El cuentista
Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. La tía de los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
―No, Cyril, no ―exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe―. Ven a mirar por la ventanilla ―añadió.
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.
―¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? ―preguntó.
―Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba ―respondió la tía débilmente.
―Pero en ese campo hay montones de hierba ―protestó el niño―; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
―Quizá la hierba de otro campo es mejor ―sugirió la tía neciamente.
―¿Por qué es mejor? ―fue la inevitable y rápida pregunta.
―¡Oh, mira esas vacas! ―exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.
―¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? ―persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.
―Acérquense aquí y escuchen mi historia ―dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
―¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? ―preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
―Bueno, sí ―admitió la tía sin convicción―. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.
―Es la historia más tonta que he oído nunca ―dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
―Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta ―dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.
―No parece que tenga éxito como contadora de historias ―dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
―Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar ―dijo fríamente.
―No estoy de acuerdo con usted ―dijo el soltero.
―Quizá le gustaría a usted explicarles una historia ―contestó la tía.
―Cuéntenos un cuento ―pidió la mayor de las niñas.
―Érase una vez ―comenzó el soltero― una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.
―Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
―¿Era bonita? ―preguntó la mayor de las niñas.
―No tanto como cualquiera de vosotras ―respondió el soltero―, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.
―Era tan buena ―continuó el soltero― que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
―Terriblemente buena ―citó Cyril.
―Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.
―¿Había alguna oveja en el parque? ―preguntó Cyril.
―No ―dijo el soltero―, no había ovejas.
―¿Por qué no había ovejas? ―llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.
―En el parque no había ovejas ―dijo el soltero― porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
―¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? ―preguntó Cyril.
―Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad ―dijo el soltero despreocupadamente―. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
―¿De qué color eran?
―Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:
―Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
―¿Por qué no había flores?
―Porque los cerdos se las habían comido todas ―contestó el soltero rápidamente―. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.
―En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.
―¿De qué color era? ―preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.
―Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
―¿Mató a alguno de los cerditos?
―No, todos escaparon.
―La historia empezó mal ―dijo la más pequeña de las niñas―, pero ha tenido un final bonito.
―Es la historia más bonita que he escuchado nunca ―dijo la mayor de las niñas, muy decidida.
―Es la única historia bonita que he oído nunca ―dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
―¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
―De todos modos ―dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren―, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.
«¡Infeliz! ―se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe―. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!».
Saki (Héctor Hugh Munro), El cuentista.
Saki (Hector Hugh Munro)
The Storyteller
It was a hot afternoon, and the railway carriage was correspondingly sultry, and the next stop was at Templecombe, nearly an hour ahead. The occupants of the carriage were a small girl, and a smaller girl, and a small boy. An aunt belonging to the children occupied one corner seat, and the further corner seat on the opposite side was occupied by a bachelor who was a stranger to their party, but the small girls and the small boy emphatically occupied the compartment. Both the aunt and the children were conversational in a limited, persistent way, reminding one of the attentions of a housefly that refuses to be discouraged. Most of the aunt's remarks seemed to begin with "Don't," and nearly all of the children's remarks began with "Why?" The bachelor said nothing out loud. "Don't, Cyril, don't," exclaimed the aunt, as the small boy began smacking the cushions of the seat, producing a cloud of dust at each blow.
"Come and look out of the window," she added.
The child moved reluctantly to the window. "Why are those sheep being driven out of that field?" he asked.
"I expect they are being driven to another field where there is more grass," said the aunt weakly.
"But there is lots of grass in that field," protested the boy; "there's nothing else but grass there. Aunt, there's lots of grass in that field."
"Perhaps the grass in the other field is better," suggested the aunt fatuously.
"Why is it better?" came the swift, inevitable question.
"Oh, look at those cows!" exclaimed the aunt. Nearly every field along the line had contained cows or bullocks, but she spoke as though she were drawing attention to a rarity.
"Why is the grass in the other field better?" persisted Cyril.
The frown on the bachelor's face was deepening to a scowl. He was a hard, unsympathetic man, the aunt decided in her mind. She was utterly unable to come to any satisfactory decision about the grass in the other field.
The smaller girl created a diversion by beginning to recite "On the Road to Mandalay." She only knew the first line, but she put her limited knowledge to the fullest possible use. She repeated the line over and over again in a dreamy but resolute and very audible voice; it seemed to the bachelor as though some one had had a bet with her that she could not repeat the line aloud two thousand times without stopping. Whoever it was who had made the wager was likely to lose his bet.
"Come over here and listen to a story," said the aunt, when the bachelor had looked twice at her and once at the communication cord.
The children moved listlessly towards the aunt's end of the carriage. Evidently her reputation as a story- teller did not rank high in their estimation.
In a low, confidential voice, interrupted at frequent intervals by loud, petulant questionings from her listeners, she began an unenterprising and deplorably uninteresting story about a little girl who was good, and made friends with every one on account of her goodness, and was finally saved from a mad bull by a number of rescuers who admired her moral character.
"Wouldn't they have saved her if she hadn't been good?" demanded the bigger of the small girls. It was exactly the question that the bachelor had wanted to ask.
"Well, yes," admitted the aunt lamely, "but I don't think they would have run quite so fast to her help if they had not liked her so much."
"It's the stupidest story I've ever heard," said the bigger of the small girls, with immense conviction.
"I didn't listen after the first bit, it was so stupid," said Cyril.
The smaller girl made no actual comment on the story, but she had long ago recommenced a murmured repetition of her favourite line.
"You don't seem to be a success as a story-teller," said the bachelor suddenly from his corner.
The aunt bristled in instant defence at this unexpected attack.
"It's a very difficult thing to tell stories that children can both understand and appreciate," she said stiffly.
