de la risa general, cómo la Liebre, agarrándose firme del volante, inclinado hacia el parabrisas para auscultar mejor el camino e ir previendo los peligros, frenando y acelerando todo el tiempo, mientras ellos no se atrevían a desviar la vista de la luz de los faros que iluminaban el camino barroso, se hablaba a sí mismo en tercera persona, lanzándose advertencias, insultos o amenazas a cada resbalón o bandazo demasiado violento que desviaba al coche de la dirección que llevaba y daba la impresión de que iba a mandarlo a la cuneta o a volcarlo: “Tené cuidado, Liebre. No boludiés. Aflojá con el acelerador, Liebre. Ojo que hay un pozo adelante». Y así durante la hora que le pusieron para recorrer diez o doce kilómetros. Pero Barco no le prestaba atención: se iba calmando de a poco, como cuando, al despertar de una pesadilla, cuesta un buen rato todavía convencerse de que se ha vuelto a la vigilia y que la substancia opresiva del sueño se ha disipado. En la entrada del pueblo, por fin, lo familiar se restableció: era otra vez él, él, Horacio Barco y estaba llegando al pueblo con su hermano para pasar las vacaciones de Semana Santa. Pero esa vez no era felicidad lo que sentía, sino únicamente alivio. Cuando empezaron a rodar por la arboleda exterior que unía el camino con el pueblo, ya era noche cerrada desde hacía un buen rato. De las casitas Pobres de las afueras, salían gritos, risas, ladridos de perros alertados por el motor del camioncito, música y voces que mandaba la radio, y por las ventanas, proyectándose sobre los patios, las paredes, las veredas de tierra o de ladrillos, las copas de los árboles, colgando en los cruces dé las primeras calles, luces débiles pero cálidas, insignificantes en relación con la negrura sin fin de la llanura, pero amistosas, próximas, fragilísimas, y nacidas, como él, que las estaba viendo pasar, en ese mundo y en ningún otro, aunque a partir de ese día le quedara por averiguar, y seguiría intentándolo, sin conseguirlo, hasta el momento de su muerte, qué clase de mundo era.

Juan José Saer, La tardecita.  (El Aleph Editores, 2012)
https://lectorsalteado.com/author/marioazn/.

https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Jos%C3%A9_Saer
Juan José Saer

Jorge Luis Borges, Utopía de un hombre que está cansado

Utopía de un hombre que está cansado.
«Llamola utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar».
Quevedo.
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta. Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.
No dije nada y agregó:
—Si no te desagrada ver comer a otro, ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi anfitrión eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
—¿No te asombra mi súbita aparición?
—No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.
—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
—¿Y cómo se llamaba tu padre?
—No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, solo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no solo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.
Este me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro rió.
—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.
—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Solo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.
—¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.
—Como los rabinos —le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
—¿Un hijo? —pregunté.
—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y la gran aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
—¿Todavía hay museos y bibliotecas?
—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
—¿Qué sucedió con los gobiernos?
—Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
—He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.
—Esta es mi obra —declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.
—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.
—Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi anfitrión habló primero con la mujer.
—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.
—La nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.

Jorge Luis Borges, Utopía de un hombre que está cansado.

Jorge Luis Borges

Silvina Ocampo, El retrato mal hecho

El retrato mal hecho
A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.
Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.
La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.
La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.
Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: “Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro” o bien: “Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto”, o bien: “punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado”. Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: “Las hojas se hacen con seda color de aceituna” o bien: “los enrejados son de color de rosa y azules”, o bien: “la flor grande es de color encarnado”, o bien: “las venas y los tallos color albaricoque”.
Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: “Las venas y los tallos color albaricoque”. Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: “Lo he matado”.
Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.
La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.
Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: “Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín”.
Silvina Ocampo, El retrato mal hecho.


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Silvina Ocampo


Italo Calvino, Las ciudades continuas, 1

Las ciudades continuas, 1.
La ciudad de Leonia se rehace a si misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas aún sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener que pensar mas en ellas.
Dónde llevan cada día su carga los basureros nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se expande, y los basurales deben retroceder mis lejos; la importancia de los desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados como un reborde montañoso.
El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede quitar; renovándose cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos sus días y años y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta, basurales de otras ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de desechos. Tal vez el mundo entero, traspasados los con fines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada uno, en el centro, con una metrópoli en erupción ininterrumpida. Los límites entre las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los detritos de una y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de paja ruede del lado de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores, flores secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar, mezclado con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli siempre vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales. 

Italo Calvino, Las ciudades continuas, 1 (Las ciudades invisibles).

