John Cheever, El brigadier y la viuda del golf

El brigadier y la viuda del golf
No quisiera ser uno de esos escritores que exclaman, al levantarse todas las mañanas: «¡Gogol, Chéjov, Thackeray y Dickens!, ¿qué hubierais hecho con un refugio atómico, cuatro patos de escayola, una pila para pájaros y tres gnomos de largas barbas y gorros encarnados?» Como digo, no quisiera empezar el día así, pero a veces me pregunto qué habrían hecho los que ya están muertos. Y es que el refugio se halla tan dentro de mi paisaje habitual como las hayas y los castaños de Indias de la colina. Lo veo desde la ventana junto a la que escribo. Lo construyeron los Pastern, y se alza en el solar vecino a nuestra propiedad. Bajo un velo de césped reciente y poco tupido, sobresale como una especie de molesto defecto físico, y creo que la señora Pastern colocó esas estatuas alrededor para suavizar el impacto. Es algo muy de su estilo. La señora Pastern era una mujer muy pálida. Sentada en su terraza, en su sala o en cualquier parte, vivía obsesionada por su amor propio. Si le ofrecías una taza de té, respondía: «Es curioso, estas tazas son iguales que las de un juego que regalé el año pasado al Ejército de Salvación.» Si le enseñabas la nueva piscina, decía, dándose una palmada en el tobillo: «Imagino que es aquí donde crían ustedes sus gigantescos mosquitos.» Si le ofrecías un asiento, replicaba: «¡Qué curioso!, es una buena imitación de las sillas estilo reina Ana que heredé de la abuela Delancy.» Sus fanfarronadas resultaban enternecedoras más que otra cosa, y parecían implicar que las noches eran largas, sus hijos desagradecidos y su matrimonio un terrible fracaso. Veinte años antes se la hubiera considerado una viuda del golf(1), y su comportamiento, en conjunto, era quizá el de una persona víctima de una gran aflicción. Normalmente vestía de oscuro y un desconocido podría imaginarse, al verla tomar el tren, que el señor Pastern había muerto; pero no era ése el caso, ni mucho menos. El señor Pastern se paseaba de un lado a otro por el vestuario del club de golf Grassy Brae, gritando: «¡Hay que bombardear Cuba! ¡Hay que bombardear Berlín! ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas para que aprendan quién manda!» El señor Pastern era el brigadier de la infantería ligera de los vestuarios del club, y antes o después declaraba la guerra a Rusia, a Checoslovaquia, a Yugoslavia y a China. 
Todo empezó una tarde de otoño, y ¿quién, después de tantos siglos, es capaz de describir los matices de un día de otoño? Cabe fingir que nunca se ha visto antes nada parecido; aunque quizá resultase todavía mejor imaginar que nunca volverá a haber otro igual. El brillo del sol sobre el césped era como una síntesis de todas las claridades del año. En alguna parte quemaban hojas secas, y el olor del humo, a pesar de su acidez amoniacal, hacía pensar en algo que empieza. El aire azul se extendía, infinito, hasta el horizonte, tirante como la piel de un tambor. Al salir de su casa una tarde a última hora, la señora Pastern se detuvo para admirar la luz de octubre. Era el día de hacer la colecta para la lucha contra la hepatitis infecciosa. A la señora Pastern le habían dado una lista con dieciséis nombres, un montón de prospectos y un talonario de recibos. Su trabajo consistía en visitar a sus vecinos y recoger los cheques que le entregaran. Su casa estaba en un altozano, y antes de subirse al coche contempló las casas que se extendían a sus pies. La caridad, según su propia experiencia, era algo complejo y recíproco, y prácticamente todos los tejados que veía significaban caridad. La señora Balcolm trabajaba para el cerebro. La señora Ten Eyke se ocupaba de la salud mental. La señora Trenchard se encargaba de los ciegos. La señora Horowitz, de las enfermedades de nariz y garganta. La señora Trempler, de la tuberculosis. La señora Surcliffe hacía la colecta para las madres necesitadas. La señora Craven para el cáncer, y la señora Gilkson se hacía cargo de los riñones. La señora Hewlitt presidía la liga para la planificación de la natalidad. La señora Ryerson se ocupaba de la artritis. Y a lo lejos podía verse el techo de pizarra de la casa de Ethel Littleton, un techo que quería decir gota. 
La señora Pastern había aceptado la tarea de ir de casa en casa con la despreocupada resignación de una honesta trabajadora apegada a las tradiciones. Era su destino y su vida. Su madre lo había hecho antes que ella, e incluso su anciana abuela ya recogía dinero para combatir la viruela y para socorrer a las madres solteras. La señora Pastern había telefoneado de antemano a la mayor parte de sus vecinas, y casi todas la estaban esperando. No sentía la inquietud de esos infelices desconocidos que van vendiendo enciclopedias. De vez en cuando se quedaba a hacer una visita y a tomarse una copa de jerez. El dinero recogido superaba ya la cifra del año anterior, y aunque, por supuesto, no era suyo, a la señora Pastern le agradaba llevar en el bolso cheques por cantidades importantes. Estaba anocheciendo cuando entró en casa de los Surcliffe, y allí tomó un whisky con soda. Se quedó mucho rato, y al marcharse era ya completamente de noche y hora de volver a casa y preparar la cena a su esposo. 