"I don't agree with you," said the bachelor.
"Perhaps you would like to tell them a story," was the aunt's retort.
"Tell us a story," demanded the bigger of the small girls.
"Once upon a time," began the bachelor, "there was a little girl called Bertha, who was extra-ordinarily good."
The children's momentarily-aroused interest began at once to flicker; all stories seemed dreadfully alike, no matter who told them.
"She did all that she was told, she was always truthful, she kept her clothes clean, ate milk puddings as though they were jam tarts, learned her lessons perfectly, and was polite in her manners."
"Was she pretty?" asked the bigger of the small girls.
"Not as pretty as any of you," said the bachelor, "but she was horribly good."
There was a wave of reaction in favour of the story; the word horrible in connection with goodness was a novelty that commended itself. It seemed to introduce a ring of truth that was absent from the aunt's tales of infant life.
"She was so good," continued the bachelor, "that she won several medals for goodness, which she always wore, pinned on to her dress. There was a medal for obedience, another medal for punctuality, and a third for good behaviour. They were large metal medals and they clicked against one another as she walked. No other child in the town where she lived had as many as three medals, so everybody knew that she must be an extra good child."
"Horribly good," quoted Cyril.
"Everybody talked about her goodness, and the Prince of the country got to hear about it, and he said that as she was so very good she might be allowed once a week to walk in his park, which was just outside the town. It was a beautiful park, and no children were ever allowed in it, so it was a great honour for Bertha to be allowed to go there."
"Were there any sheep in the park?" demanded Cyril.
"No;" said the bachelor, "there were no sheep."
"Why weren't there any sheep?" came the inevitable question arising out of that answer.
The aunt permitted herself a smile, which might almost have been described as a grin.
"There were no sheep in the park," said the bachelor, "because the Prince's mother had once had a dream that her son would either be killed by a sheep or else by a clock falling on him. For that reason the Prince never kept a sheep in his park or a clock in his palace."
The aunt suppressed a gasp of admiration.
"Was the Prince killed by a sheep or by a clock?" asked Cyril.
"He is still alive, so we can't tell whether the dream will come true," said the bachelor unconcernedly; "anyway, there were no sheep in the park, but there were lots of little pigs running all over the place."
"What colour were they?"
"Black with white faces, white with black spots, black all over, grey with white patches, and some were white all over."
The storyteller paused to let a full idea of the park's treasures sink into the children's imaginations; then he resumed:
"Bertha was rather sorry to find that there were no flowers in the park. She had promised her aunts, with tears in her eyes, that she would not pick any of the kind Prince's flowers, and she had meant to keep her promise, so of course it made her feel silly to find that there were no flowers to pick."
"Why weren't there any flowers?"
"Because the pigs had eaten them all," said the bachelor promptly. "The gardeners had told the Prince that you couldn't have pigs and flowers, so he decided to have pigs and no flowers."
There was a murmur of approval at the excellence of the Prince's decision; so many people would have decided the other way.
"There were lots of other delightful things in the park. There were ponds with gold and blue and green fish in them, and trees with beautiful parrots that said clever things at a moment's notice, and humming birds that hummed all the popular tunes of the day. Bertha walked up and down and enjoyed herself immensely, and thought to herself: 'If I were not so extraordinarily good I should not have been allowed to come into this beautiful park and enjoy all that there is to be seen in it,' and her three medals clinked against one another as she walked and helped to remind her how very good she really was. Just then an enormous wolf came prowling into the park to see if it could catch a fat little pig for its supper."
"What colour was it?" asked the children, amid an immediate quickening of interest.
"Mud-colour all over, with a black tongue and pale grey eyes that gleamed with unspeakable ferocity. The first thing that it saw in the park was Bertha; her pinafore was so spotlessly white and clean that it could be seen from a great distance. Bertha saw the wolf and saw that it was stealing towards her, and she began to wish that she had never been allowed to come into the park. She ran as hard as she could, and the wolf came after her with huge leaps and bounds. She managed to reach a shrubbery of myrtle bushes and she hid herself in one of the thickest of the bushes. The wolf came sniffing among the branches, its black tongue lolling out of its mouth and its pale grey eyes glaring with rage. Bertha was terribly frightened, and thought to herself: 'If I had not been so extraordinarily good I should have been safe in the town at this moment.' However, the scent of the myrtle was so strong that the wolf could not sniff out where Bertha was hiding, and the bushes were so thick that he might have hunted about in them for a long time without catching sight of her, so he thought he might as well go off and catch a little pig instead. Bertha was trembling very much at having the wolf prowling and sniffing so near her, and as she trembled the medal for obedience clinked against the medals for good conduct and punctuality. The wolf was just moving away when he heard the sound of the medals clinking and stopped to listen; they clinked again in a bush quite near him. He dashed into the bush, his pale grey eyes gleaming with ferocity and triumph, and dragged Bertha out and devoured her to the last morsel. All that was left of her were her shoes, bits of clothing, and the three medals for goodness."
"Were any of the little pigs killed?"
"No, they all escaped."
"The story began badly," said the smaller of the small girls, "but it had a beautiful ending."
"It is the most beautiful story that I ever heard," said the bigger of the small girls, with immense decision.
"It is the only beautiful story I have ever heard," said Cyril.
A dissentient opinion came from the aunt.
"A most improper story to tell to young children! You have undermined the effect of years of careful teaching."
"At any rate," said the bachelor, collecting his belongings preparatory to leaving the carriage, "I kept them quiet for ten minutes, which was more than you were able to do."
"Unhappy woman!" he observed to himself as he walked down the platform of Templecombe station; "for the next six months or so those children will assail her in public with demands for an improper story!".
Saki (Hector Hugh Munro), The Storyteller.