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Italo Calvino


W. Somerset Maugham, Louise

Louise
Jamás pude explicarme por qué le era tan antipático a Louise. Me tenía aversión, y yo sabía perfectamente que no perdía ocasión de criticarme con su gentileza característica.
Era demasiado delicada para hacer abiertamente una manifestación contra mí, pero con una leve insinuación, un suspiro o un gesto se hacía comprender perfectamente. Era una maestra en el arte de adular fríamente.
Es cierto que nos habíamos conocido casi íntimamente durante unos veinticinco años, pero a pesar de todo no pude llegar a convencerme de que nuestra vieja amistad lograra influir sobre ella en ningún sentido.
Tenía la impresión de que yo era una persona grosera, cínica y vulgar, y me resultaba un misterio la razón por la cual no tomaba el único camino que le quedaba, es decir, alejarse de mí.
Pero no se decidió a hacer nada por el estilo. No se separaba de mi lado; continuamente me invitaba a almorzar o a cenar con ella, y una o dos veces al año a pasar un fin de semana en su casa de campo. Por fin me pareció descubrir el motivo de estas atenciones. Suponía infundadamente que yo no creía lo que ella me contaba. Si era este el motivo por el cual no me apreciaba, también era la razón por la que deseaba granjearse mi amistad.
Le irritaba pensar que pudiera considerarla ridícula, y no desechaba la idea que se le había ocurrido, hasta que me viera obligado a reconocer mi error y, por lo tanto, quedara vencido.
Por otro lado, es posible que adivinase que el rostro que me presentaba a través de la máscara no era el verdadero, y solo porque yo no daba mi brazo a torcer creyó que tarde o temprano terminaría por comprenderla.
Nunca me convencí del todo de que no fuese una embustera, y me preguntaba si efectivamente se engañaba ella de la misma forma que lograba engañar a los demás, o si en realidad había cierto humorismo en el fondo de su corazón. De ser así, hubiera parecido que consideraba mi amistad como lo harían un par de fulleros que estuviesen convencidos de que compartían un secreto vedado a todo el mundo.
Era amigo de Louise mucho antes de que se casara. En aquella época era una frágil y delicada niña de ojos grandes y melancólicos. Sus padres la adoraban y sentían por ella una preocupación constante a causa de una escarlatina que le había dejado débil el corazón; debía, por lo tanto, cuidarse mucho. Así, cuando un joven llamado Thomas Maitland se le declaró, se quedaron consternados, pues estaban convencidos de que era demasiado delicada para afrontar la pesada carga del matrimonio. Pero no eran gente muy acomodada y sabían que Thomas Maitland era rico. Él se comprometió a hacer por Louise cuanto fuera humanamente posible. Finalmente cedieron, confiándole su hija como un sagrado tesoro.
Thomas Maitland era un hombre corpulento, fuerte, buen mozo y gran deportista. Estaba locamente enamorado de Louise. Teniendo en cuenta la debilidad de su corazón, Thomas Maitland no podía hacerse la idea de compartir una larga vida con ella, y, por lo tanto, decidió procurarle el mayor bienestar posible durante su corto paso por este mundo. Abandonó los deportes en que sobresalía, no porque ella se lo hubiese sugerido, ya que le agradaba saber que jugaba al golf y salía de caza, sino porque daba la coincidencia de que sufría un ataque al corazón cada vez que él se proponía dejarla sola un día. Cuando se producía algún altercado, ella acostumbraba a ceder en el acto, porque era la esposa más sumisa que se pudiera desear, y cuando le flaqueaba el corazón se quedaba tranquilamente en cama durante una semana.
Él nunca la contrariaba, y cuando había alguna discusión terminaba por darle la razón aunque no la tuviera.
En cierta ocasión, Louise se empeñó en dar un paseo de ocho millas. Con este motivo le dije a Thomas Maitland que su esposa demostraba estar más fuerte de lo que parecía. Maitland movió la cabeza y suspiró.
—No, no es eso —me dijo—. Está muy delicada. Ha consultado a los más famosos especialistas del corazón del mundo entero, y todos están de acuerdo en que su vida pende de un hilo. Lo que sí puedo asegurarle a usted es que tiene un espíritu inquebrantable.
Maitland le contó lo que yo le había dicho acerca de su resistencia, y ella expuso:
—Mañana lo pagaré, pues me hallaré a las puertas de la muerte.
—A veces pienso que se halla usted bastante fuerte cuando quiere llevar a cabo sus propósitos —le murmuré, pues había notado que cuando asistía a una reunión alegre bailaba tranquilamente hasta después de las cinco de la madrugada, pero si por casualidad la reunión resultaba aburrida se ponía triste y Thomas se veía obligado a marcharse temprano.
Estoy seguro de que no le agradó lo más mínimo lo que le dije, porque aunque me sonrió de una forma algo patética noté que en sus grandes ojos azules no brillaba la menor alegría.
—No puede usted pretender que me muera solo por complacerle —me replicó.