— He conseguido ciento sesenta dólares para el fondo contra la hepatitis —le dijo muy excitada al señor Pastern cuando su marido llegó a casa—. He visitado a todas las personas de mi lista, excepto a los Blevin y los Flannagan. Quisiera entregarlo todo mañana por la mañana, ¿te importaría ir a verlos mientras preparo la cena? 
— ¡Pero si no conozco a los Flannagan! —exclamó Charlie Pastern. 
— Nadie los conoce, pero me dieron diez dólares el año pasado. 
El señor Pastern estaba cansado, tenía problemas en los negocios, y ver a su mujer preparando unas chuletas de cerdo le pareció el adecuado colofón de un día poco afortunado. No le disgustó subirse al automóvil y acercarse a casa de los Blevin pensando en que quizá le ofrecieran algo de beber. Pero los Blevin no estaban en casa; la criada le dio un sobre con un cheque y cerró la puerta. Al torcer por el camino particular de los Flannagan intentó recordar si había estado con ellos alguna vez. El apellido lo animó, porque tenía el convencimiento de que sabía «manejar» a los irlandeses. La puerta principal era de cristal, y al otro lado vio un vestíbulo donde una pelirroja algo entrada en carnes arreglaba unas flores. 
— Hepatitis infecciosa —gritó con buen humor. 
La dueña de la casa estuvo un buen rato mirándose al espejo antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta, avanzando con pasos muy breves. 
— Entre, por favor —dijo. Su voz aniñada era casi un susurro, aunque saltaba a la vista que la señora Flannagan no era ya una jovencita. Llevaba el pelo teñido, su atractivo declinaba, y debía de estar a punto de alcanzar los cuarenta, pero parecía ser una de esas mujeres que se aferran a los modales y a las gracias de una preciosa niña de ocho—. Su esposa acaba de telefonear —añadió, separando cada palabra exactamente como hacen los niños—, y no estoy segura de tener dinero en metálico, pero si espera un minuto le daré un cheque, si es que soy capaz de encontrar el talonario. Haga el favor de pasar a la sala de estar; allí estará más cómodo. 
Charlie Pastern vio que su anfitriona acababa de encender el fuego y de hacer todos los preparativos necesarios para tomar unas copas, y, como cualquier descarriado, su respuesta ante aquella acogedora recepción fue instantánea. ¿Dónde estará el señor Flannagan? —se preguntó—. ¿Volviendo a casa en el último tren? ¿Cambiándose de ropa en el piso de arriba? ¿Dándose una ducha? En el otro extremo de la habitación había un escritorio donde se amontonaban los papeles y ella empezó a revolverlos, suspirando y haciendo ruidos de aniñada exasperación. 
— Siento muchísimo que tenga que esperar —dijo—, ¿no querrá prepararse algo de beber mientras tanto? Encontrará todo lo necesario encima de la mesa. 
— ¿En qué tren llega su marido? 
— El señor Flannagan no está aquí —dijo ella, bajando la voz—. Lleva seis semanas de viaje... 
— Entonces tomaré una copa, si usted me acompaña. 
— Lo haré si promete no ponerme mucho whisky en el vaso. 
— Siéntese —dijo Charlie—, bébase su cóctel y ya nos ocuparemos después del talonario. La única forma de encontrar las cosas es buscándolas con calma. 
En total se tomaron seis copas. La señora Flannagan se describió a sí misma y explicó las circunstancias de su vida sin una sola vacilación. Su marido fabricaba depresores linguales de material plástico. Viajaba por todo el mundo. A ella no le gustaba viajar. Los aviones la hacían desmayarse, y en Tokio, donde había estado aquel verano, le dieron pescado crudo para desayunar. La señora Flannagan se volvió a casa inmediatamente. Ella y su marido habían vivido anteriormente en Nueva York, donde la señora Flannagan tenía muchos amigos, pero su marido pensó que el campo sería más seguro en caso de guerra. Ella, sin embargo, prefería vivir en peligro a morir de soledad y de aburrimiento. No tenía hijos y no había hecho amistades en Shady Hill. 
— Pero a usted lo había visto ya antes —le dijo a Charlie con terrible timidez, dándole unas palmaditas en la rodilla—. Le he visto cuando pasea a su perro los domingos y conduciendo su descapotable... 
Pensar en la soledad de aquella mujer esperando junto a la ventana conmovió al señor Pastern, aunque todavía lo conmovió más que fuera una persona de generosa anatomía. La pura gordura, Charlie lo sabía muy bien, no cumple en el cuerpo ningún cometido vital, y no sirve para las funciones procreadoras. No tiene más utilidad que proporcionar un almohadillado supletorio al resto de la estructura. Y, conociendo su humilde situación en la escala de las cosas, ¿por qué él, en ese momento de su vida, tenía que sentirse dispuesto a vender su alma por ese almohadillado? Las consideraciones que la señora Flannagan hizo al principio sobre los sufrimientos de una mujer solitaria parecían tan amplias que Charlie no sabía cómo tomarlas; pero al terminar la sexta copa le pasó el brazo alrededor del talle y sugirió que podían subir al piso de arriba y buscar allí el talonario de cheques. 