A pesar de todo, Louise sobrevivió a su esposo. Este contrajo una bronconeumonía durante un paseo en yate en un día frío; Louise no había podido cederle sus mantas porque las necesitaba para abrigarse ella. Maitland le dejó una buena renta y una hija; sin embargo, Louise estaba desconsolada.
Sus amigas se decían que la pobre Louise no tardaría mucho en seguir a su esposo, y desde entonces se mostraron muy apenadas por la suerte que pudiera correr su hijita Iris, que quedaría huérfana, y redoblaron sus atenciones para con Louise. No le permitían mover un dedo, insistiendo en hacer cuanto fuera posible para evitarle la menor molestia. Se veían obligadas a hacer esto porque temían que cualquier trabajo fatigoso o inconveniente pudiera dañarle el corazón y volviese a encontrarse en peligro de muerte. Se sentía completamente desamparada sin la protección de su esposo, y no sabía cómo educar a su hija, teniendo que preocuparse tanto por su corazón.
Sus amistades le preguntaban por qué no volvía a casarse. No podía concebir tal cosa en el estado en que se encontraba su corazón, a pesar de que sabía que su esposo hubiese deseado que lo hiciera; con seguridad sería la mejor forma de solucionar el problema de Iris, pero se preguntaba quién querría cargar con una miserable inválida como ella. Por extraña coincidencia, más de un joven hubo dispuesto a cargar con ella y con su hija. Así, pues, cuando apenas había transcurrido un año de la muerte de Thomas Maitland, contrajo matrimonio con George Hobhouse.
Este era un joven rico y de aspecto atrayente. Jamás vi a un ser que mostrara tanto agradecimiento por el privilegio de sentirse con derecho a cuidar de aquella frágil criatura.
—Espero que no tendrás la molestia de cuidarme por mucho tiempo —le dijo ella.
George Hobhouse era militar, y muy ambicioso por cierto, pero a causa de la enfermedad de Louise se vio obligado a pedir la excedencia, porque la salud de su mujer hacía necesario que pasaran el invierno en Montecarlo y el verano en Deauville.
George sintió cierto pesar al tener que abandonar su carrera. Al principio Louise no quiso ni hablar de ello, pero finalmente accedió, y él se dispuso a rodear de atenciones a su mujer para que su corto paso por la vida fuera más grato.
—No he de causar muchas molestias, porque sé que no he de vivir mucho —decía ella—. Trataré de ser lo menos fastidiosa que pueda.
Durante los dos o tres primeros años de su segundo matrimonio Louise logró, a pesar de su débil corazón, asistir lujosamente vestida a las más alegres reuniones, jugar fuerte, bailar y hasta coquetear con jóvenes gallardos.
Pero George Hobhouse no tenía el carácter del primer esposo de Louise, y experimentaba la necesidad de beber de vez en cuando para sentirse tonificado y poder sobrellevar la tarea que representaba ser el segundo marido de Louise. Es muy probable que esto hubiese degenerado en costumbre —aunque Louise lo habría impedido a toda costa— de no haberse declarado la guerra, lo cual fue una suerte para mi amiga.
George se reincorporó a su antiguo regimiento, y tres meses después murió en acción de guerra.
Esto fue un duro golpe para Louise. Sabía que ante una catástrofe semejante tenía que mostrarse fuerte, y cuando le daba algún ataque al corazón se cuidaba de que se supiera.
A fin de distraer su mente transformó su villa de Montecarlo en hospital para los oficiales convalecientes, aunque los amigos le decían que no podría sobrevivir a tal esfuerzo.
—Sí, ya sé que el trabajo me matará —decía—, pero ¿qué importa? No puedo escatimar mi ayuda.
Sin embargo, el trabajo no la mató. Pasó entonces la mejor temporada de su vida. No había en toda Francia un hospital para convalecientes más popular. Me encontré con ella por casualidad en París. Estaba almorzando en el restaurante del Ritz en compañía de un apuesto francés. Me explicó que se encontraba allí por casualidad, pues debía resolver unos asuntos relacionados con su casa de reposo, y añadió que los oficiales eran muy amables con ella. Todos sabían cuán delicada estaba, y no le permitían de ningún modo que hiciera el menor esfuerzo.
«Disputan por cuidarme —solía decir suspirando— como si todos fuesen esposos míos.»
—¡Pobre George! ¿Quién hubiera dicho que iba yo a sobrevivir teniendo el corazón tan mal?
—¡Pobre Thomas! —dije yo.
No sé por qué pareció no agradarle esto, y con su acostumbrada cara risueña y los ojos llenos de lágrimas me contestó:
—Siempre que se dirige usted a mí lo hace como echándome en cara los pocos años que me quedan de vida.
—Me parece que está usted ahora algo mejor del corazón, ¿no es así? —le pregunté
—Nunca estaré bien del todo. Esta mañana consulté a un especialista, y me dijo que debía estar preparada para lo peor.
—Bien —repuse—pero creo que está usted preparada para eso desde hace más de veinte años, ¿no es cierto?
Cuando terminó la guerra, Louise se fue a vivir a Londres.
Era ya una mujer de unos cuarenta años, muy delgada, de frágil apariencia, pálidas mejillas y grandes ojos, pero no aparentaba tener más de veinticinco años.
Iris, que era ya una señorita y había terminado sus estudios, se fue a vivir con su madre.
—Ella me cuidará bien —decía Louise—, es indudable que le será molesto vivir con una inválida como yo, pero como será por tan poco tiempo seguramente no le pesará este sacrificio.
Iris era una bella joven. Había sido educada en el convencimiento de que la salud de su madre era muy precaria. De niña no le habían permitido hacer el menor ruido en su casa; de esto había sacado la convicción de que su madre no debía recibir ningún disgusto, y a pesar de que Louise le aseguró que no quería que se sacrificara por ella, la joven no le hizo el menor caso. No era un sacrificio, sino un placer, atender en todo momento a su querida madre; y esta no se negaba a que hiciera muchas cosas sabiendo que ponía en ellas tanta voluntad.
—A la muchacha le agrada saber que es de utilidad lo que hace —decía la madre.
— ¿No cree usted —le pregunté una vez— que Iris debe salir de paseo con más frecuencia?
—Eso es exactamente lo que yo le digo a cada momento, pero no hace caso. Bien sabe Dios que nunca quiero que nadie se moleste por mí.
Y cuando yo reconvenía a Iris sobre este punto, la joven contestaba:
—¡Pobre mamá! Su único deseo es que vaya a visitar a mis amigas, pero en cuanto me dispongo a ello la amenaza un ataque al corazón. Por lo tanto, prefiero quedarme en casa.
Como todas, un día se enamoró. Un excelente muchacho amigo mío se le declaró y fue aceptado. Yo sentía una gran simpatía por la joven, y me alegré al ver que al fin tendría la oportunidad de vivir su propia vida, lo que ella jamás sospechó que fuera posible.
Un día se me presentó el muchacho diciéndome que había aplazado indefinidamente el matrimonio, pues Iris consideraba que no le era posible abandonar a su madre. Naturalmente, este asunto no me incumbía en absoluto, pero aproveché la oportunidad y fui a ver a Louise.
Siempre le resultaban muy gratas las visitas de sus amigos a la hora del té, y al tener más edad cultivaba la amistad de autores y artistas.
—Parece que Iris no se casa, ¿no es cierto? —le dije de pronto.
—No estoy muy segura —me contestó—. No se casará tan pronto como yo hubiera deseado. Le he rogado de rodillas que no tuviese en cuenta mi situación, pero se niega obstinadamente a separarse de mi lado.
—¿No cree que esto es muy duro para ella?
—Sin duda. No concibo que nadie se sacrifique por mí, sabiendo que esta situación no podrá durar más de unos meses a lo sumo.
—Mi estimada Louise —le contesté—, usted ha enterrado ya a dos maridos, y no veo la razón para que no entierre por lo menos a dos más.
—¿Cree usted que es gracioso lo que acaba de manifestar? —me contestó en un tono que evidenciaba cuán ofendida se sentía.
—Supongo que nunca ha pasado por su mente, como algo extraño y curioso, que es usted capaz de hacer cuanto se propone, y que su débil corazón solo le impide hacer aquello que no le resulta grato…
—¡Oh!… Ya sé, ya sé lo que siempre ha pensado usted de mí. Nunca creyó usted que padeciera lo más mínimo del corazón, ¿no es así?
La miré fijamente.
—Estoy plenamente convencido de que durante veinte años ha representado usted a la perfección una estupenda comedia, y la opinión que he formado de usted es que es la mujer más egoísta que he conocido jamás.
No me habría sorprendido nada que al oír mis palabras hubiese sufrido allí mismo uno de sus acostumbrados ataques al corazón. Tenía la seguridad de que, cuando menos, iba a estallar en apasionadas protestas, pero, por el contrario, en sus labios se dibujó una débil sonrisa.
—Mi pobre amigo —me contestó—, cualquier día de estos se arrepentirá usted profundamente de lo que me ha dicho.
—¿Está usted decidida a que Iris no se case con ese joven? —le pregunté.
—Le he rogado que se case con él —me contestó—. Ya sé que esto será la causa de mi muerte, pero da lo mismo. Ya sé que no le importo a nadie y que soy una carga para todos.
—¿Le dijo usted eso a ella?
—Me obligó a decirlo.
—Eso es ridículo. No creo que haya nadie que la obligue a usted a hacer lo que no quiere.
—Por mi parte, puede casarse mañana mismo si así lo desea. Si muero a consecuencia de ello, habré terminado de una vez.
—Perfectamente. Corramos el riesgo, ¿quiere?
—¿No siente usted compasión por mí?
—No puedo compadecer a una persona que me divierte tanto —le respondí.
Un ligero rubor tiñó las mejillas de Louise, y aunque parecía sonreír, sus ojos miraban con dureza y odio.
—Iris se casará dentro de un mes —me dijo—, y si algo me pasa espero que tanto usted como ella sabrán perdonarse mutuamente.
La palabra de Louise era como un documento. Se fijó la fecha, mandó que le hicieran un soberbio ajuar y se repartieron las invitaciones.
Iris y su joven prometido no cabían en sí de gozo. Pero el día de la boda, a las diez de la mañana, Louise, aquella endiablada mujer, tuvo uno de sus acostumbrados ataques al corazón y falleció tranquilamente, perdonando a Iris por ser la causa de su muerte…