—Nunca había hecho esto antes —dijo ella más tarde, cuando él se estaba preparando para marcharse. 
Su tono resultaba muy sincero, y a Charlie le pareció encantador. No puso en duda la veracidad de aquellas palabras, aunque las había oído cientos de veces. «No lo he hecho nunca», decían siempre, mientras sus vestidos, al caer, dejaban al descubierto sus blancos hombros. «No lo he hecho nunca», decían mientras esperaban el ascensor en el pasillo del hotel. «No lo he hecho nunca», decían siempre, sirviéndose otro whisky. «Nunca lo había hecho antes», decían siempre mientras se ponían las medias. En los barcos, en los trenes, en hoteles de veraneo, ante paisajes de montaña, decían siempre: «Nunca lo había hecho antes.» 
—¿Dónde has estado? —le preguntó la señora Pastern a su marido con la voz empañada por la tristeza cuando llegó a casa—. Son más de las once. 
— He estado tomando unas copas con los Flannagan. 
— Ella me dijo que su marido estaba en Alemania. 
— Ha vuelto inesperadamente. 
Charlie cenó algo en la cocina y pasó después al cuarto de la televisión para escuchar las noticias. 
— ¡Bombardeadlos! —gritó—. ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas! ¡Que aprendan quién es el que manda! 
Pero aquella noche durmió mal. Charlie pensó primero en su hijo y en su hija, que estaban en la universidad, a muchos kilómetros de distancia. Los quería. Era el único sentido que tenía para él la palabra querer. Después hizo nueve hoyos imaginarios al golf, escogiendo, con todo detalle el hándicap, los palos, la posición de los pies, los contrincantes e, incluso, el tiempo; pero el verde del campo se esfumaba al hacer acto de presencia sus preocupaciones económicas. Había invertido su dinero en un hotel de Nassau, en una fábrica de cerámica de Ohio y en un líquido limpiacristales, y la suerte no le estaba sonriendo. Sus preocupaciones lo sacaron de la cama; encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. A la luz de las estrellas vio los árboles sin hojas. Durante el verano había intentado compensar algunas de sus pérdidas apostando a las carreras, y los árboles desnudos le recordaban que sus boletos debían de yacer aún, como hojas caídas, en la cuneta de la carretera entre Belmont y Saratoga. Arces y fresnos, hayas y olmos; cien al Tres como ganador en la cuarta, cincuenta al Seis en la tercera, cien al Dos en la octava. Los niños, al volver a casa desde el colegio, arrastrarían los pies sobre lo que le parecía ser su propio follaje. Después, al volver a la cama, se acordó sin avergonzarse de la señora Flannagan, planeando dónde se verían la próxima vez y lo que harían. Ya que hay tan pocas posibilidades de olvidar en esta vida, pensó, ¿por qué tendría él que rechazar el remedio, aunque pareciera, como en este caso, un remedio muy casero? 
A Charlie una nueva conquista siempre le levantaba la moral. En una sola noche se volvió generoso, comprensivo, poseedor de un inagotable buen humor, tranquilo, amable con los gatos, con los perros y con los desconocidos, comunicativo y misericordioso. Quedaba, por supuesto, el mudo reproche de la señora Pastern esperándolo por las tardes, pero había sido su fiel servidor, pensaba, durante veinticinco años, y si intentase acariciarla tiernamente durante aquellos días, diría con toda probabilidad: «¡Uf! Ahí es donde me he magullado en el jardín.» La señora Pastern parecía escoger las veladas que pasaban juntos para sacar a relucir las esquinas más aceradas de su personalidad y pasar revista a todos sus agravios. «¿Sabes? — decía—, Mary Quested hace trampas a las cartas.» Sus observaciones se quedaban cortas; no llegaban hasta donde Charlie estaba sentado. Si se trataba de manifestaciones indirectas de descontento, era un descontento que ya no le afectaba. 
El señor Pastern comió con la señora Flannagan en la ciudad y pasaron la tarde juntos. Al salir del hotel, ella se detuvo ante el escaparate de una perfumería. Dijo que le gustaban los perfumes, movió los hombros con coquetería y lo llamó «vidita». Teniendo en cuenta sus aires de adolescente y sus protestas de fidelidad, parecía haber demasiada práctica en su manera de pedir, pensó Charlie; pero le regaló un frasco de perfume. La segunda vez que se vieron, la señora Flannagan se entusiasmó con un salto de cama que vio en un escaparate y él se lo compró. La tercera vez fue un paraguas de seda. Mientras la esperaba en un restaurante donde iban a verse por cuarta vez, Charlie abrigó la esperanza de que no fuera a pedirle alguna joya, porque andaba mal de dinero. La señora Flannagan había prometido llegar a la una, y él dejaba correr el tiempo considerando su situación y aspirando los olores de las salsas, de la ginebra y de las alfombras rojas. La señora Flannagan llegaba siempre tarde, y a la una y media Charlie pidió otro whisky. A las dos menos cuarto notó que el camarero que le atendía cuchicheaba con otro: cuchicheaba, reía y movía la cabeza en dirección a su mesa. En ese momento tuvo el primer presentimiento de que ella pudiera darle de lado. Pero ¿quién era ella? ¿Quién se creía que era para hacerle una cosa así? No era más que una ama de casa con su soledad a cuestas, ni más ni menos. A las dos encargó la comida. Se sentía derrotado. ¿Qué había sido su vida sentimental en aquellos últimos años, excepto una serie de aventuras de una noche, muchas veces deprimentes por añadidura? Pero sin ellas su vida hubiera sido insoportable. 
No tiene nada de extraordinario que lo dejen a uno plantado entre la una y las dos en un restaurante en el centro de Nueva York: una tierra de nadie espiritual, con árboles tronchados, zanjas y agujeros que todos compartimos, desarmados a causa de la decepción de nuestros corazones. El camarero lo sabía, y las risas y las conversaciones intrascendentes alrededor de Charlie agudizaban estos sentimientos. Le parecía elevarse desesperanzadamente sobre su frustración como sobre un mástil, mientras su soledad se hacía cada vez más patente en el abarrotado comedor. Entonces advirtió su demacrada imagen en un espejo, los grises cabellos que se aferraban a su cráneo como los restos de un paisaje romántico, su cuerpo pesado que casi hacía pensar en un Santa Claus de cuartel de bomberos, rellena la panza con uno o dos cojines del peor sofá de la señora Kelly. Apartó la mesa y se encaminó hacia una de las cabinas telefónicas del vestíbulo. 
— ¿No está usted contento con el servicio, monsieur? —le preguntó el camarero. La señora Flannagan respondió al teléfono y dijo con su voz más aniñada: 
— No podemos seguir así. Lo he pensado despacio y no podemos seguir así. No es que yo no quiera, porque eres muy viril, pero mi conciencia no me lo permite. 
— ¿Puedo pasar por ahí esta noche para hablar de ello? 
— Bueno... —contestó ella. 
— Iré directamente desde la estación. 
— Pero tienes que hacerme un favor. 
— ¿Cuál? 
— Ya te lo diré esta noche. Acuérdate de aparcar el coche detrás de la casa, y entra por la puerta trasera. No quiero dar motivo de habladurías a esas viejas cotorras. Recuerda que nunca he hecho esto antes. 
A la señora Flannagan no le faltaba razón, pensó Charlie; tenía una autoestima que mantener. Su orgullo, ¡era tan infantil, tan maravilloso! A veces, atravesando una de las ciudades fabriles de New Hampshire al caer la tarde, Charlie recordaba haber visto, en un callejón o en un camino particular, cerca del río, a una niña vestida con un mantel, sentada sobre un taburete cojo, y agitando su cetro sobre un reino de hierbajos, escorias y unas cuantas gallinas desmedradas. Emociona la pureza y la desproporción de su orgullo, y ésos eran también sus sentimientos hacia la señora Flannagan. 
Aunque aquella noche la señora Flannagan lo hizo entrar por la puerta trasera, en la sala de estar todo seguía igual. El fuego ardía en la chimenea, ella le preparó una copa, y al hallarse otra vez en su compañía, Charlie sintió que se le quitaba un gran peso de encima. Pero la señora Flannagan se mostraba indecisa, dejándose abrazar y rechazándolo al mismo tiempo, haciéndole cosquillas y yéndose luego al otro extremo de la habitación para mirarse al espejo. 
— Primero quiero que me hagas el favor que te he pedido —le dijo. 
— ¿De qué se trata? 
— Adivina. 
— Dinero no puedo darte. Ya sabes que no soy rico. 
— No se me ocurriría pedirte dinero —replicó, muy indignada. 
— ¿De qué se trata, entonces? 
— Algo que llevas encima. 
— El reloj no tiene ningún valor, y los gemelos son de latón. 
— Es otra cosa. 
— Sí, pero dime qué. 
— No te lo diré hasta que prometas dármelo. 
Entonces él la apartó, consciente de que no era difícil tomarle el pelo. 
— No puedo hacer una promesa sin saber qué es lo que quieres. 
— Es una cosa muy pequeña. 
— ¿Cómo de pequeña? 
— Muy chiquitita. 
— Por favor, dime de qué se trata. —Charlie volvió a abrazarla y fue en ese momento cuando se sintió más él mismo: solemne, viril, prudente e imperturbable. 
— No te lo diré si no me lo prometes antes. 
— Pero ¿no ves que no puedo prometértelo? 
— Entonces, vete —dijo ella—. Vete y no vuelvas nunca. 
La señora Flannagan tenía unos modales demasiado infantiles para dar a sus palabras un tono autoritario, pero lograron el efecto deseado. ¿Estaba Charlie en condiciones de volver a una casa donde no encontraría más que a su esposa, ocupada, sin duda, en pasar revista a sus agravios? ¿Volver allí y esperar a que el tiempo y la casualidad le proporcionaran otra amiga? 
— Dímelo, por favor. 
— Promételo. 
— Prometido. 
— Quiero una llave de tu refugio antiatómico —dijo ella. 