W. Somerset Maugham, Louise.

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W. Somerset Maugham


Pilar Adón, Botellitas

Botellitas.
A Dora Sallter le gustaba coleccionar las botellitas de vidrio de los zumos de frutas que iba tomando durante las vacaciones, porque luego pensaba decorarlas con distintos tonos de verde o de azul, y llenarlas de flores pequeñas con las que adornar su habitación de la ciudad. Era un pequeño lujo que Dora podía permitirse ya que las botellitas no ocupaban mucho espacio y eran capaces de regalarle una belleza singular al rincón elegido para ser agraciado con una flor viva. Un pequeño lujo que iba calmando el ansia de lujos mayores que Dora deseaba obtener y que estaban relacionados, en su mayoría, con la posesión de una casa para ella sola. Una casa grande o pequeña, bonita o fea. Daba lo mismo porque ya se encargaría ella de arreglarla y de cubrirla de elementos hermosos y discretos. Pero, de momento, sabía que tendría que seguir conformándose con sus consuelos triviales, con sus botellitas y las flores por los rincones, porque la gran pretensión todavía no estaba a su alcance. Y no lo estaba debido, también en su mayor parte, a la pereza mental, física y eterna de Oliver Oser, su novio.
Oliver Oser era un chico rubio, pálido y muy delgado, cuya característica facial más notable residía en una pequeña cicatriz sobre el labio inferior que le daba un aspecto algo extraño, no desagradable pero sí un tanto caprichoso y arbitrario, como si todo lo que tuviera a su alrededor le estuviera causando una permanente sensación de asco. Gesto que casi siempre se veía compensado por el profundo color grisáceo de sus ojos que generalmente divagaban sin sentido pero que, en las raras ocasiones en las que decidían posarse sobre cualquier objeto, eran capaces de dotarlo de una luminosidad casi lunar. Y en aquel instante, la mirada extraviada de Oliver había ido a detenerse sobre una de las botellas de zumo de su querida Dora.
– ¿De qué color vas a pintar ésta? –preguntó.
Dora Sallter suspiró, dio un sorbo lento de su vaso lleno de líquido anaranjado y tardó en responder pausadamente, sin ganas:
– No lo sé, Oliver… No lo sé. Siempre me preguntas lo mismo, una y otra vez, y yo siempre te respondo lo mismo una y otra vez. Que no lo sé.
Oliver no se inmutó por la respuesta un tanto agria de su pequeño y dulce amor, y continuó mirando la botella sin parpadear, con los pensamientos fundidos por entre los átomos del vidrio. Y mientras tanto Dora, su dulzura, observaba los besuqueos intensos de la pareja que tenían al lado e imaginaba que aquel chico moreno, fuerte y curtido que abrazaba con tal pasión a su compañera y que era capaz de abrir la boca, succionar y estirar la lengua de esa manera tan firme, con tanta resistencia, seguramente sería capaz también de comprar una buena casa y equiparla con todo lo necesario para vivir en ella sin más preocupaciones. En cambio Oliver… No había más que verle, desentrañando los misterios de la etiqueta de la botella de zumo, navegando por las gotitas que se habían quedado adheridas en el interior, enumerando las baldosas blancas que había en el suelo hasta llegar a una de las baldosas rojas… Oliver nunca compraría una casa, y ella tendría que seguir enclaustrada para siempre en aquella habitación cada vez más escasa, más agobiante, ya que había ido apilando en su interior las mil cosas que seguía comprando año tras año para su hipotética casa futura.
Aquella casa que nunca llegaría si continuaba con Oliver. Y ahí estaba la cuestión. Ahí residía el problema. ¿Por qué seguía con Oliver? No creía quererle en exceso. Tampoco podría decir que se sintiera muy atraída físicamente por él. ¿Entonces? ¿Por qué no se libraba de él y comenzaba a buscar un verdadero hombre, alguien que fuera capaz, monetaria y emocionalmente, de comprar una casa? Alguien como ese chico moreno que seguía succionando y que continuaría así durante mucho tiempo…
– Oliver, cielo –dijo–. ¿Por qué no vas al apartamento y me traes mi chaqueta azul? Está empezando a refrescar y tengo frío. ¿Me harías ese favor, cariño?
Él tardó un poco en despegar los ojos de una de aquellas baldosas rojas que detenían su cuenta de baldosas blancas. Vaciló, aspiró largamente por la nariz y, por fin, levantándose de la silla, fue capaz de responder:
– Por supuesto, mi amor. Vuelvo ahora mismo. No te muevas de aquí. Voy corriendo.
Dora Sallter ya sabía que iría corriendo porque si de algo estaba segura era de que Oliver la quería. Se enamoró de ella como un bobo hacía casi once años y desde entonces no había dejado de hacer cualquier cosa que ella le pidiera. Cualquier cosa.
Volvió de nuevo la cabeza hacia los dos succionadores y vio, con asombro, que estaban discutiendo con una furia inesperada considerando que tan sólo cinco minutos antes se habían bebido los intestinos mutuamente. Ahora se miraban con ira, a ratos con desprecio, y lo que se decían casi a gritos sonaba tan brusco, tan violento, que Dora comenzó a sentir por ellos un desprecio creciente. Oliver y ella no discutían porque él, debía reconocerlo y se le escapó una pequeña sonrisa involuntaria, siempre terminaba cediendo a sus querencias. Tenía que admitir que solía salirse con la suya y eso era, lo sabía, porque Oliver la quería más que a ninguna otra persona en el mundo. La quería mucho y si no compraba la dichosa casa era, para qué negarlo, porque no podía, porque no ganaba lo suficiente en ese trabajo miserable que tenía, en el que día tras día se le menospreciaba y en el que estaba dando lo mejor de sí mismo sin que nadie se lo reconociera. Así que Dora Sallter siguió sonriendo, ahora más ampliamente, mientras la pareja de la mesa contigua no dejaba de pelear a voces. Oliver la amaba, a ella y sólo a ella.
Bebió lentamente el zumo de su vaso y contempló el paseo marítimo mientras esperaba. Luego despegó la etiqueta de la botellita y volvió a mirar hacia el mar. Al rato pidió otro zumo porque la terraza estaba completamente llena y los camareros comenzaban a merodear a su alrededor. Se bebió el zumo, observó largamente el paseo marítimo y quitó de nuevo la etiqueta de la botella. Oliver estaba tardando mucho y eso era algo muy extraño en él. Muy extraño. Dora dirigió su mirada hacia la carretera oscura y mal asfaltada que él había tomado corriendo para llegar al apartamento más rápidamente y, aunque no le gustaba mostrar impaciencia ante las llegadas de Oliver –no quería que él pudiera pensar que estaba expectante–, esta vez se sentía francamente alerta. Oliver estaba tardando mucho. Mucho… De repente Dora Sallter se levantó de la silla y, con los ojos muy abiertos en una expresión de horror, se llevó una mano a la boca. No gritó, no dijo nada, pero se quedó allí de pie, vigilada por los camareros y por los demás clientes de la cafetería, porque Oliver se había ido corriendo hacia aquella carretera estrecha y mal iluminada por la que los coches circulaban a una velocidad considerable y no era muy frecuente el paso de peatones y, sobre todo, especialmente y por encima de cualquier otra consideración, porque Oliver nunca sabía dónde ponía los ojos.