La petición de la señora Flannagan cayó sobre Charlie como una bomba y, de repente, se sintió invadido por un inmenso desconsuelo. Todas sus delicadas suposiciones sobre ella —la niña de la ciudad fabril reinando sobre las gallinas— eran absolutamente falsas. Venía pensando en aquello desde el primer momento; ya le daba vueltas en la cabeza cuando encendió el fuego la primera vez, cuando no encontraba el talonario de cheques y le ofreció una copa. La petición de la llave apagó los deseos de Charlie, pero sólo por un momento, porque la señora Flannagan volvió de nuevo a sus brazos y empezó a acariciarle el tórax mientras decía: «Ratoncito, ratoncito, ratoncito, hazte la casa en este rinconcito.» Charlie no tuvo fuerzas para resistirse; era como si le hubieran dado un golpe feroz en las corvas. Y, sin embargo, en algún lugar de su dura cabeza se daba cuenta de lo absurdo y trasnochado de sus insaciables deseos. Pero ¿cómo podía él reformar sus huesos y sus músculos para acomodarse a un mundo nuevo? ¿Cómo educar su carne ávida y vagabunda para que entendiese de política y geografía, de holocaustos y cataclismos? Los pechos de la señora Flannagan eran redondos, fragantes y suaves, y Charlie sacó la llave del llavero —un trozo de metal de cinco centímetros de longitud, tibio por el calor de sus manos, genuino talismán de salvación, defensa contra el fin del mundo— y la dejó caer por el escote de su vestido. 
Los Pastern habían terminado el refugio antiatómico aquella primavera. Les hubiera gustado que fuera un secreto, o al menos que el hecho de su existencia se divulgara paulatinamente, pero los camiones y las excavadoras entrando y saliendo habían bastado para informar a todo el mundo. Había costado treinta y dos mil dólares, y tenía dos retretes con purificadores químicos, reserva de oxígeno, y una biblioteca preparada por un profesor de la Universidad de Columbia con libros seleccionados para inspirar buen humor, tranquilidad y esperanza. Había alimentos para tres meses y varias cajas de bebidas alcohólicas fuertes. La señora Pastern compró los patos de escayola, la pila para pájaros y los gnomos con la intención de darle un aire inocente a la joroba de su jardín; para convertirla en algo aceptable, al menos para sí misma. Porque destacando como destacaba en un escenario tan encantador y doméstico, y simbolizando de hecho la muerte de la mitad —al menos— de la población del mundo, le resultaba, a pesar de la hierba que la recubría, imposible de conciliar con el cielo azul y las nubes blancas. La señora Pastern prefería tener corridas las cortinas en aquel lado de la casa, y así se hallaban la tarde del día siguiente, cuando le servía ginebra al obispo. 
El obispo había llegado inesperadamente. El señor Ludgate, el ministro de su iglesia, telefoneó para decir que el obispo se hallaba en aquella zona y quería darle las gracias por los servicios que prestaba a la comunidad; ¿podían hacerle una visita sin protocolo alguno? La señora Pastern preparó algunas cosas para el té, se cambió de ropa y llegó al vestíbulo en el momento en que llamaban al timbre. 
— ¿Cómo está usted, eminencia? —preguntó—. ¿Quiere usted pasar, eminencia? ¿Le gustaría tomar el té, eminencia, o preferiría más bien una copa? 
— Le agradecería un martini —dijo el obispo. 
Tenía una voz muy agradable y con gran capacidad de convicción. Era un hombre de buena figura, cabellos muy negros, y piel cetrina y elástica con profundas arrugas alrededor de una boca grande; estaba tan ojeroso y su mirada tenía un brillo tan especial, pensó la señora Pastern, como la de una persona que se droga. 
— Con su permiso, eminencia... 
El hecho de que el obispo le pidiera un cóctel la había desconcertado; siempre era Charlie quien se encargaba de preparar las bebidas. Se le cayó el hielo en el suelo de la antecocina, echó aproximadamente medio litro de ginebra en la coctelera e intentó arreglar lo que le parecía un cóctel demasiado fuerte aumentando la proporción de vermut. 
— El señor Ludgate me ha hablado de lo indispensable que es usted en la vida de la parroquia —dijo el obispo al aceptar la copa. 
— Procuro esforzarme todo lo que puedo —respondió la señora Pastern. 
— Tiene usted dos hijos. 
— Sí. Sally está en Smith y Carkie en Colgate. ¡La casa nos parece tan vacía ahora! Los confirmó su predecesor, el obispo Tomlinson. 
— Ah, sí —dijo el obispo—. Sí. 
Tener delante a su eminencia ponía nerviosa a la señora Pastern. Le hubiese gustado darle un aire más natural a la visita; deseaba, por lo menos, que su propia presencia en la sala de estar resultara más real. La señora Pastern sentía una intensa desazón que ya la había asaltado otras veces durante las reuniones de los comités de los que formaba parte, cuando la atmósfera parlamentaria tenía un efecto desintegrador sobre su personalidad. Sentada en su silla, le parecía recorrer la habitación a gatas, reuniendo sus propios fragmentos y pegándolos con alguna de sus virtudes, como Soy una Buena Madre o una Esposa Paciente. 
— ¿Ustedes dos se conocen hace tiempo? —le preguntó la señora Pastern al obispo. 
— ¡No! —exclamó su eminencia. 
— El señor obispo pasaba por aquí —dijo el ministro con voz apenas audible. 
— ¿Podría ver el jardín? —preguntó su eminencia. 
Con el martini en la mano, siguió a la dueña de la casa, saliendo a la terraza por una puerta lateral. La señora Pastern era una entusiasta de la jardinería, pero en aquel momento la situación de sus plantas era poco satisfactoria. El variado ciclo de sucesivas floraciones casi había terminado ya; tan sólo podían verse los crisantemos. 
— Me hubiese gustado enseñárselo en primavera, especialmente al final de la primavera —dijo ella—. La Magnolia stellata es la primera que florece. Luego tenemos los cerezos y los ciruelos japoneses. Cuando acaban, empiezan las azaleas, los laureles y los rododendros. Y debajo de las glicinas hay tulipanes bronceados. Las lilas son blancas. 
— Veo que tienen ustedes un refugio —dijo el obispo. 
— Sí. —La habían traicionado los patos y los gnomos—. Sí, es cierto, pero no tiene nada de especial. En este arriate hay únicamente lirios del valle. Soy de la opinión de que las rosas quedan mejor cortadas en ramos que formando parte de un jardín ornamental; por eso las cultivo detrás de la casa. Los bordes son fraises des bois. Resultan muy dulces y jugosas. 
— ¿Hace mucho que tienen ustedes el refugio? 
— Lo construimos en primavera —dijo la señora Pastern—. Ese seto son camelias japonesas. Más allá está nuestra pequeña huerta: lechugas, hierbas aromáticas y otras cosas por el estilo. 
— Me gustaría ver el refugio —pidió el obispo. 
La señora Pastern se sintió herida, con un dolor que despertaba incluso ecos infantiles, cuando tuvo ocasión de descubrir que sus amigas no venían a visitarla los días de lluvia porque les gustase su compañía, sino para comerse sus pastas y quitarle los juguetes. Nunca había sido capaz de poner buena cara ante el egoísmo, y la señora Pastern llevaba fruncido el entrecejo cuando pasaron junto a la pila para los pájaros y los patos pintados. Los gnomos, con sus gorros voluminosos, los contemplaban a los tres desde lo alto mientras ella abría la puerta con la llave que pendía de su cuello. 
— Encantador —comentó el obispo—. Encantador. Vaya, veo que incluso tienen ustedes una biblioteca. 
— Sí. Se trata de libros escogidos para fomentar el buen humor, la tranquilidad y la esperanza. 
— Una de las desafortunadas características de la arquitectura eclesiástica es que el sótano queda reducido a un pequeño espacio bajo el presbiterio —dijo el obispo—. Esto nos da muy pocas posibilidades de salvar a los fieles, lo cual es un rasgo característico, debería tal vez añadir, de nuestra manera de interpretar el mensaje cristiano. Algunas iglesias tienen sótanos más espaciosos. Pero no quiero hacerle perder más tiempo. 
Su eminencia cruzó el césped para regresar a la casa, dejó la copa del cóctel sobre la barandilla de la terraza y le dio su bendición. 
La señora Pastern se dejó caer sobre los escalones de la terraza y vio alejarse el automóvil del obispo. Su eminencia no había venido a felicitarla, se daba cuenta perfectamente. ¿Era impiedad por su parte sospechar que recorría sus dominios para localizar y elegir posibles refugios? ¿Cabía suponer que pretendía utilizar su consagración episcopal para conseguirlo? El peso de la vida moderna, aunque oliera a plástico — como parecía ser el caso—, se hacía sentir cruelmente sobre los pilares de la religión, de la familia y del Estado. La carga era demasiado pesada, y a la señora Pastern le parecía oír el crujido de los cimientos. Había creído toda su vida en la santidad del sacerdocio, y si su fe era auténtica, ¿por qué no había ofrecido inmediatamente al obispo la seguridad de su refugio? Pero si su eminencia creía en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, ¿para qué necesitaba un refugio? 
Sonó el teléfono y la señora Pastern contestó con fingida despreocupación. Era una mujer llamada Beatrice, que acudía a limpiar la casa dos veces por semana. 
— Soy Beatrice, señora Pastern —dijo la voz al otro extremo del hilo—. Creo que hay algo que debe usted saber. Ya sabe que no me gusta cotillear. No soy como esa tal Adele, que va de señora en señora diciendo que Fulanito no duerme con su mujer, y que Menganito tenía seis botellas de whisky en la basura, y que no fue nadie al cóctel de Zutanito. Yo no soy como esa tal Adele, y usted lo sabe, señora Pastern. Pero hay algo que creo que debe usted saber. Hoy he trabajado para la señora Flannagan; me ha enseñado una llave y me ha dicho que era la llave de su refugio antiatómico, y que se la había dado su marido de usted. No sé si es verdad, pero creo que debe usted saberlo. 
— Gracias, Beatrice. 