Pilar Adón, Botellitas.

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Pilar Adón


Mario Levrero, El crucificado

El crucificado.

Fue lo bastante astuto o estúpido como para deslizarse entre nosotros sin hacerse notar, y cuando Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había una ley tácita de que las cosas debían permanecer o desenvolverse así como estaban o transcurrían; si en cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo habríamos rechazado.
Tenía pocos dientes, era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de halitosis, sudor y orina. Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y pantalones mugrientos y rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de sangre seca y cabezas de clavos oxidados.
Al reconstruir la historia, imagino que alguien, y supongo quién, le alcanzaría algo de comer; porque la posición de los brazos le impedía pasar por el agujero que daba al comedor, y siempre estaba, por lógica, ausente de nuestra mesa. Yo me inclino a pensar que en realidad no comía.
En ese entonces estábamos dispersos y desconectados, no se llevaba ningún control ya sobre las acciones de nadie, y apenas Eduardo, de vez en cuando, sacaba cuentas. Hablábamos poco, y el Crucificado no llegó a ser tema. Sospecho que todos pensábamos en él, pero por algún motivo no lo discutíamos. Don Pedro, el más ausente, siempre en Babia o con su juego de bolitas metálicas, fue el único que en un principio se le acercó, para advertirle con voz un tanto admonitoria que tenía la bragueta desabrochada. El Crucificado esbozó algo parecido a una sonrisa y le dijo que se fuera a la putísima madre que lo recontramilparió, con lo cual el diálogo entre ellos quedó definitivamente interrumpido.
Se mantenía al margen, con esa pose de espantapájaros, y más de una vez pensé con maldad en sugerirle que cumpliera esa función en los sembrados (que dicho sea de paso habíamos descuidado bastante; sólo la gorda se ocupaba del riego, pero a esa altura ya no valía la pena).
De noche entraba al galpón, necesariamente de perfil por lo estrecho de la puerta y le daba mucho trabajo tenderse para dormir. Al fin me decidí a ayudarlo en este menester, cosa que nunca me agradeció en forma explícita, y no imagino cómo se levantaba por las mañanas, porque yo dormía hasta mucho más tarde.
Era por todos sabido que el 1° de setiembre Emilia cumpliría los quince, y se aceptaba sin discusión que sería desflorada por Eduardo, como todas ellas. Después Eduardo se desinteresaba, y las muchachas pasaban, o no, a formar alguna pareja más o menos estable con cualquiera del resto.
Emilia era la más deseable y desarrollada: sus 14 años y nueve meses nos tenían enloquecidos. Ella, sin altanería coqueta, dejaba fluir su indiferencia sobre nosotros, incluyendo a Eduardo.
Tenía el pelo negro mate, largo y lacio, un rostro ovalado perfecto, ojos grandes y verdes, y un perfume natural especialmente turbador.
El 21 de julio, a la madrugada, me despertó el revuelo infernal, inusual, del galpón. Cuando logré despejarme vi que estaban en la etapa de fabricar los grandes objetos de madera. Habían encontrado a Emilia montada encima del Crucificado, los dos desnudos. Ahora, a ellos los tenían sujetos, por separado, con cables de antena de televisión. La gorda se ocupaba de los discos, doña Eloísa, baldada como estaba, se había levantado gozosa a preparar mate y tortas fritas, Eduardo dirigía las operaciones, un hervidero de gente en actividad febril.
Finalizados los preparativos la gorda puso la Marsellesa, y a ellos les desataron los cables y cargaron a Emilia con las dos cruces, porque evidentemente el Crucificado no tenía cómo cargar la suya nueva. A mitad del camino del cerro comenzó a insinuarse el amanecer. Era un cortejo nutrido y silencioso, y yo iba a la cola y no pude ver bien lo que pasaba, pero era evidente que les tiraban piedras y los escupían. Algunos transeúntes casuales se sumaron al cortejo, otros siguieron de largo. Yo no estaba conforme con lo que se hacía, pero no es justo que lo diga ahora; en ese momento me callé la boca.
Trabajaron como negros para afirmar las cruces en la tierra, en especial la de Emilia, que era en forma de X. A ella le ataron las muñecas y los tobillos con alambre de cobre, a él simplemente le clavaron la madera de su cruz rota sobre la nueva.