El señor Pastern había arrastrado el buen nombre de su mujer en un centenar de escapadas, había echado a perder sus buenas cualidades y despreciado su amor, pero ella nunca había imaginado que llegara a traicionarla en sus planes para el fin del mundo. Vertió lo que quedaba del martini en una copa. Detestaba el sabor de la ginebra, pero sus acumuladas preocupaciones se le antojaban ya como los dolores de una enfermedad, y la ginebra los embotaba, aun a costa de avivar su indignación. Fuera, el cielo se oscureció, cambió el viento y empezó a llover. ¿Qué alternativas se le ofrecían? Podía volver con su madre, pero su madre no tenía un refugio. No era capaz de rezar pidiendo ayuda al cielo. El mundano comportamiento del obispo restaba valor a los consuelos celestiales. No podía pararse a considerar la insensata ligereza de su marido sin beber más ginebra. Y entonces se acordó de la noche —la noche del juicio— en la que habían decidido dejar arder a la tía Ida y al tío Ralph; en la que la señora Pastern había sacrificado a su sobrina de tres años y Charlie a su sobrino de cinco; en la que habían conspirado como asesinos y decidido no tener siquiera piedad con la anciana madre del señor Pastern. 
Estaba muy bebida cuando llegó Charlie. 
— No podría pasarme dos semanas en un agujero con la señora Flannagan —dijo. 
— ¿De qué estás hablando? 
— Le estuve enseñando el refugio al obispo y... 
— ¿Qué obispo? ¿Qué hacía aquí un obispo? 
— No me interrumpas y escucha lo que tengo que decirte. La señora Flannagan tiene una llave de nuestro refugio y se la has dado tú. 
— ¿Quién te ha dicho eso? 
— La señora Flannagan —repitió ella— tiene una llave de nuestro refugio y se la has dado tú. 
Charlie regresó al garaje bajo la lluvia y se pilló los dedos con la puerta. Con la prisa y la indignación se le ahogó el motor y, mientras esperaba a que se vaciara el carburador, tuvo que enfrentarse, a la luz de los faros, con los desechos —acumulados en el garaje— de su despilfarradora vida doméstica. Allí había una fortuna en inservibles muebles de jardín y diferentes herramientas con motor. Cuando el coche se puso en marcha, Charlie salió con gran chirriar de neumáticos a la calle y se saltó un semáforo en el primer cruce, donde, por un momento, su vida estuvo pendiente de un hilo. No le importó. Mientras subía la ladera a toda velocidad, sus manos se aferraban al volante como si estuvieran apretando ya el rollizo y estúpido cuello de la señora Flannagan. Era el honor y la tranquilidad espiritual de sus hijos lo que aquella mujer había pisoteado. Había hecho daño a sus hijos, a sus idolatrados hijos. 
Detuvo el coche a la puerta. Había luz en la casa, y olía a leña quemada, pero estaba todo en silencio; escudriñando a través de una ventana no advirtió ningún signo de vida ni oyó más ruido que el de la lluvia. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada. Entonces golpeó en el marco con el puño. Pasó mucho tiempo antes de que ella saliese del cuarto de estar, y Charlie imaginó que estaba dormida. Llevaba puesto el salto de cama que él le había regalado. Fue hacia la puerta arreglándose el pelo. En cuanto abrió, Charlie se precipitó en el interior de la casa, gritando: 
— ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has hecho esa estupidez? 
— No sé de qué estás hablando. 
— ¿Por qué le dijiste a mi mujer que tenías la llave? 
— Yo no se lo he dicho a tu mujer. 
— ¿A quién se lo has dicho, entonces? 
— No se lo he dicho a nadie. 
La señora Flannagan movió los hombros con coquetería y contempló la punta de sus zapatillas. Como muchos mentirosos incurables, tenía un desmedido respeto por la verdad, que se concretaba en una serie de signos que indicaban que estaba mintiendo. Charlie comprendió que no le diría la verdad, que no se la arrancaría aunque empleara toda la fuerza de sus brazos, y que su confesión, en caso de conseguirla, no le serviría de nada. 
— Dame algo de beber —dijo. 
— Sería mejor que te marcharas y volvieras más tarde, cuando te sientas mejor —repuso la señora Flannagan. 
— Estoy cansado —dijo él—. Muy cansado, terriblemente cansado. No me he sentado en todo el día. 
Charlie entró en la sala de estar y se sirvió un whisky. Se miró las manos, sucias después de un largo día de trenes y pasamanos de escaleras, de picaportes y papeles, y vio en el espejo que tenía el pelo empapado por la lluvia. Salió de la sala de estar y, atravesando la biblioteca, fue hacia el cuarto de baño de la planta baja. La señora Flannagan emitió un sonido muy débil, algo que no llegaba a ser un grito. Cuando Charlie abrió la puerta del cuarto de baño, se encontró cara a cara con un desconocido completamente desnudo. 
Al cerrarla de nuevo se produjo uno de esos breves y densos silencios que preceden a las discusiones a gritos. La señora Flannagan habló primero: 
— No sé quién es y he estado intentando que se marchara... Sé lo que estás pensando y no me importa. Estoy en mi casa, después de todo; yo no te he invitado y no tengo por qué darte explicaciones. 
— Apártate de mí —dijo él—. Apártate de mí antes de que te retuerza el pescuezo. 