Los pusieron enfrentados, muy próximos entre sí, como a un metro y medio o dos metros. Emilia tenía sangre seca en las piernas y magullones en todo el cuerpo. El cuerpo del Crucificado era una mezcla imposible de marcas viejas y nuevas, cicatrices y cardenales.
Los demás se sentaron sobre el pasto. Comían y escuchaban la radio a transistores. Don Pedro jugaba con sus bolitas. Yo busqué la sombra de un árbol cercano, y miraba el conjunto con mucha pena, y también remordimientos.
Me quedé dormido. Cuando desperté era plena tarde. La escena seguía incambiada. Me acerqué y vi que se miraban, el Crucificado y Emilia, como hipnotizados, los ojos de uno en los ojos del otro. Emilia estaba más linda que nunca, y sin embargo no me despertaba ningún deseo. Los otros se sentían incómodos. De vez en cuando, sin ganas, proferían insultos o les tiraban piedras o alguna porquería, pero ellos parecían no darse cuenta.
Alguien, luego, con un palo, le refregó al Crucificado una esponja con vinagre por la boca. El Crucificado escupió y después dijo, con voz clara y joven que no puedo borrar de mi memoria:
—La otra vez fue un error, me habían confundido, ahora está bien.
Y ya nadie los sacó de mirarse uno a otro, y parecían hacer el amor con la mirada, que se poseían mutuamente, y nadie se animaba ya a decir o hacer nada, querían irse pero no podían, nos sentíamos mal.
Al caer la tarde Emilia había alcanzado el máximo posible de belleza, y sonreía. El Crucificado parecía más nutrido, como si hubiera engordado, y la sangre empezó a manar de sus viejas heridas de los clavos en las manos y de las cicatrices que nunca habíamos notado en los pies; también, por debajo del pelo, manaban hilitos rojos que le corrían por la frente y las mejillas. El cielo se oscureció de golpe. El Crucificado volvió a hablar.
—Padre mío —dijo— por qué me has abandonado.
Y después rió.
La escena quedó estática, detenida en el tiempo. Nadie hizo el menor movimiento. Hubo un trueno, y el Crucificado inclinó la cabeza muerto.
Todos parecían muertos, todos habían quedado en las posiciones en que estaban, la mayoría ridículas. Don Pedro con un dedo metido en la caja de las bolitas.
Me acerqué a la cruz de Emilia y le desaté los pies y las manos, con un trabajo enorme para que no se me cayera y se lastimara. Ella seguía como hipnotizada, la sonrisa en los labios y con su nueva belleza que parecía excederla, como un halo.
Sin querer tuve que manosearla un poco para sacarla de allí; pensé que debería sentirme excitado, pero no era posible, era como si yo no tuviera sexo. A pesar de mi tradicional haraganería la cargué en mis brazos, como a una criatura, y la llevé a la casa. Fue un camino largo, penoso, que mil veces quise abandonar por cansancio, y sin embargo no podía detenerme. Tenía los brazos acalambrados y me dolía la cintura, transpiraba como un caballo. En el galpón la deposité en la cama de Eduardo, que era la mejor, y después me tiré en el suelo, en mi lugar de siempre.
Al otro día Emilia me despertó con un mate. Yo lo tomé, todavía dormido, y después advertí que seguía desnuda y sonriente.
—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté cuando estuve más despierto. Pensaba en el cadáver del Crucificado, en toda la gente momificada allá, en el cerro. Ella se encogió de hombros y me respondió con voz infinitamente dulce:
—Ya nada tiene importancia.
Hizo una pausa, y agregó:
—Espero un hijo. Nacerá dentro de tres días.
Noté, en efecto, que su vientre se había abultado en forma notoria. Me asusté un poco.
—¿Busco un médico? —pregunté, y me contestó con la voz clara, grave y joven del Crucificado.
—No tienes más nada que hacer aquí. Ve por el mundo y cuenta lo que has visto.
Y me dio un beso en la boca.
Fui al casillero y saqué los guantes blancos y el pullover; me los puse.
—Adiós —dije; y Emilia, sonriendo, me acompañó hasta la puerta. Era un día primaveral y fresco, lleno de luz, hermoso. A los pocos pasos me di vuelta y miré. Ella seguía en la puerta.
No me hizo adiós con la mano. Pero más tarde, en el camino, descubrí que hacía jugar los dedos de mi mano derecha con el tallo de una rosa, roja.
Mario Levrero, El crucificado.

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Mario Levrero.

Luis Mateo Díez, El Tilo

El tilo.
Un hombre llamado Mortal vino a la aldea de Cimares y le dijo al primer niño que encontró: avisa al viejo más viejo de la aldea, dile que hay un forastero que necesita hablar urgentemente con él.
Corrió el niño a casa del Viejo Arcino que, como bien sabía todo el mundo en Cimares, tenía más edad que nadie.
Hay un forastero que le quiere hablar con mucha urgencia, dijo el niño al Viejo.
Las prisas del que las tiene suyas son, la edad que yo tengo me la gané viviendo con calma, si quiere esperar que espere.
El hombre daba vueltas alrededor de un tilo muy grande que había en la entrada del pueblo. Cuando volvió el niño y le dijo lo que le había comentado el Viejo Arcino, estaba muy nervioso.
Es poco el tiempo que queda, musitó contrariado, una docena más de vueltas al árbol y termina el plazo.
El niño le miraba aturdido, el hombre le acarició la cabeza: lo que menos vale de la edad de un hombre es la infancia, dijo, porque es lo que primero acaba. Luego viene la juventud, siguió diciendo mientras volvía a dar vueltas, y nada hay más vano que las ilusiones que en ella se fraguan. El hombre maduro empieza a sospechar que al hacerse más sabio, más se acerca a la muerte, entendiendo que la muerte sabe más que nadie y siempre sale ganando. De la vejez nada puedo decir que no se sepa.
El Viejo Arcino llegó cuando el hombre estaba a punto de dar la docena de vueltas.
¿Se puede saber lo que usted desea, y cuál es la razón de tanta prisa?…, le requirió.
Soy Mortal, dijo el hombre, apoyándose exhausto en el tronco del tilo.
Todos los somos, dijo el Viejo Arcino. Mortal no es un nombre, Mortal es una condición.
¿Y aun así, aunque de una condición se trate, sería usted capaz de abrazarme?…, inquirió el hombre.
Prefiero besar a ese niño que darle un abrazo a un forastero, pero si de esa manera queda tranquilo, no me negaré. No es raro que llamándose de ese modo ande por el mundo como alma en pena.
Se abrazaron bajo el tilo.
Mortal de muerte y mortandad, musitó el hombre al oído del Viejo Arcino. El que no lo entiende de esta manera lleva las de perder. La encomienda que traigo no es otra que la que mi nombre indica. No hay más plazo, la edad está reñida con la eternidad.
¿Tanta prisa tenías…? inquirió el Viejo, sintiendo que la vida se le iba por los brazos y las manos, de modo que el hombre apenas podía sujetarlo.
No te quejes que son pocos los que viven tanto.
No me quejo de que hayas venido a por mí, me conduelo del engaño con que lo hiciste, y de ver asustado a ese pobre niño…

Luis Mateo Díez, El Tilo (El Árbol de los cuentos, Madrid, 2006, Alfaguara).

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Luis Mateo Díez,

Augusto Monterroso, La fe y las montañas

La fe y las montañas.

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.
 Augusto Monterroso, La fe y las montañas.

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Augusto Monterroso