Seguía lloviendo mientras Charlie regresaba a su casa, Al entrar oyó ruidos de actividad en la cocina y le llegó olor a comida. Supuso que aquellos sonidos y aquellos olores debían de haber sido uno de los primeros signos de vida en la tierra, y que serían también uno de los últimos. El periódico de la tarde estaba en la sala de estar y, dándole un manotazo, gritó: 
— ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas! ¡Que aprendan quién manda! Y después, dejándose caer en un sillón, preguntó en voz muy baja: 
— Santo cielo, ¿cuándo terminará todo? 
— Llevaba mucho tiempo esperando a que dijeras eso —declaró la señora Pastern tranquilamente, saliendo de la antecocina—. Llevo casi tres meses esperando a que digas precisamente eso. Empecé a preocuparme cuando vi que habías vendido los gemelos y los palos de golf. Me preguntaba qué estaba sucediendo. Después, cuando firmaste el contrato del refugio sin tener un centavo para pagarlo, me di cuenta de cuál era tu plan. Quieres que el mundo se acabe, ¿no es eso? Lo he sabido todo este tiempo, y no quería admitirlo, porque me parecía demasiado cruel, pero todos los días se aprende algo nuevo. 
La señora Pastern se encaminó hacia el vestíbulo y comenzó a subir la escalera. 
— Hay una hamburguesa en la sartén —dijo—, y patatas en el horno; si quieres algo de verdura, puedes calentarte las sobras de brécol. Yo voy a telefonear a los chicos. 
Viajamos a tal velocidad en estos días que sólo recordamos los nombres de unos cuantos sitios. La carga de consideraciones metafísicas tendrá que alcanzarnos en un tren de mercancías, si es que llega a hacerlo. El resto de la historia me lo ha contado mi madre; recibí su carta en Kitzbühel, un lugar donde voy a veces. «Ha habido tantos cambios en las últimas seis semanas —me decía—, que apenas sé por dónde empezar. Lo primero es que los Pastern se han ido, quiero decir, que se han marchado para siempre. Charlie está en la cárcel del condado cumpliendo una condena de dos años por estafa. Sally ha dejado la universidad y trabaja en Macy's, y el chico está todavía buscando trabajo, según he oído. De momento vive con su madre en el Bronx. Alguien ha dicho que salían adelante gracias a la beneficencia pública. Parece que Charlie terminó de gastarse el dinero que había heredado de su madre hace un año, y que desde entonces estuvieron viviendo a crédito. El banco se lo llevó todo y ellos se fueron a un motel de Transford. Después siguieron mudándose de motel en motel, viajando en coches alquilados y sin pagar nunca las cuentas. El motel y la agencia de alquiler de automóviles fueron los primeros en atraparlos. Unas personas muy agradables que se llaman Willoughby le han comprado la casa al banco. Y los Flannagan se han divorciado. ¿Te acuerdas de ella? Solía pasearse por el jardín con una sombrilla de seda. Su marido no tiene que pasarle una pensión ni nada parecido, y alguien la vio el otro día en Central Park West con un abrigo de entretiempo en una noche muy fría. Pero ha vuelto. Fue una cosa muy extraña. Volvió el jueves pasado. Estaba empezando a nevar. Era poco después de comer. Tu madre es una vieja loca, pero vieja y todo nunca deja de sorprenderme el milagro de una nevada. Tenía mucho que hacer, pero decidí dejarlo y quedarme un rato junto a la ventana para ver nevar. El cielo estaba muy oscuro. Era una nevada abundante, de copos gruesos, y lo cubrió todo en seguida como una mancha de luz. Fue entonces cuando vi a la señora Flannagan andando por la calle. Debió de llegar en el tren de las dos y treinta y tres y venir andando desde la estación. Imagino que no debe de tener mucho dinero, porque de lo contrario hubiera cogido un taxi. No llevaba ropa de abrigo e iba con tacones altos, en lugar de botas de agua. Bueno, pues cruzó la calle y atravesó el jardín de los Pastern, quiero decir, lo que era antes el jardín de los Pastern, hasta llegar al refugio antiatómico, y se quedó allí mirándolo. No tengo ni la menor idea de en qué estaba pensando, pero el refugio casi parece una tumba, ¿sabes?, y ella daba la impresión de estar de duelo, allí de pie, cayéndole la nieve sobre la cabeza y los hombros; y me entristeció pensar que apenas conocía a los Pastern. Entonces sonó el teléfono, y era la señora Willoughby. Me dijo que había una mujer muy rara frente a su refugio antiatómico y que si yo sabía quién era. Le respondí que sí, que era la señora Flannagan, que antes vivía en lo alto de la colina. Luego me preguntó qué debía hacer y le dije que lo único que se me ocurría era decirle que se marchara. La señora Willoughby mandó a la doncella, y vi cómo le decía a la señora Flannagan que se fuese; luego, un poco después, la señora Flannagan echó a andar hacia la estación bajo la nieve».

(1) Expresión sin equivalente en castellano, para designar a una mujer que apenas ve a su marido porque éste se pasa la mayor parte del tiempo en el campo de golf. (N. del t.).

John Cheever, El brigadier y la viuda del golf.


John Cheever

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